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Perífrasis. Revista de Literatura, Teoría y Crítica

versión impresa ISSN 2145-8987

perifrasis. rev.lit.teor.crit. vol.9 no.18 Bogotá jul./dic. 2018

https://doi.org/10.25025/perifrasis20189.18.01 

Artículos

PRENSA PERIÓDICA Y CULTURA POPULAR EN EL RÍO DE LA PLATA DURANTE EL SIGLO XIX

PERIODICAL PRESS AND POPULAR CULTURE IN THE RÍO DE LA PLATA DURING 19 TH CENTURY

Hernán Pas1 

1Universidad Nacional de la Plata, Argentina. Doctor en Letras. hpas@fahce.unlp.edu.ar.


Resumen

El presente trabajo ofrece una caracterización de modalidades de lectura en el siglo XIX vinculadas a la dinámica y a la materialidad de la prensa periódica. Reconsidera las relaciones entre cultura letrada y cultura popular a partir de la descripción de instancias textuales particulares (desde El Telégrafo Mercantil hasta las gacetas populares de Luis Pérez), así como del escrutinio de los precios y costos de los periódicos impresos en Buenos Aires.

Palabras clave: prensa periódica; lectura; cultura popular; público lector; siglo XIX

Abstract

The present work offers a characterization of modalities of reading in the nineteenth century, linked to the dynamics and the materiality of the periodical press form. It reconsiders the relations between lettered culture and popular culture based on the description of particular textual instances (from El Telégrafo Mercantil to the popular gazettes of Luis Pérez) as well as the scrutiny of the prices and costs of the printed press in Buenos Aires.

Keywords: periodical press; reading; popular culture; public reader; 19th century

En el periódico El Lucero del 2 de agosto de 1830 apareció un breve suelto que destacaba la exitosa recepción que había tenido en Buenos Aires el primer ensayo público del gacetero popular Luis Pérez. Decía así: “El Gaucho ha correspondido completamente a la expectación pública. El primer número ha tenido un rápido y extraordinario despacho; y otra clase de aficionados que los que acostumbran leer papeles públicos, era la que llenaba la Imprenta del Estado” (257: 2)1.

El periódico El Gaucho, un pliego de cuatro páginas mayormente escrito en verso y de corte gauchesco y cuyo redactor ficticio era Pancho Lugares Contreras -precisamente un gaucho del Salado-, apareció en Buenos Aires el 31 de julio de 1830. A fin de recuperar un sentido más pleno de la cita de El Lucero, una composición de lugar debería comenzar recordando el estatuto convencional de los puntos de venta de la prensa periódica rioplatense. En los primeros lustros de la Independencia, los periódicos eran adquiridos en pocos y a la vez preestablecidos lugares de comercialización. Durante la década que se extiende entre 1815 y 1825, la mayoría de los periódicos ofrecen como sitio de venta al público -y como lugar de suscripción- la “tienda de Ochagavia” o “vereda ancha”, como se conocía por entonces el sector sur de la Plaza de la Victoria (luego 25 de mayo), donde estaba ubicada la Recova Nueva. Hacia fines de la década de 1820 y principios de la siguiente, con la paulatina diversificación de los talleres tipográficos, los puntos de venta pasarían a ser las mismas imprentas. Así, en la Imprenta del Estado, donde se vendía El Gaucho, también se adquiría el citado El Lucero, de Pedro de Angelis, aunque también podía adquirirse, por ejemplo, La Aljaba de Petrona Rosende de Serra, periódico destinado a las mujeres y publicado entre 1830 y 1831. De modo que, volviendo ahora al suelto, la distinción “otra clase de aficionados” que “llenaba la Imprenta del Estado” cobra un sentido más riguroso, sociológica y culturalmente hablando: otros lectores, distintos a los lectores de periódicos como El Lucero y/o La Aljaba. Junto con el éxito, la mención al “rápido y extraordinario despacho” de este primer número de El Gaucho permite inferir, a su vez, cierta feliz empatía entre el grupo social lector y formalidades del impreso; esto es, entre capacidades, competencias e intereses lectores y un producto que temática, formal y materialmente respondía de forma apropiada a esa demanda.

La representación de las competencias de lectura -en especial de la lectura popular- es uno de los tópicos de la prolífica producción de Luis Pérez. Así, en otro de sus famosos periódicos, El Torito de los Muchachos, el corresponsal Lucho Olivares envía una carta al editor que comienza narrando el encuentro con unos papeles: “El día de San Bartolo / Como es que el Diablo anda suelto / en el mismo plan del bajo / Topé un papelón envuelto”. Y más adelante:

Llegué por fin a mi casa

Con aquel papel maldito

Deseando encontrar alguno

Que lo leyera un poquito.

Pasa en esto un escuelero

De los de la Recoleta.

Y le digo: amigo venga

Leyamos unas gacetas. (El Torito… 9: 4)

En la ficción del periódico, el corresponsal recurre a un “escuelero” (maestro rural) para que lea (en voz alta) unas gacetas halladas por azar (“aquel papel maldito”). Es decir, la historia de Lucho Olivares pone en escena una práctica o modalidad de lectura muy común en la época: la lectura oralizada o colectiva, apoyada en la figura frontal y autoritaria del lector delegado, que supone asimismo una figura diferencial del receptor, caracterizada por Jean-François Botrel (577-590) como la del lector-oyente.

La experiencia de lectura oralizada fue un fenómeno extendido como lo demuestran varios documentos que describen la circulación de pasquines, hojas sueltas y bandos que eran voceados en la plaza pública, así como las declaraciones que aparecen en los primeros impresos periódicos de la región. Estas se refieren a la necesidad de mediar las lecturas, como, por ejemplo, los reclamos de Hipólito Vieytes para que su Semanario de Agricultura fuera leído (y explicado) por los párrocos a los campesinos2. Ahora bien, la sorpresa del redactor de El Lucero al encontrar la Imprenta del Estado concurrida con una audiencia distinta a aquella que “acostumbra leer papeles públicos” no debiera ser leída en su literalidad. El énfasis aclaratorio de ese suelto compartimenta: de un lado, los lectores frecuentes, urbanos y -presumiblemente- letrados; del otro, los lectores advenedizos, cuya caracterización se da por contraste: no urbanos y -también presumiblemente- no letrados.

La dicotomía cultura popular/élite letrada -que está en la base de una formulación como la de El Lucero- ha impedido en buena medida observar la diversidad de prácticas y de intereses lectores. Desde temprano, la prensa comenzaría a interpelar estos elementos con mayores recursos y estrategias retórico-discursivas -y también, de modo progresivo, tipográficas-, así como los procesos mediante los cuales una modalidad de lectura popular-tradicional, como es la lectura colectiva oralizada, es captada y reelaborada por la nueva tecnología del impreso.

En uno de los primeros alegatos historiográficos acerca de la labor de Antonio Cabello y Mesa como redactor del Telégrafo Mercantil, Rural, Político, Económico e Historiógrafo del Río de la Plata (abril de 1801-octubre de 1802), Juan María Gutiérrez observó, tal vez sin proponérselo, la diversidad de los intereses vinculados a la lectura en esa etapa inicial de la prensa periódica -en este caso, bisemanal-. El redactor del Telégrafo, escribió Gutiérrez:

Veíase en la imposibilidad de complacer a todos sus favorecedores, de entre los cuales unos gustaban más de las ‘noticias particulares’ que de los ‘rasgos eruditos’; otros deseaban no encontrar en el periódico más que opúsculos consagrados a las ciencias. Unos se avenían mal con las ciencias tratadas por extenso, otros con los escritos reducidos o superficiales. El comerciante exigía que el Telégrafo se consagrase exclusivamente a los precios corrientes y a las noticias del puerto; el chacarero solicitaba lo mismo con respecto a las cosechas; los autores de comunicados ponían el grito en el cielo al ver postergadas, cortadas o cercenadas sus producciones. (IX: 457)

Como se ve, los lectores son variopintos: eruditos, coyunturales -como los chacareros o los comerciantes-, vicarios o coadjutores, lectores esporádicos, científicos o positivos, ocasionales. En los últimos años, algunos trabajos han mostrado la disparidad entre el público lector imaginado o inducido textualmente por estos periódicos y el público que efectivamente se suscribía a los mismos. Se postulaba la figura de un esforzado campesino o artesano, pero en verdad quien adquiría el periódico era, o bien un comerciante o bien un burócrata3. No obstante, la singular condición mediática de la prensa -cuyas particularidades materiales la colocarían en un lugar más ventajoso respecto del circuito libresco-, contribuiría a estrechar progresivamente esa distancia entre la retórica voluntariosa de los publicistas y sus lectores empíricos. El periódico, próximo por su formato al folleto, se transformaría en la principal plataforma de expansión de la lectura, aproximando y combinando los códigos de lectura cultos con los populares. De modo que el carácter dominantemente urbano del público suscriptor no debe opacar la virtual gradación lectora -tanto si se piensa en los lectores concretos como en los circuitos materiales de consumo y prácticas de lectura- que, con el correr de los años, se iría volviendo cada vez más compleja. A la inversa, debe recordarse que la prensa popular y gauchesca no prescindió de un potencial horizonte de lectura urbana o letrada, como lo demuestran la inscripción de los cielitos de Bartolomé Hidalgo en la Lira argentina (1824), la apelación por parte de Pérez a formas métricas cultas como el soneto y a registros heterodoxos como los ofrecidos por la prensa seria, o la peculiar imbricación de tradiciones propuesta por Estanislao del Campo con la publicación folleteril nada menos que del Fausto, entre otros ejemplos4.

Cabría preguntarse, entonces, si, para el caso puntual del Río de la Plata, no sería precisamente la franja media -esa franja que, en términos generales, podríamos ubicar entre el lector erudito de la élite urbana y el lector-oyente del campo- sería la protagonista principal de una ampliación de los circuitos y cánones de lectura. Como pregunta, su formulación requiere un doble desafío; traspasar, por un lado, la imagen de la cultura popular legada por la filología romántica, que en el Río de la Plata, como sabemos, terminó por ensamblarla, de modo deliberado, con la cultura del gaucho; e indagar, por el otro, el universo material de la prensa -sus costos de edición y adquisición, sus modos de distribución, sus modalidades de publicación, etc.-. Pensar, en definitiva, la expansión de la lectura en términos de cultura popular urbana, es decir un tipo de cultura cuya matriz de consumo la aproxima a lo masivo antes que a lo tradicional. En las páginas que siguen procuramos esbozar una lectura en ese sentido.

1. LECTURA Y YERBA MATE

Esa franja media del lectorado resulta difícil de estipular en términos económicos y sociales. Un intento reciente por historizar la cultura popular rioplatense en términos de clases populares no puede dejar de reconocer lo infructuoso que resulta el trazado de límites entre clases populares y grupos o capas intermedias. Así, el “mundo popular” incluye, según Di Meglio, a “un esclavo, un habitante común de cualquier ‘pueblo de indios’, una vendedora ambulante o lavandera de una ciudad, una tejedora campesina o un peón” (53). A los que se podrían agregar un aguatero, un bodeguero de una fonda marginal, un cabo de milicia, un matarife, etc. Los límites, en todo caso, son más bien difusos.

Una primera aproximación puede delinearse si acudimos a las inscripciones textuales de los mismos periódicos. Por contraste, o mediante evocación positiva, la figura de lector medio asoma fantasmal pero inapelable. Una de las características formales y cualitativas -en tanto proceso de lectura- que quizás mejor definan a este tipo de lector es la representada por la figura de la miscelánea. Acorde con la propia superficie variada del periódico -toda una novedad para la época, desde las famosas Variedades a la crónica, pasando por los modernos usos de clichés e imágenes estampadas o el faitdivers-, más que una modalidad extensiva, lo que el público lector popular urbano pone en práctica es una lógica fragmentaria y expresiva de la lectura (lógica de consumo), lectura sinuosa y como por saltos -de una entrega de folletín a otra, de una crónica a otra, de una sección a otra, de un periódico a otro- que presupone también un tipo de edición popular, es decir, no libresca, personal y a la vez “masiva” o industrial.

La miscelánea simboliza la variedad sociocultural del gusto, la posibilidad del entretenimiento y de la expansión del goce. Es, además, una modalidad de edición y de lectura que prevé el corte, la encuadernación, la recopilación y la repetición. Esta se deja ver en lo que los franceses llaman mise en page, es decir, en la presentación tipográfica del periódico, con sus folletines claramente separados, o sus “bibliotecas” con paginación propia, sus imágenes coleccionables. Estamos hablando entonces de un público lector medio, semiletrado o no letrado. Se entiende esta negativa como un manejo diferencial de las competencias cultas y eruditas, es decir, aquel sujeto que puede leer pero no escribir, o que lee y escribe dificultosamente, o que, aun escribiendo con relativa soltura, es incapaz de manejar un saber letrado específico, cuyas características socioeconómicas no siempre reponen esa medianía (Newland y San Segundo). Tal sujeto representa a un público mayoritario, consumidor de periódicos o folletos, antes que de libros.

Ahora bien, como se sabe, durante la primera mitad del siglo el consumo de papeles impresos era más bien reducido. Una muestra sintomática de ello son las quejas que acompañan buena parte de la centuria respecto de la falta de suscripción. En ese contexto, deberíamos reponer también los sempiternos reclamos relativos a las lecturas “de prestado”, que se extienden durante todo el período y que vendrían a demostrar un circuito más amplio, no oficial o marginal de consumo. En el prospecto del Telégrafo, por ejemplo, se lee: “¿Qué dirá el hombre de Corte, de aquel que aun con proporciones muchas (por no gastar dos pesos) anda, corre, y aun vuela por leer de gorra el Telégrafo en los Cafés, y casa del Amigo?” (Furlong 239). Y, en 1863, a poco de aparecer, el semanario satírico El Mosquito se burlaba de “los lectores de ojito / los lectores de mogolla” (Roman 23). Por estas y otras expresiones similares -basta recordar aquí la célebre sentencia “O no leer o comprad El Zonda”, de D. F. Sarmiento- es fácil deducir, entonces, que los lectores probables de un papel periódico eran bastante más que los cuantificables por los índices de suscripción.

De manera que, si pensamos en las capas medias (y populares) como propulsoras de la expansión de la lectura (es decir como sujetos consumidores de impresos), una cuestión central -poco o nada abordada en los estudios de prensa en el Río de la Plata- sería la pregunta por el coste material que podía representar la adquisición diaria de un periódico. Concretamente, ¿cuál era el valor relativo de un impreso, si se tiene en cuenta el costo de vida aproximado de un trabajador “asalariado” medio, o el de un trabajador libre para esta primera mitad del siglo XIX? Con los recaudos del caso, voy a aprovechar los últimos estudios historiográficos sobre series de salarios y precios a fin de bosquejar, para determinados años o lustros, un cuadro lo más aproximado posible, que nos permita incorporar un elemento decisivo -como lo es el costo de un impreso en la economía doméstica de un trabajador medio- en el análisis del lectorado. Como exige la mayoría de los estudios aquí tratados, hay que decir que aún no contamos con datos contrastables que puedan conformar series fidedignas, entre otras cosas por la complejidad de las fuentes y por las dificultades metodológicas que representa la construcción precisa y contextualizada de las variables que inciden en la construcción de los salarios. En este sentido, debe llamarse la atención acerca de que el salario no era ni el único ingreso o estipendio doméstico -hay que agregar las pagas en especies, alojamiento, vestimenta, los llamados “vicios”, como el tabaco- con el que contaba un trabajador, ni tampoco el más difundido5. Con todo, una aproximación a la composición del salario promedio -ingreso monetario y estipendio anexo- permitirá proyectar el costo relativo de la suscripción periódica en una economía doméstica media y, de ese modo, bosquejar una hipótesis más sólida acerca del consumo y la expansión de la lectura en Buenos Aires hacia mediados de siglo.

En 1832, La Gaceta Mercantil había llevado la suscripción mensual a 7 pesos, y cada número suelto costaba 3 reales; exactamente lo mismo cobraba el Diario de la Tarde -que había aparecido en mayo de 1831, cobrando 5 pesos-, y El Lucero, otro de los periódicos emblemáticos del régimen rosista, redactado por Pedro de Angelis (aunque no perduraría más allá del año 1833). Lo mismo cobraba, se podría decir, The British Packet, el periódico semanal inglés de Thomas G. Love que comenzó a salir en agosto de 1826 y que llegaría, como los dos primeros, hasta el umbral de Caseros6.

Por estos años, 1832 y 1833, el sueldo mensual de un cabo rondaba los 18 pesos (el sueldo de un cabo era de 14,62 pesos en 1832, pero de 24 en 1834); a su vez, un jornalero de oficio percibía 1,5 pesos diarios, un peón rural mensualizado obtenía alrededor de 25 pesos, y prácticamente lo mismo percibía un capataz de estancia7. Algunos comestibles y artículos de vestir rondaban los siguientes precios: una libra de azúcar blanca del Brasil oscilaba entre 0,96 y 2 pesos; una arroba de carne se mantenía entre los 2 y 2,5 pesos; y una libra de yerba paraguaya costaba 2,75 pesos. Por lo demás, el palco para una función lírica del teatro costaba 10 pesos8.

De manera que el monto de una suscripción mensual a cualquiera de los 4 periódicos mencionados era equivalente a 5 libras de azúcar, a 3 arrobas de carne, a 2 ½ libras de yerba9. Representaba, a su vez, el 70% de un palco para una función teatral. Si se consideran los sueldos promedio estipulados para trabajadores rurales y militares, tenemos que, por estos años, la suscripción mensual a un periódico correspondía a 4 ½ veces el sueldo diario de un jornalero de oficio, a casi el 40% del salario mensual de un cabo del ejército, y a casi un 30% del salario de un peón mensualizado o a un capataz de estancia. Aun con la salvedad que hicimos más arriba respecto de la composición real de la economía doméstica de un “trabajador medio” en la Buenos Aires de la época, puede percibirse que, al menos en los inicios de la década de 1830, el costo de la lectura diaria era relativamente alto, lindando con el consumo de un bien suntuario, en particular para la llamada clase popular -jornalero, peón rural, capataz, cabo, soldado-. Lo cual nos permite reevaluar no solo la escasez de ventas de muchos periódicos y, consecuentemente, la necesidad de un sostén institucional fijo, sino también la diferencia que plantea el sistema de ventas y suscripción de la prensa alternativa, no hegemónica, como es el caso de las gacetas populares de Luis Pérez, puesto que el costo de estos impresos era, en principio, prácticamente la mitad.

En efecto, las gacetas de Pérez tenían un costo de 2 reales el pliego suelto, es decir 1 real menos que lo que valían números sueltos de La Gaceta Mercantil o, por caso, el Diario de la Tarde. A pesar de que la diferencia no parece ser tanta, debe contemplarse el hecho de que las gacetas de Pérez tenían una modalidad bisemanal de publicación -mientras que los otros periódicos mencionados se publicaban todos los días salvo domingos y feriados-, lo que, en términos globales, contribuye a abaratar el costo. Así, una suscripción mensual a El Gaucho, por ejemplo, habría que calcularla en 16 reales, esto es, 2 pesos fuertes en moneda de la época; en este caso, la distancia con la suscripción de los diarios hegemónicos es muy notable, de 2 pesos (El Gaucho o El Torito de los Muchachos) a 7 pesos (La Gaceta, o el Diario de la Tarde). No obstante, la cuestión cambia si se pondera la cantidad de lectura, es decir la cantidad de hojas impresas adquiridas por el consumidor. En este sentido, hay que tener en cuenta que, en un caso -el de las gacetas populares de Pérez-, el posible suscriptor estaría recibiendo 8 números sueltos, y en el otro, en cambio, recibiría alrededor de 23 o 24 números, es decir que entre una y otra suscripción se triplica la cantidad de lectura.

Parecería entonces que en el caso de las gacetas populares estaría funcionando la dinámica descripta por Jean-Francois Botrel para el sistema de la novela por entregas -cuya baratura termina siendo ficticia o, habría que precisar, más bien publicitaria, u oportunista-, dinámica que le permite imaginar un gasto menor a un público lector que no tiene un gran poder adquisitivo o carece, asimismo, de hábitos de consumo de bienes culturales (Botrel 111-155). En todo caso, la compra esporádica representa no solo un precario hábito de consumo sino también un precario hábito de lectura o, con mayor exactitud, una modalidad de lectura diferencial; aquella históricamente restringida al acotado o esporádico espacio temporal de que disponían los lectores subalternos para la recreación o el esparcimiento. Los orilleros a los que se dirigen las gacetas de Pérez no solo lo eran en términos culturales o lingüísticos, sino también en términos sociales y económicos, por lo cual contaban con menos tiempo de ocio para la lectura10. Aunque la comparación con obreros ingleses y franceses del mismo periodo resulte a todas luces impropia --entre otras cosas, dada la distancia entre los procesos de institucionalización del mercado laboral, de industrialización y del régimen económico-, sabemos por los testimonios recogidos de trabajadores europeos, el esfuerzo y las implicancias materiales que significaba, para ese sector, el “gasto” de ese tiempo (vacío) en la lectura11. Podemos suponer, entonces, el virtuoso esfuerzo que realizaban publicistas populares como Luis Pérez para que sus publicaciones fueran adquiridas por la mayor cantidad de “orilleros” posible.

2. “MISCELÁNEA GENTUZA DE CAMPAÑA”

Entre 1810 y 1850, los propietarios de alguna explotación agraria (sean estancieros, labradores, criadores o hacendados) y en menor medida comercial (pulperos, almaceneros) suman una cifra muy similar a la que integran las categorías de trabajadores dependientes (peones, capataces, jornaleros, conchabados, más los esclavos que por estas fechas son casi la mitad de este grupo). Si bien hacia mediados de la década de 1850 esa paridad comienza a desbalancearse por crecimiento de los segundos (los trabajadores dependientes) sobre los primeros (propietarios), diversos estudios han hecho hincapié en la dificultad de distinguir claramente las categorías, puesto que, por lo demás, muchos pequeños propietarios debían complementar sus ingresos con trabajo asalariado, aunque fuera temporal (Gelman y Santilli).

La información recabada sugiere que, dentro del amplio espectro de la población rural bonaerense, la distancia sociocultural entre un trabajador asalariado (peón rural), un comerciante (pulpero) y un pequeño propietario (hacendado o pueblero) no era en verdad muy significativa. Un conglomerado de estos estratos debió emerger, durante el período abierto por la Revolución, como silueta distinguible ante los ojos atónitos de un sector de la elite. Así lo manifiestan varios documentos de la época, entre ellos una “Crítica de las fiestas Mayas montevideanas de 1816”, descripción de las celebraciones patrias en Montevideo escrita en verso por María Leoncia Pérez Rojo de Aldana, en la cual, con burda ironía, la autora se despacha contra la efusión libertaria, las loas a la igualdad y el frenesí revolucionario. Escrito en forma de carta, o relación, como empezarían a circular también las piezas poéticas gauchescas sobre el mismo tema -el ejemplo principal es la “Relación del gaucho Contreras… de las fiestas Mayas de Buenos Aires en el año 1822”, de Bartolomé Hidalgo-, un pasaje se eleva contra el “concurso” de la “igualdad” apelando a una calificación sugerente:

En este grande concurso

lució muy bien la igualdad,

pues te digo con verdad,

que todo era miscelánea,

Gentuza de la campaña,

metidos a Caballeros,

que ayer se vieron en Cueros

y hoy tentándome la risa,

llevan bajo un uniforme

una planchada camisa. (Pérez Rojo de Aldana 82)

Más que el despectivo “gentuza” -sinónimo de “populacho”, según un uso extendido en esos años-, conviene detenerse en el calificativo “miscelánea”, utilizado para designar precisamente el carácter inestable, ambiguo y confuso de ese conjunto social. La miscelánea representa, como dijimos, la diversidad sociocultural del gusto, y no por azar comienza a ser una sección cada vez más recurrente y explorada de la prensa periódica. La mezcla, que en los versos de Pérez Rojo sanciona la ética revolucionaria, se vuelve, en la superficie del periódico, su medalla inversa: procura captar, como llevamos dicho, la multiplicidad de los intereses de lectura. Por lo demás, el cambio de vestuario -la “planchada camisa” que ahora cubre los “cueros”- indica una reconfiguración simbólica y social que también se ve interpelada por la prensa popular (en las gacetas de Pérez, sin ir más lejos, la vestimenta cobra un valor simbólico determinante en la construcción de sus públicos o audiencias).

Ahora bien, mientras parecería estar claro que una buena parte de esa “gentuza” sería la destinataria de las gacetas y ediciones populares rioplatenses -de las hojas volantes de Hidalgo a las gacetas de Pérez, de los periódicos gauchescos de Ascasubi al Fausto de Estanislao Del Campo y de este (sobre todo su versión en folleto) al Martín Fierro de Hernández-, no contamos aún con pruebas suficientes para avanzar en una caracterización más amplia de ese conjunto social. Dicho de otro modo: ¿cuántos de esos sujetos considerados “gentuza de campaña” fueron eventualmente consumidores de periódicos “serios”, en particular, de periódicos que no agotaban sus páginas con campañas políticas o civilizatorias? ¿Quiénes consumían la sección variedades de los periódicos, o a quiénes estaba destinado el folletín, que en la década de 1840 comenzó a ganar cada vez más espacio en la prensa periódica sudamericana? Si consideramos la variedad no solo como un formato de la prensa sino también como un fenómeno mediatizado por ella, la sección de misceláneas del periódico estaría revelando una gradación social bastante amplia -y temprana- de la lectura, una zona de ambigua mezcla, cuyo potencial mayor residía en su elasticidad editorial.

Por otra parte, la familiaridad del periódico con el folleto y con la novela por entregas a bajo costo induce a pensar en un proceso expansivo de muy largo aliento. Fue alrededor de 1850, cuando comenzaron a ser más los trabajadores dependientes que los propietarios, según muestran los estudios historiográficos, que se verificó un crecimiento notorio de la lectura popular. A confirmarlo viene el testimonio recogido por el editor español Benito Hortelano en sus Memorias. Hortelano llegó a Buenos Aires en 1851, es decir un año antes del derrocamiento de Juan Manuel de Rosas. Comenzó a trabajar de operario en el Diario de Avisos (1849-1852), y desde entonces se convirtió en un conspicuo editor y redactor de la prensa rioplatense. El editor español se aprovechó, además, de sus contactos y relaciones con editores y empresarios peninsulares. En 1852, Hortelano importó de España 20 000 ejemplares de novelas populares a bajo precio. De esa experiencia quisiera destacar dos aspectos importantes, consignados en sus memorias. El primero es un dato elocuente: los 20 000 ejemplares de “novelitas” traídos de España se agotaron en apenas tres meses. Evidentemente, en Buenos Aires ya existía para esa fecha una demanda considerable de lectura de esparcimiento. El segundo aspecto, más importante aun para establecer un campo de lectura en expansión, es el hecho de que gran parte de la venta de esos ejemplares se haya realizado entre los reclutas de la Guardia Nacional, es decir entre la milicia (Hortelano 233).

En consecuencia, puede presumirse que un carpintero o un cabo del ejército, un pueblero y su familia, o un comerciante de las afueras de la ciudad, entre otras figuras de ese conglomerado social medio, podían conformar colectivamente una demanda popular de lectura; demanda que los periódicos -más temprano que tarde- comenzaron a captar y a transformar en ofertas progresivas de consumo diversificado. Se trataría de un público lector popular urbano, en el sentido de que su característica central no estaría determinada por la figura del lector-oyente, dominante en las representaciones de la gauchesca, sino más bien por lectores con distintas competencias de lectoescritura -competencias que incluían, por cierto, la lectura oralizada-. Un público lector y consumidor que, además, economizaba su gasto doméstico destinado a los impresos mediante prácticas de consumo populares (como el préstamo o el fraccionamiento). En este sentido, el periódico, un bien costoso durante las primeras décadas del siglo, iría diversificando sus propuestas editoriales, adaptándose a la virtualidad de esas demandas hasta convertirse en la principal plataforma de lectura popular.

3. SUSCRIPCIÓN Y LECTURA. A MODO DE CONCLUSIÓN

En 1852, con el cambio de régimen político tras la batalla de Caseros, los sueldos militares alcanzarían su mayor distancia por especialización. En efecto, mientras que durante la década de 1840 el sueldo de un capitán significaba aproximadamente solo entre tres y cinco veces el sueldo de un soldado, en la década siguiente esa distancia se duplicaría, y el sueldo de un capitán llegaría a significar hasta nueve veces el de un soldado. Por lo demás, el sueldo de un cabo mejoraría sustancialmente, duplicando al de un soldado (relación exactamente inversa durante la década de 1840). Así, en los años 1852 y 1853 un cabo percibía 104 pesos, mientras que el sueldo de un soldado rondaba los 50 pesos. Los periódicos más importantes en ese año, particularmente El Nacional -continuidad del Diario de la Tarde- y La Tribuna, que empezó a publicarse en agosto de 1853, cobraban una suscripción mensual de 25 pesos y cada número suelto se ofrecía a 2 pesos.

Estos datos crudos inducen a creer que, luego de Caseros, la recomposición salarial de los trabajadores dependientes -milicias, trabajadores rurales- acompañó la expansión del mercado del impreso -lo que confirmaría, en parte, el éxito de ventas de las novelitas importadas por el editor español Hortelano, vendidas mayormente entre la milicia. No obstante, nos equivocaríamos al hacer una lectura lineal del fenómeno. Como dijimos anteriormente, son varios los factores que inciden en la disposición de consumo de los trabajadores medios de la época. Los movimientos inflacionarios, por ejemplo, fueron muy bruscos, y la situación varió drásticamente de un año a otro. En ese mismo año de 1852, un comunicado bajo el título “De los pobres”, aparecido en un suplemento al periódico La Nueva Época, exponía abiertamente la situación ante el aumento de los precios:

Hace algún tiempo, Sr. Editor, que nuestros miserables salarios no nos alcanzan ni aun para comprar la carne precisa para el sustento de nuestras familias, porque en vez de los dos pesos que gastábamos diarios, nos ponen en el caso los vendedores de ella de emplear ocho; y ni ellos son bastantes, como lo eran antes los dos, para nuestro sustento. … Lo mismo resulta de los demás renglones de consumo diario que se venden en el Mercado que el que menos se haya recargado con un seiscientos por ciento; pero sea cual fuese la causa…, el descuido de esta parte de tanto interés para el Público (que se ve prolongada diariamente) no sólo nos pone en el caso de la mendicidad, sino que también alarma al Pueblo.12

Pueblo-público: la amalgama en la entelequia nos permite imaginar el pasaje del consumo doméstico al de la lectura. Es decir, si los salarios no alcanzan, como dice este comunicado anónimo, para comprar la carne -abastecimiento alimenticio central en el Río de la Plata-, resulta consecuente que se escatime, en primer orden, en gastos diarios prescindibles, como podían ser los impresos periódicos. Ante estas evidencias, cabe sopesar las ofertas editoriales alternativas a las que apelaron tanto la prensa popular como la prensa destinada a públicos específicos. Así, por tomar un ejemplo, el periódico semanal Aniceto el Gallo. Gaceta joco-tristona y gauchi-patriótica, publicado por Hilario Ascasubi en 1853 -precisamente en la imprenta de Hortelano-, anunciaba la venta a 2 pesos el número suelto. El público al que estaba destinado este periódico podía emparentarse con el público popular que venía leyendo las gacetas de Pérez y las del propio Ascasubi en Montevideo -esa tradición quedaba estampada con un epígrafe que recordaba a Chano, el cantor popularizado por los Diálogos de Bartolomé Hidalgo.

Pero otros periódicos, pensados para un público diferido, como el de las mujeres, también recurrieron a ofertas de lectura populares. La Camelia, que comenzó a publicarse en abril de 1852 a cargo de Rosa Guerra, se editaba tres veces por semana y el costo de la suscripción mensual era de 10 pesos, es decir bastante menos de la mitad de una suscripción periódica estándar.

A decir verdad, la mayoría de los periódicos -aun los hegemónicos, como El Nacional o La Tribuna- contaban entre sus ofertas modalidades de lectura popular como las Variedades, el folletín -después de 1850 ningún periódico dejaría de llevar su folletín por entregas-, novelitas editadas por las imprentas de las mismas empresas editoriales, escritos de viaje o misceláneos, etc. Este fenómeno tal vez se vincule con el hecho probable de que la suscripción era -y siguió siendo a lo largo del siglo- más bien reducida, y colegiada o gubernativa, principalmente, mientras que el gran público, ese público lector que aquí optamos por describir como popular urbano, diversificaba su consumo al ritmo pautado de una lectura fragmentada -como la del folletín-, colectivizada y social, en la que la recopilación y el préstamo eran prácticas comunes y extendidas. Un público, en definitiva, que se iría convirtiendo en el receptor privilegiado de las estrategias de mercado, aunque sus respuestas no siempre fueran previsibles, como ocurrió, por dar un célebre ejemplo, con los intensivos lectores de Los misterios de París de Eugène Sue.

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Figura 1 Aniceto el Gallo, Nº 1, Buenos Aires, 1853. Biblioteca Nacional Mariano Moreno 

Figura 2 Condiciones de venta y suscripción. Ampliación. 

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Figura 3 La Camelia, Nº 1, abril de 1852. Biblioteca Nacional Mariano Moreno 

Figura 4 La Camelia. Condiciones de venta y suscripción. Ampliación. 

Figura 5 La Tribuna, Nº 1, agosto de 1853. Portada, con el infaltable folletín. 

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1Siempre que se trate de prensa del período, la cita indicará número del periódico y página.

2Vieytes escribía al respecto: “aun sería casi del todo insuficiente este papel por sí mismo, si el celo conocido de nuestros Párrocos no le diesen todo el valor que le falta para con sus feligreses haciéndoles entender prácticamente todo el pormenor de sus preceptos en aquella parte que diga más en relación a su situación local. ¿Y quién podrá dudar por un instante solo que estos ejemplarísimos Pastores no quieran agregar al peso de sus tareas la de enseñar el camino de salir de la miseria?” (Prospecto IV).

3Sobre los lectores (factibles e imaginarios) del Telégrafo Mercantil y del Semanario de Agricultura, ver los trabajos recientes de Matías Maggio Ramírez: “Un puro vegetar. Representaciones de la lectura en el Semanario de Agricultura, Industria y Comercio (1802-1807)”, y de Pablo Martínez Gramuglia: “A la caza de lectores: el Telégrafo Mercantil”; “Nuevos textos, nuevos (y viejos) lectores: la representación del público en los periódicos de 1801 a 1810”.

4Luego de publicarse en El Correo del Domingo, el poema Fausto de del Campo fue publicado también por el periódico La Tribuna (octubre de 1866) e inmediatamente después en folleto. Al editarse en ese formato, El Pueblo, otro periódico de la época, comentó en un suelto: “Su autor ha de expender muchos ejemplares, especialmente en la campaña, donde ha hecho furor” (Acree 85).

5Como sostiene Lyman L. Johnson, “suponer la existencia de un empleo continuo, regular con salario tergiversa de manera burda las experiencias de empleo” (133-157) claramente observables en las fuentes. Ver, asimismo, el trabajo de Julio Djenderedjian y Juan Luis Martirén. “Measuring Living Standards” en el que se discute la metodología comparatista dominante en los estudios del norte, y se aportan sustanciales datos sobre salarios e ingresos en estancias de Corrientes, Entre Ríos, Santa Fe, Banda oriental y Buenos Aires.

6The British Packet cobraba una suscripción mensual de 7 dólares. Es decir, había una paridad entre peso fuerte y dólar. En la época ocho reales eran el equivalente de un peso fuerte o moneda.

7Los años 1832 y 1833 son bastante estables en fluctuaciones del valor de la moneda, y los salarios del peón rural y del capataz se asimilan bastante, lo que cambiará en la década de 1840, cuando se observa una distancia mayor en la especialización (Gelman y Santilli 83-115). El peón rural (el capataz de estancia) cobraba entre 19 y 20 pesos en 1831, pero entre 29 y 30 pesos en el año 1833, por esto se opta por el promedio.

8Algunos de estos datos fueron extraídos de La Gaceta Mercantil, 01/04/1832, 07/04/1832, 09/05/1832.

9La ración mensual media de yerba mate para una familia de trabajadores era de 4 libras (Djenderedjian y Martirén 8-9).

10En su primer número, el redactor de El Torito de los Muchachos, declaraba: “Mi objeto es el divertir / Los mozos de las orillas / No importa que me critiquen / los sabios y cagetillas”.

11Martyn Lyons ha analizado los testimonios autobiográficos de trabajadores ingleses y franceses de mediados del XIX: el carácter de resistencia de sus precarias formaciones, carácter dado por, entre otras cosas, el tipo de lecturas marginales o plebeyas de que disponían las clases obreras, así como las barreras (sociales, culturales, económicas y parentales) que debían sortear para alcanzar la lectura (927-946).

12La Nueva Época, adición al nº 78, 6 de junio de 1852.

Recibido: 27 de Noviembre de 2017; Aprobado: 14 de Abril de 2018

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