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Perífrasis. Revista de Literatura, Teoría y Crítica

versión impresa ISSN 2145-8987

perifrasis. rev.lit.teor.crit. vol.9 no.18 Bogotá jul./dic. 2018

https://doi.org/10.25025/perifrasis20189.18.05 

Artículos

SANGRE EN EL OJO: REFLEXIONES EN TORNO A LA ENFERMEDAD, LA (POST)MEMORIA Y LA ESCRITURA

SANGRE EN EL OJO: REFLECTIONS ON ILLNESS, (POST) MEMORY AND WRITING

Nerea Oreja Garralda1 

1Universidad Católica de Argentina, Argentina. Candidata a Doctora en Letras. nereaog@gmail.com.


Resumen

Lina Meruane presenta líneas de reflexión transversales en sus textos, que constituyen las principales preocupaciones literarias y políticas de la autora chilena y conforman la Weltanschauung de la nueva narrativa femenina chilena. Tales son la enfermedad, la (post)memoria y la escritura, que serán analizadas en relación a la novela Sangre en el ojo (2012), donde estos tres ejes se encuentran conectados a partir de dinámicas de resistencia y subversión frente a lo hegemónico, trazando nuevas formas de experimentar el cuerpo y la palabra, en un presente donde la reconstrucción del pasado es una acción ética y estética urgente.

Palabras clave: enfermedad; memoria; escritura; Sangre en el ojo; Lina Meruane

Abstract

In her texts, Lina Meruane presents transversal lines of reflection that constitute her principal literary and political concerns and that define the Weltanschauung of the new Chilean feminine fiction. These are, among others, illness, "(post) memory", and writing, which will be analyzed in relation to the novel Sangre en el ojo (2012). Those three central concepts are closely connected to dynamics of resistance and subversion against hegemony, and they design new forms of experience the body and the word, in a present time where the reconstruction of the historical past becomes an urgent ethical and aesthetic action.

Keywords: illness; memory; writing; Sangre en el ojo; Lina Meruane

1. INTRODUCCIÓN

Son varias las líneas de reflexión que se repiten como denominadores comunes en las obras de la chilena Lina Meruane (1970), desde la publicación, en 1998, de Las infantas, su primera obra. A partir de esta subversiva revisión de los cuentos infantiles tradicionales, Meruane ha seguido la estela de temas como la infancia, la enfermedad, la necesidad de lo que Nelly Richard llama una memoria crítica que se oponga al “desgaste, a la borradura del recuerdo que sumerge el pasado en la indiferencia” (“La crítica de la memoria” 188), la escritura y la razón de ser de la ficción en constante tensión con la realidad. Los personajes que habitan sus relatos se caracterizan por encarnar la subversión frente a la norma convencional: enfermedad frente a salud, el lado oculto de la infancia frente a la edulcoración del universo infante, fragmentación frente a narración lineal, memoria frente a los discursos que propician el olvido. Y, bajo todas estas narraciones, siempre un Chile latente que quiere hacer emerger su historia, un Chile tan enfermo como los protagonistas de estas ficciones, que busca verdades que solo el arte (desde los márgenes) parece poder proporcionar. Como afirma Bernardita Llanos, “las rupturas y profundas crisis sufridas por el país en el ámbito político y social se han manifestado en la cultura, en el lenguaje y sus modelos de representación, haciendo de sus creadores voces críticas y denunciantes de la violencia militar y sus efectos en la ciudadanía y en la subjetividad” (Llanos, “Introducción” 29).

La literatura adquiere en Meruane un nuevo poder, una nueva misión, centrada en proponer nuevas formas de comprensión de la realidad. Así, “ciertas escrituras buscan y proponen alternativas que se plasman desde la total marginalidad o bien, aceptando la participación en el mercado, trazan mediante su lenguaje trayectorias que buscan resistir tal imposición hegemónica” (Voionmaa, “La narrativa de Lina Meruane” 67) y este propósito literario que aúna ética y estética parece conformar una Weltanschauung similar en las escritoras chilenas que conforman lo que Juan Armando Epple llama la nueva narrativa femenina chilena, con una gran cantidad de autoras que trabajan desde una escritura “del desencanto” (Voionmaa, “La narrativa de Lina Meruane” 65) que potencia la función crítica de la literatura. El desencanto forma parte igualmente de la estética propia de la posmodernidad, momento en el que los discursos unívocos y universales pierden vigencia y razón de ser. Nelly Richard habla de la posmodernidad como un momento de crisis y ruptura de las certezas, donde el fragmento es la forma (o no forma) por excelencia. A su vez, la posmodernidad en América Latina adquiere cualidades diversas a las del modelo occidental dominante, ya que su historia se desarrolla bajo el sello de la “marginación, dependencia, subalternidad, descentramiento” (“Latinoamérica y la posmodernidad” 273).

El objetivo de este estudio es analizar la novela Sangre en el ojo de Lina Meruane, considerada por Patricia Kolesnicov “una especie de thriller médico” (“Lina Meruane”) a partir del triple eje enfermedad-memoria-escritura, como modo de observar la manera en que estos tres conceptos están estrechamente relacionados. Así, la enfermedad funciona en la novela como disparador de memoria y ambas, a su vez, se relacionan con la escritura, bien porque la imposibilitan, o bien porque la impulsan.

El enredo de los nombres: Lucina/Lina/Lina Meruane

Sangre en el ojo relata las semanas en las que Lucina/Lina/Lina Meruane permanece ciega a causa del estallido de unas venas en sus ojos, fruto de la diabetes que padece. Lucina es una joven chilena que, tras haber partido hace años de su Santiago natal a México y posteriormente a Madrid, finalmente está instalada en Nueva York con el pretexto de realizar sus estudios de doctorado. La extranjería es un tema recurrente en Meruane, enfrentando un nosotros a ellos. Ya desde el inicio de la novela se presenta a la protagonista y a su grupo como latinos en EE. UU., con costumbres y modos de vida diferentes a los de “esos gringos” (Meruane, Sangre 11). Los personajes de la autora suelen ser afuerinos, y esta extranjería se gesta en la infancia de la protagonista de Sangre en el ojo, una infancia “dividida” (52) entre el norte y el sur, entre Nueva Jersey y Santiago de Chile. El nombre de Lucina es el nombre que emplea su familia, junto con la forma abreviada Luci, y también su “nombre oficial, el de los papeles” (37). Sin embargo, su pareja la llama Lina y, según se dice, ha publicado varios libros bajo el nombre de Lina Meruane, que se presenta como un “nombre inventado” (23).

Lo interesante de este desdoblamiento es el papel que juega cada uno de los Doppelgänger en relación a la enfermedad y sus consecuencias. Conviene señalar que este desdoblamiento no se da únicamente en Lucina/Lina/Lina Meruane, sino también en su madre. Lucina y Lina conforman las dos caras de la moneda en cuanto sujetos enfermos. Por su parte, Lina Meruane solo existe cuando la enfermedad desaparece: “¿Vos te das cuenta de que estás haciendo desaparecer a Lina Meruane? Y yo, sin titubear, le dije que Lina Meruane resucitaría en cuanto la sangre quedara en el pasado y yo recuperara la vista” (151). El personaje enfermo Lucina-Lina enfrenta a la mujer ángel y la mujer demonio, un motivo tradicional en la literatura desde la Edad Media: “Alguien voceaba ese Lucina que el santoral registra a la manera de una errata etimológica, como Lucila o Lucita o Lucía o incluso como Luz, que se acerca tanto a Luzbel, el lumínico demonio” (55). Entre Lucina y Lina parece interponerse el sustantivo “luz”, que será el abismo que se abre entre ambas a raíz de la ceguera. Teresa Fallas analiza este desdoblamiento bajo los conceptos de víctima y victimaria: “Si como diabética ha sometido su cuerpo al sufrimiento, pinchándolo diariamente, es comprensible que Meruane le confiera el rol de víctima, pero esta misma rutina para sobrevivir a la enfermedad la convierte en victimaria de sí misma y de los otros, cada vez que la acomete el insensible y violento deseo de poseer unos ojos nuevos” (Fallas 9).

El personaje se sitúa en una posición ambivalente. Por un lado, suscita piedad en quienes la rodean, generando solidaridad (como ocurre con Ignacio) y acercamiento emocional o sentimental (como en el caso de la familia); por otro, Lucina se torna cruel y despótica, haciendo que sus actos y los de los demás giren en torno a la idea del sacrificio. Esto se ve claramente en la relación que poco a poco va estableciendo con Ignacio, cuyo estatus va in decrescendo de amante y compañero a esclavo. Así puede verse cuando la narradora habla de él como “mi enfermero” (Sangre 144), o alude a cierta “esclavitud profesional” (145) al mencionar el esmero con el que Ignacio la cuida. Del mismo modo, el sacrificio se extrapola a la concepción que Lucina/Lina tiene del amor: “… e irme despreciando y adorando, entregándose a mis deseos como al vicio, sin poner plazos, Ignacio, ni condiciones” (146). El cariz de sacrificio que toma la entrega de Ignacio es tal, que al final de la novela se hablará de “la vieja prueba de amor” (167), que en este caso dista mucho de ser el acto heroico de los cuentos tradicionales; Lucina/Lina pide a Ignacio que, como muestra de su amor, le entregue sus ojos.

Este final acerca el relato al género fantástico de terror, punto en el que puede dejar de mencionarse el epígrafe con el que Meruane abre la novela, un extracto del cuento “Los ojos de Lina” del escritor peruano Clemente Palma (1872-1946), incluido en la colección Cuentos malévolos publicada en 1904 y considerada como el primer libro peruano de narrativa breve. Palma se inscribe dentro de la corriente modernista, en concreto en la vertiente del decadentismo, y sus cuentos muestran un gran interés por lo macabro y las atmósferas de terror. En ellos, el autor pretende llevar a cabo una crítica a las convenciones morales burguesas, con una predominancia de temas sobre la muerte y el mal frente a la vida. En la línea de lo fantástico, los cuentos de Palma elaboran espacios y acciones de apariencia realista en los que irrumpe lo insólito. “Los ojos de Lina” presenta al teniente Jym de la armada inglesa la noche anterior a su partida hacia San Francisco, cuando se reúne con sus amigos para tomar licor y contar historias. Cuando llega el turno de Jym, este habla de su mujer, Axelina (a la que él llama Lina), una joven noruega con unos sorprendentes ojos embrujados: “Cuando Lina fijaba sus ojos en los míos me desesperaba, me sentía inquieto y con los nervios crispados; me parecía que alguien me vaciaba una caja de alfileres en el cerebro y que se esparcían a lo largo de mi espina dorsal; un frío doloroso galopaba por mis arterias, y la epidermis se me erizaba” (Palma 55).

En numerosas ocasiones en el relato, los ojos de Lina se relacionan con lo maligno, lo satánico. Así, se hace referencia explícita a Mefistófeles, quien parecía tener “su gabinete de trabajo detrás de esas pupilas” (Palma 55). Cuando el narrador se compromete con Lina, se aterroriza con la idea de pasar toda la vida junto a esos ojos y no puede evitar contarle este miedo a la que será su futura mujer. Días más tarde, tras una convalecencia que ha tenido a Lina en cama, el narrador va a visitarla y a ver los regalos de boda que van llegando para los dos. Ella, en la penumbra de la habitación, decide darle su propio obsequio, el regalo que muestra el amor que siente por él: en una cajita aterciopelada están guardados sus ojos. Este acto muestra la prueba de amor, el sacrificio por amor desde una perspectiva grotesca y aterradora, y será lo que tome Meruane para vertebrar su novela, donde explora también la idea del amor incondicional, tan presente en la ficción universal, pero que aquí muestra su otra cara. La idea del amor como sacrificio, donde uno de los amantes debe realizar una ofrenda extrema se gesta desde el inicio de Sangre en el ojo, cuando la narradora recalca en numerosas ocasiones la entrega de Ignacio a ella y las críticas que este recibe por parte de sus amigos, que le repiten: “… no es tu novia sino tu soborno” (Meruane, Sangre 47). Y esta subyugación de la voluntad de Ignacio a los dictados de Lucina/Lina culmina con la entrega de los ojos de aquel, después de sucesivas extorsiones emocionales por parte de la enferma: “… eso que tú me entregarías nos uniría para siempre, nos iba a hacer iguales, nos volvería espejos el uno del otro, para el resto de la vida y hasta de la muerte” (Meruane, Sangre 167) o “Si no puedes comprometerte a darme lo que te pido, mañana no regreses” (Meruane, Sangre 169), sentencias que remiten a los grandes amores incondicionales de la historia de la literatura, llenos de pruebas y de sacrificios por parte de los amantes, quienes en numerosas ocasiones solo logran vivir en paz después de la muerte conjunta. En este caso, la entrega absoluta se da únicamente por parte de uno de los amantes, que vive subordinado a los deseos del otro. Es en este punto donde Lucina/Lina más claramente deja ver su carácter demoníaco, la fuerza maligna que la posee y que la convierte en victimaria, dando una vuelta de tuerca a la posición vulnerable de víctima. De este modo, Meruane explora las formas de dominación sobre el otro, que aquí se ejercen a través del cuerpo, algo que también ocurre en las políticas militares de la dictadura a las que se hace referencia en la novela de manera más o menos velada. La víctima, en este caso, hace propias esas formas de dominación y las impone sobre el cuerpo del otro, subvirtiendo así los patrones de control y sometimiento.

2. LA ENFERMEDAD COMO FUERZA SUBVERSIVA

La enfermedad, en su sentido etimológico, remite al sujeto no firme, del latín infirmus. Y esta falta de firmeza, de unidad, de totalidad, puede entenderse en el caso de Sangre en el ojo como un mal que atañe no solo a los cuerpos, sino también a la escritura. En el caso de L1, su condición de diabética la ha llevado a sufrir problemas de vista. Conviene detenerse brevemente en la enfermedad de L, ya que se trata de una afección que no tiene cura y una de cuyas consecuencias es la ceguera. Estos dos puntos son comunes a la diabetes y a otra enfermedad que aparece en la novela como paradigma de estigma social: el sida. “Ese estigma me había rozado, me había dejado una esquirla, alguien, alguna vez, hacía quizás una década, me había dicho que su diagnóstico de sida era lo más cercano que conocía a tener diabetes, ese alguien se identificaba conmigo, y luego el alguien había empezado a morirse por los ojos” (Meruane, Sangre 33-34).

L tendrá dos encuentros con personas relacionadas con el sida. Uno en Nueva York y el otro en Chile, muestra del alcance global de la enfermedad, aspecto que la propia Meruane ha trabajado en el ensayo Viajes virales (2012), donde analiza las representaciones literarias del VIH en el mundo globalizado de nuestra época. En la novela, la estigmatización de la ceguera por sus posibles causas en el sida se da por parte de Doris, la secretaria del consultorio del oftalmólogo al que L acude, que habla de la retina como “nuestra hoja de vida, el espejo de nuestros infortunados actos” (Meruane, Sangre 39). En este sentido, L se posiciona en todo momento como enferma, encarnando una condición que se entiende como radicalmente opuesta a la de salud, pero lo hace desde un lugar diferente al de, por ejemplo, Fruta podrida, otra de las novelas en la que Meruane explora el tema de la enfermedad. Esta vez, la protagonista encarnará los dictámenes del biopoder foucaultiano de la salud a cualquier precio, sin oponer la resistencia que Zoila opone a la norma médica en Fruta podrida.

Pero centrando la atención en la ceguera, ¿qué es lo que esta genera? A partir del estallido y de la sangre en el ojo, se produce una suerte de extrañamiento. De pronto las cosas, a pesar de seguir siendo como eran, son desconocidas para L, quien las empieza a percibir desde otro lugar. Los espacios comunes se vuelven peligrosos, posibles causantes de diversos daños. A partir de la ceguera, su departamento (y el de sus padres en Santiago) se convierte en pura esquina, en puertas con las que golpearse, en objetos con los que cortarse, etc.: “… la casa entera está armada contra mí” (Meruane, Sangre 65). Del mismo modo, el mundo exterior está compuesto únicamente de sonidos y ruidos, de recuento de pasos, de elementos reconocidos a través del tacto, de los olores. Este extrañamiento no solamente se aplica a los objetos del mundo, sino también a las personas, a quienes L no puede ver, pero consigue percibir a partir de sentidos en los que antes no reparaba. Para Javier Guerrero, “los impertinentes ojos de la protagonista no solo agudizan las funciones de los otros sentidos sino que desconocen … la excepción que constituye la salud; su mal de ojo reconoce la enfermedad como única posibilidad de vivir y, allí, su potencia” (Guerrero). Ya desde Canguilhem, quien desde la filosofía y la historia de la ciencia repensó la manera como se había reflexionado sobre la enfermedad hasta el momento, los límites entre salud y enfermedad no se conciben como claramente establecidos, sino que más bien ambos estados forman parte de un continuum: “Estar en buen estado de salud significa poder enfermarse y restablecerse, es un lujo biológico” (Canguilhem 151). A su vez, la enfermedad establece su propia normatividad, su propia manera de vivir. Y esa nueva manera de estar en el mundo será la que adopta L en el momento que pierde la visión.

Esta actitud de resistencia se relaciona con lo bélico, tal y como sucede con las metáforas militares instauradas en torno a las enfermedades. En concreto, como afirma Sontag, aquellas surgidas a raíz de la epidemia del sida y el descubrimiento de los microorganismos que actúan como invasores: “… habitualmente se describe la enfermedad como una invasora de la sociedad, y a los esfuerzos por reducir la mortalidad de una determinada enfermedad se los denomina pelea, lucha, guerra” (Sontag 111). Este mismo lenguaje en torno a la lucha asoma en distintas ocasiones en la novela, como reflejo de la actitud de L respecto a la enfermedad: “… esa era una batalla y necesitaba ganar alguna” (Meruane, Sangre 80).

2.1. Enfermedad y control

La actitud de resistencia que la enfermedad genera en L y que constituye una dinámica general en algunos enfermos, se debe en parte a los mecanismos de control que se despliegan tanto a nivel personal como a nivel público y político en torno al enfermo. En el caso de la diabetes de L, el control se ejerce en el ámbito familiar desde la infancia, sobre todo para vigilar las dosis de insulina: “Y entonces yo me quedé sola con ellos, a merced de ellos, aterrada de la vigilancia que ellos llamarían cuidado” (Meruane, Sangre 75). Vaggione y Aguilar hablan de que “cada epidemia es un avance más en la sociedad de control” (Vaggione y Aguilar) y este control no es solo externo, en el nivel de las políticas de salud pública, sino también interno: el control médico penetra los cuerpos, extrae sangre, toma radiografías, etc. Las intervenciones y controles reguladores de los cuerpos se desarrollarán dentro del marco de lo que Foucault llamó biopolítica, que supone una invasión y control de la vida en todas sus dimensiones. Dicho control se llevará a cabo a través de “métodos que permiten el control minucioso de las operaciones del cuerpo, que garantizan la sujeción constante de sus fuerzas y les imponen una relación de docilidad-utilidad” (Foucault 141). Posteriormente, Roberto Esposito retomará el término foucaultiano de biopolítica como “la implicación cada vez más intensa y directa que se establece … entre las dinámicas políticas y la vida humana entendida en su dimensión específicamente biológica” (Esposito, “Biopolítica” 7), afirmando la relación intrínseca entre poder y bíos (que establece la existencia de vidas biológicamente menos valiosas que otras), para plantear una biopolítica afirmativa, es decir, aquella que se lleva a cabo en nombre de la vida y no de la muerte. En este sentido, Esposito sigue la línea trabajada por Agamben en torno a la nuda vida, aquella que siempre está expuesta a que se le dé muerte.

Esposito repensará la biopolítica partiendo de la reflexión en torno a los términos inmunitas y communitas, afirmando que “la inmunidad no es una categoría que se pueda separar de la de comunidad, de la que más bien constituye la modalidad invertida y en consecuencia no eliminable” (Inmunitas 28). Esta confrontación entre inmunitas y communitas se corresponde a la trabajada por Agamben en relación a zôe y bíos, donde la primera forma parte de la segunda bajo la forma de la excepción (idea que también Butler tomará para establecer el concepto de exterior constitutivo). El planteamiento de Esposito encuentra su reflejo en la presencia de la enfermedad y lo que esta significa en Sangre en el ojo, donde el estallido supone la ruptura de un equilibrio que necesariamente se tratará de restablecer. A su vez, la amenaza latente de la enfermedad (ya sea la de la ceguera o la de las enfermedades contagiosas) se sitúa siempre en una frontera “entre el interior y el exterior, lo propio y lo extraño, lo individual y lo común” (Esposito, Inmunitas 10), espacio en el que se moverá constantemente L como enferma que “amenaza el ambiente inmediato ya que su cuerpo está marcado por la promesa de extender su novedad. El miedo radica en devenir Otro, transformarse en un cuerpo ajeno, volverse irreconocible para sí mismo y para la sociedad” (Guerrero y Bouzaglo 11).

Por último, esta idea de Esposito puede relacionarse con el trabajo que Jean-Luc Nancy lleva a cabo en El intruso, concepto entendido como aquello que “se introduce por fuerza, por sorpresa, por astucia; en todo caso, sin derecho y sin haber sido admitido de antemano” (Nancy 11). Tal será el caso de la ceguera para la protagonista de la novela de Meruane.

El control del cuerpo de L llega a tal punto que Lekz, su oftalmólogo, le prohíbe mantener relaciones sexuales, ya que el movimiento y la tensión podrían provocarle un nuevo estallido en las venas. De este modo, el control médico se extiende al deseo. Frente a esta restricción, en lugar de acatar la norma, L inventa nuevas formas de deseo que subvierten los patrones normativos: “Empecé por poner mi lengua en una esquina de los párpados, despacio, y a medida que mi boca se apropiaba de sus ojos experimenté un deseo despiadado de chuparlos enteros, intensamente, de hacerlos míos en el paladar como si fueran pequeños huevos o huevas enormes excitadas, endurecidas” (Meruane, Sangre 89).

Pero el ojo como objeto de deseo no se limita únicamente al órgano ocular en sí, sino que este se adueña del cuerpo e Ignacio se vuelve una especie de cuerpo-ojo. Así, L hablará de su “grueso párpado de piel rugosa y secreta” (Meruane, Sangre 89) dentro del cual está “ese ojo ciego, redondo y suave” (89) que, al ser introducido en la boca de L, derrama una lágrima. También el cuerpo de L se convertirá en un cuerpo-ojo, donde “los pezones que eran los ojos abiertos de mi pecho” (89) o “estos diez dedos que tienen ahora sus propios ojos sin párpados en la punta” (108) son su forma de comunicación con el exterior, los puntos a través de los que puede percibir la realidad ante la falta de visión. Vaggione y Aguilar hablan precisamente de esta potencia de la enfermedad como la posibilidad de apertura para vivir el cuerpo de manera distinta, haciendo así estallar la norma. El deseo voraz que L siente por los ojos ajenos, especialmente por los de Ignacio, la lleva también a experimentar una nueva manera de ver (o de imaginar que ve), como forma de experimentar su cuerpo, a través de ojos que no son los suyos.

2.2. Chile: un gran cuerpo enfermo

La enfermedad de L no solamente es física, sino que se torna también metafórica, ya que no se define únicamente como una persona enferma, sino que es una “chilena estropeada” (Meruane, Sangre 125). A través de un desplazamiento metonímico, la ceguera de L es la ceguera de Chile, su cuerpo es el gran cuerpo enfermo de Chile y la sangre derramada en su ojo es, por extensión, aquella derramada en su país natal durante la dictadura de Augusto Pinochet (1971-1990). Esta inferencia no es azarosa, sino que la novela presenta diversos indicios que remiten a la metaforización de la enfermedad, también en la línea de pensamiento de Canguilhem en relación a que “la enfermedad no está en alguna parte del hombre. Está en todo el hombre y le pertenece por completo” (Canguilhem 18). En este caso, la enfermedad de L no se limita al ojo, sino a todo su cuerpo y, de manera general, a la nación chilena. Para Nelly Richard, “lo ‘nacional’ -extensión simulada de lo ‘familiar’- no es sino una parodia de unidad hecha de cuerpos lesionados y de identidades truncadas” (“Imagen-recuerdo y borraduras” 168), donde “familia y nación son categorías desintegradas físicamente y simbólicamente, que hoy carecen de los vínculos reparadores de una narrativa solidaria” (“Imagen-recuerdo y borraduras 168). Esta desintegración nacional y familiar se debe al silenciamiento y a la homogeneización de voces que se impuso en la transición, abogando por una consigna del olvido y un control férreo sobre los discursos de la memoria para asegurar que “ningún descalabro de sentido, ninguna estridencia de voz altere el trazado regular de sus pactos de entendimiento” (Richard, “La crítica de la memoria” 189).

En un momento L habla de ese “Chile que era yo” (Meruane, Sangre 106), haciendo explícita la extrapolación de su cuerpo a Chile. Este hecho implica también la familia mencionada por Richard como núcleo central de la nación chilena y que, por tanto, conforma igualmente un cuerpo enfermo. El fracaso de la familia como núcleo es un motivo recurrente en la narrativa chilena de los últimos años y, si bien no constituye un elemento central en Sangre en el ojo, sí aparece de manera transversal en las referencias que se hacen a la relación de L con su familia. Es en este punto donde Meruane se diferencia, como se comentaba al inicio del trabajo, de autoras como Diamela Eltit, integrando una nueva generación y un nuevo proyecto literario, distanciado de los acontecimientos históricos, pero fuertemente influenciado por los mismos. Este sería el grupo que, en lugar de la memoria, trabaja la posmemoria. Para Bernardita Llanos, los actores de la posmemoria constituyen “subjetividades nomádicas donde el sujeto instala una narrativa autobiográfica que a partir de su posición de hija cuestiona las ideologías patriarcales y revolucionarias a través de sus efectos en los vínculos afectivos, la familia y la identidad” (“Políticas del afecto” 221). Claudia Martínez Echeverría analiza la historia familiar en relatos de autoras chilenas de la generación de Meruane y afirma que se trata de “una generación que debió aprender a vivir con verdades a medias, con familias a medias” (Martínez Echeverría 72), lo cual explica hasta cierto punto la presencia de este tema en la narrativa. En el caso de L, los lazos familiares que la unen a sus padres y a sus hermanos se encuentran tan enfermos como ella, y esta enfermedad se debe a dos hechos que atañen al espacio personal, familiar y al espacio público, político, que en un punto devienen indisociables.

Pero, a su vez, la desintegración de los lazos familiares se debe a la situación político-social que la transición generó en Chile, donde la reunificación familiar y, en general, nacional se volvió imposible por una polarización ideológica que insistió en enterrar el pasado, pero que no consiguió olvidarlo. De este modo, no solo la familia, sino Chile como país se vuelve un país enfermo, condenado, por un lado, a la “sangre en el ojo”, es decir, al resentimiento y a los deseos de venganza gestados a partir de la irrupción del pasado en el presente; y, por otro, a la ceguera crónica de la mentira, del ocultamiento de los hechos pasados de la dictadura por parte del gobierno de transición.

3. EL ESTALLIDO DE LA MEMORIA

En la constante tensión entre el olvido y la memoria, para Voionmaa “leer y escribir el presente es hacer estallar el continuo de nuestro pasado” (“La narrativa latinoamericana” 138). En este sentido, ambos tiempos son indisociables, forman parte de un continuum y uno irrumpe en el otro constantemente. En relación al concepto concreto de la memoria (entendido aquí como posmemoria), para Paul Ricoeur “el recuerdo implica la presencia de una cosa que está ausente” (25), y esa ausencia que se torna presencia será la memoria histórica chilena que revive en los ojos de L en forma de sangre. Así, el estallido inicial con el que se abre la novela no solo es el de las venas, sino que la metáfora bélica remite igualmente al golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973. A su vez, en el momento en el que ocurre el estallido en los ojos de L, se cumple un año del 11 de septiembre de 2001 (un golpe atroz a la soberanía occidental), e Ignacio viajará a una Argentina devastada por la crisis, un duro golpe a la economía nacional y familiar. La metáfora del golpe se hará explícita en el capítulo “Casa de los golpes”, referido doblemente a los golpes que L recibe de una casa potencialmente peligrosa debido a su ceguera y a los golpes recibidos en su país natal a partir del golpe militar. Así, lo personal se torna también político.

De este modo, la enfermedad funciona como disparador de la memoria y la reflexión política en torno a ella, una memoria que, desde la subversión, hace frente a las “tecnologías del olvido” (Richard 192). Así, en la relación indisociable de enfermedad y memoria, esta queda inscrita en el cuerpo de L y en los cuerpos desaparecidos en la dictadura o en los cuerpos dañados por la violencia ejercida por el Estado. L, como representación de Chile, posee un “cuerpo lleno de historia” (Contreras) y se puede hablar igualmente de una historia, la de Chile y la de L, llena de cuerpo(s), donde este aparece movido por un imperativo que lo obliga a revelarse, a decir lo oculto: “En Lucina finalmente ha reventado una purulencia gestada tanto en el árbol familiar como en el social, y su cuerpo acata una orden espetada a sangre y fuego a una generación y a una nación entera” (Contreras). Y en este punto la sangre de L, remitiéndose a la sangre de los chilenos, se vuelve un acto político, un “flujo descodificado” (Deleuze y Guattari 441), aquel que remite a la existencia de sujetos que escapan al ideal disciplinario y representan las líneas de fuga de la lógica dominante.

Para Ricoeur existen dos fases de la memoria: el testimonio (la memoria individual) y el documento (al pasar de la memoria individual a la memoria colectiva; el acopio de testimonios vividos, su escritura). Siguiendo esta idea, Sangre en el ojo funcionaría como documento de la memoria; el viaje a Chile y la descripción de las huellas del pasado que hace L conforman el archivo de una memoria colectiva de todos los chilenos “estropeados” como ella. Richard propondrá ir más allá del documento y del monumento, pues “el monumento y el documento tienen el mérito de convertir a la memoria en una referencia colectiva que hace de cita para el recuerdo público” (“La crítica de la memoria” 191) y “para evitar esta fijeza del recuerdo, la memoria debe seleccionar y montar, recombinar, los materiales inconclusos del recuerdo, experimentando sin cesar nuevos enlaces fragmentarios entre sucesos y comprensiones” (191). Al fin y al cabo, la recuperación de una memoria no fosilizada se torna una cuestión ética y estética, y un “presente urgente y necesario” (Voionmaa, “La narrativa de Lina Meruane” 67).

Resulta interesante observar cómo L percibe la ciudad de Santiago desde lo que se llama la memoria visual, como modo de reconstrucción desde la ceguera. Y esta idea puede relacionarse con la paradoja de la presencia/ausencia de Ricoeur, para quien existen dos modalidades de la ausencia: lo irreal (lo fantástico, lo imaginario, la utopía) y lo anterior (anterior al recuerdo que tengo ahora, al relato que ahora construyo). Ambas se superponen e interfieren constantemente y “es difícil desbrozar lo anterior de lo imaginario, dado que nuestros recuerdos se presentan en forma de imágenes” (Ricoeur 25). Meruane, en una entrevista concedida a Ana Rodríguez para The Clinic, hace alusión a la idea de la ceguera y la escritura como vínculo que reconstruye la realidad desde el recuerdo que de esta se tiene: “… todos los escritores trabajamos a ciegas, todo está reconstruido, y en la medida en la que reconstruimos nada puede ser verdadero” (Meruane, “Las enfermedades”). Así será como L percibe su ciudad natal, a partir de imágenes que guarda en su memoria, pero que ya no se corresponden con la realidad. Estas fotografías mentales remiten a la cuestión de la destemporalización de la imagen fotográfica, que “comparte con fantasmas y espectros el ambiguo y perverso registro de lo presente-ausente, de lo real-irreal, de lo visible-intangible, de lo aparecido-desaparecido, de la pérdida y del resto” (Richard, “Imagen recuerdo y borraduras” 166). Las fotografías mentales de Santiago inmortalizan una presencia que está ausente, una realidad que dejó de existir. Esta ausencia puede relacionarse también con los desaparecidos de la dictadura, a quienes se menciona explícitamente en la novela: “De sa pa re ci dos, dijo, y yo pensé esa palabra gastada deseando por un momento también desaparecer” (Meruane, Sangre 57).

4. ESCRITURA ENFERMA E IDENTIDAD: LA GENERACIÓN DE LA POSMEMORIA Y LA NARRATIVA DEL DESARME

La enfermedad funciona en Sangre en el ojo como disparadora de la memoria y, en concreto, de una memoria crítica que revisa la historia silenciada del Chile de la dictadura. Ambos ejes se encuentran a su vez estrechamente ligados a la escritura, ya que la enfermedad, por su parte, genera en L reflexiones sobre la posibilidad de no de seguir escribiendo y de seguir siendo a través de la escritura, y la memoria necesita de su inscripción no solo en el cuerpo, sino también en la escritura, una escritura que dé cuenta de su potencial crítico.

En la narrativa de Meruane, cuerpo y literatura devienen espacios políticos de resistencia. Desde el inicio, el lector se encuentra con una narrativa fragmentada, entrecortada, donde la sintaxis deja conectores en suspenso, preposiciones seguidas de un punto tajante que hace que el discurso no siga los preceptos de la narración lineal. En relación a esta escritura desafiante, Fallas habla de “escritura insurrecta” (5) y Voionmaa, por su parte, de “escritura de resistencia” (“Con Sangre”).

Aquí se toma el término de Richard para referirse a esa expresividad contestataria cuyo objetivo es poner en crisis la palabra, subvertirla, para reconstruirla bajo una nueva óptica crítica. Richard habla de “la voz estremecida de las narrativas del desarme” (“La crítica de la memoria, 191), que condensan “todo lo que arrastran los imaginarios heridos: lo errático, lo desintegrado y lo inconexo” (“La crítica de la memoria” 191). Esta narrativa pone en crisis el lenguaje para así posicionarse en la tensión entre la memoria y el olvido, entre el discurso conciliador y homogeneizador y el discurso divergente que pretende desvelar las voces silenciadas, las historias particulares, individuales. De este modo, la literatura parte de la ruina, del residuo, de aquello que quedó fuera de lo oficial, para constituirse como una nueva forma del hacer literario a partir de la unión indisoluble de ética y estética. Para Guadalupe Santa Cruz,

la introducción por la fuerza de nuestro país en la lógica neoliberal de la globalización y, con la misma violencia, el desplazamiento de imaginarios establecidos, de formas tradicionales de narrarnos, sumió a la sociedad en una profunda crisis del sentido, en el cuestionamiento de las formas de representación y en una radical bancarrota del lenguaje. (Santa Cruz 90)

La ruina toma forma a través de la deconstrucción sintáctica que enfrenta la linealidad del discurso y del saber, generando así una narración a base de retazos, de recuerdos, de silencios que se interrumpen. Son varias las estrategias de desarme que utiliza Meruane más allá de la sintaxis entrecortada, tales como la predominancia de la minúscula en los títulos, el empleo del paréntesis como puesta en suspensión de la narración, el discurso indirecto libre que desordena las voces y las aúna en un discurso polifónico que no pertenece únicamente al narrador omnisciente propio de la narración más tradicional, sino que se forja a base de distintas miradas, diversos pareceres e historias que se entrelazan y que siempre miran hacia atrás, hacia los hechos que cambiaron de manera irremediable el presente de los personajes. Estos discursos imbricados en la narración central hacen referencia siempre a dos cuestiones indisociables en el texto: el pasado chileno y las ruinas que este dejó, y la enfermedad y los cuerpos residuales, marginales, que esta genera. Todo ello expresado a través de un lenguaje que va en pos de la verdad, siempre en la tensión entre memoria y desmemoria, que indaga en los entresijos y en los márgenes de su estructura para lograr representar lo no dicho, aquello donde se oculta la historia de ese Chile enfermo y de sus cuerpos estropeados. Un lenguaje, en fin, que “pone en jaque el género literario y lo abre a un derrame crítico, a la pregunta sobre las fronteras de lo literario y sobre las políticas discursivas” (Santa Cruz 91).

La bancarrota o el derrame del lenguaje lleva implícito el rechazo hacia la “retórica histórica consensual” (Blanco, et al. 12), siendo imprescindible para ello la conformación de un nuevo sujeto político que se sitúe como testigo distanciado de los hechos. “Estas nuevas generaciones postulan un “trabajo de memoria” disidente y emancipatorio del de las claves de interpretación heredadas” (12). Es por eso que se puede hablar de una nueva visión, de una nueva hermenéutica reconfigurada por estos nuevos agentes políticos y culturales, que arrojan una perspectiva renovada sobre la memoria, materializada en una necesaria y urgente nueva poética. En este punto el proyecto literario de Meruane da un paso más allá de sus antecesores, integrantes de la escena de avanzada.

Esta nueva poética es la poética del desarme, del derrame, y surge con las “nuevas configuraciones discursivas del pasado hechas por los actores secundarios, los postergados en la negociación transicional por el protagonismo político e institucional de sus mayores” (14-15). Es decir, la escritura del desarme está íntimamente ligada al proceso de recuperación de la memoria que, en este caso, deviene posmemoria, término que conviene utilizar en el caso de Meruane, así como en el de los artistas que integran su generación, debido a que se trata de los actores secundarios de la historia, es decir, los que en el momento de la dictadura eran niños y adolescentes; para Blanco, et al., “sujeto doblemente distanciado. Por una parte, de los hechos acaecidos y, por otra, de los relatos producidos alrededor de estos por los protagonistas inmediatos y mediatos” (11). Estas generaciones se desligan de los discursos de memoria y de olvido establecidos, para crear una memoria alternativa y disidente, una memoria emancipada. Voionmaa habla de “nuevas formas de recordar que alteran el evento mismo que se trae de regreso y su pervivencia en nuestro presente” (“Formas de volver” 55). En el caso de Sangre en el ojo, la memoria emancipada surge a partir de la enfermedad, en un cruce constante entre historia y biografía, como modo de construir el relato de la memoria desde una perspectiva marginal y nueva que, a su vez, hace de la novela un texto social y político.

Para estas generaciones construir su relato es producirse como sujetos en un relato de vida cuyos materiales provienen de la intersección entre sus múltiples identidades y circunstancias. Son formatos que ensayan otras formas de construir la identidad, y esbozan puntos de hallazgos y de fuga que cristalizan los cruces entre biografía, historia, política y cultura. (Blanco, et al. 13)

Estas interacciones a la hora de trabajar la memoria conllevan indefectiblemente a la construcción de nuevas gramáticas y estéticas que aquí se han denominado, siguiendo a Richard, las narrativas del desarme. En el caso de Meruane, la escritura articula el cruce entre enfermedad y memoria, en pos de una nueva poética.

5. A MODO DE CONCLUSIÓN: LA NECESIDAD DE UNA NUEVA POÉTICA EN TORNO A LA ENFERMEDAD Y LA MEMORIA

Sangre en el ojo traza un recorrido por la memoria histórica chilena a partir del estallido de la enfermedad y la investigación en torno a la escritura. El triple eje que se ha analizado en los apartados anteriores suma una nueva experimentación de Meruane sobre el tema, trabajado en lo que algunos ya consideran una trilogía: Fruta podrida, Sangre en el ojo y Viajes virales. Estas tres miradas, que engloban ficción y ensayo, reflexionan sobre las secuelas del pasado, tanto histórico-político como enfermo (siempre ligados en la narrativa de la autora) en el presente de los personajes y de la sociedad, donde las políticas neoliberales establecen un control férreo sobre los cuerpos bajo la consigna de la salud a cualquier precio. Ante estos dictámenes hegemónicos, Meruane explora las alternativas del cuerpo enfermo: ¿Rebelarse contra la norma, dejarse morir y vencer por la enfermedad o hacer lo indecible por ser uno más en el reino de la salud? Sea una u otra la decisión que los personajes tomen, siempre subyace la brutalidad del sistema capitalista, donde el cuerpo es una mercancía más, un objeto más de valor con el que la medicina experimenta y el cual deja de ser propiedad del individuo para convertirse en una cuestión de Estado.

La literatura no puede, por tanto, seguir una estructuración y una construcción narrativa convencional, sino que debe desarmarse, ponerse en crisis para volver a hacerse, de tal modo que pueda representar la crisis de la memoria, la de los cuerpos y la de un presente en el que lo lineal ya no tiene cabida, y la polifonía, el desorden y la interrupción constante conforman una nueva poética.

Esta nueva poética, esta narrativa o escritura del desarme, eje central que articula en sí los ejes de la enfermedad y de la memoria, nace de la urgencia por llevar a cabo un trabajo de memoria crítica que revise el pasado desde la perspectiva de los actores secundarios. En el caso de Meruane, la posmemoria se teje siempre en la intersección con la enfermedad, recordando los hechos a partir de esta. El sujeto enfermo, por tanto, encarna el cruce entre la historia y la biografía, volviéndose sujeto político, un testigo distanciado de los hechos y de los discursos establecidos, que crea una memoria igualmente distanciada, emancipada.

A su vez, el lenguaje que construya este nuevo discurso será un lenguaje que vaya siempre en pos de la verdad, siempre en la tensión entre memoria y desmemoria, con el único fin de representar lo no dicho, aquello que las políticas del olvido silenciaron.

La escritura en Sangre en el ojo excede sus propios límites, se derrama, entra en crisis para, desde una distancia privilegiada, volver a armarse a través de una estética desarmada, residual y estropeada. Una nueva poética que da voz a los silenciados.

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1A partir de este momento, una vez analizado el desdoblamiento del personaje principal y sus implicancias, el trabajo se referirá a Lucina/Lina como L.

Recibido: 27 de Noviembre de 2017; Aprobado: 14 de Abril de 2018

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