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Perífrasis. Revista de Literatura, Teoría y Crítica

versión impresa ISSN 2145-8987

perifrasis. rev.lit.teor.crit. vol.9 no.18 Bogotá jul./dic. 2018

https://doi.org/10.25025/perifrasis20189.18.07 

Artículos

HACIA UNA (RE)VOCALIZACIÓN DEL TRAUMA: UNA CRÍTICA A CARUTH DESDE LA ÉTICA DE LA ESCUCHA

(RE)VOCALIZING TRAUMA: READING CARUTH THROUGH THE ETHICS OF LISTENING

Juan Diego Pérez1 

1Princeton University, Estados Unidos. Candidato a Ph.D. en Literatura y cultura hispanoamericana. jdperez@princeton.edu.


Resumen

Este artículo revisa críticamente el argumento sobre el imperativo ético del testimonio que Caruth plantea en Unclaimed Experience para mostrar cómo su formulación supone una devocalización del trauma que compromete la comprensión de la escucha que dicho imperativo exige. A partir de la ontología de la voz de Cavarero y de las reflexiones de Nancy sobre el sentido de la escucha, propongo que el compromiso ético del testimonio no se deriva de una impotencia epistemológica, sino de la estructura vocal y aural que la enmarca, razón por la que su llamado debe entenderse como un imperativo de resonancia.

Palabras clave: teoría del trauma; testimonio; voz acusmática; escucha; resonancia

Abstract

This paper critically revisits Caruth’s argument on the ethical imperative of testimony as it is stated in Unclaimed Experience. It shows how its formulation implies a devocalization of trauma that shapes her understanding of the act of listening that this imperative demands. In light of Cavarero’s “ontology of vocal uniqueness” and Nancy’s reflection on the sense of listening, I argue the ethical commitment underlying the act of bearing witness does not stem from an epistemological impotence but rather from the vocal and aural structure framing it, which ultimately implies testimony should be understood as an imperative of resonance.

Keywords: trauma theory; testimony; acousmatic voice; listening; resonance

En las últimas dos décadas, la teoría del trauma ha encontrado en las contribuciones de Cathy Caruth un referente imprescindible para la comprensión del fenómeno psíquico de la supervivencia, y de las posibilidades de su narración en el testimonio, anclada en las intersecciones entre el psicoanálisis y el posestructuralismo. Como sugiere su título, en la introducción a Listening to Trauma, Caruth ubica el desafío teórico que supone la experiencia traumatica, tanto para el sobreviviente como para sus testigos secundarios, en el marco de la necesidad de aprender a escuchar un lenguaje que habla desde más allá de sus conceptos (XIII). El lenguaje del trauma, afirma Caruth, “has revised our notions of what it means to act around the imperative to respond to something that consistently resists conscious assimilation and awareness” (XIII). El llamado al testimonio y del testimonio -el llamado que escucha el sobreviviente y el que, a su vez, deberán escuchar sus testigos- es, pues, un imperativo de escuchar para responder cuando los marcos epistemológicos para asimilar lo que está en juego en esta respuesta se han quebrado radicalmente.

Pese a este compromiso con la escucha como enclave de la dimensión ética del testimonio, es curioso que el lenguaje de Caruth se inscriba en el registro de la visión como una metáfora sostenida de las paradojas que el trauma impone a la capacidad del sobreviviente y de sus “oyentes” de comprender el sentido de una experiencia diferida. Siguiendo la advertencia que críticos como Judith Herman han hecho acerca de la imposibilidad de reducir el trauma a su determinaciones psicológicas, psicoanalíticas o epistemológicas (XV), en las siguientes páginas retomaré la metáfora vocal de “la voz de la herida” de la que parte la argumentación de Caruth en Unclaimed Experience para dar los primeros pasos hacia una lectura del trauma comprometida con el registro de lo sonoro y, en esa vía, con una ética de la escucha. Para esto, mostraré primero cómo la formulación de Caruth de la estructura de la experiencia traumática a partir de una teoría sobre la referencia hace que el carácter vocal del llamado al testimonio se oblitere en virtud del sistema metafísico visual que la sostiene. Revisitaré después el argumento sobre el “despertar traumático” (traumatic awakening) para subrayar cómo el carácter acusmático de la voz que despierta al sobreviviente implica que la condición de posibilidad del despertar es una relación ética (aural) antes que una impotencia epistemológica (visual). Esto me conducirá, finalmente, a proponer que la estructura vocal y aural del trauma implica que su sentido único -y ya no su significado abstracto- se siente en la remisión infinita de su evocación y que, por tanto, el imperativo ético del testimonio debe entenderse como un imperativo de resonancia.

1. LA "DEVOCALIZACIÓN" DEL TRAUMA

En Unclaimed Experience, la aproximación de Caruth al concepto de trauma parte de una interpretación psicoanalítica de la historia de Tancredo y Clorinda en la Gerusalemme Liberata de Tasso. Freud se refiere este relato en Más allá del principio del placer como la imagen poética más conmovedora del ominoso patrón de sufrimiento que marca el destino de individuos atormentados por la repetición de eventos catastróficos de su pasado (Unclaimed 1-2). Como la de Freud, la interpretación de Caruth se centra en Tancredo como sobreviviente; de ahí que su comprensión del trauma como herida psicológica se enmarque en la pregunta por la posibilidad de que el evento catastrófico pueda ser elaborado como experiencia pasada y consciente en el presente del individuo, así traumatizado, que lo sobrevive. Caruth coincide con Freud al subrayar como rasgo distintivo del trauma el que la experiencia del “accidente” se repita compulsivamente en las acciones inconscientes del sobreviviente que la reactualizan (reenact) en contra de su voluntad, como le sucede al héroe de Tasso cuando hiere la corteza del árbol en el que está aprisionada el alma de su amada. Sin embargo, Caruth se distancia de Freud al enfocarse en la voz de Clorinda que surge de la herida del árbol, cuya advertencia señalaría cómo el enigma del trauma no es solo el de la repetición involuntaria de un sufrimiento reprimido, “but also the enigma of the otherness of a human voice that cries out from the wound, a voice that witnesses a truth that Tancred himself cannot fully know” (3). Para Caruth, el patrón de sufrimiento que acecha la psique del sobreviviente entraña una crisis marcada por la extrañeza radical de una experiencia que, al interpelar al traumatizado con el inescapable llamado de una voz a dar testimonio, interrumpe y desafía su voluntad cognitiva (5).

El trauma es así una experiencia propia y ajena que suspende la posibilidad misma de la experiencia en la psique del sobreviviente y que, al hacerlo, demanda paradójicamente su reconocimiento en el acto de escucha del testigo. En el análisis de Caruth, este llamado al testimonio supone una intimidad entre la atención de la escucha y un deseo interrumpido de conocimiento: un impulso epistemológico cuya complicidad con el registro de la visión está en tensión con el registro sonoro de la voz que lo detona. Aunque el llamado del otro en el trauma es “a plea by an other to be seen and heard” (9), la imbricación entre ambos registros -el visual, que corresponde al intento de volver a ver como volver a conocer la experiencia obliterada; y el sonoro, que corresponde al intento de responder al llamado que señala la interrupción de este conocimiento- no solo no es evidente, sino que además contradice la discontinuidad del trauma mismo, como lo insinúa la tensión entre ver y conocer que propone Hiroshima mon amour. Al interpretar la película de Resnais, Caruth aduce que la negligencia del hombre japonés a reconocer que la protagonista francesa haya percibido algo de la catástrofe, aunque ella asegure que lo ha visto todo, evidencia la resistencia de la verdad otra del trauma a la visualidad como espacio para su posible elaboración. En sus palabras, “the act of seeing, in the very establishing of a bodily referent, erases, like an empty grammar, the reality of the event” (29), lo cual, agrega, subsume el impacto traumático en el movimiento que va de la visión literal de los hechos a la visión figurada de su comprensión (32). Dado que esta visión permite la inserción del evento en el continuum del relato del testigo, su “gramática vacía” neutraliza la interrupción traumática en nombre de la imagen posible del pasado que ella misma produce para su (re)conocimiento.

Esta advertencia sobre la peligrosa complicidad entre visión y conocimiento que implica la retórica visual del testimonio lleva a Caruth a concluir que el acto de ver inaugura el olvido de la singularidad de la experiencia de aquel de quien se es testigo, esto es, de la especificidad referencial de su muerte (32). El impulso epistemológico que detona el llamado de su voz solo podrá conducir a un testimonio auténtico si se despliega, entonces, por fuera de cualquier intento de apropiación de esta experiencia ajena, cuyo conocimiento no consistirá en la recuperación de un contenido fáctico, sino en la atención al mandato de escuchar la singularidad del trauma como su resistencia a la facticidad. “The knowledge of forgetting here is not something to be owned”, escribe Caruth, “but something addressed to another, addressed not simply as a fact, but as a command: ‘Listen to me’” (35). Si Hiroshima pone en escena la acción de una memoria que escucha la singularidad siempre ajena de la experiencia traumática es porque, enmarcadas en el diálogo de la pareja que cuestiona su cualidad representativa, las imágenes de la catástrofe en la película no son, para Caruth, indicios de su apropiación en el presente. Al contrario: esta dislocación de su poder epistemológico señala que es solo en el evento de la incomprensión, de esa partida del sentido que es el enclave (site) del trauma, que el testimonio de una experiencia singular y ajena podría empezar a enunciarse (56). Atender al mandato de la voz para conocer su olvido implicaría, consecuentemente, abstenerse de la gramática vacía de la visualidad: resistirse a la fantasía de haberlo visto (conocido) todo para empezar a conocer el trauma a través de una gramática de la escucha siempre singular1.

Aunque la reflexión de Caruth plantea esta necesidad de pensar el trauma desde un registro sonoro, como lo prueba su insistencia en la figura de la voz, su propuesta reafirma la preeminencia de un paradigma visual que, en un efecto inesperado, neutraliza la fuerza de la interrupción traumática que el testimonio estaría llamado a proteger y transmitir. Esta neutralización resulta de la equiparación entre la singularidad del trauma, tanto de su verdad otra como de la voz que la anuncia, con la alteridad de una referencia caída (79) que se presentaría en el locus paradójico de la referencialidad excesiva y retrasada de la repetición traumática (6). Para Caruth, el llamado de la voz que retorna en la repetición involuntaria desencadena la producción de “narraciones del trauma” (stories of trauma) que dan testimonio de la singularidad inapropiable de su verdad otra al poner en escena siempre una vez más cómo el trauma mismo se resiste a su comprensión directa o, más exactamente, cómo es esa resistencia. El accidente “original” del que parte la narración, y al que ella quisiera regresar indirectamente para su elaboración, representaría así la crisis del evento traumático “externo” como “the impact of its own incomprehensibility” (6): la incomprensibilidad de la que da cuenta la oblicuidad “interna” de la representación narrativa en la que la verdad otra del trauma se difiere. Al transponer el argumento de De Man sobre la producción retórica de la referencialidad en la teoría, Caruth concluye que el trauma está atado a un paradójico retorno referencial en el que “the impact of reference is felt, not in the search for an external referent, but in the necessity and failure of theory” (90).

La interrupción de la potencia epistemológica de la visualidad sería aquí el efecto de esta dialéctica perversa entre la necesidad de una voluntad de teorización y su fracaso performativo. En un movimiento teórico que evidencia su lente posestructuralista, Caruth equipara la atención al mandato de la voz (¡Escúchame!) con la atención al locus paradójico del límite en el que la teoría, entendida como el impulso epistemológico que anima a las “narraciones del trauma”, solo podría recuperar la experiencia empírica “externa” como el retorno del impacto “interno” de una referencia que cae -que se difiere- en el sistema de la significación. La fuerza de la referencia traumática, aquella del significado siempre otro de estas narraciones, se inscribiría en las huellas de los silencios del relato, allí donde su singularidad se presentaría en y desde su inscripción en la teoría, en el lenguaje y, en últimas, en la conciencia, como la alteridad absoluta de la verdad traumática. En esta operación, sin embargo, la singularidad de la voz -ya no la verdad o el significado que ella comunicaría instrumentalmente, sino de la vocalidad única de su llamado- desaparece completamente cuando su sonoridad se supedita a la voluntad de la teorización, cuyo registro, como señala su etimología, es visual: theorein (contemplar), hacer teoría, es un ejercicio de observación. Así pues, en su esfuerzo por escuchar la voz de la herida y subrayar la urgencia de la escucha que el trauma reclama, Caruth enmarca las exigencias del testimonio en una teoría sobre la interrupción de la teoría que, siguiendo la crítica al mutismo del logocentrismo de Adriana Cavarero, conduce a una paradójica "devocalización" del trauma.

En For More Than One Voice, Cavarero muestra cómo, al subordinar la voz como significante del discurso, la máquina metafísica del logocentrismo niega la posibilidad de que la voz tenga un sentido que no esté destinado a la producción de un significado inmaterial (13). Para Cavarero, la preponderancia del orden mudo del pensamiento logocéntrico redujo el lenguaje a un sistema de significación en el que, afirma, “voice could be nothing but a sign, nothing but the function of a nonvocal reality, … as if the realm of the phoné could only be measured from the realm of that which the voice is bound to signify” (34). La operación del logos como razón discursiva, es decir, como legein (ligar, unir, enlazar) que articula la materialidad significante de sus signos en función de la inmaterialidad de un significado “sensato”, subordina a la voz a ser su mudo instrumento “sensible”. Vaciándola de sí misma por la primacía de su función semántica como phone, el logocentrismo hace de la voz un signo que vocaliza las ideas sin alterar su presunta universalidad, abstracción e inmaterialidad. La unicidad y la diferencia de cada voz es enmudecida y neutralizada, "devocalizada" de entrada, para que la voz se tematice como una función lingüística impersonal, vale decir, “as the voice in general, a sonorous emission that neglects vocal uniqueness” (9). En esta supeditación de la unicidad de cada voz a la metafísica logocéntrica no hay lugar para una reflexión sobre la voz como voz: como la reverberación de una resonancia única y relacional que vibra en el lenguaje y que lo desborda “as the unexpressed within expression” (34). Una vez el registro múltiple del discurso puede totalizarse al ser identificado con la economía del significado del logocentrismo, el carácter vocal de la voz queda reducido a ser un resto insignificante. “Outside speech, voice is nothing but an insignificant leftover” (12): he ahí el prejuicio metafísico que justifica dicha totalización.

El supuesto de una voz en general que este prejuicio pone en marcha está presente en los sistemas de pensamiento sobre el funcionamiento del lenguaje que, al cuestionar e incluso subvertir la estabilidad del logos como principio rector, son cómplices de su devocalización. Tanto la crítica deconstructivista al fonocentrismo y su “metafísica de la presencia”, como el psicoanálisis y su valoración de la oralidad infantil como un registro presemántico de las pulsiones, participan de este principio de devocalización que, no en vano, permea la propuesta teórica de Caruth, cuya comprensión del trauma surge de la intersección entre ambos paradigmas teóricos. Su complicidad con la concepción logocéntrica de la voz como phone es evidente si se piensa que la economía del logos, como señala Cavarero, “locates the principle of the system of signification, of the signified, in the visual sphere” (35): allí donde el ojo de la teoría puede contemplar el significado para conceptualizarlo como el objeto de su visión. En el caso de Caruth, el locus paradójico de la referencialidad del trauma se ubica justo en el límite en el las “narraciones del trauma” sienten el impacto de su referencia caída en el punto ciego (retrasado, perdido, diferido) al que se tiende su frustrada voluntad explicativa como voluntad de ver. Aquí, diría Cavarero, “the visual metaphor is not simply an illustration; rather, it constitutes the entire metaphysical system” (38). Efectivamente, la conceptualización del trauma a partir de la teoría de la referencialidad interrumpida, y su economía de la totalización negativa del sentido traumático, reproduce el videocentrismo que da forma al lenguaje como un sistema de significación devocalizado. Esto porque para que el impacto de la referencia traumática pueda “escucharse” en la visualidad ciega del testimonio del superviviente, para que pueda verse en el límite de su ceguera, la voz que el testimonio mismo está llamado a transmitir debe devocalizarse primero. Es solo mediante esta devocalización que la singularidad de la “voz del trauma” puede equipararse con la alteridad absoluta de una referencia caída: una referencia hermética e inmaterial que, como el logos, se presenta en el mutismo de una “voz en general” cuyo sentido no suena.

2. LA VOZ ACUSMÁTICA DEL NIÑO

¿Cómo responder al llamado de la voz de la herida sin devocalizarla en su escucha? ¿Cómo atender a su unicidad vocal sin insertarla en la lógica visual del theorein? Para acercarnos a estas preguntas es necesario justificar antes por qué, en el caso del testimonio, el sistema metafísico de la visualidad neutraliza su fundamento vocal y contradice así la estructura de la experiencia traumática. Pensar el trauma en términos de la visualidad del logocentrismo desdice tres de los marcos que Caruth sugiere lúcidamente al describir el fenómeno de la supervivencia. Primero, los objetos que la visión percibe, como los conceptos que la teoría contempla, se caracterizan por su estabilidad objetiva (Cavarero 37), no porque sean ajenos a la contingencia del tiempo, sino porque son localizables frente a la mirada que los contempla desde afuera para distinguirlos entre sí y distinguirse de ellos. El trauma, al contrario, no puede identificarse con el accidente “original”, pues es justo su naturaleza inasimilable, “the way it was precisely not known in the first instance” (Unclaimed 4), la que retorna al superviviente como una fuerza que interrumpe cualquier esquema que pretenda objetivar la experiencia para ordenarla en un sistema referencial estable. En segundo lugar, la percepción de diferentes elementos simultáneamente en la dimensión espacial de la imagen visual produce la ilusión, afirma Cavarero, “of the temporal dimensión of a simultaneous now that is eternalized” (38). Por su parte, la temporalidad indirecta de la estructura del trauma (Unclaimed 60) interrumpe el continuum entre el pasado y el presente: lejos de insertarlo en el narcisismo de este ahora eterno, el retraso perceptivo sumerge al sobreviviente en la ansiedad de un pasado en el presente que oblitera la posibilidad de que el accidente pueda nombrarse como pasado, o sea, como experiencia elaborada. Por último, si el acto de ver sugiere la posición activa del sujeto de la mirada (Cavarero 37), el trauma vulnera la voluntad del sujeto sobre su psique exponiéndolo pasivamente a sus propias fracturas.

Además de estas limitaciones del paradigma visual que atraviesa su análisis, es determinante recordar que Caruth se plantea la necesidad de pensar la interrupción traumática no solo desde su dimensión epistemológica, sino desde una dimensión ética asociada A la escucha. Si en la primera la historia de la voz que surge de la herida funcionaría como una parábola (visual) de la opacidad de la relación del yo sobreviviente con su pasado (im) propio, la segunda mostraría cómo el trauma individual estaría ligado con el trauma de otro y, por ende, cómo lo que está en juego en el llamado al testimonio sería “the encounter with another through the very possibility and suprise of listening to another’s wound” (Unclaimed 8). El mandato de la voz de Clorinda, como el de las advertencias del amante japonés en la película de Resnais, apunta a la posibilidad de este encuentro con el otro en la escucha que, para Caruth, conducirá a la formulación de su teoría de la transmisión performativa del trauma como el acto de despertar del sobreviviente, y de sus testigos secundarios, al imperativo de una responsabilidad ética2. En su argumento, la imposibilidad de incorporar teóricamente la referencia caída en las narraciones del trauma o, lo que es lo mismo, la necesidad de que el impulso explicativo del lenguaje como theoria fracase para que el impacto de la referencia pueda sentirse en su pérdida, comprometería éticamente al sobreviviente a pasar en su testimonio no un contenido referencial, sino la posibilidad de escuchar su partida de y en el lenguaje. En su lectura de La muerte y la doncella de Dorfman, Caruth concluye que el sobreviviente está llamado, entonces, “to perform the act of listening that will teach others to listen, … not only to refer to, to understand, but also to pass on, in the performance of the very act of listening, the evidence of an event that can no longer be reduced to the simple referent of any language” (Literature 71).

¿Qué quiere decir escuchar aquí? ¿Cómo se transmite (pass on) la posibilidad de hacerlo? Puesto la escucha parece ser aquí el efecto de una impotencia epistemológica -del hecho de que el evento “ya no podrá reducirse” a ningún lenguaje referencial para su comprensión-, escuchar es más una metáfora de la imposibilidad de ver que un acto que se inscriba en las coordenadas de la auralidad. Este paso de la dimensión epistemológica a la dimensión ética del trauma subordina la segunda a la primera en un argumento causal (como no es posible comprender a tiempo, se debe escuchar) que, además de requerir una explicación ulterior (¿por qué lo que no puede comprenderse sí podría escucharse?), supedita la especificidad de la escucha a la “universalidad” de la visión y a su sistema metafísico devocalizador. De ahí que, para acercarnos a la dimensión ética del trauma que Caruth propone, sea necesario pensar nuevamente el acto de despertar, así como el imperativo ético que este entrañaría, a partir del carácter vocal y aural de la escucha de la voz que llama al testimonio. Es preciso volver ahora a la fuente de la formulación del “despertar traumático” como un acto de escucha: el sueño del niño ardiente. Se trata del sueño con que Freud presenta en el séptimo capítulo de La interpretación de los sueños:

Un padre asistió noche y día a su hijo mortalmente enfermo. Fallecido el niño, se retiró a una habitación vecina con el propósito de descansar, pero dejó la puerta abierta a fin de poder ver desde su dormitorio la habitación donde yacía el cuerpo de su hijo, rodeado de velones. Un anciano a quien se le encargó montar vigilancia se sentó próximo al cadáver, murmurando oraciones. Luego de dormir algunas horas, el padre sueña que su hijo está de pie junto a su cama, le toma el brazo y le susurra este reproche: "Padre, ¿no ves que me abraso?". Despierta, observa un fuerte resplandor que viene de la habitación vecina, se precipita hasta allí y encuentra al anciano guardián adormecido, y la mortaja y un brazo del cadáver querido quemados por una vela que le había caído encima encendida. (504)

Al final de Unclaimed Experience, Caruth reinterpreta este paradigmático sueño de la teoría psicoanalítica para mostrar cómo “the shock of traumatic sight reveals at the heart of human subjectivity not so much an epistemological, but rather what can be defined as an ethical relation to the Real” (Unclaimed 92). Su interpretación se distancia del análisis de Freud, para quien el sueño obedece al deseo del padre de prolongar la vida del niño y postergar el enfrentamiento con la realidad de su muerte (94). El deseo de permanecer dormido revelaría un deseo más profundo de la conciencia de suspenderse a sí misma en la “interioridad” del sueño para evitar el acto de despertar a la realidad “exterior” como un despertar a la muerte. Siguiendo la interpretación de Lacan, Caruth observa que este despertar no es el resultado de un estímulo exterior (el sonido de la vela que ha caído, el calor de las llamas), sino de las palabras del niño quemado en el sueño, como si el llamado que solo puede tener lugar dentro de él fuera el que despertara al padre (99). Teniendo en mente el desplazamiento de la realidad “exterior” en su repetición retardada dentro del sueño como una “narración del trauma” de la psique del padre, quien no podría asistir a la muerte de su hijo en el momento en que el niño se quema, Caruth aduce que “to awaken is precisely to awaken only to one’s own repetition of a previous failure to see in time” (100). El sueño del niño sería, en esta vía, una alegoría onírica “of a repeated failure to respond adequately, a failure to see the child in its death” (Unclaimed 103) que anuncia cómo la relación del sobreviviente con la experiencia no simbolizable del trauma -la experiencia siempre otra de la muerte, de lo Real- está marcada por la necesidad fracasada de responder a la voz del otro que lo interpela en la repetición retrasada del “accidente”. Escuchar su llamado sería, entonces, dar testimonio de la responsabilidad imposible e infinita que, en su “irreducible inaccesibility and otherness” (105), el otro instaura desde el punto ciego de quien no puede verlo a tiempo para responder.

Como en las de Freud y Lacan, lo que se juega en la interpretación de Caruth es una topología del sueño que permita explicar el momento del despertar (o su suspensión) como el paso del espacio onírico interior al espacio real exterior: el tránsito de la esfera del inconsciente a la de la conciencia, del llamado en el sueño al llamado a la acción, de la repetición traumática a la responsabilidad ética. Tanto Lacan como Caruth ubican la bisagra entre el adentro y el afuera en las palabras del niño, cuyo llamado se interpreta con base en la devocalización de su voz: lo que importa es lo que el niño dice y no el hecho de que sea el reclamo de una voz el que hace que el padre despierte. Esta atención exclusiva al contenido mudo de las palabras inscribe la escucha del padre en el campo logocéntrico de la visión, reduciendo así una petición que es vocal desde su emisión al imperativo de despertar como abrir los ojos -no los oídos- a una realidad incomprensible. “In opening other’s eyes”, concluirá Caruth, “the awakening consists not in seeing but in handing over the seeing it [the transmission] does not and cannot contain to another” (Unclaimed 111). La escucha es aquí el reconocimiento y la transmisión no de una capacidad de escuchar, sino de una paradójica capacidad de ver sobre el límite de lo invisible: el límite de la “exterioridad” diferida a la que los ojos de la conciencia siempre llegan tarde. Dar testimonio es transmitir la escucha de “what it means not to see” (105) mediante la performatividad del discurso testimonial (111), cuyas palabras devocalizadas serán así emitidas, a su vez, por la “voz en general” del sobreviviente.

Si la escucha visual que propone Caruth como la estructura de la transmisión que daría cuenta de la responsabilidad ética del testimonio se asienta en el despertar como un paso ético entre el adentro y el afuera del sueño; y si esta topología onírica se basa en una metáfora visual en la que la “exterioridad” traumática de lo Real aparece como el punto ciego que la repetición “interior” del sueño referiría indirectamente, el primer paso para escuchar la voz del niño como voz será, en consecuencia, pensar su función por fuera del régimen de la visualidad y, por ende, de la topología que instaura. Para hacerlo, quisiera sugerir que si la voz del niño es la que despierta al padre en el sueño, este despertar resulta del reclamo que sus palabras comunicarían y, sobre todo, del hecho de que el padre pueda reconocer, antes y durante el acto de su emisión, que aquella que las murmura es la voz única de su hijo. El reclamo no tendría su fuerza movilizadora si este reconocimiento no fuera el detonante fundacional del despertar, ya que el reducto semántico de las palabras “Padre, ¿no ves que me abraso?” no solo no tendría completamente sentido (¿a quién se referiría el yo implícito?), sino que no expresaría la urgencia del llamado de no ser por el timbre único de la voz que las profiere. La atención a esta unicidad abre así un horizonte aural para pensar la escucha que estaría en el corazón del testimonio. Lejos de ser la instancia de la mediación material pasiva del signo lingüístico, lejos de ser la phoné muda y general del fonema como un significante más, la voz es siempre única y asignificante: es aquello que no puede decirse en todo enunciado aunque está siempre presente en él. Como apunta Mladen Dolar, “it epitomizes something that cannot be found anywhere in the statement, in the spoken speech and its string of signifiers, nor can it be simply identified with their material support” (23). Ni significante ni significado, la extrañeza única de la voz -de cada voz- reclama una modalidad de (re) conocimiento que se resiste así a su equiparación con el acto de conocer. Como indicio de una presencia siempre única, contingente y concreta, la singularidad de la voz escapa per se de la abstracción necesaria para su contemplación in theoria.

Se puede dar un paso más de la mano de Dolar: la voz del niño en el sueño despierta al padre por la fuerza siempre única de su (im)propiedad, en la medida en que la emisión de su llamado lo ata éticamente a la interioridad de una presencia acusmática. En la ambigua narración freudiana del sueño, la relación entre la voz de niño y su cuerpo está marcada por una (dis)continuidad entre ambos: aunque la voz no surge del cuerpo real del niño sí lo hace en su cuerpo onírico: un cuerpo que el padre no ve, o no del todo al menos, tanto en su sueño como fuera de él. En vista de que dentro del sueño la voz del niño surge de un cuerpo espectral, uno que es y no es el suyo propio, uno en el que su ausencia se hace presente, su voz es una voz acusmática: “… a voice one cannot see … a voice in search of an origin, in search of a body, but even when it finds its body … it is an excrescense which doesn’t match the body” (Dolar 61). En su búsqueda del origen corporal que se anuncia en su sonoridad única y que, a la vez, ella misma excede por su carácter (im)propio, la voz acusmática del niño descubre una topología no visual, sino sonora: la voz es el límite que expone la interioridad única del otro que ella anuncia y busca a la vez -la de la presencia real del niño fuera del sueño- sin ser ella misma reducible ni a esa interioridad ni tampoco a una envoltura exterior que le sería ajena. Gracias a su excrecencia, a su espectralidad y a la fuerza de su (im)propiedad, la presencia acusmática del niño en la voz dentro del sueño encarna la imposibilidad de esta división entre la interioridad del otro y la exterioridad de su exposición a los otros pues actúa como su operador (71). Sin ser reducible a ninguna, la voz es una instancia de mediación activa y pasiva entre la unicidad “interior” del otro que ella anuncia y la escucha “exterior” de quien busca esa unicidad en ella. Si el padre despierta al escuchar el llamado del niño, al reconocerlo en su voz, es porque como el operador en el sueño de esta exposición de/a su interioridad fuera de él, “the voice is the element which ties the subject and the Other together, without belonging to either” (103). Y es desde este lazo ético en tanto vocal, aquel que la impropiedad de la voz anuda, que la respuesta a su llamado habrá de surgir.

3. EL IMPERATIVO ÉTICO DE LA RESONANCIA

Esta interpretación de la voz traumática como una voz acusmática invierte la relación causal entre epistemología y ética del argumento de Caruth. El imperativo ético al que el “despertar traumático” del sobreviviente obedece no sería ya un efecto de la impotencia epistemológica que el llamado del otro revelaría. Al revés: el lazo ético entre el sobreviviente y la singularidad vocal de la experiencia traumática (singular por ser única, no por ser absolutamente otra e inaccesible), el lazo que surge en la repetición como exposición de una interioridad acusmática, es el que permite el acto de una escucha urgente que le otorga la fuerza de un imperativo al reclamo epistemológico del trauma. Si, como sugiere Cavarero, “before communicating merely something … the human voice communicates itself, its uniqueness” (181), el reconocimiento de esta unicidad que el sistema de la significación no puede incorporar, pero que está siempre en él, es la condición de posibilidad del acto comunicativo que determina la estructura ética del testimonio. Esta inversión del argumento visual de Caruth permite escuchar la voz del trauma como voz y, al (re)vocalizar su llamado, inscribe la urgencia de su reclamo -que sería siempre aural/ético antes que visual/epistemológico- en el horizonte de lo que Cavarero llama ontology of vocal uniqueness: “… an ontology that concerns the incarnate singularity of every existence insofar a she or he manifests her or himself vocally” (7). Si la experiencia del trauma desafía la estabilidad de categorías metafísicas como “sujeto” y “experiencia”, es porque la ontología vocal del testimonio quiebra su presunta universalidad muda con el llamado a escuchar la unicidad de una voz en la vulnerabilidad de su finitud y, con ella, en su particularidad radical (Cavarero 173).

Pensar el trauma desde el horizonte de esta ontología vocal, uno centrado en la escucha de la unicidad del otro como condición de posibilidad de la comprensión -la visión- de su llamado, enmarca su experiencia en la estructura de la auralidad, una que le es tan propia como le es ajena la de la visualidad. Aquí la metáfora sonora tampoco es solo ilustrativa. La adecuación fundamental entre trauma y auralidad se hace patente en los dos niveles que determinan la estructura paradójica de la “experiencia no reconocida” que Caruth describe. La reactualización del “accidente” pone al sujeto en una posición pasiva frente al impacto de un sentido que se resiste a su elaboración como experiencia. La herida psíquica del trauma aparece aquí como la interrupción en la subjetividad del sobreviviente de una fuerza íntima y ajena que la abre -que la hiere- al exponerla a la voz de una alteridad (im)propia. El trauma es así una herida (τραῦμα) que expone la subjetividad del sobreviviente, que la pone fuera de sí en sí, al hacerla vulnerable a sí misma como a otro. La estructura dislocadora de esta interrupción in/externa no es sino la de la escucha si se piensa, siguiendo las reflexiones de Nancy, que “escuchar es ingresar a la espacialidad que al mismo tiempo me penetra, … es estar al mismo tiempo afuera y adentro, abierto desde afuera y desde adentro” (A la escucha 33). Frente a la apertura a la que el sonido expone a su oyente, frente al modo en que el sonido resuena en nosotros fuera de nosotros para hacerse audible, “we are in a position of passivity: they can strike us without our being able to foresee or control them. Hearing consigns us to the world and its contingency” (Cavarero 37): la contingencia radical de un universo sonoro que el canal abierto y vulnerable del oído no puede controlar (Cavarero 178). La interrupción traumática de la subjetividad es así, en primer término, una interrupción aural.

Por otra parte, el carácter vocal de las alegóricas “narraciones del trauma” en las que Caruth centra su atención (la voz de Clorinda en el poema de Tasso, la voz de los amantes en Hiroshima, la voz del niño en el sueño del padre, la voz de Paulina en la obra de Dorfman, entre otras) señala que la interrupción traumática expone también al sobreviviente a la "verdad otra" de un llamado ajeno, razón por la que el trauma propio estaría siempre ligado al trauma de otro (Unclaimed 8). Entendido como el mandato de “despertar” a un acto de escucha, “one that listens to a voice that it cannot fully know but to which it nonetheless bears witness” (9), la transmisión testimonial de esta verdad se fundamentaría no tanto del hecho de que esta no pueda conocerse, sino en el de que la voz que la profiere pueda (re)conocerse por la singularidad que expresa la unicidad de su vocalidad. El trauma está atado al imperativo ético del testimonio, por ende, en virtud del carácter relacional de la escucha vocalizada, aquella que reconoce que cada voz, al destinarse a un oído esperado, reclama en su emisión un oído para ella (Cavarero 170): un oído que, como el del sobreviviente y el de sus testigos secundarios, debe atender, antes que nada, a la vocalidad de la voz como “the sonorous self-expression of uniqueness and relation” (180). La estructura del testimonio es entonces una estructura aural en la que la "verdad otra" del trauma se expresa en el llamado singular de una voz otra cuya unicidad, a su vez, solo puede expresarse y solo puede escucharse relacionalmente. De ahí que la interioridad que se encarna en la vocalidad única de cada llamado traumático sea, como sugiere el sueño del niño, la de una voz acusmática: una voz cuyo origen no puede hallarse fuera, antes o más allá del llamado que invoca la relación de la escucha, el llamado que es el espacio de esa relación y que la expone en su límite inasimilable. La interioridad del otro, su "verdad otra", a la que la estructura aural del testimonio se remite en su escucha es, diría Nancy, “el movimiento de una remisión infinita porque remite a aquello que no es nada fuera de la remisión” (A la escucha 25).

Si el origen de la voz de la herida no está fuera del llamado que ella misma es y al que ella misma (se) remite infinitamente en sus repeticiones, la relación ética que se forja en la escucha de su unicidad, de la "verdad otra" de su voz otra, no puede inscribirse en el registro de la visualidad (o, diría Caruth, de su suspensión), sino en el de la resonancia. En otras palabras, si la experiencia diferida del trauma en sus repeticiones retrasadas tiene una estructura aural, el carácter vocal del llamado del otro que en ella se expresa hace que su “verdad” -su sentido, el de una huella inconsciente que se resiste a ser reducida a un significado consciente- se presente en la psique del sobreviviente y en su testimonio como un sentido que no se ve porque solo resuena. Su modo de presentación no es visual, sino vocal y aural. Su repetición no la saca a la luz como una presencia plenamente visible o invisible, absolutamente propia o impropia; antes bien, la evoca desde un momento posterior en el que, como sucede en toda evocación, lo evocado -la experiencia del “accidente” en este caso- se siente en la dirección de su llamado, cuyo adentro es ya también su afuera: un llamado en el que el origen, la verdad o el sentido de la voz acusmática resuena en la remisión infinita que es el llamado mismo como su respuesta. Como explica Karmen MacKendrick, “resonance is not only in what comes back into voice, but also in the direction of its address -that is, in call as well as response” (24). Resonar es siempre evocar: ex-vocar, llamar hacia afuera del llamado, que no es sino responder a la exterioridad a la que el llamado, a la que cada llamado, nos expone; responder, en otras palabras, a la exterioridad que en cada evocación resuena de un modo distinto. Es por esto que el origen imposible de la voz que llama al sobreviviente es uno que no significa, que no puede verse in theoria: su sentido se siente en las repeticiones traumáticas no porque ellas operen como significantes retrasados y suplementarios en los que el logos mudo del “accidente” se diferiría, sino porque la voz que (re)suena en cada una de ellas -cada sueño tormentoso, cada acción involuntaria, cada reactualización inconsciente- llama y responde al trauma, lo evoca desde la singularidad única de su vocalidad. Así como el mismo sonido resuena de modos diferentes en cada medio que lo propaga, así también el trauma se hace sentido en la resonancia única de cada repetición traumática, cuyo eco se resiste por ello mismo a toda abstracción semántica.

¿Cómo transmitir a otros la escucha de esta resonancia traumática? ¿Cómo responder a un llamado que resuena, un llamado que, en sí mismo, evoca un origen imposible a través del imperativo de su respuesta? ¿Cómo podría el testimonio, para usar la expresión de Peter Szendy sobre la escucha de la música, “make a listening listened to? Can I transmit my listening unique as it is?” (5). Hacer audible para otros la escucha propia consiste en transmitir la experiencia única de escuchar, es decir, la experiencia de abrirse a la reverberación de la resonancia de una voz única en la que “l’appel ou l’adresse ne sont eux mêmes rien d’autre que le sens: le sens en tant qu’ouverture de la possibilité du reenvoi” (Nancy, La pensée 169)3. Responder al llamado de la voz de la herida será transmitir en el testimonio esta posibilidad de que el trauma y la interioridad acusmática de su vocalidad, pueda resonar en otros. La analogía es de nuevo iluminadora aquí: así como el sentido del sonido -de su timbre, no de la phone- es su propia dilatación o su puesta en resonancia, el sentido del trauma no es el del contenido semántico de la experiencia interrumpida del “accidente” (la referencia caída de la que se derivaría la impotencia epistemológica), sino el de la experiencia de su dilatación resonante en la repetición traumática. El sentido del trauma, como el de la voz, es “sentido resonante, sentido en que se presume que lo sensato se encuentra ya en la resonancia” (Nancy, A la escucha 20), y no en una negatividad exterior a ella. De ahí que el llamado al testimonio, al acto de escucha que responde al mandato de su transmisión a un futuro incierto, sea un imperativo de resonancia: lo que el testimonio está llamado a transmitir en su evocación del origen de la voz acusmática a la que responde, es la posibilidad de que la vocalidad del sentido traumático pueda escucharse, pueda seguir resonando: la posibilidad de que la dirección infinita del llamado pueda reenviarse a otros, pueda resonar para ellos y en ellos, en el espacio hospitalario en el que el otro puede hablarme y puede hacerlo a través de mí (MacKendrick 27). Inscrita así en la estructura aural que le es propia por su estructura relacional, la transmisión testimonial del sentido del trauma “does not own or master its own meaning, but rather transmits the difference of its voice” (Unclaimed 51): transmite la resonancia única de su vocalidad a través de la voz del testimonio, en la que esta -la voz de la herida y la del testigo: una para la otra, una en la otra- se escucha y resuena (re)vocalizada siempre una vez más.

El imperativo de la resonancia es, en conclusión, un imperativo fundamentalmente ético puesto que, en el acto de esta (re)vocalización, uno que respondería al llamado extendiendo la posibilidad del reenvío, el sobreviviente -y sus testigos secundarios que, al escucharlo, escucharían el imperativo de resonar con él o ella, con su voz que no es solo la suya- se comprometería no con la transmisión de un significado apropiable, sino con la transmisión, siempre imposible, del sistema infinito de la resonancia que es el sentido traumático. Quien escucha responde a la voz que lo llama, como concluye Nancy, en la medida en que “il se constitue responsable du sens absolue. Il ne s’engage pas à moins qu’à la totalité et à l’infinité de ce sens” (“Répondre” 174)4: una totalidad que lo interpela éticamente con su exceso porque lo compromete con la interioridad acusmática que se expone en la cadena de vocalidad(es) resonante(s) -ya no la cadena de significación- que resuena, de una manera siempre única, en la voz que escucha. Responder al imperativo de la resonancia es hacerse responsable por un sentido que es ético antes que epistemológico, vocal y aural antes que visible, en tanto que la unicidad de la vocalidad, tanto como el carácter relacional de la auralidad que ella implica, comprometen al sobreviviente, como advierte Caruth, con una responsabilidad tan necesaria como imposible. Necesaria porque, sin la posibilidad de la resonancia, la voz única de trauma, de la existencia única que resuena en ella, se ahogaría en el silencio del olvido, pues no hay voz audible sin oídos que puedan acogerla. E imposible porque, para abrir el espacio de la hospitalidad que esta posibilidad entraña, hay que comprometerse con el exceso no totalizable del sentido traumático, el exceso de la resonancia en el que no solo está implicada la unicidad de la voz específica que se oye, sino todas las otras -la el trauma del otro, si seguimos a Caruth, pero también la(s) de su(s) testigo(s) prometido(s)- que resuenan en y con ella. La gramática de la escucha que el trauma exige para la comprensión ética que su llamado reclama habrá de ser, sin más, una gramática de la resonancia: una gramática que atienda al reconocimiento y al reenvío del no origen vocal del sentido único y relacional del trauma en el que su llamado reverbera. Dar testimonio no es sino dar ese llamado: evocar para otro su escucha resonante.

BIBLIOGRAFÍA

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Nancy, Jean-Luc. La pensée dérobée. Galilée, 2001. [ Links ]

Szendy, Peter. Listen. A History of Our Ears. Traducido por Charlotte Mandell, Fordham UP, 2008. [ Links ]

1Debo la expresión gramática de la escucha al trabajo de María del Rosario Acosta, quien ha sido una interlocutora fundamental en el desarrollo de las ideas que aquí presento.

2Después de revisar la interpretación lacaniana del sueño del niño a la que me referiré a continuación, Caruth concluye que la transmisión del trauma que el sobreviviente lleva a cabo con sus palabras —esto es, con las palabras que llaman a los testigos secundarios— “transmits not simply a reality that can be grasped in these words’ representation, but the ethical imperative of an awakening that has yet to occur” (Unclaimed 112). El lenguaje del testimonio no representa, entonces, el contenido del llamado (la experiencia traumática) sino que performa el llamado mismo como el imperativo de despertar, por un lado, a la imposibilidad de comprender su “referencia caída” y, por otro y en consecuencia, a la infinita responsabilidad ética que esta impotencia entraña.

3 “El llamado o la dirección no son ellos mismos nada distinto del sentido: el sentido en tanto que apertura de la posibilidad del reenvío” (trad. mía).

4 “Él se hace responsable del sentido absoluto. No se compromete con menos que con la totalidad y con la infinidad de ese sentido” (trad. mía).

Recibido: 30 de Octubre de 2017; Aprobado: 13 de Abril de 2018

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