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Perífrasis. Revista de Literatura, Teoría y Crítica

Print version ISSN 2145-8987

perifrasis. rev.lit.teor.crit. vol.11 no.21 Bogotá Jan./June 2020

https://doi.org/10.25025/perifrasis202011.21.04 

Artículos

FORMAS DE VOLVER A CASA DE ALEJANDRO ZAMBRA: PERSPECTIVA INFANTIL, JUEGO Y ESCRITURA

FORMAS DE VOLVER A CASA BY ALEJANDRO ZAMBRA: CHILD PERSPECTIVE, PLAY, AND WRITING

María Angélica Franken1 

1 Doctora en Literatura, Universidad de Chile. Universidad Adolfo Ibáñez, Chile. maria.franken@uai.cl.


Resumen

La novelaFormas de volver a casa(2011) de Alejandro Zambra marca un hito en la narrativa chilena reciente, al tematizar la literatura de loshijos, es decir, de aquellos que fueron niños durante la Dictadura militar chilena (1973-1989) y son escritores en el presente posdictatorial. Se propone analizar la construcción discursiva de una perspectiva infantil estetizada en el motivo del juego en su significado (auto)representacional, de máscaras y de luchas (Huizinga) y que resulta operativo en tres niveles de análisis: el niño detective, los padres y la lucha por la representación de la Historia, y el narrador adulto que jugando a ser niño deviene escritor.

Palabras clave: perspectiva infantil; juego; escritura; cronotopo; literatura de los hijos

Abstract

The novelFormas de volver a casa(2011) by Alejandro Zambra marks a milestone in recent Chilean narrative, by raising the question on thechildren’sliterature, namely the literature of those who were children during the Chilean Military Dictatorship (1973-1989) and became authors in the Post-dictatorship present. The article proposes to analyze the discursive construction of an aesthetical child perspective in the topic of Play by its (auto) representative meaning, of masks and struggles (Huizinga) which becomes operative in three levels of analysis: the child detective, the parents and the struggle of representation in History, and the adult narrator playing as a chilld, who, therefore, becomes a writer.

Keywords: child Perspective; play; writing; chronotope; literature of the children

1. INTRODUCCIÓN: ZAMBRA Y LA NARRATIVA DE LOSHIJOS

Tras leer la tercera novela tituladaFormas de volver a casa(2011) del escritor chileno Alejandro Zambra (1975), se hace evidente que su trayectoria artística da cuenta de una reflexión sobre qué significa ser escritor en el Chile de la posdictadura, como también qué implica ser chileno desde los años 80 hasta el presente. Según Rubí Carreño, en él confluyen varios imaginarios sociales y culturales nacionales: ser hombre, heterosexual, chileno, de clase media y escritor (136). Su recorrido literario comienza conBonsái(2006) y sigue conLa vida privada de los árboles(2007), y su última novela esFacsímil(2014). El autor profundiza también en una vertiente ensayística en los textosNo leer(2010) yMis documentos(2013).

En su obra en general, logra articular una reflexión metaficcional sobre el ejercicio de la escritura vinculado a la historia reciente de Chile, específicamente, al tiempo de la dictadura militar de Augusto Pinochet (1973-1989) y sus proyecciones en la posdictadura. Junto con otros escritores chilenos como Álvaro Bisama (1975), Alejandra Costamagna (1970), Nona Fernández (1971), entre otros, va a problematizar lo que el mismo Zambra y otros denominan “La literatura de los hijos”1, que opta por la infancia como mirada. Alejandro Zambra articula un modelo o propuesta no solo sobre el recuerdo de la infancia sino acerca de cómo recordar y, tal vez, sobre qué es válido o no de incluir en la caja literaria de la memoria de los que fueron niños o adolescentes durante la dictadura militar, particularmente en el transcurso de la década de los 80.

De hecho, uno de los primeros en hablar y reconocer al grupo de loshijos, y clasificarlo como generación, es el periodista Óscar Contardo (1974) que se incluye en la promoción y que, el año 2013 -en el contexto de la conmemoración de los 40 años del golpe militar-, realiza la primera antología sobre este grupo tituladaVolver a los 17.Recuerdos de una generación en dictadura. El título refiere a los 17 años de dictadura y a la edad de muchos de los escritores durante ese periodo. Contardo establece una división para el grupo que antaloga, los nacidos entre 1969 y 1979, y que incluye, entre otros, a Alejandro Zambra: “Quienes escribimos este libro crecimos durante esos años, fuimos los niños y adolescentes que solo conocieron la democracia de oídas, como un recuerdo ajeno contado casi siempre en un tono de nostalgia amarga difícil de masticar” (Contardo 13).

A nivel formal,Formas de volver a casase estructura en cuatro partes. La primera, “Personajes secundarios”, y la tercera, “La literatura de los hijos”, corresponden a la escritura ficcional del narrador adulto que imposta la perspectiva y voz temporal de su infancia. La segunda parte “La literatura de los padres” y la cuarta “Estamos bien” son las líneas del diario del narrador adulto en las cuales divaga, en el presente de la enunciación, sobre su vida actual y sobre el país, así como sobre la novela que está escribiendo en la primera y tercera parte. A pesar de esta estructura aparentemente clara que divide aquellas páginas de evidente corte referencial y autobiográfico de aquellas creadas por el narrador-escritor, la división entre lo real y lo ficcional es puesta en duda por el mismo narrador en las reflexiones del diario como también por los lectores que se rigen según el pacto novelesco (Lejeune).

Ahora bien, el narrador deFormas de volver a casaes uno individual que, más o menos consciente, habla por un grupo, los que fueron niños en esos años; un narrador memorioso y referencial situado en el presente posdictatorial que, por momentos, opta por la perspectiva infantil para contar una historia ficcional sobre su pasado, el relato de su infancia y la de muchos otros como él. Por lo tanto, en las próximas páginas, se da cuenta de la construcción discursiva y estética de la experiencia infantil en la novela. Para ello, se trabaja con diversos cronotopos o motivos cronotópicos como el de la búsqueda, la calle, el encuentro, entre otros (Del Valle 24) que se articulan, sobre todo en la primera parte de la novela, en la voz del narrador adulto que imposta la perspectiva y mirada de un niño. El concepto de cronotopo de Bajtín es entendido como aquella configuración del espacio-tiempo en la cual “el tiempo se condensa [aquí], se comprime, se convierte en visible desde el punto de vista artístico; y el espacio, a su vez, se intensifica, penetra en el movimiento del tiempo, del argumento, de la historia” (238), el que, para este análisis, permite establecer las relaciones entre un espacio-tiempo del pasado (dictadura) y su proyección en el espacio-tiempo del presente (posdictadura).

En particular, el análisis se centra en la construcción de la perspectiva infantil vinculada al motivo del juego (Huizinga) que resulta operativo para leer la novela de Zambra en tres niveles diferentes: primero, la historia del niño de “Personajes secundarios” y su oficio de espía que le permite ponerse una máscara y abrirse a lo otro, a la alteridad y, en ese camino, descubrirse a sí mismo y su identidad que termina de ser descifrada en la adultez; segundo, podríamos ver el juego como una lucha de representaciones: “Desde que existen palabras para designar la lucha y para designar el juego, tácitamente se ha denominado juego a la lucha” (Huizinga 141). El juego/lucha aquí es entre padres e hijos, entre verdad y mentira, entre ser nada y algo; tercero, el narrador-escritor adulto, que imposta una perspectiva infantil, hace como si fuese un niño sabiendo que no lo es, es decir, juega al “como si” (45). En este sentido, el análisis del motivo del juego a nivel de representaciones y de enunciaciones permite vincular la voz infantil del pasado con la voz del escritor del presente, en un juego también metaficcional, y establecer una continuidad afectiva que dota a la literatura de los hijos de la emergencia, tal vez política, de la escritura.

2. NIÑOS QUE JUEGAN A SER ESPÍAS

A continuación se analizan las aventuras del protagonista infantil de la primera parte, “Personajes secundarios”, que se ubica en el espacio-tiempo de la comuna de Maipú a mediados de la década de los 80. La primera anécdota central que une, a modo de imagen poética y de motivo cronotópico, todas las partes de la novela es el terremoto. La novela se inicia con el terremoto del año 1985 y termina con el del año 2010. Ya han transcurrido 25 años entre los acontecimientos iniciales y finales, y también 25 para el narrador que ahora recuerda o intenta recordar: “A veces pienso que escribo este libro solamente para recordar esas conversaciones” (Zambra 14). La antesala del terremoto y de la experiencia juvenil ocurre cuando el narrador infantil pierde un día de vista a sus padres y retoma el camino a casa solo. Como consecuencia, la moraleja de los padres alude a una nueva independencia ya que pudo superar la adversidad: “Ahora sabemos que no te perderás. Que sabes andar solo por las calles. Pero deberías concentrarte más en el camino. Deberías caminar más rápido” (14). El niño sigue, por largo tiempo, el enigmático consejo de una madre que todavía da consejos. La primera salida de la casa como espacio protegido y ajeno a una realidad adversa -dictadura- inicia el proceso de aprendizaje del niño de nueve años. Esta primera experiencia de la calle/espacio exterior asociada a un aprendizaje de vida -el aparente sentido oculto y positivo de caminar rápido- se une temporalmente a la otra experiencia que también marca toda la novela: la primera vivencia con la muerte.

¿Qué me había llevado a narrar el terremoto de 1985? No lo sabía, no lo sé. Sé sin embargo que durante esa noche tan lejana pensé por primera vez en la muerte. La muerte era entonces invisible para los niños como yo, que salíamos, que corríamos sin miedo por esos pasajes de fantasía, a salvo de la historia. La noche del terremoto fue la primera vez que pensé que todo podía venirse abajo. Ahora creo que es bueno saberlo. Que es necesario recordarlo a cada instante. (Zambra 162)

Los niños como él no vivían en carne propia la muerte ni tampoco la sentían cerca. No obstante, esta experiencia vicaria del niño frente a la muerte no se tradujo posteriormente en silencio, sino en palabra, en lenguaje, se volvió experiencia y un intercambio de narrativas, en términos de Walter Benjamin (El narrador), en escritura. El protagonista, en la adultez, se vuelve un narrador que escucha un consejo y da el suyo en la escritura misma. La noción de individualidad o independencia -puedes ya andar y cuidarte solo en el espacio exterior a la casa- y el primer e inolvidable enfrentamiento con la muerte en el terremoto -el que implica el reconocimiento del otro y del dolor ajeno a través de la mediación televisiva- marcan el relato y, como se dijo antes, son las imágenes poéticas/ cronotópicas que persisten hasta el final de la historia.

Ahora bien, en el contexto del terremoto, el niño protagonista conoce a Claudia -su primer amor y desamor-. En el jardín de su casa y en el contexto del movimiento telúrico, la ve por primera vez: “A mí no me había parecido rara. Me había parecido bella” (Zambra 18). No obstante ello, la relación estaba condenada al fracaso: “Claudia tenía doce y yo nueve, por lo que nuestra amistad era imposible. Pero fuimos amigos o algo así. Conversábamos mucho” (14). En la novela dentro de la novela, específicamente en la tercera parte, “La literatura de los hijos”, el narrador ahora adulto vuelve a encontrarse con Claudia y a comprender la historia con ella, narrada en la primera parte, en “Personajes secundarios”. Si bien en la adultez el encuentro entre ambos es más íntimo y hay más respuestas que interrogantes, la relación igualmente fracasa porque pareciera ser demasiado difícil lidiar con ciertas imágenes del pasado: “Me has escuchado solamente para verme. Sé que te importa mi historia, pero más te importa tu propia historia” (140). Como afirma el narrador unas líneas más adelante, siempre se termina contando y buscando la propia historia teniendo como excusa la de los otros. En palabras de Claudia, es mejor comprender este fracaso en términos amorosos, como un amor melodramático ya imposible desde sus inicios.

No obstante la ausencia de un final feliz que desmarca este relato de la lógica de lo melodramático formalizado, pero no del discurso amoroso, la relación con Claudia es un eje central de la novela de los personajes secundarios. Gracias al amor juvenil, el niño protagonista conoce la experiencia del juego, específicamente, la de ser detective y hacerse pasar por otro, la máscara -“hacer que soy otro” (Vignale 98)- que es muy común en los juegos infantiles y que se sitúa dentro de la lógica de lo extraordinario: “Ese ser otra cosa y ese misterio del juego encuentran su expresión más patente en el disfraz. La extravagancia del juego es aquí completa, completo su carácter extraordinario. El disfrazado juega a ser otro, representa, ‘es’ otro ser” (Huizinga 31). El niño debe espiar a Raúl, tío de Claudia: “Lo que al cabo entendí fue que Claudia y su mamá no podían o no debían visitar a Raúl, al menos no con frecuencia. Es ahí donde entraba yo: tenía que vigilar a Raúl -no cuidarlo sino estar pendiente de sus actividades y anotar cada cosa que me pareciese sospechosa en un cuaderno” (Zambra 33). Este es un juego donde el detective no sabe la identidad verdadera del espiado ni por qué debe seguirlo: “Empecé de inmediato a espiar a Raúl. Era un trabajo fácil y aburrido, o tal vez muy difícil, porque buscaba a ciegas” (Zambra 35). Solo 25 años después sabrá que Raúl era en realidad el padre de Claudia y que tenía una identidad falsa durante el tiempo de la dictadura.

En esta parte, el motivo cronotópico del espionaje se une al de la búsqueda. El protagonista se hace pasar por un niño que pierde una pelota o que busca un gato, todo con el fin de espiar a Raúl para agradar a Claudia, sin saber, como se dijo, qué buscaba realmente en la vida de Raúl. Ahora bien, tanto el espionaje como la estrategia de ocultamiento implican salidas del espacio protegido de la casa, a pesar de que ella misma es el lugar donde se inicia el descubrimiento del mundo (Willem 27). Él debe salir del hogar para vivir aventuras y experimentar la calle como ese espacio de encuentro entre diferentes identidades en choque (Monterde). En uno de los momentos más intensos del espionaje, el niño espía va tras la joven desconocida que había estado en casa de Raúl:

La seguí, absurdamente camuflado con un jockey rojo … Subí y viajé durante un tiempo larguísimo, una hora y media de temerario recorrido, clavado en el asiento inmediatamente posterior a ella. Nunca había ido tan lejos de casa y la impresión que me produjo la ciudad es de alguna forma la que de vez en cuando resurge: un espacio sin forma, abierto pero también clausurado, con plazas imprecisas y casi siempre vacías, con gente caminando por veredas estrechas, concentrados en el suelo con una especie de sordo fervor, como si únicamente pudieran desplazarse a lo largo de un esforzado anonimato. (Zambra 45)

La chica perseguida se logra camuflar en su casa, y el niño decide volver a la suya: ya se ha alejado demasiado y la ciudad ha adquirido ribetes desconocidos. Este desplazamiento geográfico urbano por la ciudad de Santiago, de la comuna de Maipú a la de la Reina, es correlato de otros tipos de desplazamientos paralelos y simultáneos que atañen al niño y cambian el curso de la historia. A pesar del descubrimiento del niño protagonista, los hechos toman un rumbo inesperado: “Claudia llegó a la cita atrasada y acompañada. Me presentó con un gesto amable a Esteban, un tipo de pelo largo y rubio … Me porté como el niño que era y falté a las citas siguientes. Pensé que eso debía hacer: olvidar a Claudia” (Zambra 48). Se acaba el motivo cronotópico del amor -surge el del desengaño- y, con él, también finaliza el del espionaje.

Claudia se va de la villa de los nombres reales un tiempo después y el niño narrador no sabe de ella hasta que vuelve, ahora en la adultez, a la estrategia del ocultamiento asociado nuevamente a la calle y a los desplazamientos urbanos. “Fue entonces que llegué, cuando regresé. No esperaba a nadie, no buscaba nada, pero una noche de verano, una noche cualquiera en que caminaba a pasos largos y seguros, vi la fachada azul, la reja verde y la pequeña plaza de pasto reseco justo enfrente” (88). Las estrategias infantiles continúan en la adultez y 25 años después el narrador vuelve a esa casa en busca ahora de Claudia: “Me daba pudor pero también me daba risa volver a ser un espía. Un espía que, de nuevo, no sabía bien lo que quería encontrar” (89). Para acercarse, acude a la estrategia de antaño del que busca un gato. El juego es denostado por Ximena, aquella chica que había observado desde el asiento de atrás de la micro y que el tiempo había deteriorado, y la que le recrimina que 25 años después siga sin entender nada: “No sé para qué quieres ver a Claudia, dijo Ximena. No creo que nunca llegues a entender una historia como la nuestra. En ese tiempo la gente buscaba a personas, buscaba cuerpos de personas que habían desaparecido. Seguro que en esos años tú buscabas gatitos o perritos, igual que ahora” (91). Esta afirmación de Ximena vuelve a establecer esta barrera o distinción entre dos tipos de niños o adolescentes durante la dictadura, los que jugaban al espionaje y los que lo vivían en serio, los que miraban y experimentaban la muerte y el dolor a través del televisor y los que sentían su olor y el miedo directamente.

El niño de los 80, en Maipú, desconocía que detrás de los juegos de espionaje se encontraban muertes, y que, por lo mismo, algunos niños y adultos jugaban en serio. De hecho, solo 25 años después, el narrador adulto sabe que Raúl no era Raúl, que la joven era la hermana de Claudia, y que Claudia, en aquellos años, le había ocultado también esta información porque ella también tenía que jugar a hacerse pasar por otra, en su caso por sobrina de su padre: “Su madre le habló con un énfasis suave, generoso: por un tiempo no puedes decirle papá a tu papá. Él va a cortarse el pelo como tu tío Raúl, va a quitarse la barba para parecerse un poco más a tu tío Raúl” (117). En un Estado de excepción, los adultos juegan a ser otros y los niños deben seguir el juego: todos juegan. Pareciera, según el relato, que da igual la edad porque siempre jugamos, más o menos drásticamente, a ser otro. O más bien, la dictadura fue un tiempo de juego, uno de carácter serio y violento, uno donde había buenos y malos, un juego ajeno a la vida corriente “que se ejecuta dentro de un terminado tiempo y de un determinado espacio, que se desarrolla en un orden sometido a reglas y que da origen a asociaciones que propenden a rodearse de misterio o a disfrazarse para destacarse del mundo habitual” (Huizinga 31-2). Y, dentro de este juego, había algunos que estaban más cerca de la muerte que otros. Y unos que jugaban en serio porque ser adulto implica utilizar ciertas estrategias para sobrevivir: por ejemplo, en el presente, el simulacro del escritor.

Por otra parte, uno de los aprendizajes importantes en la infancia es comprender la extraña y arbitraria relación lingüística entre el significante y el significado, y que ese significado discursivo es absolutamente subjetivo y, muchas veces, prejuicioso. En este sentido, parte del aprendizaje de la vida es nombrar las cosas y establecer asociaciones a partir de lo que se ve o escucha del mundo de los adultos. Por lo mismo, se descubre que nombrar a veces no es dotar de sentido, sino ocultar o desviar la atención. En este sentido, descubrir que las cosas no son lo que, al parecer, creemos que son, porque “tras cada expresión de algo abstracto hay una metáfora y tras ella un juego de palabras. Así, la humanidad se crea constantemente su expresión de la existencia, un segundo mundo inventado, junto al mundo de la naturaleza” (Huizinga 18), un mundo de juegos y de lógicas que incluyen la alteridad para el niño que observa y nombra.

Lo anterior, por ejemplo, en palabras del niño-héroe de “Personajes secundarios”: “Para mí un comunista era alguien que leía el diario y recibía en silencio las burlas de los demás -pensé en mi abuelo, el padre mi padre, que siempre estaba leyendo el diario. Una vez le pregunté si lo leía entero y el viejo respondió que sí, que el diario había que leerlo entero” (Zambra 37). En el imaginario familiar del niño deFormas de volver a casa, el término comunista es asociado a la lectura del diario y a la burla:

Tenía también una escena violenta en la memoria, un diálogo, para las fiestas patrias, en casa de mis abuelos. Estaban ellos y sus cinco hijos en la mesa principal y yo con mis primos en la mesa que llamaban del pellejo, cuando mi papá le dijo a mi abuelo, al final de una discusión, casi gritando, cállate tú, viejo comunista, y al principio todos guardaron silencio pero de a poco empezaron a reír. Incluso la abuela y mi mamá, y hasta uno de mis primos, que de seguro no entendía la situación, también rieron. No reían solamente sino que también repetían, en franco tono de burla: viejo comunista. (37)

Los adultos reían, el niño no entendía y el viejo comunista “se mantuvo muy serio, en silencio” (38). Los padres callaban. Entonces, no solo los recuerdos son familiares, sino las nominaciones y sus desviaciones. En este sentido, el niño crece creyendo cosas que no son, y hacer eso pareciera ser, ya en la adultez, el mayor aprendizaje que maneja desde el oficio de escritor. Ahora bien, el narrador-escritor afirma que ser calificado por el adjetivo de comunista -asignación política alterada de sentido para el niño en la voz impostada del adulto- era mejor que “ser” o “jugar a ser” nada. En la lógica binaria del imaginario político del periodo y de la mente de un niño, la familia del narrador infantil queda en suspenso, no pertenece a nada ni nadie, no representa nada:

Niños ricos, pobres, buenos, malos. Ricos buenos, ricos malos, pobres buenos, pobres malos. Es absurdo ponerlo así, pero recuerdo haberlo pensado más o menos de esa manera. Recuerdo haber pensado, sin orgullo y sin autocompasión, que yo no era ni rico ni pobre, que no era bueno ni malo. Pero era difícil ser eso: ni bueno ni malo. Me parecía que eso era, en el fondo, ser malo. (Zambra 68)

Se vuelve a establecer esta dualidad entre los niños que experimentan la muerte y los que la observan desde la vereda de enfrente. Una distancia insalvable entre los niños hijos de activistas políticos que sufrieron y que son y pertenecen a algo en términos del narrador, versus los niños que viven en las calles de fantasía.

Entonces, la mirada infantil parece estar dotada de otra temporalidad y se la asocia a la autenticidad misma y a las experiencias positivas (Schiavoni 13), ausentes del lastre de la utilidad que inunda la experiencia histórica del adulto (31) que ha olvidado su infancia. En esa lógica, si el niño establece relaciones, el adulto permanece en silencio. En toda la novelaFormas de volver a casa, está en juego/oposición la mirada adulta y la infantil. El narrador-escritor problematiza en su diario -“Literatura de los padres” y “Estamos bien”- estas dos miradas sobre los objetos y las personas. De hecho, cuando utiliza la perspectiva infantil establece relaciones particulares entre los objetos y las personas, como por ejemplo, el vínculo imaginario entre escuela, equipo de fútbol y Pinochet:

Me divertía mucho una frase [en los muros del colegio] en especial: A Pinochet le gusta el pico. Entonces yo estaba y siempre he estado y siempre estaré a favor de Colo-Colo. En cuanto a Pinochet, para mí era un personaje de la televisión que conducía un programa sin horario fijo, y lo odiaba por eso, por las aburridas cadenas nacionales que interrumpían la programación en las mejores partes. Tiempo después lo odié por hijo de puta, por asesino, pero entonces lo odiaba por esos intempestivos shows que mi papá miraba sin decir palabra, sin regalar más gestos que una piteada más intensa al cigarro que llevaba siempre cosido a la boca. (Zambra 21)

Otro ejemplo de asociación infantil sería para la niña Claudia, para quien el Estadio Nacional no era un campo de muerte -recordemos las detenciones, fusilamientos y desapariciones que ocurrieron allí durante los primeros meses de la dictadura cívico-militar-, sino el lugar donde presenciar un show humorístico de Chespirito el año 1977:

Sus padres se negaron, en un principio, a llevarla pero al final cedieron. Fueron los cuatro y Claudia y Ximena lo pasaron muy bien. Muchos años más tarde Claudia supo que ese día había sido, para sus padres, un suplicio. Que cada minuto habían pensado en lo absurdo que era ver el estadio lleno de gente riendo. Que durante todo el espectáculo ellos habían pensado solamente, obsesivamente, en los muertos. (120)

Para los niños, el Estadio Nacional era un campo de juego de fútbol y de entretención, y los padres jugaron al como si acá no ha pasado nada. Sin embargo, los padres comprometidos políticamente no podían dejar de pensar en los muertos. Existía un abismo entre la experiencia adulta y la infantil.

3. PADRES QUE JUEGAN COMO NIÑOS

Desde las primeras líneas de la novela, se manifiesta una oposición estructural y estética que la recorre más o menos explícitamente a lo largo de las cuatro partes que la componen: padres e hijos o hijos y padres. En “Personajes secundarios”, la perspectiva es la del niño-hijo, en las otras partes, el protagonista y narrador adulto que sigue siendo hijo e imposta la voz de un niño de nueve años. La lógica del juego infantil de la máscara -hacerse pasar por otro- no es vinculable solo al protagonista niño en “Personajes secundarios”, sino, como ya se había mencionado, tanto al protagonista escritor en el presente enunciativo como a los personajes de los padres en el pasado y en el presente. En este sentido, este juego por excelencia implica que en el acto de hacerse pasar por otro, de ser otro, también te vas encontrando a ti mismo: “El juego infantil, cuya conducta mimética del niño implica un ‘hacer que soy otro’, un ‘usar máscaras’, es una relación con otro-uno-mismo que se desposee para devenir otro” (Vignale 98). Es decir, el sujeto que juega se va encontrando a sí mismo en el acto de jugar a ser otro, en el acto de abrirse a la alteridad se termina encontrando consigo mismo. En la misma lógica de autodescubrimiento, vale señalar también que el juego se entiende como lucha (Huizinga 141), es decir, “el juego es una lucha por algo o una representación de algo. Ambas funciones pueden fundirse, de suerte que el juego represente una lucha por algo o sea una pugna a ver quién reproduce mejor algo” (32). El juego/lucha aquí es entre padres e hijos, entre verdad y mentira, entre ser nada y algo; una lucha de representaciones por constituir un relato sobre el pasado.

En este punto, adquiere relevancia la lógica binaria pasado/presente, dictadura/ posdictadura, niños/adultos, hijos/padres, buenos/malos, ricos/pobres, familias con muertos/familias sin muertos, barrios de verdad/barrios de mentira, entre otros, que recorre estructuralmente la novelaFormas de volver a casay colabora con el fin de construir la adultez en oposición a la niñez. Por lo mismo, es muy interesante este juego de las representaciones discursivas de los adultos y los modos y perspectivas de construir la historia del pasado reciente, particularmente, la novela de loshijosde la dictadura. Entonces, la siguiente imagen poética: “Me fui pensando, en el asiento trasero del Peugeot …” (Zambra 24) es, como afirma Lorena Amaro en su artículo “Formas de salir de casa, o cómo escapar del ogro: relatos de filiación en la literatura chilena reciente”, la imagen poética por excelencia de loshijosen la narrativa chilena y latinoamericana reciente en que “los niños/hijos se dejan llevar por sus padres en viajes inciertos y por paisajes enrarecidos” (112). Pero no solo los niños se dejan llevar, sino que construyen su identidad en el pasado y en el presente, desde el asiento trasero, en calidad de personajes o actores secundarios:

Los niños entendíamos, súbitamente, que no éramos tan importantes. Que había cosas insondables y serias que no podíamos saber ni comprender. La novela es la novela de los padres, pensé entonces, pienso ahora. Crecimos creyendo eso, que la novela era de los padres. Maldiciéndolos y también refugiándonos, aliviados, en esa penumbra. Mientras los adultos mataban o eran muertos, nosotros hacíamos dibujos en un rincón. Mientras el país se caía a pedazos nosotros aprendíamos a hablar, a caminar, a doblar servilletas en forma de barcos, de aviones. Mientras la novela sucedía, nosotros jugábamos a escondernos, a desaparecer. (Zambra 56)

Ahora bien, el juego de palabras novela/historia ya nos inserta en la lógica de las filiaciones que la novela articula con detalle. Pero lo interesante es que, desde un inicio, se funde la lógica de la filiación con la de la representación y el juego lingüístico y creador de realidades.

Hoy inventé este chiste: Cuando grande voy a ser un personaje secundario, le dice un niño a su padre. Por qué. Por qué qué. Por qué quieres ser un personaje secundario. Porque la novela es tuya. (73)

Los personajes secundarios son los que van en el asiento trasero observando el mundo por las carreteras -de la muerte- que escogen los padres: “Miro los autos, cuento los autos. Me parece abrumador pensar que en los asientos traseros van niños durmiendo, y que cada uno de esos niños recordará, alguna vez, el antiguo auto en que hace años viajaba con sus padres” (164). Estas últimas líneas de la novelaFormas de volver a casavuelven a conectar la imagen poética y motivo cronotópico del terremoto del año 1985 -recordemos la conciencia de la muerte y de la individualidad del niño protagonista- con “pasarse la vida mirando, escribiendo” (164). El narrador conecta la mirada del niño/hijo, del asiento trasero, a su oficio de escritor en el presente de la enunciación. La escritura y la reflexión sobre la misma es otro juego (Willem 33), es un siempre “como si”, y tiene también sus propias reglas.

Como afirma el narrador adulto, la historia/novela es la de los padres y, por ello, “los padres abandonan a los hijos. Los hijos abandonan a los padres. Los padres protegen o desprotegen pero siempre desprotegen. Los hijos se quedan o se van pero siempre se van” (Zambra 73). Esta estructura también binaria, que siempre termina mal, continúa porque los padres también deciden a qué hijo perjudican y a cuál no: “Se quedó [cuidando al padre] porque quiso quedarse. Pero se quedó, dice Claudia. De alguna forma mi papá tuvo que elegir a cuál de sus hijas joderle la vida. Y la eligió a ella. Y yo me salvé” (111-12).

Pareciera, según la perspectiva del narrador, que en la historia privada de los chilenos los padres han abandonado a los hijos desde siempre. En el encuentro con el médico, “le dijo que esa conversación [sobre su posible origen italiano] no tenía sentido -definitivamente mi familia proviene de algún hijo huacho, le dije: somos hijos de algún patrón que no se hizo cargo” (72). La afirmación del narrador remite, sin duda, a Sonia Montecino y a la historia latinoamericana contada desde el huacharaje y el patronazgo (Madres y huachos…). En este sentido, la herencia parece ser siempre problemática y tener muchos espacios vacíos o en blanco. La pertenencia no es un tema fácil de llevar, y menos aún para un hijo de una familia sin muertos, sobre todo cuando el país entero estaba en el juego serio de la guerra:

De todos los presentes yo era el único que provenía de una familia sin muertos, y esa constatación me llenó de una extraña amargura: mis amigos habían crecido leyendo los libros que sus padres o sus hermanos muertos habían dejado en casa. Pero en mi familia no había muertos ni había libros. Soy el hijo de una familia sin muertos, pensé mientras mis compañeros contaban sus historias de infancia. (105)

El narrador problematiza una herencia parcial -no hay muertos que hayan dejado historias de sus experiencias, ni libros que trasciendan un conocimiento personal o intelectual-. En cierto grado, no hay un pasado ético transferible, si es observado desde el lente del sufrimiento de la dictadura. No obstante la ausencia de narraciones del pasado, los dos tipos dehijosen la dictadura cumplen el rol de preguntar, como es el caso de Claudia en la tercera parte titulada “La literatura de los hijos”, personaje que introduce el eje más político en la novela.

Luego vino el tiempo de las preguntas. La década de los noventa fue el tiempo de las preguntas … me sentaba durante horas a hablar con mis padres, les preguntaba detalles, los obligaba a recordar, y repetía luego esos recuerdos como si fueran propios; de una forma terrible y secreta, buscaba su lugar en esa historia … no preguntábamos para saber … preguntábamos para llenar un vacío. (115)

Para la familia de Claudia, que participó políticamente durante la dictadura, el tiempo de las preguntas, durante la transición democrática chilena, era permitido y justificado. Y se condice con el deseo también de narrar: “Y entonces pensé que mi madre había muerto hacía diez años, que mi padre acababa de morir, y en vez de honrar silenciosamente a esos muertos yo experimentaba la necesidad imperiosa de hablar. El deseo de decir: yo” (100). Claudia no deja de preguntar en los 90, y en el presente necesita hablar al igual que el narrador-escritor necesita escribir, porque a los hijos de los años 80 “nos une el deseo de recuperar las escenas de los personajes secundarios. Escenas razonablemente descartadas, innecesarias, que sin embargo coleccionamos incesantemente” (122).

La recuperación del pasado y sus silencios pareciera ser más fácil para Claudia que para el narrador, cuyo diálogo con los padres es más quebradizo y tenso porque, según ellos, él no tiene derecho a hablar de ese periodo: “Qué sabes tú de esas cosas. Tú ni habías nacido cuando estaba Allende. Tú eras un crío en esos años. Muchas veces escuché esa frase. Tú ni siquiera habías nacido. Esta vez, sin embargo, no me duele” (133). Loshijos-sobre todo los que no estuvieron cerca de los muertos- no tienen derecho a hablar sobre un periodo que sí vivieron, pero desde la perspectiva de un niño que no sufrió en carne propia la separación. En términos de Amado, corresponden a esos testigos secundarios que rompen con la lógica del haber estado para necesariamente entender o poder hablar sobre algún proceso catastrófico de la historia (Amado 235). Algunos de estos niños fueron testigos privilegiados y, muchas veces, los enfermeros de sus padres (Carreño 138), como fue el caso de Ximena en la novela. Por lo mismo, desde la perspectiva de la adultez, ya no pueden dejar de recriminar a los que sí fueron supuestamente protagonistas oficiales.

Por lo anterior, las diferencias con los padres a la hora de abordar la historia pasada producen roces, silencios, desconocimientos y desclasamientos:

Tú también pareces más refinado que nosotros. Nadie diría que eres mi hijo … No es tu culpa, me dice. Te fuiste muy joven de casa, a los veintidós años … Muy joven. Yo a veces pienso cómo sería la vida si te hubieras quedado en casa. Algunos se quedaron. El niño ladrón, por ejemplo. Él se quedó acá y se convertió en ladrón … Pero yo no sé muy bien en qué te convertiste tú. Yo tampoco sé en qué se convirtió mi padre, le digo, de forma más bien involuntaria. (Zambra 134)

Entre todas las novelas de Zambra, en esta la crítica a los padres es más fuerte. Sin embargo, no se llega en este relato -ni en los de los narradores actuales- a escenas de filicidio o parricidio, como sí sucede en la novela argentina (Amaro 116). Como afirma el narrador adulto, “me molesta ser el hijo que vuelve a recriminar, una y otra vez, a sus padres. Pero no puedo evitarlo” (131). La recriminación es el medio y un fin secundario, y no pasa de ello. Más bien, el movimiento o cambio de paradigma busca en los personajes secundarios que, en el hecho de contar su historia a partir de la de sus padres, pasen de ser actores secundarios a protagonistas (Amaro 115). Son, tal vez, personajes secundarios de la historia/novela de los padres, pero protagonistas de la del presente. Hay un desplazamiento del pasado al presente, del silencio a la palabra; de presente y palabra que incluye y problematiza la experiencia del pasado, a la par que ejemplifica la disonancia muchas veces entre lo que es lícito contar o no, y cuándo y cómo (Carreño 142). Como se afirmó antes, la historia de los padres está llena de silencios o enigmas indescrifrables: “Mi padre guarda un silencio hosco y profundo. Finalmente dice que no, que no era pinochetista, que aprendió desde niño que nadie iba a salvarlos” (Zambra 129-30); pero la historia de loshijosestá llena de lenguaje, de relatos y aventuras: “Siempre pensé que no tenía verdaderos recuerdos de infancia. Que mi historia cabía en unas pocas líneas. En una página, tal vez. Y en letra grande. Ya no pienso eso” (Zambra 83).

4. EL JUEGO METAFICCIONAL DEL NARRADOR ADULTO: SIMULACRO DE ESCRITOR

Un tercer nivel de análisis del motivo del juego en esta novela es el del narrador-escritor adulto que imposta una perspectiva infantil. Hace como si fuese un niño sabiendo que no lo es, juega al “como si” (Huizinga 45): “Leer es cubrirse la cara, pensé. Leer es cubrirse la cara. Y escribir es mostrarla” (Zambra 66), es decir, escribiendo con la máscara de infante termina mostrando su verdadero rostro. En los capítulos “La literatura de los padres” y “Estamos bien” reflexiona sobre la escritura de los hijos y sobre los imaginarios que conformaron su infancia y sus filiaciones. Entre las muchas reflexiones sobre el oficio de escritor, destacan aquellas vinculadas a la historia de loshijosy a un, tal vez, deber o responsabilidad de escribir esa historia.

En la parte “La literatura de los hijos”, el narrador afirma, en el contexto de su relación amorosa, que quiere contar la historia de Claudia: la de los hijos de militantes políticos, la de los hijos de familias con muertos, con historia, los que vivían en villas con calles de nombres reales. No obstante, afirma que inevitablemente contará la suya: “Sabía poco, pero al menos sabía eso: que nadie habla por los demás. Que aunque queramos contar historias ajenas terminamos siempre contando la historia propia” (105). Los relatos -así como los recuerdos- se confunden y esto parece ser inevitable, porque de alguna manera la historia de los otros también involucra la suya: “Recibo la historia como si la esperara. Porque la espero en cierto modo. Es la historia de mi generación” (96). Es la historia de una generación, la de loshijosde Pinochet en términos de Ana Ros (The Post-Dictatorschip…), “a los que les fue enarbolada la posibilidad de la novela” (Rojas 240) y escogen escribir y contar la historia propia y, sin querer, la de otros: “Aprender a contar la historia como si no doliera. Eso ha sido, para Claudia, crecer: aprender a contar su historia con precisión, con crudeza” (Zambra 99).

Ser adulto ha significado escribir la historia propia y la de otros, con más o menos dolor, porque como afirma Claudia, “mi historia no es terrible. Eso es lo que Ximena no entiende: que nuestra historia no es terrible. Que hubo dolor, que nunca olvidaremos ese dolor, pero tampoco podemos olvidar el dolor de los demás. Porque estábamos protegidas, finalmente” (119). El niño deFormas de volver a casaexperimenta, de una manera particular y propia, el dolor ajeno, la muerte de otros, la protección y el amor en un tiempo de excepción y de juego específico, el de la dictadura militar y específicamente el terremoto -imagen poética y cronotópica- del año 1985 que abre el relato y lo cierra en el último movimiento telúrico del año 2010: “Pienso ingenuamente, intensamente en el dolor. En la gente que murió hoy, en el sur. En los muertos de ayer, de mañana. Y en este oficio extraño, humilde y altivo, necesario e insuficiente: pasarse la vida mirando, escribiendo” (164).

Al parecer, la salida que propone a la muerte y al dolor de otros es la escritura. En este sentido, el narrador adulto establece un vínculo umbilical entre la experiencia de la muerte y la escritura, pero no desde la experiencia necesariamente personal, sino de una vicaria y autoficcional, una que construye desde la observación y perspectiva de niño-viajero. Por lo anterior, se entiende y explica la afirmación de que en la voz individual y singular del narrador-escritor hay una intención colectiva. Como afirma Alejandra Costamagna, una historia escrita en plural y en primera persona (“Presentación de Formas…” 279).

El artículo de Macarena Silva sobre la primera novela de Zambra,Bonsái, da luces sobreFormas de volver a casaal entender la metaficción como “la ficción que de modo autoconsciente alude a su condición de artificio” (Silva 11), porque, a lo largo del relato, se cuestiona “el qué y el cómo del relato, desde el punto de vista del quién y del por qué” (Carreira López). Es decir, en esta novela no solo están en disputa los discursos que se reproducen en el relato -la infancia en dictadura y la adultez del escritor en la posdictadura-, sino el modo en que son reproducidos -juego, simulacro, perspectiva infantil-. En este punto, se suma la pregunta por el porqué de la opción discursiva y estética de la perspectiva infantil, bajo una suerte de motivo cronotópico del ocultamiento: esconderse, ponerse la máscara de un niño que experimenta aventuras y aprendizajes en la década de los 80 en Chile. De hecho, el narrador escribe en su diario sobre el quehacer intelectual y que “espero una voz. Una voz que no es la mía. Una voz antigua, novelesca, firme (55), porque pareciera que en la infancia se podía ser honesto, se podía decir que no se sabía algo” (62). Entonces, la infancia como un espacio-tiempo, un cronotopo particular utilizado desde el presente, donde se puede hablar, porque después “decidimos que cualquier frase era mejor que el silencio” (62). En la adultez, se habla, tal vez, demasiado: “Estoy en esa trampa, en la novela” (62) y se manipula la información y el pasado: “He abusado de algunos recuerdos, he saqueado la memoria, y también, en cierto modo, he inventado demasiado” (64). Ahora bien, de alguna manera la máscara de niño, y el optar por una voz infante, termina mostrando su verdadero rostro y parece ser el único modo de hablar.

Para finalizar, el acierto y la apuesta de Zambra es justamente este trabajo meta y autoficcional que dota, a esta novela, de una densidad literaria que traspasa lo anecdótico y testimonial. De hecho, “ya no se puede dudar de la imposibilidad de que un relato no esté influido por las condiciones de su enunciación, igual que no se puede dudar de la naturaleza política (en sentido aristotélico y perverso) del contar” (Carreira López). Según la lectura de Bieke Willem, habría en esta última novela de Zambra una intención política, “una emergente conciencia política” (40) que habla en contra de la derrota política que plantea Avelar en su análisis de la narrativa de los 80. De esto se entiende también el rechazo de Zambra, autor y narrador, por la nostalgia, porque esta implicaría omitir los muertos, las desapariciones, y no ejercer el trabajo de la memoria (Willem 35). En este sentido, el deseo de volver a casa no esconde detrás un anhelo de embellecer el pasado, pero, según Willem, esconde el sentimiento de un vacío o una pérdida (40). Más que una pérdida, resulta evidente una incomodidad en el presente en la literatura de los hijos que, en el ejercicio de la escritura y en la voz de la infancia, se mitiga y que se despliega en afectos tales como dolor, culpa, cinismo, fingimiento, conformismo, entre otros (Franken, “Memorias e imaginarios de formación…”). De allí, se entiende, tal vez, la última parte de la novela de Zambra titulada “Estamos bien”. La expresión es ambigua, no queda claro a qué referente alude, si al movimiento telúrico, a la vuelta a la escritura, al fin de una relación amorosa, o tal vez a la conciencia del dolor y de pasarse la vida mirando y escribiendo.

Por lo señalado antes, la lectura deFormas de volver a casapropuesta en estas páginas establece una relación significativa entre juego, infancia y memoria en tres niveles: el niño espía en los 80, la lucha de representaciones entre padres e hijos y el juego metaficcional del escritor en el presente. Lo anterior permitió vincular la perspectiva infantil posicionada en el pasado dictatorial con la voz del escritor en el presente neoliberal, lo que dota de sentidos políticos a la literatura de los hijos: de la urgencia de la escritura.

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NOTAS AL PIE

1 Uno de los primeros estudios críticos chilenos que aborda la perspectiva de los hijos va a ser el de Rodrigo Cánovas tituladoNovela chilena. Nuevas generaciones. El abordaje de los huérfanos(1997) que recoge a autores chilenos nacidos entre 1950 y 1964 cuya obra se gestaría entre 1985 y 1996, durante el fin de la dictadura y la transición chilena a la democracia.

Recibido: 20 de Mayo de 2019; Aprobado: 12 de Agosto de 2019

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