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Perífrasis. Revista de Literatura, Teoría y Crítica

Print version ISSN 2145-8987

perifrasis. rev.lit.teor.crit. vol.11 no.22 Bogotá Apr./June 2020

https://doi.org/10.25025/perifrasis202011.22.01 

Artículos

LA DESNUDEZ DE LA PLEBE: MENDICIDAD, VAGANCIA Y VESTIDO A FINALES DEL VIRREINATO MEXICANO

NAKEDNESS OF THE VAGRANTS: BEGGARY, VAGRANCY, AND CLOTHING IN LATE COLONIAL MEXICO

Yolopattli Hernández1 

1 Doctora en Letras Hispánicas, Universidad de Illinois, Urbana-Champaign. Loyola University Maryland, Estados Unidos. yihernandez@loyola.edu.


Resumen

En el siglo XVIII, el término de “ociosos, vagos y malentretenidos” fue común en las notas, así como en los bandos publicados en elDiario de Méxicoy laGazeta de México. Este término se equipara al de “plebe” y se les critica entre muchas cosas porque visten solamente una cobija y se hacen visibles -y afean- espacios como la Alameda, las iglesias y los espacios públicos en los que la élite mexicana se recreaba. La escasez de ropa de estas personas representa su carencia de civilidad, y su poca productividad atenta contra el reino.

Palabras clave: periodismo; grupos no privilegiados; Nueva España; vestido; clase gobernante

Abstract

The concept of “vagrants, idlers, deserters” was commonly used in newspapers and official documents during the colonial period in Mexico. In these documents, those terms are equaled with the concept of “plebe” and are associated with people who are constantly criticized by the intelligentsia since they display conducts considered awkward. In particular, the use of a blanket instead of clothing is a common critique, since the “plebe” are visible in public spaces -which they make ugly- such as Alameda, churches and plazas where Mexican elites hang out. Nakedness is interpreted as lack of civility, and null productivity.

Keywords: journalism; underprivileged groups; New Spain; clothing; ruling class

El virrey Joseph de Azanza publica un bando en mayo de 1799 en el que categoriza al aseo como “uno de los tres principales objetos de la Policía” y destaca que este no se limita a la limpieza de “las calles y plazas de las poblaciones, sino también las personas que las habitan, cuyo traje honesto y decente influye mucho en las buenas costumbres al mismo tiempo que adornan a las ciudades y contribuye a la salud de sus individuos” (Archivo Histórico del Distrito Federal, Fondo Bandos, Expediente 189, 22/05/1799). El aseo individual y de la casa familiar es una práctica privada que se equipara con las prácticas de limpieza urbana sugeridas en la preceptiva borbona. El bando de Azanza es parte de la larga lista de bandos emitidos por los virreyes novohispanos durante el siglo XVIII, en los que se relacionaba la vestimenta con el orden social, las buenas costumbres y la policía. El virrey de Azanza evoca al segundo conde de Revillagigedo, quien en la década precedente también intentó “desterrar del vecindario de esta Hermosa capital la indecente y vergonzosa desnudez con que se presenta una gran parte de su plebe”, la que no traía más ropa que “una asquerosa manta o inmunda jerga que no alcanza a cubrirla enteramente” (Archivo Histórico del Distrito Federal, Fondo Bandos, Expediente 189, 22/05/1799).

Esta conducta del pueblo era impresentable para los Gobiernos imperantes, mas su persistencia a través de los años se confirma al verla repetida en los bandos de los virreyes. Uno de esos aspectos, ya subrayados por Revillagigedo y por Azanza, es el de la falta de ropa, una práctica que tiene una centralidad en el discurso de orden social que predomina a finales de la época virreinal mexicana. La queja común en el discurso oficial es que la plebe decide no vestirse y así desafía las disposiciones virreinales.El ProyectistadelDiario de Méxicoaún en 1805 continúa quejándose de esta conducta y afirma que es “un borrón en esta magnífica Ciudad la indecente desnudez, no de los pobres mendigos, sino de la multitud de gente holgazana que hay en ella” (Bustamante et al., 6/10/1805)1. Esta cita también desvela la persistencia de categorizar a los pobres entre “verdaderos” y “falsos” en los territorios americanos aun a pocos años de ser territorios independientes. La falta de ropa de la plebe o el uso de solo una cobija es “un mal que lamenta la gente civilizada” (8/11/1805), y la intelectualidad mexicana y la clase dominante consideran la desnudez una característica inherente a la plebe, a quienes también se les atribuyen comportamientos considerados viciosos como el alcoholismo, el juego y la defecación pública, que son conductas que ensucian la vista de la élite capitalina.

Las notas delDiario de Méxicoson menos tolerantes que el discurso de Azanza y demuestran el significativo valor que tenía la ropa como marcador social, así como termómetro de la civilidad y la moralidad de los individuos. Este artículo analiza cómo la narrativa oficial -conformada por los preceptos de los virreyes y las autoridades, y por las opiniones de los intelectuales mexicanos- representa a la plebe como un grupo que desafía los ideales ilustrados de la Nueva España. El análisis del discurso oficial revela que el objetivo inicial de embellecer la ciudad y, consecuentemente, crear una sociedad ordenada, se entronca con una realidad compleja conformada por factores económicos, étnicos, religiosos y demográficos que están profundamente anclados en la cotidianeidad virreinal. Más aún, la caracterización de la plebe como indómita e incivilizada, por su decisión de no vestir ropa, refleja la persistente estratificación social a finales de la época virreinal en México y hacen cuestionar al lector contemporáneo si era verdad que un grupo marginalizado tenía una supuesta agencia capaz de subvertir los planes políticos y económicos de las élites novohispanas. El corpus textual se compone de bandos de virreyes, notas periodísticas y documentos archivísticos; estos últimos cuestionan por qué el grupo denominado ‘plebe’ no se vestía y comprueba que la percepción visual de la intelectualidad mexicana niega otros factores, además de la supuesta incivilidad, como responsables de su desnudez.

1. QUÉ ES EL VAGO Y LA PLEBE. ¿POR QUÉ SON VAGOS?

La nota firmada porB-inicial asociada al principal editor delDiario de México, Carlos María Bustamante- enlista tres cuestiones que evidencian la postura de la intelectualidad mexicana hacia la plebe: “1. ¿Por qué en todas las ciudades de la América española casi no se encuentra gente desnuda, y esta plaga es peculiar de México? 2. ¿Por qué el indio más infeliz anda vestido, y los desnudos son casi todos individuos de las castas mixtas? 3. ¿Por qué los más de los cargadores de México, que sabemos ganan en un día dos o tres pesos, andan desnudos, pudiendo vestirse a poca costa?” (Bustamante et al., 8/11/1805). Las preguntas por sí solas esbozan la ideología de las élites de finales de la etapa virreinal de México, en la que la división étnica se torna aún más compleja al definirse también a partir de la capacidad económica de un individuo, y más aún, su capacidad de seguir ciertas reglas civiles que se asocian con su origen étnico. Para las clases altas mexicanas, el jornal debería gastarse en bienes de utilidad (por ejemplo, la compra de vestido), pues de otra manera se crean problemas no solo morales sino también económicos para el virreinato. Para la élite mexicana, la desnudez de la plebe es un signo de atraso social, una desobediencia civil y un problema estético de la urbe. La vista desde el pedestal de los periódicos virreinales se comparte con los virreyes -como lo señala Thomas Calvo (La plebe)-, y es un elemento crucial en la caracterización de la plebe como “una plaga”, “un monstruo de mil cabezas”, y que tiene comportamientos más cercanos a los del reino animal que a los de los ciudadanos. Esta visión es creada por la clase dominante desde un punto focal privilegiado.

El concepto de “plebe” conlleva una noción de marginalidad, que no es exclusiva del siglo XVIII ni de los territorios españoles -o mexicanos, como sugiere la cita de Bustamante-. La problemática de las poblaciones desocupadas y marginales representó una dificultad en su categorización en distintos puntos europeos, pues “la realidad hacía difícil de distinguir a los mendigos dignos de los indignos” (Rheinheimer 124)2. La diferenciación entre los verdaderos pobres y aquellos que fingían serlo es recurrente en la historia de España y sus territorios. Durante el reinado de los Reyes Católicos, una persona era indigente y marginal según variados factores como: situación económica, estado de salud, raza o nacionalidad, religión, forma de vida religiosa, estado civil, justicia y automarginación (Ruano 36). En esa época, también la caridad representaba la obligación moral de los monarcas, su piedad y la oportunidad de mostrar su virtud cristiana, por medio de asistencia económica ocasional a instituciones religiosas o a individuos elegidos por los monarcas (35-36). En el México del siglo XVIII, bajo un marco cultural ilustrado, el acercamiento virreinal a los individuos pobres y desocupados todavía tiene la huella de la religiosidad, al observar la situación económica de los desamparados, aunque la mentalidad ilustrada expresa la amenaza que sienten al ver cotidianamente un gran grupo deambulando en la ciudad, y repetidamente pronuncian la urgencia de que sean un grupo productivo económicamente.

El virrey Antonio María de Bucareli y Ursúa publica en 1774 un bando para anunciar la creación del Hospicio de pobres en la Ciudad de México (Fondo Reservado, Biblioteca Nacional de México, Coleccion Lafragua, LAF 399, folleto 47, microfilme, 1774). Esta institución está destinada para personas de ambos sexos que no tienen la posibilidad de trabajar, ya sea por edad avanzada o por enfermedades que “las han inutilizado, y se ven precisadas a mendigar, en las Iglesias, en las casas, y en las calles, expuestas a muchos peligros de alma, y cuerpo” (Fondo Reservado, Biblioteca Nacional de México, Coleccion Lafragua, LAF 399, folleto 47, microfilme, 1774). El Hospicio está enmarcado en el proyecto modernizador borbón en el que la meta principal era “creating a productive and well-ordered society required that philanthropy be combined with the disciplining of the poor” (Arrom 14). El establecimiento de esta institución, así como de una estructura policial mejor definida, buscaba aliviar la mendicidad y erradicar la vagancia en la Ciudad de México, aunque la diferenciación entre el término de mendigo y el de vago ha sido fluida y difícil de concretar desde siempre.

Si bien se esperaba que con el Hospicio se les diera una vida cristiana y se les atendiera del desamparo, había también un propósito evidente de que “los verdaderos pobres” estuvieran fuera de los ojos de la élite mexicana, es decir de ocultarlos, y para Bucareli este recogimiento serviría para diferenciarlos y distinguirlos de “los vagos, mal entretenidos, y holgazanes, que abusan de la caridad que encuentran en el pueblo tan piadoso”, y de esta manera de evitar que “se defrauden las limosnas de los fieles” (Fondo Reservado, Biblioteca Nacional de México, Coleccion Lafragua, LAF 399, folleto 47, microfilme, 1774). Bucareli ordenó que los mendigos, hombres y mujeres, se presentaran al Hospicio y enfatizó que serían tratados con caridad, sin coerción, pues tendrían libertad de entrar y salir; puntualizó que al término de ocho días de la publicación de su bando “no deben importunar a los fieles pidiendo limosa, porque a todo el que se sepa que lo hace en las calles, plazas, casas, e iglesias, será recogido por los celadores que estarán repartidos por los diferentes barrios de esta ciudad” (Fondo Reservado, Biblioteca Nacional de México, Coleccion Lafragua, LAF 399, folleto 47, microfilme, 1774). La asistencia hospitalaria y de beneficencia no era una práctica inédita en la Nueva España, pero el establecimiento de una institución gubernamental que albergara a personas en necesidad extrema ejemplifica “el proceso de desacralización de la pobreza” (Rodríguez Ávila 19) que se llevó a cabo en diferentes puntos geopolíticos a partir del siglo XVIII, en el que la caridad cristiana se amalgamó con la ordenación social borbona. El reglamento del Hospicio de pobres fue también publicado en elDiario de México, y en el documento intitulado “Prospecto” se habla de la manera como funcionaría esta institución. Como parte de estas reglas, se proponía que los individuos ahí recogidos vistieran “un traje honesto, sin señal ni divisa que lo haga odioso” (Bustamante et al., 4/07/1806). Este documento está firmado por el Licenciado Juan Francisco de Azcarate el 1 de julio de 1806.

El término “plebe” se equiparaba con el término de “ociosos, vagos y malentretenidos” usado ampliamente en bandos y en los periódicos de finales del virreinato para representar a un sector de la población que no conservaba -y a veces ni siquiera buscaba- empleo remunerado que le permitiera mantener un domicilio fijo. Ya desde el siglo anterior, en suAlboroto y motín de los indios de México,Carlos de Sigüenza y Góngora narraba el levantamiento del que fue testigo, en el que las castas mexicanas “los negros, los mulatos y todo lo que es plebe gritando ‘-¡Muera el virrey y todo cuanto lo defendiere!- ’” (123) pedían la cabeza del virrey ante la escasez de comida, una rebelión que para el erudito era una afrenta de modales y casi a la moral, ignorando el sufrimiento de la población que vivía el desabastecimiento y encarecimiento del maíz, el alimento por excelencia del valle de México. El diccionario de autoridades define el término “plebe” como “la gente común y baja del pueblo” (drae). Aunque en los bandos y periódicos aquí analizados esta definición tiene matices particulares, pues incluye sectores de distintas castas, se puede afirmar que el concepto se refiere a las clases bajas en general y, sobre todo, que se presumen desocupadas. La referencia a un sector poblacional con este término equivalía a suciedad, desnudez, improductividad y, en especial, a mutabilidad domiciliaria. Como se ha mencionado antes, tradicionalmente, los sectores poblacionales en situación de pobreza se diferenciaban y categorizaban dependiendo del motivo de su pobreza, pero para las élites mexicanas, el problema no era en sí la existencia de pobres -un evento demográfico que les convenía para validar su superioridad-, sino que fueran improductivos, inmorales y que, sobre todo, hicieran visibles sus conductas en público como el hecho de solo portar una frazada.

El virrey Bucareli hace una distinción evidente entre los pobres y “los vagos, mal entretenidos, y holgazanes” con base a la capacidad de estos últimos de incurrir en actos de engaño y de robo (Fondo Reservado, Biblioteca Nacional de México, Coleccion Lafragua, LAF 399, folleto 47, microfilme, 1774). Sin embargo, la distinción entre los pobres supuestos y los pobres verdaderos es una noción imprecisa, y más que nada, subjetiva. La visión de este grupo social como inferior tiene una raíz en el imaginario de blancura que los criollos americanos practicaban en la cotidianeidad (Castro Gómez, Hybris del punto cero). Thomas Calvo señala que para definir a la plebe es crucial considerar la noción de la mirada de superioridad que tenía el monarca al observar a sus súbditos, una mirada que comparten los virreyes mexicanos y se transfiere a la clase alta dominante encargada de guiar los destinos de la sociedad mexicana (La plebe). Entonces, para definir a la plebe, la posición social de quien mira es fundamental para definir a otros grupos sociales3.

A partir de estas observaciones, la carencia de ropa es una característica prominente que se asocia con la falta de higiene y la incivilidad. La crítica a la plebe es exacerbada en los periódicos de finales del virreinato, en los que los contribuidores señalan no solo la productividad y la desnudez como sus peores faltas, y se apartan de las visiones caritativas de años anteriores. Ya desde su consigna editorial, elDiario de Méxicopuntualiza en su primer número que “se apura el discurso, se excita el amor a la virtud, y todo influye para civilizar la plebe, y reformar sus costumbres, siendo los bienes que resultan, no solo para el público en lo general, sino transcendentales muchas veces al recinto y economía privada de una familia, y de una casa” (Bustamante et al., 1/10/1805). Sobre la desnudez, otro de los periódicos, laGazeta de México, señala que “por lo que influye la desnudez de la plebe contra las buenas costumbres, y por que se ha desdado siempre evitar este mal, los maestros de todos oficios y demás personas a quienes incumbe, cuiden que sus criados, oficiales y aprendices se vistan y cubran con la debida decencia” (Valdés, 7/14/1800).

Los colaboradores delDiario de México consideran a la Ciudad de México, o más específicamente a las zonas en las que ellos conviven, un lugar ideal para vivir “el lugar de mi residencia es sin duda uno de los mas apreciables de nuestro continente, tanto por su comercio, como por su feracidad y demás circunstancias” (Bustamante et al., 24/12/1805). Unlocus amoenusirrumpido por “el inferior pueblo” que “carece de las ideas de cultura, y del decoro que se debe guardar en los lugares públicos, yerra miserablemente en el desprecio que hace del templo, llevando a él unos animales que solo sirven para quitar el mérito a nuestra piedad” (24/12/1805). Llevar a perros y gatos a la iglesia es una práctica de la plebe que se interpreta como estulticia y el incumplimiento de normas tácitas de convivencia pública de las que deben dar ejemplo “las personas de elevado carácter, así por su nacimiento como por sus empleos y circunstancias” (24/12/1805).

La presencia de la plebe en diferentes espacios de recreo -como la Alameda- o de congregación -como las iglesias- crean ansiedad en la clase alta representada por los colaboradores de estos periódicos. Por ejemplo, su presencia es ubicua en la ciudad y sigue siendo problemática a pesar de tener instituciones como el Hospicio de pobres. En 1790, el conde de Revillagigedo comunica en un bando publicado en laGazeta de México una prohibición para aquellas personas que sigan a los padrinos después de los bautizos. El virrey sabe de la reunión de “un tropel de gentes ociosas y muchachos” (Valdés, 2/08/1800) afuera de las parroquias después de que hay bautizos. Los padrinos tiran dinero al aire por la felicidad de sus nuevos ahijados, y el bolo genera un desorden que “ocasiona aquella gente amontonada, por sus indecencias y gritos, y por las desvergüenzas con que insultan no pocas veces a los Padrinos para precisarlos a tirar un dinero que alimenta su desaplicación al trabajo, convirtiéndolos en semilla de ociosidad y vicios” (2/08/1800). El bando se queja de que la piedad de los padrinos sea recibida por los ociosos y no por los “verdaderos necesitados y al fomento de establecimientos útiles al público y agradables a los ojos de Dios” (2/08/1800), por lo que establece una multa tanto a los vagos como a los padrinos que avienten dinero al terminar el bautizo. Como una solución, Revillagigedo propone poner un cepo en cada parroquia “con destino a educar y vestir niños pobres que anden desnudos”, y dice que sabe que “el mismo desorden que se trata de remediar en esta Capital, se experimenta también en las demás ciudades, villas y lugares de este virreinato”, y ordena que se publique en múltiples lugares (2/08/1800). La eficacia de estas multas puede afirmarse nula por simple empirismo, pues la costumbre de arrojar dinero al término de los bautizos es aún una práctica en las parroquias de México.

2. FUNCIÓN SOCIAL DE LA ROPA

La ropa es la primera capa externa que cubre la piel, el cuerpo. A lo largo de la historia ha servido, además de una función protectora y primaria, para cumplir funciones religiosas, sociales y culturales que demuestran tanto el oficio como las prácticas religiosas y civiles de los individuos. El portador de ropa lo hace por la utilidad, pero también “for its expressive properties and the ability of the wearer to manipulate properties embodied through dress” (Loren y Nassaney 2). Un significado que puede variar e ir desde ángulos prácticos -como la necesidad de cubrirse, con un vestido- hasta socioeconómicos en los que las prendas de ropa y los accesorios son objetos que representan confort y lujo para quienes los portan.

En los siglos XVII y XVIII, la producción de ropa, textiles y adornos estuvo “tied to a growing global economy” (2). El cambio de dinastías en España afianzó la predilección de los borbones hacia la moda francesa, aunque ya desde los reinados de Carlos II y de Felipe II se vislumbraba la influencia de la moda de Luis XIV en las cortes europeas (Leira Sánchez 87). En ese siglo, los colores pasteles, suaves y matizados fueron una muestra de los avances científicos y químicos que permitieron un mayor colorido (89) para los atuendos masculinos y femeninos en boga en la corte y que influían a toda la población. Los textiles tradicionales como el lino, la lana y la seda continuaron en uso, pero el algodón comenzó a emplearse mucho y “representó una revolución en el vestido: se convirtió en un tejido barato, asequible” y más gente podía usar “ropas vistosas que antes no se había podido permitir” (89). De la misma manera, la muselina se considera el textil protagonista sobre todo de finales de siglo y, de ser solo empleada para complementos -como pañuelos y delantales-, se convirtió en el material principal para hacer los vestidos a finales del XVIII (90).

Durante el siglo XVIII, los atuendos masculinos y femeninos pueden agruparse en tres épocas a lo largo del siglo: la influencia francesa que predominó casi todo el siglo, la influencia inglesa (a partir del 1770) y el estilo neoclásico en la última década, así como en las primeras décadas del xix. La moda sugerida para hombres y mujeres contaba con varias capas entre ropa interior, frac, vestidos, basquiñas, mantillas, chupas, accesorios como son los sombreros, las pelucas, la joyería, así como la invariable capa para los hombres, una prenda característica de la moda española que portaban hombres de todas las clases sociales (Leira Sánchez). Para hombres de la nobleza y del ejército, la peluca era un accesorio común -como lo constatan los diferentes retratos de los virreyes mexicanos- que era “larga hasta el codo, empolvada, rizada, de raya en medio y con copete”, emulando las de Luis XIV (Armella de Aspe 72). Gracias a las representaciones visuales, podemos ver que las mujeres en retratos “llevan vestidos ricos y muchas alhajas” (80), con un peinado recogido y adornos de brillantes, así como “gargantillas, de las que cuelgan cruces de granates y pulseras de varios hilos de perlas” (80). El tipo de telas expuestas en estos cuadros son mayormente brocados, de China y de Europa, y la descripción de estos trajes expone que para las familias criollas novohispanas “ese lujo era natural, pues lo llevan con soltura, habituados a él” (81). Los novohispanos también tuvieron contacto con las sedas procedentes de Oriente, gracias a laNaode China, y vía Manila (82). Y la afición por “lo oriental no se limitaba alas clases altas o ala gente de dinero”, pues también las esposas de los trabajadores de diferentes oficios llevaban vestidos de seda (83, 84). En el virreinato mexicano, la moda seguía estos patrones europeos, y las élites en especial eran influidas por el dictado de la moda europea a tal grado que también hay una crítica -no tan acérrima pero sí consistente- hacia el abuso del lujo por parte de las mujeres que, según los detractores editoriales, visten ropas que no pueden pagar y que hacen incurrir en deudas a sus maridos. Una situación paradojal, pues en una sociedad como la novohispana donde la pertenencia a un escaño social y étnico se definía visualmente por la ropa o los accesorios, el lujo era una noción controvertida -e incluso mal vista- en la sociedad dieciochista española y secundada en la perspectiva virreinal.

La ropa fue un elemento fundamental en la conformación de la identidad novohispana, así como un identificador e incluso divisor de las clases sociales. Los estudios sobre los cuadros de castas de Magali Carrera e Iona Katzew demuestran esta idea, pues la ropa funciona como un marcador social que servía para categorizar visualmente a los habitantes novohispanos. Estas divisiones estaban amparadas por la legislación suntuaria que “attempted to define the castas’ status as both non-Indian and inferior” (Cope 16). Por ejemplo, las mujeres de casta no podían llevar un vestido asociado con las mujeres indígenas (salvo que estuvieran casadas con un indígena), pues de otra manera se les azotaba con cien latigazos (16). De la misma forma, los indígenas y los negros se exponían a la confiscación de sus propiedades si portaban oro, perlas o mantones bordados finamente (16). Todas estas restricciones eran mecanismos para facilitar la identificación visual de las castas, así como para impedir la posibilidad de medrar para estos grupos. Con estas regulaciones en mente, resulta chocante que los editores y colaboradores delDiario de Méxicoexpresaran su deseo de que los grupos de castas- donde posicionaban en el último escaño a la plebe- vistieran de manera mesurada, pero sin poner en peligro la división social con los criollos o los mestizos pertenecientes a los grupos de élite. Otras prohibiciones de la vestimenta fueron las de usar un sombrero de tipo chambergo y cubrirse las caras con capas, para prevenir a los llamados embozados, una proscripción imposible de cumplir en la Ciudad de México a pesar de múltiples órdenes desde 1719 hasta 1745 (Armella de Aspe 74). Estos accesorios eran usados por un gran número de habitantes de la ciudad y representaban cierto confort, y al no permitir llevarlas, se ignoraban los beneficios que daban a los portadores.

A través de las pinturas de castas, así como de los cuadros de virreyes, podemos ver la evolución de la moda en el siglo XVIII en el México virreinal. La representación más común que tenemos es de las clases acomodadas, quienes por una parte seguían los dictados de la moda del rey, y por otra imponían su propio estilo en los súbditos mexicanos. En 1723 se expide una pragmática sobre la indumentaria en el que se prohibían “adornos, pasamanerías, galones, cordones y pespuntes y permitía únicamente botones de oro y plata a todos los menestrales de manos”, y también decía que los fontaneros, herradores, obreros, herreros, tejedores, ebanistas, sastres barberos, entre otros obreros no podían “usar vestidos de seda ni otra cosa mezclada con ella, sino solamente paño, jerguilla, bayeta, cualquier género de lana” exceptuando las mangas y puños (75).

Además del valor de cobijo y de estilismo, la ropa representó un valor de cambio en la sociedad novohispana. Los empeños y los robos de ropa eran comunes, y las publicaciones de bandos para regular las ventas en casas de empeño forzaban a las autoridades a tomar medidas regulatorias. Sobre robo, hay múltiples reportes en la sección de aviso de ocasión delDiario de Méxicotanto a particulares como a negocios establecidos, como sastrerías. Las descripciones de robos a particulares podían ser tan sencillas como solo reportar el robo de “cuatro mudas de ropa blanca y unas enaguas” en la calle San Bernardo n. 18 (Bustamante et al., 28/03/1808), o dar un reporte pormenorizado y exponer a los ladrones en un papel periódico leído y escuchado en toda la capital, como lo hace la siguiente denuncia anónima sobre el pueblo de San Agustín de las Cuevas donde un cochero “conocido por el apodo de tarasca” [sic] se robó aparte de un caballo con silla de montar incluida “una porción de ropa de hombre y de mujer” (19/10/1805). Al presunto ladrón se le describe como “alto de cuerpo, trigueño, hoyoso de viruelas, vestido con calzón amarillo de paño, y chaqueta azul”, y se ofrece una retribución a quien lo atrape. Similarmente, el Br. D. Mariano González, del Colegio del seminario, reporta que “se ha huido un mozo el jueves 19 del pasado, se llama Juan Clemente: es indio, gordo, chaparro, de calzones de cuero amarillo: se llevó una porción de ropa, y un cubierto de plata liso: quien supiere de él se suplica de parte en dicho colegio” con el arriba mencionado (9/02/1809). En estos reportes de crimen impresos en la última hoja delDiario de México, también se habla de entrada a casas a extraer baúles o arcas que contenían todo un ajuar como lo reportado de la casa accesoria del callejón de los Dolores de la Concepción. Se describe el robo de cuatro mudas de ropa blanca, aún sin estrenar “pañuelos, enaguas blancas, paños de rebozo, y de polvos, con un túnico de crespón, con mantilla”, además de llevar “una saya de capichola, con su mantilla: un citoyé de paño negro usado: unas enaguas de castor de colores, zalpicadas de lantejuelas [sic], con ribete amarillo, y cortes de saya” y un cubierto de plata (24/12/1806). En un caso similar, se describe lo que había en un baúl que se llevaron entero y que era “ya usado, y marcado por debajo con las letras A.F. C.”, el cual contenía una capa de paño inglés descrita como una prenda de seda y terciopelo matizado, otra de bayetón plateado “un poco usada”, así como pantalones de casimir, de cotonia, de pana negra, calzones de Casimira, “varios chalecos, medias, chaquetas &c. una colcha caterra azul”, otra de fondo amarillo, así como casacas de paño y “varia ropa blanca marcada con las letras D.B.” (18/01/1806). Junto con este baúl, “el interesado” también perdió “unos papeles de limpieza de sangre, varias cartas y otros papeles reservados” (18/01/1806).

En un intento por entorpecer la venta de este tipo de objetos robados, también había bandos con ese objetivo y que pretendían limitar no solo los espacios públicos, sino también las horas de tránsito en ciertos lugares, como el bando del virrey de Iturrigaray exhorta a aprehender a los grupos que se reúnan después de que se ponga el sol en los baratillos, pues ahí “se vende impunemente lo robado, se contraen amistades obscenas, se pacta robos y otros hechos escandalosos, y pueden concertarse delitos de mayor jerarquía, fácilmente solapables a favor de la obscuridad”. Así, le pide al Señor Fiscal del Crimen que se cierren al ponerse el sol y se les traten “como vagos, ociosos y malentretenidos a los que concurrieren a ellos, aplicándoseles las penas de tales, sin embargo de que desde antes de la oración se destinaran patrullas para zelar el cumplimiento de esta resolución, que declaro extensiva a las demás ciudades, villas y lugares del reyno” (Valdés, 9/01/1809). La asociación de la plebe en público era un problema, pero también lo era su congregación en lugares furtivos, por la incapacidad de atraparlos o exhibirlos. LaGazeta de Méxicopublica en 1789 un bando que señala la prohibición de uso de cortinas en las puertas de vinaterías, porque son “un legítimo albergue de las maldades que acarrea la embriaguez, como son la unión de hombres y mujeres viciosos, vagos y mal entretenidos, juegos prohibidos, y otros insultos escandalosos y perjudiciales a la República” (17/02/1789). Estas medidas evidencian las acciones virreinales para frenar las asociaciones furtivas de grupos considerados marginales. Sin embargo, hay también constancia de que se regulaban juegos, tertulias y asociaciones en casas de élite para impedir cualquier tipo de conducta considerada inapropiada.

El plan de la Corona, como ha estudiado Silvia Arrom, “was extremely complicated. Some new measures were aimed at maintaining civil order and fostering economic development” (15) y estuvieron en el centro de la discusión. Los órganos represivos del Estado fueron revisados y, como resultado, “the police force and the system of criminal courts were expanded in 1782 as part of the división of the capital into eight administrative districts (cuarteles mayores)” (15), que a su vez se subdividan en treinta y dos cuarteles menores que tenían centinelas en cada barrio. En 1790 se estableció el noveno cuartel y la fuerza policial se expandió con la fuerza de losguardafaroles, quienes además de arrestar criminales también podían llevar a los mendigos al Hospicio de pobres.

3. CONSIDERACIONES FINALES

La sociedad ordenada es un tropo común en la narrativa virreinal de la Nueva España. La consecución del orden social se logrará, dicen los virreyes a través de sus bandos, con el establecimiento de la policía a niveles de barrio, de zonas y de ciudad. Pero esa idea de policía se quiere insertar en los ciudadanos, pues se les exhorta a ser vigilantes de aspectos como la limpieza de las ciudades -el uso de los carretones públicos y la barrida de cada casa-, el alumbrado público, el funcionamiento de las acequias y atarjeas, así como la construcción de letrinas. Estas prescripciones también incluyen instrucciones dirigidas a particulares, como el cuidado de la higiene personal, el comportamiento en público y la vestimenta. La intelectualidad mexicana se une a este tipo de requisito, y ya en el planteamiento editorial delDiario de Méxicolos editores explican que han incursionado en el periodismo no por “preceptos superiores; ni por ruegos de amigos; ni porque nos devora el amor patriótico”, sino que su decisión editorial les “pareció que sería útil en esta famosa Capital, y que a proporción del gusto que diésemos al público podría ser útil para nosotros” (Bustamante et al., 1/10/1805). Desde su perspectiva criolla y española, aquellos que escribían prescripciones de vestimenta lo hacían desde su particular lugar de enunciación, llevando a una regulación extrema de las castas y los indígenas para marcarlos en un lugar social que fuera notorio visiblemente. Sin embargo, en la prohibición del extremo de la desnudez, externan que no quieren que algunas de las prendas pertenecientes a los criollos y españoles terminen en manos de estas castas, por robo o por portarlas. La prohibición de ropas usadas y robadas atendía tanto a prevenir los robos como a impedir que se compraran o distribuyeran por las manos equivocadas. La ropa que deben vestir los individuos de la plebe debe estar siempre por debajo de los estándares de la que visten las élites; para la élite, la comodidad y la funcionalidad de las prendas es para su uso exclusivo. Cubrir la desnudez de la plebe es la única finalidad que según la élite debe tener la ropa que se le asigna. Idea que es un símil de cubrir bajo ropa áspera e incolora años de hambrunas, inestabilidad domiciliaria y enfermedades. Esta noción la desafían estos individuos que se hacen visibles al portar su frazada tanto en la calle como en la casa.

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1 ElDiario de Méxicose considera el primer periódico en el sentido moderno en México (Argudín 26). El primer número se puso a la venta el primero de octubre de 1805, y fue fundado por Carlos María Bustamante y Jacobo de Villa Urrutia. Juan María Wenceslao Barquera fue el tercer editor de este diario (Wold 13). Los artículos y cartas editoriales son firmados casi siempre con anagramas, seudónimos o iniciales.

2 Existían diversas formas de mendicidad: la de los pobres locales que pedían pan o dinero entre la vecindad, la de los mendigos ocasionales, pero también la de los mendigos ambulantes profesionales, quienes se confundían con el hampa criminal. Había también niños mendigos y bandas de adolescentes (Rheinheimer 125).

3 La idea de control estatal y/o real sigue los estudios de Michel Foucault en tanto a sociedades ordenadas y vigiladas por la policía.

Recibido: 21 de Enero de 2020; Aprobado: 19 de Marzo de 2020

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