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Perífrasis. Revista de Literatura, Teoría y Crítica

Print version ISSN 2145-8987

perifrasis. rev.lit.teor.crit. vol.14 no.29 Bogotá May/Aug. 2023  Epub May 18, 2023

https://doi.org/10.25025/perifrasis202314.29.01 

Artículos

Los disturbios del género: experiencia y escritura en La rosa muerta y Mi vida junto a Enrique Gómez Carrillo de Aurora Cáceres

Gender Disturbances: Experience and Writing in La rosa muerta and Mi vida junto a Enrique Gómez Carrillo by Aurora Caceres

Distúrbios do gênero: experiência e escrita em La rosa muerta e Mi vida junto a Enrique Gómez Carrillo de Aurora Cáceres

María Vicens* 

* Doctora en Letras, Universidad de Buenos Aires, Argentina. Este trabajo se desarrolló dentro del proyecto PICT "Escritoras, lectoras e iletradas. Variaciones de lo íntimo, lo público y lo privado en la narrativa argentina moderna". mavicens@gmail.com


Resumen

Aunque separadas por más de una década, La rosa muerta (1914) y Mi vida junto a Enrique Gómez Carrillo (1929), de Aurora Cáceres, establecen un diálogo diferido en tiempo y espacio. Este diálogo tiene como eje central los diversos modos que Cáceres encontró para narrar su intimidad en un mundo en proceso de modernización, y de nuevas pautas y roles sexoafectivos, como el de las primeras décadas del siglo XX. Qué contar y cómo contarlo devienen en este contexto dos problemas fundamentales a partir de los cuales la autora explorará múltiples formas de entrecruzar la literatura con su propia vida, modelando en este proceso relatos que indagan en la sexualidad y el deseo femeninos, denuncian los códigos morales que someten a las mujeres y recuperan el valor de la experiencia para conjurar a la muerte.

Palabras clave: literatura latinoamericana; escritoras; modernidad; intimidad; sexualidad; experiencia; feminismo; narrativa

Abstract

Separated by more than a decade, La rosa muerta (1914) y Mi vida junto a Enrique Gómez Carrillo (1929) establish nevertheless a delayed dialogue in time and space. This dialogue has as its central axis the various modes that Cáceres found to narrate her intimacy in a world that was going through a profound modernization process, which included new sexual-affective roles, like that one of the first decades of the 20th century. What to tell and how to tell it become in this context two fundamental problems from which the author will explore multiple ways of intertwining her writings with her own life, modeling in this process stories that investigate female sexuality and desire, denounce the moral codes that subdue women and recover the value of experience to ward off death.

Keywords: Latin American Literature; women writers; Modernity; intimacy; sexuality; experience; feminism; narrative

Resumo

Separados por mais de uma década, La rosa muerta (1914) e Mi vida junto a Enrique Gómez Carrillo (1929), de Aurora Cáceres, estabelecem, no entanto, um diálogo retardado no tempo e no espaço. Este diálogo tem como eixo central os diversos modos que uma escritora como Cáceres encontrou para narrar sua intimidade em um mundo em processo de modernização, e novas pautas e papéis afetivo-sexuais, como os das primeiras décadas do século XX. O que contar e como contar tornam-se neste contexto dois problemas fundamentais a partir dos quais a autora irá explorar múltiplas formas de entrelaçar a literatura com a sua própria vida, modelando neste processo histórias que investigam a sexualidade e o desejo feminino, denunciam os códigos morais que subjugam as mulheres e recuperam o valor da experiência para afastar a morte.

Palavras chave: literatura latino-americana; escritoras; modernidade; intimidade; sexualidade; experiência; feminismo; narrativa

Yo creo que las mujeres a quienes Dios llama por el mal camino de las letras deberían dedicarse a escribir novelas y con especialidad novelas de amor. ... si no es una anormal, el amor constituye el fin por excelencia de la vida. Debe conducir al matrimonio o, en todo caso, a la posesión tranquila y completa Amado Nervo, Prólogo a La rosa muerta

Si la mujer, por caso, educada en un ambiente familiar, limitado, honesto, en una palabra, quisiera escribir una novela, sus personajes no podrían ofrecer otro matiz y otro interés que el de su vida limitada ... Lo que se lee, lo que se observa no basta: nada se entiende tanto como lo que pasa a través del propio sentimiento; pero soltar el sentimiento, entregarlo a todos los impulsos, subir y bajar con la vida, avanzar y recular con ella, ascender hasta lo sublime y caer en la infamia es romper con los moldes morales que embellecen a la mujer. Alfonsina Storni, "La mujer como novelista"

Seis años (y un océano) separan las opiniones de Amado Nervo y Alfonsina Storni sobre la relación de las mujeres latinoamericanas con la novela, citadas a modo de epígrafes: el primer texto pertenece al prólogo de La rosa muerta, novela de la escritora peruana Aurora Cáceres, publicada en París en 1914; el segundo, al artículo "La mujer como novelista", una de las tantas columnas que Storni escribió para el diario La Nación de Buenos Aires durante 1920. Y esos seis años son cruciales para la historia occidental: la Primera Guerra Mundial no solo ha transformado su mapa geopolítico, sino también las relaciones sociales y sexoafectivas de la belle époque, y en distintas partes del globo asoman las revoluciones políticas, artísticas y culturales que dominarían la década del veinte. Los periodos de posguerra son mares revueltos de demandas, novedades y redefiniciones en los que la experiencia se impone por sobre cualquier vía de conocimiento, y esta coyuntura introduce cambios cruciales en lo que Jacques Rancière denomina el "reparto de lo sensible": aquella distribución "de los espacios y los tiempos, de los lugares y las identidades, de la palabra y el ruido, que hace visible lo que era invisible" (16) y que recodifica las relaciones entre la literatura y la política de una época, estableciendo nuevos regímenes de decibilidad.

A pesar de que los textos de Nervo y Storni no abordan la cuestión de la guerra, el impacto de ese emergente clima de ideas se observa, precisamente, en qué lugar ocupa la experiencia a la hora de escribir en cada caso y cómo esta dimensión afecta la relación de las mujeres con la literatura de su tiempo. Ambos autores coinciden en destacar a la novela como el género más apropiado para las mujeres y se lamentan sobre su escaso éxito en el contexto latinoamericano, pero los motivos que señalan para explicar este "fracaso" serán muy diferentes. Para Nervo, el problema reside en "[l]a preocupación religiosa y la burla que cierta gente hace de las escritoras" (XXXII); para Storni, en los corsés morales que, aun después de la guerra, someten a las mujeres a la existencia limitada de la vida doméstica. Y, para escribir, asegura Storni, hay que dejarse atravesar por la vida, "soltar el sentimiento" (77). Se podría afirmar entonces que, si la guerra introduce cambios cruciales en el "reparto de lo sensible", esta nueva "política de la literatura" (Rancière 15), que coloca a la experiencia en el centro de la escena, se entrecruzará, como subraya Storni, con los dilemas que suscitan las cambiantes pautas genérico-sexuales de la época en el caso de las escritoras.

Entre estos dos polos de esa realidad en transición se ubica, de hecho, la trayectoria literaria de Cáceres, una escritora "entre mundos" en más de un sentido. Hija del militar y presidente peruano Andrés Avelino Cáceres, discípula de escritoras filopositivistas como Clorinda Matto de Turner y Margarita Práxedes Muñoz, admiradora de la célebre Emilia Pardo Bazán, esposa de una figura central del modernismo como Enrique Gómez Carrillo, fervorosa católica y precursora del feminismo en su país, la vida de Cáceres se ramifica en ciudades, naciones y continentes, actividades literarias y políticas, y una nutrida red de contactos y amistades trasatlánticas. Es precisamente este perfil el que han destacado Mónica Cárdenas Moreno, quien define su escritura como una "identidad en movimiento" (1), y Vanesa Miseres, quien resalta su "versatilidad autoral" ("Solicitudes de amistad" 20) al abordar el álbum personal, donde la autora recolectó a lo largo de su vida artículos de prensa, autógrafos, esquelas y perfiles, como "una memoria personal para la posteridad" (9) que diera cuenta de su legado profesional.

Este carácter versátil e itinerante de su trayectoria se proyectaría, también, sobre una escritura que se disemina en relatos de viaje (Oasis de arte, 1910), ensayos (Mujeres de ayer y de hoy, de 1909, y Labor de armonía interamericana en los Estados Unidos de Norteamérica, 1940-1945, de 1946) y ficciones (La ciudad del sol, de 1927, y La princesa Suma Tica [narraciones peruanas], de 1929). Ante este panorama heterogéneo, me interesa detenerme en dos libros que destacan por su carácter disruptivo, por los vínculos que entablan entre sí y por el protagonismo que la relación entre escritura, experiencia y ficción adquiere en ambos. Más allá de haber sido publicados con más de una década de diferencia, La rosa muerta (París, 1914), su primera novela, y Mi vida junto a Enrique Gómez Carrillo (Madrid, 1929), un libro de memorias enfocado en su tormentosa relación con el escritor, se destacan por el particular modo en que encarnan los dilemas que tensionaron la relación de las escritoras latinoamericanas con ese convulso escenario político-cultural de las primeras décadas del siglo XX. Diversos trabajos críticos han señalado los puntos de contacto que existen entre la vida de Cáceres (recuperada a partir de las memorias) y la novela, interpretando esta última, ya sea como un "antídoto a su propio matrimonio" (Ward XXII) o una "respuesta" a la novela de Gómez Carrillo Del amor, del dolor y del vicio (La Greca "Intertextual" 619), porque, en efecto, las coincidencias entre estas dos obras son múltiples. Ambas proponen el amor y la enfermedad como tema central, se ambientan en escenarios europeos y presentan heroínas similares (mujeres peruanas, bellas y distinguidas, víctimas del desengaño amoroso y el encierro matrimonial) para exhibir una intimidad femenina que se revela disruptiva y deseante. Sin embargo, hasta el momento ninguno se ha detenido en los vínculos que estos textos establecen desde el punto de vista literario, si se abordan las memorias, ya no como insumo biográfico, sino como un relato construido que elige qué decir y qué silenciar, con sus propias intenciones estéticas y narrativas1.

En este sentido, más que señalar los puntos de contacto entre La rosa muerta y Mi vida junto a Enrique Gómez Carillo, este artículo se propone analizar cómo ese diálogo diferido en tiempo y espacio entre ambas obras cifra las tensiones que disparan la política de la literatura y las políticas de género en proceso de transición durante esos años. ¿Qué cuenta y qué calla Cáceres en estos textos atravesados por la biografía personal? ¿Cuándo recurre a la ficción y cuándo al testimonio? ¿Cómo elige narrar esa intimidad femenina que se expone en cada caso? Es decir, pensar cómo se posiciona Cáceres ante ese nuevo "reparto de lo sensible" que se despliega en las primeras décadas del siglo XX, qué lugar ocupa la experiencia en sus proyectos literarios y cuáles son los desafíos que encuentra a la hora de llevar esa dimensión a la página, para reflexionar sobre los dilemas que surgen en torno a la autoría femenina en esos años de modernización y cambio.

1. Duelos rebeldes

En 1921 Cáceres retoma el abandonado diario que había comenzado hacia 1906, en paralelo con su relación con Enrique Gómez Carrillo, y que, pocos años después, se convertiría en un libro. Al menos esa es la idea que nos quiere trasmitir en el capítulo "Un calvario inevitable", que comienza del siguiente modo para intentar reponer un hiato de más de diez años (el capítulo anterior finaliza con la separación definitiva en 1908): "Desde 1914 estoy en el Perú; mi papá avanza en edad; ya se encuentra sumamente anciano y debo pensar en que, fatalmente, no puede estar lejano el día en que me quedaré sola" (Mi vida 271). Acto seguido, Cáceres resume qué ha sucedido en esos años en los que se ha convertido en una escritora de renombre y una activista feminista en su país: el regreso a la patria, la muerte de su madre, la publicación de sus primeros libros, todos esos hitos vitales son sintetizados en apenas un párrafo, evidenciando el foco de atención de esa obra, pero también la costura de un texto que disimula su carácter construido al tomar como hilo conductor el diario de su autora y protagonista.

Organizado alrededor de su relación con el escritor guatemalteco (el relato comienza con algunas entradas que Cáceres escribe poco antes de conocerlo en persona; se concentra en su breve matrimonio, entre 1906 y 1907, y dedica un último tramo a su reencuentro en Europa y los trámites de nulidad), Mi vida junto a Enrique Gómez Carrillo muestra en su pasaje al libro ciertas marcas de selección y edición que privilegian la historia de ese vínculo, además de incluir otros materiales -cartas, recortes periodísticos- que construyen, como señala Vanesa Miseres, un "collage escrituario" ("Modernismo" 400). Este carácter construido será, sin embargo, invisibilizado por la propia Cáceres, al comentar la decisión de publicar esas memorias casi como un impulso espontáneo, sin recortes ni segundas intenciones, como subraya en el capítulo final: "He arrancado estas páginas aisladas del diario íntimo de mi vida, que se desliza suavemente en la soledad del alma, y las doy al lector sin reservas, sin falsos pudores, que serían inconducentes. Mostrando dos corazones desnudos que se entrelazaron débilmente ante el altar donde se celebra el rito caricioso" (297). La referencia a esas "páginas arrancadas" subraya la relación de contigüidad entre vida y literatura, al mismo tiempo que da cuenta de un proceso de reescritura y edición que transforma ese diario en un libro organizado por capítulos. Pese a esa intención explicitada de desplegar "sin reservas, sin falsos pudores" la historia de esos "dos corazones desnudos", la propia factura del texto nos advierte hasta qué punto, a la hora de abordar una obra como Mi vida junto a Enrique Gómez Carrillo, es imperativo leer con desconfianza, desmontar el efecto confesional buscado por el texto, para indagar qué elige contar su autora, qué silencia y por qué pudo haber tomado estas decisiones.

"Un calvario inevitable" se presenta, en este contexto, como un ejemplo paradigmático de las tensiones que cruzan esas decisiones, y hasta qué punto lo que Cáceres no dice resulta tan elocuente como aquello que sí elige contar para analizar su impronta autoral. En ese mismo capítulo donde se sintetiza qué ha sucedido en su vida tras su regreso a Perú, Cáceres menciona dos razones que explican un nuevo viaje a Europa: el deseo de tramitar la nulidad de su matrimonio y la necesidad de someterse a una serie de curaciones en Berlín debido a una enfermedad que padece hace años y que en ningún momento nombra. Esta doble causalidad, mencionada al pasar, evidencia precisamente aquellas "zonas de reserva" que, como ha analizado Graciela Batticuore (325) en el caso del diario de Juana Manuela Gorriti, constituyen un elemento central a la hora de abordar obras que se proponen narrar la intimidad femenina. Porque, si aquello que Cáceres promete en sus memorias y funciona como hilo conductor de la narración (el derrotero de su matrimonio) es lo que se cuenta en primer plano en este capítulo, en esa referencia velada a su enfermedad asoma una segunda inflexión de lo íntimo que Cáceres elige callar. Y este silencio es elocuente, a diferencia de otros que recorren sus memorias (la relación con su madre, por ejemplo), ya que, tanto la alusión a un tratamiento médico como la mención de la capital alemana remiten inmediatamente a otro texto de Cáceres, donde sí se narra ese periplo, pero en clave ficcional: las desventuras de Laura, la heroína de La rosa muerta, cuya historia se inicia precisamente en ese lugar y por ese motivo. Ambientada en aquella París de la belle époque que la propia Cáceres había conocido durante sus años de residencia en Europa, La rosa muerta cuenta la historia una joven peruana de buena posición, desencantada del amor debido a los recurrentes engaños de su difunto marido, y quien peregrina por los hospitales europeos para tratar un quiste uterino que provocará eventualmente su muerte. Entre el horror vivido en las clínicas de Berlín y su final en esa misma ciudad, se produce un interregno en el que Laura reencuentra el amor y descubre el placer en un sanatorio de París, de la mano de un ginecólogo turco, el doctor Castel, quien le muestra otra forma de tratar a las pacientes y, por extensión, de amar. Al descubrir que son las relaciones sexuales que mantiene con su médico lo que empeora su condición, Laura huye y elige morir lejos de él para que no sea testigo del proceso de deterioro de su cuerpo.

Este final tranquilizador y moralizante, en el que la heroína es "sacrificada" a costa de su propio placer sexual, no logra obliterar, sin embargo, un efecto disruptivo que, como ha analizado la crítica, convierte el cuerpo enfermo de Laura en "un cuerpo insumiso" (La Greca "Intertextual" 623) que llama a revaluar la doble moral sexual imperante en la época. La enfermedad opera como "un despertar a la sexualidad" (Grau Llevaria 5) y convierte a la heroína en "una figura desterrada, descontrolada y distorsionada" (Mason 64). Es decir, aquello que no se nombra en sus memorias deviene, en el terreno de la ficción, el núcleo de una novela que dialoga con los climas y motivos del modernismo finisecular para desplegar una serie de fantasías sexuales y soluciones disruptivas.

Pero hay algo más en los hiatos de Mi vida junto a Enrique Gómez Carrillo que entrevera otro paralelismo central entre ambas obras: la decisión de publicar opera en los dos casos como el punto de llegada de un duelo. Mientras que 1914 marca el cierre de una etapa de su vida (que incluye sus años en Europa y, sobre todo, su relación con Gómez Carrillo) y ese cierre se cristaliza en su decisión de publicar su primera ficción; la muerte del escritor en 1927 implicaría no solo el final definitivo de esa tormentosa relación, sino también la conclusión de ese diario que se publicaría poco después2. Y en ambos relatos, también, el modo en que se elige narrar ese duelo, lejos de remitir a la resignación y el perdón cristianos (como podría esperarse en una escritora católica como Cáceres), será el de la disrupción. Más que ser "un antídoto a su propio matrimonio" (Ward XXIII), La rosa muerta -tanto lo que narra como la forma en que elige narrar- es un acto de rebeldía contra las críticas de su marido, esas a las que solo podremos acceder una vez publicadas sus memorias. Un efecto similar se observa en Mi vida junto a Enrique Gómez Carrillo: la paz final con aquel exesposo fallecido no logra borrar el tono de denuncia y autoreivindicación que trasunta las páginas del libro. Ese duelo que se conjura a través de la escritura, más que promover la reconciliación con el pasado, exhibe la rebeldía de Cáceres ante el sometimiento y la infelicidad que implica para las mujeres la vida matrimonial. Sin embargo, quizás la coincidencia más sorprendente entre ambos textos y el rasgo más disruptivo de estos duelos rebeldes sea el hecho de que ambas obras dan cuenta de la intensidad de una experiencia de vida y de mundo que se recupera y valora frente a la muerte. Tanto en La rosa muerta como en Mi vida junto a Enrique Gómez Carrillo, el dolor y el placer se anudan en vivencias que atraviesan los cuerpos, cambian a las personas y llevan a transformarlas en arte.

En este sentido, ambas obras conforman un rompecabezas que solo se puede entender una vez que se reúnen todas las piezas: una obra funciona como clave de lectura de la otra y viceversa. ¿Qué revela entonces Mi vida junto a Gómez Carrillo que nos permita entender de un modo más cabal aquello que se narra en La rosa muerta? ¿Qué proyecta, a su vez, La rosa muerta que nos invita a leer de otro modo lo confesado en sus memorias? Porque, si Cáceres cifra en la ficción aquello que no dice en su diario (empezando por su propia enfermedad), al mismo tiempo la publicación de sus memorias revelará hasta qué punto su matrimonio con Gómez Carrillo implica no solo sufrimiento, sino también un amplio espectro de experiencias que la conectan con su pulsión literaria. Ese matrimonio aparece como un punto de llegada, pero no de una existencia "de posesión tranquila y completa" (XXXI), como indica Nervo que debe ser el amor en su prólogo a La rosa muerta, sino más bien de una experiencia que le permite a Cáceres "soltar el sentimiento, entregarlo a todos los impulsos, subir y bajar con la vida" (77), a la manera de Storni, a la manera de una escritora inmersa en la modernidad.

2. La llegada a la escritura

Al comienzo de este trabajo señalé que la Primera Guerra Mundial cambia todo para las mujeres, aunque estas transformaciones reverberen en la trama social y susciten resistencias, a tal punto que por momentos parece no haber cambiado nada. Esta tensión puede observarse en el juego que se establece entre la decisión de Cáceres de publicar Mi vida junto a Enrique Gómez Carrillo y la promesa de contar la historia de esa pareja "sin reservas, sin falsos pudores" (297), por un lado, y el proceso de reescritura de su diario y las "zonas de reserva" que pueden identificarse en el relato, por otro. Si la decisión de publicar ese diario donde Gómez Carrillo es retratado como un hombre seductor, autoritario y caprichoso que pretende una vida bohemia y critica a su esposa por sus prevenciones burguesas exhibe la intimidad de ese vínculo, y ese gesto sin duda la diferencia de sus antecesoras, que por lo general habían optado por evitar esas zonas (incluso a la hora de publicar su diario como en el caso de Gorriti), tanto aquello que elige callar Cáceres como los dilemas que expresa respecto de la autoría femenina en esos años previos a la guerra muestran hasta qué punto qué contar y cómo contar la propia vida persiste como un problema espinoso para las escritoras latinoamericanas.

De hecho, se podría arriesgar que, lejos de resolver este dilema, los cambios en las pautas afectivas y sexuales que introduce la modernidad en las primeras décadas del siglo XX lo intensifican, como la propia Cáceres tematiza en su diario a partir de diversos comentarios sobre otras escritoras de la época. Mientras menciona a Emilia Pardo Bazán como, "una de mis ídolos" (Mi vida 187) y destaca que "la critican por ser mujer, y de mucho más talento que la mayor parte de sus críticos" (187), al asistir al debut teatral de Colette comenta horrorizada el carácter provocador de la puesta y, sobre todo, la exhibición de su cuerpo en el escenario: "Una escritora del talento y reputación de Colette se desprestigia presentándose en el teatro no siendo artista profesional. ...Se puede decir que aquella noche casi no estaba vestida, porque apenas le cubrían el cuerpo unos cuantos andrajos" (172). Ambos comentarios proyectan los polos del espectro dentro del cual Cáceres perfila no solo el ideal de escritora que quiere ser, sino también los numerosos riesgos que hasta las más prestigiosas colegas corren a la hora de publicar sus obras y convertirse en figuras públicas. Y este problema es importante porque, como han señalado Vanesa Miseres y José Luis Gamarra La Rosa, por debajo de esa historia de amor y desamor que se anuncia desde el título, Mi vida junto a Enrique Gómez Carrillo es también un "diario de escritora" (Miseres, "Modernismo" 400), que narra la historia sobre cómo una mujer latinoamericana, ilustrada y de buena posición busca convertirse en una autora en la agitada París de 1900, construyendo en ese proceso una "subjetividad femenina anti normativa" (Gamarra La Rosa 44).

Amor y escritura se encadenan en las memorias de Cáceres desde el primer capítulo, cuando la autora relata, por un lado, cómo conoce a Gómez Carrillo a través de una lectura prohibida (la ya mencionada novela Del amor, del dolor y del vicio) y, por otro, comenta al registrar su primera publicación en prensa: "Que bien principio mi carrera literaria. Quiero ser profesional y no quedarme en aficionada, que viene a ser el último gato de la profesión" (Mi vida 16). El cuadro inicial se completa en el siguiente capítulo: recién salida de un convento berlinés, donde ha finalizado su educación, Cáceres se instala con su padre en la excitante capital francesa, pero vive una vida de encierro. "Si no fuera porque voy al teatro con frecuencia pasaría noches horribles: en mi pasado, la muerte, lo irreparable, y en el presente, anhelos incomprensibles" (23), confiesa. Estos sentimientos contradictorios aluden de manera sesgada a una situación que un poco más adelante desarrollará en el diario: la reciente y sorpresiva muerte de su prometido cuando se disponían a contraer matrimonio. Joven y soltera, Cáceres atraviesa una viudez extemporánea, no casualmente, como una rosa muerta en la flor de la edad.

Este es el escenario en el que irrumpe Gómez Carrillo, con su vida mítica de enfant terrible, sobre la que Cáceres confiesa tener "obsesión" (18), incluso antes de conocerlo. Esa impronta transgresora y el encuentro a través de la escritura serán las claves que harán de Gómez Carrillo el objeto de su afecto y el medio para salir de su encierro. Al poco tiempo de empezar a escribirse, Cáceres comenta: "... nadie me ha comprendido mejor que él al tratarme como a escritora y no como a señorita de sociedad, porque si algo amo en la vida es la profesión literaria, en la que es permitido pensar, sentir y decirlo todo libremente" (30) (cursivas mías). A partir de este punto, la relación con Gómez Carrillo se convertirá en sinónimo de pasión y libertad, dos emociones que se entrelazan con las propias ambiciones literarias de Cáceres, ya que el matrimonio también marca el comienzo de un "cuaderno íntimo referente a mi vida de casada" (70), el cual, dice, "reflejará el estado de mi alma, llena de verdad, con todas sus tristezas y sus asombros; sí, asombros, y muy grandes, seguramente que he de tenerlos, porque apenas conozco a mi marido" (70).

El matrimonio se convierte entonces en la llave de acceso a un mundo nuevo, que traerá "tristezas y asombros" (¿qué otra cosa es esa luna de miel, narrada en los capítulos subsiguientes, sino un grand tour del horror conyugal donde se confunden las mieles del deseo, las peleas y la decepción?), y esta experiencia iniciática y vital en múltiples sentidos -sexuales, sociales, afectivos- altera el modo en que Cáceres percibe su entorno y su propia vida. Así lo expresa cuando regresa a París algunas semanas después de la ceremonia, al asistir a una función de can-can con unos amigos: "Es curioso; antes de casarme me ruborizaba con solo oír contar que las bailarinas levantaban los pies hasta tocarse la cabeza, y ahora que las he visto no me han causado impresión alguna" (136). Es esa vida de casada con un escritor modernista la que la hace miserable, pero también la que quiebra las fronteras de aquella existencia "limitada" (77) que, como señalaría años después Alfonsina Storni, no sirve para escribir. Porque son justamente esos "moldes morales" (78) señalados por Storni los que Gómez Carrillo transgrede en forma sistemática y en función del impulso del momento, ya sea que vista un traje de baño que exhibe con descaro su anatomía, la maltrate en público, se pavonee con otras mujeres o requiera de ella sus "deberes conyugales", en un estado de ánimo tan cambiante y exasperado que se vuelve intolerable para Cáceres. "Los entusiasmos de mi marido cuando le da por el amor, no conocen límites ni moderación", comenta después de un viaje desventurado a Milán (165), mientras que él, por su parte, la acusa de hipócrita y reprimida, espetándole: "La bohemia no está hecha para las mujeres como tú, amigas de la consideración, cristianas de exterior y sedientas de ser atendidas" (228). El vaivén emocional que implica la convivencia marital inicia rápidamente un espiral descendente, hasta llegar a un límite insoportable para ella: "... exige de mí un imposible -asegura poco tiempo antes de que se concrete la separación- un aniquilamiento absoluto de mi voluntad" (179).

Esta resistencia a sacrificar su propia individualidad para salvar su matrimonio desembocará en el fin de la relación, pero también en "la llegada a la escritura", en los términos que plantea Hélène Cixous: "Escribir: para no dejarle el lugar al muerto, para hacer retroceder al olvido, para no dejarse sorprender jamás por el abismo. Para no resignarse ni consolarse nunca, para no volverse nunca hacia la pared en la cama y dormirse como si nada hubiera pasado" (11). Ya separada, y justo antes del salto temporal que introduce su vuelta a Europa, puede leerse:

La crisis de tristeza que me abatió tanto cuanto grande era mi dolor, va disminuyendo suavemente ... ¿La vida al lado de Enrique? No ha sido la mía; he vivido la suya palpitante de inquietudes, martirizada por inconscientes caprichos. Su talento literario me turbaba al punto de cohibirme y de destruir la poca fe que tengo o la falta de vigor de mi pobre alma, fuertemente sacudida y doblegada por su actividad febril.

Hoy renace en mí una nueva ilusión: la esperanza que cifro de emprender una labor meritoria. (254)

Esa nueva ilusión, poco después, tomará una forma más concreta, cuando asegure: "Esta noche tengo el deseo de escribir: la idea de principiar una novela me obsesiona" (256). El dolor (y el placer) vivenciados en esos dos años de matrimonio se convierten, a partir del duelo, en materia literaria: en esos años, Cáceres no solo ha experimentado un mundo otro, cruzando fronteras emocionales, sexuales y morales, sino que también ha encontrado el deseo de la escritura, el modo de transformar sus ambiciones literarias en obras concretas. Porque será una vez separada cuando esa novela que la "obsesiona" (como antes la obsesionaba el propio Gómez Carrillo) tome forma y se convierta en La rosa muerta.

Experiencia y literatura se sobreimprimen, y el acto de escribir se presenta en este contexto como una instancia de sanación, el modo de procesar un duelo, gesto que se repetirá al convertir ese mismo diario en una obra publicable una vez fallecido Gómez Carrillo. Pero ese proceso no está planteado, como ya señalé, en términos conciliatorios, sino disruptivos, rebeldes. Lo que leemos tanto en Mi vida junto a Enrique Gómez Carrillo como en La rosa muerta es la exhibición de esas heridas y la denuncia de hasta qué punto las mujeres (incluso aquellas que han recibido una educación esmerada, ocupan posiciones privilegiadas y viven en la París de la belle époque) se encuentran sometidas a los moldes morales que persisten en ese mundo de hombres que se dice moderno, bien sea la contestaria bohemia modernista o la institución médica. Para Cáceres, entonces, escribir es "parirse" (Cixous 16). Es la afirmación "de una fuerza interior capaz de mirar la vida sin morirse de miedo y sobre todo de mirarse uno mismo, como si fueras a la vez otro" (17), para sanar, para desear y, también, para denunciar.

3. Soltar el sentimiento

En los últimos años se han publicado distintos trabajos críticos que buscan redimensionar el lugar de La rosa muerta (y de la propia Cáceres) en la historia literaria continental, sobre todo, por el modo en que es narrado el cuerpo femenino y las vinculaciones que propone la historia entre el deseo sexual, el amor y la enfermedad. También ha sido destacada la particular combinatoria que la novela hace de sus filiaciones literarias, apropiándose, por un lado, del imaginario modernista finisecular y, por otro, de una genealogía de escritoras que utilizaron el motivo del amor como enfermedad en ficciones donde se entrecruzan elementos de sus propias biografías, como se puede observar, por ejemplo, en Peregrinaciones de una alma triste (1876), de Gorriti, y La evolución de Paulina (1893), de Práxedes Muñoz. Estas ficciones, además, incursionan en el mundo de la institución médica, ya sea para desautorizarla (Grau Llevaría 4), discutir sus estereotipos (La Greca, "Intertextual" 625) o liberar a sus heroínas de los mandatos patriarcales (Ward XVIII)3.

En contraste con esta mirada contemporánea, es precisamente ese eclecticismo literario el problema que Nervo observa en su ya citado prólogo a La rosa muerta, el cual instala una mirada crítica sobre esa ficción. Más allá de aplaudir el "librito" (XXXIII) por su "buen propósito de novelar" (XXXII) y de valorar "cierto ojo clínico que -¡helas!- los médicos suelen no tener" (XXXII), Nervo apunta contra el "vocabulario algo cosmopolita" (XXXIII) y, sobre todo, contra "la intromisión repentina de tal o cual crudo toque de naturalismo que ya no está quizás con razón, de moda" (XXXIII). Este comentario es crucial porque en aquello que más perturba a Nervo puede verse el punto neurálgico de la novela, "eso" que la vuelve insumisa y que se relaciona con una tercera filiación literaria que se suma al imaginario modernista y a las ficciones de sus predecesoras: el naturalismo. Lejos de ser "intromisiones repentinas", las zonas naturalistas de la novela atraviesan toda la trama y se concentran en la narración del espacio médico-ginecológico, y la reconversión de ese ámbito, de un lugar de condena y desesperación, a un territorio donde se experimenta el placer sexual. Aquello que más molesta a Nervo es lo que hace a esta novela tan disruptiva: cómo Cáceres se apropia de ciertos recursos del naturalismo para desarmar algunas de sus propias ficciones somáticas. Estas ficciones, señala Gabriela Nouzeilles, identificaban el "exceso de sexualidad" como "inhumano, patológico e inherentemente antisocial" (23), ya que "una sexualidad improductiva" corrompía "la función social de la maternidad y, por lo tanto la familia como fundamento biológico de la nación" (16).

En el revés de estas premisas, La rosa muerta no solo propone una imagen de la sexualidad femenina completamente disociada de la maternidad, sino que la reivindica como un modo de reclamar el cuerpo propio. Es más, bien podría ser definida como una novela de "aprendizaje ginecológico": la historia de amor de Laura camufla otra historia, que se relaciona con la exploración de su corporalidad y la decisión de no someterse a aquellas prácticas médicas que se basan en la frialdad y la falta de empatía hacia el/la paciente. El doctor Blumen -comparado por Laura con "Jack, el destripador" (14)- es la encarnación de esta actitud, la cual se retrata al describir en detalle el examen mamario: " tirole del pezón, mas lo hizo de manera tan hosca que Laura lanzó un alarido tan agudo que ruborizó al médico" (15). Ante este modelo asimétrico y brutal, Cáceres muestra la rebeldía de Laura, quien "se subleva" (12) contra sus indicaciones y miente en el interrogatorio médico, y propone un contramodelo en la figura del doctor Castel, de quien se enamorará la heroína. Lo interesante (y explosivo) de La rosa muerta en este punto es que ese proceso tendrá como escenario el espacio de la consulta y la escena determinante será, precisamente, la de la revisión ginecológica:

…se perdía su pensamiento alejándose de todo lo que le rodeaba, como no fuera el espéculo que, calentado y engrasado, lentamente, suavemente, lo introducía en el cuerpo de Laura. ... Cuando hubo terminado el examen ocular, el doctor procedió al del tacto, en el cual trató de ser tan fino, tan delicado, como el más abnegado amante. Se colocó al lado de Laura, y sin mirarla, con la vista baja, deslizó sus manos suavemente, una en la parte interior y otra en la exterior del vientre. Unas manos calientes y vigorosas en las que más bien existía la caricia voluptuosa, que no la caricia del cirujano. Laura olvidó un instante al facultativo, absorta por el hombre que tenía delante, solícito y grave. Sintió que la sangre circulaba por sus venas aceleradamente; un calor febril invadió su cuerpo, perlas de agua brotaron de su frente. (23)

Como han señalado Nancy La Greca y Elena Grau Lleveria, Cáceres se apropia del discurso médico para convertir la narración de la enfermedad en una experiencia de liberación sexual que pone en primer plano el deseo femenino. Pero el aspecto en el que me interesa detenerme en este caso es el repertorio que elige para narrar ese deseo y las implicaciones de esta decisión desde el punto de vista literario. En el fragmento citado, la escena de revisión se vale de aquella mirada clínica que introdujo el naturalismo, que pretende retratar el cuerpo sin pruritos morales, para narrar la experiencia erótica que vive la heroína. Es tan disruptivo qué se cuenta como el modo en que se cuenta. De hecho, el momento más transgresor de la escena es aquel que exhibe ese gesto de apropiación del saber médico para retratar el placer sexual femenino: no solo se dice la palabra "espéculo", sino que será precisamente este instrumento el que se convierte en un medio masturbatorio para provocar el orgasmo (si bien no se enuncia abiertamente, la reacción del cuerpo de Laura a los movimientos de Castel manifiesta este fenómeno). Y también, el orgasmo masculino, ya que, en un segundo encuentro, se describe al médico "turbado" por la emoción (38) al introducir el espéculo en el cuerpo de Laura.

Mientras que el "método de disección" naturalista de Émile Zola buscaba, como señala Jorge Luis Camacho, "explicar los mecanismos que rigen la vida íntima de la sociedad" (360), sobre todo en el caso de las mujeres, cuyo interior "era un lugar misterioso y amenazante" (359), Cáceres encuentra en ese mundo ginecológico que experimentó en carne propia, como sugieren sus memorias, el escenario perfecto para ponerle palabras, imagen y cuerpo al placer femenino. Es decir, aprovecha ese nuevo umbral de visibilidad inaugurado por la novela realista-naturalista, que según Rancière, impuso un nuevo régimen de "literariedad democrática" (30), que borra toda frontera entre el lenguaje del arte y el de la vida, para retratar una intimidad femenina que desafía esa imagen de misterio y amenaza. En su caso, su interés por el naturalismo no radicará en dar cuenta del determinismo de la herencia u otras premisas de la escuela zoliana, sino en la posibilidad de narrar una experiencia centrada en la sexualidad femenina que, incluso años después, en el espacio autobiográfico permanecería desplazada y metaforizada en los "entusiasmos" inmoderados de su marido. Además de apropiarse del discurso médico masculino para denunciarlo, Cáceres se apodera de una estética -y de las posibilidades de decir de esa estética- muy problemática para la autoría femenina desde el punto de vista moral como el naturalismo. Son conocidas las polémicas que enfrentaron Emilia Pardo Bazán, Mercedes Cabello de Carbonera y Clorinda Matto de Turner por su adscripción a la novela realista-naturalista, discusiones que Cáceres sin duda conocería muy bien por sus vínculos con estas escritoras4.

Por otro lado, es probable que esta doble transgresión respecto a lo que se narra explicara en gran medida las resistencias que el propio Nervo expresa sobre la novela, así como la escasa atención que recibió después. Detrás del argumento sobre la falta de novedad del naturalismo, no deja de asomar otro prurito, más problemático, que podemos inferir en lo que su amigo comenta en relación con las mujeres y la novela: más que reflejar cómo el matrimonio implica entregarse a la "posesión tranquila", la novela de amor de Cáceres toma por asalto los saberes masculinos (médicos, pero también estéticos) para transgredir moldes morales y literarios y reivindicar la experiencia femenina, tanto de dolor como de placer. En el centro de esta apuesta, anidan sus propias vivencias (como mujer casada y como paciente) y esa "llegada a la escritura" que narra Mi vida junto a Enrique Gómez Carrillo.

4. Políticas de género / políticas de la literatura

La experiencia, entonces, poner en palabras lo íntimo, aquello que se resiste a ser revelado, constituye el núcleo disruptivo que trama la ligazón entre La rosa muerta y Mi vida junto a Enrique Gómez Carrillo. Y esta dimensión es crucial porque, en el centro de aquello que se narra, resisten los disturbios del género: las vivencias del cuerpo, del deseo, de la enfermedad, del placer y el dolor en femenino -esas mismas que los saberes médicos, jurídicos, literarios intentan descifrar y normativizar- se convierten, a través de la escritura de Cáceres, en narraciones que perturban el archivo cultural que modela las pautas genérico-sexuales de la época. En este punto, tanto la novela como las memorias, incluso en sus "zonas de reserva", parecen responder a la demanda que Alfonsina Storni hacía a sus colegas por esos años: escribir aquello que "pasa a través del propio sentimiento", entregarse a "todos los impulsos", "subir y bajar con la vida" (77) para "parirse" como propondría más adelante Cixous.

Justamente debido a esa sintonía entre las obras de Cáceres y las demandas de Storni cabe preguntarse por qué, si en La rosa muerta y Mi vida junto a Enrique Gómez Carrillo parece resonar aquel "reparto de lo sensible" que rediseña los vínculos entre literatura y experiencia durante las primeras décadas del siglo XX, ninguna recibió demasiada atención hasta hace algunos años. Más aún si se tiene en cuenta que esos mismos años en que Cáceres escribe son los de las poetas tardo-modernistas, como Delmira Agustini, Juana de Ibarbourou y la propia Storni, cuyas obras configuran una subjetividad femenina donde la experiencia, el deseo e, incluso, la biografía personal se articulan para construir una poética que no solo es disruptiva respecto de las políticas de género del modernismo, como han analizado entre otras Sylvia Molloy, Sarah Moody y Alicia Salomone, sino también popular. Ante este panorama, los problemas en torno a qué contar y cómo contar aquellas experiencias que ponen en juego las tensiones entre la política de la literatura y las políticas de género de ese mundo en transición suman una nueva inflexión: sería en el terreno de la poesía y no de la novela, más allá de las demandas de Nervo y Storni (paradójicamente, poetas, y muy populares por cierto), donde las escritoras latinoamericanas encontrarían terreno fértil para explorar los dilemas y fantasías que despiertan esos años de modernización. Frente a este mundo en transición, la figura de Cáceres se presenta, una vez más, como una "identidad en movimiento" (Cárdenas Moreno 1). En ese mar revuelto de revoluciones y modernización política, cultural y literaria, el perfil disruptivo de Cáceres se dispersa entre aquella realidad que se está convirtiendo en pasado (la del modernismo, el cosmopolitismo, el liberalismo, el positivismo) y la que vendrá. Este efecto de dispersión no logrará borrar, sin embargo, las huellas de dos obras que, leídas en conjunto, potencian su rebeldía y su capacidad de reivindicar la experiencia y la escritura ante la amenaza de la muerte. Allí nos esperan La rosa muerta y Mi vida junto Enrique Gómez Carrillo a las y los lectores de hoy: en ese mundo donde el placer y el dolor van de la mano y la escritura es la mejor forma de no dejarse sorprender jamás por el abismo.

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1 Lucía Fox Lockert, Vanesa Miseres y José Luis Gamarra La Rosa, cuyos trabajos se retoman a lo largo de este artículo, han abordado las memorias de manera exclusiva.

2 Si bien puede señalarse que el primer libro que Cáceres publica es Mujeres de ayer y de hoy (también después de su separación de Gómez Carrillo), La rosa muerta es, sin duda, el que procesa ese duelo por el fin de su matrimonio.

3 Además de los trabajos citados, deben mencionarse el libro de Nancy La Greca, Erotic Mysticism, donde aborda la obra de Cáceres en diálogo con otros escritores del periodo, así como los artículos de Julia Martínez González Karacan, enfocado en el análisis espacial de La rosa muerta, y de Luz Ainaí Morales-Pino, centrado en sus vínculos con El conspirador, de Mercedes Cabello de Carbonera, e Incurables, de Virginia Gil Hermoso.

4 Para un análisis específico de estas polémicas, véanse los trabajos de Ana Peluffo, Mónica Cárdenas Moreno, Carmen Pereira-Muro y María Vicens.

Recibido: 21 de Noviembre de 2022; Aprobado: 06 de Marzo de 2023; Aprobado: 10 de Marzo de 2023

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