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Perífrasis. Revista de Literatura, Teoría y Crítica

Print version ISSN 2145-8987

perifrasis. rev.lit.teor.crit. vol.14 no.30 Bogotá Sep./Dec. 2023  Epub Sep 26, 2023

https://doi.org/10.25025/perifrasis202314.30.01 

Artículos

"¡Pasa a fregar los trastes de los blancos!": Isabel y el endorracismo en Reyita, sencillamente

"Go wash the dishes of the whites!": Isabel and Internalized Racism in Reyita, sencillamente

"Vá a lavar a louça dos brancos!": Isabel e endorracismo em Reyita, sencillamente

Beatriz Carolina Peña* 

*Especialista en estudios coloniales, Queens College, Estados Unidos (CUNY). beatriz.pena@qc.cuny.edu


Resumen

Se estudia la obra testimonial Reyita, sencillamente, de Daisy Rubiera Castillo, con el enfoque en el rechazo de Isabel, la madre de la protagonista, hacia su hija. Reyita lo atribuye a discriminación racial debido a que, de sus hermanas, ella era la de piel más oscura. Se expone que tal conducta manifiesta endorracismo, un fenómeno que, según se explica a través de Mosonyi, Montañez y Pineda, consiste en el desprecio de la persona afrodescendiente hacia sí misma y hacia otros de su grupo étnico por condicionamiento socio-cultural, lo que resulta en la configuración de una imagen propia y ajena de inferioridad. Acatando la voz nonagenaria de Reyita, se realiza un recorrido por la etapa inicial de la existencia de Isabel y también de parte de la vida adulta para hallar la raíz de sus actitudes. Finalmente, se examinan pasajes de la obra que reflejan endorracismo.

Palabras clave: Daisy Rubiera Castillo; Reyita; sencillamente; endorracismo; Cuba; siglo XIX; siglo XX; mujer negra; texto testimonial

Abstract

The paper studies the testimonial narrative Reyita, sencillamente by Daisy Rubiera Castillo, focusing on the rejection of Isabel, the protagonista mother, towards her daughter. Reyita attributes it to racial discrimination since, out of her sisters, she was the one with the darkest skinned. The essay argues that such behavior manifests internalized racism, a phenomenon that, as explained by Mosonyi, Montañez, and Pineda, consists of the con tempt of Afro-descendants towards themselves and others of their ethnic group due to sociocultural conditioning, which seeks to convincingly construct an image of the inferiority of themselves and similar phenotypical others. Observing the nonagenarian voice "¡Pasa a fregar los trastes de los blancos!": Isabel y el endorracismo en Reyita, sencillamente of Reyita, the paper closely follows the initial stage of Isabel's existence and part of her adult life to find the root of her attitudes. Finally, it examines passages of the work that reflect internalized racism.

Keywords: Daisy Rubiera Castillo; Reyita; sencillamente; internalized racism; Cuba; 19th Century; 20th Century; black women; testimonial text

Resumo

Estuda-se a obra testemunhal Reyita, sencillamente, de Daisy Rubiera Castillo, tendo como foco a rejeição de Isabel, mãe da protagonista, em relação à filha. Reyita atribui isso à discriminação racial porque, de suas irmãs, ela era a de pele mais escura. Expõe-se que tal comportamento manifesta o endorracismo, fenômeno que, conforme explicitado por Mosonyi, Montañez e Pineda, consiste no desprezo do afrodescendente para consigo mesmo e para com os demais de sua etnia, devido ao condicionamento sociocultural, que resulta em a configuração da imagem de inferioridade própria e alheia. Observando a voz nonagenàrio de Reyita, faz-se uma viagem pela fase inicial da existência de Isabel e também parte da sua vida adulta para encontrar a raiz das suas atitudes. Por fim, examinam-se passagens da obra que refletem o endorracismo.

Palavras-chave: Daisy Rubiera Castillo; Reyita; sencillamente; endorracismo; Cuba; Final do século 19 e início do século 20; mulher negra texto de depoimento

It is a peculiar sensation, this double-consciousness, this sense of always looking at one's self through the eyes of others, of measuring one's soul by the tape of a world that looks on in amused contempt and pity.

W.E.B. Du Bois

Cuenta la protagonista de Reyita, sencillamente (Testimonio de una negra cubana nonagenaria) (1997), de la historiadora afrodescendiente Daisy Rubiera Castillo, basada en las entrevistas a su madre afrocubana María de los Ángeles Castillo -llamada Reyita, según prefería1-, que cierto día, una niña del barrio cumplía años. Otra María, la mayor y la de piel más clara de las hermanas, "me vistió, me peinó, y me arregló de lo más bonita" (28). Reyita y dos de sus hermanas salieron de la casa rumbo a la celebración. "Yo era la única negrita" (28), refiere. Al pasar por el lugar de trabajo de su madre Isabel, esta interpeló solo a una de sus tres hijas: "Reyita, ¿a dónde tú vas?". "Vamos al cumpleaños de Iluminada" (28), contestó la niña, empleando la primera persona del plural en un sagaz pero inútil intento de anular la singularización e impedir la exclusión que presentía. La réplica tajante de la madre fue: "Reyita, no puedes ir a hacer el papel de mona entre todos los mulatos, ¡pasa a fregar los trastes de los blancos!" (29). Con dolor todavía punzante, la anciana de noventa y cuatro años recuerda: "Isabel era muy acomplejada y, aunque yo estaba de lo más bonita, no me dejó ir porque era la única negrita; mis hermanas sí fueron. Yo no, porque aunque no era una niña fea, era una niña negra" (28). Poco después de narrarle este pasaje a su hija Daisy Rubiera Castillo para el Testimonio, Reyita revive la congoja, visible en el rostro, al contarlo frente a las cámaras2.

No hay episodio de la infancia de Reyita, centrado en la relación con su madre, que cifre mejor que el apuntado tanto el desgarramiento como el abuso padecido. Isabel puso a su hija acicalada "en su puesto" (para usar una frase coloquial); es decir, relegada al servicio de los blancos, según le dictaba el racismo interiorizado. De forma implícita, también la conminaba a no igualarse a sus hermanas. Esta misma vertiente del texto conmovió antes a Víctor Fowler. En Historias del cuerpo señala, muy brevemente pero con tino y elocuencia, que la obra revela el "espacio de la familia como el más violento infierno de la mecánica racista" (153). Más adelante, afirma que en Reyita, sencillamente "es en los años de la infancia donde el repertorio de la represión aparece como estrategia educativa; dicho de otro modo, al personaje se le condiciona para sentirse y actuar como un ser inferior" (153). Otro elemento chocante y penoso es que sea Isabel, una mujer mulata de progenitora negra, quien se ocupe de tan infame tarea: "El agente director del proceso es la propia madre de Reyita" (153). Ciertamente, Reyita aprende primero sobre discriminación racial de Isabel (Brown 188), a través de las acciones excluyentes y punitivas con que victimiza a la niña. Este fenómeno de "interiorización de los prejuicios raciales por las mismas personas mestizas" (Montañez 127), afrodescendientes en este caso concreto, manifestado en una actitud de desprecio y dominio hacia otros de su propia ascendencia, se denomina endorracismo (127).

La mayoría de los trabajos sobre Reyita, sencillamente aluden, de pasada, a la discriminación sufrida por la protagonista a causa de su madre (Dixon s.p.; Dore 5; Capote Cruz 77 y 80; Sanmartín, "Sharing the (M)Other's Text" 123; Morrison 109; Álvarez 110; Casamayor-Cisneros 11). Las estudiosas cubanas Egües Cruz y León Bermúdez le dan el nombre de endorracismo y se detienen a explicar el asunto en "¡Pasa a fregar los trastes de los blancos!": Isabel y el endorracismo en Reyita, sencillamente uno de sus ensayos sobre la obra ("Literatura afrofemenina" 141). La cuestión resulta insoslayable, dado que una declaración calamitosa casi abre el libro: "Para mi mamá fue una desgracia que yo fuera -de sus cuatro hijas- la única negra"; y otra oración igualmente infausta encabeza el segundo párrafo del texto: "Yo fui víctima de una terrible discriminación por parte de mi mamá" (17). Asimismo, uno de los apartados iniciales, de poco más de una página, se titula "Una niña negra" (28-29). Es en este, precisamente, donde Reyita relata el pasaje citado al inicio y ofrece otros ejemplos del rechazo materno debido a sus rasgos físicos.

Por otro lado, el apartado siguiente a "Una niña negra", titulado "Isabel", es el más extenso. Su contenido, independientemente de que sea Rubiera Castillo quien lo organiza, intenta explicar y disculpar, por voluntad explícita de Reyita, el comportamiento de su madre: "En el fondo Isabel no era mala. Durante mucho tiempo yo no la comprendí, pero después de vieja me di cuenta de que mi pobre madre fue una víctima de la desgracia que sufrimos los negros, tanto en los siglos pasados, como en este. Te explicaré algunas cosas de ella, que ustedes no saben, y verás que tengo razón" (29). El peso de la madre en la historia de Reyita se proyecta también en una de las secciones finales del libro titulada "Fotografías". Se trata de un segmento de veintiuna imágenes en blanco y negro, un poco desvanecidas, que conforman un repertorio familiar de evidencias gráficas para refrendar el Testimonio. La primera imagen es la del rostro joven de Isabel (181; Figura 1). Salvo Reyita, la madre es la única en reaparecer individualizada, esta vez anciana, sentada y de cuerpo entero, en otra fotografía, con su hijo José María, de pie a su lado (187; Figura 2). La relevancia de este hermano de Reyita en relación con el endorracismo resulta clave, porque él viene a ser otra víctima de la discriminación de la madre: "... le decíamos Cuto. Siempre vivió con mi mamá y sufrió mucho por los complejos que ella tenía: él era negro, negro" (80). Se desprende, entonces, que el endorracismo (Reyita lo denomina "complejo"), la explicación de su origen en la persona que lo contrae (Isabel) y los efectos de su desarrollo en los sujetos racializados y en quienes los rodean (Reyita) suponen aspectos nucleares en la obra3. Así, estas páginas se dedican a analizar el flagelo del endorracismo en Reyita, sencillamente, según se manifiesta en el personaje de Isabel y en la dinámica con sus hijos.

Figura 1 Isabel, madre de Reyita. Rubiera Castillo, Reyita, sencillamente (Testimonio de una negra cubana nonagenaria) 181. 

Figura 2 Isabel y José María, Cuto. Rubiera Castillo, Reyita, sencillamente (Testimonio de una negra cubana nonagenaria) 1 87. 

Reyita, sencillamente ha recibido relativa atención en los veinticinco años transcurridos desde su primera publicación en 1997 (Egües Cruz y León Bermúdez, "Literatura afrofemenina" 125-128). La escasa popularidad ha persistido pese a haber merecido mención de honor en el prestigioso Premio Casa de las Américas en 1996 y a ser el primer texto testimonial cubano donde la "voz subalterna y privada" de una mujer negra, con una perspectiva "negada y excluida históricamente", afloró a la "voz pública". Surgió para exponer no solo su trayectoria y la de su familia, sino el transcurrir de la nación a través de sus vivencias y las de sus antepasados (Rubiera Castillo, "Reyita y yo" 187-188; Capote Cruz 77, 83 y 86). En Cuba, la obra ha alcanzado cierta popularidad, aunque no ha sido publicada aún por ninguna gran editorial cubana. Como en su examen en el país se esquivó por mucho tiempo y con excepciones el asunto racial -de hecho, una edición del texto patrocinada por Raúl Castro en 2000 mutiló del título original el calificativo "negra"-, este mutismo sobre la materia -que en la Isla han intentado remediar juntas Egües Cruz y León Bermúdez, por ejemplo- incrementa la importancia de su estudio, en el norte y en el sur del continente4. En cuanto a la cuestión del endorracismo, aún menos examinado hace una veintena de años, la admirable penetración de Fowler distinguió la estatura colosal de Reyita, sencillamente en tal sentido: "Nunca antes se había expresado en nuestra literatura con tal claridad el peso de la autocensura, el modo en el que las prácticas de dominación se establecen gracias al convencimiento de su propia inferioridad que tiene el subordinado" (155). Lo peor de esta excepcionalidad es que lo expresado en la obra no procede de la ficción.

Opuesta al silenciamiento y a la censura, Rubiera Castillo crea Reyita, sencillamente para que una voz suprimida por racializada, marginal y femenina pueda ser "escuchada". A excepción de otros interlocutores y editores del género del testimonio, alejados de la identidad de sus protagonistas, Rubiera Castillo está mejor localizada y equipada como cubana, afrodescendiente, mujer e hija (fue la hija menor de Reyita. En junio de 1996, cuando terminó el texto, tenía 57 años y habría sido testigo consciente de la vida de su madre al menos por unos 52) para poner su escritura a disposición de su madre negra y de la comunidad familiar, racial y nacional que conoce bien y con quienes comparte experiencias. Así, intenta recobrar sus voces desechadas a través del rescate e incorporación de una, cuyo timbre atesora. Cuando Reyita "habla", el lector reconoce que está "escuchando" cosas significativas que no encontraría en los libros académicos y de las que no se enteraría si Rubiera Castillo no las hubiese grabado, transcrito y, sí, organizado y editado. La protagonista lo advierte al referirse a su situación en casa de Casilda, una tía abuela suya: "No creo que mi caso fuera el único, los hubo peores en el campo, lo que pasa es que de eso no se ha escrito nada. Parece que a los escritores ese tema no les llamaba la atención, o no lo conocían" (33). Pero la historia, si bien mediatizada (este ha sido uno de los temas favoritos de la crítica del texto), sigue siendo la de Reyita, pues su hija -comprometida con "la narración de las propias mujeres negras" ("Reyita y yo" 187)- no la traicionaría. Estos son puntos fuertes del texto y de la colaboración entre ambas mujeres (Capote Cruz 79 y 85): "... apareció mi testimoniante, que no la seleccioné, ella se ofreció. No tuve necesidad de ningún acondicionamiento psicológico para iniciar las entrevistas, hubo una relación diferente, única, la relación madre/hija, porque Reyita era mi madre. Todo lo cual me permitió enfrascarme con ella en largas y fluidas conversaciones, que, por momentos, parecieron una conspiración entre las dos" (Rubiera Castillo, "Reyita y yo" 187).

1. El endorracismo

En 1982, el activista y antropólogo húngaro-venezolano Esteban Emilio Mosonyi acuñó los términos endorracismo y endorracista para referirse al individuo que se considera "blanco por autodefinición"; es decir, para aludir a aquel que "desestima en sí mismo sus propios orígenes no europeos, y en la medida en que sea o se reconozca mestizo se hace valer como blanco, tratando de establecer una especie de dominio y de superioridad sobre otras capas de población racialmente más cercanas al indígena o al africano en sus fenotipos originales" (334). Ocho años más tarde, la investigadora venezolana Ligia Montañez parte de la definición de Mosonyi para avanzar en la explicación del endorracismo y ubicar el origen del fenómeno, según el tema de su artículo, en la época colonial (127). Mosonyi había señalado antes que, "desde muy temprano", el "propio indígena, negro y mestizo" había realizado "una interpretación internalizada de la ideología racista" que convirtió a los grupos étnicos dominados en endorracistas (335-336). Montañez, por su lado, expone que, debido al "incremento de la población parda" o de los afrodescendientes, producto de la "mezcla física interétnica", en general forzada, especialmente en el siglo XVIII, la "discriminación valorativa" (127) que había sido entre personas de distinta procedencia étnica, comenzó a darse entre los mismos sujetos mestizos, aun compartiendo la "condición de explotados" (127). El individuo mezclado estableció "un espacio de superioridad ... entre él y otras personas o grupos de la sociedad más claramente reconocibles como negros o como indígenas" (127). La coerción del "grupo etnocéntrico que funciona como referente principal" (128) es tan robusta y consistente que se impone, por generaciones, en el pensamiento de dominadores y dominados: "El racismo en tanto que instrumento ideológico del poder colonial etnocéntrico para mediar las relaciones humanas dentro de la situación general de opresión, se convierte en el patrón de percepción dominante entre los unos y los otros" (Montañez 127). Así, el mismo afrodescendiente actúa para perpetuar la subestimación de otros afrodescendientes, y se convierte entonces en un colaborador, en general inconsciente de los grupos de poder, en la preservación de las jerarquías establecidas y de la condición servil de muchos. Se trata de un fenómeno perverso y encubierto de ramificaciones tanto antiguas y arraigadas como retorcidas y enmarañadas. Por ello, Montañez lo cataloga como "un proceso psicosocial complejo, proyección, de naturaleza subjetiva, de una situación social objetiva y también compleja, heterogénea y dinámica" (127).

Trece años después del ensayo de Ligia Montañez, la socióloga venezolana afrodes-cendiente Esther Pineda publica el libro Racismo, endorracismo y resistencia (2013), en el que, siguiendo a Mosonyi, a Montañez o a ambos, retoma las voces endorracismo y endorracista y logra diseminarlas en un medio académico más amplio. Asimismo, actualiza la definición de endorracismo, despojándola de cierta terminología que debió considerar anticuada o no pertinente (por ejemplo, emplea la frase "sujeto racialmente heterogéneo" en vez del término "mestizo", de visos más coloniales y, en general, identificado con el individuo resultado de la mezcla entre blancos e indígenas) y enfocándola más, acaso por experiencias, en el efecto individual: "El endorracismo es el racismo desde dentro, una autodiscriminación emanada del sujeto que sufre o experimenta el prejuicio por su pertenencia étnico-racial" (55). Esta definición la repetirá dos años más tarde en el artículo "Racismo, endorracismo y multicultu-ralidad en América Latina" (198). Pineda, observadora aguda "de los espacios cotidianos de la vida en común" (Racismo, endorracismo y resistencia 55; "Racismo, endorracismo y multi-culturalidad" 199), explica el fenómeno como uno de los "más representativos de la influencia colectiva en el ser social" (55; 199); y, si bien se centra en lo que llama "autodesprecio instigado" (55; 199) del sujeto racializado, añade que, así como este "internaliza como propia la discriminación que se le ha impuesto y la reproduce sobre sí" (55; 199), también la aplica "sobre aquellos pertenecientes a su grupo étnico racial" (55; 199). Aún más, al apropiarse y sustentar los criterios racistas, es decir, los presupuestos de aquellos que aseguran su inferioridad, el endorracista "procederá a adoptar como propia la cultura de su opresor" (56; 199).

2. Isabel y los Hechavarría

Antes que a Reyita fue a Isabel a quien le aplicaron, desde niña, aquello de "ponerla en su puesto". Tatica, la madre de Isabel, era una mujer congoleña, raptada de Cabinda (hoy ciudad y provincia de Angola) y, al cabo del horrendo periplo trasatlántico, vendida en Cuba a la familia Hechavarría. En la hacienda donde fue a parar, Tatica se enamoró después de Basilio, otra persona esclavizada; pese a previsiones para no delatar la relación ni embarazarse, tuvo a Socorro, su primera hija. Considerada, como otras mujeres en su situación, "mercancía humana, un objeto útil pero sexuado, y como tal susceptible de ser empleado como objeto sexual" (Montañez 125-126), contra su voluntad, "uno de los amos" (Rubiera Castillo, Reyita, sencillamente 19) embarazó después a Tatica. Así, producto de doble violencia -esclavitud y abuso sexual-, llegó a la vida Isabel.

Pese a haber nacido después de promulgarse la ley de vientres libres el 4 de julio de 1870 (lo que equivalía en teoría a que era libre, pero permanecería bajo el tutelaje del propietario de la madre), Isabel "tuvo que laborar como una esclava en los quehaceres de la casa de los amos" (21). Por injusticia, el amañado "patronato" de la menor no acabó para Isabel con la abolición de la esclavitud en 1886. Mientras Tatica y Basilio pudieron marcharse "de la finca de los Hechavarría, el papá de mi mamá -uno de los dueños-" (29), relata Reyita, no permitió la salida de Isabel. Al contrario, prolongó su esclavitud, pues mantuvo su estado de subyugada: "Ejerció su condición de padre, no para educarla y tenerla como a una señorita, sino para que continuara trabajando como criada, que era lo que había venido haciendo desde que no levantaba una vara del suelo" (29).

¿Qué percibiría Hechavarría distinto en Isabel? Reyita, sencillamente no penetra en la subjetividad de este personaje ni en la vida de la niña y adolescente en el entorno de la familia esclavista. Pero se pueden usar los indicios textuales para reflexionar sobre el proceso de condicionamiento de la joven, cuyas consecuencias son palpables. Isabel era mulata, nacida de una mujer esclavizada. Hechavarría la retuvo, primero y sin admitirlo, como esclava, y después de 1886 como "criada". No le pagaba, pues era su hija. Con esta misma excusa, tampoco le concedió la libertad. Pero el trato que le daba era de persona esclavizada: ". recibía poca ropa y mala comida" (29). Su aspecto y su ascendencia africana y esclava por parte de la madre marcaron su valía y su lugar en el mundo de los Hechavarría: la servidumbre. En el ambiente que la rodeaba, los de piel marrón, como ella, eran siervos, mientras que los blancos, eran amos. Es natural, entonces, que la sujeción y la desestimación en aquella casa, aplicadas durante la niñez y la adolescencia, por su propio progenitor y otros parientes consanguíneos, generaran en ella la incurable llaga del autodesprecio. En efecto, el crecer formando parte de la servidumbre en la residencia de su padre blanco repercutió hondamente en Isabel (Morrison 109).

¿Cómo salió la joven de ese cautiverio ? Isalgué, esposo de una de las Hechavarría, la embarazó, situación similar a la experimentada, antes del nacimiento de Isabel, por su madre Tatica. En 1889, tras dar a luz a Eduardito, la echaron: "Para evitar el escándalo, botaron a mi mamá, junto con su hijo, de la casa. No hubo compasión; al contrario, la descarada y la desfachatada era mi pobre madre" (29). Avergonzada y sin nada, Isabel no buscó a Tatica. Se empleó en un ingenio. Los Hechevarría ignoraron su existencia y la de Eduardito. Con los años, los hijos de Isabel, para desvanecer la huella de los esclavistas, se deshicieron de este odiado apellido materno y lo sustituyeron por Bueno.

3. Los hijos de Isabel

En el ingenio, Isabel conoció a un hombre blanco con quien tuvo a Pepe (1892) y María (1894). "Esos hijos de tu abuela eran 'adelantados'", comenta Reyita; "tenían la piel casi blanca, el pelo fino y sin muchos rizos, y sus facciones, también finas, no se parecían en nada a las mías" (30). Durante la Guerra del 95, la joven se quedó sola de nuevo, pero se unió a un mambí o soldado de la independencia, "Carlos Castillo Duharte, el único hombre negro" de su vida (30-31). Con este, en medio del trajín y los truenos de los desplazamientos bélicos, engendró otros tres hijos: Candita, Evaristo y Nemesio. Concluida la guerra, con esta misma pareja tendría a Julián y a Reyita en 1902. Después de su separación de Castillo Duharte, Isabel se juntó con otro hombre blanco, el administrador de un ingenio, con quien engendró a Gloria. Al regresar por un tiempo con Castillo Duharte, nació José María. Más tarde vivió con Barrientos, un "mulato arriero", de quien al parecer no tuvo hijos. Alejada de este, nació María de la Cruz, apodada Cusa, la hija menor. Morrison indica que, aunque Isabel fue el producto del abuso sexual de un hombre blanco sobre una mujer africana -y aunque ella misma padeció ese atropello en la casa de su padre biológico y, sin importar su vulnerabilidad, en condena, los Hechavarría la expulsaron con el hijo-, repetía el patrón de tratar de superar sus necesidades a partir de la unión con hombres blancos que luego la desilusionaban (109). No hay duda de su convencimiento de que las mujeres de piel oscura carecían de oportunidades para mantenerse y superarse (109). Al fijar su mira en los hombres blancos en posición laboral superior a la suya, Isabel no solo buscó beneficiarse en un sistema socioeconómico de profundas desigualdades, sino reproducir lo aprendido, visto y vivido. En los ingenios demostró endorracismo, en tanto favoreció a los pretendientes blancos mientras debió desdeñar a negros y mulatos, lo que, a la vez, implicó menospreciarse a ella misma. El fracaso de sus uniones con sujetos blancos, quienes la seleccionaron como pareja temporal, y su retorno constante a los ingenios o a las casas señoriales, en lucha férrea por la subsistencia, reforzarían y ahondarían su desamor propio.

En total, Isabel tuvo once hijos. De estos, cuatro fueron de tres hombres blancos, seis con un hombre negro (Castillo Duharte) y María de la Cruz, de quien no queda claro si fue hija del "mulato arriero" o de otro blanco. Esta era de piel clara porque Reyita nos dice que ella era la más oscura de las cuatro hermanas -de mayor a menor-: María, Reyita, Gloria, María de la Cruz. En cuanto a sus cinco hermanos de padre y madre, los únicos en sobrevivir la niñez fueron Julián y José María. Los primeros tres niños negros, Candita, Evarista y Nemesio, fallecieron muy pronto. De la muerte de Candita, Reyita reporta una historia espeluznante, que escuchó de Isabel:

Una vez estaban los familiares de los mambises ocultos en un cañadón, porque iba a pasar una columna española; pero Candita lloraba mucho porque estaba muy enferma. El resto de las mujeres, temerosas de ser descubiertas, le decían a tu abuela: "Isabel, busca la manera de callar a esa niña". Ella, sin saber qué hacer, dejó a los otros niños y se fue caminando y caminando, hasta que llegó a un arrollito. Llevaba a su hija apretada contra su pecho. Cuando la niña dejó de llorar, Isabel se dio cuenta de que estaba muerta. (31)

Este episodio, además de que debió haber sido muy traumático para Isabel, señala que en la familia de Reyita hubo sacrificios de vida en pos de profundos cambios políticos. La muerte de Candita, a fines del siglo XIX, sucede durante la guerra de independencia cubana contra España; la de Monín, el hijo de Reyita, en 1960, ocurre durante la explosión del buque francés La Coubre en un atentado contrarrevolucionario5. Pero no solo Candita perece en el tiempo de la guerra independentista. Sucumbe Eduardito, el hijo mayor, quien cooperaba con Isabel durante el trasiego de la familia con Castillo Duharte y las tropas bélicas por el oriente de la isla. También perecen Evarista y Nemesio. Mientras Reyita cuenta el trágico fin de Candita y señala que Eduardito murió de viruela, faltan los relatos o, al menos, las causas de fallecimiento de los otros dos niños negros. ¿Habrá dado Isabel alguna pista sobre la muerte de estos dos hijos? ¿ Refleja esta ausencia textual el desconocimiento de Reyita? ¿Implica esto la menor atención o menos duelo por parte de Isabel? ¿Se trata solo de algo que la narradora omitió sin advertirlo? ¿Lo eliminó la editora? En suma, de los seis hijos negros de Isabel, sobrevivieron los tres nacidos después de la guerra, en tiempos de la República: Reyita, Julián y José María.

4. Isabel y sus hijos negros

Isabel sufría de una vergüenza honda y enfermiza por la existencia de sus tres hijos negros (Morrison 109). Deseaba esconderlos o sacarlos de su vida. Si bien recurrió a familiares con frecuencia para que acogieran a sus hij os mientras ella se marchaba a procurar empleo, techo y comida, se evidencia que estuvo más dispuesta a entregar a los más oscuros. Julián, "huyéndole a los prejuicios raciales de mi mamá" (39), informa Reyita, vivió toda la vida con Mamacita, la abuela paterna, quien no padecía de autodesprecio. En palabras de la protagonista: Emiliana Duharte "vivió sin complejos" y "no le interesó adelantar la raza" (38). Reyita no tuvo la misma suerte y lo lamenta ante su interlocutora: "¡Ay, mi hija!, si siempre hubiese vivido con ella, ¡qué distinta hubiese sido mi vida! No habría sufrido tantas vejaciones y maltratos y, sobre todo, no hubiese tenido que rodar tanto, de casa de un familiar para casa de otro" (40). En contraste, Reyita salvó a su hijo Monín de muerte infantil. Además, no solo se encargó de sus ocho hijos, sino que acogió a numerosos niños, cuyas madres (algunas prostitutas) no los podían cuidar. En total, "crié veintiún niños en un periodo de quince años" (70, 73-74).

Uno de los lugares a donde Reyita llegó hacia 1906, a los cuatro años, fue a la finca remota de su tía abuela Casilda, por cierto, una mujer africana, hermana de Tatica, también exesclava de los Hechavarría. Casilda vivía sola, pero como, a petición de Isabel, se hizo cargo de Reyita, dejaba a la niña amarrada a la pata de una mesa, mientras se iba a "trabajar en el campo y atender sus animales" (32-33). Reyita aclara que Casilda la "quería mucho"; no obstante, como no le quedaba otra alternativa, "me ponía una vasija con agua y otra con comida. Ahí hacía mis necesidades, me dormía, me despertaba, hasta que ella llegaba por la tarde, ¡ay Dios...!" (32).

No se especifica cuánto tiempo pasó Reyita con Casilda. Que no recordara mucho de esa etapa, excepto la agonía repetitiva de estar atada a la mesa, indica que permanecería con la tía hasta los cinco años más o menos. Una vez de vuelta con su madre, solo vivió con esta hasta los ocho. Así, en esos dos o tres años de proximidad, Isabel se encargó "del arduo proceso de educación para la inferioridad de su misma hija" (Fowler 154). La presencia de la niña la exasperaba: "Isabel se molestaba con todo lo mío" (28). Criticaba con hipérboles groseras sus rasgos físicos: "Reyita, cierra la boca que la 'bemba' te va a llegar a la rodilla" (28). La niña se miraba en el espejo. Advertía que sus labios eran más gruesos que los de Pepe y María, por ejemplo, pero no tan carnosos como para justificar los afeamientos racistas de la madre. Reyita se percataba de que provenían de una obsesión: ". el complejo de mi mamá la hacía ver visiones" (28). Existe en la obra una estrategia de contraposición a estas agresiones: mientras las "visiones" de Isabel, la mulata adulta, constituyen falacias sobre la apariencia de su hija, por su lado, Reyita, la niña negra, veía "visiones" -nombradas con la misma palabra- que devienen revelaciones certeras del futuro próximo y que perfilan a la niña como un ser especial, en contacto con el más allá, el mundo de la divinidad y de los espíritus (43-45). Estos dones continuarán acompañando a Reyita en su vida adulta (91-99).

Otro recurso de Isabel era equiparar a su hija galana con un simio, a través de un insulto disfrazado de negativa: "Reyita, tú no eres mona de nadie para que se rían de ti" (28) o más frontal, como se citó al principio, "no puedes ir a hacer el papel de mona entre todos los mulatos" (29). El historiador David Kobrin explica que el hecho de que en África habitaran personas de piel oscura y animales parecidos, en la anatomía, a los seres humanos no se interpretó como una coincidencia. Se instigó y manipuló estableciendo comparaciones injuriosas entre la bestia africana similar al hombre y el hombre africano similar a la bestia, señalando en ambos la nariz ancha, los labios gruesos y el tono de la piel. Se describía a los africanos y a los orangutanes como negros, cuando en realidad ninguno lo era. La asociación del color negro con lo negativo en la cultura europea contribuía a distorsionar y obnubilar aún más las percepciones. Kobrin especifica que la piel del chimpancé debajo del pelo es, en verdad, rosada, y que el más velludo de los grupos humanos es el blanco (22-23). Dejando a un lado otros elementos, se podría concluir que la antigua comparación entre los subsaharianos y los monos ha sido una estrategia de deshumanización y animaliza-ción instrumentalizada para justificar la esclavización. Por iniquidad, ha perdurado para exculpar el trato degradante del afrodescendiente en la vida cotidiana y designarle, a perpetuidad, lugares de subalterno en la sociedad, según hacía Isabel con Reyita. Viéndola arreglada, le sugería que provocaría irrisión por ridícula, "y enseguida me llevaba para la casa donde ella trabajaba. ¡Ay, Dios mío!, como yo sufrí con eso" (28). Llamar "mona", solapadamente, a Reyita delante de sus hermanos más claros, reproducía la falacia de la proximidad de los negros a las bestias. Arrastrarla solo a ella a trabajar juntas en la casa de los blancos actuaba para reforzar su supuesta inferioridad e imponerle un lugar marginal y subordinado mientras vigorizaba el mito de la supremacía blanca.

En cuanto a José María, se sabe que vivió con la madre, acaso por ser el menor de sus hijos, por permanecer soltero y porque, pese a sus estudios de magisterio, nunca le otorgaron un puesto de maestro que no estuviera en un lugar remoto de la isla. Como Isabel, la nación cubana también insistía en esconder y en "poner en su puesto" a sus hijos negros. José María, cuenta Reyita sin ofrecer detalles, sufría por las palabras y actos discriminatorios de la madre. Una anécdota sobre un ajuste residencial demuestra la perturbación de la señora. Cuando Isabel se fue a vivir a la casa de su hija Gloria en Santiago, se instaló en la accesoria; es decir, no se acomodó en la sección principal de la vivienda, sino en una parte aledaña "y hasta cocinaba separado, para que cuando sus hijos y nietos negros la visitaran no interfirieran en la vida de la familia más clara" (37). Isabel persistía en soterrar a sus parientes negros. "Gloria y María sufrían mucho con aquel problema. Pero tu abuela pensaba y actuaba así. ya nada la haría cambiar. Era el resultado de la discriminación racial" (37). Aquí Elizabeth Dore se equivoca cuando afirma que las hermanas de Reyita la abusaban porque su color de piel era más oscuro que el de aquellas (9), pues la protagonista no hace referencia a tal discriminación.

Isabel se estabilizó y se vestía siempre de blanco. ¿Creería que las telas iluminarían su piel? Ocultaba también sus gustos por la música y el baile procedentes de las culturas africanas. Por ejemplo, "le encantaba la tumba francesa, pero nunca fue, para que nadie la viera" (37). Después de vieja, cuando este baile franco-haitiano se incorporaba a las comparsas callejeras durante los carnavales, les pedía a algunos nietos (no a los que vivían al lado, sino a los hijos de Reyita, residentes en otra zona de Santiago) que la acompañaran "a arrollar" en la celebración. Al retornar, les exigía no comentarlo (37).

5. A toda costa, Isabel a la distancia

Desde los ocho años y por unos dos, el hogar de Reyita fue el de Juan, un tío paterno, quien en 1910 le pidió a Isabel que le permitiera llevarse a la niña, acaso porque él no había tenido hijos con su mujer. "A partir de ese momento no volví a vivir con mi mamá. Ella descansó de sus complejos conmigo" (36). Mientras Isabel se aliviaba con su ausencia, para la niña no hubo respiro.

La vida de Reyita en casa del tío también estuvo colmada de agravios. Margarita Planas, la esposa de Juan, mejor conocida como doña Mangá, tenía el hábito de golpearla y humillarla, a veces por causa de una ahijada celosa y proterva. El deseo vehemente de Reyita de escapar del ataque racial de Isabel se puede calibrar al leer el apartado "¡Reyita, la cagona!" (40-43). En estas páginas, se relatan los terribles maltratos de Mangá y cómo, pese a las crueles palizas, la niña no estaba dispuesta a pedirle a Juan que la devolviera al cuidado de Isabel.

El título del segmento procede del gran bochorno que Reyita padeció un día cuando Mangá la arrodilló en la acera frente a la casa, con los brazos abiertos, sosteniendo excrementos en las palmas de las manos. Los otros niños le gritaban a la cara: "'¡Reyita, la cagona!'. Yo me quería morir de la vergüenza, y lo más triste es que era inocente" (41). Ni esta afrenta ni el cargar agua, limpiar la casa, fregar los sartenes de hornear, lavar y planchar pañuelos inmundos y ropa íntima de hombres blancos, vender dulces en la calle principal del pueblo, todos oficios asignados por Mangá, provocaron en Reyita el deseo de regresar con Isabel. Los castigos corporales eran incesantes: "¡Pero la doña era mala! A pesar de todo lo que yo ayudaba, por cualquier cosa me pegaba sin compasión" (43). Sin embargo, el anterior martirio discriminatorio de Isabel era tan doloroso para Reyita que callaba y no se quejaba ante Juan de los atropellos de Mangá: "En definitiva, ¿qué iba a resolver? Me llevarían de nuevo con mi mamá y allí estaría peor" (43). Reyita hace aparecer a su tío como una persona inocente e ignorante de los desafueros de su mujer. No parece creíble que, si la anciana a sus noventa y cuatro años aún podía mostrar un dedo "medio lisiado" por "un palo que ella me dio un día" (43), Juan pudiera desconocer el asunto.

Mangá era negra, por lo que uno se pregunta si el maltrato excesivo se debía solo a que se daba cuenta de que, por su desamparo, podía abusar de la niña con impunidad, o si se trataba también de un caso de endorracismo. ¿Se vería a sí misma reflejada en la niña? "El endorracista valora negativamente en los otros un carácter que también él posee, sólo que, al parecer, en dosis menor. Dosis que él tampoco quisiera poseer y a la que también descalifica. Autodescalifica. Y lo que es peor, por la presencia de esos rasgos objetados, es a su vez rechazado por otros en una cadena de relaciones endorracistas" (Montañez 128). No parece que Mangá tuviera un color de piel más claro que el de Reyita, pero en retrospectiva la narradora admite que aquella mujer no la quería (49). Sin razones lógicas para el aborrecimiento, se puede interpretar, siguiendo las ideas sobre endorracismo de Montañez, como una manifestación de la "valorización-desvalorización de los otros y de sí mismo" (128), según sus características físicas se acercasen a o se distanciasen de "las del grupo etnocéntrico que funciona como referente principal" (128). Si Mangá desvalorizaba en sí misma sus rasgos no blancos, también desvalorizaría en otros las características que evidenciaran ascendencia negra. Se trata del "autodesprecio instigado" del sujeto racializado, según lo explica Pineda. A diferencia de Mosonyi y Montañez, la socióloga afrodescendiente expone que la discriminación autoimpuesta se ejerce sobre otros del mismo "grupo étnico racial" (Racismo, endorracismo y resistencia 55; "Racismo, endorracismo y multiculturalidad" 199). Se infiere, entonces, que en el endorracismo no siempre media cierta diferencia fenotípica. Egües Cruz y León Bermúdez juzgan la impiedad de Mangá hacia Reyita como una manifestación de racismo ("Literatura afro-femenina" 141-142). Lo irónico de tal situación es que doña Mangá "era la Presidenta del Comité de Damas Pro Partido Independiente de Color" en La Maya. Durante la estancia de Reyita, la mujer perdió a su esposo, asesinado durante las masacres de negros perpetradas por las fuerzas gubernamentales, en la denominada "guerrita de los negros" de 1912, y hasta sufrió entonces seis meses de prisión injusta (48-49 y 175).

En la adolescencia tardía, Reyita padeció el endorracismo de otros parientes y, otra vez, de Isabel en una ocasión crucial. Tras aprobar por singular mérito los exámenes para entrar a estudiar la secundaria, no solo una prima -con la que vivía y a quien ayudaba- no le quiso prestar el dinero para poder adquirir el uniforme obligatorio y otros accesorios requeridos; sino que Isabel y demás familiares contactados la descalificaron por su aspiración de ingresar en espacios prohibidos a las personas de su procedencia. "¿Esta negrita se ha vuelto loca?" (56), fue el comentario general.

Con un propósito dignificador y reivindicativo y una conciencia clara sobre la situación marginal y la invisibilidad de la mujer negra cubana, Daisy Rubiera Castillo se hace mediadora de la voz de su madre afrodescendiente, a quien erige en narradora y protagonista del texto. Entre las historias de su vida, Reyita, la testigo, relata la manera cómo, en su niñez, su madre mulata Isabel la maltrataba y la diferenciaba de sus cuatro hermanas por ser "la única negra". Se ha demostrado que esta singularización constituye una manifestación de endorracismo que, en unos casos, preanuncia para la niña y, en otros, actúa en simultaneidad con el racismo más amplio de la sociedad cubana de los primeros sesenta años del siglo XX, periodo enfatizado en el texto.

Reyita se traza la meta en su discurso de no culpar a su madre del racismo que interiorizó por las circunstancias de su vida, en especial por las prácticas racistas ejercidas contra ella durante su crianza en medio de los Hechavarría. En meditada y sabia retrospectiva, la considera una víctima. Ciertamente, Isabel, por presión del medio, "lleva inscritos dentro de sí los límites a que la sociedad la confina". Pero, irónicamente, se convierte en "su primer vigilante y aparato de control, lo externo se ha desplazado a la interioridad" (Fowler 155). Se diría que le tatuaron con tinta indeleble la noción infame de la inferioridad del negro. La comprensión del origen del mal no impide que Reyita, sencillamente contraataque los embates de Isabel. El Testimonio presenta a la Reyita adulta victoriosa; exalta sus múltiples virtudes y conquistas mientras se comprueba que su espíritu generoso no sucumbió. Dixon afirma que en Reyita se halla un escaso rasgo de resentimiento y que sus agudos sufrimientos no la convirtieron en una persona amargada. En cambio, exhibe grandes dosis de valentía y afabilidad al enfrentar los retos inclementes vividos en su país como mujer afrocubana de piel muy oscura (Dixon).

Asimismo, Reyita, sencillamente dedica un espacio al enaltecimiento de otra víctima: José María. Si bien la obra cuenta gestos amables de los hermanos de piel clara, María acicalaba a Reyita cuando era niña y Pepe le hizo una vez "una casita de yaguas y guano para jugar" (36), es solo al hijo menor de Isabel a quien el libro dedica un apartado, titulado "José María, 'Cuto'". En esta sección, se demuestra su nobleza y liberalidad, su afecto y apego por Reyita y sus hijos y sus habilidades poéticas (79-82). El mayor desquite de Daisy Rubiera Castillo, en honor de su madre, no es solo el texto donde, contrariando a Isabel y a la sociedad cubana de entonces, realza a Reyita como un ser excepcional6. Acaso, sin advertirlo, la mayor revancha contra aquella señora que se avergonzaba y escondía a sus hijos de piel oscura sea el que una de las dos fotografías con las que Reyita, sencillamente ha dispersado la imagen de Isabel ante el público lector, nacional e internacional, sea justo aquella en la que aparece al lado del hijo de piel más oscura, ostentado este, además, un porte elegante. José María "era negro, negro" (80), recuerda, con amor, Reyita.

Bibliografía

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1En este trabajo, siguiendo los deseos de la protagonista y el ejemplo de Rubiera Castillo, se empleará el nombre Reyita para referirnos a María de los Ángeles Castillo Bueno (1902-1997). El título del libro se inspira en sus palabras: "Prefiero ser Reyita, sencillamente Reyita. ¿No es verdad? Es más bonito" (63). El apodo procede de su nacimiento el 6 de enero de 1902, día de los Reyes Magos (18).

2La entrevista de 1996 aparece en el documental Reyita (2006), de las directoras españolas Oliva Acosta y Elena Ortega. Véase del minuto 9:48 a 10:08 en el enlace: https://www.ccma.cat/tv3/ala-carta/el-documental/reyita/video/5607147/ El segmento debe proceder del documental Blanco es mi pelo, negra es mi piel (1997), de la cineasta cubana Marina Ochoa.

3Para Sanmartín, la explicación sobre las penurias y el rechazo de Isabel hacia Reyita aclara la conflictiva decisión de esta de haber unido su vida a un blanco. Insiste en que lo hizo para que sus hijos no sufrieran, como ella, por un color oscuro de piel ("We Dreamed" 130). Pero las reflexiones de Reyita son genuinas y nucleares para entender a la madre y compadecerla, superar el resentimiento y estar en paz.

4Además del cambio en el título, Reyita: testimonio de una cubana nonagenaria, esta edición, publicada en La Habana (2000) por Ediciones Verde Olivo, coloca a Daisy Rubiera Castillo y a María de los Reyes Castillo Bueno como coautoras, debemos suponer que con la anuencia de la primera. Reyita había muerto.

5. Antonino Castillo, "negro libre", el abuelo de Reyita por parte de padre, también murió en la Guerra de los Diez Años o Guerra Grande (38). Este conflicto armado se extendió de 1868 a 1878. Buscaba la independencia de Cuba del dominio español.

6Según algunos intelectuales cubanos, como Campoalegre, Guillarón, Morales y Zurbano, la discriminación racial continúa existiendo en la Isla.

Recibido: 10 de Febrero de 2023; Aprobado: 08 de Junio de 2023; Revisado: 05 de Julio de 2023

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