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Perífrasis. Revista de Literatura, Teoría y Crítica

Print version ISSN 2145-8987

perifrasis. rev.lit.teor.crit. vol.15 no.31 Bogotá Jan./Apr. 2024  Epub Jan 25, 2024

https://doi.org/10.25025/perifrasis202415.31.02 

Artículos

La espera del evento: dimensiones de la (in)movilidad doméstica en La vida inmueble de Federico Galende y Preguntas frecuentes de Nona Fernández

Waiting for the Event: Dimensions of Domestic (Im)Mobility in La vida inmueble by Federico Galende and Preguntas frecuentes by Nona Fernández

À espera do evento: dimensões da (i)mobilidade doméstica em La vida inmueble de Federico Galende e Preguntas frecuentes de Nona Fernández

MARÍA PAZ OLIVER* 

* Universidad Adolfo Ibáñez, Chile, maria.oliver@uai.cl. Doctora en Literatura, KU Leuven.


RESUMEN

Situadas en la pandemia del COVID-19, La vida inmueble (2022) de Federico Galende y Preguntas frecuentes (2020) de Nona Fernández abordan la cotidianidad del encierro como una tensión entre la inmovilidad y la movilidad. Estas obras proponen en la espera una apertura hacia el cambio en relación con un evento que cuestiona las políticas de la pandemia y el sentido de comunidad. En su dimensión afectiva, la crisis sanitaria proyecta nuevas alianzas de vida en común que transforman el paisaje cotidiano en una comunidad imaginaria y virtual. Por un lado, en La vida inmueble se explorará la inmovilidad como una espera que produce una práctica afectiva del espacio doméstico, en diálogo con el espacio público. Por otro, en Fernández, se analizará el vínculo entre la espera y el potencial crítico de lo cotidiano en relación con la creación de un paisaje que conecta la pandemia con el estallido social de 2019.

PALABRAS CLAVE: pandemia; COVID-19; movilidad; cotidianidad; afectos; Federico Galende; Nona Fernández; literatura latinoamericana

ABSTRACT

Set in the COVID-19 pandemic, La vida inmueble (2022) by Federico Galende and Preguntas frecuentes (2020) by Nona Fernández address the daily life of confinement as a tension between immobility and mobility. Both Chilean works propose in the act of waiting an opening towards change in relation to an event that questions the politics of the pandemic and the sense of community. In its affective dimension, the health crisis projects new alliances of life that transform the everyday landscape into an imaginary and virtual community. On the one hand, in La vida inmueble, immobility will be explored as a wait that produces an affective practice of the domestic space in dialogue with the public space. On the other, in the case of Fernández, the link between waiting and the critical potential of everyday life will be analyzed in relation to a landscape that connects the pandemic with the 2019 October protest.

KEYWORDS: pandemic; COVID-19; mobility; everyday life; affect; Federico Galende; Nona Fernández; Latin American literature

RESUMO

Ambientados na pandemia de COVID-19, La vida inmueble (2022) de Federico Galende e Preguntas frecuentes (2020) de Nona Fernández abordam o cotidiano do confinamiento como uma tensão entre imobilidade e mobilidade. Ambas as obras chilenas propõem na espera uma abertura para a mudança em relação a um acontecimento que questiona a política da pandemia e o sentido de comunidade. Em sua dimensão afetiva, a crise sanitária projeta novas alianças de vida em comum que transformam a paisagem cotidiana em uma comunidade imaginária e virtual. Por um lado, em La vida inmueble, a imobilidade será explorada como uma espera que produz uma prática afetiva do espaço doméstico em diálogo com o espaço público. Por outro lado, no caso de Fernández, será analisada a ligação entre a espera e o potencial crítico da vida cotidiana em relação à criação de uma paisagem que conecta a pandemia com a explosão social de 2019.

PALAVRAS CHAVE: pandemia; COVID-19; mobilidade; cotidiano; afeto; Federico Galende; Nona Fernández; literatura latino-americana

Como extensión del paradigma de la movilidad, el concepto de inmovilidad refiere a una dimensión desacelerada de aquellos ámbitos de la vida diaria donde, frente a la velocidad de las rutinas, prima la quietud, el silencio y la espera. Al ser relacional, la noción de inmovilidad supone una aproximación comparativa a la movilidad, a partir de la cual se expresa una tensión tanto entre el aspecto activo del desplazamiento y lo inactivo de las tareas diarias, como entre los ritmos del espacio doméstico y público. Desde la subjetividad del hogar, ya sea como momento de quiebre frente a la velocidad del exterior o el encierro por la pandemia, el concepto de inmovilidad permite interpretar, en la esfera íntima de lo doméstico, los distintos modos en que las prácticas mínimas de lo cotidiano -es decir, la experiencia sedentaria y lenta del espacio- construyen un paisaje afectivo. Esta dimensión psicogeográfica de la inmovilidad, marcada por el aburrimiento, la ensoñación y el viaje imaginario, es referida especialmente en las ficciones sobre la experiencia de la pandemia.

En el caso chileno, La vida inmueble (2022), tercera novela de Federico Galende, y la reciente Preguntas frecuentes (2020), de Nona Fernández, entregan una perspectiva política e íntima sobre la enfermedad, la soledad, el insomnio y la monotonía. En ambas obras, la pandemia define un ritmo cotidiano cíclico y repetitivo que representa la inmovilidad como una tensión entre la intimidad del paisaje doméstico y una apertura hacia fuera que, ya sea a través de la comunicación virtual, la mirada distante y protegida desde las ventanas del hogar o la proyección imaginaria del espacio público, entabla una conexión afectiva y comunitaria con la materialidad del entorno. Para los personajes, la movilidad reducida a las rutinas del encierro, en la experiencia de una cotidianidad carente de acontecimientos, toma la forma de una inmovilidad entendida como espera. Si bien la idea de inmovilidad se suele concebir en relación con el aspecto acelerado o desacelerado de las actividades que realizamos, tal distinción implica una cierta valoración negativa, cuando se la compara con el ánimo productivo y eficiente que suele impregnar las diversas formas de movilidad contemporánea. Siguiendo a David Bissell ("Animating Suspension"), una forma de salir de esa retórica es comprender la inmovilidad como un punto medio entre la actividad y la inactividad, es decir, no a partir de una simple falta de acción, sino como una disposición y apertura hacia el cambio. Es allí, en esa espera respecto a un evento, donde la inmovilidad en estas obras toma una dimensión afectiva y política, pues esa posibilidad de afectar y ser afectado crea una conexión con la materialidad del paisaje de la pandemia, esto es, una comunidad imaginaria y virtual unida por la fragilidad de una experiencia común. Esta potencialidad en la narrativa de Galende y Fernández transforma la solitaria intimidad de los personajes en una instancia que críticamente cuestiona la aparente normalidad de las dinámicas cotidianas de la pandemia y piensa formas alternativas de vida en común. A partir de esta propuesta, en La vida inmueble se explorará, por un lado, la inmovilidad como una espera donde el acontecimiento de quiebre con lo cotidiano está impulsado por una práctica afectiva del espacio doméstico que se despliega hacia el afuera, en una especie de viaje imaginario por la habitación que entra en diálogo con el espacio público. Por otro, en el caso de Fernández, se analizará cómo aquella temporalidad suspendida de la espera no solo refuerza la imaginación y la relación afectiva hacia los objetos, sino también una dimensión política del paisaje de la pandemia, que conecta la crisis sanitaria con el estallido social y, en general, con la condición de precariedad en que vive una gran mayoría en Chile.

1. El evento como apertura hacia el afuera

La vida inmueble narra la cotidianidad de Rumy en una anónima ciudad chilena, un profesor universitario que durante la pandemia ve su vida reducida a desplazamientos mínimos por su departamento, en un periodo de encierro en el que solo tendrá contacto por mensajes de texto con Barona, su novia; Silvina, la hermana que trabaja en un hospital, y con la que habla por videollamada; y sus distraídos alumnos por Zoom. Si la cotidianidad tradicionalmente es entendida como un sustrato o residuo de toda actividad especializada -con un potencial subversivo frente a esa misma rutina- (Lefebvre 97, Blanchot 362), la experiencia del encierro tiende a acentuar su carácter monótono y habitual, o lo que Georges Perec ("¿Aproximaciones a qué?") denomina "infraordinario" para oponer la inmediatez e indeterminación de lo cotidiano frente a lo extraordinario (23). En esa lógica del acontecimiento, donde también los límites entre la vida familiar y laboral se tornan cada vez más difusos, la rutina de Rumy se condensa en la quietud de un tiempo casi detenido, como si el afuera dejara de ser un punto de referencia para definir los ámbitos de lo doméstico:

la cotidianeidad, que desde hacía un par de semanas había comenzado a darle a las cosas y las acciones una lentitud sorprendente, imprimiéndolas en un plano en el que no era fácil determinar si se agitaban o estaban quietas. ... optaba generalmente por lavar primero y encender la radio después, prolongando una rutina a la que iba añadiendo durante el resto de la jornada una secuencia de hitos … que jamás se saltaba. Así el tiempo pasaba, pero como la estela de un círculo que él hacía girar con la monotonía de esos roedores que corren en vano al interior de una rueda. (18-20)

La monotonía del ritmo cotidiano, determinado por un sentido complejo de la temporalidad que se debate entre la repetición y el cambio (Felski 21-22), toma la forma de un ciclo donde, sin embargo, interviene una leve variación. En esa variación de lo que se repite, la novela de Galende interroga la aparente uniformidad y automatismo del ciclo. En la espera, la percepción de ese ritmo repetitivo cuestiona la inmovilidad del paisaje doméstico, como si la dimensión estática de lo común contuviera una ligera posibilidad para el cambio. Las mínimas variaciones en la experiencia de habitar el hogar crean una red de asociaciones entre los objetos que componen ese paisaje y los hábitos del protagonista, en un ritmo que invita a redirigir la mirada y transformar la espera en una disposición para observar los detalles y descubrir en ellos sutiles cambios: "... el mundo se abreviaba entonces en una atmósfera que se expandía y en la que los detalles flotaban, ingrávidos, o como si colgaran del aire" (64). Entre la quietud y el deseo de contemplar los cambios, la escritura de Galende se sumerge en la levedad del día a día en pandemia: el tiempo detenido en cada escena vivenciada por Rumy llama a observar en esa lentitud los nuevos contornos de lo cotidiano. La pregunta por aquella invisibilidad pone en un primer plano a los objetos y momentos triviales; y, en esos giros hacia lo insignificante, desarma la necesidad de una narrativa presionada por la idea de rapidez, velocidad y causalidad. Al detenerse en los momentos muertos, la narrativa se introduce en las diversas capas e intensidades de los objetos, y explora una visibilidad que esconde la opacidad de lo invisible, no como lo contrario de la materialidad sensible, siguiendo a Merleau-Ponty, sino como "su doblez y su profundidad" (134) que complejiza la percepción de lo visible, cuya apariencia siempre esconde un secreto fascinante que se expresa en los pliegues de lo sensible.

El tiempo, de este modo, se reordena a la luz de cómo el protagonista percibe el paisaje cotidiano y, además, según el modo en que la narrativa distribuye los momentos de esa fragmentaria experiencia en una asociación que escapa del poder de representación y que, más bien, tiende a generar un cruce de interacciones marcadas por la contingencia del presente. Desde el punto de vista de la movilidad, las prácticas cotidianas remiten a una puesta en relación que de manera no reflexiva transcurre en un flujo material y afectivo, para crear un plano de fuerzas entre lo humano y lo no humano. Esta dimensión "no representacional" de la movilidad, en tensión con el concepto de espera ligado a la inmovilidad, pone el acento en la capacidad de la materialidad para afectar y ser afectada, es decir, en su eficacia para actuar como agente y coexistir en una zona de fuerzas e intensidades (Deleuze y Guattari 32). Nigel Thrift inscribe este carácter "no representativo" del movimiento como una experiencia preconsciente que constantemente es influenciada por el diálogo dinámico con el entorno, al modo de una "geography of what happens" (2), donde el flujo de fuerzas supone el devenir de un cambio y de una potencialidad propia de la indeterminación de lo cotidiano. Los limitados desplazamientos en el hogar de Rumy, en la cadencia de la quietud, implican que esa potencia actúe como un deseo de cambio: la aparente inactividad de la espera es, a la vez, una disposición para la acción de ese campo de fuerzas de la materialidad. En la espera de Rumy, en este sentido, hay un deseo en tensión con la intimidad del paisaje cotidiano para abrirse a contemplar las tenues variaciones de un ritmo pandémico donde todo es posible.

Françoise Dastur define el evento como aquello que acontece de manera sorpresiva: "something which takes possession of us in an unforeseen manner, without warning, and which brings us towards an unanticipated future. ... It appears as something that dislocates time and gives a new form to it, something that puts the flow of time out of joint and changes its direction" (182). La espera, de este modo, debe ser entendida en relación con el evento como una disposición y actitud que, entre la actividad y la inactividad, explora el devenir de la contingencia e indeterminación de lo cotidiano para establecer distintas asociaciones. En los cruces de esa potencialidad para intervenir el ciclo cotidiano, Anderson y Harrison ven un horizonte de expectativas para hacer de lo repetitivo algo irrepetible (22), de manera que la espera del evento es una forma también de contemplar lo posible y la diferencia en el flujo temporal del día a día. Desde esta perspectiva, la espera de Rumy trasciende el sentido estático de la inmovilidad y se suma con cierta ansiedad al plano de fuerzas de un paisaje posible para el evento: "Parecía evidente que las enormes extensiones de tiempo de las que disponía, en lugar de tranquilizarlo, le producían el efecto contrario: el de la celeridad y el atolondramiento" (56). Entre la paciencia y la impaciencia, la combinación de cierta urgencia y retraso respecto al evento hace de la espera un proceso de percepción temporal de lo lento que dinámicamente se abre a un sentido imaginario y creativo de la movilidad cotidiana. David Bissell se detiene en la vivencia corpórea de la espera como parte de un ritmo que continuamente incluye en esa lentitud la posibilidad del cambio: "The experience of corporeal stillness could be understood through the schema of urban rhythms, where the experience of waiting is just one of the slowing rhythms that constitutes places of travel" (284). Esa idea de lo lento, en la espera de lo que podría suceder para alterar el ritmo, tiende a diluir los límites en la percepción de lo móvil y lo inmóvil, como categorías complementarias relativas también a lo activo e inactivo. La subjetividad del encierro cuestiona esas distinciones, debido principalmente a una falta de contraste que también deriva de la suspensión de los ritmos del afuera y la falta de velocidad en el espacio urbano. De manera similar a una ilusión óptica, como cuando se fija la mirada en un punto y se percibe un leve movimiento, para Rumy la realidad cotidiana se debate entre los planos difusos de una movilidad con un nuevo ritmo que le da otro espesor al paisaje doméstico: "Las cosas se enhebraban en un cuadro en el que no era fácil determinar si se movían o estaban quietas, y él se sentía como el personaje de una de esas películas lentas de Bela Tarr en las que un acontecimiento material puro, formado por objetos desobedientes a la presión y la gravedad, lo invadía con su tejido de ondas licuosas y sin contornos" (70). Como parte del llamado "Slow Cinema", la obra de Bela Tarr trabaja un imaginario de lo lento que inspira la mirada de Rumy sobre la experiencia del tiempo en el encierro. Así como el cineasta pone el acento en tomas que desafían la observación de detalles, creando una narrativa que interroga la temporalidad a veces claustrofóbica de lo cotidiano (Çağlayan), Galende explora en esas pequeñas transformaciones del entorno estados anímicos -aburrimiento, pereza, impaciencia- que se desprenden de la inmediatez e inestabilidad de lo cotidiano.

En esas impresiones de los primeros meses de pandemia, marcados por la llegada del otoño, prima la sensación de una interrupción abrupta de los hábitos de lo que hasta entonces era la vida diaria. Todas las actividades se concentran prácticamente en el espacio doméstico, y la desaparición inicial del afuera, como suceso que de forma extraordinaria transformó los modos de movilidad cotidiana, rápidamente va configurando el ritmo monótono de las nuevas rutinas. Pese a la aparente supresión del afuera, la perspectiva íntima en el hogar supone concebirla como un espacio fluido y complejo que continúa en tensión, no solo con el presente de un espacio público ahora silencioso y vacío, sino también con las vivencias que allí acontecieron y con el imaginario que crea la inmovilidad sobre él. En la experiencia de Rumy convergen, así, distintas temporalidades en la conformación del sentido virtual de la movilidad. El encierro luego adopta la forma de una apertura, de manera que las deambulaciones por el hogar resignifican el espacio-tiempo a partir de los cruces y saltos de la memoria. Hay, entonces, un progresivo paso desde una inmovilidad como simple falta de velocidad y monotonía hacia una espera que se mueve ya en el ámbito de lo posible como instancia que reconfigura la cadencia de un presente estático. Las conversaciones virtuales con la hermana, por ejemplo, traen al presente recuerdos de infancia bajo la forma de impresiones difusas y sensoriales que simplemente emergen, como las visitas que ella hacía a casas pobres cuando trabajaba haciendo encuestas: "... lo que Rumy más recordaba era el olor, un olor penetrante en que se entremezclaban el tufo a comida, a desagüe, a sudor seco y a ropa azumagada. Era el típico olor del encierro" (76). En esas asociaciones libres de la memoria, la antigua cotidianidad modifica la percepción detenida del tiempo e introduce una cierta distancia con la inmediatez de la rutina.

Las ensoñaciones con otros lugares y los deseos de concluir lo que quedó pendiente antes de la pandemia se agudizan con el encierro e insertan la virtualidad del afuera, en viajes imaginarios donde Rumy se traslada a la naturaleza. El sueño de la playa desierta, con el que comienza el libro, trae a la memoria su relación con Barona y la imagen de un amigo recientemente muerto, que emerge en varias instancias. La amplitud y desolación de aquel escenario lo comunica con lo ausente, pero que se hace presente de manera virtual. Viajar a esa zona es una forma de darle una nueva dimensión a la soledad del encierro, de provocar un encuentro con lo otro a partir de un enlace afectivo que trae de vuelta los recuerdos de sus cercanos y las sensaciones de una naturaleza exterior. Al modo de un refugio imaginario, las visiones de otras casas también complejizan los límites de la intimidad del espacio interior. La serie de sueños, por ejemplo, de la casa de infancia y de otras desconocidas que "lo esperaban armadas de una bruma ominosa al otro lado del sueño" (56), multiplican la visión del encierro desde otros puntos, en una especie de repetición freudiana de lo semejante, donde lo ominoso induce un desajuste emotivo en la mirada y hace difícil la distinción entre lo familiar y lo insólito (Freud 2493-2495). En esa sensación de extrañeza, la continuidad y cercanía del presente se resignifica en estas imágenes que, al modo de un evento que constituye un momento crítico de la temporalidad, como señala Françoise Dastur, cambian de dirección el flujo con que se vivencia un momento. La casa como "máquina de memoria" (Douglas 294) y espacio por excelencia de una inmovilidad que proyecta sensaciones de otros espacios impulsa a Rumy a fantasear con irse a vivir a una parcela que había comprado cerca de San José y construir una casa relativamente cercana al mar: "... la casa existía, salvo que por el momento no tenía cómo acceder a ella. Kafka alguna vez había definido así la melancolía: el objeto está al lado, lo que no hay es camino" (35). Esta desazón, pese a que dialoga con el ánimo rutinario e incierto de las circunstancias, no se transforma en una carencia completa de interés o deseo, sino que mueve a una búsqueda imaginaria, a idear posibles vías para realizar en un futuro ese proyecto. Esa casa inexistente es una apertura al futuro y a una movilidad virtual que amplía las posibilidades de un hogar.

Si toda movilidad supone una apropiación dinámica y subjetiva del espacio que dota de identidad a los lugares (de Certeau 110), las caminatas por el departamento son un modo en que Rumy explora a pequeña escala la condición cotidiana del desplazamiento a pie. Caminar, en este caso, es una espera que, entre la paciencia y la impaciencia, replica la cotidianidad perdida en el espacio doméstico. Rumy rememora el plano de las calles y reproduce el ritmo ocioso de sus paseos como un flâneur de pandemia:

Rumy era un gran caminante y no estaba dispuesto por ningún motivo a resignar su rutina de ejercicios al aire libre, de modo que todos los días caminaba una hora por el departamento sin detenerse: cubría el trayecto que iba del escritorio a la sala cientos de veces, bajando la velocidad cuando daba la vuelta alrededor del sillón o la mesa y acelerando todo lo que podía cuando tomaba la recta del pasillo. (28)

Esta práctica ociosa de la movilidad prepandémica que Rumy reproduce en su hogar -similar al clásico Viaje alrededor de mi habitación (1794), de Xavier de Maistre, la historia de un encierro motivado por su arresto de 42 días- acentúa la conexión afectiva de una corporalidad amenazada por la enfermedad con la intimidad y protección del espacio doméstico, ahora resignificado por un afuera virtual que describe los nuevos límites de su mundo cotidiano. Para Bernd Stiegler, la cualidad virtual e imaginaria de este tipo de movilidad resignifica el misterio de lo cotidiano y lo transforma en una zona abierta para descubrir otros usos y prácticas del espacio: "... these spaces can transform themselves whenever the observer begins to travel around them, transforming and turning them into genuine realms of experience that have been previously hidden or consumed by the gray mildew of the everyday. The journey around one's room is an open sesame for the everyday that at once opens something other and makes it accessible" (4). Del mismo modo, los "torneos imaginarios" (15) de tenis que organiza frente a una pared, y en el que participan variados contrincantes ficticios, como Celso, son eventos que cambian la rutina y redefinen un paisaje virtual lúdico y sociable en ese interior. Algo similar sucede con las ventanas como dispositivo de la mirada que invita a imaginar un exterior: "… esa ventana desde la que contemplaba la parálisis de las cosas" (21). La ventana es un "marco del deseo" (García 14), una vía mediante la cual Rumy transforma esa parálisis en una salida hacia otro paisaje y en un encuentro reconfortante con lo otro, como en la escena en que persigue un pájaro por la cocina y, cuando este logra salir por la ventana, se siente todavía más solo. Al hacer permeable la distinción entre el adentro y el afuera, la ventana le permite enmarcar los detalles mínimos de lo cotidiano e integrarlos a la coreografía de lo doméstico, para así convertirlos en sucesos extraordinarios que le dan un giro a la rutina.

La escena final consolida la imaginación de lo posible en un evento que absorbe las experiencias pasadas y las proyecta en el futuro. En medio de una multitud, Rumy camina por calles ruidosas acompañado por los personajes que poblaron sus recuerdos, sueños y rutinas durante el encierro: "... el puma escurridizo, el ciervo de las noches nevadas, la hilera de hormigas vagas, la araña pollito, el pájaro que golpeaba el vidrio, el caballo mítico de su amigo, el perrito de la vecina" (109). El sentido virtual de la movilidad crea una comunidad y un lazo no jerárquico entre lo humano y lo no humano. En esos vínculos entrañables, Galende postula una revuelta afectiva que hace del espacio público un hogar transitorio e imaginario. En la unión con lo animal se desarma una distancia para, en cambio, trazar una conexión material y afectiva con animales que funcionan como signos para cuestionar la bio-política que define lo humano. Gabriel Giorgi interpreta ese lazo entre lo animal y lo humano como una problematización de las formas de vida y horizontes de lo vivible que, a la luz de la biopolítica, implica un control y administración de las vidas vivibles o abandonables (12-16), situación que en pandemia se intensificó. La comunidad de la escena de Galende se reapropia de un espacio público prácticamente suprimido y visto como zona amenazante de contagio. Como señala Giorgio Agamben, al hacer del estado de excepción una norma, la pandemia transformó toda la dimensión política, social y afectiva de la vida cotidiana en una amenaza, reduciendo así el valor de la vida a una simple supervivencia o "nuda vida" (20-23). Desde la precariedad de la vida humana y animal, en ese entrelazamiento político y afectivo de una comunidad, la escena transmite una cercanía entre Rumy y una animalidad que pone en disputa el sentido de una vida "abandonable o expuesta" (Giorgi 24). La exterioridad virtual de ese encuentro disuelve las divisiones entre lo humano y lo animal, para así abrirse a la posibilidad de lo común, a través de un evento que críticamente introduce una nueva temporalidad y vivencia de lo contingente: la vida animal actúa, siguiendo a Judith Butler, como un otro que interpela y obliga a descubrir lo precario de la otra vida (169), lo que también implica comprender la precariedad de vida misma como forma común.

2. La espera de un evento movilizador

Preguntas frecuentes aborda las conversaciones virtuales de dos amigas durante sus solitarios encierros en plena pandemia: N, escritora de columnas relativas a la precariedad laboral y el abandono, en general, del sistema; y A, recién despedida de un trabajo en un centro de atención al cliente. Al igual que en el texto de Galende, la novela se debate entre la monotonía aislada de las rutinas y el deseo de romper ese ciclo. La inmovilidad, en este sentido, se traduce en la sensación de un tiempo detenido e inmediato: "Antes me faltaba tiempo. Hoy se estira, no avanza. Todo es tan presente" (21). Sin embargo, a la espesura de ese presente Fernández le añade otras capas que se sintonizan con la dimensión política y afectiva en que se inscriben estas vivencias. Es decir, si ese presente cotidiano solo destacara por su invisibilidad y transcurso uniforme, remitiría meramente a una pasividad estática a la que estos personajes se someten. Pero en la aparente quietud de esa cotidianidad se esconde una rabia y frustración movilizadora: tomar consciencia de la supuesta "normalidad" del día a día en pandemia -como discurso impuesto desde la negligencia del poder- transforma esa "sensación de aislamiento total" (17) en un momento crítico para comprender el rol del biopoder en las políticas cotidianas y, en general, para cuestionar la fragilidad de las condiciones materiales y laborales de la vida en Chile. El encierro, entonces, es un evento que, al modo de una grieta, da paso a la posibilidad de lo fortuito, a aquello que sorpresivamente disloca el transcurso de los acontecimientos, desde la resignación inmovilizadora de una "nueva normalidad" a una potencia movilizadora para hacer visible lo invisible. La estructura del texto, en torno a capítulos cuyos títulos instan a cuestionar la realidad pandémica -"Dudas iniciales", "Cuestionamientos varios" e "Interrogatorio final"-, refuerza la tensión entre la inmovilidad doméstica de las amigas y la fuerza de lo cotidiano para convertir la espera en una instancia desestabilizadora de la aparente normalidad. Como terreno inestable y sin un significado predefinido, lo cotidiano es disputado a través de resistencias y relaciones de poder conflictivas (Jirón 389), y es allí donde la novela de Fernández explora la inmovilidad como una experiencia transformadora y creativa, que expone las problemáticas de la vida en pandemia. Los mensajes de texto entre N y A, en esta línea, no solo van proyectando esta mirada desestabilizadora sobre la realidad, sino que también estrechan los lazos afectivos de esa amistad, convirtiéndola en una comunidad virtual dispuesta al cambio que dialoga con las demandas del estallido social.

En aquel malestar que silenciosamente se va gestando en las desigualdades de la vida cotidiana, las vivencias de N y A se hacen parte del llamado "ejército insomne", una comunidad marcada por la injusticia, que N describe en sus reflexiones sobre la pandemia y el estallido en el texto insertado a modo de epílogo: "... toda esa realidad violenta y precaria del día a día se volvió una pesadilla intolerable. ... llegó la crisis sanitaria y tuvimos que abandonar la calle. Encerrarnos y obedecer las decisiones de las mismas personas contra las que habíamos marchado y protestado. Las mismas que demostraron su incapacidad de gobernar en tiempos de crisis" (s/p). En las resonancias de ese acto de despertar, una de las consignas del estallido, la novela explora los significados asociados a una normalidad escondida bajo la forma de lo habitual, y desarma su estatuto de natural e incuestionable. El formato de preguntas frecuentes permite modificar la lógica normalizadora y estándar de lo que se cuestiona y de lo que se espera como respuesta, a través de un discurso que impregna los intercambios virtuales entre N y A, y la serie de afiches publicitarios con las preguntas de una multitud anónima y las irónicas respuestas del Gobierno de Chile.

Uno de los aspectos sobre los que se expresa esta apertura crítica de la inmovilidad es respecto al sentido del encierro, al comienzo visto por los medios y las autoridades como algo temporal e, incluso, positivo, tal como reflexiona A en sus noches de insomnio:

En las noticias y en los comerciales nos dicen que aprovechemos el tiempo, que esta pausa puede ser un momento de introspección, de apertura de conciencia. Que leamos, que meditemos, que estudiemos, que ordenemos nuestras vidas para luego retomarlas en paz, renovados. Que experimentemos esta verdadera reconversión. Como si estuviéramos en un retiro espiritual. Como si esto fuera vacaciones y alguien financiara el encierro. (19-20)

Si bien Slavoj Žižek en los primeros meses de pandemia interpretó la catástrofe como una oportunidad para repensar "las características básicas de la sociedad en que nos encontramos" (24), ese optimismo más bien contrasta con la realidad de un contexto latinoamericano donde la pandemia agudizó todavía más las diferencias sociales y el acceso digno a la salud. Lejos de darle un verdadero golpe al capitalismo, la lógica cotidiana absorbió esa nueva normalidad dentro del engranaje del sistema, como si fuera una especie de decreto donde irónicamente "todo es igual pero diferente", y que guía el relato de Fernández para proponer alianzas que desafían esa forma de vida.

Una de ellas es el insomnio, abordado en la ficción no solo como forma de espera, sino como un momento transformador desde donde nace el ánimo cuestionador de N y A. En esa vigilia ensoñadora e impaciente, A explora el otro lado de una realidad incierta y amenazada por la enfermedad, donde la noche es un espacio de entrada a la visión crítica sobre el día a día:

Duermo mientras todo el mundo hace su vida o más bien intenta hacerla en el encierro. Cuando se pone el sol me activo. . Ahora todo resucita en el encierro. Otra vez la noche dentro de la noche. No hay ampolleta que me salve. Pasan las horas y la mente comienza a vagar sin rumbo. Trato de bloquearla, de controlar el viaje, pero no puedo. Sólo la luz de esta pantalla y las letras del teclado mantienen los monstruos a raya. (17-18)

La noche activa, así, una nueva mirada sobre el paisaje de la pandemia y reconfigura el espacio-tiempo de lo doméstico, es decir, crea una situación de espera que proyecta un ritmo que altera la rutina y llama a vivenciar un sentido más fluido y lúdico de las fronteras cotidianas, tal como sostiene Al Alvarez: "... night is the time when things go wrong and lurch out of proportion, the time when values get turned around and daylight rules no longer apply" (37). En la inversión del acto de dormir y despertar, A hace del insomnio un canal para reflexionar sobre las condiciones de la vida en comunidad, como si la oscuridad de la noche fuera una vía para descubrir con mayor claridad y desde otra lógica los abusos e injusticias que invisiblemente se esconden en lo trivial. Por ejemplo, es en medio del insomnio cuando A le comenta a N haber leído su columna La marcha del boletariado: "Desde siempre el boletariado tiene que arreglárselas por su cuenta en caso de cesantía, vejez, enfermedad o, ahora, pandemia. Son los fantasmas del sistema" (18). La lucidez del insomnio, en esa solitaria espera, impulsa el poder transformador de lo cotidiano. Como sostiene Mariana Benjamin en un ensayo a partir de su propia experiencia, el insomnio le "prende fuego" a la mente, "como si en mi cabeza se prendieran todas las luces a la vez" (21). Este rol revelador del insomnio opera de manera similar en la novela de Galende: una de las lecturas de Rumy es, precisamente, el libro de Mariana Benjamin -donde se hace referencia a Rumi, el poeta islámico medieval del mismo nombre, "solo que con una i latina al final" (Galende 45)- a partir del cual el narrador se refiere a sus noches de insomnio: "... el sueño se le daba fundamentalmente cuando no estaba en la cama: irse a dormir era para él una manera de despertar, aunque sin las promesas que el amanecer tiene la costumbre de reanudar" (45). En el caso de Preguntas frecuentes, el insomnio es un estado que además establece un vínculo directo con el estallido social de octubre de 2019 en Chile. Transformando el automatismo de la falta de sueño, que análogamente resuena en las dinámicas neoliberales de los últimos treinta años -"ese estado de sonambulismo en el que nos han gobernado desde hace décadas. Pero ya es tarde porque Chile despertó" (s/p)- y el anhelo de un cambio que ya se divisaba en las sucesivas marchas de ese periodo, la perspectiva disruptiva del tiempo y las rutinas en pandemia hacen del insomnio un estado para tomar consciencia del fracaso y las injusticias de una normalidad que se funde con la "nueva normalidad" del COVID-19. Así sucede cuando N le comenta a A sobre ese espacio difuso entre el sueño y la vigilia que permite advertir una violencia imperceptible en pandemia: "Y ahí estás ahora, peleando en ese lugar intermedio entre el sueño y la vigilia, ese espacio donde el tiempo no existe, o donde todos los tiempos conviven, que es otra manera de ver el enredo inexplicable en el que nos movemos cuando se nos ocurre despertar" (67).

En el ensayo Enfermedades de la modernidad, Andrea Kottow subraya que este contexto pandémico en Chile intensificó la desigualdad hasta hacer que "la vida no sea vivible para una parte significativa de la población. Las demandas que se abrieron paso con el estallido traían implícito un deseo, a saber: repensar la sociedad en forma comunitaria" (130). El vínculo entre la espera y el deseo de comunidad, que en tanto evento mira hacia nuevas formas de lo común que reclaman la dignidad de la vida, conecta la inmovilidad del encierro con un afuera que amplía y problematiza los sentidos de un cuerpo individual, social y político, desde donde la vida se convierte en sujeto de política. La vida como horizonte que revitaliza la política, siguiendo a Roberto Esposito, transforma la tanatopolítica -o política de la vida enfocada en la práctica de muerte- en una biopolítica que hace que la vida sea "rescatada de aquella reducción a la nuda base biológica" (22). En Preguntas frecuentes, de este modo, el acto de la espera se cristaliza en la actitud entre resignada y esperanzada de N y A ante la posibilidad de cambio. Como forma de atención capaz de descubrir una nueva una mirada sobre lo estático del presente, la espera en la novela es un motor que altera la percepción del tiempo y que se resta del ritmo cotidiano productivo, signado ahora por las políticas que someten la vida a una pura administración del contagio, el confinamiento y la muerte. En su ensayo sobre la espera, Harold Schweizer (2008) lee en este acto una forma de cuestionar la velocidad de los tiempos modernos, para así sustraerse de los hábitos de consumo y producción, y tomar consciencia del tiempo estando fuera de él: "The person who waits is out of sync with time, outside of the 'moral' and economic community of those whose time is productive and synchronized or whose time need not - in the habit of velocity - be experienced at all" (29). El contexto de pandemia, desde luego, intensifica esta actitud, de manera que en las vivencias de N y A la espera cataliza un movimiento hacia los otros, humanos o no, para establecer una red alternativa que lucha por una política de la vida "irreductible en su complejidad, como un fenómeno pluridimensional" (Esposito 23). Solo de esa forma la idea de comunidad que se va tejiendo en la ficción no reduce o confina a ese colectivo, sino que lo abre a un afuera que lo expone al cambio: "... lo proyecta hacia fuera de sí mismo, de forma que lo expone al contacto, e incluso al contagio, con el otro" (Esposito 16). Como una vuelta a la dimensión colectiva de una biopolítica centrada en el cuidado, la forma de vida que encarna esta comunidad cotidiana y virtual hace de la inmunidad una alianza común que derriba jerarquías y se abre en medio de la crisis sanitaria y política hacia una transformación de lo social. En la novela, la amistad y hospitalidad como vínculos afectivos que reordenan lo comunitario en tiempos de pandemia disuelven la otredad y la frontera entre presencia y ausencia gracias al diálogo virtual, como se lee en el intercambio de mensajes electrónicos entre N y A, por ejemplo, en una breve conversación marcada por el silencio, la incertidumbre y el compromiso: frente a la pregunta de A: "¿Estás ahí?" (49), N responde: "Siempre" (50). En la apertura hacia la vulnerabilidad del otro, en ese gesto de hospitalidad que contraviene las políticas de una inmunidad excluyente de lo común, Fernández postula la amistad como una comunidad transformadora. En esta misma línea, en su diagnóstico de los primeros meses de pandemia, Patricia Manrique divisa un sentido de la inmunidad virtuosa y comunitaria en la medida en que lo inmune no sea enemigo de lo común para que "la lucha por la salud sea una responsabilidad compartida" (156).

La desilusión, el desamparo y la impotencia, como afectos no codificados en la expresividad de la emoción, crean una red solidaria con el entorno. La comunidad virtual, en este sentido, no solo se da entre N, A y el ejército insomne también presente desde la distancia de las cuarentenas, sino que incluye los objetos cotidianos del hogar. En la fraternidad íntima de esta alianza, la materialidad de los objetos expone su poder para incidir en el estado de ánimo de A. La interacción con lo doméstico da cuenta de una relación no jerárquica con lo no humano, en un intercambio mutuo donde la inactividad da paso a una agencia afectiva de lo material:

Me disculpo con la cafetera cuando la dejo sucia, le reclamo a los fideos si quedan pegados o al refrigerador cuando empieza a sacudirse con esa vocación de temblor que tanto me asusta. Paso la noche entera conversando con lo que se me ponga por delante: las tazas, el azucarero, las migas de pan sobre el mantel. Las plantas del balcón son las que mejor reciben mis palabras. Las riego a medianoche y cuando les canto diría que celebran. Hasta las oigo responder si les pregunto algo. Es un diálogo intrascendente, a ratos estúpido, pero imposible de abandonar. Me pregunto si mientras duermo hablarán aquí. ¿La cafetera conversará con el sartén? ¿El tostador le dirá algo a la cuchara de palo? ¿El gomero cantará a coro con los cardenales? (21)

A se integra a la materialidad de lo doméstico en una coreografía que se abre a nuevas formas de vida en común, al modo de un evento que desarticula el automatismo distante del día a día entre el sujeto y las cosas. Siguiendo a Jane Bennett, el carácter vibrante de la materia supone la capacidad de intervenir y afectar como agente con su propia trayectoria; de ahí que, en la novela, la escena relativa a los objetos de cocina revele "la extraña capacidad que los artículos ordinarios de fabricación humana tienen para exceder su estatus de objetos y para manifestar rasgos de independencia o de vitalidad" (23). En esa actividad comunicante, la potencia de lo material es un lugar de acogida y solidaridad, otra forma de plantear la interrogante sobre la realidad compleja del encierro y la cercanía de la enfermedad. La pena y la fragilidad conectan la materia desde una afectividad comunitaria con distintas intensidades que se unen en un duelo tan íntimo como colectivo: "Estamos en pleno velorio. Mi velorio. Platos, tazas, cucharas, lámparas y libros. Todos rezan una letanía que no tiene comienzo ni fin" (61). La animalidad también integra esta comunidad: un cóndor que observa a A, los pumas divisados en las calles, todos encarnan un ideal revolucionario que resignifica el sentido del espacio cotidiano: "Vuelven a sus territorios de origen, salen de su reclusión y se toman la ciudad" (60).

El huevo es otra figura que remite al límite difuso entre lo íntimo y lo colectivo. Referido en varias ocasiones a propósito del recuerdo de A de un accidente en auto donde murieron su madre y su hermana, y que sucedió un Domingo de Resurrección, la imagen del huevo une los solitarios días de A -el traumático e incierto transcurso de la pandemia- con una memoria esquiva que vuelve constantemente a la infancia y que la conecta con N. La repetición de escenas sobre la recolección de huevos de chocolates en esas fechas, rememorados también por N, y los huevos que ahora encuentra A en su departamento, se hacen parte de un entramado donde sueño y vigilia se confunden, según le insiste N: "Soñaste que estabas dentro de un huevo. ... Confinada en ese espacio te preguntabas qué hacías ahí. Si tu vida, tal cual la recordabas, no había sido más que un sueño trazado dentro del encierro. Si de verdad alguna vez habías estado fuera" (66). El huevo, además, es un símbolo del encierro, del no ver, del estado de sueño autómata al que somete un gobierno inoperante con la pandemia. En el deseo de despertar, que en la novela vuelve a través de la serie de preguntas, muchas de ellas incómodas -"¿Hay permiso para echar de menos a los vivos?" (69), se lee en un cartel- y que rivalizan con la disciplina de los cuestionarios oficiales, se reactiva la vitalidad de lo colectivo para pensar otro rumbo y cuestionar "la cáscara trizada de un gran huevo a punto de quebrarse" (43).

En esos momentos disruptivos de la cotidianidad, que ponen en entredicho las implicancias del estado de excepción durante la pandemia y el estallido, Galende y Fernández exploran el poder movilizador y subversivo del encierro para imaginar y construir en la intimidad de lo doméstico una nueva comunidad virtual e imaginaria que disuelve el límite con lo otro y el afuera, y que integra, en su precariedad y espíritu renovador, una dimensión más compleja y digna de las materialidades que componen la vida diaria. Como condición cercana a la contemplación, la espera en ambas novelas despliega un camino hacia lo comunitario como forma posible de convivencia no jerárquica con el entorno. Ese evento que tensa la experiencia de la inmovilidad trae al presente un futuro de lo posible que pone al cuidado y la hospitalidad en el centro de la experiencia de vida en común. La interacción lenta y virtual con el paisaje cotidiano transforma, de este modo, el solitario e inactivo día a día en pandemia en una comunidad de afectos movilizadores y cuestionadores de esa aparente normalidad.

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** Este artículo se enmarca en los proyectos Fondecyt Regular n.° 1230226 y n.° 1220637.

Recibido: 25 de Junio de 2023; Aprobado: 15 de Agosto de 2023

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