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Perífrasis. Revista de Literatura, Teoría y Crítica

Print version ISSN 2145-8987

perifrasis. rev.lit.teor.crit. vol.15 no.31 Bogotá Jan./Apr. 2024  Epub Jan 26, 2024

https://doi.org/10.25025/perifrasis202415.31.04 

Artículos

Fractura, melancolía e imposibilidad: el socialismo mariateguiano, la literatura de José María Arguedas y el acontecer social indígena

Fracture, Melancholy, and Impossibility: Mariateguian Socialism, the Literature of José María Arguedas, and Indigenous Social Happenings

Fratura, melancolia e impossibilidade: o socialismo mariateguiano, a literatura de José María Arguedas e o acontecer social indígena

FEDERICO REYES MESA* 

* Universidad de los Andes, Colombia. fedreme@gmail.com. Magíster en Estudios Culturales, Universidad de los Andes.


RESUMEN

Desde el socialismo mariateguiano y "El problema de la tierra", hasta las lógicas de representación en El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971) y Todas las sangres (1964), novelas de José María Arguedas, este texto aborda las variables y particularidades del acontecer social indígena en Latinoamérica, a través de un análisis crítico de las políticas de representación, y de su vínculo inobjetable con los proyectos políticos de izquierda en la región, particularmente en el siglo XX. A partir de tres nociones claves, y de las relaciones que surgen entre ellas: la fractura de la existencia, que detona la melancolía y la actitud política, que deriva en -y a la par surge de- la imposibilidad, se significan algunas de las apariciones y menciones de las ontologías indígenas en la literatura de Arguedas, y así mismo se devela la relación entre la producción cultural y la producción de mundos, entre la estética y la política.

PALABRAS CLAVE: José María Arguedas; José Carlos Mariátegui; estudios culturales; estudios literarios; representación indígena; izquierda; siglo XX; Perú

ABSTRACT

From Mariateguian socialism and "El problema de la tierra" to the logics of representation in El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971) and Todas las sangres (1964), novels by José María Arguedas, this text addresses the variables and particularities of indigenous social happenings in Latin America through a critical analysis of representation policies and their unquestionable connection to left-wing political projects in the region, particularly in the 20th century. Based on three key notions and the relationships that arise among them -the fracture of existence, which triggers melancholy, and the political attitude, which derives from and, at the same time, arises from impossibility- some of the appearances and mentions of indigenous ontologies in Arguedas' literature are given significance, thereby revealing the relationship between cultural production and the production of worlds, between aesthetics and politics.

KEYWORDS: José María Arguedas; José Carlos Mariátegui; cultural studies; literary studies; indigenous representation; left; 20th Century; Peru

RESUMO

Desde o socialismo mariateguiano e "El problema de la tierra", até as lógicas de representação em El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971) e Todas las sangres (1964), romances de José María Arguedas, este texto aborda as variáveis e particularidades do acontecer social indígena na América Latina, por meio de uma análise crítica das políticas de representação e de seu vínculo incontestável com os projetos políticos de esquerda na região, especialmente no século XX. A partir de três noções-chave e das relações que surgem entre elas -a fratura da existência, que desencadeia a melancolia, e a atitude política, que deriva e ao mesmo tempo surge da impossibilidade- algumas das aparições e menções das ontologias indígenas na literatura de Arguedas são significativas, revelando também a relação entre a produção cultural e a produção de mundos, entre estética e política.

PALAVRAS-CHAVE: José María Arguedas; José Carlos Mariátegui; estudos literários; estudos culturais; representação indígena; esquerda; século XX; Peru

El hombre es un personaje fenomenal y el mundo es demasiado hermoso para estar quemándose uno a causa de contemplar y sentir esa complejidad grande, fuerte, sin lanzar la llama a todas partes y con todo lo que uno pueda.

José María Arguedas, Las cartas de Arguedas

El Partido Socialista Peruano fue un movimiento político de fugaz existencia, fundado en 1928 por un grupo de intelectuales y pensadores de izquierda del Perú, y disuelto -bajo la pantomima de una alianza con el Partido Comunista Peruano- en 1930, poco después de la facción latinoamericana de la III Internacional, celebrada en Buenos Aires y en Montevideo en 1929, y reconocida, entre otras cosas, por ser el nodo inicial de una serie de disensos y fragmentaciones ocurridas al interior de los partidos de izquierda en varios países de la región. El núcleo de aquel comportamiento fragmentario, dice Augusto Piemonte en su análisis de la participación protagonista de los partidos de la izquierda argentina en la Internacional Comunista, fue la creación del Partido Comunista de la Argentina (PCA)1 que permitió, en últimas, la entrada al continente de los discursos y las ideologías específicas de la izquierda internacional, enfocada, en ese contecto, en la creación de un frente único. Para ese momento, América Latina atravesaba una crisis económica que se manifestó con contundencia en espacios sociales, políticos y culturales, casi como respuesta automática a la crisis de la bolsa sufrida en Estados Unidos a comienzos de la década, y que, por lo tanto, reveló la profundidad que determinaba el funcionamiento dependiente de las sociedades y economías de enclave en el continente.

Durante la celebración de aquella facción regional fueron expuestas las bases sobre las que había sido fundado, tan solo un año atrás, el Partido Socialista Peruano, recogidas y formuladas en un formato único, conocido desde entonces como "El problema de las razas en América Latina". En este documento, José Carlos Mariátegui (1894-1930), uno de los fundadores del partido, y de los más prolíficos pensadores de la izquierda peruana y latinoamericana, expuso una serie de problemáticas que representaban una novedad que debía ser reconocida con inteligencia localizada por los proyectos de izquierda de la región. Como el nombre del documento señala, para Mariátegui -y para una serie de facciones y de pensadores de la izquierda subcontinental- existía, en medio del complejo entramado social de Latinoamérica, una variable que debía ser contemplada para el desarrollo y la aplicación de ideologías fabricadas en Europa: la configuración de sujetos múltiples construidos alrededor de la raza como noción estructural de identidad y, entonces, como matriz política y social de la existencia. Esta variable, que para el marxismo europeo tuvo otras connotaciones y fue leída dentro de otros marcos, debido la naturaleza particular de los conflictos étnicos situados en Europa, sugería un reto concreto y diferente para los proyectos de izquierda latinoamericanos. Unos proyectos que necesitaban, con urgencia, llevar a cabo un proceso complejo de extrapolación ideológica para reconocer los matices múltiples y particulares de las sociedades de la región, y así evitar la violencia que podría desprenderse de la implementación inercial de un pensamiento estructurado en y para otros lugares del planeta, por y para otros sujetos.

Mariátegui -y con él sus tesis y su partido- sufrió en aquel encuentro a causa del exagerado internacionalismo de los partidos de izquierda del sur del continente, construidos ellos de forma demasiado "extranjera y extranjerizante" (Piemonte 173) -deslocalizante, si se quisiera-. Estos partidos, que no solo fungieron en aquel encuentro internacional como anfitriones, sino que fueron protagonistas y verdugos del destino de la izquierda latinoamericana, terminaron por rechazar con contundencia la matriz racial propuesta por Mariátegui, hasta ahora poco explorada por la izquierda internacional. Tras aquel rechazo vino la disolución del Partido Socialista Peruano, y poco después la muerte de Mariátegui.

Articulado al problema de la raza, o mejor, como un correlato que se desarrolla a su par, Mariátegui, en sus "Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana" (1928), propuso el nodo neural sobre el que podría diseccionarse el problema de la raza específicamente en el Perú. En "El problema de la tierra", quizás el ensayo más leído de aquel documento, Mariátegui propone un giro radical en el pensamiento crítico de izquierda con el fin de descubrir los aspectos verdaderamente importantes en la creación de proyectos políticos opuestos al pensamiento colonial, que para el momento ya había potenciado la creación de Estados-naciones sumamente dependientes. Para esto, y con una claridad que le impediría perder vigencia en el futuro, Mariátegui sugirió que, en realidad, los problemas que afectan, y que desde ese afectar construyen la relación entre las comunidades indígenas y los proyectos desarrollistas en el continente, deberían ser abordados ya no desde perspectivas pedagógicas ni humanitarias filantrópicas (7 ensayos 39), sino desde un entendimiento pragmático : el problema de lo indígena es el problema de la tierra, y el problema de la tierra es el problema del régimen de propiedad de la tierra. Cualquier esfuerzo por armonizar el ingreso de las comunidades indígenas en los entramados sociales, políticos y culturales contemporáneos, que no tuviera una incidencia clara sobre los sistemas económicos y agrarios de la región, entonces, sería infructuoso.

A partir de una serie de figuras históricas profundamente situadas, Mariátegui se sirvió de un relato común articulado a partir de sujetos, escenarios, sistemas y relaciones antagónicas para dar cuenta de sus elaboraciones teóricas. De esta forma, los gamonales, los señores y los terratenientes representaban la esencia problemática del relato; el feudalismo, el imperialismo, el enclave, el servilismo y la acumulación eran su escenario; y las reformas agrarias de tendencias marxistas, pero extrapoladas sensiblemente, con la participación directa de las comunidades indígenas, eran la luz de la resolución. Y con protagonistas, antagonistas y escenarios, Maríategui dio cuenta de un relato histórico particular con el que, quizás sin reconocerlo, se insertó en el centro de un profundo debate sobre la representación de lo indígena en la historia y en las historias del continente.

Con el paso del tiempo, y con cada mirada que se posaba sobre el relato para estudiarlo con profunda determinación, este se volvió paradigmático, condicionado por su capacidad para producir sujetos casi antagónicos, y para yuxtaponer momentos temporales incompatibles -como, por ejemplo, la convergencia entre el feudalismo tardío y el capitalismo moderno; o la configuración de sujetos en cuyo interior existieran integradas la tradición y las ambiciones desarrollistas-. Esos paradigmas del relato eventualmente develaron que el entramado moderno que contenía la figura de las comunidades indígenas en el continente, y con ellas sus ontologías, cosmogonías, conocimientos, realidades y sistemas, era intrincado y espeso, como una serie de nudos estrechos y ajustados, producidos por el vertiginoso encuentro entre realidades irreconciliables. De allí nace la preocupación de la producción cultural y de las lógicas de representación en el continente por retratar las particularidades del acontecer social indígena en el contexto latinoamericano contemporáneo, como si fuera labor de las artes, de la música, del cine, de la literatura, y de las manifestaciones estético-culturales en general, desenmarañar aquel cúmulo de nudos a través de su representación.

Dentro de esta misma intención de cruzar y vincular relatos narrativos con realidades políticas se enmarca el antropólogo, escritor y poeta peruano, José María Arguedas (1911-1969), quien, con el cuerpo entero de su producción -que fluctúa entre cuentos, cartas, novelas, poemas y discursos-, se dedicó a retratar el complejo relato estructural develado, entre muchos otros movimientos, por el pensamiento mariateguiano. Sin embargo, Arguedas no parece haber querido desentrañar la madeja tanto como hacerla evidente. Su labor como escritor no era, en últimas, la de escribir sobre los mundos desde y para los circuitos de lo cultural -atravesados, a su vez, por la jerarquización de las prácticas de producción y consumo de manifestaciones culturales-, sino la de comprenderlos y, en últimas, constituirlos a través de su escritura. Por esto mismo, escribe René Carrasco, en los relatos de Arguedas los personajes "en lugar de referir a un individuo en particular representan una posición específica en este panorama social" (343). Como Mariátegui, Arguedas se valió de la construcción de unos relatos comunes para concentrar los pulsos y potencias de ciertos sectores y colectividades dentro de personajes ricos por su complejidad. Este ejercicio juicioso e intenso lo llevó, a fin de cuentas, a convertirse a sí mismo en la personificación intrincada y contradictoria de unas intenciones colectivas que por momentos puso por encima de su contrariada subjetividad.

"Yo no soy un aculturado; yo soy un peruano que orgullosamente, como un demonio feliz habla en cristiano y en indio, en español y en quechua". Este es un fragmento del discurso con el que Arguedas recibió, en 1969, apenas unos meses antes de su muerte, el premio Inca Garcilaso de la Vega en Lima. El contexto en el que Arguedas recibió el premio era sumamente complejo. Acababan de suceder, uno tras otro, una serie de eventos políticos anormales en el Perú -en especial golpes de Estado de un lado a otro del espectro político- que dinamizaron con efervescencia un escenario anestesiado por el fracaso de proyectos de izquierda, y, por ende, por el triunfo sucesivo de proyectos políticos de derecha. Es en medio de ese panorama excitado que surge el discurso pronunciado por Arguedas aquel día, de ahí en adelante conocido como "No soy un aculturado", con el que reconocía el valor de la naturaleza histriónica y barroca del Perú del siglo XX a partir de la reivindicación del socialismo, ya no solo como espacio para el elevado pensamiento político, sino como actitud material para descifrar las complejas realidades del país. Actitud que naturalmente se impregnó en su escritura. Eventualmente, y tras años de resistir a una depresión que nunca se le despegó de la piel -y que documentó en sus libros, diarios y cartas-, se disparó en la cabeza en noviembre de 1969.

Arguedas, que fue también etnógrafo en el mismo terreno que ocupó con su narrativa, documentó en clave de ficción los encuentros entre las sociedades portuarias industrializadas, activadas con inversión extranjera y comandadas por empresarios, terratenientes, curas y ministros religiosos extranjeros; y los criollos, campesinos, esclavos serviles y las comunidades indígenas que reclamaban su lugar en el presente convertidas en mano de obra. Quizás los proyectos en los que el escritor materializó de forma más clara su preocupación por entender -o por mostrar- al Perú fueron: Todas las sangres, una novela de 1964 en la que cuenta lo que sucede tras la muerte de un terrateniente en la sierra del Perú; y El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971), su novela póstuma, una cartografía social, ambiciosa e inconclusa de Chimbote, una importante ciudad portuaria ubicada sobre el Pacífico, que todavía hoy, se cree, es una de las que más harina de pescado produce en el mundo. Las dos, además, atravesadas desde la estructura hasta el concepto por la idea de la fractura. Una fractura que es temporal tanto como social, y que, como gesto, fragmenta por completo, en todos sus aspectos y sus flancos, y como requisito para el acontecer, a las comunidades indígenas del país, protagonistas de las dos novelas.

1. El zorro de arriba y el zorro de abajo: la fractura y los proyectos historizantes

En El zorro de arriba y el zorro de abajo, Arguedas se vale de la idea, ya explorada para ese momento desde diferentes disciplinas, de que Chimbote es un crisol. Sobre las calles empinadas, las barriadas y las plazas, los médanos y las costas y puertos, coexisten y conviven todas las formas humanas de ser en el Perú. Es un espacio, aquella ciudad, en el que convergen, como fugadas hacia el horizonte, que no es más que la línea del mar adornada por grandes fábricas de nombre extranjero e industrias de pesca atiborradas de trabajadores, todas las corrientes, todas las personas, todas las realidades del país. Sobre ese escenario multisignificado se hace presente la naturaleza más cruda de la fractura, porque en medio de esa pluralidad del existir un elemento se escurre entre los relatos para significar el acontecer de los grupos sociales: la soledad. Con la fractura se desvela la naturaleza individualizante de aquel mito de la Nación, y de sus relatos sobre la unidad y la comunidad. En Chimbote, todos quebrados y partidos, atrapados en el centro de una tensión nociva entre el feudalismo, el desarrollo moderno y el socialismo que empezaba a llegar a algunos países del continente, las personas andan solas. Y entre la soledad de las personas se destaca la soledad de algunos indígenas.

Arguedas representa a ciertas multitudes y colectividades indígenas, dentro de la novela, como articuladas a partir de figuras individuales sórdidas y solitarias, habitantes de las barriadas, constructores de la periferia. Mujeres y hombres de todas las edades, niñas y niños, desgastados en las inmediaciones de sus propias existencias condicionadas por el quiebre. Y ante el dolor de ese quiebre, ante la inmensa y abrumadora sensación de tener que cargar desde arriba de las sierras no solo con sus enseres y pertenencias, sino con su historia y sus tradiciones, para no dejarlos refundirse en el ritmo acelerado del presente, muchos andan anestesiados por la vieja música -convertida en folklore-, por la vieja lengua -el quechua-, y por las nuevas formas de atravesar el tiempo -los trabajos y los burdeles y las cantinas-. Las fuerzas finales que recorren sus recién constituidos cuerpos -esto para efectos de una modernidad que les pasó por encima sin reconocer su existencia previa- los lleva, a la mayoría, a evitar a toda costa la desaparición de sus sangres, integrándose como pueden a las ciudades y pueblos que ahora, vertiginosos, marcan el ritmo del avance en el país. Y para eso, para ser parte del Perú que pretendía dejarlos habitando, si acaso, el lugar de la memoria y no mucho más, los indígenas ingresan al sistema bajo la dinámica simple de recibir un salario. Entonces se hacen trabajadores de las fábricas y de las industrias, vendedores en las plazas, prostitutas y limosneros en las calles. Aquel, quizás el fin último del capitalismo y del imperialismo, integrar bajo una necesidad naturalizada a través del discurso a todo aquello que exista en el sistema, es el destino único al que pueden acceder dentro de la narrativa, y por fuera de ella. Sin embargo, y adjunto a ese relato lleno de las existencias anestesiadas que Arguedas atribuyó a algunos personajes indígenas, tanto en El zorro de arriba y el zorro de abajo como en Todas las sangres está presente siempre la posibilidad de la reacción. Una reacción que responde, sobre todo, al sentimiento de soledad desde lo comunal. Así, "Arguedas tuvo que [caracterizar a las comunidades indígenas] como un grupo de gente, una masa, capaz de alterar el curso de la historia" (Carrasco 344), mientras las caracterizaba, también, como sujetos solitarios y desgastados en su individualidad.

En El zorro de arriba y el zorro de abajo, por ejemplo, la narración se detiene de pronto ante la potencia de un grupo de gente que entraba al cementerio de la ciudad, ubicado en la parte más alta de un médano. El narrador cuenta que esas personas, casi todos indígenas que han bajado de la sierra y se han instalado en barriadas periféricas, han sido informadas de que el cementerio de lo alto de la montaña ya no es espacio para sus muertos, y que de ahora en adelante tendrían que enterrarlos en una llanura de montaña de arena, en una meseta lejana y rodeada de basurales. La instrucción del cambio de cementerio, ordenada por la iglesia, el gobierno municipal y la policía -una articulación institucional que se repite no solo en las novelas de Arguedas, sino en las historias del continente-, no estipulaba nada sobre los muertos ya enterrados. Sin embargo, esas personas que entraron al viejo cementerio, ahora definido como espacio para los muertos y el luto de las élites del pueblo, empezaron, una a una, a arrancar de la arena las cruces de sus muertos, y con ellas al hombro, los hombres y mujeres de las barriadas atravesaron la ciudad, detuvieron el tráfico y llamaron la atención con el silencio de sus pasos, con la mirada certera dirigida hacia el frente, con la parsimonia y la solemnidad de su procesión. La gente que cargaba cruces pronto se convirtió en una masa que desde arriba, escribió Arguedas, se vería como un gusano negro, espeso y denso, moviéndose lento pero avanzando firme a través de Chimbote. Algunos de los que se encontraban con la procesión decían que era una marcha organizada por los críticos y opositores del alcalde. Otros, que eran hazañas de politiquería barrial, de líderes comunales interesados en seducir ideológicamente a los indígenas. Alguna señora, atrapada en el tráfico detenido por la procesión, comentó que para los indígenas lo importante no era el cuerpo de los muertos sino la cruz, el símbolo, y que por eso se las llevaban al hombro. Otra que viajaba en el mismo bus sugirió que ahora que los pobres habían retirado a sus muertos del cementerio, la vía que conducía hacia la cima de la montaña merecía ser pavimentada.

Este fragmento pone en evidencia una fractura que opera en varias dimensiones: la primera, a nivel social, entre unos sujetos y otros -indígenas y mestizos, o pobres y ricos, con todos sus matices pero bien diferenciados unos de otros-; la segunda, a nivel temporal lineal, asociada a su vez a los mismos sujetos de la primera -unos sembrados sobre un pasado y otros activos en un presente lanzado hacia el futuro-; y una tercera, quizás menos evidente por estar sostenida en el contexto y no en la literalidad de la narración, entre dos posibilidades ideológicas o dos modelos de producción: el socialismo -atribuido a unas figuras políticas que no se mencionan directamente, pero que, se entiende, instrumentalizan a los indígenas y a las comunidades empobrecidas de las barriadas para entorpecer el flujo del presente desarrollista- y el capitalismo -que se comprende, precisamente, como el flujo del presente desarrollista detenido y entorpecido por la manifestación.

La fractura, entonces, es una sola, pero ocurre en diferentes escenarios, y de eso es consciente Arguedas, que, como explica Carrasco, entiende que sin importar qué lado de los antagonismos resulte vencedor, "la cosmovisión y epistemología propias de los indígenas andinos desaparecerían" (Carrasco 343). A esta visión, entonces, se articula la necesidad de representar con precisión documental la enajenación a la que son sometidas las individualidades indígenas, pero también los restos y retazos de unas cosmogonías y ontologías que las convierten, una vez articuladas a partir de la colectividad, en "portadoras de una visión del mundo y una forma de relacionarse con él diferente" (Carrasco 344). La masa activa se ubica en la orilla opuesta a la individualidad solitaria e instrumentalizada, aunque parece constituirse a partir de ella.

Eventualmente, y en medio del lento caminar, algún asistente de aquella marcha -uno del que hablaremos más adelante- gritó en forma de arenga: "¡Chimbote! ¡Chimbote! ¡Chimbote!", y de repente la procesión se convirtió en levantamiento sigiloso, en manifestación inaudible. Y en el silencio, algún marchante sentenció, ya sobre aquella meseta que ahora era hogar de los muertos indígenas:

Aquí estamos en la hondonada. Aquí nadies nos va a encontrar... De a siempre nos quedamos... Lo que hay en el corazón es el campo donde tranquilo está el muerto, acompañando a su comunidad pueblo. Así es, señor guardián, representante del señor Obispo. ¿No quieren que esteamos en el cementerio moderno, norteamericano? Gracias sean dadas; para nosotros este hondonada del montaña está bien. La moralla se tumba; la flor, feo se achicharra. El montaña no se acaba, pues. Aquí nadies llora, sea dicho. Amén. (El zorro de arriba y el zorro de abajo 91)

El vacío que baña al cementerio sin cruces, y entonces sin muertos, es una imagen política. Abstraídos en sus horas por el alcohol y por el sexo, consolados con sus tradiciones apenas convertidas en muestras artesanales y nostálgicas de la historia, los indígenas, en aquel fragmento de la novela abandonan la soledad para congregarse y convertirse en el cuerpo de aquella figura similar a la de un gusano espeso que paralizó el movimiento en Chimbote, y que por lo largo logró ubicarse, a la par, en la tradición y en el presente, en la sierra y en la ciudad, en la montaña y en el puerto. Esa es la verdadera potencia de aquel gusano lento de las manifestaciones, y por ende la verdadera potencia de la fractura, que irrumpe de forma violenta en el condicionamiento histórico lineal, tan naturalizado y tan poco problematizado, que tiene como objetivo invalidar la voluntad política de los sujetos. Con las narraciones sobre el suceder fragmentado y quebrado de las comunidades indígenas, Arguedas materializa el desafío que el quiebre representa para las categorías naturalizadas de la historia, que, de cierta forma, determinan el devenir de los proyectos políticos y sociales. Así, la ambivalencia de las comunidades indígenas se opone a la naturalización desmedida y violenta de la modernidad y, por lo tanto, de los proyectos políticos de derecha que se presentan a sí mismos como única posibilidad de existencia, como resultado lógico de una serie de momentos políticos y económicos que evolucionaron, sin pisarse los unos a los otros, hasta convertirse en el capitalismo moderno y neoliberal. Esa oposición termina articulada, de alguna forma, al materialismo histórico de Marx y de Engels, que sugiere que la historia es el resultado tangencial de las decisiones tomadas no alrededor de los sujetos sino de los productos, y que como decisiones humanas pueden ser combatidas y transformadas. Mariátegui y Arguedas se encuentran sobre este punto -y sobre tantos otros, en tantos otros momentos-, y desde allí construyen el escenario del socialismo indigenista latinoamericano, una fuga ideológica que se ubica como tercera opción ante los antagonismos binarios, fundada sobre la idea de que sobre las comunidades indígenas se concentran el pasado, la memoria, el presente, la modernidad y el futuro al mismo tiempo:

Ambos escritores, Mariátegui y Arguedas, reconocieron la necesidad de proponer un nuevo modelo de nación, así como de producción, que incorporara al indígena en distintas dimensiones, es decir, no solo como ente económico sino también como un sujeto histórico con una cosmovisión y epistemología propias. (Carrasco 342)

Desde mucho antes del esfuerzo calibanesco de Guamán Poma de Ayala en el siglo XVII hasta las mingas que aparecen cada tanto en diferentes países de la región en la actualidad, gusanos negros y espesos como el descrito por Arguedas desafían la linealidad de los relatos, la construcción de la historia como un cúmulo de decisiones y consecuencias que exceden a los cuerpos. Esfuerzos que en medio de ese desafío terminan por permear de un aire de voluntad a las especulaciones sobre un futuro que, sin embargo, sigue y seguirá luciendo desalentador en tanto que, como requisito para el surgimiento efectivo de reclamos y manifestaciones, las comunidades tengan que, por ejemplo, basar sus esfuerzos en una mutación cosmopolitista que define, entre otras cosas, el lenguaje y sus usos. Los métodos de representación usados por Arguedas, sobre todo los directamente involucrados con el uso del lenguaje de las comunidades a las que el español les llegó con violencia, denotan una reflexión estética profunda. Existe una violencia primitiva en el hablar que, parafraseando a Moraña, podría dar cuenta de la agencia estético-etnográfica de Arguedas.

2. El loco y la melancolía

He hablado, hasta el momento, de dos formas de representación en Arguedas: la construcción de colectividades activas a partir de la congregación de individualidades fracturadas -lo que, en últimas, supone la resolución de la fractura-; y la construcción de personajes complejos que en su individualidad recogen una posición común dentro de un sistema social, una colectividad contenida en un solo cuerpo. La primera forma la exploramos a través del relato de la procesión de Chimbote en El zorro de arriba y el zorro de abajo. La segunda, por otro lado, será explorada a través del personaje que, en medio de la procesión, arenga el nombre de la ciudad -"¡Chimbote! ¡Chimbote! ¡Chimbote!"-: el Loco Moncada, un indigente que entra y sale de las historias protagonistas con una naturaleza líquida. El Loco va por la calle cargando los cuerpos de animales muertos y una cruz decadente, todo revuelto y desordenado, a veces disfrazado de cura, o de mujer embarazada o de empresario. En la novela, es su cuerpo el que conjura de mejor forma la naturaleza barroca del Perú. Sobre él se posan todas las realidades que convergen en el horizonte, todas las sangres y todos los ritmos. Performa con su andar el a veces cansino y a veces exageradamente intrépido ritmo de la vida en Chimbote, y como ningún otro personaje en la novela, ni persona en la ciudad, representa el quiebre. Tanto así que, en la mayoría de los fragmentos en los que es mencionado, el Loco Moncada carga dentro de una maleta vieja una versión pequeña de sí mismo.

Moncada vive en un contrapunteo, en ocasiones imperceptible, entre los fragmentos con los que se construye. Habita con facilidad el cuerpo de los indígenas, y el de los criollos y mestizos, y el de los empresarios y el de las mujeres. Habla con fluidez un español altisonante untado de quechua e inglés. Pese a encarnar con sus gestos y con la articulación de su discurso los estereotipos de la locura, permanece en un estado de conciencia ampliado en el que reconoce, con especial facilidad, los sucesos cargados de violencia que tienen lugar en la ciudad. Se mueve siempre entre su silencio y su bullicio. A pesar de no haber sido descrito como indígena por Arguedas, es quien mejor personifica la soledad de las comunidades destinadas a los peores trabajos y a los peores sectores en la ciudad, sin mucho espacio para el ejercicio de sus propias voluntades, y quien mejor sabe atacar esa soledad con compañía, con un sentir comunitario que en todo momento está sumergido en su propio cuerpo, en sus propias personas e identidades múltiples. Y es precisamente esa condición de su existir, la de suceder en un espacio plural particular, materializada en su figura tornasolada e iridiscente, quebrada, la que le permite descifrar a quien lo conoce sobre los relatos el que podría ser el nodo principal de las lógicas de representación del acontecer indígena en Arguedas: la melancolía.

El Loco y su comportamiento aparentemente errático, pero extremadamente situado, devela que la fractura que supone el desafío a la linealidad histórica destila con sutileza una suerte de melancolía, casi febril, siempre en contacto con la soledad y con el ritmo de la ciudad. Un sentimiento de tristeza y de agotamiento, una nostalgia que determina el andar, el actuar y el hablar de muchos de los indígenas en la novela: y es que son, en medio de todo, sujetos sumamente reflexivos. Entienden, por supuesto, y aunque a veces parecen no querer hacerlo, el motivo de su tristeza: la transformación del mundo, o del lugar que ocupan ahora en el mundo. Por eso, el núcleo de los relatos que involucran a personajes indígenas en El zorro de arriba y el zorro de abajo es ese, el mundo de ahora, la intimidad y la intensidad de las barriadas y de las casas construidas a mano sobre los médanos, donde nadie pareciera mirar a los indígenas, y donde ellos se saben no mirados. La melancolía no es solo un rasgo de los personajes, es una condición orgánica de su situación.

Por eso, en Arguedas, la estructura de la melancolía es multidimensional. Su narrativa aísla a las comunidades y a algunos de los personajes indígenas, y en el mismo movimiento aísla al lector, que atraviesa de la mano del Loco, que es tanto sujeto lector como sujeto leído, un umbral que lo lleva a ocupar sin cuerpo un espacio nunca antes mirado, nunca antes habitado, totalmente distante pese a su inmediatez, pese a la materialidad pesada de su existencia, ajeno por completo. Y el lector se mira, porque eso hacen los lectores, y ya no ve nada, ya no se ve nada en sí más que el reflejo de ese nuevo lugar que no conoce y al que no pertenece y que no pareciera llegar a comprender nunca. Su presencia se reduce a una mirada que no parte de un lugar cargado sino vacío, ligero, como la mirada del grumete de El entenado (1983) de Saer, una que parte de un punto hueco ubicado en algún lugar de una cartografía en proceso.

Así, parece, Arguedas les suma intensidad a sus representaciones: restándole el punto de referencia al relato, anulando y anulándose a través de la melancolía, del añoro, del vacío, valiéndose del hecho contradictorio de obligar a mirar dentro de unas barriadas en las que los sujetos se saben solos, no mirados.

3. Todas las sangres: la autoanulación y la imposibilidad

Es necesario preguntarse por el impacto que esa autoanulación que llega con la profunda melancolía tiene ya no solo en la representación, sino, en medio de una acrobacia algo tautológica que encauza el texto de vuelta en dirección al espacio político, sobre el plano material de la realidad. Para profundizar sobre esta pregunta hay que remitirse al Arguedas previo a la escritura catártica de El zorro de arriba y el zorro de abajo. Un Arguedas que todavía tenía fe en el pragmatismo de lo que escribía, en la aplicación de sus mundos sobre el mundo.

En Todas las sangres, y a diferencia de aquel tono melancólico de pesadumbres que levita alrededor de muchos de los indígenas que aparecen en El zorro de arriba y el zorro de abajo, Arguedas construye un esperanzador -aunque no por ello menos contradictorio- escenario social y político para la existencia en la modernidad de las comunidades indígenas del Perú. En la novela, Demetrio Rendón Willka, un indígena que trabaja como capataz en una hacienda andina, tras regresar de una larga estancia en Lima desafía la domesticación ideológica que, para ese momento, era de crucial importancia, tanto para los proyectos políticos del establecimiento como para los proyectos alternativos. En aquellas décadas, y aún hoy, para la derecha y el establecimiento los indígenas deberían integrarse a los sistemas modernos a través de un proceso dehistorizador que los convierte en mano de obra para los diferentes flancos del desarrollo, y que los adoctrina bajo la ética judeocristiana de la espiritualidad y la productividad. Y, por otro lado, para aquella izquierda latinoamericana del siglo XX, un proceso similar -el de dejar de ser indígenas para convertirse en campesinos y trabajadores de la tierra- era necesario para llegar a la anhelada conciencia de clase, un estado racional de reconocimiento político y estructural que llegaría a servir, incluso, como combustible primario para la revolución obrera en la región. En cualquier caso, y desde cualquier lugar del espectro político, y como fue mencionado antes, para Arguedas era claro que los indígenas debían convertirse en "ex-Indians" ("The Production" 18), sujetos urbanizados y deshistorizados.

Pero Willka, un indígena que pasa largos años habitando el centro del aparato estatal que pretendía distanciarlo y desarticularlo de su pasado y sus costumbres -Lima-, regresa al campo a trabajar la tierra en un estado de armonía en el que la modernidad y la tradición coexisten en su interior: "Willka's urban experience had taught him about the power of modern technology, yet he also acknowledged the might of the sun" ("The Production" 18). Se ha convertido en un sujeto ideal, le ha entregado su cuerpo al encuentro entre los mundos, a pesar de que las partes de esos mundos -en la novela una serie de personajes que representan a los intereses de la inversión extranjera, a los de la iglesia y a los de los sindicatos socialistas- siguen temerosas de que esa masa, el gusano negro, se subleve y les quite lo que han obtenido, poco o mucho. La armonía. Ese fue el proyecto político de Arguedas, ofrecido desde la creación de sus escenarios y de sus personajes literarios, y articulado a partir de sus viajes y de su encuentro de primera mano con las partes más profundas de Perú -en donde se convenció, al menos por un momento, de que el mundo ya no estaba fracturado en dos partes que, por igual, podían y querían prescindir de lo indígena-. Había encontrado la tercera parte.

Sin embargo, dicho proyecto, discutido casi siempre por fuera de las esferas literarias -y aún en ellas tildado de irreal, irremediablemente imaginario-, totalmente inmiscuido en la construcción de un proyecto político alternativo unificado para el Perú, se terminó cargando de un aire pesimista y ridiculizante, similar a lo ocurrido con las tesis de Mariátegui para el Partido Socialista Peruano en la facción regional de la III Internacional. Diferentes grupos de discusión, autores e intelectuales peruanos, catalogaron el proyecto ofrecido por Arguedas como inviable, imposible. A su lógica, esa que pretendía que los indígenas adoptaran un papel activo dentro del contrapunteo que los ubica en paralelo sobre la tradición y la modernidad, y que desde ese papel lograran discernir la pertinencia del uso de conceptos o categorías ancestrales o contemporáneas para la resolución de conflictos sociales y políticos, que en definitiva no es más que otorgarles la posibilidad de ser capaces de traducir un mundo sobre el otro, en cualquier dirección, se le opuso la racionalidad inercial de los proyectos políticos y culturales de izquierda. De la Cadena explica que este rechazo se fundamentó en la idea de que el mundo indígena no hacía parte de la arena sobre la que la organización política moderna necesitaba desarrollarse para combatir con éxito al capitalismo. Como si todo aquello que ocurriera en las comunidades indígenas en clave de política tuviera que ser capturado, decodificado y resignificado por una izquierda que hasta hace muy poco aún consideraba a las realidades y ontologías indígenas como prepolíticas ("The Production" 19).

Quizás a ese rechazo respondió Arguedas con El zorro de arriba y el zorro de abajo. Como si, desesperanzado y desarticulado ante la complejidad de desarrollar un proyecto político que incluyera de manera armónica a las comunidades indígenas, hubiera renunciado a cualquier posibilidad de configurar escenarios, incluso ficcionales, en los que dicha armonía tuviera lugar. Como si ni en el universo diegético, ni en la creación, ni en las artes pudieran existir todas las sangres en armonía, sino solo a través de complejos y violentos tejidos que exigen, de una u otra forma, la pérdida y el abandono de algún fragmento de lo que se es. Willka, finalmente, se convirtió en el Loco Moncada. Sus formas armónicas se hicieron caóticas y dolorosas, y el cuerpo que conjuraba la colectividad pasó de ser un cuerpo centrado y cuerdo a ser uno totalmente disperso y enloquecido. La congregación de todas las sangres no se perdió, pero adoptó un matiz de irremediable frustración, de coexistencia violenta.

"La novela, para ser tal, tiene que ser el reflejo de lo que soy yo. Y a través mío, si es posible, el reflejo de Chimbote" (Las cartas de Arguedas 192), sentenció en una carta en diciembre de 1968. Se refería a El zorro de arriba y el zorro de abajo. Apenas un mes después, en enero de 1969, le escribió a su psicoanalista, la doctora Lola Hoffmann, a propósito de un viaje que emprendía desde Chimbote hasta Santiago de Chile: "Esta vez más desanimado o, mejor dicho, más convencido que otras, de las casi insuperables perturbaciones que acorralan mis perspectivas" (Las cartas de Arguedas 192).

A pesar del rechazo, y quizás como muestra de que su proyecto no era del todo errático, y que podría trascender de la imaginación y de la literatura de ficción -como, estaba convencido, ya pasaba en algunas partes de Perú-, Arguedas intentó personificarlo en su vida, cargada en todo momento de un desasosiego contra el que luchaba permanentemente para no abandonarse ni abandonar sus procesos políticos. Desasosiego cristalizado, por demás, en la controversia que surgió entre él y Cortázar, en la que opusieron y validaron, a través de cartas y de artículos, sus diferentes lugares de enunciación: Arguedas defendía la producción in-situ, parroquial e inmersiva; y Cortázar, declarado el ganador en aquel entonces, defendía el exilio, el cosmopolitismo y el universalismo europeizante -debate en evidente vínculo con la preocupación de Arguedas por construir un proyecto de representación que evitara, precisamente, la mutación de los sujetos locales en sujetos universales aculturados.

Las cartas, novelas, poemas y discursos de Arguedas, no solo las de la polémica sino todo aquello que dejó escrito antes de morir, dejan ver la preocupación que siempre le consumió por habitar todos los mundos, y por existir en todos los tiempos, y por cargar encima todas las sangres del Perú, como llenándose siempre con la capacidad de no perder nada nunca. Pero, como su propia vida lo evidencia -y como de la Cadena señala habilidosamente-, esa misma ambivalencia, en términos pragmáticos -el querer serlo todo sobre una misma carne-, se convirtió rápidamente en la autoanulación de identidades que bien concentra el Loco Moncada en su construcción, y que ya dejaba ver Arguedas en sus últimas cartas, cargadas de ansiedad, de enfermedad y de tristeza. Como si por querer serlo todo hubiera terminado vacío por dentro, condicionado por la imposibilidad que le fue impuesta, y que creyó, hacia el final de sus días, era certera.

Pero esa condición de su trágica existencia, enmarcada, de nuevo, en la imposibilidad no solo de un proyecto político nacional, sino de sí mismo como sujeto es, en realidad, y como diría Mark Fisher (1968-2017) -quien también, como Arguedas, se quitó la vida-, la lenta cancelación del futuro. Es la imposibilidad naturalizada, en un lento perecer, de pensar en una existencia por fuera de la que creemos que es la única existencia posible: la que ya existe y en la que existimos. El proyecto político de Arguedas, así como su propia configuración como sujeto, fue relegado al estado estructural de la utopía, por lo que, como el resto de la izquierda, pareciera haber sucumbido ante la herramienta más potente y efectiva del capitalismo moderno: la naturalización, apoyada en la lógica y en los raciocinios modernos, de su propia existencia. Y con esa naturalización, la desautorización y desarticulación de cualquier intento por pensar en un futuro alternativo, como el de la armonía ontológica de Arguedas o el socialismo indigenista de Mariátegui.

Décadas después de las fugaces existencias del uno y del otro, de Mariátegui y de Arguedas, y de Fisher incluso, los proyectos de izquierda en el continente, y en el mundo, siguen afligidos por los fracasos a los que fueron expuestos en el siglo XX, con o sin el poder, en un estado de parálisis alarmante. Un estado que parece escurrirse y filtrarse entre las junturas de los pocos y recientes triunfos de diferentes movimientos políticos colombianos y chilenos, por ejemplo. Por lo que leer a Arguedas en la actualidad es, sin duda, el inicio de un intento por revalorizar y resignificar todo aquello que fue descartado como utopía, y así lograr que los proyectos, que ahora reposan con calma en la naturaleza cómplice y cómoda de la imposibilidad, aún ya con el poder democrático entre las manos, se reactiven. Es necesario que lo hagan.

Esa necesidad de reactivación tiene como consecuencia natural las posibles -y también necesarias- relecturas de autores como Arguedas, o Álvaro Cepeda Samudio, o Marvel Moreno, o Elena Garro, o Clarice Lispector, o cualquier escritor o escritora, cineastas, músicos, artistas y demás encargados de producir mundos y de pensar en la representación de las comunidades indígenas, y de otras minorías en el continente. Quizás en algunas de sus páginas o de sus cintas se pueda reconocer el valor de aquello que fue clasificado prematuramente -y no inocentemente- como utopía, y restablecer su valor y su importancia para los proyectos políticos alternativos de la contemporaneidad. Es clave pensar, entonces, y sin la animosidad del futuro cancelado por el orden establecido, en el valor y la importancia material que tienen las manifestaciones culturales en tanto que son cristalizadoras de las experiencias que se dan en medio -y que surgen a raíz- de los intrincados nudos y coyunturas sociopolíticas del continente. Y, en el mismo proceso, quizás con el mismo impulso, resignificar la historia a partir de las historias, y los relatos oficiales a partir de los microcosmos narrados desde la melancolía de la soledad, y de la colectividad efervescente, que no solo son producidos por el mundo, sino que también son ellos productores de realidades.

Para terminar, y solo como consigna del pensamiento de Arguedas, que fue tan profundo y tan espeso que se le volvió comportamiento, y que en ese proceso terminó por permear cada esquina de su vida, sus espacios y sus tiempos, un fragmento más de aquel discurso pronunciado en Lima en 1968, en el que muestra, con cierta facilidad, no solo su capacidad como sujeto para articular en armonía -pensaría uno al escucharlo y sin saber que terminó quitándose la vida- los mundos a los que pertenecía, sino, en general, la evidente e inobjetable relación entre la producción cultural y la producción de mundos, entre la estética y la política: "La teoría socialista no sólo dio un cauce a todo el porvenir sino a lo que había en mí de energía, le dio un destino y lo cargó aún más de fuerza por el mismo hecho de encauzarlo. ¿Hasta dónde entendí el socialismo? No lo sé bien. Pero no mató en mí lo mágico".

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1 El papel del PCA en la actualidad se describe como peligrosamente acrítico ante el profundo anacronismo que rodeaba aquellos discursos ideológicos que llegaban desde Europa, y se suele hacer énfasis en su espíritu irreflexivo que falló en reconocer las particulares necesidades de la región.

Recibido: 05 de Junio de 2023; Aprobado: 21 de Julio de 2023

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