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Suma de Negocios

versão impressa ISSN 2215-910Xversão On-line ISSN 2027-5692

suma neg. vol.2 no.2 Bogotá jul./dez. 2011  Epub 11-Ago-2011

 

Artículo de investigación

En contra de los derechos humanos1

Slavoj Žižek1  * 

1 Filósofo, The Birkbeck Institute for the Humanities.


Resumen

Coartada para intervenciones militares, sacralización para la tiranía del mercado, fundamento ideológico para el fundamentalismo de lo políticamente correcto: ¿puede la “ficción simbólica” de los derechos humanos recuperarse para la politización progresiva de las actuales relaciones socioeconómicas?

Abstract

Alibi for militarist interventions, sacralization for the tyranny of the market, ideological foundation for the fundamentalism of the politically correct: can the ‘symbolic fiction’ of universal rights be recuperated for the progressive politicization of actual socio-economic relations?

Introducción

Las aproximaciones contemporáneas a los derechos humanos descansan por lo general, en nuestras sociedades liberales capitalistas, en tres supuestos. Primero, que tales acercamientos operan en oposición a tipos de fundamentalismos que naturalizarían o esenciarían rasgos contingentes, históricamente condicionados. Segundo, que los dos derechos más básicos son la libertad de elección y el derecho a dedicar la propia vida a la persecución del placer (más que sacrificarla por alguna causa ideológica superior). Y, tercero, que una aproximación a los derechos humanos puede constituir el cimiento de una defensa contra el “exceso de poder”.

Comencemos por el fundamentalismo. Aquí, el mal (por parafrasear a Hegel), reside con frecuencia en la mirada que lo percibe. Tomemos los Balcanes durante la década de 1990, sitio de extendida violación de los derechos humanos. ¿En qué momento los Balcanes -una región geográfica de la Europa Oriental- se “balcanizaron”, con todo lo que ello implica para el imaginario europeo de hoy en día? La respuesta es esta: a mediados del siglo XIX, cuando los Balcanes comenzaron a exponerse plenamente a los efectos de la modernización europea. La diferencia entre las percepciones tempranas de la Europa Oriental y la visión “moderna” es notoria. Ya en el siglo XVI, el naturalista francés Pierre Belon anotaba que “los turcos no fuerzan a nadie a vivir como turcos”. Pequeña sorpresa, entonces, que tantos judíos encontrasen asilo y libertad religiosa en Turquía, y otros países musulmanes, luego de que Fernando e Isabel los hubieran expulsado de España en 1492, con el resultado, en supremo giro de ironía, de que viajeros occidentales se mostrasen perturbados por la presencia pública de aquellos en las grandes ciudades turcas. He aquí, entre una extensa serie de ejemplos, un reporte de N. Bisani, un italiano que visitó Estambul en 1788:

Un extranjero que haya presenciado la intolerancia de Londres y París, debe sorprenderse grandemente al ver una iglesia entre una mezquita y una sinagoga y un derviche al lado de un fraile capuchino. No me explico cómo pudo este gobierno admitir en su seno religiones tan opuestas a la propia. Debe ser por una degeneración del mahometismo que este feliz contraste ha podido producirse. Es más asombroso aún encontrar que el espíritu de tolerancia prevalece de manera general entre la gente, puesto que aquí veis turcos, judíos, católicos, armenios, griegos y protestantes conversando juntos en asuntos de negocios y placer con igual armonía y buena voluntad que si perteneciesen a la misma nación y religión. (2004, p. 233).

El mismísimo rasgo que Occidente celebra hoy como signo de su superioridad cultural -el espíritu y la práctica de la tolerancia multicultural- es degeneración” del Islam. El curioso destino de los monjes trapenses de Etoile Marie es igualmente diciente. Expulsados de Francia por el régimen napoleónico, se establecieron en Alemania, de donde fueron expulsados en 1868. Puesto que ningún otro Estado cristiano quería acogerlos, pidieron permiso al Sultán para comprar tierras cerca de Banja Luka, en la parte serbia de la actual Bosnia, donde vivieron felices hasta cuando quedaron atrapados en el conflicto balcánico entre cristianos.

¿Cuándo entonces se originaron los rasgos fundamentalistas de intolerancia religiosa, violencia étnica y fijación en traumas históricos que Occidente asocia ahora con “la balcanización”? Claramente, en Occidente mismo. A manera de un impecable ejemplo de la “determinación reflexiva” de Hegel, aquello que los europeos occidentales observan y deploran en los Balcanes es lo que ellos mismos introdujeron allí; y lo que combaten es su propio legado histórico transfigurado en amok2. Recordemos que los dos grandes crímenes étnicos impugnados a los turcos en el siglo XX -el genocidio armenio y la persecución de los kurdos- no fueron perpetrados por fuerzas políticas musulmanas tradicionalistas sino por militares modernizadores que pretendían liberar a Turquía del balasto de su antiguo mundo y convertirla en un Estado-nación europeo.

La antigua observación de Mladen Dólar -sustentada en una minuciosa lectura de las referencias de Freud a la región-, según la cual el inconsciente europeo se halla estructurado del mismo modo que los Balcanes, es literalmente cierta: bajo la guisa de la otredad de “balcanización”, Europa hace un reconocimiento del extraño en sí misma, de su propio reprimido. Pero debemos examinar también las maneras en que la internalización “fundamentalista” de rasgos contingentes es en sí misma una faceta de la democracia liberal capitalista.

Está en boga quejarse de que la vida privada está amenazada e incluso evanesciéndose por causa de la habilidad de los medios para exponer los más íntimos detalles personales a la luz pública. Lo cual es verdad a condición que demos vuelta al asunto: lo que en efecto está desapareciendo es la vida pública, la propia esfera pública en la que uno opera como un agente simbólico que no puede reducirse a la vida privada, a un manojo de atributos personales, deseos, traumas e idiosincrasias. El lugar común de la “sociedad del riesgo”, según el cual el individuo contemporáneo se siente “desnaturalizado” y considera hasta sus rasgos más “naturales”, desde la identidad étnica a la preferencia sexual, como elegidos, históricamente contingentes, aprendidos, es profundamente engañoso. Lo que hoy estamos presenciando es el proceso inverso: una re-naturalización sin precedentes. Todas las grandes “cuestiones públicas” se traducen en actitudes destinadas a regular las idiosincrasias “naturales” o “personales”. Esto explica por qué, en un nivel más general, los conflictos étnico-religiosos pseudo-naturalizados son la forma de lucha que mejor conviene al capitalismo global. En la era de las “pos-políticas”, cuando la propia política viene siendo sustituida gradualmente por la administración social experta, las únicas fuentes de legitimación del conflicto son las tensiones culturales (religiosas) o naturales (étnicas). Y la “valoración” es, precisamente, la regulación de la promoción social que se ajusta a esta re-naturalización. Quizá ha llegado el tiempo de reafirmar, como la verdad de la valoración, la lógica pervertida a la que irónicamente se refería Marx al describir el fetichismo de la mercancía cuando, al final del primer capítulo de El Capital, aludía al consejo de Dogberry a Seacoal: “Ser un hombre favorecido es un regalo de la fortuna; pero leer y escribir viene por naturaleza”. Hoy en día, ser un experto en computadores o un administrador exitoso es un obsequio de la naturaleza, mientras que labios u ojos hermosos son una apreciación cultural.

Sin libertad de elección

Respecto de la libertad de elegir, he escrito en otra parte de la pseudo-elección ofrecida a los adolescentes de las comunidades Amish, quienes tras padecer la más estricta de las formaciones son convidados, a la edad de 17 años, a zambullirse en cada exceso de la cultura capitalista contemporánea: un remolino de autos veloces, sexo salvaje, drogas, licor y demás (The constitution is…, 2005). Después de algunos años, se les permite elegir si desean regresar a la forma de vida Amish. Puesto que han sido educados en virtual ignorancia de la sociedad americana, los jóvenes carecen de preparación para lidiar con tal permisividad, que en la mayor parte de los casos desata estados violentos de intolerable ansiedad; la vasta mayoría, por consiguiente, termina votando por regresar a la reclusión de sus comunidades.

Este es un ejemplo perfecto de las dificultades que invariablemente acompañan la “libertad de elección”: mientras que por un lado se ofrece de manera formal a los niños Amish el libre arbitrio, las condiciones en que deben hacer uso de este imposibilitan, del otro, la libre elección. La problemática de la pseudo-elección demuestra asimismo las limitaciones de la actitud liberal convencional respecto de las mujeres musulmanas que llevan velo: es aceptable si lo portan por su libre voluntad y no por imposición de sus maridos o su familia. Sin embargo, cuando usan el velo como resultado de una decisión personal, su significado cambia por entero porque no expresa ya un signo de pertenencia a la comunidad musulmana sino una expresión de individualismo idiosincrático. En otras palabras, una elección es siempre una meta-elección, una escogencia de la modalidad de elección en sí misma: es tan solo la mujer que opta por no portar un velo quien efectivamente elige. Esta es la razón por la cual, en nuestras seculares democracias liberales, las personas que permanecen sustancialmente fieles a una religión se encuentran en una posición subordinada. Su fe es tolerada como elección personal, pero al momento de evidenciar públicamente lo que esta significa para ellas, es decir, como un asunto de pertenencia esencial, son acusadas de “fundamentalismo”. Dicho de modo llano, “el sujeto de libre arbitrio”, en el sentido “tolerante”, multicultural, puede emerger tan solo como consecuencia de un proceso violento de des-enraizamiento del mundo particular de su existencia.

La fuerza material de la noción ideológica de la “libre elección” existente al interior de la democracia capitalista fue ilustrada magistralmente por la suerte del modesto programa de reforma al sistema de salud de la administración Clinton. La camarilla médica, más poderosa aún que la camarilla del sector defensa, logró convencer al público de que la idea del servicio universal de asistencia médica en salud podría atentar contra la libre elección en este ámbito y toda la enumeración de hechos innegables resultó infructuosa para desmentir tal convicción. Nos hallamos aquí en el centro neurálgico de la ideología liberal: libertad de elección afincada en la noción del sujeto “psicológico”, revestida de inclinaciones que él o ella aspiran realizar. Y esto prevalece hoy en particular, en la era de la “sociedad del riesgo” en la cual la ideología dominante se empeña en vendernos, cual si fuesen la oportunidad de nuevas libertades, las propias incertidumbres resultantes del desmantelamiento del Estado de bienestar. Si la flexibilización del trabajo significa que usted cambie de ocupación cada año, ¿por qué no apreciar el hecho como una liberación de los constreñimientos de una carrera permanente, una oportunidad de reinventarse a sí mismo para sí realizar el potencial oculto de su personalidad? Si su seguro de salud y plan de jubilación son precarios, lo cual implica que usted deba optar por adquirir una cobertura extra, ¿por qué no interpretar esto como una oportunidad adicional para elegir, bien sea un mejor estilo de vida o una seguridad en el largo plazo? Si tal predicamento le suscita ansiedad, el ideólogo de “la segunda modernidad” le diagnosticará que usted desea “huir de la libertad”, que padece de una fijación inmadura en las antiguas formas de estabilidad. Mejor aún: cuando lo dicho se inscribe en la ideología del sujeto como individuo “psicológico”, preñado de habilidades naturales, usted tenderá automáticamente a interpretar todos estos cambios como un efecto de su personalidad y no como la consecuencia del desperdigamiento de su ser por obra de las fuerzas del mercado.

La política contra el goce3

¿Y qué del derecho básico a ir en pos del placer? La política actual se halla más preocupada que nunca de facultar las vías para impetrar o controlar el goce4. La oposición entre el Occidente liberal y tolerante y el Islam fundamentalista se encuentra por lo general más condesada que aquella entre el derecho de una mujer a la libre sexualidad, de un lado, incluyendo la libertad de exhibirse y exponerse a sí misma y provocar o perturbar a un hombre, y los desesperados intentos masculinos, del otro, por reprimir o controlar esta amenaza. (Los talibanes prohibieron los tacones metálicos en las mujeres porque el sonido del taconeo puede despertar, bajo la burka que todo lo oculta, un indomeñable deseo erótico).

Ambas partes, por supuesto, mistifican ideológica y moralmente su respectiva posición. Para Occidente, el derecho de las mujeres a mostrarse de modo provocativo al deseo masculino ha sido legitimado como su derecho de disfrutar a voluntad de sus cuerpos. Para el Islam, el control de la sexualidad femenina se ha legitimado como la defensa de la dignidad de la mujer, para evitar que sean reducidas a objetos de explotación masculina. Así, cuando el Estado francés les prohíbe a las niñas musulmanas usar el velo en el colegio, uno puede alegar que esta medida favorece el que dispongan de sus cuerpos como deseen. Pero uno puede argüir, por igual, que el aspecto realmente traumático por el cual se criticaba a los musulmanes fundamentalistas era que había mujeres que no participaban en el juego de someter sus cuerpos a la seducción sexual o para el intercambio y la movilización social inherentes a esto. De una manera u otra, todas las demás cuestiones -matrimonios homosexuales y adopción, aborto, divorcio- se relacionan con el mismo asunto. Lo que ambos polos comparten, si bien la orientación es distinta, es su estricta aproximación disciplinar: los “fundamentalistas” regulan la presentación personal femenina para evitar la provocación sexual y los feministas liberales imponen una no menos severa regulación de la conducta con el fin de contener las diversas formas de acoso.

Las actitudes liberales hacia el otro se caracterizan tanto por el respeto hacia la alteridad, una apertura hacia esta, como por un temor obsesivo al hostigamiento. En síntesis, el otro es bienvenido siempre y cuando su presencia no sea intrusiva, a condición de que no sea realmente el otro. Así, la tolerancia coincide con su opuesto. Mi obligación de ser tolerante con el otro significa, en efecto, que no debo acercarme demasiado a él o ella, invadir su espacio, en breve, que debo respetar su tolerancia a mi exceso de proximidad. Tal cosa ha ido emergiendo hasta posesionarse como el derecho humano central de la sociedad capitalista de avanzada: el derecho a no ser hostigado, esto es, a mantenerse a una distancia segura de los demás. E igual se aplica a la lógica emergente del militarismo humanitario o pacifista. La guerra es aceptable siempre y cuando busque la prevalencia de la paz, de la democracia, o las condiciones para distribuir la ayuda humanitaria. ¿Y no aplica lo mismo, con mayor fuerza aún, a la democracia y los derechos humanos? Los derechos humanos son pasables si se los “reconsidera” a fin de incorporar a ellos la tortura y un estado de emergencia permanente. La democracia está bien si se la limpia de sus excesos populistas y se limita su ejercicio a aquellos lo suficiente maduros para practicarla.

Atrapados en el círculo vicioso del imperativo del placer5, la tentación consiste en optar por aquello que aparece como su antípoda “natural”, la violenta renunciación al goce6. Este es, quizás, el patrón subyacente a todos los así denominados fundamentalismos: el deber de contener (lo que ellos perciben como) el excesivo “hedonismo narcisista” de la cultura secular contemporánea haciendo un llamado a la reintroducción del espíritu de sacrificio. Una perspectiva psicoanalítica nos permite ver por qué tal tarea se malogra. El solo gesto de apartar el placer -¡Basta ya de decadente auto indulgencia! ¡Renunciad y purificaos! - produce un goce sustantivo en sí mismo. ¿Acaso no todos los universos “totalitarios” que demandan de sus súbditos un violento (auto) sacrificio a la causa exudan el mal olor de la fascinación con un goce7 letal y obsceno? Una vida orientada hacia la procura del placer requerirá, por el contrario, la ardua disciplina del “modo de vida saludable” -trotar, guardar el régimen, practicar la relajación mental- si se la desea disfrutar al máximo. El requerimiento del superego al disfrute se halla inmanentemente entreverado con la lógica del sacrificio. Ambos conforman un círculo vicioso en el que cada extremo sostiene al otro. Así, la elección no consiste sencillamente en escoger entre cumplir el propio deber o procurarse placer y satisfacción. Esta elección elemental es sobrepasada por otra más, que consiste en optar por elevar las propias aspiraciones al placer a un deber supremo o cumplir con el propio deber, mas no por el deber en sí mismo sino por la gratificación que conlleva su cumplimiento. En el primer caso, los placeres son mi deber, y la aspiración “patológica” al placer se encuentra situada en el ámbito formal de la obligatoriedad. En el segundo, el deber es mi placer y cumplir mi deber se halla localizado en la esfera formal de las satisfacciones “patológicas”.

¿Defensa contra el poder?

¿Si los derechos humanos, en oposición al fundamentalismo y la aspiración a la felicidad, nos conducen a contradicciones irreconciliables, no son acaso, después de todo, una defensa contra el exceso del poder? En sus análisis de 1848, Marx definió la extraña lógica del poder como “excesiva” por naturaleza propia. En El dieciocho Brumario8 y La lucha de clases en Francia9, “complicó”10 de una manera dialéctica adecuada la lógica de la representación social (agentes políticos que representan clases y fuerzas económicas). Al hacerlo, logró ir más allá de la usual noción de estas “complicaciones”, según la cual la representación política jamás refleja de modo directo la estructura social: un solo agente político puede representar diversos grupos sociales, por ejemplo, o una clase puede renunciar a su representación directa y delegar en otra la labor de asegurar las condiciones jurídico-políticas de su dominio, tal y como hizo la clase capitalista inglesa al dejar en manos de la aristocracia el ejercicio del poder político. Los análisis de Marx apuntaban hacia lo que Lacan logró definir, más de un siglo después, como la “lógica del significante”. A propósito del Partido del Orden que se conformó tras el aplastamiento de la insurrección de junio, Marx escribió que fue tan solo tras la victoriosa elección de Luis Napoleón del 10 de diciembre, la cual le permitió deshacerse de su camarilla de burgueses republicanos, cuando el secreto de su existencia, la coalición de orleanistas y legitimistas en un partido, se reveló. La clase burguesa se escindió en dos grandes facciones -los latifundistas bajo la monarquía restaurada y la burguesía industrial bajo la monarquía de julio- que alternadamente habían detentado el monopolio del poder. Borbón era el nombre regio de la influencia predominante de los intereses de una facción, Orleans el nombre real de la influencia predominante de los intereses de la otra. El resto innominado de la república era el único en que ambas facciones podían mantener, en igualdad de poder, el interés común de clase sin renunciar a su mutua rivalidad (Marx & Engels, 1969, p. 83).

Esta es, pues, la primera complicación. Cuando tratamos con dos o más grupos socioeconómicos, su interés común solo puede representarse bajo la guisa de la negación de su premisa compartida: el común denominador de las dos facciones realistas no es el realismo, sino el republicanismo. (Al igual que en nuestros días, el único agente político que representa de manera consistente el interés del capital como tal, en su universalidad y por encima de las facciones particulares, es el “social liberalismo” o Tercera Vía). Posteriormente, en el Dieciocho Brumario, Marx diseccionó el artificio de la Sociedad de diciembre 10, el ejército privado de matones de Luis Napoleón:

Junto a libertinos arruinados, con equívocos medios de vida y de equívoca procedencia, junto a vástagos degenerados y aventureros de la burguesía, vagabundos, licenciados de tropa, licenciados de presidio, huidos de galeras, timadores, saltimbanquis, lazzaroni, carteristas y rateros, jugadores, alcahuetes, dueños de burdeles, mozos de cuerda, escritorzuelos, organilleros, traperos, afiladores, caldereros, mendigos, en una palabra, toda esa masa informe, difusa y errante que los franceses llaman la bohème: con estos elementos, tan afines a él, formó Bonaparte la solera de la Sociedad del 10 de Diciembre (…). Este Bonaparte, que se erige en jefe del lumpemproletariado, que solo en este encuentra reproducidos en masa los intereses que él personalmente persigue, que reconoce en esta hez, desecho y escoria de todas las clases, la única clase en la que puede apoyarse sin reservas, es el auténtico Bonaparte, el Bonaparte sans phrases (Marx & Engels, 1975, p. 149)11.

La lógica del Partido del Orden es traída aquí a su término radical. Del mismo modo que el único denominador común de todas las facciones realistas es el republicanismo, el único denominador común de todas las clases es el exceso excremental, el desecho, el remanente de todas las clases. Esto quiere decir que mientras el líder se crea situado por encima de los intereses de clase, su inmediata base social no puede ser otra que el residuo excremental de todas las clases, los desclasados rechazados de cada clase. Y, tal cual Marx lo revela en otro pasaje, es este apoyo del abyecto social el que le permite a Bonaparte mudar su posición a conveniencia y representar por turnos una clase en contra de otra.

Como autoridad ejecutiva que se ha hecho independiente, Bonaparte siente que es su deber salvaguardar el “orden burgués”. Pero la fortaleza de este orden burgués reside en la clase media. En consecuencia, posa de representante de la clase media y promulga decretos en este sentido. No obstante, es alguien tan solo porque ha roto el poder de la clase media y continúa quebrantándolo a diario. Por tanto, se presenta como el adversario del poder político y literario de la clase media (Marx & Engels, 1975, p. 194).

Pero hay más. Para que este sistema funcione, es decir, para que el líder permanezca por encima de las clases y no actúe como un representante directo de ninguna, debe actuar también como el representante de una clase en particular: de la clase que, precisamente, no se encuentra lo suficientemente cohesionada para actuar como un agente unificado que exige una representación activa.

Esta clase de personas que no puede representarse a sí misma y solo puede ser representada es, por supuesto, la clase de los pequeños propietarios campesinos quienes conforman una vasta masa cuyos integrantes viven en condiciones similares sin establecer relaciones diversas los unos con los otros. Su modo de producción los aísla entre sí en vez de propiciar su trato mutuo (…). Por consiguiente, son incapaces de imponer sus intereses de clase en nombre propio, bien sea a través de un parlamento o de una asamblea. No pueden representarse a sí mismos, deben ser representados. Su representante debe figurar al mismo tiempo como su amo, como una autoridad superior a ellos, como un poder gubernamental ilimitado que los proteja de las otras clases y les envíe lluvia y luz solar desde lo alto. La influencia política de los pequeños propietarios campesinos encuentra por tanto su expresión última en el poder ejecutivo que subordina la sociedad (Marx & Engels, 1975, pp. 187-188).

Estos tres elementos unidos forman la estructura paradójica de la representación populista bonapartista: la posición por encima de las clases y la habilidad de moverse entre ellas involucra una dependencia directa del abyecto remanente de todas las clases más la apelación final a la clase de quienes son incapaces, en calidad de agente colectivo, de exigir representación política. Esta paradoja se basa en el exceso consustancial de la representación sobre los representados. Al nivel de la ley, el poder estatal representa tan solo los intereses de sus súbditos: los sirve, se responsabiliza de ellos y es en sí mismo sujeto de su control. Sin embargo, al nivel del superego, el mensaje público de responsabilidad se complementa con el mensaje obsceno del ejercicio incondicional del poder: “Las leyes no me atan realmente, puedo hacer lo que me plazca, puedo tratarte como culpable si así lo decido, puedo destruirte a mi voluntad”. Este exceso obsceno es un componente necesario del concepto de soberanía. La asimetría es estructural: la ley solo puede sostener su autoridad si los súbditos escuchan en esta el eco de la autoafirmación obscena e incondicional del poder.

Este exceso de poder nos conduce al último argumento en contra de las “grandes” intervenciones políticas que propenden por la transformación global: las experiencias terroríficas del siglo XX, una serie de catástrofes que precipitó una funesta violencia a una escala sin precedentes. De estas catástrofes existen tres teorizaciones principales. Primero, la visión tipificada por el nombre de Habermas: la Ilustración es en sí misma un proceso positivo y emancipador carente de un potencial “totalitario” inherente; las catástrofes que han ocurrido indican tan solo que existe un proyecto inconcluso y nuestra tarea debería ser la de llevar este proyecto a su término. Segundo, la perspectiva asociada con la Dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer, y al presente con Agamben. La inclinación “totalitaria” de la Ilustración es inherente y concluyente, el “mundo administrado” es su verdadera consecuencia, y los campos de concentración y los genocidios son una especie de conclusión teleológica negativa de la historia total de Occidente. Tercero, la óptica desarrollada en las obras de Etienne Balibar, entre otros, según la cual la modernidad ha abierto un campo de nuevas libertades, pero a la vez de nuevos peligros, y no existe garantía teleológica ulterior de su desenlace. El debate permanece abierto y por ahora, irresoluto.

El punto de partida del texto de Balibar (2002) sobre la violencia es la insuficiencia del concepto paradigmático hegeliano-marxista de “convertir” está en un instrumento de la razón histórica, una fuerza que engendre una nueva formación social. La brutalidad “irracional” de la violencia es así aufgehoben12, “superada”, en el estricto sentido hegeliano, reducida a un “mancha” particular que contribuye a la armonía universal del progreso histórico. El siglo XX nos confrontó con catástrofes -algunas dirigidas en contra de las fuerzas políticas marxistas, otras originadas en el propio compromiso marxista- que no pueden ser “racionalizadas” de esta manera. Su instrumentalización en herramientas de la astucia de la razón no solo es éticamente inaceptable sino teórica, ideológicamente incorrecta, en el más poderoso sentido del término. En su estrecha lectura de Marx, Bilbar logra percibir, no obstante, una oscilación entre esta teoría teleológica de la conversión de la violencia y un concepto mucho más interesante de historia como un proceso abierto de luchas antagónicas cuyo desenlace positivo no se haya garantizado por ninguna necesidad histórica todo incluyente.

Balibar aduce que, por razones estructurales necesarias, el Marxismo es incapaz de reflexionar o pensar sobre el exceso de violencia que no puede incorporarse a la narración del progreso histórico. Más específicamente, es incapaz de proveer una teoría adecuada del fascismo y el estalinismo y sus desenlaces “extremos”, shoah y gulag. Nuestra tarea, por consiguiente, es doble: implica desplegar una teoría de la violencia histórica como algo que no puede ser instrumentalizado por ningún agente político, que amenaza con engolfar a ese mismo agente en círculo vicioso autodestructivo; e introducir el interrogante de cómo transformar el proceso revolucionario en una fuerza civilizadora. Como ejemplo contrario tomemos el proceso que condujo a la Masacre del Día de San Bartolomé. El objetivo de Catalina de Médicis era limitado y preciso: la suya era una confabulación maquiavélica para asesinar al almirante de Coligny -un poderoso protestante que alentaba la guerra contra España en los Países Bajos- y hacer recaer la culpa en la influyente familia católica de Guise. De este modo buscó precipitar la caída de las dos casas que suponían una amenaza a la unidad del Estado francés. Pero su tentativa de enfrentar a sus dos enemigos degeneró en un frenesí de sangre incontrolable. Su implacable pragmatismo la cegaba para ver la pasión con que los hombres se aferran a sus creencias. Las agudas reflexiones de Hannah Arendt son cruciales para el caso puesto que enfatizan en la distinción entre el poder político y el simple ejercicio de la violencia. Las organizaciones regidas por un poder apolítico directo -ejército, Iglesia, escuela- representan ejemplos de violencia (Gewalt)13 mas no de poder político en el sentido estricto del término (Arendt, 1970). En este punto, sin embargo, debemos recordar la diferencia entre la ley pública y simbólica y su obsceno complemento. La idea del doble complemento obsceno del poder implica que no existe poder sin violencia. La esfera política no es jamás “pura”, sino que involucra algún tipo de vinculación con la violencia pre-política. La relación entre poder político y violencia pre-política conlleva, por supuesto, implicaciones mutuas. No solo es la violencia el complemento necesario del poder, sino que el poder en sí mismo está presente siempre en la raíz de cualquier relación de violencia en apariencia apolítica. La aceptación de la violencia y la relación directa de subordinación al interior del ejército, la Iglesia, la familia y otras formas sociales apolíticas, constituyen en sí mismas la concreción de una lucha ético-política particular. La tarea del análisis crítico consiste en discernir el proceso político oculto que sostiene todas estas relaciones apolíticas o pre-políticas. En la sociedad humana, la política es el principio estructural general, de modo tal que cada intento por neutralizar algún contenido parcial como apolítico constituye un gesto político par excellence14.

La pureza humanitaria

Es en este contexto que podemos ubicar la temática en derechos humanos más saliente: los derechos de quienes padecen hambre o están expuestos a la violencia homicida. Rony Brauman, quien coordinó la ayuda para Sarajevo, ha demostrado que la sola presentación de la crisis como “humanitaria”, y la reconfiguración del conflicto político-militar en términos humanitarios, se sustentó en una elección eminentemente política, en esencia, tomar partido por los serbios en el conflicto. La celebración de la “intervención humanitaria” en Yugoslavia remplazó el discurso político, según argumenta Brauman, descalificando así por anticipado cualquier debate conflictivo (2004, pp. 398-399 y 416).

A partir de esta percepción particular podemos problematizar, en un nivel general, la política aparentemente despolitizada de los derechos humanos y plantearla como la ideología del intervencionismo militar que sirve finalidades político-económicas. Según ha sugerido Wendy Brown (2004, p. 453.) a propósito de Michael Ignatieff, tal humanitarismo se presenta a sí mismo como un asunto anti-político, una defensa pura del inocente e impotente en contra del poder, una defensa pura del individuo en contra de la inmensa y potencialmente cruel o despótica maquinaria de la cultura, el Estado, la guerra, el conflicto étnico, el tribalismo, el patriarcado y otras movilizaciones o inmediaciones del poder colectivo en contra de los individuos.

Sin embargo, la pregunta es: ¿Qué tipo de politización, en contra de los poderes a que se oponen, movilizan aquellos quienes intervienen a favor de los derechos humanos? ¿Están del lado de una formulación distinta de la justicia, o se oponen a los proyectos de justicia colectiva? Está claro, por ejemplo, que el derrocamiento de Saddam Hussein, liderado por Estados Unidos y legitimado en términos de conclusión del padecimiento del pueblo iraquí, estuvo motivado no solo por intereses político-económicos prácticos, sino que se sustentó en una idea particular de las condiciones políticas y económicas bajo las cuales debía llevarse la “libertad” al pueblo iraquí: el capitalismo liberal-democrático, la inserción en la economía de mercado mundial, etcétera. El humanitarismo puro, la política apolítica de prevenir simplemente el sufrimiento, conllevan así una prohibición implícita de elaborar un proyecto colectivo positivo de transformación socio-política.

En un plano aún más general, podemos problematizar la oposición entre los derechos humanos universales (pre-políticos) que posee el ser humano “en cuanto tal” y los derechos particulares de un ciudadano o miembro de una comunidad política específica. En este sentido, Balibar (2004, pp. 320-321) se inclina por la “reversión” de la relación histórica y teórica entre “hombre” y “ciudadano” argumentando que es la ciudadanía la que hace al hombre y no el hombre a la ciudadanía. Balibar alude aquí a la apreciación de Arendt (1958, p.297) respecto de la condición de los refugiados:

La concepción de los derechos humanos que descansa sobre la supuesta existencia de un ser humano como tal, se derrumbó en el instante mismo cuando aquellos quienes proclamaban creer en ella enfrentaron, por vez primera, a personas que habían perdido todas las demás cualidades y relaciones específicas, excepto su condición de humanos.

Esta línea conduce directamente, por supuesto, al concepto de homo sacer de Agamben, es decir, un ser humano reducido a la “nuda vida”. En una dialéctica de lo universal y particular propiamente hegeliano, es justo cuando se priva a un ser humano de la identidad socio-política particular que da cuenta de su ciudadanía específica -en un solo y mismo movimiento- cuando deja de ser reconocido o tratado como humano15. Paradójicamente, soy despojado de derechos humanos en el momento mismo en que se me reduce a un ser humano “en general”. De este modo me convierto en el portador ideal de aquellos “derechos humanos universales” que me pertenecen independientemente de mi profesión, sexo, nacionalidad, religión, identidad étnica, etcétera.

¿Qué sucede entonces con los derechos humanos cuando son los derechos del homo sacer, de aquellos excluidos de una comunidad política, es decir, cuando son inútiles porque son los derechos de quienes, justamente, carecen de derechos y son tratados cual inhumanos? Jacques Rancière propone una inversión dialéctica destacable: “Cuando son inútiles, uno hace lo mismo que las personas caritativas con su ropa vieja: se la da a los pobres. Aquellos derechos que parecen inútiles en su lugar, se envían al extranjero, junto con medicamentos y ropa, a gente privada de medicamentos, ropa y derechos”. Sin embargo, no se tornan vacuos, porque “las denominaciones políticas ni los lugares políticos jamás logran volverse enteramente hueros. El vacío es ocupado, en vez, por algo o alguien distintos:

si aquellos que padecen de inhumana represión son incapaces de promulgar los derechos humanos que constituyen su último recurso, entonces algún otro deberá heredarlos para esgrimirlos en su lugar. Esto es lo que se denomina el “derecho a la interferencia humanitaria”, el derecho que asumen algunas naciones para el supuesto beneficio de poblaciones victimizadas y, frecuentemente, en contra del consejo de las propias organizaciones humanitarias. El “derecho a la interferencia humanitaria” puede describirse como una especie de “devolución al remitente”: los derechos inutilizados que han sido enviados a quienes carecen de derechos son devueltos a sus remitentes (Rancière, 2004, pp. 307-309).

Así, para expresarlo en términos leninistas, lo que “los derechos humanos de las sufrientes víctimas del Tercer Mundo” significan realmente hoy, en el discurso predominante, es el derecho de los poderes occidentales, en el nombre de la defensa de los derechos humanos, de intervenir, política, económica, cultural y militarmente en los países del Tercer Mundo de su elección. La referencia a la fórmula de comunicación de Lacan (en la que el remitente recibe de vuelta su propio mensaje de parte del receptor en su forma invertida, es decir, verdadera) aplica grandemente al presente caso. En el discurso reinante del intervencionismo humanitario, el mundo desarrollado está recibiendo, de parte del Tercer Mundo discriminado, su propio mensaje en su forma verdadera.

En el momento en que los derechos humanos son despolitizados de esta guisa, el discurso que trata de ellos debe cambiar: la oposición pre-política entre el Bien y el Mal debe movilizarse de manera distinta. El “nuevo imperio de la ética” del presente, claramente invocado, por ejemplo, en la obra de Ignatieff, descansa en un gesto violento de despolitización que priva al otro discriminado de cualquier subjetivización política. Y, según señala Rancière, el humanitarismo liberal a lo Ignatieff enfrenta inesperadamente la postura “radical” de Foucault o Agamben respecto de esta despolitización y su concepto de “biopolítica”, como culmen del pensamiento occidental, termina apresado en una especie de “trampa ontológica” en la cual los campos de concentración aparecen como destino ontológico: “cada uno de nosotros estaría en la situación del refugiado en un campo. Cualquier diferencia entre democracia y totalitarismo se desvanece y cualquier práctica política demuestra estar ya cautiva en la trampa biopolítica” (Rancière, 2004, p. 301).

De este modo arribamos a una postura “antiesencialista” convencional, una especie de versión política de la idea foucaultiana del sexo como generación de las múltiples prácticas sexuales. El “hombre”, el portador de los derechos humanos, es obra de una serie de prácticas políticas que materializan la ciudadanía; como tales, los “derechos humanos” constituyen una universalidad ideológica falsa que enmascara y legitima una política concreta del imperialismo, las intervenciones militares y el neocolonialismo de Occidente. ¿Es esto empero suficiente?

El retorno de la universalidad

La interpretación sintomática marxista permite evidenciar, de modo convincente, los contenidos que dan al concepto de derechos humanos su particular giro ideológico burgués: los derechos humanos universales son, de hecho, el derecho de los propietarios blancos varones de intercambiar libremente en el mercado, explotar a los trabajadores y a las mujeres y ejercer la dominación política. Esta identificación del contenido particular que hegemoniza la forma universal es, no obstante, apenas una parte de la historia. Su otra parte crucial consiste en introducir una pregunta complementaria más difícil: aquella que se relaciona con la aparición de la forma de universalidad en sí misma. ¿Cómo -en qué condiciones históricas específicas- logra la universalidad abstracta convertirse en “un hecho de la vida (social)”? ¿En qué condiciones se sienten los individuos sujetos de los derechos humanos universales? Es precisamente en esto donde reside el meollo del análisis de Marx del “fetichismo de la mercancía”: en una sociedad en la que predomina el intercambio mercantil, los individuos se relacionan diariamente consigo mismos, y con los objetos que se encuentran, cual si fuesen encarnaciones contingentes de nociones universales abstractas. Lo que soy, en términos de mis antecedentes sociales o culturales, se experimenta como contingente puesto que aquello que en últimas me define es la capacidad universal “abstracta” de pensar o trabajar. De igual modo, cualquier objeto que pueda satisfacer mi deseo se experimenta como contingente porque mi deseo es concebido a manera de una capacidad formal “abstracta”, insensible a la multitud de objetos particulares que podrían saciar aquél, mas nunca lo logran por completo.

O tomemos el ejemplo de la “profesión”. La noción moderna de profesión implica que me asumo como un individuo que no ha “nacido directamente” en su rol social. Lo que sea de mí dependerá de la interacción entre circunstancias sociales contingentes y mi libre elección. En este sentido, el individuo actual tiene una profesión, de electricista, camarero o conferencista, mientras que carece de sentido afirmar que el siervo medieval era un campesino por profesión. En las particulares condiciones sociales del intercambio de mercancías y la economía de mercado global, la “abstracción” se convierte en una característica indudable de la vida social presente, la manera en que individuos concretos se comportan y relacionan con su destino y entorno social. A este respecto, Marx comparte la proposición hegeliana según la cual la universalidad solo surge “por sí misma” cuando los individuos cesan de identificar el centro esencial de su ser con su situación social en particular; solo hasta que se sientan desarticulados de ella para siempre. La existencia concreta de la universalidad es, en consecuencia, el individuo sin un lugar adecuado en la edificación social. El modo de aparición de la universalidad, su irrupción en la vida real, entraña un acto en extremo violento de perturbación del equilibrio orgánico precedente.

No basta con aducir el manido argumento de Marx relativo a la separación entre la aparición de la forma universal legal y los intereses particulares en que esta se cimenta. En este nivel, la argumentación contraria, esgrimida, entre otros autores, por Lefort y Rancière, de que la forma jamás es “pura” forma, sino que involucra dinámicas propias que dejan rastros en la materialidad de la vida social, es enteramente válida. Fue precisamente la “libertad formal” burguesa la que puso en marcha las muy “materiales” demandas y prácticas políticas del feminismo o el asociacionismo obrero. Rancière enfatiza básicamente en la extrema ambigüedad de la idea marxista de una brecha entre la democracia formal -los Derechos del Hombre, las libertades políticas- y la realidad económica de explotación y dominación. Esta diferencia puede interpretarse a la manera “sintomática” convencional: la democracia formal es una expresión necesaria más ilusoria de una realidad social concreta de explotación y dominación de clase. Pero puede leerse, también, en el sentido más subversivo de una tensión en la cual la “apariencia” de égaliberté no es “mera apariencia” sino una ficción simbólica que, como tal, posee una eficacia propia que le permite movilizar la rearticulación de relaciones socioeconómicas reales a través de su “politización” gradual. ¿Por qué no se debía permitir a las mujeres votar también? ¿Por qué no deberían elevarse asimismo las condiciones de trabajo a un asunto de interés público?

Deberíamos aplicar aquí el viejo término, acuñado por Lévi-Strauss, de “eficiencia simbólica”: la apariencia de égaliberté es una ficción simbólica que posee, como tal, una eficiencia real propia. Por tanto, es preciso resistirse a la cínica, pero comprensible tentación de reducirla a una pura ilusión que encubre una realidad diferente. No basta tan solo con proponer una articulación genuina de una experiencia de la vida y el mundo de la que luego se apropian nuevamente quienes detentan el poder a fin de servir sus intereses particulares o convertir a sus súbditos en dóciles eslabones de la maquinaria social. El proceso opuesto resulta más interesante en el sentido que algo que originalmente fue una estructura ideológica impuesta por los colonizadores pasa súbitamente bajo el control de sus súbditos como un medio para articular sus “legítimas”16 reclamaciones. Un caso clásico sería el de la Virgen de Guadalupe en el México recientemente colonizado: tras su aparición a un humilde indio, el cristianismo, que hasta entonces había servido como herramienta de imposición ideológica de los colonizadores españoles, fue apropiado por la población indígena como un medio para simbolizar su atroz condición.

Rancière ha propuesto una muy elegante solución a la antimonia entre derechos humanos que pertenecen al “hombre como tal” y la politización de los ciudadanos. Si bien los derechos no pueden presentarse a la manera de un Más Allá esencialista y ahistórico respecto del ámbito contingente de las luchas políticas, como “derechos naturales del hombre” de carácter universal y ajenos a la historia, tampoco deben descartarse cual si se trataran de un fetiche re-cosificado, el resultado de procesos históricos particulares de la politización de los ciudadanos. La brecha entre la universalidad de los derechos humanos y los derechos políticos de los ciudadanos no supone, por consiguiente, una brecha entre la universalidad del hombre y una esfera política en particular, sino que, por el contrario, “enajena a toda la comunidad de sí misma” (Rancière, 2004, p. 305). Lejos de ser pre-políticos, los “derechos humanos universales” señalan el ámbito preciso de politización propiamente dicha y pueden equipararse al derecho de universalidad como tal, al derecho de un agente político de afirmar su disensión consigo mismo (en su identidad particular), de asumirse como el “supernumerario” o aquel quien carece de un lugar adecuado en la edificación social y, por tanto, como un agente de universalidad de lo social en sí. La paradoja es, por consiguiente, bien precisa, y proporcional a la paradoja de los derechos humanos universales como los derechos de aquellos quienes han sido reducidos a la condición de inhumanidad. En el preciso momento en que intentamos concebir los derechos políticos de los ciudadanos sin referencia alguna a los derechos humanos universales “meta-políticos”, perdemos la política en sí misma, es decir, la reducimos al juego “pos-político” de negociación de intereses particulares.

Referencias

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Rancière, J. (2004). Who is the subject of the rights of man?. South atlantic quarterly. 103, 2-3 [ Links ]

1 Título original: Against Human Rights. Artículo publicado en New Left Review 34, july-aug 2005, pp. 115-131. Traducido al español por Juan Pablo Bohórquez, -profesor de la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales, Programa de Trabajo Social, Universidad de la Salle- y María Carlota Ortiz, historiadora, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá.

2Palabra de origen malayo que originalmente designaba a un elefante enloquecido y luego se generalizó a un ser preso u atacado de una furia incontrolable. Para el caso, significa locura homicida vinculada a un comportamiento cultural.

3Jouissance, en el original, que se ha traducido indistintamente como goce o placer (sexual) (nota del traductor).

4Jouissance, en el original.

5Jouissance, en el original.

6Jouissance, en el original.

7Jouissance, en el original.

8El título completo de esta obra es El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte (nota del traductor).

9El título completo de esta obra es La lucha de clases en Francia de 1848 a 1850 (nota del traductor).

10En el mismo sentido, problematizó, complejizó (nota del traductor).

11La expresión del original en francés, sans phrases, significa, sin más palabras, sin excepción (nota del traductor).

12Aufgehoben, del verbo alemán aufheben que significa trascender, elevar, abolir, es decir, conlleva significados contradictorios entre sí que justifican su uso en la filosofía de Hegel, quien dota a la palabra de la tensión dialéctica entre aquello que perece pero deviene a la vez en otro (nota del traductor).

13Del original en inglés. Gewalt es una palabra del alemán que significa violencia (nota del traductor).

14Por excelencia.

15See (véase) Agamben, G. (1998). Homo sacer. Stanford.

16O auténticas, no falseadas por el otro.

*Autor de correspondencia: Slavoj Žižek.

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