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Trabajo social

On-line version ISSN 2256-5493

Trab. soc. vol.25 no.1 Bogotá Jan./June 2023  Epub Mar 02, 2023

https://doi.org/10.15446/ts.v25n1.101914 

Artículos

Pedagogía de las emociones como aporte a una educación emancipadora y con justicia social

Pedagogy of Emotions as a Contribution to Emancipatory Education with Social Justice

Pedagogia das emoções como contribuição para uma educação emancipatória e justiça social

Edgar Oswaldo Pineda Martínez* 
http://orcid.org/0000-0001-6738-0237

Paula Andrea Orozco Pineda** 
http://orcid.org/0000-0002-0515-2914

*Universidad Santo Tomás, Bogotá, Colombia. edgarpin535@gmail.com

**Ciudad Educadora Espíritu Santo, Villavicencio, Colombia. paulaorozpi@gmail.com


Resumen

Se tiene como objetivo presentar la interpretación de hallazgos cualitativos de cuatro investigaciones sobre la pedagogía de las emociones; en particular, se centra la reflexión en dar cuenta de las presencias y ausencias de las emociones en los proyectos educativos de países de Latinoamérica y el Caribe. Se asume una perspectiva teórica que considera que las emociones son políticas, intersubjetivas y cognitivas; se hace un distanciamiento de los paradigmas dualistas de emoción-razón que han predominado en la educación latinoamericana, y se hace un llamado a una presencia de una pedagogía de las emociones que rescate preceptos filosóficos de pueblos originarios.

Palabras clave: Giro emocional; pedagogía de las emociones; Justicia Social Educativa; emociones políticas; Ciencias de la Educación; Ciencias Sociales

Abstract

This article presents the interpretation of qualitative findings from four investigations on the pedagogy of emotions. In particular, it accounts for the presence and absence of emotions in educational projects in Latin American and Caribbean countries. It is based on a theoretical perspective that considers that emotions are political, intersubjective, and cognitive, distancing itself from the dualistic paradigms of emotion-reason that have predominated in Latin American education, and calls for a presence of a pedagogy of emotions that rescues the philosophical precepts of native peoples.

Keywords: Pedagogy of emotions; Educational Social Justice; political emotions; Education Sciences; Social Sciences

Resumo

O objetivo é apresentar a interpretação dos resultados qualitativos de quatro estudos de pesquisa sobre a pedagogia das emoções. Em particular, focaliza-se a presença e ausência de emoções em projetos educacionais em países da América Latina e do Caribe. O artigo assume uma perspectiva teórica que considera as emoções como políticas, intersubjetivas e cognitivas; distancia-se dos paradigmas dualistas da razão/emoção que têm predominado na educação latino-americana; e exige a presença de uma pedagogia das emoções que resgata os preceitos filosóficos dos povos nativos.

Palavras-chave: pedagogia das emoções; Justiça Social Educativa; emoções políticas; Ciências da Educação; Ciências Sociais

Introducción

El giro emocional en Ciencias Sociales irremediablemente ha tocado a la escuela, ya sea desde una perspectiva psicológica, como la llamada Inteligencia Emocional, o desde una perspectiva educativa, llamada Pedagogía de las Emociones1 (Pineda y Orozco 2021a). La discusión por la presencia y relevancia de las emociones en el proceso educativo no es nueva; ya en la Antigüedad (occidental) las emociones empezaron a ser consideradas como obstáculos para el desarrollo de procesos cognitivos, tal y como lo asevera la filosofía dualista, que aún sigue vigente. Las emociones no son bien vistas en la educación y menos si esta se sitúa en el ámbito científico; de allí que el paradigma racionalista y cognitivo ha tenido un notable auge (Quintero et al. 2017).

Con la irrupción del giro emocional en las Ciencias Sociales y las Humanidades en el siglo XXI y con la presencia notoria de la Teoría de las Inteligencias Múltiples en auge en el espectro educativo, se ha empezado a considerar el papel de las emociones en los procesos cognitivos y de aprendizaje. Sin embargo, en muchas ocasiones las emociones se siguen considerando desde el plano íntimo, privado y subjetivo, se reconoce su influencia, pero no se tolera o acepta su presencia. En el presente artículo se presenta una reflexión crítica a la educación latinoamericana desde una revisión histórica sobre la valoración, presencia o ausencia de las emociones en las políticas educativas de Latinoamérica y el Caribe. Las reflexiones aquí presentadas parten del análisis de hallazgos de cuatro investigaciones2 realizadas en el marco de la Pedagogía de las Emociones (Pineda y Orozco 2021a).

El debate por las emociones en la educación

El giro emocional en las Ciencias de la Educación ha permitido el surgimiento de interesantes discusiones sobre la calidad educativa, discusiones que han orbitado en torno a la sociología de la educación, la psicología educativa y la didáctica. En cada uno de estos campos de las Ciencias de la Educación se han iniciado reflexiones y discusiones científico-pedagógicas y tecnopedagógicas sobre la calidad de la educación y los factores asociados a ellas. Dentro de las múltiples aristas, en los últimos años ha venido emergiendo la discusión sobre las emociones y su presencia útil o no en los procesos de aprendizaje, enseñanza y socialización del conocimiento. El papel de las emociones en el proceso educativo se convierte en eje de los debates, las posturas, las investigaciones y las teorías desde los campos de la neurociencia, las tecnologías y la educación, hasta campos del marketing, la psicología, la arquitectura, el diseño y la publicidad; todos estos campos de conocimiento abordan las emociones y su presencia e importancia en el proceso educativo.

Independientemente de la ciencia o disciplina de la que se origine el argumento, la mayoría de las discusiones se centran en sostener una concepción dualista (razón o emoción) o una concepción holística (razón y emoción) en cuanto a la presencia e importancia de las emociones en el proceso educativo. Con Platón se establece una teoría dualista del ser humano; en su diálogo Filebo, se expone una discusión entre Sócrates y Pro-tarco en la que se esboza la división de la mente en los estadios cognitivo, afectivo y apetitivo, donde la metáfora del auriga representa cómo la razón es conducida por dos vías (caballos), lo afectivo y lo apetitivo, nuevamente aplicando la dualidad, siendo lo afectivo bueno para la razón y lo apetitivo malo para esta. En Aristóteles, en su obra Retórica, se puede entender que toda emoción es una afección al alma; las entiende como una reacción inmediata de los seres vivos a situaciones favorables o desfavorables y que los lleva a actuar y afrontar la situación con los medios a su alcance. Aristóteles, al contrario de Platón, sí considera que las emociones tienen una base y un componente racional; sin embargo, ambos les dan un carácter funcionalista a las emociones: son provocadas y generan una respuesta, la cual, para Platón, debe conducir a la razón y, para Aristóteles, debe permitir una reacción (Camps 2011).

Con lo anterior, se establecen dos paradigmas, vigentes hasta el día de hoy, en el proceso educativo. Por un lado, los currículos que ubican las emociones en las llamadas áreas de arte, estética y expresión, vistas estas como complemento y ayuda a las llamadas áreas fundamentales, las cuales, a su vez, deben separarse de lo emocional y concentrarse en lo racional. Por otra parte, se encuentran currículos integradores que vinculan las áreas en proyectos integrados orientando las emociones al proceso creativo; estas son vistas como artes independientes, producto del talento o la inspiración, nuevamente separándolas de la razón y la cognición.

Por otra parte, desde una perspectiva filosófica de los pueblos originarios del Abya Yala3, las emociones son culturalmente adquiridas y tienen una estrecha relación con el relacionamiento con el territorio y la naturaleza; es decir, van más allá de la concepción de emociones humanas y las ubican como principios de naturaleza, los cuales son inseparables y pertenecientes al actuar y al conocer de las personas (Pineda, Orozco, Rodríguez et al. 2019). Para la filosofía de los pueblos originarios del Abya Yala, las emociones componen la vida pública, son políticas en cuanto generan afectación al vivir en comunidad; si bien surgen en la individualidad, estas son generadas por la interacción con la naturaleza y sus seres vivos. No existe una dualidad en las emociones, no componen un equivalente moral, de buenas o malas, tampoco un equivalente ético entre razón y sentimiento, las emociones son parte de la interacción, son la corporeidad del conocimiento (Pineda y Orozco 2021b).

Lo anterior se ve reflejado en acciones políticas de vinculación emocional con el territorio y la comunalidad, por ejemplo, en procesos de educación propia que los pueblos y las naciones originarias han adoptado. Tal es el caso de las escuelas caracoles de Chiapas (México), la Universidad Ixil (Guatemala), la Universidad de la Tierra en Oaxaca (México) o el Sistema Educativo Indígena Propio de la Asociación de Autoridades Tradicionales de la Zona de Yapú (ASATRIZY, Colombia), donde las emociones son consideradas como elemento fundante y generador de aprendizajes, y la experiencia, el hacer y el saber están mediados por el cuerpo, los sentidos, las percepciones y el relacionamiento de estos con la naturaleza (Pineda, Orozco, Rodríguez et al. 2019).

De esta forma, con la invasión europea a las tierras del Abya Yala, no solo se encuentran dos culturas, sino dos concepciones culturales diferentes sobre la emocionalidad, el sentir, el cuerpo y la expresión. Es el encuentro de dos formas de denominar las emociones. Para los europeos, las emociones son privadas y se manifiestan en esferas íntimas, son separadas de la cognición y se les da un nivel bajo respecto a la racionalidad. En cambio, para los pueblos originarios, las emociones son parte irreductible de su ser, manifiestan una experiencia sociocultural, son políticas, se manifiestan en las esferas de lo público, son unicidad con la espiritualidad, la corporeidad y el conocimiento y se les da un alto nivel de valor (Orozco y Pineda 2020).

Los europeos llegan al Abya Yala con una influencia marcada por dogmas religiosos, donde las emociones son sometidas a dualismos éticos (buenas o malas), se entienden estas como pasiones o virtudes. Además, con el influjo del racionalismo de Descartes, se masificó la creencia de la división entre la mente y el cuerpo, entendiendo que la primera responde a la razón, la cual es innata; en cambio, el cuerpo está mediado por leyes de la realidad física, entendiendo que cuerpo y mente son realidades paralelas regidas y determinadas por distintas leyes.

Para la gran mayoría de los pueblos originarios, el cuerpo y el conocimiento son una sola unidad; toda creación del conocimiento está acompañada de una experiencia corpórea y viceversa. Si bien las cosmologías aborígenes entendían y comprendían la dimensión espiritual, esta era modificada y alterada por la dimensión física (corpórea y cognitiva), por lo que para los pueblos originarios las emociones poseen elementos del conocimiento y vivencias, creencias y expectativas experimentadas en lo corpóreo (ASATRIZY 2022). A esto debemos sumarle la experiencia filosófica africana en torno al vivir juntos, a la empatía y la solidaridad expuesta en la premisa del ser porque somos, piedra angular de la filosofía ubuntu (Pineda, Orozco, Rodríguez et al. 2019).

Producto de este encuentro entre mundos y filosofías, no solo se da origen a una barbarie sino a un epistemicidio4 (De Sousa 2010); el poder militar, la sevicia y la acción de daño físico y moral de los europeos invasores da como consecuencia, entre otras, una hegemonía de pensamiento racionalista, un pensamiento de separación de mundos, donde lo emocional y corporal son subyugados por el poder de la mente y el pensamiento. Esto inmediatamente se ve reflejado en una idea educativa de división, donde los objetivos educativos y las didácticas de formación están separados en cuerpo y mente, con notable predilección al desarrollo racional (pensar por encima del conocer). Esta corriente de pensamiento distingue entre cuerpo, espíritu y cognición; el pensamiento es un poder humano con capacidad de concebir, querer y existir (pienso, luego existo), mientras que el cuerpo es una extensión del pensamiento, simulando a una máquina que es movida desde el interior (Contreras 1998).

Esta concepción del educar dualistamente al individuo pone al contexto natural, a la naturaleza y al territorio en el plano utilitarista y de subyugación hacia la dominación del ser pensante. Solo el ser humano siente y expresa emociones, las cuales no son buenas consejeras para un recto pensar; la naturaleza, los animales no sienten, no expresan emociones y, por tanto, se pueden dominar, colonizar. Como razón para subyugar pueblos, dominar etnias y destruir su relacionamiento natural con la naturaleza, la denominación lingüista colonizadora se establece como la única existente para delimitar los cuerpos y los sentires; las emociones pasan a la esfera privada, se disfrazan de moralismos y se les despoja su poder en la creación de conocimientos y saberes (Pineda y Orozco 2021a).

Lo anterior repercute en los procesos de aprendizaje, formación y educativos, al instaurar espacios donde no se necesita o no es pertinente o útil incluir las emociones en los programas educativos, ya que, más que contribuir al desarrollo cognitivo, integral y científico, lo entorpecen, lo limitan y permean al sujeto de una debilidad ante la naturaleza que debe ser dominada. Como consecuencia de esta perspectiva histórica de las emociones, en el ámbito educativo latinoamericano, se han infravalorado las emociones en relación con el aspecto racional; en este sentido, producto de la herencia colonial, es común en el ámbito académico escuchar frases como: "la emoción es enemiga de la razón", o "debe apartar sus emociones". Asimismo, se ha instaurado la falsa creencia que ubica la racionalidad en el cerebro y las emociones en el corazón, lo cual ha propiciado posiciones dualistas y reduccionistas de una educación cognitiva sin vista alguna de corporeidad o emoción. No se educa al cuerpo en el ámbito académico, no se entiende como vehículo y primer mediador para el conocimiento; por tanto, al no tener corporeidad, no existe la alteridad, no me reconozco en el otro, ni en lo otro; el pensamiento individualista y de competencia coloniza el ámbito académico.

La herencia colonial basada en la dominación instaura un pensamiento falocentrista, donde la cognición es propia del varón, del macho dominador, quien es capaz de separar su emotividad de sus decisiones, al contrario de la mujer, quien es considerada como el sexo débil, su cuerpo es asociado a las emociones; por tanto, las emociones se sitúan en el ámbito de la debilidad, en el plano de lo femenino (Quintero y Sánchez 2016). Ante esto, es necesario realizar una práctica decolonial y volver a situar las acciones humanas como producto de las emociones, entendiéndolas como afectaciones del estado de ánimo frente a un momento temporal, contextual e histórico específico, por tanto, reconocer que las emociones poseen una notable significancia en las experiencias individuales y colectivas de las personas y que, a su vez, estas emociones se configuran como un ejercicio moral y político.

Pedagogías colonizadoras y hegemónicas desde el Yo en los proyectos educativos latinoamericanos

Siguiendo a Gonzales-Soto y Mora-García (2009), se puede ver cómo los procesos posindependentistas de los nacientes países latinoamericanos y caribeños no dejan un panorama histórico claro sobre el establecimiento de sistemas educativos propios y autónomos que recogieran los saberes ancestrales, tradicionales y populares de los pueblos y las naciones originarias y los ideales independentistas y emancipatorios que dieron origen a un nuevo mapa y orden mundial. De esta forma, la mayoría de los Estados latinoamericanos y caribeños al inicio de sus nacientes repúblicas continuó con los procesos educativos colonizadores heredados de los países europeos, separando tajantemente las emociones del proceso cognitivo y educativo.

Entonces, la influencia y el dominio de la Iglesia en los procesos y ofertas educativas solamente se vieron amenazados con el auge de academias militares que surgían por la necesidad de poseer ejércitos nacionales fortalecidos. Sin embargo, en ambos casos las prioridades educativas, pedagógicas y curriculares no transitaban por la orilla de la emocionalidad, es más, esta se consideraba un obstáculo para lograr la racionalidad, la disciplina, el temple y el conocimiento. Lo anterior lleva a comprender cómo, desde los inicios de los procesos educativos nacionales en América Latina y el Caribe, las emociones son excluidas de los discursos institucionales en educación, lo que genera, entre otras cosas, un desinterés por las personas, la educación emocional, el reconocimiento de emociones y la vinculación de estas en los procesos ciudadanos y de formación política de los nacientes Estados.

La relación Estado-Iglesia seguía con su influencia en los sistemas educativos latinoamericanos en las nacientes repúblicas de la región y se extendería casi por cien años más, evidenciando el descuido y desinterés de los Estados en los procesos de formación de las bases sociales y de sus intereses socioemocionales. En este sentido, Mora-García (1996) enuncia que las comunidades religiosas como los jesuitas, los dominicos y los franciscanos poseían control absoluto sobre los currículos y procesos de enseñanza en la mayoría de los países de la región. De esta forma, en las aulas de los seminarios mayores, seminarios menores y claustros universitarios se formaban las clases dirigentes que posteriormente asumían las riendas de los países, ejerciendo acciones surgidas de la influencia formativa de dichos centros educativos, con una notable ausencia del contenido socioemocional en el currículo formador, que a su vez, generaba un desinterés sobre las emociones en políticas públicas y en la conformación social de los Estados (Orozco y Pineda 2017).

Lo anterior evidencia la latente influencia que el pensamiento eurocentrista poseía en los sistemas educativos de las nacientes repúblicas y naciones latinoamericanas y caribeñas. Si bien el dominio político y militar ya no era ejercido por Europa, la cultura, las artes y, sobre todo, la educación seguían siendo fuertemente influenciadas por los modelos educativos europeos, al imprimir un carácter racionalistadualista que enajenó las emociones de la discusión pública. En esta línea, Ossenbach (2000) destaca que para el periodo comprendido entre 1850 y 1870 reformistas políticos iniciaron un tránsito en la influencia europea y los sistemas educativos de la región latinoamericana y caribeña. De esta forma, inició la influencia de la Universidad napoleónica y la de Wilhelm von Humboldt, lo que generó un giro de lo teológico y dogmático hacia un incipiente adaptacionismo de la ciencia, la filosofía y la política en las identidades nacionales de los Estados de la región.

De esta forma, según Soto-Arango (2010), el giro dado hacia un cientificismo y una marcada cientificidad en los sistemas educativos latinoamericanos y caribeños, en vez de producir la necesaria emancipación educativa, produjo un mayor enajenamiento de las culturas originarias y tradicionales de la región. Así, indígenas, afrodescendientes y campesinos veían cómo la promesa de independencia y libertad se diluía en sistemas educativos eurocentristaso de influencia estadounidense, olvidándose de tajo los saberes populares, tradicionales y ancestrales de las comunidades de base, no oligarcas, de los Estados latinoamericanos y caribeños (Álvarez, Uribe, Soto Arango et al. 2007).

En este sentido, hablar de historia de la educación latinoamericana y caribeña, y en especial de procesos educativos autónomos, es posible solo desde 1910, año de la conmemoración del centenario de independencia de la mayoría de las naciones de la región, coincidiendo con el inicio de la Revolución mexicana y con los procesos civilistas y urbanísticos de gran número de países latinoamericanos y caribeños, lo que lleva a pensar una educación de corte urbano que respondía a las nacientes ciudades, dejando de lado a las comunidades étnicas y su espacios rurales (Pineda y Orozco 2018a). De esta manera, en el nuevo siglo se inician procesos emancipadores de la educación de la región, alejados de las anteriores influencias que, desde la teología y posteriormente desde el positivismo, ejercieron un determinante social y cultural en América Latina y el Caribe, pero distantes de los saberes ancestrales de las comunidades étnicas, borrándolos de un proyecto de nación desde la educación.

En este sentido, Soto-Arango et al. (2011) afirman que la(s) educación(es) propia(s), el camino a la prosperidad y desarrollo económico, el auge de las identidades nacionales, los constantes procesos migratorios, las reformas universitarias y la influencia de la separación de la influencia cultural de Europa y el acercamiento a modelos liberales de mercado de influjo estadounidense posibilitaron un nuevo giro en la concepción de la educación en América Latina y el Caribe. Asimismo, las ya exitosas políticas educativas surgidas de las Revoluciones boliviana y cubana, que coincidían con el génesis de los postulados de Freire (1970), permitieron dar inicio al proceso de liberación de las herencias educativas de la época colonial.

Por consiguiente, en los diferentes planes de desarrollo y en las promesas de progreso de los Estados latinoamericanos y del Caribe, la educación emerge como la posibilidad de articulación entre los cambios sociales estructurales y las reformas económicas y políticas que se proponían implementar. De esta manera, la educación se convirtió en el vehículo por el cual los gobiernos posibilitaban sus reformas, ya sea porque permitían un cambio estructural de carácter filosófico o axiológico o porque a través de esta se pueden movilizar ideologías fundamentales para la implementación de políticas y reformas profundas (Soto-Arango y Bernal 2015).

Sin embargo, la poca pertinencia y coherencia territorial de dichas políticas, reformas y cambios generó un resultado diferente del de modificar los sistemas educativos para el progreso social y la interculturalidad, lo cual permitió que la influencia estadounidense y su naciente afán de colonialismo en la región permeara los sistemas educativos y las políticas sociales, y con ello se acrecentaron las brechas de equidad e igualdad social en la región. De esta manera, los discursos y las narrativas que otorgaban importancia prioritaria a la educación y al conocimiento como factores centrales del desarrollo y de la competitividad de los países de América Latina y el Caribe se vieron desdibujados por la consecuente alza en las tasas de pobreza y desigualdad instaladas en las más profundas bases de las sociedades en la primera década del siglo XX. Con esto se instauró otro discurso enajenador de las emociones, un discurso basado en la productividad, el trabajo y el emprendimiento como producto del esfuerzo y la inteligencia, señalando a su vez las emociones como débiles, incipientes y faltas de disciplina y rigor (Pineda y Orozco 2018a).

Ante esto, Bautista (2014) afirma que estas desigualdades permean los procesos educativos, en especial los correspondientes a los estratos más bajos de la sociedad y a las comunidades étnicas, lo que crea deficiencias educativas que a su vez no permiten la prosperidad de estas poblaciones. Ahora, ¿cuál sería la razón de la no culminación exitosa de las políticas, reformas y cambios educativos desarrollados en América Latina y el Caribe a un centenario de su Independencia? La respuesta no es clara ni sentenciosa; pero, se puede enunciar que, desde el inicio, dichas intenciones reformistas se han concentrado en los ítems de cobertura y escolarización al separarse de concepciones de emociones políticas y sociales, permeando de esta manera el carácter curricular, pedagógico y didáctico de las instituciones con tendencias neoliberales y de estandarización e impidiendo el surgimiento de verdaderas políticas educativas propias que lograran impacto en el desarrollo social y cultural de las comunidades.

De esta manera, según como lo plantean Pineda y Orozco (2018a), países como Brasil, Argentina y Chile, para los años veinte del siglo pasado, iniciaron reformas educativas que desdibujaron notoriamente el papel de la educación. Así, la educación pasó de ser concebida como una herramienta de emancipación y de formación de espíritus críticos socioemocionales, a un vehículo para la privatización, bajo estándares de modelos desarrollistas neoliberales, que le imprimieron un falso sello de calidad a la educación, centrándola en políticas para la ampliación de cobertura, a todo costo y a bajo costo, en detrimento de procesos didácticos y pedagógicos que fomentaran un pensamiento liberador, crítico e intercultural en el que las emociones son protagonistas (Rodríguez-Arocho 2010).

En América Latina y el Caribe durante la década de 1930 emergió la necesidad de generar políticas educativas de Estado que fueran capaces de sobreponerse a las dinámicas electorales, proselitistas y temporales de los gobiernos y que, independientemente de las coyunturas políticas, fueran apuestas de cambio estructural para la mejora de sus procesos de calidad y acceso a la educación con un énfasis en las realidades sociales y culturales que surgían de las bases socioemocionales de los Estados de la región.

Sin embargo, estas condiciones no fueron dadas en los países de América Latina y el Caribe, donde la tendencia, en la década de los treinta, marcó políticas educativas concentradas a bajo y mediano plazo, que en su mayoría no lograron transformaciones profundas en los sistemas educativos; en cambio, dejaron instaladas prácticas que afectaron los procesos educativos necesarios para una verdadera emancipación y liberación de la amenaza privatizadora de los gobiernos neoliberales.

De esta forma, la burocracia instalada en los niveles centrales de la administración educativa, la ausencia de procesos de formación y actualización del profesorado, las directrices y políticas económicas en detrimento de los ingresos económicos de los profesores, así como los sindicatos anacrónicos y enquistados en propuestas y exigencias para sí mismos y no para la totalidad del sistema educativo, sumado a una baja preocupación, conocimiento y comprensión que tenía la comunidad en general sobre sus sistemas educativos, junto a una desterritorialización de la educación y una exclusión de saberes, conocimientos y experiencias de comunidades étnicas basadas en una educación para la emocionalidad, llevaron a que las políticas educativas, durante este periodo, se centraran en la búsqueda por mejorar las capacidades físicas y estructurales del sistema educativo, más que por implementar y fomentar reformas educativas centradas en la calidad y la eficiencia y en beneficio de las necesidades, emociones y saberes de los actores del proceso educativo.

Por consiguiente, estas dinámicas reformistas cortoplacistas generaron conceptos errados sobre la calidad de la educación, centrándolos en paradigmas de la empresa y la industria y separando el componente humanista y socioemocional. Las políticas educativas en América Latina y el Caribe, durante las décadas de los años cuarenta y cincuenta, iniciaron un trasegar por dinámicas empresariales que, con la excusa del desarrollo económico, cargaron de significado y orientaron los sistemas educativos a la solución inmediata de problemas de ineficiencia y cobertura sobre los ideales de rescate de culturas propias y de solución de problemas estructurales desde la misma educación.

De ahí que dichas políticas educativas latinoamericanas y caribeñas, durante veinte años (1940-1960), centraran sus acciones y procesos de solución en mecanismos de privatización o en posturas irrestrictas de corporaciones privadas; en ambos casos, estos buscaban capitalizar rentabilidades particulares a costa de explotar los sistemas educativos y a su actores y participantes, donde evidentemente la preocupación por una pedagogía de las emociones sería nula. Desde este punto de vista, las políticas educativas en América Latina y el Caribe, durante las décadas de 1940 y 1950, estuvieron sometidas a procesos de reforma desde la perspectiva de la eficiencia (económica) como criterio fundamental, justificando la necesidad de ampliar tasas de cobertura y de matrícula educativa, en muchos casos bajo la figura de privatización de la educación (Bautista, 2014) y en detrimento del bienestar físico y socioemocional de los estudiantes y profesores.

En consecuencia de lo anterior, las políticas educativas en países como México, Argentina, Brasil y Chile, según lo afirman Orozco y Pineda (2017), generaron políticas educativas con un alto índice de privatización bajo la promesa de ganancias económicas y sociales, especialmente para los docentes, a través de una baja inversión financiera por parte del Estado, con un "acceso equitativo" a la educación para todos los segmentos de la población. Sin embargo, dichas promesas no fueron cumplidas y, por el contrario, generaron costos sociales que acrecentaron problemáticas educativas, culturales y sociales, evidenciadas en una brecha entre la escuela y la sociedad, entre las emociones garantes y propiciadoras del tejido social cohesionado y las estructuras racionales cognitivas que sucederían en la escuela. La anterior situación, no fue ajena a políticas educativas de países como Colombia, Panamá, Costa Rica, Venezuela, Ecuador y Perú, países, donde bajo promesas de inclusión económica y prosperidad social, se generaron reformas educativas ineficientes, las cuales se concentraron en el incremento de indicadores de cobertura, sin analizar ni abordar factores socioemocionales, ciudadanos y políticos asociados a la calidad de la educación.

Por tal razón, dichos países durante veinte años mejoraron notablemente su infraestructura educativa acosta de la valoración del capital humano, con lo que acrecentaron las brechas de equidad social, proceso ejemplarizante de una educación racional que expulsó la emocionalidad del acto educativo. Lo anterior llevó a que en los países latinoamericanos y caribeños las políticas educativas se centraran en indicadores de eficiencia económica y financiera enfocando la educación como un servicio y no como un derecho. Esto abrió la posibilidad de abandonar el ideario de ver la educación como el vehículo para la socialización de los sujetos y se centró en entender la educación como requisito necesario para la valoración del capital humano.

Por consiguiente, la mayoría de los gobiernos de América Latina y del Caribe durante la última treintena del siglo XX evidenciaron una crisis de sus sistemas educativos. De esta forma, se notó cómo el Estado pasó de ser el principal oferente educativo a ser un supervisor y regente de los procesos educativos en la región (Halbwachs 2004). En esta mutación, el Estado propendió por generar, administrar y gestionar políticas educativas a través de la instauración de lineamientos, normas, procedimientos, estructuras, lógicas, incentivos y dinámicas, que retomó de corporaciones e industrias y más que un beneficio, generó profundos daños en las dinámicas y el quehacer educativo de las instituciones y los centros educativos de la región latinoamericana y caribeña.

En consecuencia, las acciones asumidas por las políticas educativas en América Latina y el Caribe, durante la primera mitad del siglo XX, repercutieron en la burocratización del sistema educativo, no para su mejora en términos de calidad y pertinencia, sino para el enquistamiento de prácticas de gestión educativa de carácter neoliberal situadas en las orillas epistemológicas de las ciencias administrativas, contables y financieras. Esto generó que sus acciones fueran centradas y fundamentadas en procesos de gerencia de las políticas públicas enfocadas a metas e indicadores verificables y cuantificables. Lo anterior, en palabras de Varela (2005), generó una endoprivatización de los procesos educativos, que quedaron siendo regentados por profesionales separados de la educación y cercanos a las lógicas del mercado corporativo, lo cual aumentó la brecha entre educación y emociones como posibilitadoras (ambas) de la cohesión social.

Durante la segunda mitad del siglo XX, los Estados latinoamericanos y caribeños centraron las políticas educativas en las lógicas de desarrollo económico mediatizadas por exigencias del mercado y las corporaciones; se crearon, de esta forma, prácticas de reorganización y procesos de trabajo en el campo de la educación. Lo anterior, afectó significativamente (para mal) los sistemas educativos de América Latina y el Caribe, sobre todo en la necesidad apremiante de reorganizar el trabajo educativo, pedagógico y académico en conceptos y dinámicas originados en la gestión del proceso de calidad y fomentados por la búsqueda del mercado de ofrecer productos acordes a las necesidades de los consumidores y no a las necesidades de sus estudiantes, las cuales se centraban en sus emociones y autodeterminación.

El anterior proceso resultó altamente peligroso para políticas educativas, ya que no solo desdibujó la intencionalidad formativa de la educación, sino que la sitúo en un proceso de oferta a las demandas irrestrictas de la sociedad. Entre muchas otras situaciones, estos procesos enajenaron el rol del docente; los criterios de autogestión de las instituciones y los procesos emancipatorios de la educación se redujeron a la organización documental y a los mapas de procesos para entregar productos de demanda satisffactoria. Aquí, las emociones ya habían desaparecido totalmente del proceso educativo; solamente se evidenciaban en reglamentos o manuales de convivencia donde el no acatamiento de las leyes, normas o procesos disciplinarios eran atribuible a la emocionalidad. Consecuencia de esta ausencia de pedagogía de las emociones surgió el racismo, la homofobia, la violencia, el despojo y la humillación al interior de las instituciones educativas.

Asimismo, la introducción de sistemas de evaluación permanente sobre el desempeño laboral de los docentes, la incursión de culturas de calidad y eficiencia en la gestión organizacional de los centros e instituciones educativas medidas a través de indicadores de proceso o financieros, el aumento de la necesidad de autofinanciación de las instituciones educativas, a través de la venta de bienes y servicios en el mercado diferentes a la educación y a la formación, posibilitaron un panorama desesperanzador en el análisis de las políticas educativas en la región latinoamericana y caribeña durante el fin del siglo pasado.

Por tal razón, es importante ir más allá del análisis historiográfico que presentan Pineda y Orozco (2018b) sobre las tendencias marcadas en las políticas educativas en cuanto a amplitud de la cobertura y escolarización masiva, y situar la discusión en la concepción y caracterización que dichas tendencias poseen de los actores educativos, ya que es allí donde se deben identificar las falencias de enfoque epistemológico. En últimas, no interesa la preponderancia de una tendencia a otra, todas son importantes y necesarias, mientras estén basadas en el reconocimiento de las emociones políticas y morales como insumo básico para dar respuesta a problemáticas locales, a análisis contextuales y a la necesidad de reconfigurar políticas educativas desde lo local y lo regional, sin estar prestos a dinámicas corporativas y lógicas del desarrollo económico.

Lo anteriormente expuesto denota una historia de colonialidad de los sistemas educativos latinoamericanos. Estos sistemas respondieron a una hegemonía de modelos racionalistas-europeos que ejercieron y ejercen una hegemonía avasallante (Quijano 2007). En este sentido, hablar de hegemonías y contrahegemonías educativas es hablar de cambios estructurales o funcionales del sistema educativo desde las perspectivas de la gestión, organización, administración, currículo, pedagogía, didáctica y evaluación. Dichos cambios se han realizado con distintos propósitos y fines específicos, que se fundamentan principalmente en ideologías políticas y concepciones sobre el deber ser del Estado.

De esta manera, los impactos de dichas intenciones reformistas se pueden evidenciar en las condiciones sociopolíticas y económicas de la población objeto de estas. Por tal razón, con excepción de casos particulares como el sistema educativo pos-Revolución cubana y las reformas estructurales en el Uruguay del siglo XX y principios del siglo XXI, las reformas en el resto de los países de la región no han impactado sustancialmente las dinámicas sociales y los problemas coyunturales de los países.

En este orden de ideas, las reformas educativas han surgido de las necesidades sociopolíticas que se centran esencialmente en cambios de estructura y mejoras tecnológicas de la misma educación. Para lo anterior, Martinic (2012) hace una distinción entre reformas, ya sean de primera, segunda y tercera generación, en el espacio del escenario educativo contemporáneo. Siguiendo al autor, se puede afirmar que la primera generación de reformas educativas se ubica hacia los años setenta y ochenta, la cual se centró en una ampliación de la cobertura educativa pensando en el tránsito de los Estados hacia la edad contemporánea. Las reformas de segunda generación se ubican hacia finales de los años ochenta y durante los años noventa; en estas, los objetivos se centraron en la calidad y equidad de la educación. Para terminar, Martinic (2012) afirma que la tercera generación de reformas sucede durante el siglo XXI, la cual se centra en la búsqueda por la autonomía y la descentralización pedagógica en búsqueda de una educación emancipadora.

Sin embargo, estas reformas no habrían sido posibles sin los procesos e intenciones de cambio surgidos desde el mismo momento de la génesis de los Estados. Las reformas educativas han sido acompañantes de los procesos y proyectos de formulación del Estado; por tal razón, han sido los ejes de los avances y retrocesos que desde el ámbito político y sociocultural han desarrollado los países latinoamericanos y caribeños. Es necesario abordar, además, de la distinción expuesta por Martinic (2012) entre una historia de las ideas, los contextos y las intenciones que desde la conformación del Estado se ha desarrollado en Latinoamérica y el Caribe, y, de esta forma, comprender las distinciones y delimitaciones reformistas contemporáneas.

Esta situación, centrada bajo la impronta desarrollista económica, asocia a los diferentes actores ejecutores (profesores) y beneficiarios (estudiantes y familias) como técnicos del saber social o natural en lo fundamental, es decir, como sujetos desposeídos de un peso y concepto crítico sobre el proceso educativo, desvirtuando sus emociones, saberes y conocimientos de orden ancestral, tradicional y popular, ya que estos están lejanos de las lógicas de producción y de desarrollo de estándares de productividad.

Por tal razón, emerge la necesidad de enfocar las políticas educativas en lógicas decoloniales que permitan a los gobiernos centrar, desde perspectivas biopolíticas, las reformas y los cambios educativos. Este nuevo lugar paradigmático concibe la educación como un bien común separado de lógicas dicotómicas entre lo público y lo privado, situando la educación como proceso de autonomía, creatividad y construccionismo social (Quijano 2007).

De esta manera, se entiende que la educación es una herramienta fundamental para reducir problemáticas como la pobreza, la paz, la salud, la inequidad y la desigualdad. Al mismo tiempo, es el vehículo por el cual el Estado puede vencer las brechas sociales, económicas y tecnológicas que le afectan. Sin embargo, conociendo estos beneficios, el sistema educativo se somete a las posturas ideológicas y financieras de organismos multilaterales que invierten grandes sumas de dinero en políticas educativas (Krawczyck 2002).

En este sentido, la respuesta a la pregunta sobre la calidad de la educación no se encuentra en las chequeras de los organismos y las agencias multilaterales, ni en las políticas homogeneizadoras; la respuesta se encuentra en los otros sistemas, no eurocéntricos, modernos e ilustrados, que basan sus discursos en la expansión de sistemas capitalistas. Entonces, la respuesta está en esos otros sistemas que reconsideran la visión antropocéntrica de la educación colonial y plantean una nueva mirada a la reforma educativa desde lo indígena, lo afro, lo campesino, la mujer, lo joven, lo infante, lo natural, lo ecológico.

Asimismo, es necesario que esos otros sistemas dejen atrás el epistemocentrismo de la educación colonial, centrado en el reduccionismo de las emociones, los abordajes y los saberes científicos de otras comunidades no occidentales. Para esto, es necesario que los sistemas educativos retomen la cientificidad de los saberes ancestrales, tradicionales y populares, que por siglos han sido excluidos de los paradigmas y las políticas educativas. Entonces, se debe retomar la historicidad de nuestra ciencia; los conocimientos heredados de los pueblos originarios propiciarán una nueva episteme, una(s) nueva(s) forma(s) de entender la(s) relación(es) con el cosmos y la naturaleza, alejándose de las imposiciones que los organismos multilaterales quieren imponer a través de la educación por competencias y las pruebas estandarizadas. Este cuestionamiento hacia la educación colonial permitirá la revisión de la enseñanza de la historia, las ciencias, la geografía, las matemáticas, la literatura y el lenguaje; modificará la estructura de la escuela, el currículo y el lugar del docente y del estudiante.

Una educación decolonizadora implica una lucha por la emancipación cognitiva de un modelo civilizatorio hegemónico. Para tal fin, es necesario develar prácticas, creencias, conocimientos y formas de organización territorial que rompan las hegemonías de la razón y el pensar propios de la modernidad. Una educación decolonizadora presupone una ruptura con las tradicionales formas didácticas que se han replicado en la escuela por décadas (Solano-Alpízar 2015).

Todo lo anterior posibilita la emergencia de una pedagogía de las emociones (Pineda y Orozco 2021a), en diálogo con la opción decolonial intercultural, que desmitifique el estereotipo educativo. Esto complejiza las narrativas fundacionales, posibilitando unos nuevos relatos generativos basados en la memoria colectiva y la reconciliación con el pasado que deconstruyan los currículos oficiales y las lógicas disciplinares desde las que se configura el conocimiento y la generación de capacidades; que reviertan expresiones históricas de racismo y discriminación desde el pensamiento originario de las comunidades étnicas basado en un reconocimiento de las emociones.

La pedagogía de las emociones como enclave decolonizador

El abordaje del anterior cuestionamiento ha permitido entender que el giro emocional en la educación es ontológico (Ruiz-Serna y Del Cairo 2016) y político (Escobar 2015), que retorna al origen y se sitúa territorialmente en modelos de vida centrados en el Buen Vivir/Vivir Bien/Vivir Sabroso. Estos modelos/proyectos interculturales están basados en filosofías originarias como el Sumak Kawsay quechua (Cubillo y Hidalgo-Capitán 2015), el Suma Qamaña aimara, Ubuntu y el Vivir Sabroso, de las comunidades negras del Pacífico colombiano y de la diáspora africana en general, del Kyme Mogen mapuche, del Teko Porâ guaraní, entre otros (Duque 2020; Houtart 2011).

Este modelo intercultural e interemocional se basa en un sentido espiritual-relacional, como la búsqueda de la armonía consigo mismo (armonía interior), armonía con la comunidad (armonía comunitaria) y armonía con la Madre Tierra, Casa Grande, Útero Mayor y el territorio (armonía cósmica). Con esto, emerge una nueva pedagogía, unas nuevas educaciones basadas en las emociones que generan resistencias al modelo de vida capitalista occidental. Este último es entendido como el Vivir Mejor, que se funda en una visión antropocéntrica-individual, temporal-lineal y materialista del progreso o del éxito (Hidalgo-Capitán y Ariasny Ávila 2015).

La pedagogía de las emociones asume la educación como un camino de armonización y relocalización comunitaria de la vida y se antepone a una educación colonial individualizada, globalizada, desterritorializada y desenraizada. En esta pedagogía de considerar que las emociones deben superar el aspecto subjetivo y establecerse en el ámbito relacional, están presentes en la cotidianidad y en la reflexión sobre el actuar.

En este sentido, el giro emocional en las Ciencias de la Educación pretende establecer una pedagogía para la deliberación moral que implique la formación en la prudencia, entendida como el justo medio entre el pensamiento y la emoción. Para esto, es necesario reconocer las emociones propias y las de los otros, ayudando a comprender las situaciones particulares y el relacionamiento con la naturaleza. En este sentido, ubicar las emociones en el plano intersubjetivo y político implica el aprender la compasión, piedad y misericordia, no desde el punto de vista del pensamiento cristiano, sino desde el vivir juntos, vivir sin miedo y el vivir éticamente. Esta situación pasa por el reconocimiento de lo que emocionalmente se considera importante (Cortina 2010).

Por tal razón, una pedagogía de las emociones está enmarcada en lo que Rawls (2003) llamaba justicia con equidad, es decir, una justicia social donde la educación permite el florecimiento de los otros, aceptando la vulnerabilidad del ser humano y estableciendo una nueva política cultural de creencias y valores que nos permitan ubicar las emociones como el camino para el buen vivir (Duque 2020).

La relación comunidad-educación-territorio ha sufrido una ruptura en lo referente a su posibilidad para definir relaciones sociales. Ello ha generado un progresivo distanciamiento entre los involucrados en el proceso de formación, el territorio y las dinámicas de territorialidad. Así, vemos que hoy en día los contenidos y las prácticas educativas y pedagógicas no responden a las necesidades latentes de las comunidades, los individuos y los territorios. Esta desterritorialización de la educación ha generado desinterés en el proceso educativo, pérdida de valores culturales, desestimación de saberes ancestrales y desconexión con el mundo natural.

En este sentido, se entiende que el territorio es elemento fundante para la organización social, política, económica y cultural; es decir, el territorio es fundamental para definir relaciones sociales, ya que es a través de este que el ser humano se identifica con un lugar. De esta manera, entender el territorio como el lugar en el cual las personas y las comunidades afianzan, arraigan y afirman sus valores culturales y políticos nos permite hablar de territorialidad (Bonnemaison 1981). Por tal razón, el entendimiento y la comprensión del territorio y de las dinámicas de territorialidad son vitales para establecer grados de relevancia y relacionamiento entre territorio y existencia. Este entendimiento de los bordes y límites que delimitan los significados de territorio y territorialidad en una comunidad se concretan a través de procesos educativos emocionales.

De esta forma, hablar de educación es hablar también de contexto, de territorialidad y de estrategias para la vida y la existencia. De tal manera, es pertinente recobrar los lazos perdidos entre comunidad-educación-territorio con el fin de retomar procesos educativos que vinculen las emociones desde la alteridad y la corporeidad, desde su relacionamiento con el territorio, y que estas relaciones se vean reflejadas en constantes diálogos, intercambios de conocimientos y saberes diarios que permitan la deconstrucción de los conceptos de territorio, territorialidad, país, educación y pedagogía.

En concordancia, es necesario apostar por una pedagogía de las emociones, como sistema de internalización y construcción de conocimientos, valores y emociones que desarrollen capacidades de acuerdo con las características, necesidades y particularidades de los territorios; que permitan a los estudiantes desempeñarse coherentemente en su contexto y proyectarse con identidad hacia los otros y lo otro. Así, pues, la pedagogía de las emociones la podemos entender como un proceso de recuperación, valoración, generación y apropiación de medios de vida que responden a las necesidades y características que le plantea al ser humano su condición de unicidad con el territorio (Pineda y Orozco 2021b).

La pedagogía de las emociones es un proceso flexible que permite la construcción permanente de conocimientos acordes con los valores culturales, las necesidades y las particularidades de los territorios y sus comunidades alineadas con las emociones. Asimismo, su carácter flexible posibilita desarrollar una progresividad en la relación comunidad-educación-territorio, pudiendo dar respuesta a las inquietudes y angustias de la sociedad actual, en lo referente a las relaciones y reacciones sociales. Lo anterior, se puede ver reflejado en la fuerte relación que posee la pedagogía de las emociones con la memoria colectiva y la reconciliación, en la medida en que fortalece el vínculo de la lucha y la resistencia ante el olvido de las epistemes ancestrales, ante el territorio y las dinámicas de territorialidad; igualmente, frente a los conceptos de borde, límite y frontera que eviten prácticas de colonialidad de poder y de saber, las cuales producen dolor y olvido en las relaciones interétnicas e interculturales (Quijano 2007).

Entonces, el territorio, al ser un elemento fundamental para la organización tanto espacial como social, se configura como un proceso social, político, económico y cultural, que actúa en tiempo y espacio produciendo diversas manifestaciones a múltiples escalas. Por ello, la localización dentro de un territorio determina la pertenencia o membresía a un grupo (Sack 1986). En este sentido, uno de los procesos con mayor significado en la pedagogía de las emociones es entender la territorialidad: se está dentro o fuera de esta. Si una persona se identifica y se siente dentro en términos territoriales, a su vez se siente segura y no amenazada, protegida y contenida. Por otro lado, si se siente separada o alejada, fuera, la persona experimenta sentimientos y emocionalidades de división o separación entre ella y el territorio. En este contexto, Relph (1976) argumenta que cuanto más una persona manifieste sentimientos y emociones de pertenencia y territorialidad, más fuerte será su identidad con el lugar.

Por tal razón, la pedagogía de las emociones permite desarrollar una dialéctica fundamental sobre las emociones y percepciones que los miembros de una comunidad manifiesten sobre el estar dentro o fuera, al desarrollar diversas combinaciones e intensidades que les permiten asumir identidades para personas y comunidades en cuanto a emociones, significados, relación con el entorno y acción (Seamon y Sowers 2008). En este sentido, la pedagogía de las emociones permite la recuperación del vínculo entre educación y territorio y la dimensión de la espacialidad social, las cuales están íntimamente relacionadas con cómo se organizan las relaciones sociales. A su vez, produce particulares arreglos y ordenamientos espaciales sobre el mismo territorio.

Ahora, la dimensión territorial de la pedagogía de las emociones es entendida como mucho más que una estrategia de control y reconocimiento espacial; la territorialidad implica y está implicada con formas de pensar y actuar, así como con cosmovisiones construidas y cimentadas en creencias y formas de conocer cultural e históricamente contingentes (Delaney 2005). La pedagogía de las emociones es un proceso que ayuda a la comprensión, comunicación y visibilización de las estructuras político-sociales, al generar capacidades tales como autoridad, identidad, derechos, aspiraciones, alteridad y colectividad, entre muchas otras, que permiten superar desigualdades epistémicas, culturales y políticas desde una visión de justica social educativa.

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1 Concepto desarrollado por investigadores del Colectivo de Educación para la paz, que establece un paradigma emocional-político para entender la afectación del conflicto en los y las estudian tes y maestros, y cómo estas afectaciones (positivas y negativas) se relacionan con los currículos y el quehacer pedagógico.

2El proyecto de investigación, aprobado por el Ministerio de Ciencia de Colombia, llamado Pedagogía de las emociones para la construcción de paz en territorios de posconflicto, realizado por la Universidad Santo Tomás, Universidad Sur Colombiana, Universidad de la Amazonia y Universidad Distrital Francisco José de Caldas, 2018-2020. El proyecto de investigación apoyado por la Universidad Santo Tomás, "Geopolítica de la Justica Social Educativa", convocatoria FODEIN 2021. La tesis doctoral Medidas etnoeducativas de memoria histórica para la construcción de cultura de paz en comunidades étnicas, del Doctorado en Sociología y Antropología de la Universidad Complutense de Madrid. Y la tesis doctoral Geopolítica de las emociones en tramas narrativas de maestras y niñas situadas en territorios afectados por el conflicto armado en el departamento del Meta. Alteridades y corporeidades femeninas para la construcción de paz desde la pedagogía de las emociones, del Doctorado en Educación de la Universidad de Caldas.

3Abya Yala, según el pueblo Kuna, originario de Colombia y Panamá, significa Tierra Madura, Tierra Viva o Tierra en Florecimiento; fue el término utilizado por los kunas para designar al territorio comprendido por el continente americano. A partir del 2007, en la III Cumbre Continental de los Pueblos y Nacionalidades Indígenas de Abya Yala, las naciones y los pueblos indígenas participantes se autodenominaron como procedentes del Abya Yala; desde allí optamos por denominar el territorio originario y de asentamiento de los pueblos originarios como Abya Yala.

4Boaventura De Sousa Santos lo define como la destrucción de los conocimientos propios de los pueblos originarios causada por el colonialismo europeo, que a su vez generó un imperialismo cultural y la consecuente pérdida de experiencias cognitivas.

CÓMO CITAR ESTE ARTÍCULO Pineda Martínez, Edgar Oswaldo y Paula Andrea Orozco Pineda. 2023. "Pedagogía de las emociones como aporte a una educación emancipadora y con justicia social". Trabajo Social 25 (1): 199-225. Doi: 10.15446/ts.v25n1.101914

Recibido: 30 de Marzo de 2022; Aprobado: 26 de Agosto de 2022

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