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Trabajo social

On-line version ISSN 2256-5493

Trab. soc.  no.18 Bogotá Dec. 2016

 

Reseñas

Divorcio en Buda

YOLANDA LÓPEZ* 

* Profesora Departamento de Trabajo Social Universidad Nacional de Colombia

Sándor, Márai. 1Barcelona: Salamandra, 2007. 192p.


En una primera lectura la novela pareciera la presentación de un drama particular, pero como lo hacen los grandes escritores (y Márai sin lugar a dudas es un grande), el drama singular es solo el pretexto para presentar los intensos y perennes dramas de la humanidad. Como experiencias íntimas, las vivencias de los protagonistas muestran las capacidades de sublimación y de degradación que llegan a alcanzar las emociones y los actos humanos. Por ello, el relato toca las fibras íntimas del lector, lo afecta, porque resalta la importancia definitiva que para cada ser humano tiene la historia que habita nuestra vulnerable humanidad; y en "las lentas reflexiones escritas en el tiempo interior de los personajes"2 transparenta la materia de la que estamos hechos: el lenguaje que en últimas, cifra, contiene para cada uno la vida vivida con los otros.

El tiempo, en sus dos vertientes, aparece como el gran determinante de la vida para cada individuo: 1) el tiempo presente, el que se habita y 2) el tiempo de la infancia que funda al sujeto.

El primero, el tiempo que se habita, en el que se hacen presentes los cánones y los sueños de una época, es el tiempo comprometido con un pasado que al mismo tiempo traza los derroteros de un futuro, que a veces imperceptiblemente se filtra en el presente, sin que en la mayoría de las veces (como ocurre con los protagonistas de la novela) se comprenda. Lo nuevo, lo que comienza a ser, fractura las prácticas de una tradición fuertemente arraigada y produce reacciones defensivas de rechazo y de inhibición no solo personal sino colectivas, para preservar un modo de pensamiento y de vida en el que las personas adultas se hayan en apariencia cómodamente instaladas, y que grandes acontecimientos políticos remueven con efectos sociales, y subjetivos.

El relato se sitúa ad portas de la segunda gran herida que se ha infligido a la humanidad: la Segunda Guerra Mundial, tiempo de decadencia en el que, además, el Imperio Austro-Húngaro declina; un tiempo que es a la vez un orden social determinado, en cuyo interior bullen en formas diferentes los efectos de los movimientos y desastres sociopolíticos que los protagonistas resienten. En fin, un tiempo determinado, algunas de cuyas coordenadas ideológicas es posible reconocer a través de uno de sus protagonistas, el juez Kristoff Komives, quien a su vez representa un sector de esa sociedad, temeroso ante los modos y las modas que avanzan como nuevas propuestas para la convivencia familiar y social y que los nostálgicos de las seguridades del ordenamiento social, desean detener o por lo menos retardar.

El juez, hijo de una larga y respetada tradición de jueces con la que siente una íntima afinidad, expresa en su convencional modo de vida y de ejercer la profesión de abogado, la misión de transportar y preservar tradiciones legislativas adscritas al pensamiento de una época y de una clase social a la que pertenece: la pequeña burguesía, que como gran familia acoge en su seno un ordenamiento que cifra discriminaciones calificadas como necesarias diferencias, y que defiende y practica valores de austeridad y decoro como condición de éxito personal y profesional. Desde un arraigado fervor religioso, como creyente católico, convierte los valores aprendidos en prescripciones inamovibles para una vida digna y para acceder a la salvación del alma.

En la reiteración diaria de sus prácticas profesionales y familiares se sostiene el lazo invisible que lo une con aquellos que comparten con él la tendencia a resistir los cambios que difusamente percibe en el pensamiento y en los usos y costumbres colectivas de la época que vive, y que son los que imponen el asentamiento y la consolidación de la Modernidad, cuyas rupturas ideológicas corren paralelas al afianzamiento de los ideales de enriquecimiento y lucro del capitalismo que el protagonista reprocha amargamente. El desapego a los deberes de preservación del antiguo orden, simultáneo a la exaltación del placer como derecho individual, producen en el juez sentimientos de impotencia, pero al mismo tiempo le resuenan como un llamado a hacer de su vida profesional, personal y familiar una contribución que por lo menos posponga lo que desde una racionalidad conservadora constituye una amenaza de degradación y destrucción de los grandes logros materiales y morales de la humanidad.

La familia es, según el juez, uno de ellos, y las crisis que registra, un poco acongojado y otro poco aterrado, a través de los procesos de divorcio que a diario debe juzgar como juez de familia, la coloca como fuente de recurrentes e importantes reflexiones personales.

La infancia, como el segundo tiempo que el relato introduce, aparece como la memorable fuente del ser: tejido de experiencias con los otros íntimos que funda al sujeto, cuyas transmutaciones en la vida adulta deforman y enmascaran ese singular lazo vivido en los primeros años de vida con los otros primordiales, que trazan los derroteros de la existencia, y que, sin embargo, el sujeto ignora como fuente íntima de sus acciones y decisiones.

A través de sus dos protagonistas el escritor muestra los grandes y pequeños dramas suspendidos sobre su existencia, urdidos con palabras, silencios, ausencias y presencias de los seres más entrañables, cuyas trazas y trazos forjan las intimidades de cada uno. Aparecen las imborrables y dolorosas huellas emocionales de la ausencia materna, del vacío vital que deja su abandono y la herida que inflige al padre y que se proyecta como una oscura sombra sobre el hijo; la frialdad, la dureza y la distancia paternas inscritas en el deber ser patriarcal de la época. De otro lado se encuentran las humillaciones de la pobreza tatuadas en el alma y ancladas a aspiraciones materiales, sociales, emocionales y a ideales morales, con los que se busca restituir o resituar las faltas que aquejaron la primera época de la existencia.

Por encima de los deseos y de las voluntades individuales se revelan los impases de la vida familiar. Las escenas familiares de los personajes proyectan las luces y las sombras de la vida material y psíquica compartida y la forma singular, única, en la que cada uno de los miembros de la familia vive en lo más clamoroso de su ser los claroscuros de su experiencia singular con los personajes que forjaron su subjetividad; ese tejido del que todos y todas estamos hechos, cuyo trazo y bordado, sin embargo, no escogimos, pero que en algún sentido nos determina.

En las aspiraciones, en los deseos, en los ideales y en los semblantes que privilegian los personajes del relato se muestra y oculta a la vez el repertorio inmenso de experiencias familiares, con el paso del tiempo mitigadas, atemperadas, esquivadas o definitivamente sofocadas y transfiguradas. Este es un efecto de ese lazo con los más entrañables y con los otros, impregnado de la ideología patriarcal de la época, de una clase social, del género, de la edad, que como lenguaje codifican la carne y las emociones del cuerpo, y que harán parte de los atributos pero también de aquellos modos del ser que padece el sujeto, que, sin embargo, no comprende o lo hace a medias, pero que como repetición siempre retorna.

Así, aunque el juez Komives aparecía ante los otros jueces y ante su propia familia como el adalid de inamovibles certezas morales y sociales expresadas en una controlada forma de comportarse, detrás de su impecable ser social, daba la impresión -según el pensamiento de uno de sus colegas mayores- que había algo que se ocultaba, que no quería que se conociera y sobre lo que incluso él mismo no quisiera pensar ni saber.

Ese presentimiento de su colega se logra entrever en aquellos momentos en que al juez esa seguridad lo abandona y como síntoma físico torna movedizo el mundo debajo de sus pies y devela en su interioridad una desconocida sensación de fragilidad, una deletérea impresión de desastre, cuyos intensos sentimientos de angustia padece en silencio, ocultando ante su mujer y ante los otros lo que percibe como vergonzosas debilidades. Estas, sin embargo, lo asaltan cada vez más frecuentemente, y que como mal resulta enigmático para los médicos, pero que el lector entiende como el lenguaje de las oscuridades del alma, inasibles e incomprensibles para la rígida mente del protagonista.

A pesar de las grietas que signaron su familia originaria y de aquellas que diariamente conoce como juez en los casos que van a pedirle deshacer el vínculo, la institución familiar sigue siendo para él objeto sacralizado. Más allá del contrato legal que supone, considera el matrimonio como "una forma moral que confiere un marco divino a la convivencia de dos seres de distinto sexo, a la coexistencia de la familia" (60). La familia aparece como una posibilidad de transmitir un legado de ideas que conservarán el estado de cosas social y familiarmente establecido y que él y todo su linaje tienen en tan alta estima; la familia como puerto en donde anclar las necesidades humanas, un espacio imaginario de seguridades y certezas que él busca sostener en la repetición cotidiana de los usos y costumbres reglados por su clase social y exaltados y reconocidos por sus mayores.

Constata, sin embargo, cada vez más, lo efímero de ese vínculo, esa suerte de disposición inconsciente o consciente de las parejas de esquivar y poner fin a una vida compartida cuando las gratificaciones no comandan el diario vivir de la pareja. Al contrario de estas parejas piensa que hay que aguantarse, soportarlo todo, en nombre del compromiso contraído. Y vive así con enorme preocupación la gran paradoja de su vida: romper diariamente el vínculo matrimonial, deshacer familias, tal como él lo piensa, desanudar con sus manos lo que Dios ha atado. Pero, en la reiteración y expansión de esos desarreglos, crisis, descomposiciones familiares que a diario conoce, el juez intuye -con razón- el signo de otras crisis menos cifradas en el lazo con el otro, menos en las palabras y situaciones que se invocan como razón de la separación y más en las profundidades del alma humana.

Este juez que se desentiende de todo lo que no contempla la ley, lo que no funciona bajo el orden legal estatuido -que es para él el orden natural- que se somete obedientemente a las tradiciones familiares, en una noche particular es sacudido por las palabras que destilan el drama de un hombre, antiguo compañero de colegio, Imre Grenier, médico de profesión, quien con su sobrecogedor relato y con incisivas preguntas amenaza derrumbar el edificio de sus certezas. Esa noche se conmueve el estático, ordenado e inamovible mundo del juez.

Aquí nuevamente, a través de la larga y densa conversación, que es más bien monólogo con interlocutor, el escritor logra cifrar en las reviviscencias del médico las opacidades del alma humana, sus profundas contradicciones y los hondos dramas que el amor desencadena. El lector comprende que después de esa noche KristofF Komives ya no podrá ser el mismo, aunque sobre ello guarde hermético silencio.

Grenier ha vivido y vive la pasión devoradora y absorbente por su mujer, Anna, quien tuvo que ver alguna vez con la vida del juez, la convivencia construida y las conmovedoras circunstancias de su recientísima muerte son el leitmotiv de esa conversación que el médico esta noche ha buscado ansiosamente con el juez, y que como auto confesión y auto inculpación envuelve el sentido todo de su existencia.

El médico relata sus incontrolables ansias de esclavizar a su amada a un ideal de amor, y de pareja, que si bien emerge de la época, es también el resultado de lo vivido en su infancia. Desea suplir con ella la falla de la ausencia materna y muchos de sus vacíos infantiles (149-150). Se sitúa ante ella como un niño, como amante posesivo buscando absorberla, engullirla, devorarla, incorporarla a su propio ser, fundir su identidad en la de él (150) como padre, dueño y ordenador de la vida; y poco a poco sin que ella lo sepa la vida de él comienza a depender de sus más mínimos gestos.

En su confesión el médico acerca al juez a los apremios, a las heridas de la infancia y al cúmulo de experiencias con las que ha buscado restituir los dolores y frustraciones sufridas; a la pasión intensa por esta mujer que se convierte para él en la única fuente de vida.

Habla de su obsesión y de la tolerancia silenciosa y amable de ella; del drama que supone vivir solo para amarla, para capturarla toda en cuerpo y alma, y de constatar a la vez la distancia que ella forja para librarse del estar atrapada. En esas tensiones crece y se oculta la impotencia que de lado de los dos corroe indefectiblemente una relación que enferma, porque a ella la degrada y a él lo devora. Sin embargo, en apariencia parece que todo marcha en la relación de pareja. Más tarde aparecerá lo siniestro, lo ominoso que sostiene la obsesiva ansiedad por ella (166).

En el largo monólogo, el médico logra hilvanar los hilos de su drama y el terrible menoscabo del vínculo convertido en prisión en nombre de una codicia que solo busca recibir el amor, la dedicación, la entrega absoluta de ella, sin querer saber de las ambigüedades, de las ambivalencias y de los fantasmas que cifra su ciego deseo y el deseo de ella.

En el relato puede leerse que hay algo inasible en ella -en la mujer- que se resiste a la captura, hay algo que le impide entregarse y se sustituye por la dulce indiferencia como pasión desvanecida, descolorida. El deber, el cuidado y el servicio al otro como mandato de una época se erigen como respuesta que aplaza el reclamo del otro. De pronto él sabe que no es posible la entrega absoluta, que el silencio es una manera de callar algo que no puede decirse porque entonces todo volará en mil pedazos; pero además sabe que la palabra podrá también atraer el desastre (150).

Con la narración de las dislocaciones de su vida social y amorosa el médico irrumpe en la apacible vida del juez para mostrar con vehemencia las inconsistencias, las volatilidades del amor, para señalar cómo se construyen y deconstruyen las vidas de una pareja y el flujo permanente de las experiencias pasadas y presentes en cada uno de los cónyuges.

Pero Imre Grenier no solo quiere que el juez sepa sobre el discurrir de su vida con Anna, pues entre los pliegues de su drama ha aparecido como un fantasma; ha venido sobre todo en busca de una respuesta a una inquietante y fundamental pregunta, en la que -él lo presiente- se entrecruzan, se anudan, las experiencias de la vida compartida con Anna, su mujer y de su muerte.

A manera de conclusión

La gran y dolorosa conclusión de esa confesión-acusación del médico es que hay que aceptar la felicidad como un estado efímero, su imperfección (el fenómeno episódico del que nos habla Freud). Aceptar a la pareja como una ilusión, lo que equivale a decir que no es posible encontrar el objeto que con su amor le dé plenitud al deseo, pues no hay correspondencia total con el otro, no puede encontrarse la medida de lo que deseamos; aceptar que en el ser humano hay algo más que se escapa y el amor no es la garantía de esa captura, mucho más cuando se trata del deseo femenino (159-160). Pero además comprender que hay circunstancias que hacen más agudo el cumplimiento de este principio planteado ya por Platón en El banquete, explorado y desarrollado por el psicoanálisis, análisis que tornan imposible habitar la relación.

La gran paradoja que el autor nos plantea en la novela -y que Freud plantea ya en El malestar en la cultura- es que el amor es la fuente de las más intensas y singulares alegrías para el sujeto, pero al mismo tiempo es el origen de los más insoportables dolores de la existencia. El amor, sin embargo, como sentido de la vida, es motor que moviliza no solo el deseo por el ser amado sino por lo que la vida ofrece a cada sujeto.

Haciendo eco de la mentalidad de la época (primera mitad del siglo XX en Europa), los dos protagonistas conciben el vínculo matrimonial y familiar como un lazo sagrado, regulado por los mandatos religiosos de la tradición y de valores sociales -que aunque van caducando- en la época del relato constituyen aún baluartes de la Modernidad. El amor conyugal queda indefectiblemente unido a la lógica del deber como imperativo moral, pero su rigor recae sobre todo en la mujer, a quien se le asigna la vida privada del hogar como el reino de sus funciones fundamentales: el cuidado, el servicio y la complacencia del deseo de los otros, y sus manifestaciones deben expresarse en la vida de pareja, en la crianza de los hijos y en el semblante social, obedeciendo las demandas del pensamiento patriarcal predominante e incuestionable de la época.

Sin embargo, el amor en los discursos del médico y del juez devela la coexistencia social en un mismo tiempo histórico de concepciones, percepciones y experiencias que muestran la manera como los sujetos, de acuerdo con las intimidades de su historia de vida, asumen las demandas que la mentalidad de una época propone como ideales. El relato permite reconocer que existen elecciones y fijaciones que están directamente articuladas a la falta que soporta cada sujeto y que incluso sin que él lo sepa orientan su deseo y con ello sus búsquedas, sus utopías y sus sueños. Pero además, el escritor sin concesiones nos acerca al dolor como una tendencia que, en contravía de la razón consciente, los sujetos persiguen por distintas vías, justificados en discursos que encubren la tendencia mortífera que nos habita. En este contexto, el autor pone en boca del médico estas duras palabras: "no se puede ayudar a nadie porque el 'interés' de los seres humanos no es lo mismo que lo que es bueno, que lo que es lógico. Quizá necesitamos el dolor. Quizá necesitemos aquello, que según todos los signos, es contrario a nuestros intereses. No existe nada más complicado que determinar los intereses de un ser" (142).

El relato nos permite identificar los entramados y entrampados familiares enredados en el transcurso del tiempo cronológico y psíquico. Los problemas de la convivencia entre quienes se aman aparecen como viejos asuntos por resolver, aunque sus formas guardan consonancia con el discurso social que modela los ritos y las prácticas que se designan para normalizar y exaltar la unión conyugal y el lazo familiar en una época. El escritor acerca el foco a las dislocaciones, inconsistencias, dolores y dramas que se encuentran detrás de la aparente normalidad o inanidad de la vida de un sujeto; nos muestra los excesos y el agotamiento de la pasión amorosa, el dolor de las pérdidas, las búsquedas de lo nuevo, lo distinto, lo otro, que bulle en el fondo del alma de cada ser humano, que como veleidades del deseo buscan aplazarse, enmascararse inhibirse con la adhesión -hasta donde se logra- al cumplimiento de la ley.

Con el drama que forja, el escritor parece decirnos que los dramas individuales son la expresión cifrada de demandas subjetivas inconscientes que ni siquiera el sujeto identifica. Y con ese telón de fondo aparecen los síntomas que no son solo los del sujeto sino que se trasladan a los vínculos sociales ayer y hoy: las familias se desintegran, la gente se refugia en la muerte o pierde la capacidad de trabajo, no encuentra sitio, su sentido de responsabilidad se desvanece, las familias se vuelven frías, los sentimientos desaparecen, se cubren de polvo y, un día, se desintegra la vida (168).

Finalmente, y retomando a un comentarista de la novela de Márai, diría que "el escritor se vale de una excelente metáfora: la confrontación entre el día y la noche: el mundo que rige el día en sus normas fijas, sus comportamientos consensuados [...] sus reiteraciones cotidianas, sus elecciones y decisiones normatizadas -representado en el juez"3. Vale la pena recordar el último capítulo de la novela, en el que el protagonista se siente misionero de una orden a la que debe fidelidad según las leyes divinas y humanas; el mundo de la noche representado en el médico que en el ascenso de su dramático monólogo establece la grande y definitiva tensión que nos funda: entre orden y deseo, y que nos muestra la finitud del encuentro amoroso.

La oscuridad como metáfora de lo que no se ve bien pero además de lo que no se quiere conocer y la aparición de "esos lugares ignotos" a los que nuestra cobardía no nos permite llegar por el terrible miedo a encontrarnos ante lo ominoso, lo siniestro del propio ser.

Los distintos rostros del drama, de existir, perfilan los vestigios de lo vivido, las opacidades del ser de todo sujeto y las pertinaces búsquedas que entraña esa íntima aspiración de encontrar felicidad.

2"Divorcio en Buda, Sándor Márai". Tomado de La ficción gramatical (30 de agosto del 2012). http://laficciongramatical.blogspot.com/2012/08/divorcio-en-buda-sandor-marai.html

3 Tomado de: Francisco Solano, El País, 11 de mayo del 2002. http://elpais.com/diario/2002/05/11/babelia/1021074612_850215.html

1Después de El último encuentro y la Decisión de Esther, Divorcio en Buda constituye una de las novelas más leídas del escritor Sándor Marái. La publicación de la obra literaria del autor es efecto de un fortuito descubrimiento de sus novelas escritas entre 1946-1950, por parte del escritor italiano Roberto Calasso. La editorial Adelphi en España las publica en 2002.

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