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Estudios Socio-Jurídicos

Print version ISSN 0124-0579

Estud. Socio-Juríd vol.7 no.spe Bogotá Aug. 2005

 

Dignidad, venganza y fomento de la democracia1

Dignity, vengeance and fostering democracy

Jaime Malamud-Goti2

1Queremos agradecer al profesor Jaime Malamud Goti y a la revista University of Miami Inter-American Law Review, que autorizaron la traducción y la publicación en español del artículo "Dignity, vengaence and fostering democracy" publicado originalmente en el volumen 29, No. 3, de esta revista. Traducción al español de Rosario Casas. N. del E.: en la traducción se respetó la forma de citación y presentación de la bibliografía del autor.
2El profesor Jaime Malamud Goti es doctor, en derecho, de la Universidad de Buenos Aires, profesor de derecho de la Universidad de San Andrés y director del Instituto de Investigaciones Carlos Nino, Universidad de Palermo. Fue asesor legal durante el gobierno del presidente Alfonsín en Argentina para la transición democrática después de la dictadura militar. Ha sido profesor de University of Arkansas. Ha escrito libros en torno al proceso de transición argentino como Game without end, state terror and the politics of justice, y numerosos artículos. Fayetteville, Arkansas, Estados Unidos

Recibido: febrero 7 de 2005 Aprobado: febrero 7 de 2005


RESUMEN

En este trabajo, me propongo desenmascarar la concepción errónea básica según la cual los juicios y el castigo penal, tal como se contemplaron en la Argentina, incrementarían el respeto por los derechos en los sistemas políticos posdictatoriales. De hecho, la justificación cívica del castigo dentro de este contexto enfrenta obstáculos insuperables. Analizaré esta idea, así como las formas en que los juicios de derechos humanos de 1985, en Argentina, no parecen haber consolidado las instituciones democráticas, sino, más bien, lo contrario: desgastaron la ya frágil autoridad de la rama judicial. También examinaré la evidencia empírica de prácticas autoritarias que todavía imperan dentro del segmento de la comunidad argentina que aún favorece —o, al menos, justifica— la violencia estatal. Abordaré la aparente contradicción entre el apoyo popular a los juicios a los violadores de los derechos humanos, por una parte, y el apoyo a la brutalidad, por otra. Esta contradicción puede verse como el resultado de una falta de autoridad política originada (aunque no del todo) en un Estado terrorista. Sostengo que la forma en que se perciben la culpa y el castigo se debe a una práctica de gobierno autoritaria. Además, demostraré cómo esta práctica distorsionada de la culpa se convierte en un lente a través del cual observamos los juicios argentinos de derechos humanos. En última instancia, esta práctica de la culpa, formalizada en los juicios, se convirtió en una forma de venganza que era más que "puro castigo".

Palabras clave: Argentina, responsabilidad criminal, víctimas, transición democrática, emociones retributivas, castigo.


ABSTRACT

In this paper I set out to expose the basic misconception that, envisaged as they were in Argentina, trials and criminal punishment will improve respect for rights in post dictatorial political systems. In fact, the civic accounting for punishment in this context is fraught with insurmountable obstacles. I will examine this idea as well as the ways in which the 1985 human rights trials in Argentina do not seem to have consolidated democratic institutions but rather the opposite: they eroded the already feeble authority of the judiciary. I also look at the empirical evidence that authoritarian practices still run rampant within that segment of the Argentine community that still favors –or at least justifies- state violence. I tackle the seeming contradiction between the popular support for the trials of human rights violators, on the one hand, and support of brutality on the other. This contradiction may be seen as resulting from a lack of political authority originated (though probably not entirely) under a terrorist state. I claim that the very perceived nature of blame and punishment is caused by an authoritarian practice of governance. Further, I show how this distorted practice of blame becomes a lens through which we observe the Argentine human rights trials. Ultimately, this practice of blame, formalized by the trials, turned into a form of revenge rather than "just punishment".

Key words: Argentine, criminal responsibility, transitional democracy, victims, retributive emotions, punishment.


Introducción

Generalmente, se considera que los juicios a los acusados de violaciones a los derechos humanos son fundamentales para la transición de la dictadura a la democracia. En efecto, hay razones válidas para sostener que el castigo es una herramienta política destinada a crear la conciencia esencial para producir un cambio político radical. Se espera que la asignación imparcial de responsabilidad penal a quienes han torturado y asesinado desde el aparato estatal, y bajo su protección, ayude a restaurar la creencia en las libertades individuales y a recrear la autoridad democrática.

La mayoría de los críticos de esta tesis justifican o condonan las violentas prácticas dictatoriales, para lo que argumentan desde las perspectivas de la practicidad, del escepticismo político o del miedo a ahondar el conflicto social. Estos últimos, por ejemplo, temen que esta justicia retributiva pueda socavar el consenso político requerido para producir respeto por los derechos y la igualdad. La experiencia reciente de Argentina sugiere, no obstante, que los juicios a violadores de los derechos humanos pueden haber reforzado las mismas tendencias autoritarias que pretendían superar. En este trabajo, examinaré cómo, más allá de la retórica del castigo justo, hay rasgos estructurales de las comunidades posdictatoriales que hacen que los juicios de derechos humanos se perciban como empresas impulsadas por la venganza y el deseo de tomar represalias. Así, en vez de despojar de autoritarismo a la organización del Estado y de pacificarlo, estas medidas retributivas se convierten en fuentes independientes de conflicto. De hecho, tal como lo indica la historia reciente de la Argentina, los juicios perpetuaron y alentaron la violencia patrocinada por el Estado, en lugar de consolidar las instituciones y costumbres democráticas. El pueblo argentino está demasiado familiarizado con el autoritarismo como para que los intentos de expulsarlo de las creencias y prácticas sociales sean exitosos en tan sólo unos pocos años.

En este trabajo, me propongo desenmascarar la concepción errónea básica según la cual los juicios y el castigo penal, tal como se contemplaron en la Argentina, incrementarían el respeto por los derechos en los sistemas políticos posdictatoriales. De hecho, la justificación cívica del castigo dentro de este contexto enfrenta obstáculos insuperables. Analizaré esta idea, así como las formas en que los juicios de derechos humanos de 1985, en Argentina, no parecen haber consolidado las instituciones democráticas, sino, más bien, lo contrario: desgastaron la ya frágil autoridad de la rama judicial. También examinaré la evidencia empírica de prácticas autoritarias que todavía imperan dentro del segmento de la comunidad argentina que aún favorece —o, al menos, justifica— la violencia estatal. Abordaré la aparente contradicción entre el apoyo popular a los juicios a los violadores de los derechos humanos, por una parte, y el apoyo a la brutalidad, por otra. Esta contradicción puede verse como el resultado de una falta de autoridad política originada (aunque no del todo) en un Estado terrorista. Sostengo que la forma en que se perciben la culpa y el castigo se debe a una práctica de gobierno autoritaria. Además, demostraré cómo esta práctica distorsionada de la culpa se convierte en un lente a través del cual observamos los juicios argentinos de derechos humanos. En última instancia, esta práctica de la culpa, formalizada en los juicios, se convirtió en una forma de venganza que era más que "puro castigo".

¿Por qué castigar a los criminales de Estado? La dignidad, el respeto por sí mismo y el abandono de los viejos paradigmas

El crimen, el castigo y los juicios penales mismos son algunos de los temas centrales de discusión en la mayoría de las sociedades (sólo tenemos que pensar en el impacto del juicio de O. J. Simpson sobre la programación de televisión para comprender esto). Esta misma cuestión del crimen y el castigo se vuelve una obsesión colectiva cuando los delincuentes son miembros de crueles regímenes dictatoriales. Por ejemplo, los activistas de derechos humanos presionaron al presidente haitiano, Jean Bertrand Aristide, para que se comprometiera a enjuiciar a oficiales y agregados del ejército, desde enero de 1994, meses antes de que Aristide siquiera lograra regresar a suelo haitiano. Los principales grupos de derechos humanos, incluyendo a la propia Amnistía Internacional, consideraron imperativo comprometer al presidente de Haití a enjuiciar y castigar a los torturadores y asesinos. Las razones de esta urgencia no son evidentes por sí mismas, si se tiene en cuenta que Haití enfrenta la más grave situación de desnutrición y educación en las Américas. Más allá de las profundas emociones retributivas, la campaña a favor del castigo se vincula a la creencia arraigada de que la justicia penal juega un papel central en enseñarnos la verdad acerca de sucesos pasados.3 Claro está que esta enseñanza de la historia depende de que se pueda asignar a un grupo claramente identificable la responsabilidad moral por las flagrantes violaciones de derechos bajo una dictadura. Además de Haití, esta creencia subyacía tras la presión popular e internacional para que se castigara a los criminales de Estado en Uruguay, Chile, Argentina y, ahora, Rwanda. Es también la causa de purgas administrativas (retributivas) tales como la ley de Lustración en Checoslovaquia que le prohibía a los miembros del Partido Comunista ocupar cargos públicos.

Ciertamente, hay fuertes razones para creer que la justicia retributiva puede contribuir al establecimiento de una comunidad democrática basada en el derecho.

Pero, quizá de manera más importante, los estudiosos y políticos vinculan el castigo con la consolidación de instituciones con autoridad (democráticas), especialmente, las judiciales. Esta consolidación es, de hecho, tanto la causa como la consecuencia de un cumplimiento de la ley mínimamente igualitario. Parece bastante obvio que enjuiciar a criminales de Estado en sistemas políticos inestables reafirma el principio de que nadie está más allá del alcance de la ley y de que los ciudadanos tienen derechos, cuyo ejercicio es esencial para una democracia operativa. Más aún, también parece evidente que el castigo desempeña un papel mayor que el de simplemente construir y consolidar instituciones democráticas mediante mecanismos igualitarios de adjudicación de culpabilidad. Algunos estudiosos y activistas de derechos humanos sugieren que la condena de los violadores de derechos humanos cumplirá una misión pedagógica al imbuir a los miembros de una comunidad el sentido de respeto por sí mismos que habían perdido, el cual constituye un escalón en el proceso de construcción del respeto por los derechos.

Es cierto que, una vez terminadas las dictaduras, es probable que los individuos que padecieron o temían la persecución estatal no logren recuperar el respeto por sí mismos —ni desarrollar el respeto por los demás— sin el enjuiciamiento y castigo de los transgresores.4 Además, parece que el transformar a los individuos que han sido víctimas del terror en ciudadanos respetuosos y responsables es un prerrequisito para la creación de instituciones democráticas. Esto es así porque la misma existencia de estas instituciones depende del respeto que ellas inspiren entre la ciudadanía.

El argumento es válido: el primer efecto de los juicios de derechos humanos, o sea el de reafirmar la autoridad de las instituciones democráticas, se halla condicionado por el segundo, es decir, el estímulo a que los individuos respeten los derechos y decisiones de los otros, ya que son precisamente estos derechos y preferencias los que las instituciones democráticas deben proteger.

Frente a quien ha argumentado en esta forma a favor de los juicios, yo sostengo, en este trabajo, que las ventajas de las medidas retributivas pueden verse derrotadas por los inconvenientes de llevar a cabo juicios a los violadores de derechos humanos. Para probar esta tesis, me baso en el caso argentino.

El terrorismo de Estado destruye el respeto propio y la percepción de nuestros derechos. El comprometer así nuestra solidaridad social elemental y nuestras metas nos hace sentir vergüenza;5 también nos infunde culpabilidad por abandonar nuestros deberes de lealtad. Nuestro sentimiento de inutilidad y carencia de valor —de vergüenza y culpa— exige un "remedio político" que nos dignifique a nuestros propios ojos. La afirmación autoritaria, por parte de las instituciones políticas, de que se nos hizo daño contribuirá a legitimarnos ante nosotros mismos. El castigo de los violadores de nuestros derechos constituye la declaración más clara y más fuerte que una institución dotada de autoridad pueda emitir al respecto.6 Los ciudadanos necesitan aprender, y reaprender, que tienen derechos, no sólo para poder actuar con base en ellos, sino, también, para respetar las libertades de los demás. Parece claro que en cuanto institución dotada de autoridad, el castigo debe desempeñar este papel,7 pero, para poder hacerlo, se requiere una concepción de castigo que no se centre en el perpetrador. En este trabajo, criticaré las teorías estándar tradicionales de la disuasión y el retribucionismo puro, y propondré una teoría centrada en la víctima de una manera específica, que explicaré en las secciones siguientes.

Resulta necesaria aquí una advertencia. Las implicaciones normativas de enjuiciar y eventualmente castigar a los violadores de los derechos humanos hace imposible que se base el castigo en simples criterios legales estándar. Tal como lo ilustra el caso de la Argentina, la dimensión de la criminalidad estatal exige que se reexamine la justificación del castigo. El momento en que se toma la opción de enjuiciar a los criminales de Estado es, con frecuencia, uno de transición entre una dictadura militar autoritaria y un gobierno civil; por lo tanto, es un periodo de importantes cambios políticos y sociales. Esta situación política exige que la decisión de enjuiciar a los violadores de los derechos humanos tenga en cuenta una compleja serie de hechos (normativos), principalmente, tendientes a establecer los criterios para la abolición de ciertas formas dictatoriales de imponer las reglas. Ante todo, los políticos deben decidir qué hacer con las autoamnistías y los acuerdos de inmunidad, generalmente fraguados durante el régimen autoritario. Debe, también, establecer el estatus de los prisioneros detenidos en conexión con la represión política y de las condenas basadas en las leyes penales promulgadas durante el régimen autoritario. El llevar a cabo los juicios ya presupone una decisión de anular ciertas reglas de facto: el enjuiciamiento y el castigo connotan la invalidación de reglas que le permitían al régimen autoritario dedicarse a prácticas terroristas y represivas, o a cancelar la eventual responsabilidad de quienes diseñaron y dirigieron esas prácticas.

La disuasión y los juicios

Los autores que piensan que las consecuencias (causales) del castigo son la base de su justificación descubrirán que la condena de los criminales de Estado no logra sustentar su argumento teórico. El castigo puede disuadir a los oficiales de alto rango de planear un nuevo golpe militar. Tal como constataron algunos dictadores argentinos, el ser expuestos como criminales ante el país y la comunidad internacional es una amarga experiencia. Al conocer la sentencia de los tribunales, no muchos oficiales hubieran querido estar en el lugar de los comandantes militares argentinos. Pero, dada la naturaleza de la violencia estatal dictatorial, el efecto disuasivo de las condenas penales no es lo suficientemente fuerte.

Este efecto se ve considerablemente atenuado en el caso de la comunidad militar en general. Al máximo, las consecuencias disuasivas del castigo son plenamente aplicables sólo a los generales de la cúpula. También, operan estrictas limitaciones organizacionales y temporales a la disuasión. Parece claro que entre más bajo sea el rango del oficial, más estrechos serán los vínculos de camaradería y más fuerte la presión de sus pares para cometer asesinatos y abusar de los prisioneros.

Por otra parte, el tiempo opera de manera decisiva sobre la intensidad de nuestros incentivos y, para la mayoría de los oficiales, el temor de una condena lejana se ve neutralizado, en gran parte, por los beneficios inmediatos que proporciona la violación de los derechos de otros: respeto y apoyo de los compañeros y oficiales superiores. Parece evidente que en Argentina la perspectiva de un posible castigo futuro se vio superada por las recompensas inmediatas otorgadas por el círculo íntimo del transgresor. Sólo muy pocos oficiales mantuvieron los compromisos morales adquiridos antes de la guerra sucia y manifestaron su desaprobación ante lo que hacían sus compañeros;8 y, aun si las cabezas de una estructura autoritaria de poder político logran salvaguardar la continuidad de sus tendencias económicas y políticas en el régimen democrático, la cuestión de la responsabilidad personal puede ser un obstáculo para la transición a la democracia.9

En el caso de los cuadros militares argentinos, el efecto disuasivo de los enjuiciamientos no habría sido exitoso si se hubiera tratado de un cuerpo militar fanático. Durante el apogeo del terrorismo estatal, aquellos oficiales que por sus principios morales se alejaron de la política general de tortura y asesinato fueron acusados por sus compañeros de actuar así por deferencia y cobardía. Los oficiales que apoyaban la democracia se vieron enfrentados a una gran hostilidad.10 A medida que se desciende en la pirámide de la jerarquía militar, se observa que el fuerte sentido de lealtad hacia los compañeros debilitó los efectos de las condenas penales. La inestabilidad institucional en Argentina aminoró los hipotéticos efectos disuasivos del castigo. Los oficiales de menor rango asumían que, aun en el peor de los casos, es decir, aquél en el que realmente se impusiera el castigo, los militares todavía tenían la suficiente influencia como para obtener amnistías o perdones a corto o a largo plazo. Los cuatro amotinamientos militares ocurridos en Argentina desde el restablecimiento del gobierno civil ilustran la plausibilidad de esa creencia. Los amotinamientos se organizaron en apoyo a los condenados o enjuiciados por violaciones a los derechos humanos y en contra de los generales que habían traicionado a sus subordinados al entregarlos a los tribunales civiles.

Los retribucionistas y los juicios

Los argumentos de los defensores de una justificación retribucionista de los juicios de derechos humanos no son más persuasivos que aquéllos de los defensores de la disuasión. Es posible que los retribucionistas tengan en cuenta los efectos del castigo, pero, si son coherentes, ignoran todas las posibles consecuencias de la sanción penal en cuanto relevantes para su justificación. El mensaje para los violadores de la ley es: "Así de malo fue el acto que cometieron".11 Los factores retributivos —el daño acusado o la culpabilidad del actor— son vistos como límites morales sobre la forma en que se nos permite actuar sobre otros, es decir, como herramientas para la promoción de los intereses sociales y del Estado. El retribucionismo le impone restricciones severas a la sociedad en relación con la utilización del castigo de individuos como medio para promover los intereses de otros. El castigo mismo es un acto de justicia con el cual están comprometidos moralmente todos los miembros de una sociedad. Para un retribucionista puro, el castigo es una exigencia en el caso de todos los oficiales militares que participaron en las violaciones de los derechos humanos, así la consecuencia sea precipitar una nueva revuelta militar.

En este escenario, se trata al individuo de acuerdo con un conjunto específico de condiciones, que, en este caso, sería la ley penal argentina. Y toda persona que satisfaga estas condiciones debe afrontar unas dolorosas consecuencias establecidas. Para los defensores coherentes de esta tesis, el castigo debe imponerse a todos los oficiales que ordenaron, perpetraron o ayudaron en un caso de violación, a todos aquellos que no lograron evitar, o que no informaron de la transgresión, y a los civiles que, en diversas formas, colaboraron con el régimen. De acuerdo con esta posición, algunas organizaciones de derechos humanos tales como las Madres de Plaza de Mayo llevaron a cabo una campaña para que se castigara a todo oficial que hubiera participado en la violación de los derechos humanos.12 La organización de las Madres también buscaba el enjuiciamiento y el castigo de todos los aliados del régimen, incluyendo a sacerdotes católicos que habían fomentado la tortura y el asesinato. Aunque en la retórica de las Madres hay un llamado a las consecuencias, este llamado no se basa en los efectos sociales, sino, más bien, en las consecuencias morales o evaluativas. Al exigir que sus hijos sean devueltos con vida y que todos los responsables de las violaciones (cualesquiera que hayan sido) sean castigados, las Madres sostienen que las sociedades, en cuanto tales, requieren un mínimo de justicia. Más aún, mientras que no se haga justicia castigando a los secuestradores, torturadores y asesinos, ellas no pueden aceptar que sus hijos están muertos. Si lo hicieran, estarían admitiendo que los violadores de los derechos humanos son aceptados por la sociedad, lo cual resulta en que dicha sociedad deja de existir como comunidad moral.

Los retribucionistas poseen un genuino atractivo democrático porque defienden la igualdad y las limitaciones al poder del Estado para ejercer represión sobre los individuos. Un rasgo central de un sistema de limitaciones de este tipo es la generalidad: todos los perpetradores culpables deben ser castigados así se caigan los cielos, como lo postuló Kant. Pero, hay otra objeción que descalificaría a los retribucionistas, así hagamos caso omiso del requisito según el cual las instituciones sociales deben ser útiles: al ignorar los efectos de la sanción penal, un retribucionista puro tiene que (dogmáticamente) creer en el valor intrínseco de las reglas que hacen del acto un acto criminal. El castigo justo presupone que las reglas según las cuales un acto es punible también son justas. Pero, el retribucionista puro no puede discriminar entre reglas justas e injustas sin tener en cuenta las consecuencias de hacer cumplir esas reglas como razón última de su existencia. No tiene sentido alguno escoger castigar cierta conducta como criminal sin considerar las consecuencias de dicha conducta y los efectos esperados de hacer penalmente responsables a los autores de dicha conducta.13

Venganza, castigo y retribución centrada en las víctimas

No estoy afirmando que los utilitaristas y retribucionistas convencionales no proporcionen fundamentos para el castigo de los criminales de Estado. Los utilitaristas tienen razón al esperar que las condenas penales tengan efectos disuasivos. Pero, en el mejor de los casos, estos efectos se limitan, como expliqué anteriormente, a unos pocos oficiales de alto rango. Los retribucionistas ofrecen un argumento convincente a favor de la protección de los derechos individuales: las personas que no son culpables de un acto ilícito no deben ser castigadas, a pesar de lo fuerte que pueda ser el clamor popular.14

Este aspecto negativo del retribucionismo es modesto; se refiere solamente a las limitaciones en la utilización del castigo. No ofrece una justificación (positiva) de las condenas penales. Queda, así, claro que las teorías estándar del castigo no logran justificar el castigo de los perpetradores. Quizá se debería afirmar que, en los sistemas de posdictadura, no son las teorías generales, sino solamente aquéllas teorías justificativas ad hoc, encaminadas nada más y nada menos que a castigar específicamente a los violadores de los derechos humanos, las que pacifican a una sociedad. Según algunos autores, si los violadores no son castigados, aquéllos relacionados con los desaparecidos se vengarán de los perpetradores.15 Dejar de castigar a los criminales de Estado podría conducir a la sociedad hacia un Estado natural al estilo de Hobbes.

Pero, éste parece ser un presupuesto errado, al menos en la Argentina posmilitar, donde ni uno sólo de los miembros de las asociaciones de derechos humanos que entrevisté manifestó que tomarían venganza. Más allá de las agresiones verbales y físicas menores a unos pocos oficiales militares, nunca se intentó en la Argentina venganza alguna a pesar de los logros humildes de los dos gobiernos posdictadura. Las experiencias uruguaya16 y chilena17 parecen apuntar en la misma dirección. En efecto, la venganza posible no parece ser un problema a pesar de la ausencia de enjuiciamientos penales y, menos aún, de condenas, en estos países. No obstante, a pesar del fracaso de las tesis estándar y ad hoc para justificar el castigo de los violadores de derechos humanos, parece que sigue habiendo razones para el castigo, basadas en el sufrimiento de los sobrevivientes de la guerra sucia.

He argumentado que el castigo debe contribuir a crear una democracia basada en los derechos. También sugerí que la preocupación institucional por las víctimas de las violaciones patrocinadas por el Estado es crucial para el avance hacia esa meta. En este sentido, la disuasión y el retribucionismo puro, en cuanto teorías centradas en el perpetrador, son intrínsecamente inapropiadas. La experiencia ha descartado el enfoque ad hoc dirigido a evitar la venganza, el cual no requiere una respuesta teórica por no haber sido articulado sistemáticamente. Existen razones teóricas para asumir que los amigos y parientes de los desparecidos pueden desistir de la venganza.18 Yo propongo una justificación del castigo centrada en las víctimas y basada en emociones morales relevantes (dignas de respeto), como el fundamento independiente más plausible para justificar la condena de los violadores de los derechos humanos.

Las reparaciones a las víctimas no son esenciales para una justificación basada en la disuasión. Al otorgarle una significación clave a la disuasión de transgresores potenciales, estos teóricos de la disuasión no tienen escrúpulo alguno en ignorar la suerte de quienes han padecido la degradación al ver sus derechos básicos violados o amenazados. La noción de justicia para las víctimas quedaría excluida del cálculo de la disuasión en el ejercicio de la discreción.19 Los retribucionistas puros son susceptibles de la misma crítica. Al ignorar todas las consecuencias del castigo, los defensores de esta versión del retribucionismo se enfocan solamente en el hecho de que el transgresor enfrente las consecuencias de sus actos.

Pero hay otra variación menos popular del retribucionismo —una orientada hacia las metas—. De acuerdo con esta versión, el castigo debería encaminarse a proporcionar reparación para los sentimientos valorados de quienes padecieron el daño. No me refiero a los sentimientos vengativos, sino a la pérdida de sentido de la vida y de valor propio que experimentan las víctimas. Tal como expliqué anteriormente, quienes han sufrido castigos injustificados reales —o potenciales— por parte del opresor sienten vergüenza y falta de respeto propio por haber renunciado a los ideales personales que le daban sentido a sus vidas.

Los retribucionistas orientados hacia las metas le atribuyen al castigo la función de restaurar esta confianza perdida. Lo que distingue esta meta de la disuasión y de las buscadas por otras teorías basadas en las metas es que aquélla no es el resultado de relaciones causales externas, sino, más bien, el producto de consideraciones evaluativas, de contemplar (analíticamente) lo que se deriva de la noción misma de castigo. Reducir la vergüenza y el sentimiento de culpa de los sobrevivientes no es una consecuencia externa de las condenas penales, sino, más bien, un aspecto de las condenas mismas.

Existe una diferencia entre los retribucionistas puros y los orientados hacia las víctimas. Mientras que los primeros sienten la necesidad de imponer el castigo cuando se dan una serie de condiciones que hacen que un acto sea criminal, tal generalidad no es aplicable a los retribucionistas orientados hacia las víctimas. Al buscar la reparación para las víctimas, éstos pueden, de manera consecuente, optar por renunciar al castigo o contentarse, sencillamente, con censurar al transgresor o el acto del transgresor. Si creen que causarle dolor al perpetrador no contribuirá sustancialmente a restaurar el respeto propio y la confianza de la víctima, el castigo será injustificado. Por lo tanto, si las víctimas de ciertas formas de crimen estatal ya han recuperado el respeto por sí mismas y confían en que serán protegidas de futuras violaciones porque los cabecillas de la organización delictiva han sido condenados, los retribucionistas pueden abstenerse de castigar a otros miembros del grupo. Esto significa que hay bastante campo para ejercer la discreción.

Aunque esta justificación centrada en las víctimas para el castigo de los criminales de Estado es ciertamente la más plausible, no pretende ser excluyente y, por ende, no intenta desplazar otras razones justificativas en cuanto aplicables al castigo penal en general. Una perspectiva centrada en las víctimas puede revelar la futilidad de imponer sanciones penales a un cierto transgresor, aunque el castigo de dicho criminal podría ser apropiado de todas maneras si, por ejemplo, las circunstancias indicaran que eso serviría para disuadir a los imitadores potenciales. Me refiero a la gran cantidad de casos de abuso sexual del cual fueron víctimas las detenidas políticas, delito éste que, a diferencia de las ejecuciones, torturas y secuestros provocaron la desaprobación general de los cuadros militares. El abuso sexual era visto como un crimen común y corriente y no como una respuesta efectiva a la necesidad política, lo cual hacía que los transgresores fueran vistos como delincuentes comunes por sus pares.20 Pero, aún queda más por decir acerca de la búsqueda de la dignidad como justificación del castigo.

La aplicabilidad de la justificación basada en las víctimas no se limita a establecer una democracia fundamentada en los derechos. También puede desempeñar un papel clave en mejorar la situación de las libertades individuales en sociedades ya existentes basadas en los derechos. Dado que este enfoque se halla íntimamente vinculado con la vergüenza que el transgresor le causa a la víctima, la tesis también puede servir para justificar el castigo de transgresiones particularmente humillantes, tales como el chantaje y la esclavización. Yo sostengo que una teoría del castigo centrada en las víctimas es, prima facie, el medio más significativo para lograr la democratización de una sociedad.

¿Sirvieron los juicios para fortalecer la causa democrática?

Obviamente, esta pregunta no puede provocar una respuesta directa, ya que resulta imposible determinar la medida en que los juicios de derechos humanos a los militares argentinos, en 1985, hayan contribuido a la democracia. No obstante, hay fuertes indicaciones de que los juicios a los generales fallaron en su intento por enseñarle a la ciudadanía argentina la importancia de su valor como individuos. Esta afirmación podría sugerir que la razón del fracaso reside en el sentido que se le atribuyó a las condenas. Sin embargo, dicho fracaso no es el resultado de fundamentar las condenas en principios retribucionistas o utilitarios, pues, también existen poderosas objeciones a la justificación centrada en las víctimas que acabo de exponer.

La atribución de un efecto democratizador al enjuiciamiento y castigo de los criminales de Estado presupone que las decisiones de los tribunales poseen autoridad; que un sector lo suficientemente amplio de la ciudadanía cree que los tribunales poseen la competencia para desvelar la verdad y que están comprometidos con el fomento del respeto por los derechos, incluyendo, claro está, los de los culpables. Las condenas pueden contribuir a restaurar la dignidad perdida de los ciudadanos en la medida en que el pueblo asuma que, más allá de satisfacer las emociones retribucionistas, los tribunales son imparciales, y que las condenas se basan en nociones compartidas de responsabilidad moral. En efecto, no se puede esperar que las cortes infundan un sentido de valor y de respeto propio a los ciudadanos si esas mismas cortes no cumplen con algún sentido popular (mínimo) de lo que significan la imparcialidad y la prudencia.21 Es en este punto en el que la simple retribución (vengativa) se desvía de la función (plena de autoridad) restauradora del respeto del castigo.

A pesar de la justificación basada en la dignidad, la plausibilidad del castigo es sólo aparente. De hecho, la política de enjuiciar a los criminales de Estado presenta debilidades inevitables. En primer lugar, la experiencia y el sentido común muestran las dificultades planteadas por la selección de quiénes deben ser llevados a juicio. Dada la dimensión y las implicaciones políticas del crimen de Estado, es inevitable que prevalezca un aire de artificialidad al intentar establecer los límites de responsabilidad entre los miembros de una sociedad agobiada por el terror. Al adjudicarle la culpa a un sector reducido de la sociedad, los juicios de derechos humanos no pueden escaparse de reinventar la historia. El sentido de la verdad resultante se vuelve inevitablemente controversial, cuando no claramente faccioso. La insatisfacción con los juicios argentinos de 1985 fue manifestada no solamente por los defensores de los oficiales condenados, sino, también, por activistas de derechos humanos de primera línea, tales como las Madres de Plaza de Mayo y varios organismos internacionales. Mientras que los primeros alegaban que los culpables eran meros chivos expiatorios, los segundos protestaban porque se había condenado a muy pocos y porque sus sentencias eran demasiado leves. Para ambas partes, los juicios fueron claramente políticos: por haber sido excesivamente clementes, según algunos, y por haber impuesto castigos inmerecidos (percibidos como venganza) según otros,22 se consideró que el poder judicial, lejos de administrar justicia, lo que había hecho era ajustarse a la conveniencia política del ejecutivo. En consecuencia, en vez de reforzar la autoridad que la rama judicial pudiera haber obtenido, los juicios surtieron el efecto contrario. En lugar de contribuir a unificar las múltiples versiones de la realidad de una sociedad fragmentada, los tribunales generaron la creencia de que los juicios habían sido una estratagema para derivar el consenso a partir de una explicación arreglada de la realidad.

Algunos sintieron que el gobierno había fracasado en su intento por hacer algo con respecto a las violaciones de los derechos humanos en el pasado. Otros, incluyendo a un gran número de oficiales militares y civiles de derecha, percibieron que el presidente Alfonsín y un grupo de sus "acólitos" (dentro de los cuales yo estaba incluido) estaban empeñados en destruir las tradiciones del país. En efecto, pensaban que al enjuiciar indiscriminadamente al aparato militar en su totalidad, el presidente estaba deliberadamente haciéndole daño a las fuerzas armadas.23 Esta fragmentación de la opinión pública produjo toda clase de manifestaciones públicas para presionar al gobierno a enjuiciar a un gran número de oficiales. También provocó cuatro rebeliones militares cuyo objetivo era el de detener los juicios. Por esto, yo sostengo que, en general, el sentido de los juicios se vio distorsionado por la concepción social de la culpabilidad.

Así, los juicios ahondaron el antagonismo entre las facciones en conflicto: algunos consideraron que los juicios habían comprometido la justicia, y la mayoría de los ciudadanos los vieron como la implementación de una noción falaz de culpabilidad. El rasgo más llamativo de esta fragmentación de la opinión pública es que casi nadie, incluidos los abogados, basó sus opiniones en la decisión tomada por el tribunal federal en 1985, respecto a la responsabilidad penal de los miembros de las juntas militares gobernantes. El tribunal determinó que cinco de los nueve miembros de las primeras tres juntas eran los responsables de los asesinatos, las torturas, los abusos sexuales y los robos cometidos por el personal subalterno durante la dictadura militar. Ni siquiera el veredicto de la Corte Suprema, pronunciado un año después y que en general reconfirmaba la decisión del tribunal federal, fue relevante para la valoración ciudadana de la reciente historia política del país. La indiferencia de la población ante los procesos demuestra que, en Argentina, las decisiones de las cortes carecen de autoridad tanto en lo referente al establecimiento de los hechos aportados al juicio como en lo relativo a la evaluación del significado de estos hechos. Así, la controversia sobre lo que debía haberse hecho con respecto a las pasadas violaciones de los derechos humanos continúa, sin esperanza de que árbitro alguno logre ponerle fin. La ilusión de que la historia cierre la brecha sirve de poco consuelo porque algunas personas creen, como yo, que la autoridad de los tribunales para evitar abusos futuros es indispensable aquí y ahora.

La Argentina después de los juicios

Como suele ocurrir con la mayoría de las dictaduras, la mentalidad oficial y autoritaria argentina de los años setenta fraguó un mundo político tajantemente dividido entre enemigos y aliados. Al definir su objetivo último como el de desterrar la subversión —una categoría excesivamente vaga— los militares y sus aliados tomaron el primer paso hacia la implantación de una rígida lógica bipolar.

En cuanto extrapolación de la idea del enemigo en las guerras de Indochina y Argelia, la subversión en Argentina incluía un amplio segmento de la sociedad. Tal como se refleja en los discursos y arengas del gobierno en esa época, no sólo las guerrillas y los terroristas eran subversivos, sino, también, una amplia gama de ciudadanos considerados como una amenaza por el régimen. Por ejemplo, la lista de los personajes considerados subversivos por un almirante incluía los siguientes: "[...] Los ideólogos, los corruptos, los líderes inauténticos, los irresponsables, los delincuentes económicos y los predicadores falsos".24 Al adoptar una versión apocalíptica de la amenaza marxista, la guerra del régimen descartó la posibilidad lógica de permanecer neutral: los indiferentes y los ignorantes eran, también, candidatos a la seducción del marxismo internacional. De manera similar, en Argelia e Indochina, los enemigos potenciales de los franceses eran quienes simplemente no apoyaban la cruzada, ni sus métodos terroristas.25 En consecuencia, abogados, médicos, monjas, sacerdotes y parientes y amigos de los activistas políticos fueron arrestados, y hasta torturados y asesinados. "No existen los ignorantes; sólo existen los cómplices", exclamaba un delegado militar de la junta gobernante, el general ibérico Saint Jean, gobernador de Buenos Aires.26 Tal como queda claro en las conversaciones formales e informales, el sector enemigo comprendía, también, a los ideólogos, a los derrotistas, a los no convencidos, y a muchos más.

En la medida en que el mundo es concebido como el lugar donde una gran conspiración amenaza con devorarse a los ignorantes e indiferentes, la línea sutil entre autoritarismo y totalitarismo se desvanece. El proceso de igualar la ignorancia y el escepticismo con la oposición activa a la cruzada antisubversiva hizo imposible la neutralidad entre el extremismo derechista del Estado y la subversión. Nadie expresó mejor la inexistencia de la neutralidad que el general Saint Jean. Éste dejó en claro que era lógico dividir el mundo en blanco y negro: "Primero mataremos a todos los insurgentes, luego, mataremos a todos los que colaboren con ellos, luego, mataremos a los que permanezcan indiferentes, y, finalmente, mataremos a los tímidos".27 El atractivo de dicha retórica quedó plenamente demostrado en los miles de ciudadanos torturados y desaparecidos. Aunque la violencia suprema cesó a comienzos de los años ochenta, su atractivo continúa siendo bastante fuerte.

En la Argentina de los años noventa, la violencia siguió siendo bastante atractiva para un amplio sector de la ciudadanía. Esto es evidente en la reacción de las figuras públicas a los eventos políticos difíciles, así como en el éxito político de individuos que adoptaban ideales autoritarios. Tal éxito se vio también reflejado en las elecciones viciadas por asociaciones violentas y por la aceptación general del abuso policial.

Todavía resuena en la retórica oficial el modo de expresión dictatorial. En julio de 1992, por ejemplo, el presidente Carlos Menem declaró que los estudiantes que manifestaban en contra de sus políticas educativas podrían desaparecer muy pronto, así como habían desaparecido miles de sospechosos de disidencia durante la dictadura militar.28 En 1994, el presidente reaccionó de manera similar ante el cubrimiento, por parte de los medios, del asesinato de un recluta del ejército a manos de sus superiores durante un adiestramiento. Menem acusó a los periodistas que cubrían el caso de promover la "lucha de clases" y la "división de las fuerzas armadas".29 Con la misma oratoria de sus predecesores, Menem agregó que esos sectores que ahora promovían la investigación habían permanecido en silencio cuando se originó la violencia en los sectores ultraizquierdistas.30 La respuesta de Menem, expresada en el mismo estilo autoritario adoptado por muchos de sus seguidores, no era en y de por sí incompatible con una democracia operante. Pero, las repercusiones de esas palabras en el pueblo sí fueron, de hecho, irreconciliables con las reacciones democráticas básicas ante el disenso. Inmediatamente después de las denuncias del presidente, las manifestaciones subversivas se redujeron a, aproximadamente, la cuarta parte de lo que habían sido, y los periodistas dejaron de informar sobre actuaciones sospechosas por parte de los militares.

El 14 de agosto de 1993 estalló de nuevo, en la vida pública argentina, la violencia tolerada por el Estado cuando una pandilla organizada de intimidadores atacó a los espectadores que se burlaban de Menem, protestando contra las políticas económicas de su gobierno. Los periodistas que cubrían los eventos también fueron víctimas de la violencia y a algunos les arrebataron las cámaras y las destrozaron contra el piso. De una forma que recordaba las tácticas de la dictadura militar durante la guerra sucia, el sector donde el presidente se dirigía a las masas parecía haberse convertido en una zona libre. Los agresores gozaron de una inmunidad parecida a aquélla que disfrutaban las pandillas antisubversivas de los años setenta. En efecto, ni un sólo atacante fue arrestado, a pesar del despliegue policial y de seguridad en la zona.31 Algunos investigadores creen que algunos de los bandidos habían participado en los escuadrones de la muerte y fuerzas de tarea del ejército, que secuestraron y asesinaron a miles de personas durante la dictadura militar.32 Después de haber publicado una nota en el diario Página 12 33 de Buenos Aires, en la cual se explicaba cómo los agresores habían sido reclutados en el Mercado Central (la central de abastos de la ciudad) el 19 de agosto, el periodista Hernán López Echagüe fue severamente golpeado. En lo que parecía ser claramente una medida preventiva contra la intromisión percibida de los periodistas, otro periodista recibió cuchilladas en la cara con una navaja. El presidente Menem y Eduardo Duhalde, su antiguo vicepresidente, no se alarmaron en lo más mínimo.34 Sin perturbarse, le atribuyeron la violencia a pasajeras pasiones políticas partidistas que, como el clima frío, pronto desparecerían.35

El segundo recordatorio del autoritarismo del país es la actuación electoral de las figuras relacionadas con la dictadura militar, tales como el general retirado Domingo Bussi. Se dice que el estilo despótico del general causó la muerte de muchos civiles. Se supone que Bussi fue directa o indirectamente responsable de abusos que iban desde la ejecución sumaria de los detenidos como sospechosos de subversión,36 al desahucio violento de los habitantes de las barriadas. Con el fin de limpiar a Tucumán de desempleados, los habitantes fueron transportados en camiones y literalmente tirados en la vecina provincia de Catamarca. Y para avanzar en sus objetivos políticos, Bussi también extorsionaba a los industriales, amenazándolos constantemente con represalias. A pesar de estas acciones pasadas (o a causa de ellas), el general fue elegido gobernador de la provincia norteña de Tucumán en las últimas elecciones.

Otro ejemplo del atractivo de los antiguos dictadores es el del coronel en retiro David Ruiz Palacios, quien comandó la Policía Federal del país, desde su cargo como viceministro del interior durante la dictadura. En las elecciones de 1991, Ruiz obtuvo una victoria aplastante en las elecciones de la provincia del Chaco. Cuando se le impidió postularse como candidato debido a que no tenía el tiempo de residencia requerido en el Estado, escogió personalmente a su reemplazo, quien ganó fácilmente las elecciones.37

En los años noventa, una gran porción de la sociedad argentina volvió a aceptar el uso de la tortura. Un número considerable de ciudadanos aceptó el trato inhumano dado a los sospechosos cuando ese tratamiento se empleaba para proteger la seguridad y la propiedad de los "ciudadanos decentes contra la creciente delincuencia callejera"; por ejemplo, una multitud organizó una manifestación en los suburbios de Buenos Aires en apoyo al policía Luis Patti, quien había sido acusado de torturar a los prisioneros que estaban bajo investigación.38 Más aún, los expertos forenses declararon, a favor de Patti, que era posible que los detenidos se hubieran infligido el daño a sí mismos —incluso aquellos que presentaban heridas causadas por cables eléctricos— para hacer parecer culpables a sus captores. Un diario de Buenos Aires informó que la opinión pública del país se hallaba dividida entre quienes consideraban a Patti un torturador y quienes lo veían como un defensor de la seguridad.39 En los distritos donde prestaba servicio, la fama de Patti por su brutalidad le había ganado el apoyo de un vasto sector de la población. Convertido en figura pública, el policía se volvió un asiduo asistente a los eventos sociales, que incluía un show de televisión en el que bailó tango ante millones de espectadores. Patti declaró que no sólo hacía bailar a la gente, sino que él también bailaba.40 Esto era macabro, ya que bailar, en la jerga militar y paramilitar argentina, significa sufrir dolor infligido por otros. Además, la reputación de Patti indujo al presidente Menem a escogerlo para misiones especiales.

Sería ingenuo concluir, a partir de la lectura de lo sucedido con Patti, que el pueblo argentino es especialmente tolerante, y, más aún, devoto de la violencia extrema. En todas partes hay policías violentos y sádicos, y tampoco faltan quienes los justifican; pero hay más con respecto a la historia de Patti. Después de ser acusado formalmente, el oficial fue seleccionado por el presidente Menem para investigar el caso María Soledad en la provincia norteña de Catamarca. Se trataba del caso de una menor de edad que había sido violada y posteriormente asesinada, y en el cual los principales sospechosos era un grupo de políticos nacionales y hacendados. Aparte de reflejar insensibilidad, la escogencia de Menem resultó ser poco sensata. Patti confundió la investigación y, según las conjeturas de muchos, ayudó a huir a un sospechoso. Estas circunstancias no obstaculizaron la nueva carrera política del oficial: actualmente Patti ejerce como alcalde de San Miguel, un vecindario de clase media en las afueras de Buenos Aires. Así, el caso de Patti es un claro ejemplo de la propensión al autoritarismo de la Argentina posterior a los juicios.

Los casos precedentes son evidencia de que los juicios a los militares no lograron el objetivo que se proponían. La retórica intimidatoria del presidente y su camarilla, el atractivo político de los funcionarios ultraderechistas desde las elecciones de 1991, la actual indiferencia ante los abusos policiales41 y el impacto duradero de las amenazas al pueblo sugieren que los ideales y métodos autoritarios prevalecen aún. Lo que causa más perplejidad en los anteriores ejemplos de autoritarismo es el hecho de que varios de quienes no hace mucho tiempo se unieron para reclamar el enjuiciamiento de los torturadores hoy apoyan las mismas prácticas que antes condenaban. Esta contradicción demuestra que los juicios de derechos humanos no reflejaron la abominación que sentía el país por la violencia. También demuestra que los juicios no lograron el objetivo de fomentar valores democráticos confiables en la sociedad argentina. El juicio y la condena de los generales fracasaron en su intento por propagar la noción democrática de la supremacía del valor y de la responsabilidad individuales. Tampoco le enseñaron a la sociedad argentina que ciertas cosas que se le hacen a los demás son injustificables, excepto, talvez, en casos de extrema necesidad.

El fracaso de los juicios

Hay tres factores que explican ampliamente el fracaso de los juicios para producir un cambio de dirección hacia una democracia basada en los derechos. Como explicaré más adelante, estos factores afectan el valor pedagógico de los juicios y las condenas penales. Primero, al retratar un mundo de inocentes y culpables, los juicios reproducían la perspectiva autoritaria de un mundo dividido en aliados y enemigos. Segundo, con el mismo criterio bipolar, quienes no fueron declarados culpables se consideraron inocentes de la campaña de terror, pese a su participación directa o indirecta en la creación o establecimiento del terreno abonado para el terrorismo de Estado. Tercero, puesto que su alcance era necesariamente restringido, los juicios reinventaron la historia, atribuyendo la culpa, casi por completo, a un grupo social particular —los militares—. Este proceso condujo, por una parte, a la idea de que solamente un número limitado de ciudadanos era responsable de la violencia extrema y, por otra, al señalamiento de chivos expiatorios, ya que los miembros de un sector social fueron acusados, entre otros, por aquellos que deberían haber compartido la responsabilidad legal y moral de haber apoyado el uso sistemático de la violencia.

Para resumir, la deficiencia de los juicios reside en la función epistémica que le adjudicamos a las cortes penales; es con respecto a ésta que los juicios fallaron en proporcionar un recuento satisfactorio de lo sucedido, en contarle a la ciudadanía quién causó el sufrimiento y sobre cuáles hechos y principios se basa tal atribución. Al basarse en una aguda división entre culpables e inocentes, la verdad resultante de los juicios penales es demasiado estrecha para constituir la base de nuestra construcción de historia.

Una irónica consecuencia indirecta de los tres factores negativos que acabo de especificar es que, en sociedades fragmentadas de posdictaduras, los juicios de derechos humanos tienden a erosionar aquella autoridad democrática para cuya restauración fueron pensados. En la sección siguiente trataré el tercer efecto, la noción de inculpación y la obvia contradicción de la sociedad argentina, es decir, aquélla de impulsar empecinadamente la causa de los juicios a perpetrado-res de abusos contra los derechos humanos, al tiempo que se condonaba una violencia similar y se apoyaba a quienes la ejercían. Yo sostengo que la aparentemente obvia plausibilidad de entablar juicios de derechos humanos como medio para conseguir el cambio democrático en comunidades aterrorizadas tiene toda la probabilidad de ser contrarrestada por los efectos negativos de dichos juicios, los cuales, sostengo, se originan en la práctica social de la inculpación.

Inculpación y terrorismo de Estado

Ya he mencionado antes cómo la violencia patrocinada por el Estado se convirtió en una forma de vida en la Argentina de los setenta, y, en versión mejorada, continúa siéndolo hoy. Aún está pendiente una breve referencia al poder político en el cual la comunicación entre los ciudadanos —y entre éstos y el gobierno— está seriamente distorsionada por la incertidumbre causada por un Estado terrorista. Es claro que lejos de ser un medio para coordinar las acciones de los individuos, el poder del terrorismo de Estado apunta a impedir las actividades concertadas por aquellos que se consideran adversarios. Para aquellos que perciben la realidad política como una vasta conspiración subversiva, el poder sólo puede ser ejercido impidiendo las acciones concertadas. El terror se convierte, entonces, en un medio necesario para lograr ese fin.

El terror genera confusión en la población y esta confusión inevitablemente incapacita al aparato estatal para organizar una forma de gobierno. De hecho, en el mejor de los casos, el terrorismo de Estado dificulta extremadamente la existencia de relaciones de poder organizacional efectivas. Administrada desde arriba, la brutalidad aleatoria mantiene a los individuos tratando de adivinar cuál comportamiento los mantendrá libres de problemas. Esta violencia disloca la comunicación social, tanto horizontalmente, entre los ciudadanos, como verticalmente, entre el gobierno y la población. A medida que el sistema de amenazas y ofertas sobre el cual se construye el poder político estándar (organizacional) empieza a derrumbarse, las simples amenazas de castigo son reemplazadas por la coerción directa. La ausencia de un acatamiento espontáneo basado en el respeto a la autoridad, y la poca efectividad de las amenazas ambiguas son suplidas con un uso creciente de la violencia directa. El que el régimen militar prefiriera gobernar bajo el estado de sitio decretado por Isabel Perón, en 1983, evidencia esta tendencia. Los estados de emergencia están diseñados para justificar una dosis considerable de arbitrariedad en la reducción de las libertades fundamentales. De hecho, los militares mantuvieron la incertidumbre del estado de sitio y sólo lo levantaron cinco años después de que el ejército proclamó la victoria sobre los insurgentes. La dictadura restauró el estado (formal) de derecho en octubre de 1983, cuando se llevaron a cabo elecciones generales.

Un Estado terrorista tiene poco margen de maniobra para articular acciones individuales en torno al logro de metas comunes. La noción de poder político, usualmente ejercido para la coordinación de acciones individuales, se convierte, en su mayor parte, en coerción incierta. Esta necesidad percibida del recurso a la violencia y los miles de personas torturadas y desaparecidas instilaron en la ciudadanía la noción (implícita o explícita) de que en Argentina ser objeto de sufrimiento infligido era un hecho inevitable de la vida. Para la mayoría del pueblo, la imposibilidad de evitar el sufrimiento explica la transformación de la práctica usual de culpar a quienes lo causan, en una de inculpar a las víctimas de la brutalidad. Este uso de la práctica de inculpar constituye parte esencial de la nueva ideología que se desarrolla en la incertidumbre del terrorismo de Estado.

Para la mayoría de los teóricos del derecho moral y penal, la inculpación juega un papel importante en la vida social de una comunidad basada en los derechos. En una comunidad tal, los individuos valoran las opciones propias y ajenas respecto a cómo vivir y confían en que las instituciones protegerán sus ideales y la prosecución de metas personales contra la interferencia de terceros, incluyendo al Estado mismo.42 Cuando algún individuo transgrede las normas de esta sociedad y causa daño a otros, la indignación producida por sus actos se convierte en inculpación. Al inculpar a los transgresores fomentamos un sentido de responsabilidad moral, tanto en el perpetrador como en los miembros de la sociedad en general. El consenso de la ciudadanía respecto a quién culpar y por cuáles acciones fortalece, también, la solidaridad.43 Como medio de control, la inculpación conlleva la desaprobación moral de las acciones perjudiciales e intenta convertir en persuasión la indignación que despiertan. Al inculpar a aquellos que infringen nuestros derechos enviamos a la sociedad el mensaje de que tales acciones no deben repetirse, al tiempo que proporcionamos, al que obra mal, razones para darse cuenta de que ha traicionado valores sociales que también él debería salvaguardar si fuera racional.44 Esta forma ideal de inculpación está atrincherada en nuestras prácticas morales de dos maneras: primero, mediante la denuncia de aquellos que transgreden las normas de la sociedad; segundo, al convencer a quienes han hecho mal a otros de que merecen nuestra condena. Así, aunque se basa en acontecimientos pasados, la inculpación se proyecta, en cuanto a que su práctica, especialmente por medio del castigo penal, constituye un incentivo para que los transgresores y sus potenciales imitadores respeten las instituciones justas y los valores sociales.45 Según esta versión ideal, la inculpación refuerza la autoridad moral de las normas y las prácticas legales.

Esta noción de inculpación, y el castigo que a menudo asociamos con ella, es sólo un ideal moral.

Adjudicar elevados matices morales a la inculpación supone que podamos identificar honradamente aquellas acciones que acarrean daño. Este proceso de identificación de los moralmente responsables de perjudicar a otros es el caso típico en transgresiones culposas de la legislación penal. Basándose en la lógica dual de culpable e inocente, la legislación y la práctica penales proporcionan parámetros claros para establecer qué acciones son relevantes para ocasionar ciertos daños. Sin embargo, más allá del dominio del derecho penal, la cuestión de la responsabilidad moral está ampliamente sujeta a desacuerdo, negociación y cambio constante.46 Conservando su fachada de pretensión moral, la práctica de la inculpación ha variado ocasionalmente, como lo hicieron las nociones de causalidad, perjuicio y responsabilidad moral, por oposición a meros accidentes que simplemente nos suceden.47 Más allá de la práctica del derecho penal, las explicaciones que inculpan sólo a una de las partes, las explicaciones de factor único, son, usualmente, el resultado de (y también conducentes a) la simplificación excesiva de eventos.48 Como principio general, cuanto más realistas somos al pensar en el origen del sufrimiento, más visualizamos este sufrimiento como resultado de un conjunto complejo de circunstancias y no de una causa única. Al definir la realidad en términos de amigos y enemigos, la mente autoritaria es proclive a simplificar en exceso las nociones tanto de culpa como de víctima inocente.

Un Estado terrorista modifica drásticamente las conexiones entre la culpa, la moralidad y la transgresión de normas explícitas. El acallar nuestra indignación ante la brutalidad se convierte en una característica estructural de la sociedad, porque la indignación consciente contra la violencia de Estado es demasiado dolorosa y peligrosa para ser expresada. Más todavía, el sentido de lo inevitable despoja a la práctica de inculpar de su misión inhibitoria de futuras acciones perjudiciales.49 La inculpación deja de ser un mecanismo de control social basado en la moral, por lo menos, en el sentido de compeler a los ciudadanos a acatar principios y valores explícitamente acordados. Como consecuencia de este proceso, la sociedad argentina desarrolló el hábito de ver a las víctimas de la represión como objeto de culpa. En palabras de Barrington Moore, el régimen terrorista había expropiado la indignación moral de los ciudadanos.50 En consecuencia, el pueblo trasladó el foco de su angustia, de los perpetradores a las víctimas.

Esta aparentemente extraña práctica de desplazar el objeto de culpa a la víctima es impecablemente descrita por Conadep51 en el prólogo de Nunca más:

En la sociedad, la idea de indefensión se atrincheró crecientemente, el oscuro temor de que cualquiera, sin importar cuán inocente, podía ser víctima de esa infinita cacería de brujas. Algunos fueron absorbidos por un miedo abrumador, mientras que otros fueron controlados mediante la proclividad, consciente o inconsciente, a justificar el horror. "Debe ser algo que él/ella ha hecho", era el susurro, como queriendo favorecer a dioses inescrutables, mirando a los hijos o padres de los desaparecidos como si estuvieran apestados. Estos sentimientos eran vacilantes, porque se sabía que eran muchos los que habían sido engullidos por ese abismo sin fondo sin ser culpables de nada; porque, siguiendo la tendencia que caracteriza la cacería de brujas y poseídos, la lucha contra los 'subversivos' había sido convertida en una represión demencial generalizada. Porque el epíteto 'subversivo' tenía un vasto e impredecible alcance.52

Muchos argentinos recuerdan cómo, en 1976, la sociedad desarrolló la práctica generalizada de entender la violencia mirando a la víctima y no al perpetrador.53 La práctica estándar de inculpar a la víctima por su supuesta participación no especificada en algo es comparable con la descripción que los individuos machistas hacen de una violación como proceso en el cual el papel seductor de la mujer es esencial para su predicamento. Una mujer puede ser sospechosa de causar la violación por parecer expresar su deseo sexual. Así, esta forma de inculpar alimentó el bien conocido punto de vista autoritario que considera la noción derechos humanos como un instrumento al servicio de los intereses de aquellos que amenazan los "valores básicos de la madre patria". Sólo quienes simpatizaban con la subversión condenarían el régimen o, peor aún, intentarían hacer cabildeo contra el gobierno militar en foros extranjeros e internacionales sobre derechos humanos. Después de todo, la comunidad argentina misma se había dado cuenta de que solamente los mal intencionados, los temerarios y los estúpidos eran objeto de tortura y asesinato.

Instilando en la ciudadanía una interpretación bipolar de un mundo de culpables e inocentes, los juicios penales recrearon un esquema bipolar similar al de "si no estás con nosotros, estás contra nosotros". Así como la vaga noción de subversivo había dividido a la sociedad en buenos y malos, la inculpación institucionalizada la dividió una vez más. Lo que anteriormente había sido subversivos versus cruzados se había convertido, en el ambiente social de mediados de los ochenta, en la dicotomía del culpable versus el inocente, sobre la base de la inculpación penal formalizada. Paradójicamente, la característica más atractiva de los juicios —establecer una verdad común restringiendo los hechos relevantes a aquéllos aplicables a la culpa e inocencia penales— fue, al mismo tiempo, su más grande debilidad. Esta debilidad consistió en una inevitable sobresimplificación de la historia en la cual no había término medio entre inocentes y culpables.

He descrito cómo en el contexto de Argentina la práctica de la inculpación surgió de sentimientos distintos del respeto propio y la confianza. Cuando se basa en la consecución de respeto para sí mismo y de confianza, la inculpación nos lleva a intentar convencer a los violadores de que nos han lastimado, para impedir que ellos y sus potenciales imitadores nos hagan daño de nuevo. Al persuadir al que obra mal de haber traicionado nuestros valores, esta concepción de la inculpación implica que tratamos a los transgresores como agentes morales y como iguales que merecen que les proporcionemos razones para nuestra indignación.

Existe una condición para convertir en práctica moral la inculpación de aquellos que nos perjudican: que les presentemos nuestras razones y entablemos un intercambio de puntos de vista con ellos.54 Por el contrario, al achacar la falta a los desaparecidos y asesinados, como si pertenecieran a una clase diferente de la nuestra, los inculpadores pierden su derecho a prevalecer moralmente en un intercambio de razones, su derecho a alegar que moralmente tienen la razón. Así mismo, a diferencia de la inculpación moral, el resentimiento vengativo no requiere que proporcionemos razones convincentes para causarle dolor a quienes inculpamos.

En la Argentina de los setenta, esta práctica social sirvió al propósito de adecuarse a los intereses propios de los inculpadores: en la pugna por disminuir nuestra angustia y frustración, el uso de la inculpación llegó a ser una forma implícita de circunscribir la violencia a un grupo social definido. Al igual que en la inculpación de los desaparecidos, en la Argentina de la época posterior a la guerra sucia, nuestra inculpación recayó en un grupo segregado de nuestra propia comunidad; la población trasladó su foco hacia los militares como factor único de explicación de nuestro sufrimiento.

En los años setenta, la inculpación no era ni una expresión de indignación moral, ni un medio de señalamiento de aquellos que usaban la violencia contra nuestras vidas y nuestra libertad. La inculpación era un producto de la manipulación (unilateral) de emociones retributivas profundamente arraigadas, con el fin de lograr tres posibles resultados. En primer lugar, la inculpación nos hacía sentir menos culpables de no haber socorrido a las víctimas directas de la brutalidad. En segundo lugar, neutralizaba la vergüenza de renunciar a una asociación peligrosa con los políticamente indeseables, porque era su condición de indeseables la que los hacía indignos; después de todo, el inculparlos nos había llevado a creer que su sufrimiento era consecuencia de su carácter defectuoso. En tercer lugar, la inculpación neutralizaba nuestra angustia. Al concebir el castigo como basado en algunos de los actos y propiedades distintivas de la víctima, atenuábamos el terror de ser los próximos en la lista. Éramos, después de todo, diferentes de aquellos que sufrían. Sólo en la medida en que se sofocaban la culpa, la vergüenza y la angustia ampliamente compartidas con el conocimiento común de que era a los desaparecidos a quienes debíamos censurar, podía la inculpación contribuir a una cierta forma de solidaridad social. Convertimos la inculpación en un atajo para encontrar alivio al temor, al remordimiento y a la impotencia.

Avanzando hacia el pasado o retrocediendo hacia el futuro

Parece claro, ahora, que el deseo común de hacer que los militares fueran castigados expresaba la necesidad, calificada aunque popularmente sentida, de promover la solidaridad social. El atractivo actual de la violencia policial y el éxito electoral de figuras clave del régimen militar refuerzan mi creencia en que la búsqueda del castigo no se relaciona con la promoción de la dignidad de los individuos. Las emociones retributivas que subyacían tras las manifestaciones y protestas apuntaban a conseguir la clase de solidaridad que el país había experimentado durante el apogeo del régimen militar. En 1978, por ejemplo, las Madres de Plaza de Mayo fueron ampliamente recriminadas por dañar la imagen internacional del país durante el Campeonato Mundial de Fútbol realizado en Argentina. El espectáculo de las procesiones de Madres, donde se denunciaba la desaparición de sus hijos, fue considerado casi una traición. Igualmente pérfida fue considerada la intromisión de las organizaciones internacionales de derechos humanos que escudriñaban los asuntos del país en 1979, llevando a una población agraviada a hacer alarde de su desaprobación, pegando en sus carros calcomanías que decían "Los argentinos somos derechos y humanos". La campaña de 1980 para castigar oficiales del ejército debe verse bajo la misma luz.

Incluso si el sentimiento popular subyacente tras los juicios no se originaba en un sentido ciudadano de justicia, o de recuperación de la dignidad y responsabilidad de los individuos, es posible sugerir que llevar a cabo los juicios era preferible a una pasividad total. Si no hacer nada confirma nuestra impotencia, la comunidad sí pudo demostrar su poder llevando a oficiales del ejército a juicio. Podemos suponer que es más probable que los miembros de la comunidad aprendan algo acerca de sus derechos "obligando a la humildad" a aquellos que los humillaron a ellos.55 Existen, sin embargo, inconvenientes considerables en la estrategia de los juicios humilladores: al centrarse casi exclusivamente en un número definido y relativamente pequeño de violadores de los derechos humanos, los juicios amenazaban con convertirse en instrumento formal para frustrar la lógica básica sobre la que construimos la noción de responsabilidad. Como consecuencia directa de los juicios, la inculpación vengativa formalizada absolvió a muchos civiles que habían apoyado la dictadura militar, en la creencia de que éstos no se encontraban entre los inculpados, sino entre los acusadores. Basados en la lógica bipolar de inocente y culpable de la justicia penal, los juicios contribuyeron a la ampliamente compartida convicción de que los no enjuiciados eran, simplemente, inocentes.

Así, el lado negativo de los juicios consistía en un dilema: la primera disyuntiva era la dilución de responsabilidad mediante el expediente de considerar que un vasto sector de la sociedad había sido responsable de la brutalidad. Esta primera alternativa implicaba convertir los juicios en un teatro en el cual la sociedad se castigaba a sí misma, seleccionando un variado surtido de ciudadanos representativos y llevando a juicio meras muestras de una muy amplia variedad de ciudadanos: si todos son responsables, entonces, nadie lo es realmente. Me refiero a presentar cargos contra miles de actores civiles y militares que apoyaron, alentaron o fortalecieron, de muchas maneras, el fanatismo que condujo a la brutalidad de la guerra sucia. Al adoptar la segunda disyuntiva habríamos castigado, como de hecho lo hicimos, solamente a unos pocos violadores por lo que consideramos infracciones claramente horrendas de los derechos de las personas. En este caso, la mayoría de los antiguos aliados de los militares acusados se vieron libres para convertirse en acusadores. De hecho, aquellos que apoyaron el régimen hasta la debacle financiera de 1979, o el fiasco de las Islas Malvinas/Falkland en 1982, se consideraron con derecho a convertirse en acusadores. Esta actitud, percibida por los militares como una traición de sus antiguos aliados, confirmó su teoría de la conspiración. Se veían ahora amenazados por un número aún mayor de conspiradores, que fingieron ser sus aliados hasta que resultó ventajoso volverse en contra de las fuerzas armadas. Estos antiguos aliados apoyaban ahora la política de la venganza. De hecho, los militares sintieron que después de haber sido alentados por la ciudadanía a aniquilar la subversión, a restaurar el orden, se habían convertido ahora en depositarios de toda la violencia experimentada por el país desde comienzos de los setenta. La explicación autoritaria única que la sociedad daba a las causas de su infortunio ya no consistía en inculpar a las víctimas; la causa única eran, ahora, los militares.56 Esta prevaleciente disposición a volverse contra los militares puede haber contribuido al reclamo del ex general Videla, cuando reiteró, en 1993, su convicción largamente sostenida de ser un chivo expiatorio.57

Los militares sentían que la crueldad de muchos civiles, y su vasto apoyo prodictadura, habían sido pasados por alto, que toda la brutalidad de los tiempos recientes había sido depositada en su puerta: el remordimiento, la vergüenza e, incluso, la simple reflexión, se empantanaron todos en la amargura de ser señalados, como ellos suponían, solamente por ser miembros de las fuerzas armadas. La sensación de llevar esa carga liberó a estos oficiales del más mínimo sentido de responsabilidad moral por lo que realmente habían hecho y ordenado hacer. La percepción de haber sido traicionados por antiguos aliados convertidos en acusadores eclipsó el énfasis del gobierno civil en que los juicios no se dirigían a los militares per se, sino sólo a aquellos responsables de urdir la campaña despiadada o de cometer crímenes horrendos. Así, en cuanto medios para instilar un sentido básico de responsabilidad individual, la política subyacente tras los juicios fue menoscabada por la naturaleza bipolar de los mismos.

La persistencia de la explicaciones únicas sugiere —como lo ha corroborado recientemente el caso Patti— que el pueblo apoyará nuevamente una intervención dictatorial si las condiciones del país se deterioran. El atractivo electoral de los generales Bussi y Ruiz-Palacios sugiere también que el deseo de una mano fuerte que restablezca el orden social puede ser tan intenso ahora como lo fue en los años setenta. El enfoque de la causa única invita a hacer una analogía entre los subversivos de los setenta y los transgresores de propiedad de los noventa. Los casos en que se mata a niños y jóvenes por plantear amenazas insignificantes contra la propiedad privada, y las reacciones policiales y judiciales a estos episodios, sólo pueden ser explicados con la ayuda de una lógica bipolar. Esta lógica se basa en el todavía imperante enfoque de "si no estás con nosotros, estás contra nosotros", y en su corolario, la causa única, como explicación de sucesos socialmente complejos.

El enfoque de la causa única ignora básicamente el hecho obvio de que la dictadura militar, y todo lo que supuso, había sido un fenómeno aislado del país real.58 La tolerancia actual de la violencia indica que el impulso colectivo de castigar a los abusadores militares no promovió suficientemente el respeto por las personas como ingrediente indispensable de un "castigo real sin prejuicios", como medio para lograr una democracia basada en los derechos. Inculpar a un sólo sector de la sociedad tiene aspectos que se perciben como ventajas. Al rehusarse a aceptar el hecho doloroso de que el terror se originó en las entrañas mismas de la comunidad, el mecanismo del factor único permitía a la población sofocar la culpa y la vergüenza de su pasividad frente al sufrimiento. Es demasiado obvio mencionar que considerar el dolor como consecuencia de las actividades de un sector bien definido implica rescribir la historia reciente de Argentina. En cierto sentido, la culpa de muchos oficiales del ejército por el terror que causaron elimina el atractivo de su alegato de haber sido chivos expiatorios. Y, además de los vergonzosos actos de muchos oficiales existen las no menos vergonzosas acciones de muchos civiles.

Desafiar la interpretación del pasado reciente del país exponiendo la naturaleza de la causa de la brutalidad nos invita a cuestionar los motivos mismos del apoyo masivo a los juicios de derechos humanos. Parece claro que, cualquiera que sea su fuerza, la credibilidad de las cortes no descansaba en la perspectiva de una decisión imparcial sobre la responsabilidad penal de los oficiales del ejército. La actual falta de respeto por los veredictos de las cortes emana de una creencia general que no deja lugar a la independencia judicial. Es difícil imaginar cuál habría sido la reacción popular si los ex generales Videla y Camps hubieran sido absueltos como resultado de evidencias de que ignoraban, por ejemplo, lo que estaba sucediendo bajo sus narices, o de que estaban mentalmente discapacitados. Tal parece que la autoridad de las cortes no descansaba en un respeto popular por su capacidad de juicio, sino, más bien, en su habilidad para formalizar, en el mejor estilo legal posible, la decisión política previa de encarcelar a algunos oficiales. Las sentencias pueden haber mitigado emociones retributivas ampliamente difundidas, pero no dijeron nada significativo acerca de la verdad de la historia reciente.

Conclusión

Queda mucho por decir, a favor y en contra, de los juicios penales posdictadura. De parte y parte se han presentado argumentos basados en políticas y en la política, en el pragmatismo y el idealismo, en el presente y el futuro, y, seguramente, hay aún más precisiones por hacer. El castigo de miembros de ciertos grupos, tal como existe actualmente, está altamente mezclado con el concepto menos aceptado de venganza. La estrategia de la impunidad, sin embargo, es altamente contra-intuitiva y no puede defenderse sin un fuerte sentido de insinceridad. De ser necesaria, una respuesta a este predicamento podría residir a mitad de camino entre castigar a un grupo de oficiales —arriesgándose a enfrentar la segunda disyuntiva del dilema— y no castigar a nadie en absoluto. Quizá sentencias más cortas para una muestra más grande de miembros de la comunidad, que incluya hombres y mujeres de negocios, tecnócratas, religiosos y profesionales, proporcionarían un cuadro más exacto de lo sucedido. Esta solución sería plausible si, y sólo si, pudiéramos encontrar buenas razones morales para señalar a dichas personas, evitando, así, la primera disyuntiva del dilema. Tal vez esta última estrategia proporcione una visión más clara de aquéllos involucrados en la planeación y ejecución de crímenes horrendos contra grupos de individuos. En general, la experiencia indica que las grandes expectativas puestas en los juicios se verán frustradas tarde o temprano. La cuestión parece requerir una ulterior consideración de la mentalidad democrática y del papel del sistema de justicia penal.


Notas al Pie

3Más adelante, sugeriré que esta tesis se sostiene en la medida en que las emociones retributivas detrás del castigo se derivan del empeño por recuperar la dignidad y el respeto por sí mismos que los ciudadanos han perdido.
4Amartya Sen señala que los pueblos subyugados abandonan la creencia en sus propios derechos, y los de las demás personas, con el fin de adaptarse a la obtención de "pequeñas bondades". Amartya Sen, On Ethics and Economics, 1990, p. 45.
5Por vergüenza entiendo aquí el sentimiento que deriva de nuestra incapacidad de actuar de manera autónoma. Así, la vergüenza se ubica más allá de la responsabilidad por escoger alternativas erróneas. Según esta concepción, la vergüenza incluye nuestra falta de autonomía (es decir, la falta misma de alternativas). Para una explicación de esta emoción y de su papel en nuestra construcción de la moralidad, ver Bernard Williams, Shame and Necessity, Berkeley-Los Angeles-Oxford, University of California Press, 1993, capítulo 4.
6Una clara analogía es la de la violación en una sociedad machista. Si los violadores no son condenados, con el tiempo, las mujeres violadas pueden llegar a sentirse culpables, en cuanto participantes censurables en el ilícito. Carol Lamb, The Trouble with Blame: Victims, Perpetrators & Responsibility, Cambridge, Mass. y Londres, Harvard University Press, 1996, pp. 22-55. En ese predicamento, la mujer necesita una respuesta institucional al daño como apoyo a su dignidad. El castigo penal le debe su fortaleza (y también su debilidad, como veremos) a su naturaleza simplista dual.
7Aunque, débilmente ligado al poder, el castigo también encarna la autoridad. Esto se hace evidente cando tratamos de discriminar entre castigo estatal y otras formas de coerción estatal. Ver Richard E. Flathman, The Practice of Political Authority: Authority and the Authoritative, 1980, p. 157.
8Pero aun el efecto disuasivo, progresivo de los enjuiciamientos y las condenas en la cúpula se verían limitados por razones circunstanciales. Por ejemplo, si los militares llegaran a derrocar al gobierno en el futuro, el efecto disuasivo del castigo probablemente los haría reacios a cederle el poder a un sucesor democrático. Es evidente que, una vez iniciados los juicios argentinos, los militares chilenos y uruguayos se mostraron renuentes a llamar a elecciones y, cuando lo hicieron, tomaron las medidas necesarias para que los políticos les otorgaran la inmunidad.
9Según algunos expertos, una vez iniciados los juicios argentinos, los militares chilenos y uruguayos se mostraron renuentes a llamar a elecciones y, cuando lo hicieron, tomaron las medidas necesarias para que los políticos les otorgaran la inmunidad. Tal como señala Przeworski, aun si las cabezas del aparato de poder autoritario logran salvaguardar la continuidad de sus tendencias económicas y políticas en un régimen democrático, el asunto de la responsabilidad personal sigue siendo un obstáculo para la transición a la democracia. Adam Przeworski, "Democracy as a Contingent Outcome of Conflicts", en: Jon Elster et. al. (eds.), Constitutionalism and Democracy, Cambridge, Cambridge University Press, 1988.
10El más conocido de estos grupos se llamaba Cemida; éste era un grupo minúsculo de oficiales militares democráticos, la mayoría de ellos en retiro, que se oponían al régimen militar y, sobre todo, a la violencia que practicaba. Los oficiales de Cemida eran un grupo bastante especial. El coronel Augusto Rattembach, por ejemplo, es músico y compositor. Algunos de ellos reconocían que si hubieran estado en servicio activo, su reacción negativa a la guerra sucia podría haber sido diferente por temor al asilamiento total. (Entrevista con el coronel José Luis García, uno de los fundadores de Cemida, julio de 1992). Considerados desleales por sus colegas, los oficiales de Cemida fueron víctimas de atentados con bombas e interminables amenazas de muerte. Más aún, en 1991, después de que el presidente Menem perdonó a los pocos oficiales que todavía estaban en la cárcel, se le impidió al coronel en Retiro Juan Jaime Cesio vestir el uniforme por haber apoyado las quejas de las organizaciones de derechos humanos. Esta sanción estigmatizadora nunca le fue aplicada a los oficiales procesados por tortura o asesinato (estos oficiales se beneficiaron, más adelante, de la ley de Punto Final de 1986, de la ley de la Obediencia Debida de 1987, y de los perdones de Menem de octubre de 1989 y diciembre de 1990) (Entrevista con el general Ernesto López-Meyer en Cemida). Una sanción similar le fue impuesta al general del ejército Carlos Domínguez, quien fue obligado a retirarse simplemente por expresar su creencia según la cual: "la ley y el orden no pueden establecerse mediante la violación sistemática de la ley", una estrategia que, según Domínguez, convertía en irrelevante la brutalidad de la insurgencia de izquierda. Ver James Neilson, El fin de la quimera: auge y ocaso de la Argentina populista, Buenos Aires, Emecé, 1991, p. 241.
11Robert Nozick, Philosophical Explanations, p. 370, 1981.
12Las Madres de Plaza de Mayo son un grupo de madres de jóvenes desaparecidos durante la dictadura militar. Denunciaban firmemente las violaciones de los derechos humanos acaecidas entre 1976 y 1983, las Madres, con sus pañoletas blancas, mientras desfilaban por la plaza ubicada al frente de la Casa de Gobierno de Buenos Aires. Este grupo se convirtió en una organización importante a finales de los años setenta. Aunque hoy se halla dividida, las Madres siguen activas. Ver las reclamaciones de las Madres de Plaza de Mayo en Jo Fisher, Mothers of the Disappeared, Londres, Zed Press, 1989.
13John Braithwaite y Philip Pettit, Not Just Deserts: A Republican Theory of Criminal Justice, Oxford, Oxford University Press, 1990, nota 24, p. 29. De manera similar, el ignorar las consecuencias hará que un retribucionista no pueda dar una respuesta adecuada a la pregunta de por qué castigar siquiera. Con base en la incapacidad de los retribucionistas para tener en cuenta las consecuencias, H. L. A. Hart y John Rawls han adoptado estrategias similares para destacar este punto. En primer lugar, H. L. A. Hart ha señalado que estos retribucionistas no pueden apelar a consideraciones utilidad social (ver H. L. A. Hart, "Prolegomenon to the Principles of Punishment", en: Punishment and Responsibility: Essays in Philosophy of Law 1, 1968). Tomar en cuenta la ventaja social de las condenas haría que la justificación del castigo dependiera, en parte, de sus consecuencias, abandonando así el principio básico del retribucionista puro. De manera similar, John Rawls afirma: "Todas las doctrinas éticas dignas de nuestra atención toman en cuenta las consecuencias al juzgar la rectitud. Una doctrina que no lo hiciera sería sencillamente irracional, una locura" (ver John Rawls, A Theory of Justice, 1971, p. 30). En segundo lugar, no es de por sí evidente que el acto ilícito al cual le asignamos una sanción penal exija que se tenga que hacer sufrir al culpable del acto. Si no hay consecuencias específicas deseables asociadas al sufrimiento del transgresor, podríamos preferir evitar el castigo de los perpetradores y escoger, en cambio, imponerles el deber de compensar a la víctima.
14John Mackie, "Morality and Retributive Emotions", en: Crim. Just. Ethics, No. 3, 1982.
15Carlos S. Niño, Radical Evil on Trial, Yale, 1998.
16Ver la descripción de las maniobras de los políticos para zafarse de promesas anteriores de enjuiciar a los militares violadores de los derechos humanos, en Americas Watch Report, Challenging Impunity: The Ley de Caducidad and the Referendum Campaign in Uruguay, 1989, pp. 12-17.
17Ver la noción chilena de democracia protegida, en Americas Watch Report, Chile: Human Rights and the Plebsicite, 1988, pp. 52 y ss.
18Más allá de la experiencia, hay fundamentos teóricos para afirmar que los parientes de los desaparecidos tienen sus razones para descartar la venganza. Lo que buscan estas víctimas indirectas de las violaciones de los derechos humanos es una autoridad, un árbitro que proporcione un recuento imparcial según el cual ellos no son los culpables de la muerte de sus seres queridos. Desde la perspectiva psicológica, Sharon Lamb señala que esta necesidad es uno de los objetivos de las víctimas del abuso doméstico (ver Carol Lamb, The Trouble with Blame: Victims, perpetrators, and Responsibility, Cambridge Mass y Londres, Harvard University Press, 1996, capítulo 2).
19Los utilitaristas pueden adoptar la posición según la cual la disuasión y rehabilitación del criminal son apenas dos de los aspectos que se deben considerar al buscar una utilidad social general. Una visión más amplia de esa utilidad puede requerir que se tenga en cuenta en el cálculo el bienestar de las víctimas directas e indirectas del crimen. Por más inusual que sea este enfoque, puede tener un cierto atractivo cuando, como en el caso del Estado terrorista en Argentina, las víctimas (gente asesinada, torturada y aterrorizada) ascendían a los millones. No obstante, la debilidad de este enfoque reside en sus propias limitaciones en el caso de que haya pocas víctimas. En esta instancia, el interés en recuperar plena membresía en la comunidad puede ceder ante el interés preponderante en que los casos se cierren. Para la variedad de formas en que se puede definir la disuasión, ver Franklin E. Zimring y Gordon J. Hawkins, Deterrence: The Legal Threat in Crime Control, Chicago y Londres, University of Chicago Press, Studies in Crime and Justice, 1973, capítulo, 3, sección 2.
20Esta fue la opinión expresada por el ex coronel Mohamed Ali Seineldin en una entrevista realizada en la prisión militar de Magdalena, Buenos Aires, Argentina, julio, 1992.
21Yo sostengo que la restauración del respeto propio exige que se nos diga lo que asumimos como verdadero con respecto a los eventos pasados. Sólo el retribucionismo ciego (que es, más que todo, venganza) se conformaría con el castigo del transgresor. La relevancia de que se nos diga que no somos culpables del dolor causado por alguien debe ser la consecuencia de un recuento pleno de autoridad (neutral) de la naturaleza del daño.
22Debe tenerse en cuenta que ni uno solo de los oficiales militares que entrevisté se oponía radicalmente a los juicios. Pero, aunque había consenso sobre el hecho de que algunos juicios de derechos humanos se justificaban, no había acuerdo alguno sobre quiénes debían haber sido los culpables. Algunos pensaban que debían ser los generales de mayor rango —los que actuaron llevados por emociones personales o por la codicia— mientras que otros estaban a favor del castigo para los soldados más viejos y con mayor experiencia.
23Un buen ejemplo de esta interpretación es el trabajo de los periodistas Jorge Grecco y Gustavo González, Argentina: el ejército que tenemos, Buenos Aires, Sudamericana, 1990, p. 140. A pesar de la carencia de soporte empírico para muchas de las aseveraciones resultantes de la investigación, el libro tuvo éxito y en ese mismo año recibió el primer premio de Ensayos e Investigaciones Periodísticas. Este premio es la distinción más importante para el periodismo investigativo en la Argentina.
24Almirante Luis Mendia, citado en La Nación, Buenos Aires, 12 de mayo, 1977.
25La noción argentina de subversión se originó en Francia en los años cincuenta. Así, el término se acuñó en el contexto de la guerra en Argelia. Este hecho lingüístico y conceptual no excluye la fuerte influencia de la noción de seguridad nacional de los Estados Unidos.
26La Opinión, Buenos Aires, 29 de mayo, 1978.
27Carlos H. Acuña y Catalina Smulovitz, "Ni olvido ni perdón: derechos humanos y tensiones cívico-militares en la transición argentina", en: XVI Congreso de la Asociación de Estudios Latinoamericanos [Washington D. C., 4-6 de abril, 1991], Buenos Aires, CEDES, 1991.
28Buenos Aires Herald, Buenos Aires, 10 de julio, 1992.
29Clarín, Buenos Aires, 30 de abril, 1994, p. 10.
30Ibid., nota 25.
31Página 12, Buenos Aires, 14 y 15 de agosto, 1993; La Nación, 19 de agosto, 1993, p. 7.
32Laura Termine et. al., "Las jaulas abiertas", Noticias, 5 de septiembre, 1993, p. 72.
33Página 12, Buenos Aires, 22 de agosto, 1993.
34Eduardo Duhalde es actualmente el gobernador de la provincia de Buenos Aires, la más grande del país. En octubre de 1997, a pocos días de las elecciones para el Congreso, Duhalde acusaba a la oposición de "desestabilizar la provincia" y de producir una situación "prosubversión". Ver Buenos Aires Herald, Buenos Aires, 6 de octubre, 1997.
35James Neilson, "La lucha es cruel", Noticias, Buenos Aires, 12 de septiembre, 1993, p. 76. Es interesante anotar que los funcionarios del gobierno tampoco se perturbaron por el ataque de los bandidos. El secretario de agricultura, Felipe Solá, quien se hallaba en la escena de los hechos, le explicó cándidamente a la prensa que los ataques "habían sido causados" por quienes habían asistido a la inauguración "para insultar al presidente". El antiguo embajador argentino en Honduras Alberto Brito, quien fue testigo de la golpiza a los periodistas, afirmó que la violencia era "una reacción lógica a los informes injustos de la prensa" (Página 12, Buenos Aires, 18 de agosto, 1993). Para quienes estaban familiarizados con la historia reciente de Argentina, las declaraciones de Brito no fueron una sorpresa: Brito, supuestamente había estado presente en la masacre de los jóvenes peronistas de izquierda que esperaban la llegada de Perón de España en junio de 1973 (ver Eugenio Méndez, Confesiones de un montonero: la otra cara de la historia, Buenos Aires, Sudamericana-Planeta, 3.ª edición, 1986, p. 81). Así, su conclusión según la cual: "ellos debían haber hecho algo para motivar la golpiza" era totalmente previsible.
36Entre las fuentes primarias que pude entrevistar estaba un alto oficial de la Gendarmería Nacional, con quien hablé a mediados de 1992.
37Página 12, Buenos Aires, 16 de agosto, 1991.
38Página 12, Buenos Aires, 14 de septiembre, 1990.
39Ámbito Financiero, Buenos Aires, 19 de octubre, 1990.
40"Bailar", en la jerga argentina, significa padecer dolor infligido por otros. Patti hizo esta declaración cuando le pidieron que bailara en un show de televisión (Canal 9, Show de Silvio Soldan, Buenos Aires). El vicepresidente argentino Eduardo Duhalde señaló que Patti era "un ejemplo para los demás policías". Ver Buenos Aires Herald, Buenos Aires, 8 de agosto, 1991.
41Ver, por ejemplo, la investigación reciente de Paul G. Chevigny, "Police Deadly Force as Social Control: Jamaica, Argentina, and Brazil", en: Criminal Law Forum, vol. 1, No. 3, 1990, pp. 389-425, donde se examina la relación entre la brutalidad policial y la aceptación popular de dicha violencia.
42Braithwaite y Pettit, op. cit., capítulo 7.
43David Garland, Punishment and Society: A Study in Social Theory, Chicago, The University of Chicago Press, 1990, capítulo 3.
44Thomas Scanlon, The Significance of Choice in Equal Freedom, en: Stephen Darwall (ed.), Ann Arbor, The University of Michigan Press, 1995, pp. 39-104.
45Ver, por ejemplo, Marion Smiley, Moral Responsibility and the Boundaries of Community: Power and Accountability from a Moral Point of View, Chicago-London, The University of Chicago Press, 1992, p. 177.
46Ibid., p. 167.
47La inculpación es sensible a los cambios del poder porque la noción misma de inculpación está ligada a la de poder. Piénsese en los cambios que el poder puede introducir en relación con resultados aparentemente libres de culpa. El que nos caiga un rayo normalmente producirá el veredicto de que fuimos víctimas de un accidente, que tuvimos mala suerte. Supongamos ahora que un individuo extremadamente poderoso —el emperador, el papa— fuera la víctima del rayo. Todo un conjunto de nuevas consideraciones valorativas puede ahora cambiar el estatus normativo de la víctima y, en consecuencia, nuestra comprensión de lo sucedido. Podemos querer indagar si quienes estaban a cargo de la seguridad de la víctima deberían haberle impedido exponerse a una tormenta eléctrica que se aproximaba. Podemos, incluso, culpar al funcionario anfitrión por no hacer una advertencia oportuna acerca del clima de su país. Si éste fuera el caso, podríamos decidir llamarlo negligencia o, aun, considerarlo una omisión intencional que puso en peligro la vida de la víctima. De esta forma, uno puede sostener qué infortunio e injusticia dependerán, a menudo, de las relaciones de poder de las partes involucradas. ¿Cuál es, entonces, la diferencia entre los hechos precedentes y las consecuencias, sino el poder de la víctima? (ver Judith Schklar, The Faces of Injustice, New Haven y Londres, Yale University Press, 1988).
48Paul Watzlawick, John Weakland y Richard Fisch, Change: Principles of Moral Formation and Problem Resolution, New York-London, W. W. Norton and Company, 1974, p. 45.
49Para el concepto de daño propongo la noción básica: reducir la autonomía personal de alguien, ofender su dignidad y causar dolor más allá de cierto umbral. Ver Carlos S. Niño, Ética y derechos humanos: un ensayo de fundamentación, Buenos Aires, 2.ª edición, Astrea, 1989, capítulo 10.
50Barrington Moore Jr., Injustice: The Social Basis of Obedience and Revolt, New York, M. E. Sharpe, 1978, p. 500.
51Conadep era la sigla de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, establecida por el presidente Alfonsín poco después de ser elegido, en diciembre de 1983. Ver Conadep, Nunca más: Informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, Buenos Aires, Editorial Universitaria de Buenos Aires, 14.ª edición, 1986.
52Ibid., p. 9.
53Esta precisión la hace, por ejemplo, Marcelo Suárez-Horozco, "The Grammar of Terror: Psychocultural Responses to State Terrorism in Dirty War and Post-Dirty War Argentina", en: Carolyn Nordstrom y Joann Martin (eds.), The Paths of Domination, Resistance and Terror, Berkeley-Los Angeles-Oxford, University of California Press, 1992, pp. 219-259.
54Pocos autores han enfatizado el valor moral de la deliberación tanto como Carlos S. Niño. Ver, por ejemplo, su justificación de la democracia como un proceso moral deliberativo en: Carlos S. Niño, The Constitution of Deliberative Democracy, New Haven y Londres, Yale University Press, 1996, capítulo 5.
55Para un enfoque similar, ver Hannah Arendt, A Report on the Banality of Evil: Eichmann in Jerusalem, Penguin Books, 1977, p. 226.
56Pese a las instrucciones del presidente Alfonsín de juzgar un número muy pequeño de miembros de organizaciones guerrilleras (Decreto ejecutivo No. 158/83) (Ver Alejandro M. Garro y Henry Dahl, "Legal Accountability for Human Rights Violations in Argentina: One Step orward and Two Steps Backward", en: Human Rights Law Journal, HRLJ [una continuación del Human Rights Review], vol. 8, 1987, pp. 283 – 477), no muchos de los cuales habían sido desaparecidos o habían escapado del país en esa época, había una atmósfera general de olvido respecto a ciudadanos de derecha (e izquierda) directa o indirectamente involucrados en la violencia. Entre estos individuos se encontraban políticos de alto nivel, líderes sindicales y otros civiles de ultraderecha, anteriormente comprometidos con la violencia extrema junto con el subordinado de Perón, José López Rega.
57Ver James Nielson, "Parque Jurásico", Noticias, Buenos Aires, 18 de julio, 1993.
58Ibid., p. 53.


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