Contexto viral y problemas de arrastre
El presente pandémico nos viene exigiendo una revisión de ciertas certezas teóricas e ideas que habían servido de andamiaje para la comprensión de la realidad. El hecho de que un virus (un elemento natural) se haya difundido con enorme velocidad por todo el planeta, a causa de las condiciones de producción y explotación ambiental y, que una de sus consecuencias más visibles haya sido un crecimiento exponencial de la tecnificación y virtualización de las relaciones humanas, resume perfectamente los problemas filosóficos, políticos y prácticos que enfrentamos. Vivimos en una época de superproducción y saturación de imágenes que la pandemia por coronavirus llevó a un nivel inédito. La enfermedad replicó su enorme capacidad de contagio en muy diversos sentidos alrededor de todo el globo terráqueo. No solo ha puesto en vilo los sistemas de hospitalarios de varios países y obligado a casi todos los Estados a repensar sus estrategias de salud pública, sino que también se ha visto reflejada en un sinnúmero de expresiones (desde textuales a audiovisuales, desde populares a científicas, desde cotidianas y privadas hasta notorias y masivas) que no hacen más que mostrar la enorme preocupación que un evento de esta magnitud implica para la humanidad del siglo XXI.
En principio, podría ponerse en duda cuál es el sentido de un acopio tan enorme de palabras e ideas sobre el mismo tema, sobre todo teniendo en cuenta que, aún no disponemos de la distancia temporal ni analítica suficiente para poder llegar a términos concluyentes. Precisamente, uno de los problemas con los que nos enfrenta la pandemia es que, por su aparición casi explosiva y sus efectos aún en plena eclosión, es difícil poder dar un diagnóstico que no se confunda en ningún término con una opinión. Dado que el discurso académico se ha fundamentado (especialmente en las últimas décadas y sobre todo en las ciencias sociales) más en la presentación de resultados que en el lanzamiento de hipótesis o asociaciones de ideas para desarrollarlas colectivamente1, los análisis que están floreciendo se encuentran en un territorio indefinido y se ven obligados a ser anfibios.
Algo que es ya claro es que la covid-19 volvió imposible ignorar una serie de problemas que la preexistían, que incluyen riesgos sociales, políticos y planetarios. Por eso, la inmensa concentración de reacciones a ella debería ser leída como síntoma o manifestación de procesos previos. Por un lado como expresión evidente de los descalabros forjados por el capitalismo tardío, desde el nivel ambiental hasta los movimientos forzados de personas, pasando por la aplastante inequidad imperante y tantos otros, cuyas consecuencias el virus ha puesto al descubierto. Por otro lado, como indicación de que aún existe cierta voluntad de comprender colectivamente los problemas comunes. El hecho de que hoy desde las universidades y publicaciones académicas se habilite e incentive la reflexión sobre la pandemia habla de la presencia de un arco de aspectos que atraviesan la educación y la investigación contemporáneas, que puede ir desde el sometimiento institucional a la tendencia publicitaria de una búsqueda de la atención permanente, que viene imponiendo la lógica de las redes sociales, hasta la intención de retomar una voz en el debate público que la universidad como institución ha venido perdiendo protagonismo social en las últimas cinco o seis décadas. Y a la vez, da indicios de que existe un cierto optimismo basal de la razón, que busca hacer comunidad, incluso en circunstancias tan adversas.
Una de las cuestiones que ya merecía ser repensada, que la potencialmente infinita multiplicación del Sars-Cov-2 ha catalizado y puesto sobre el tapete, tiene que ver con la radical transformación de la llamada vida privada2, en relación con la virtualización general de la experiencia vital. Si bien, el avance hacia lo telemático es muy anterior, la obligación del aislamiento y la distancia física, junto al cierre de numerosas instituciones y fronteras llevó al paroxismo la transformación de prácticas que eran presenciales (muchas en espacios públicos) al ámbito virtual. Y es altamente probable que varias de ellas se queden ya con esta modalidad como formato estándar.
Este artículo no pretende entronizar ni sentir nostalgia por el pasado reciente, ni mucho menos expresar que todo lo que se vuelve virtual es necesariamente peor. No obstante, sí busca prestar atención a las posibilidades y subjetividades que surgen en el desarrollo de ese proceso. Sobre todo, a la luz de un contexto en el que priman los afectos por sobre los argumentos y las creencias individuales parecen ser la medida de todas las cosas (De Gainza e Ipar; Romé). En ese sentido, procuramos lanzar algunas ideas, aún intuitivas, con la intención de abrir un diálogo transdisciplinar y de examinar dentro de la crisis médica y, en general, medioambiental que nos atraviesa cuáles son los valores que la humanidad abrazará (y transmitirá) en el futuro inmediato. Por ello, la posibilidad de revitalizar a la universidad como espacio de deliberación y crítica, pero también de contención y fraternidad, se vuelve fundamental.
El recorrido no será historiográfico ni pretende ser omniabarcativo. Al contrario, se enfocará en algunas cuestiones puntuales, para pensar en paralelo a los desarrollos virológicos.
Sobre lo singular
Hace 2500 años, Aristóteles marcó el rumbo de la ciencia occidental al escribir que “la medicina no considera qué es saludable para Sócrates o Calias, sino qué es saludable para tal o cual clase de hombre, porque lo singular es ilimitado y no objeto de ciencia” (Retórica, 1356b-1357a). Lo singular, que Aristóteles designa como “ilimitado”, es aquello que se resiste a la generalización, es lo que históricamente no entraba en la mirada pública. Sin embargo, desde el advenimiento de la estadística y, sobre todo, de su utilización para técnicas de gobierno, la desarticulación de lo social en una miríada de singularidades ha progresado imponentemente. Hoy nos enfrentamos a lo que parece una yuxtaposición infinita e ilimitada de singulares que nunca constituyen un plural, que no logran enlazarse en un concepto.
Esta cuestión dialoga muy fecundamente con la postulación de Jacques Lacan (204-205) acerca del significante-amo, sobre todo en el entorno del discurso capitalista, donde se vuelve cada vez más difícil construir un razonamiento social transversal. Observemos un apretado resumen de tales ideas:
Para Lacan, lo social no es igualitario sino dominial. Esto no quiere decir que no exista lo igualitario, sino que lo igualitario, en el fondo, es asocial, es decir, no permite establecer y estabilizar un lazo. [...] En cuanto tenemos esta relación del semejante con el semejante, que sólo se distinguen por una diferencia numérica, de manera que tú no eres distinto de mí, Lacan formula que no hay posibilidad de acuerdo. [Por eso] en el plano imaginario, sólo es posible la guerra. Es necesario lo simbólico para poner orden, jerarquía, para introducir lo dominial. Y si no ocurre que uno pueda más que otro, ¡es la guerra! La sociedad es lo simbólico, implica superar el estadio del espejo: hay lazo social a partir del momento en que se supera la relación dual. [...] En los años 70, Lacan indicó que había otro tipo de discurso, que él llamó el discurso capitalista, que comportaba que el sujeto, en nombre del que ese discurso se sostenía, no tenía un significante y, por lo tanto, era libre de inventarlo; su significante era imposible de encontrar. Se entraba en una época en que los sujetos inventarían sus significantes-amo. (Miller)
Habría, por lo tanto, una incapacidad subjetiva, en el contexto del capitalismo financiero, de separarse de lo numérico y lograr hacer confluir un discurso con un orden (como campo en disputa, en el mejor de los casos) que pueda contener y mediar entre las inclinaciones particulares y las posibilidades de una vida en común. En ese sentido, son de enorme interés los estudios realizados por Boris Groys (2018) acerca de la forma gramatical que implica Google, basada en la horizontalización y desjerarquización de las palabras, reorganizadas en función de los contextos de sus usuarios, más allá de las estructuras propias de los regímenes lingüísticos. Algo similar puede pensarse a partir del uso actual de los marcadores, etiquetas o hashtags, que ya no son empleados para clasificar y organizar lo que ya existe, sino que son creados a la espera de obtener adhesiones a posteriori (Borisonik, “Hashtag”).
Este punto alude al corazón de lo que, en los últimos años, se ha postulado como “gubernamentalidad algorítmica” (Rouvroy y Berns, Costa), retomando algunas ideas de Michel Foucault (2006) en relación con las transformaciones técnico-políticas contemporáneas, como la optimización del “capital humano” (tanto a través de la sugerencia instigadora como de la coacción) y la simultánea atención a las poblaciones, como un todo a conducir, y a cada individuo, como elemento a conocer. Por eso, la información y la comunicación cobran especial relevancia, ya que se muestran a cada usuario variaciones específicas, focalizadas, de ciertas influencias generales.
Vida pública, vida privada, vida secreta
La división que clásicamente se ha elaborado entre lo privado y lo público3 estructuró al sujeto moderno y sus posibilidades, pero hoy se ve puesta en jaque. Para la teoría política del siglo XX, este clivaje fue marcado por las ideas de Hannah Arendt y su preocupación ante los avances totalitarios y la consecuente publicidad de lo privado. En resumidas cuentas, desde su perspectiva, lo público y lo privado se identifican con lo político y la mirada igualitaria formal en el primer caso, con lo familiar u hogareño sumido a la asimetría en el segundo (Arendt 55). La distinción moderna determinó una esfera jurídica e institucional (complementada por lo social de la producción y de aquello que tomaba publicidad y se volvía un asunto común) frente a un ámbito íntimo, pensado en torno de los gustos, las posesiones y las acciones personales o a lo sumo familiares, que (dentro de sus confines) gozaban de una relativa autonomía. En los límites entre ambas esferas, se hallaban los derechos individuales y las luchas por la participación política de diversos sectores que compartían un territorio.
La cupla público-privado responde, como tantas otras, a modulaciones históricas. Y si bien en la Modernidad se planteó desde una mirada dicotómica, hoy observamos esa mirada reduce la vida humana a dos instancias que no la agotan. Algo que tal distinción invisibilizó es que, además de la vida privada y la vida pública, existe un ámbito que puede denominarse “vida secreta” (Borisonik, Soporte 45-47), basado en una traducción posible del láthe biósas [λάθε βιώσας] de Epicuro. En la célebre Carta a Meneceo (§127), Epicuro dividió los deseos en vanos y naturales (dentro de los que solo algunos son necesarios para la felicidad, el bienestar o la vida misma) y afirmó que la salud del cuerpo y la serenidad del alma son los requisitos de una vida feliz (§128). Este filósofo planteó que alcanzar la autarquía y la ataraxia (imperturbabilidad del ánimo), el arreglarse con lo más simple y ser racional son fundamentales para esa felicidad. Su ética (antiplatónica, antipitagórica) ubicó el placer lejos de la vida pública, no en la polis, sino en la autosuficiencia, el equilibrio, la sencillez, la moderación y la amistad. No buscó la trascendencia, sino la posibilidad de vivir placenteramente el tiempo durante el que se existe como entidad. Por eso siempre se le atribuyó un pensamiento antipolítico.
Sin embargo, la vida secreta puede pensarse como una estructura previa a de las preferencias o las identidades personales (a las que atraviesa y constituye)4. A diferencia de aquellas, esta tercera dimensión vital se expresa, por ejemplo, en los sueños, los traumas, el ADN, los átomos y, en general, en instancias transpersonales que, aunque se actualizan de manera particular, trascienden a los individuos. La dimensión secreta de la vida se estructura por fuera de las personas, como elemento que las organiza.
El filósofo italiano Emanuele Coccia, en su libro La vita sensibile, planteaba que la experiencia más primordial de los seres vivos es estar permanentemente atravesados por imágenes de todo tipo, y que eso que denominamos el “yo” y tomamos como algo dado o fijo es en realidad una serie de imágenes que se condensan dinámicamente en los cuerpos. Nuevamente, se ve que, si bien la Modernidad buscó interpretar la realidad desde oposiciones y tabiques, los antagonismos entre imagen y palabra o entre lo mitológico y lo racional son forzados y responden más a las necesidades analíticas que a la forma en que vivimos (en) el mundo. Al respecto, puede ser muy fructífero retomar la invitación de Agamben (123-146) para pensar más en bipolaridades complejas que en oposiciones, dicotomías o contradicciones.
En la actual pandemia, la estructura de lo viral apunta a esa instancia secreta y actualiza el espacio de la vida secreta, en tanto que afecta individualmente pero supone, da por sentado, un tejido vincular que alojará su existencia. Ningún virus podría sobrevivir en un contexto de real aislamiento social, puesto que necesita de la especie para su réplica sostenida. Además, al no poder considerarse como un elemento totalmente vivo (ni totalmente carente de vida)5, apela exactamente al corazón de ese núcleo que la idea de vida secreta busca expresar: aquello que está por detrás de cualquier división (sea público-privado, naturaleza-cultura o concepto-caso), a las que, al contrario, sostiene y atraviesa silenciosa y ontológicamente.
Usuarios digitales y vida secreta
En el último siglo, se ha dado una transformación radical de la subjetividad política. Si bien un modelo que había atravesado la modernidad era el del “ciudadano” surgido (aunque con declinaciones geográficas y temporales) de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, hace algunas décadas este se vio solapado por el del “consumidor” (Lewkowicz 20-39; Alonso) y el del “usuario” (Svampa; Sadin; Dyer-Witheford, et al.). En cada uno de esos tres modelos, el elemento más relevante fue, respectivamente, el público, el privado y el secreto. Muy sucintamente, hasta la Segunda Guerra Mundial, el foco ideológico se dirigía (acaso como resabio o supervivencia del ya menguante proceso de la Modernidad, quizás como respuesta a los horrores de la Segunda Guerra) hacia la acción política y, por lo tanto, a la figura del ciudadano. El fordismo como modelo productivo (y de organización del trabajo), con su enorme valoración del mercado interno y la búsqueda de un “excedente” que los salarios debían garantizar para retroalimentar las ganancias capitalistas, accionó un proceso de vinculación entre participación en el mercado y derechos. Esto trajo la conversión de los ciudadanos en consumidores y el interés en el uso de las estadísticas profesionales para el aprovechamiento comercial de ese plus de circulante. Con la crisis de la década de 1970, este sistema cayó frente al modelo productivo actual, que algunos textos denominan “capitalismo cognitivo” (Berardi), “biocognitivo” (Fumagalli) o “cibernético” (Dyer-Witheford, et al.) y que puede asociarse al reemplazo o superación de la estadística por el manejo algorítmico del big data y por el paso del consumidor al usuario.
La política de los usuarios trasciende la idea de que la ciudadanía no se ejerce ya cívicamente sino a través del acto de consumir, postulando una definición subjetiva de seres que utilizan plataformas para ser consumidos. La opinión pública comprendió que la publicidad y los políticos mienten, lo cual, en lugar de provocar revueltas, incitó a seguir el ejemplo, apelando al autodiseño para captar la atención ajena. Esto implica una dramática caída en la capacidad de cuestionar, de manera democrática, prácticas y hechos abusivos. Parafraseando a Marcuse (1983), los adelantos tecnológicos dentro del sistema capitalista lejos de ser avances emancipatorios refuerzan los lazos de dominación, a través de la disminución del Eros y la liberación de un deseo menos mediado, pero más opresivo.
En su configuración actual, Internet está regida por algoritmos que interpretan nuestras acciones como datos con los que se realizan negocios millonarios. Hoy existen interfaces que pueden aprehender cada desplazamiento de nuestros cuerpos, cada gesto y cada deseo expresado. La apertura hacia un ágora virtual casi ilimitada permitió una suerte de democratización de los medios de opinión, pero dispuso al mismo tiempo un régimen de vigilancia total y exigió a cada persona su establecimiento como imagen, frente a sí misma y a los demás. Por eso, se dan a la vez un fuerte opinionazgo constante (cada usuario es convencido de que es importante expresarse), junto con un gobierno algorítmico de los cuerpos. Así, mientras que lo privado se vuelve virtualmente la única experiencia posible en estos tiempos, la estructura misma de lo viviente está bajo permanente sospecha y vigilancia.
El capitalismo financiero supone que todas las partes del planeta (vivas o inertes) pueden reducirse a insumos, a capitales, a datos que es posible medir y eventualmente dirigir. En este contexto, las imágenes dejaron de pensarse como partes del mundo, para ser reducidas a representaciones útiles cuantificables. De ahí, el salto a su mercantilización a través de mecanismos como el dinero o los “likes”. Luego, gracias al supuesto control que cada cual puede ejercer sobre el intercambio imaginario, se rechaza el diálogo constructivo, a partir de una especie de desgano o cinismo generalizado (parece más sencillo excluir lo que disgusta individualmente que construir en común), lo cual abre las puertas a una enorme manipulación por parte de los pocos actores que consiguen instalar las agendas y sugerir comportamientos. La vigilancia permanente a la que es sometida esta vida privada mercantilizada responde, no obstante, a la voluntad de conocer y manipular la vida secreta, cuestión que puede intuirse estudiando algunos fuertes avances en las investigaciones sobre, por ejemplo, los sueños y las posibilidades de manejar aparatos sólo con el pensamiento o las intervenciones en pos de la edición genética (Sadin). Eso, además, presupone un bien en la eliminación tendencialmente total de la contingencia que caracteriza a la existencia humana.
Los poderes políticos y fácticos apuntan a la vida secreta, pues confunden al cerebro con el pensamiento y a la existencia con la suma de bits de información. No parece casual, entonces, que hace años (más allá de la aceleración cursada por la pandemia) nos veamos permanentemente instados a hacer visibles nuestros pensamientos, gustos y preferencias que acompaña al pasaje radical de prácticas que eran presenciales (y en espacios públicos) al ámbito virtual, como modalidad estándar. Y si bien, parte de la información que reciben las plataformas digitales es entregada “voluntariamente” por los usuarios (por ejemplo, aceptando los oscuros “términos y condiciones”), la enorme mayoría de los datos que obtienen los algoritmos corresponde a cuestiones que pasan inadvertidas, como la relevancia de cada gesto, la elección de cada término, los milisegundos que separan una palabra o acto del siguiente, etcétera. Todo eso es utilizado, primariamente, para generar publicidad híper focalizada que se ajusta más y más a las circunstancias de quienes la reciben:
Las presiones competitivas produjeron este cambio en el que procesos de máquinas automáticas no solo conocen nuestro comportamiento sino que lo moldean a escala. Con esta reorientación desde el conocimiento hacia el poder, ya no resulta suficiente automatizar los flujos de información acerca de nosotros; el objetivo es automatizarnos a nosotros. (Zuboff 8)
Esa convicción se basa en la fantasía de que la tecnología finalmente responderá preguntas que no son técnicas en absoluto. Es peligroso creer que las mentes son como computadoras o viceversa; los datos surgen en contextos y alimentan políticas muy determinadas. El reconocimiento de emociones, por ejemplo, deja de lado los contextos culturales. Sin embargo, existen empresas que, con la pandemia como pretexto, ofrecen servicios de reconocimiento de emociones a escuelas y empresas. Tal prejuicio frenológico es riesgoso en este entorno de nuevos racismos y caída mundial del empleo. Estamos, en ese campo y en otros, frente a una emergencia regulatoria. Pues, además, la llamada inteligencia artificial (o AI, por su sigla en inglés) requiere el consumo de recursos naturales y trabajo humano, pues no es capaz de discernir sin un entrenamiento extenso y sus resultados deben ser permanentemente traducidos a la lógica de las lenguas habladas.
¿Conocimientos o datos?
¿Cuáles son los efectos de tal régimen sobre la vida universitaria? Antes de la pandemia, eran cotidianas las quejas por la precarización, la mezquindad y el provincialismo generalizados (Barnett). Con todo, hasta hace muy poco tiempo, la vida académica suponía una serie de actividades signadas por la necesidad (y la posibilidad) de crear una persona, una máscara que intermediaba en el dictado de clases, la evaluación de tesis, etc. Pero había cuerpos de carne y hueso conviviendo en el espacio, con todos los límites, carencias y también con todas las potencias que eso conllevaba. Hoy, esa figura está en franca mutación hacia un cuerpo digital cuya configuración trae nuevas complejidades.
La pandemia ha propulsado una cada vez mayor concentración de oferta de “contenidos” académico-educativos en las redes sociales, lo cual ha generado un efecto similar al antiguo zapping televisivo. Los usuarios tienden a escapar muy rápidamente de cualquier cosa que les disguste o aburra. Además, la necesidad de continuar, casi a cualquier precio, con las actividades típicas de la vida formativa, incrementó potentemente las horas que cada persona involucrada pasa frente a sus pantallas de cristal líquido. Es cierto que en muchos casos el esfuerzo ha sido sostenido por un deseo por continuar el intercambio y la transmisión de conocimientos; poder contar con cierta continuidad en las tareas que permiten previsibilidad, frente a la suspensión de la vida cotidiana que trajeron las medidas preventivas, ha sido de importancia para el equilibrio psíquico de adultos y estudiantes. Pero no es menos real el hecho de que hay quienes se benefician de estas circunstancias.
Por otra parte, el impartir clases desde casa (al menos del modo improvisado en el que debió practicarse en 2020 y 2021) acabó reuniendo lo peor de las tradiciones educativas. Hasta el momento, la humanidad había conocido dos formas generales de compartir el saber: una cerrada y una abierta. La primera se basaba en la fuerte implicación afectiva y corporal entre quienes conformaban una “escuela” (los pitagóricos, los epicúreos, los apóstoles, los miembros de ciertas líneas psicoanalíticas, etc.) en conjunto con la circulación privada de documentos y fórmulas esotéricas, diferentes de los textos exotéricos para el público general (muchas veces enigmáticos o encriptados). La otra forma, más típica de la Modernidad representativa y parlamentaria, restringió el elemento misterioso a cambio de una llegada potencialmente universal del saber a cada integrante de una comunidad territorial o lingüística. En este caso, la comunión espiritual es mucho más débil, pero en reemplazo se conserva un cierto control sobre el tiempo y el espacio personal, y una inclusión mucho mayor.
Pues bien, la digitalización actual de la educación nos implica en nuestra privacidad pero nos aleja de la construcción de espacios de intimidad. Mientras provee un canal de conexiones, exige una desnudez inusitada que no retribuye con un nivel de afectación espiritual que permita una real apertura a la generación y reproducción colectiva de cultura, saberes o capacidades.
Mientras tanto, la develación sistemática de los espacios privados, gustos estéticos y forma de vida cotidiana, avanza incesantemente. Espacios que no estaban en contacto con la vida académica, ahora se cuelan por los ojos de las cámaras digitales y son captados y clasificados por una maquinaria infinitamente más eficaz que el panóptico analógico-arquitectónico de Bentham, que trabaja en tiempo real y en todas las latitudes en simultáneo, que podrá usar todos estos datos para encontrar nuevas correlaciones y afinar las sugerencias publicitarias o la forma de incitar nuestros actos. Tal vez en unos años existan nuevas posibilidades y formas de utilizar las tecnologías para potenciar nuestras capacidades hacia una vida más autónoma, digna y emancipada. Hoy, ese no parece ser el centro de las preocupaciones.
Adicionalmente, la sistemática grabación y potencial reproducción de todas las actividades académicas (“para el mejoramiento”), también representan un movimiento hacia control total de las vidas de los individuos. Las nuevas tecnologías otorgan la posibilidad de recibir y revisar un número inmenso de clases e ideas (cuestión que amerita una reflexión particular acerca de los derechos de propiedad intelectual), pero a la vez nos enfrentan al peligro (que ahora puede parecer lejano en ciertas latitudes, pero que ya es muy concreto en otras) de un barrido metódico y constante de las posiciones ideológicas de cada persona (con eventuales repercusiones, dependiendo de los poderes de turno).
Trazas para persistir en la reflexión
Hasta hace algunos años, la idea que sustentaba a toda la enseñanza universitaria era que la ciencia y la filosofía eran herramientas para la autodeterminación humana. Entonces, parte del debate académico tenía que ver con el mejoramiento de los programas. Hoy, nos encontramos frente a la preocupación por que la educación pueda sobrevivir a las nuevas condiciones de vida sin dejar de ser un espacio para la búsqueda crítica y la exploración. Para eso, es preciso revitalizar el diálogo transdisciplinario dentro y sobre la universidad. A la vez, es central devolverle a las humanidades y las ciencias sociales la capacidad de hablar sobre la realidad sin apelar a las llamadas ciencias duras como poseedoras de un saber superior. Nuestros estudios pueden organizar las preguntas más amplias y dar cauce a trabajos que produzcan avances morales y no se queden en las meras modelizaciones que clausuran puntos nodales de la existencia humana, como el espiritual, el ético o el contingente. Los resultados de nuestras investigaciones no son opiniones, sino conclusiones a las que se llega a través de métodos específicos. La investigación en ciencias humanas y sociales aspira (o debería aspirar) a sustentar el debate colectivo, la crítica a los dogmatismos y la producción colectiva de conceptos y valores.
Pero además, la universidad nunca fue un espacio unidireccional en el que los “maestros” enseñaban activamente y los alumnos recibían pasivamente un conocimiento objetivo. La universidad es antes que nada un espacio de intercambio, de modulación de las subjetividades, de encuentro espiritual, de debate y de unión. Olvidar o rechazar ese aspecto de la vida universitaria es lo peor que nos puede pasar, sobre todo porque la pregunta que más urgentemente tenemos que hacernos hoy es ética: “¿qué deberíamos hacer para vivir mejor?”. Si la universidad ya no es un sitio fijo en el espacio, que no deje de ser un lugar concreto en la formación de lo común y defienda la idea de que la humanidad está también constituida por tensiones, secretos, opacidades y tensiones que es preciso conservar.
Todo parece indicar que la pandemia de covid-19 es una muestra (¿y un catalizador?) de un nuevo paradigma que más tarde o más temprano logrará imponerse masivamente. De cara a eso, ¿cómo recuperar el lugar de la universidad en tanto que universitas y espacio de formación más que de información, espacio académico que implica la posibilidad de diálogo?, ¿cómo hacer para que la universidad vuelva a ser un pivote útil y necesario en la construcción política y social? Esta es una gran oportunidad para repensar el lugar de la educación y sus instituciones, reformularla y, en todo caso, refundarla.