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Signo y Pensamiento

versión impresa ISSN 0120-4823

Signo pensam.  n.50 Bogotá ene./jun. 2007

 

Identidad y diversidad: el dilema de las bibliotecas

 

Identity and Diversity: The Libaries' Dilemma

 

Jorge Orlando Melo*

* Colombiano. Historiador, profesor universitario, intelectual, polígloto, pensador político, activista de la cultura. Es licenciado en Filosofía y Letras, de la Universidad Nacional de Colombia; Master of Arts Latinamerican History, de la University of North Carolina, Estados Unidos, y doctor en Historia, de la Universidad de Oxford. Fue director de la Biblioteca Luis Ángel Arango en Bogotá (1994-2005), desde donde trabajó en coordinación con la Red de Bibliotecas del Banco de la República y la Red de Bibliotecas de Bogotá. Cuenta con numerosas obras publicadas. Fue galardonado por el gobierno nacional con la Orden Nacional al Mérito en el grado de Gran Oficial, como reconocimiento a los aportes que ha hecho al país en materia cultural. Correo electrónico: jmelogo@cable.net.co. .

Recibido: 8 de febrero de 2007 Aceptado: 10 de abril de 2007

Submission date: February 8th 2007 Acceptance date: April 10th 2007

 


El término identidad, un término que se puso de moda y se ha usado con exceso en las ciencias sociales desde mediados de los años setenta, ha perdido todo significado preciso y riguroso. Reemplazó la idea de rasgos nacionales y se está utilizando para indicar cualquier conjunto de características de un grupo social. Como el sentido original del término —lo que es igual y permanente en una persona o grupo— ya no es aceptado, se ha redefinido para significar lo contrario de su sentido original: ahora, los científicos sociales que lo emplean quieren que signifique los rasgos variables, cambiantes y contradictorios que hay en un grupo. Finalmente, se señala cómo la aplicación del concepto identidad a las actividades de las bibliotecas es inconveniente y va contra los objetivos normales de estas instituciones, que deben buscar promover la mayor variedad cultural y la experiencia y contacto con todas las formas culturales del país y del mundo.

Palabras clave: identidad, cultura, ciencias sociales, bibliotecas, nación

 


The term identity, which has become a fashionable and overworked concept in social sciences since the mid 1970s, has lost all precise meaning. It replaced the idea of national characters and has become a term for any set of atributes of a social group. As the original meaning of the term - the permanent and unique attributes of an individual or social group- is not accepted anymore, it has been redefined, coming to mean just the opposite of its original meaning: now, all scientist want the term to mean the changing, variable, contradictory characters of a group. Finally, the article states that the use of the term identity in the mark of library activities should be avoided, as it goes against the accepted goals of libraries, which must promote cultural diversity and the contact with all the cultural forms and creations within the country and in the world.

Keywords: identity, culture, social sciences, libraries, nation.

 


Origen del artículo


Conferencia dictada como lección inaugural en la Facultad de Comunicación y Lenguaje de la Pontificia Universidad Javeriana, en Bogotá, en la apertura del primer semestre académico de 2007.

El lenguaje está siempre cambiando. Algunas palabras dejan de usarse mientras otras se ponen de moda. Los medios académicos _profesores, científicos sociales, estudiantes_ introducen términos que parecen servir mejor para estudiar y analizar la realidad. Después de un tiempo, muchas de esas palabras empiezan a desgastarse: no parecen cumplir ya la promesa de claridad e iluminación que traían. Algunas se vuelven parte de jergas con las que muchos aparentan el dominio de una ciencia. Otras entran a los medios de comunicación, a la radio y la televisión; se convierten en señales de elegancia o exquisitez, y se usan más para elevar la autoestima del que habla que para transmitir información comprensible.

De este modo, el lenguaje deja de comunicar el pensamiento con claridad y precisión, y se va formando un discurso pseudocientífico o intelectual, que parece redactado por un comité de un organismo internacional, lleno de clichés, de lenguajes de promoción publicitaria, de frases hechas. En esos momentos, uno se pregunta si quien habla no tiene un lenguaje capaz de expresar lo que piensa o, lo que es más probable, si no ha pensado en ello lo suficiente y la confusión proviene del pensamiento mismo.

Una de las palabras que mejor muestra este proceso es identidad. Hasta hace unos 40 años, sólo se usaba en español para hablar de la identidad de una persona. La 'cédula de identidad' era, probablemente, la frase en la que se usaba con mayor frecuencia, y aparecía, también, en uno de los estudios psicológicos o filosóficos sobre la conformación de la identidad individual.

A nadie se le ocurría, entonces, hablar de la identidad de una nación, de la identidad de la clase obrera, de la identidad de los estudiantes de la Universidad Javeriana. La palabra identidad, formada a partir de la palabra latina ídem, 'el mismo', quería decir, en psicología y filosofía, aquello que define mi propio ser: ese núcleo irreductible e inmodificable por el cual, a pesar de lo mucho que haya cambiado, yo soy el mismo que era hace años. Si soy la misma persona que hace diez años es porque hay algo que me mantiene unido, hoy, al yo de entonces. En un mundo en el que, como afirmaba Heráclito, todo cambia, todo fluye, permanece, como realidad esencial, como construcción de mi memoria o como estructura simbólica o imaginaria; ese yo que unifica mis experiencias, que hace que yo sea el que soy.

Ese núcleo esencial no es fácil de definir o de identificar, pero no importa: en las relaciones humanas, todos saben quién soy y reconocen esa identidad. Pero ni yo mismo puedo definir con claridad quién soy: puedo dar mi nombre, que se me ha asignado de acuerdo con las convenciones de nuestra sociedad. Ese nombre tiene hoy una parte arbitraria y otra que me inscribe dentro de una tradición familiar, y se supone que debe ser único, porque la identidad es única; yo no puedo volverme otro ni nadie puede convertirse en mí mismo. Pero, más allá de mi nombre, cuando trato de decir quién soy, la respuesta se limita casi siempre a dar algunos rasgos que me describen o a incluirme dentro de un grupo social: soy un colombiano, varón, casado, profesor, miembro de un partido político, mestizo, judío, etc. Pero lo que yo soy no se agota en estas características, que simplemente expresan el hecho elemental de que cualquiera de nosotros entra en una serie de relaciones sociales que se expresan mediante esas clasificaciones.

Probablemente, la causa más fuerte del cambio de sentido del término identidad fue la aparición, en 1950, de Infancia y sociedad, un libro del psicólogo alemán Eric Erikson, en el cual afirmó que esa sensación de identidad individual no era algo dado y seguro: los adolescentes con frecuencia perdían el sentido de lo que eran, en medio de las presiones paternas o sociales para que desarrollaran una determinada forma de ser.

Erikson llamó a esta situación crisis de identidad. A partir de su descripción de la identidad como un proceso que se forma en relación con otras personas, algunos científicos sociales empezaron a aplicarlo, ya no a individuos, sino a grupos sociales, que antes habían sido identificados mediante otros términos y conceptos.

Nación y raza:

los caracteres de los grupos humanos

Uno podría rastrear la idea de identidad hasta hace casi 2.500 años, cuando los filósofos griegos trataron, por una parte, de definir la identidad de las personas, formada por la unión del alma y la materia, y, por otra, de encontrar los rasgos de la cultura griega que la hacían distinta a la de los bárbaros. Pero la pregunta sobre qué hace a un pueblo o nación lo que es sólo se convirtió en tema habitual de la reflexión occidental a partir del siglo xvi, en medio de dos grandes procesos históricos: la unificación del mundo producida por el capitalismo, y de la cual fue un momento importante el descubrimiento de América, y el desarrollo del Estado-nación en Europa.

En efecto, los descubrimientos pusieron a Europa frente a una variedad de formas de ser, que, mezcladas con fantasías y maravillas, llevaban a los escritores a comparar a sus compatriotas con los extraños. Miguel de Montaigne, a finales del siglo xvi, describió a los indígenas americanos como seres maravillosos y pacíficos, que tenían pocos de los defectos que mostraban los civilizados:

Son una nación […] en la cual no hay comercio, ni literatura, ni matemáticas; ningún nombre de autoridad ni de superioridad política; ninguna forma de servidumbre, de riqueza o de pobreza; ni contratos, ni sucesiones, ni particiones, ni más profesiones que las ociosas, ni más relaciones de parentesco que las comunes; las gentes van desnudas, no tienen agricultura ni metales, ni vino ni trigo. Las palabras mismas que significan la mentira, la traición, el disimulo, la avaricia, la envidia, el incumplimiento, el perdón, son desconocidas […] Los podemos llamar pues bárbaros, juzgándolos según las reglas de la razón, pero no en comparación con nosotros, que los sobrepasamos en toda clase de barbaries. (Montaigne, 1962, p. 208)

Pero, por otra parte, Europa mostraba, al dominar todo el mundo, que su cultura había desarrollado herramientas que le daban superioridad, al menos militar, económica y técnica, sobre los americanos o los africanos. ¿Por qué, entonces, unas naciones y pueblos progresaron más que otros? Siglo y medio después, Montesquieu sostuvo, al comparar los europeos con los pueblos de Asia, África o América, que una razón fundamental, aunque no única, del mayor atraso de algunas regiones era el clima: en los países fríos los hombres son trabajadores, fuertes y amantes de la libertad, mientras que en las zonas cálidas y tropicales son perezosos y amantes del despotismo. Otros, como David Hume, afirmaron que el clima no tenía gran influencia sobre las conductas humanas, y que las diferencias en las características de los países _su capacidad de trabajo, su avance tecnológico, su desarrollo comercial, su moralidad_ dependían, en esencia, de factores históricos: de la calidad de sus gobiernos, de las instituciones que habían adoptado, de la influencia de sus creencias morales, entre otros.

En el siglo xix, estos debates llevaron, con el desarrollo de las teorías biológicas de la evolución animal y con otros avances científicos, a un argumento que constituía un evidente retroceso: la idea de que las diferencias que había entre los diversos países provenían, ante todo, de las razas humanas que las poblaban. A partir de esto, se generalizó la creencia de que las razas blancas, que habían conquistado buena parte del mundo, eran superiores, y que cada país tenía unos rasgos o características que dependían de su composición racial.

Los países de Europa que aún no se habían unificado y los estados de América que acababan de conquistar su independencia se fueron configurando, en el siglo xix, como naciones: conjuntos de pueblos que se consideraban homogéneos y que se organizaban bajo un gobierno unificado. Cada nación trató de lograr que sus ciudadanos se sintieran vinculados a ella con la promoción de sentimientos de pertenencia. Las escuelas estimulaban el nacionalismo con historias de los héroes, narraciones de las luchas que habían llevado a formar el país y descripciones de las virtudes y los rasgos positivos de esa nación. Las más exitosas, como Inglaterra o Francia, desarrollaron una mitología nacional, en la que se incluía la idea de un carácter nacional, unos rasgos que, como los de un individuo, constituían su esencia.

Para los pensadores latinoamericanos del siglo xix, después de que sus países se independizaron de España la situación no era clara: nuestros países eran atrasados, llenos de pueblos heterogéneos y no lograban conformar un Estado cuyas normas fueran aceptadas por todos. Como decía Bolívar:

'No somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos dueños del país y los usurpadores españoles; siendo nosotros americanos por nacimiento y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar éstos a los del país y mantenernos contra la invasión de los invasores'1.

En sus esfuerzos por superar sus problemas, definieron nuestras sociedades en términos de la lucha entre la civilización y la barbarie, y buscaron cómo lograr la primera y salir de la segunda2. Según la mayoría, liberales o creyentes momentáneos en algunas formas de socialismo, para civilizarnos debíamos adoptar la cultura europea en la forma más completa posible, renunciar a una herencia hispánica que sólo nos había traído fanatismos y atraso; mientras que otros trataban de defender algunos de los rasgos tradicionales de la sociedad creada por España durante el periodo colonial.

Los primeros promovieron las ideas europeas de libertad y democracia, y a veces de igualdad social e integración racial, mientras que los segundos creían que, aunque debíamos buscar el progreso material y social, lo más importante era defender nuestra cultura, en especial sus valores católicos, espirituales y jerárquicos, de las amenazas del liberalismo, el protestantismo, el positivismo y las formas disolventes de pensamiento moderno. Todos, sin embargo, no hay que olvidarlo, hacían parte de élites que veían en los indios, los negros y los campesinos la personificación del atraso y la ignorancia: todos partían de la idea de que la cultura se identificaba con los blancos y los grupos elevados y su idea de la nación tendía a ignorar o menospreciar a los mestizos, indios y negros.

En nuestro país, intelectuales como José María Samper, en el siglo xix, o Luis López de Mesa, en el siglo xx, aceptaron estas ideas, y pensaron que, además del peso negativo de la tradición española, era la influencia de los negros o los indios lo que explicaba que estuviéramos más atrasados que otros3. Sólo el mejoramiento de la raza, mediante la inmigración o el mestizaje, crearía un pueblo homogéneo, capaz de progresar e igualar a Europa o a los Estados Unidos. Al mismo tiempo que se hacía menos heterogéneo el país en términos raciales, sociales y de cultura, en la escuela debía promoverse el sentimiento de pertenencia a la nación, mediante la memoria de los héroes, las fiestas patrias, el culto a la bandera, el himno y el escudo, y, para los más conservadores, la exaltación del idioma y la religión. Los progresistas creían que se debía integrar y civilizar a los campesinos, indios, negros y mestizos mediante la letra, la técnica moderna y la salud; los tradicionalistas pensaban que era más importante defender el tejido social antiguo y buscar el progreso, sin que se transformaran unas culturas campesinas en las que veían la esencia de la nación. Ese tejido social se rompería si los habitantes rurales abandonaban su sabiduría natural o si los indios perdían sus culturas tradicionales y trataban de convertirse en ciudadanos iguales a los demás (Silva, 2005)4.

Aunque la mayoría de los escritores liberales y progresistas apoyaban la integración de los grupos étnicos mediante un mestizaje que acabara con las diferencias de raza, que creara una especie de café con leche social homogéneo, en el que se perdían los sabores originales en una nueva síntesis _la raza cósmica del mexicano Vasconcelos, el 'gran mulato' de Fernando González_, unos pocos intelectuales, que veían con menos prevención las culturas populares y daban más valor a los aportes de negros e indígenas, consideraban que las nuevas naciones debían ser un ajiaco en permanente cocción. Fernando Ortiz, el antropólogo cubano de comienzos del siglo xx, después de rechazar la metáfora norteamericana del melting pot, el crisol en el que todo se funde y pierde sus rasgos, buscó un 'símil cubano, un cubanismo metafórico':

Acaso se piense que la cubanidad haya que buscarla en esa salsa de nueva y sintética suculencia formada por la fusión de los linajes humanos desleídos en Cuba; pero no, la cubanidad no está solo en el resultado, sino también en el mismo proceso complejo de su formación, integrativo y desintegrativo, en los elementos sustanciales entrados en su acción, en el ambiente en que se opera y en las vicisitudes de su transcurso. Lo característico de Cuba es que, siendo ajiaco, su pueblo no es un guiso hecho, sino una constante cocedura. Desde que amanece su historia hasta las horas que van corriendo, siempre en la olla de Cuba es un renovado entrar de raíces, frutos y carnes exógenas, un incesante borbor de heterogéneas sustancias. De ahí que su composición cambie y la cubanidad tenga sabor y consistencia distintos según sea catado en lo profundo o en la panza de la olla o en su boca, donde las viandas aún están crudas y burbujea el caldo claro. No creo en una síntesis futura: es rasgo suyo ser siempre inacabada. (Ortiz, 1940a)5

En Colombia, a lo largo del siglo xx, se desarrolló un amplio debate alrededor de los rasgos esenciales del país, la verdadera alma de la nación. Las diferentes vertientes del pensamiento conservador tendieron a encontrarla en un campesinado idílico, tradicionalista y católico, que debía protegerse de los peligros modernistas. Los liberales soñaban en general con una incorporación de los sectores populares a la cultura nacional dominante, ayudada por una inmigración que mejorara nuestros pueblos. Algunos, más afines a la perspectiva de Ortiz, veían en el país 'mulato y tropical' de las ciudades y las tierras calientes la fuerza que ayudaría a formar una sociedad democrática, que se apoyara en la fuerza del pueblo e incorporara y valorara los elementos de su cultura.

Todos buscaban esa esencia de la nación en los rasgos culturales del país, en sus orígenes y en su historia compartida: unos caracteres étnicos, una religión, una lengua, una cultura comunes. La investigación del folclor, el desarrollo de la lingüística y las historias nacionales unieron sus esfuerzos para tratar de crear los mitos de la nacionalidad, a veces en medio del escepticismo de algunos intelectuales6.

A mediados de los años sesenta, las ciencias sociales, que surgían con energía en el país, empezaron a ofrecer algunos intentos sistemáticos de caracterización de la sociedad colombiana. Virginia Gutiérrez de Pineda, en La familia en Colombia (1968), en vez de definir los rasgos de una Colombia unificada, mostró cómo en el país se habían conformado al menos cuatro 'complejos culturales' diferentes, con rasgos propios: las sociedades de la altiplanicie cundiboyacense, de tradición indígena; la sociedad hispanizante de Santander, ambas caracterizadas por una familia de tipo patriarcal; las sociedades de Antioquia, que reunían la herencia de blancos, negros e indios, y el complejo costeño-fluvial, caracterizados, estos dos últimos, por la familia matriarcal.

Jaime Jaramillo Uribe, en su trabajo de 1969 la 'Personalidad histórica de Colombia', trató de mostrar algunos de los rasgos colombianos: el temprano mestizaje, la falta de extremos, la importancia de las diferencias regionales. Ninguno de ellos usó el término identidad, todavía ajeno al lenguaje colombiano, aunque Virginia Gutiérrez hablaba de los rasgos de identificación de las regiones que describía.

Pero estos intentos eruditos, que han tenido algunos desarrollos posteriores, se hicieron en un momento en el que las crisis del siglo xx (dos guerras mundiales para resolver los conflictos producidos por los nacionalismos, la reivindicación creciente y violenta de la nacionalidad y la independencia por pueblos que no tenían un Estado y otros factores parecidos) llevaron a buscar la superación del nacionalismo.

La creación de instituciones como la Liga de las Naciones y las Naciones Unidas expresaba, en parte, este movimiento, que fue acompañado por un creciente escepticismo de historiadores y antropólogos acerca de la existencia real de elementos que definan la nacionalidad. Poco a poco, la idea de que la nación existía fue reemplazada por la idea de que era una invención, una comunidad imaginada, una construcción más o menos arbitraria e interesada7.

Esta idea expresaba la conciencia de que el nacionalismo era un proyecto político impuesto por grupos dirigentes más que un hecho social preexistente y, al mismo tiempo, las dificultades insuperables con que tropezaban antropólogos e historiadores cuando trataban de definir los rasgos comunes que caracterizaban a los habitantes de una nación. Sólo en comunidades relativamente aisladas, en las que los individuos están todavía sometidos a regulaciones culturales muy fuertes, como las comunidades indígenas que estudiaban antropólogos y etnólogos, la definición de una cultura compartida por todos parecía posible.

Pero encontrar los rasgos que caracterizan a una nación, a una raza o a un grupo étnico en sociedades modernas, compuestas por grupos o individuos diferentes y en transformación continua, es tarea infinita, contradictoria e imposible, y quienes la emprendían generalmente creaban simples mitologías esencialistas, en las que algunos pocos rasgos se postulaban arbitrariamente como los que formaban el 'alma' de la nación: la lengua, la religión, la sangre de los ancestros, el espíritu del pueblo.

De los rasgos nacionales a las formas de la identidad

El hecho de que los científicos sociales fueran abandonando, en los años setenta y ochenta, casi en forma unánime, la idea de una 'esencia de la nación', de un 'alma nacional' o de unos 'caracteres nacionales', no suprimía la existencia de una historia y unas experiencias que dan forma a la cultura de un país determinado8, ni tampoco detenía los fenómenos que promovían el nacionalismo. Muchos pueblos europeos, asiáticos y africanos habían quedado, después de la consolidación de la primera ola de naciones, sin Estado propio. Se trataba de grupos humanos que vivían dentro de una nación mayor y que se sentían oprimidos por ésta: su idioma minoritario, sus costumbres y sus tradiciones se encontraban en peligro, cuando no eran perseguidos violentamente.

Desde mediados de los años sesenta, el término identidad comenzó a aplicarse a pueblos como los judíos, los vascos o los galeses, que habían luchado para defender sus rasgos culturales. Los miembros de estos grupos históricos habían conservado el sentido de pertenencia a su comunidad en medio, o quizá como resultado, de situaciones de persecución y opresión. La idea de identidad ofrecía, frente al viejo concepto de las 'características nacionales', un carácter militante, un sentido de proyecto y de lucha. La identidad no era para ellos simplemente un conjunto de rasgos comunes: era la manera como las personas asumían su cultura y luchaban para protegerla y defenderla9.

Pronto, el término identidad se fue aplicando a todos los grupos que se encontraban sujetos a alguna forma de dominación o exclusión y que podían motivarse para enfrentar esa dominación. El feminismo y las luchas de los negros norteamericanos estuvieron en el centro de este proceso intelectual, que llevó a la definición de una identidad de género o étnica. Por supuesto, objetivamente esa identidad no existía en ninguna parte: ni las mujeres ni los negros formaban conjuntos homogéneos, con rasgos similares. Lo único que hacía igual a la mujer de un empresario de Nueva York y a la de un obrero parisino era que a ambas las maltrataba el varón. El concepto de identidad se aplicaba no a un rasgo común de los individuos miembros de un grupo, y ni siquiera a una creencia más o menos arbitraria de que existía ese rasgo común, sino que señalaba simplemente la relación social compartida de estar oprimidos. Pero, al señalarla, al darle nombre, se constituía, de alguna manera, el sujeto que lucharía contra esa opresión: la declaración de la identidad creaba, en cierto modo, esa identidad.

El término se fue extendiendo, como ya lo mencioné, en todas las direcciones. En muchos casos simplemente reemplazó la vieja idea de los rasgos nacionales, acompañada de un tono mayor de confrontación. En Colombia, quizá quien puso de moda la identidad fue el presidente Belisario Betancur, que defendió primero la identidad cultural latinoamericana y, después, habló una y otra vez de la identidad colombiana (Betancur, 1982)10.

Por supuesto, nadie sabe todavía en qué consisten esas identidades, pero la idea fue adoptada fácilmente. Los antropólogos escribieron tesis sobre la identidad cultural de grupos indígenas11, negros12 o regionales, y los historiadores y ensayistas, que habían descrito los rasgos de la nación, discutieron ahora el tema de la identidad nacional o las identidades regionales.

En 1989, en el v Congreso Colombiano de Antropología, yo mismo hice una irónica y escéptica presentación del tema de la identidad en Colombia, que, desafortunadamente, parece haber contribuido a la búsqueda de más y más identidades. Allí el argumento era, en esencia, que en Colombia no se había conformado una identidad nacional definida, y que coexistían múltiples discursos de identidad, apoyados en referentes urbanos o regionales o en visiones contradictorias del país. Ante esto, y frente a los mitos oficiales, sugería dar más peso a un discurso de identidad basado en el conocimiento del país, de manera que el campo común que nos definiera como colombianos estuviera en el conocimiento de nuestra experiencia como nación (Melo, 1992, 1993)13.

La comprobación de que la identidad nacional en Colombia era débil, fragmentada por el regionalismo, llevó a muchos a lamentarse de ello y a proponer nuevas identidades. El 1994, Fabio Zambrano, por ejemplo, contrastó los países 'seguros de su identidad', con 'un proyecto común', con la ausencia de 'identidad propia' de Colombia, donde la identidad mestiza era una 'identidad latente' y donde se impusieron los factores 'de diversidad geográfica, la multiplicidad de intereses, la heterogeneidad étnica y cultural' y la división política, todo lo que llevó al 'fraccionamiento de la identidad nacional' (Nómadas, 1994).

Similar parece la visión de María Teresa Uribe, quien trata de mostrar cómo la identidad nacional que se formó a partir de 1810 no se basaba en ningún elemento común real, sino en una retórica promovida por los dirigentes colombianos. Según ella, lo que definió nuestra identidad republicana era el ser víctimas de la opresión española: 'El único punto de convergencia con el cual todos los sujetos se podían identificar y encontrar en él un referente común; la condición de humillados, ofendidos y vilipendiados' (Uribe, 2005)14.

Algunos, al describir la identidad colombiana, encontraban que había muchos rasgos que no compartían, y proponían cambiarla: si esa identidad se había formado en la sujeción a un catolicismo fanático, o en la contraposición entre liberales y conservadores, había que formar una nueva identidad que superara esos vicios. Mary Roldán, por ejemplo, en el 2000, propuso una identidad que expresara una nación distinta a la que existe: no se trata ya de averiguar cuál es la identidad colombiana, sino de proponer una identidad que parezca conveniente para el país (Roldán, 1999, p. 102).

Pronto, el término se fue extendiendo a nuevos objetos. Aparecieron expresiones como la 'antioqueñidad' o la 'huilensidad', sobre la cual fue ordenada una cátedra por la Asamblea Departamental; la 'bogotaneidad' y la 'santandereanidad', cuyo gobernador la definió en un decreto así: '[Es] un pueblo laborioso, pacífico y de estirpe arrogante, características de sus gentes que han forjado nuestra identidad y sentido de pertenencia por nuestro terruño'. El Museo Nacional dictó un seminario para analizar cómo podría promover narraciones que contribuyeran a reforzar la identidad nacional. El término va conquistando nuevos campos, y se empezó a hablar de la identidad juvenil, de la identidad masculina y femenina, de la identidad musical de una región, de la identidad corporativa de una compañía anónima, de la identidad de un equipo de fútbol o de un cuerpo policial: identidad es la palabra de moda15.

Finalmente, la Constitución de 1991 recogió el término y lo aplicó, con prudencia, únicamente a la identidad de los grupos minoritarios (indígenas y raizales de San Andrés) que quieren defender sus rasgos culturales tradicionales; no lo empleó, por ejemplo, para referirse a las poblaciones negras. La Corte Constitucional, siempre innovadora, reconoció años después el derecho a la identidad, al proteger judicialmente el derecho de una persona a no ser identificada como 'madre burguesa'16.

A medida que se generalizó el uso del término y se hizo más arbitrario y confuso, como lo muestran estos ejemplos y muchísimos más que podrían presentarse, empezaron a aparecer señales de incomodidad, y varios se hicieron la pregunta: ¿de qué estamos hablando al usar el término identidad? Se pueden compilar las respuestas de los científicos sociales en grandes grupos.

El primero fue seguir usando la palabra, pero redefiniéndola continuamente o cambiándole su sentido. Como no era posible encontrar conjuntos de rasgos de identidad que se mantuvieran en el tiempo, se empezó a insistir en que la identidad no era algo idéntico, sino algo cambiante y mutable. Ya que en todas las comunidades o grupos aparecían rasgos contradictorios o diferentes, comenzó a decirse que los grupos o naciones no tenían una identidad, sino varias; la identidad se volvió, entonces, múltiple, variada, polisémica, polifónica, multívoca.

Por supuesto, decir sobre un país que tiene una identidad religiosa múltiple, porque tiene católicos y protestantes, o que su identidad es, al mismo tiempo, violenta y pacífica, porque hay personas a las que se les podía atribuir uno y otro rasgo, era destruir el concepto completamente, o hacerlo decir exactamente lo contrario de lo que normalmente había querido decir. Si la identidad de una nación está formada por todas las formas de conducta y por todos los rasgos culturales de sus habitantes, el concepto se vuelve irremediablemente impreciso: la identidad colombiana incluiría el gusto por el rock, por el tango y por el vallenato; el espagueti y el sancocho; el bluejean, el overol y la ruana; el Ipod y el tiple. Es cierto: todos esos rasgos coexisten en la cultura colombiana, pero ¿por qué llamarlos identidad, cuando son, más bien, elementos de diversidad?

En forma paralela, otros trataron de responder al problema señalando que realmente las identidades no existen, y que son sólo el nombre de una relación: cada grupo social define temporalmente su identidad en contraste con las de otros grupos, a partir de la mirada o la acción del otro; según éstos, la identidad era, ante todo, relacional17. Otros llegaron a la conclusión de que aquello que definía la identidad de un grupo social era, especialmente, la idea de sus miembros de que esa identidad existía. Un grupo mestizo puede tener rasgos culturales exactamente iguales a los de la vereda vecina, pero si ese grupo se define a sí mismo como indígena, su identidad es indígena, aunque en todos los demás aspectos sea igual al grupo vecino, cuya identidad es, más bien, la de campesino.

Esa identidad, como señala Gómez García: 'Se parece entonces a una comunidad de creyentes, pues se instaura por el acto mismo de creerse diferentes, aunque pudiera ocurrir que eso carezca de otro fundamento que no sea la propia creencia' (Gómez García, 2000, p. 43). Una variante de esta posición es la idea de que aunque el concepto de identidad que adopte un grupo sea problemático o se base en mitos o narraciones contrarias a la realidad, no importa. Es como si fuera una mentira útil, un autoengaño que ayuda a movilizar a una población que, de otra manera, se mantendría indiferente a sus problemas: 'Aceptamos momentáneamente una identidad como auténtica, importante y duradera, y nos movilizamos alrededor de esta identidad al mismo tiempo que aceptamos que en un sentido intelectual más profundo, podemos ver los límites y los problemas asociados con la identidad así afirmada' (Oslender, 1999).

Por supuesto, a algunos científicos sociales no les ha importado mucho estirar la palabra hasta hacerla decir cualquier cosa, incluso lo contrario de lo que normalmente quiere decir identidad. En esos casos, lo más frecuente es que apelen a su autoridad académica para fijarle un significado, que es diferente para cada antropólogo o cada historiador. Podría hacerse una colección de decenas de tipos y definiciones de la identidad, incompatibles entre sí, que se presentan como algo sabido y prácticamente indiscutible: 'Ni la raza ni la etnicidad serán vistas como atributos de personas o grupos, sino actividades cognoscitivas y prácticas por medio de las cuales los actores realizan descripciones socialmente construidas de los hechos y de los individuos'; 'La identificación racial no es ni esencial ni opcional: es situacional'; 'identidad sagrada'; la 'identidad temporal de los desplazados'; 'formas efímeras de identidad', y ya es posible encontrar identidades con base en objetos arqueológicos: un investigador nos dice que las momias chibchas, que representan a los antepasados, son 'íconos de identidad'.

Los lectores de A través del espejo recordarán a Humpty Dumpty, el autoritario huevo. Como decía éste, si uno es el que manda, puede hacer que las palabras tengan el significado que uno quiera:

Cuando yo uso una palabra _insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso_ quiere decir lo que yo quiero que diga..., ni más ni menos.

_La cuestión _insistió Alicia_ es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.

_La cuestión _zanjó Humpty Dumpty_ es saber quién es el que manda..., eso es todo. (Carroll, 1973, p. 171)

Frente a este despliegue de arbitrariedad creciente, algunos, como Rogers Brubaker y F. Cooper, llegaron a la conclusión de que lo mejor era dejar de usar el término por completo (2000). Otros lo rechazaron por su esencialismo. García Canclini, en 1995, propuso cambiar la política de identidad por una política del reconocimiento, pues la primera no puede dejar de ser una política de la reafirmación de lo mismo. En su opinión, reiterada en otros estudios: 'La función principal de la política cultural no es afirmar identidades o dar elementos a los miembros de una cultura para que la idealicen, sino para que sean capaces de aprovechar la heterogeneidad y la variedad de mensajes disponibles y convivir con los otros' (García Canclini, 2000).

Algunos lo rechazaron por su terrible impacto político: Amin Maalouf, por ejemplo, en su libro Identidades asesinas, o Pedro Gómez García, en Ilusiones de la identidad, han atribuido al auge de la idea de identidad, a los esfuerzos por definir lo que diferencia a unas culturas, países o religiones de otros y a la dificultad lógica de definir identidades que no estén basadas en la diferencia, la exasperación de los nacionalismos y los localismos, y la creación de un clima de hostilidad y de violencia entre quienes están afirmando su identidad, en Irlanda, los países vascos, el mundo islámico y tantos sitios más.

La política de la identidad, al mismo tiempo que da fuerza a los grupos oprimidos para rebelarse, se convierte en fuente de opresión a otros cuando es esgrimida por quienes tienen alguna forma de poder (Maalouf, 1999)18.

La identidad, lo local y lo universal

Probablemente, una razón para la proliferación de estos debates acerca de la identidad es histórica y política. Así como los jóvenes pasan por esos momentos en los que se sienten en crisis, las naciones actuales se encuentran en procesos de transformación muy fuertes, que crean incertidumbres y dudas.

Después de dos siglos de afirmación de las nacionalidades, del siglo xvii al xix, durante el siglo xx se comenzó a poner en cuestión a las naciones. Su autonomía comenzó a limitarse por sistemas de integración internacional o política, mientras que adquirían más y más poder los grupos económicos internacionales. Al mismo tiempo, los rasgos culturales que los más nostálgicos identificaban con su propio país se han transformado a grandes velocidades.

Actualmente, los habitantes de todo el mundo tienen frente a sí opciones de consumo y de cultura que surgen por fuera de las fronteras nacionales. La formación profesional, las ideas políticas, los objetos tecnológicos, la ropa, los programas de televisión, las películas o la comida de un joven bogotano pueden hoy ser muy parecidos a los de un caraqueño o un madrileño.

En cada país, los rasgos culturales clasificables y descriptibles están, también, en cambio permanente, e incluso los miembros de las minorías étnicas están adoptando, a grandes velocidades, comportamientos diferentes a los de sus padres. Mientras disminuye la diversidad entre las naciones, crece la diversidad en cada sitio. Antes, nuestros campesinos o incluso los bogotanos, como lo muestran las fotografías antiguas, se vestían todos iguales. Hoy, todo el mundo se viste distinto al vecino, pero su ropa puede parecerse a la que se usa en ciudades muy remotas.

Esta situación es, sin duda, inquietante, y explica en parte la frenética búsqueda de identidad que se está viviendo en casi todo el mundo. Una tarea importante de las sociedades contemporáneas será buscar las formas que permitan que todas las poblaciones vivan en sociedades dignas, culturalmente ricas, democráticas, en las que se respeten los derechos de cada individuo y éste tenga oportunidades de definir libremente sus objetivos vitales, sin que ello se haga de forma que destruya u homogenice la cultura.

El problema existe, pero la idea de enfrentarlo mediante la promoción de la identidad es absurda y profundamente retrógrada. De acuerdo con lo que se ha tratado de argumentar en las páginas anteriores, la identidad _con excepción de casos como el de los grupos indígenas en ciertas circunstancias concretas_no es algo que deba promoverse. Por una parte, vista como un conjunto de rasgos propios de una región, una localidad o el país, no existe. Por otra, uno de los elementos esenciales de la cultura es, precisamente, su capacidad para cambiar, y nada sería más inadecuado que tratar de congelar, de inmovilizar, algún sector de la cultura nacional. La promoción de la identidad tiende a ser la promoción del folclor, de un tradicionalismo conservador y arcaizante, de orgullos y vanidades locales, de imágenes y productos artesanales y gastronómicos atractivos para el turismo o el comercio multinacional.

Esta promoción de la identidad se ha propuesto, precisamente, como objetivo cultural valioso en el trabajo de las bibliotecas, de los medios de comunicación o de la escuela. Ésta es una invitación que no tiene ningún contenido claro, pues, como ya se mostró, el término identidad es por esencia vago e indefinible. ¿En qué consiste la identidad que debe defenderse? ¿Debemos defender la identidad nacional o, por el contrario, las identidades regionales y locales? ¿Debemos promover una identidad nacional más o menos mestiza o más bien las identidades de los grupos étnicos? Cada vez que se intenta precisar algo se tropieza con contradicciones inevitables, que en ocasiones se tratan de resolver con simples actos de magia verbal: como la identidad nacional es múltiple y variable, podemos defenderlo todo, pues todo hará parte de esa identidad.

Sin embargo, la respuesta más frecuente es definir la identidad dentro de la oposición de lo local y lo universal. Esta contraposición ya se ha dado en los debates culturales de Colombia, cada vez que algún grupo ha tratado de defender los elementos tradicionales frente a los riesgos de nuevas ideas. Los conservadores defendieron, a finales del siglo xix, la tradición contra las ideas extranjeras. Mientras don Miguel Antonio Caro defendía las ideas católicas, la tradición, la lengua19 y las costumbres hispánicas, pues ellas hacían parte de nuestra verdadera esencia, personas como Baldomero Sanín Cano, que había sido maestro de escuela en Rionegro en 1865, defendían la cultura universal. Según escribía en 1894:

Es miseria intelectual ésta a que nos condenan los que suponen que los suramericanos tenemos que vivir exclusivamente de España en materias de filosofía y letras. Las gentes nuevas del Nuevo Mundo tienen derecho a toda la vida del pensamiento […] Ensanchemos nuestros gustos [...] Ensanchémoslos en el tiempo, en el espacio; no los limitemos a una raza, aunque sea la nuestra, ni a una época histórica ni a una tradición literaria. (Sanín Cano, 1894)

Este enfrentamiento entre tradición y cambio, entre lo local y lo universal, se mantuvo a lo largo del siglo xx20. Mientras que algunos sectores de la sociedad insistían en que se debían conservar las costumbres campesinas, donde residía el alma de la nación, y no permitir que se transformaran, otros creían que debían alfabetizarse, educarse, recibir tecnología avanzada. Mientras unos consideraban que el afán de progreso destruiría la tradición nacional y la religión, otros insistían en modernizar el país, a veces dentro de una perspectiva religiosa, a veces dentro de una perspectiva liberal.

La expresión ideas exóticas se convirtió en una de las favoritas para desautorizar una forma de pensamiento, y se aplicó, sobre todo, al marxismo, pero también a la ciencia moderna, al psicoanálisis, a la psicología experimental o a la sociología. A mediados del siglo xx se hizo un gran esfuerzo por frenar la contaminación de la cultura colombiana de elementos exóticos: siguiendo las inspiraciones del franquismo y del hispanismo franquista, se trató de redefinir la orientación intelectual del país para evitar que, bajo el influjo del liberalismo, el protestantismo, la modernidad y el comunismo, se destruyera la tradición colombiana.

El problema de la contraposición entre lo local y lo universal, lo autóctono y lo extraño es que no hay manera de saber qué es lo local y qué lo universal. Todo lo local está hecho de elementos universales: nada es realmente autóctono, pues todo ha llegado de alguna parte o se ha unido a algo que ha venido de fuera. El proceso de unificación y vínculo con el mundo externo no es nuevo.

Son muchos los procesos de globalización _para usar algo anacrónicamente este término_ que ha vivido nuestra cultura. En el siglo xvi se produjo, probablemente, el más drástico de todos, cuando llegaron, a sangre y fuego, la religión católica, el idioma español y la escritura. Y destaco la escritura porque era per se algo que rompía la separación entre lo local y lo extraño.

Aunque es fácil exagerar el aislamiento de los pueblos precolombinos, que se la pasaban intercambiando productos y aprendiendo de pueblos extraños (el maíz fue importado de México por nuestros grupos indígenas, por ejemplo), sin duda, la escritura es revolucionaria, porque mediante ella no hace falta desplazarse para entrar en contacto con otras culturas: el neogranadino del siglo xvi podía leer a los historiadores italianos, o el del siglo xviii, a los científicos europeos, estudiar a los filósofos, debatir con historiadores europeos como William Robertson o Cornelius de Pauw, sin moverse de su casa en Bogotá o Popayán. Con la escritura, la cultura se independizó del lugar, se deslocalizó o descentralizó, como diríamos ahora, cuando, además, podemos ver y oír, por radio, televisión o Internet, lo que está pasando en Bagdad o en Caracas.

La segunda gran ola de globalización se dio con la incorporación de algunos elementos de la Ilustración. En el siglo xviii, los intelectuales de la Nueva Granada importaron de Europa la ciencia moderna, el pensamiento ilustrado, la idea de progreso y la idea de los derechos del hombre. Esto se prolongó durante el siglo xix, cuando nuestras costumbres se transformaron bajo la influencia de Inglaterra y Francia, e importamos, entre muchas otras cosas, las ideas de libre cambio, de democracia, de la igualdad de blancos, negros e indios, aunque todavía hoy su incorporación a la vida real sea parcial. Trajimos también muchos avances técnicos: la medicina moderna, la vacuna, el motor a vapor y el motor eléctrico. Estos cambios afectaron con fuerza a las élites, pues los campesinos, quienes se habían mantenido analfabetas, y representaban más del 80% de la población, seguían sujetos a formas de cultura con muchos elementos tradicionales.

El siglo xx fue el periodo de la dolorosa incorporación de los campesinos a una nueva cultura global; al trauma de la globalización del siglo xvi le siguió el de la globalización del siglo xx. A los campesinos y a los colombianos les llegaron el marxismo y las reivindicaciones sociales, el sindicalismo y la defensa del proletariado, la radio y la alfabetización, la televisión, el revólver y el bluejean.

La radio, la televisión y el cine alteraron las culturas locales en forma muy drástica: la música extranjera reemplazó la música local, o la extranjera que ya se había hecho local; el arroz y el café entraron a los pueblos, y después la pizza, el helado, el perro caliente y la hamburguesa, para no hablar de la aspirina o el papel de baño y las toallas higiénicas, otros elementos avanzados de la invasora globalización. Los valores sociales se transformaron: la sumisión de la mujer se reemplazó por la idea exótica, todavía no realizada del todo, de la igualdad entre los géneros, mientras se debilitaba la autoridad paterna. Las tecnologías nuevas permitieron una urbanización acelerada, con energía eléctrica, teléfonos y muchas otras herramientas de globalización. Pero aún las aldeas rurales están hoy comunicadas con el mundo, e Internet no hará sino acentuar este proceso.

Después de cinco siglos de globalizaciones continuas, ¿será tiempo de enfrentarnos a la cultura universal y defender algo local? Me parece muy difícil, y ni siquiera logro saber qué es lo que vale la pena defender, ni de qué. Ya lo local es totalmente universal: piensen ustedes por un momento en ello y traten de identificar una sola cosa importante en sus formas de vida que no haya venido de fuera, hace tiempo o hace poco, o que no esté transformada por algo que en algún momento fue exótico o extraño.

Practicamos una religión que fue inventada en Asia Menor; hablamos un idioma traído de la Península Ibérica; tenemos, como bebida nacional, una infusión hecha de un grano árabe; nuestros platos típicos, el arequipe o el ajiaco, están hechos con productos europeos; las frutas que sentimos como nuestras son asiáticas, como el mango, o africanas, como el banano, o venidas de España, como la naranja; hasta quienes toman chicha están consumiendo azúcar, un producto traído por los conquistadores españoles. Nuestros campesinos curan sus enfermedades tanto con plantas americanas como con plantas traídas de España o África, y las coplas y romances que han recogido nuestros investigadores de las culturas populares son de origen europeo. Incluso, cuando una cantaora negra entona en el Chocó El corderillo, está usando un tema medieval español, y cuando un escritor como Tomás Carrasquilla narra una historia oída en la década de 1870 en las minas de Antioquia, y en 1880 a Tomasa Roldán, una ventera de Santo Domingo, como A la diestra de Dios Padre, resulta que la narración existe también en Alemania, Estonia, Costa Rica, Ecuador, Chile e Italia21.

Lo que trato de mostrar es que estamos ante un falso problema: la cultura de un país es algo vivo, que se va formando en una relación activa entre el pasado, el presente y el futuro, y entre lo que se produce dentro y fuera del país. La vitalidad y la fuerza de una cultura están en la capacidad de mantener una continuidad con el pasado, mientras incorpora nuevos elementos y establece nuevas estructuras y equilibrios entre lo que había incorporado antes y lo que le interesa digerir ahora.

Una cultura que desvaloriza totalmente su pasado es tan inquietante como la que quiere anclarse en lo arcaico, y una cultura que trata de aislarse de las demás pierde su capacidad para conocer, comprender y transformar sus propias experiencias históricas; para convertirlas en la materia prima de nuevas creaciones y nuevas experiencias. Sin embargo, la forma como se realice este proceso es algo que se define en forma activa en la vida cultural real, en medio de luchas políticas, económicas y sociales: son los creadores culturales, populares y eruditos, los maestros e intelectuales, los consumidores y creadores de cultura, los padres y los niños, los que incorporan bien o mal su tradición cultural, la asimilan y la transforman al integrar elementos nuevos.

Éstos son procesos que se realizan sin que sea posible determinar con claridad y anticipación su marcha, y resultan de la contraposición de diferentes enfoques y visiones, estrechamente relacionados con conflictos sobre la distribución del poder o de otros bienes en la sociedad, sin que puedan o deban orientarse a partir de programas elegidos por funcionarios culturales. Son los enfrentamientos reales, vividos, de la cultura los que deciden en qué medida el idioma se transforma, en qué medida cambian los gustos musicales o de baile, qué tan creativa o rutinaria es nuestra escuela, nuestra televisión o nuestros medios de comunicación. Pero en nada ayuda a entender, a aclarar o a mejorar este proceso la contraposición entre lo local y lo universal, pues es una contraposición indefinible y absurda.

Por ello, me parece que hay que mantener y reivindicar el papel que han tenido, desde hace mucho tiempo, las bibliotecas públicas modernas. El papel de las bibliotecas nacionales y patrimoniales, por supuesto, no está en cuestión; desde el siglo xviii han hecho parte del esfuerzo estatal por reunir los documentos que sirven para estudiar la tradición nacional: son el depósito de la memoria escrita de una nación. Hasta cierto punto, son lo más parecido a unas bibliotecas que promueven la identidad nacional.

Las bibliotecas públicas, por su parte, surgieron ante todo para extender el acceso a la cultura a los grupos sin recursos. Nacen de un proyecto de democratización cultural, de la afirmación de que los artesanos, los obreros, los campesinos tienen tanto interés y tanto derecho como las élites a la cultura escrita. Después, en el siglo xx, van descubriendo que sus tareas se realizan adecuadamente sin tener que someter el desarrollo de sus colecciones a un criterio de atención de los más pobres: la cultura que se pone a disposición de todos los sectores sociales es más o menos la misma. No importa que sean los niveles más bajos o los intermedios los que, de hecho, formen el público de las bibliotecas, y esto varía algo entre los países, lo que importa es que la biblioteca es el sitio en el que todos tienen acceso a todos los aspectos valiosos de la cultura.

Las tentaciones limitadoras han sido combatidas una y otra vez por los bibliotecarios y sus asociaciones: las bibliotecas no deben censurar los elementos culturales que parezcan contrarios a los valores nacionales, ni deben considerar que su función es ofrecer, a sus lectores, los productos de la cultura nacional, mientras dejan de lado la cultura universal; ni promover en forma autoritaria o paternalista una identidad determinada.

La biblioteca moderna, en su forma ya consolidada desde hace al menos 100 años, es una biblioteca que es al mismo tiempo nacional y universal, local y global, regional y cosmopolita. Es una biblioteca que permite a los usuarios poner en cuestión las convenciones de las culturas locales y nacionales, porque en ella se encuentra lo que combate las culturas nacionales y los mitos de los dirigentes de nuestros países. Allí han estado _al menos donde el Estado no impuso criterios excluyentes o más tímidos, o donde la censura no tuvo éxito_ las obras de los subversivos, de los ateos, de los revolucionarios, junto con las grandes glorias de la cultura nacional o universal.

No creo que las bibliotecas deban hacer nada diferente a esto. Lo que tienen que hacer es seguir siendo sitios para el contacto entre las culturas, y esto lo pueden concretar mejor mientras menos se preocupen por problemas falsos, como el de la identidad cultural.

Sin embargo, vale la pena subrayar dos elementos:

a. En la medida en que la creación cultural se apoya en la experiencia vivida de cada persona, que pone en relación su propio pasado cultural con lo que encuentra ante sus ojos, la cultura es un proceso continuo de intercambio entre el pasado y el presente. Ese pasado está en la comarca, en la localidad, en la región, en la nación, en el mundo. Está formado por el idioma que se oyó en la infancia, por los paisajes locales, por los libros leídos en la escuela, por la música que se oyó de niño y la que se oyó de adulto, en vivo o en la televisión; por los libros de los autores locales y por Cervantes o Julio Verne. Cada persona debe conocer bien su propio pasado, aunque no creo que deba convertirlo en modelo o patrón de identidad. La biblioteca debe ofrecer una posibilidad de acceso ordenado al archivo, a la colección, a la memoria de todas estas experiencias. Por lo tanto, debe ser rica en publicaciones locales, en libros sobre la historia, la literatura, el idioma, la música, las tradiciones locales, regionales y nacionales. Esto incluye tanto material impreso como música y cine, que hacen hoy parte integral de la memoria cultural.

b. En la medida en que la creación cultural más exigente se apoya en toda la cultura universal, hay que ofrecer los elementos básicos de la cultura universal en la biblioteca.

A modo de conclusión

Quiero terminar insistiendo en que la biblioteca no tiene porqué adoptar una posición en relación con los problemas de la identidad. He propuesto que se abandone el uso y abuso de este término, pero sé que eso no va a ocurrir y que los historiadores y científicos sociales seguiremos creando caos y confusión, conceptual y lingüística. Pero, dejando de lado otras funciones de información general de la biblioteca, que no es oportuno discutir, espero, por lo menos, que las políticas de la bibliotecas, que se basan en ofrecer al mismo tiempo las grandes obras de la cultura universal y las obras que permitan conocer y reconocer la cultura regional o nacional, no se formulen a partir de contraposiciones reivindicativas, como las de cultura local o cultura nacional, frente a la cultura universal.

No creo que las bibliotecas puedan definir una política razonable para convertirse en sitios adecuados para formar la identidad local o regional. Las bibliotecas deben olvidarse de la identidad y estimular la variedad y diversidad de formas culturales: la biblioteca debe ser el espejo más amplio y exacto de la riqueza y diversidad del mundo22.

En todo caso, a la biblioteca no tiene por qué interesarle que la cultura regional o nacional se vuelva más local o más universal: son los lectores y los ciudadanos quienes deben definir su propia aventura, formar su propio mapa de búsqueda y experimentación. Unos creerán que van a encontrar su inspiración y ejemplo en los autores locales. Otros, como Gabriel García Márquez, pensarán que para poder escribir Cien años de soledad lo que hay que leer son las novelas de William Faulkner.

 


1. Bolívar destacó este problema en su 'Carta de Cartagena' y su 'Discurso de Angostura'.

2. El lugar común es, por supuesto, Civilización y barbarie del argentino Domingo Faustino Sarmiento (1845). Hay que subrayar que aquello que rechazaba Sarmiento era, ante todo, el resultado de la colonización española, el fanatismo religioso, la violencia, el despotismo, a lo que se unía el rechazo a las 'razas inferiores'; indios, mestizos y, en menor medida, mulatos, pues a éstos los consideraba abiertos al progreso. Del mismo modo, Manuel Murillo Toro lamentaba, en 1859, que nos hubieran conquistado los españoles y no los anglosajones, no por razones raciales, sino históricas: la herencia cultural española era la razón de nuestro atraso: 'Doy poquísima importancia [a] la cuestión de razas y […] todo lo refiero a la influencia de las instituciones políticas, religiosas y sociales que presiden el desenvolvimiento de los pueblos y forman sus costumbres' (1979).

3. El debate sobre los rasgos de nuestro pueblo comienza a fines del siglo XVIII, en el Papel Periódico de Santa Fe de Bogotá. Francisco Antonio Zea aludió a los escritores europeos 'que nos equiparan a las bestias y nos juzgan incapaces para concebir un pensamiento'; señaló, además: '[la] miseria y barbarie en que vivimos'. Defendió también el uso del castellano, como parte de un 'sólido y perfecto patriotismo'. Manuel del Socorro Rodríguez polemizó con quienes creían que la literatura local no tenía valor frente a la europea. En el Semanario del Nuevo Reino de Granada, Caldas expuso su teoría, tomada, en parte, de Montesquieu, sobre el influjo del clima en los seres humanos.

4. El libro República liberal, intelectuales y cultura popular hace un excelente análisis de las complejidades de las actitudes de los intelectuales liberales del siglo XX frente a estos temas. En particular, es importante destacar que, al mismo tiempo que querían educar al campesino, hicieron una valoración de su realidad cultural, más positiva y optimista que aquella que dominaba antes. Sociedades campesinas, transición social y cambio cultural en Colombia (Silva, 2006) analiza el esfuerzo oficial más sistemático de recopilar los elementos de la cultura popular en Colombia en el siglo XX: la 'Encuesta folclórica nacional'.

5. El mismo símil lo aplicó a América Latina: 'Entre España y América no hay tal comunidad de pasado, ni de raza, ni de idioma como tampoco de geografía. Grandes confluencias culturales y confraternidad lingüística sí las hay, entre las clases rectoras de España y de las repúblicas que salieron de su imperio indiano, y también profundas simpatías entre sus gentes, pero no una comunidad racial de sus pueblos entre sí, ni en cada uno de ellos. Porque no existe una raza en España, que es abigarrada de naciones, lenguajes y amestizamientos múltiples: ni tampoco en América Latina, que es formada de muy diversos idiomas, culturas y cruzamientos, indígenas y alienígenas, en paso lento de comunión' (Ortiz, 1940b).

6. Hernando Téllez (1969), en 1941, polemizaba contra la 'colombianidad' (un término que aparece ya en 1930, en Baldomero Sanín Cano; probablemente otros lo usaron antes), la 'americanidad' ('una de las ilusiones más pobres que se crea el provincianismo cultural'), la mexicanidad o la argentinidad.

7. Los planteamientos clásicos en esta dirección fueron los de Eric J. Hobsbawm (1982) y Benedict Anderson (1983).

8. Para decirlo en forma brusca, el hecho de que no exista la 'colombianidad' o la 'antioqueñidad' no quiere decir que la historia de Antioquia o de Colombia no haya creado y siga creando unas constelaciones particulares de características más o menos extendidas, más o menos idiosincrásicas, de sus culturas, cuya evolución histórica es justo y conveniente estudiar. Estas características, además, influyen en la conducta de las personas que la forman. A propósito de este tema, véase J. H. Elliot (1991) y, por supuesto, aunque usa el término fatal, La identidad de Francia de Fernand Braudel (1993). Negar estas entidades metafísicas tampoco implica negar los lazos emocionales o intelectuales de los individuos con aspectos concretos de su región: no hace falta creer en la antioqueñidad para disfrutar de la obra de Tomás Carrasquilla, León de Greiff, Efe Gómez o Fernando Vallejo; emocionarse con los paisajes de La Ceja o Santa Fe; interesarse por las formas de cultura urbana de barrios como Guayaquil o Manrique, o sentir afinidad con el tono de las coplas del Cancionero antioqueño, recogidas por Antonio José Restrepo.

9. Este proceso lleva, además, a que la identidad de un grupo sea definida por sus miembros, normalmente, a partir de sus rasgos positivos, aunque estén dispuestos a aplicar a los otros definiciones negativas. Los estereotipos nacionales o regionales abundan en ejemplos en ambos sentidos: la diferencia entre la definición de la 'antioqueñidad' hecha por un antioqueño y un bogotano puede ser inmensa.

10. El discurso en las Naciones Unidas fue clave en este sentido. Entre los primeros usos en Colombia están el artículo de Frank Safford 'Significación de los antioqueños en el desarrollo económico colombiano' (1965), el cual habla de la identidad provinciana; después de más de una década, un documento de 1976, de la Conferencia Episcopal, y, finalmente, la tesis de antropología de María Luisa Bernal Mahé (1978). En 1989, el Congreso de Antropología dedicó uno de los simposios a la identidad, donde se mencionaron las identidades étnica, regional y nacional, para no hablar de la identidad teórica; las identidades deportivas, la identidad femenina y la identidad de la antropología. Virginia Gutiérrez de Pineda presentó una ponencia sobre 'complejos culturales regionales', pero no usó el término. Hubo, también, ponencias que usaban normalmente el término identidad con sensatez, pero sin definirlo y con sentidos a veces incompatibles, éstas son de Fernán González, Fabio López de la Roche, Jeanne Rappaport y Jesús Martín-Barbero; la última es un estudio sin simplismos sobre los problemas de la identidad y la modernidad en América Latina, donde se subraya la aparición de un sentimiento de nación estrechamente enlazado a lo popular, mediante el populismo, impulsado, en buena parte, por los medios de comunicación, así como el resurgimiento de identidades regionales. En 1994 sale el primer número de la revista Nómadas, de la Universidad Central, cuyo contenido es monográfico, y trata sobre 'identidades culturales'. La universidad ya tenía en marcha un programa sobre este tema, financiado por Colciencias. Otros artículos dan por supuesto, en general, el sentido del término, con excepción de 'La encrucijada de las identidades culturales', de Luis Ernesto Ramírez V y Carlos Eduardo Valderrama H., cuyos autores hacen un rápido análisis de su significado. El Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH), por su parte, dedica el número 36 del 2000 a las 'identidades', y cada vez una proporción más alta de sus artículos se dedican a este tema: se encuentran muchas identidades en las selvas o en el Barrio Antioquia, que no tiene una, sino múltiples identidades culturales.

11. Por supuesto, con mucha mayor justificación, en la medida en que se trata de unidades sociales más homogéneas, con más presión al individuo para que se parezca a los demás, y en las que la relación entre la comunidad y la nación tiene como eje, precisamente, el problema de la contraposición entre los elementos culturales compartidos por la comunidad y los que llegan de un mundo externo, por adopción o por imposición. Para las comunidades indígenas, la afirmación de la llamada identidad, es decir, la autodefinición como sujeto de una comunidad real de experiencias culturales y de historias, ha sido parte esencial de su lucha política reciente. Esto puede verse con claridad en el excelente libro de Christian Gros Colombia indígena: identidad cultural y cambio social (1991), que reúne artículos escritos a lo largo de unos 15 años. El autor comienza a usar el término identidad cultural, al parecer, en 1982, siempre en el contexto del proceso de afirmación de la autonomía indígena, y, en 1984, hizo un sofisticado análisis de los indios campesinos de Yaguará, que no tienen ningún rasgo o atributo que los diferencie de sus vecinos mestizos, excepto que se consideran a sí mismos indios (1991, p. 204).

12. En 1989, Nina de Friedemann destacó el papel de las 'afirmaciones de identidad' en el freno del proceso de integración unificadora que se estaba dando hasta esos años.

13. Esta conferencia, desafortunadamente, parece haber contribuido a la búsqueda de más y más identidades (Melo, 1992). Continué contagiando la enfermedad con 'Medellín: historia y representaciones imaginadas' (Melo, 1993), artículo en el cual discuto con detalle diversas formas de identidad urbana, de retórica localista y de usos de la memoria, utilizadas para reforzar el sentimiento de pertenencia a la ciudad.

14. Este es un caso evidente de desplazamiento metodológico, desde del análisis retórico a la postulación de la identidad: es cierto que los héroes usaron la retórica que analiza y desmonta la autora, pero ¿qué nos dice que esto se haya convertido en el principio de identidad de los ciudadanos? ¿No era ésta una retórica entre varias que se disputaban el predominio en ese momento?

15. Hasta tal punto el uso del término es una simple moda, sin ninguna exigencia conceptual, que un excelente artículo de Francois Xavier Guerra sobre la concepción de republicanismo durante la independencia, en el cual nunca usa la palabra identidad, fue publicado como 'La identidad republicana en la época de la independencia' (1999).

16. La Corte Constitucional, tan innovadora, ha definido ya un derecho fundamental a la identidad, reconocible a los individuos, pero como parte de un grupo cultural: 'La Corte se pregunta si la Constitución Política ampara como derecho fundamental, la pretensión de que junto a una identidad física pueda darse una identidad constituida por los caracteres y circunstancias concretas que de manera clara y precisa hayan trascendido en el ambiente social en el que desarrolla su existencia la persona y que sean fruto de sus experiencias, ideas, costumbres y forma de vida, que al ser grave e infielmente representada o alterada, le otorgue a ésta la facultad de reaccionar judicialmente con miras a eliminar la ofensa externa y restablecer la verdad de su ser social. Y concluye: la pretensión de que se respete la identidad sociocultural del individuo se fundamenta en el derecho de autodeterminación que la Constitución le reconoce y garantiza. Las opciones de libertad que el individuo escoge y a partir de las cuales construye su destino, le conceden a su ser un sello propio que no deja de incorporarse en su personalidad y que lo hace único e irrepetible'. El derecho protegido a la identidad, amenazada en este caso por considerar a una persona como 'madre burguesa', cubre sólo, es de suponer, los rasgos positivos, pues de esta identidad, parece, no hacen parte los rasgos negativos de la cultura, puesto que llegaríamos a la paradoja de que si alguien acusa sin demostrarlo a una persona o grupo de haber abandonado un rasgo negativo ('Ustedes ya no son contrabandistas, o mentirosos, o machistas'), podría alguien pedir que se reestableciera la verdad y se le reconociera una identidad criminal. Y si para alguien es un ataque a su identidad llamarla 'madre burguesa', para otros será que no se les reconozca que lo son. Pero quizá más grave es la idea esencialista y metafísica de identidad que subyace el razonamiento de la corte: 'La atribución de rasgos sociales que no se ajustan al verdadero ser social', dice la corte, constituye una 'clara violación del derecho a la identidad' de una persona (Colombia, Corte Constitucional, 1996).

17. Como es muy difícil decir qué es la identidad, lo más frecuente es que se diga lo que no es y se descarten las concepciones erróneas de la identidad; por ejemplo, Néstor García Canclini afirma: 'Hay que cuestionar esa hipótesis central del tradicionalismo según la cual la identidad cultural se apoya en el patrimonio, constituido a través de dos movimientos; la ocupación de un territorio y la formación de colecciones. Tener una identidad sería, ante todo, tener un país, una ciudad o un barrio, una entidad donde todo lo compartido por los que habitan ese lugar se vuelve idéntico o intercambiable. En esos territorios la identidad se pone en escena, se celebra en las fiestas y se dramatiza también en los rituales cotidianos' (1990, p. 178). Según Renato Ortiz, Claude Levi-Strauss señaló ya en 1977, que la identidad: 'es una entidad abstracta sin existencia real, aunque sea indispensable como punto de referencia' (Ortiz, 1985, p. 137).

18. Sobre la contribución de los mitos históricos de la identidad vasca a la justificación de la violencia en España, véanse Jon Juaristi (1998) y Juan Aranzadi (1994).

19. En Ideario hispánico, Caro afirmaba: 'Si la lengua es una segunda patria, todos los pueblos que hablan un mismo idioma forman en cierto modo una misma nacionalidad, cualesquiera que sean por otra parte la condición social de cada uno y sus mutuas relaciones políticas'. Por supuesto, aunque Caro tenía algunas razones para sostener esto, la elección de la lengua como rasgo básico de la nacionalidad es totalmente arbitraria: ¿se sentirán los países africanos de habla inglesa con la misma identidad que los Estados Unidos?

20. La historia de estas concepciones no se ha hecho en forma detenida. Véanse Melo (1992), Fernán González (1989), Fabio López de la Roche (1989), Frédéric Martínez (1999) y Marco Palacios (1999), quien publica un artículo muy agudo y lleno de ironía hacia los esfuerzos por crear discursos para 'afianzar la identidad nacional', y critica los supuestos de muchos de estos esfuerzos. Vale la pena insistir en dos puntos, para evitar simplificaciones muy grandes: a. el racismo de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX es, en gran parte, un racismo cultural y social, y sólo marginalmente biológico, aunque sin duda transpone la lógica del racismo biológico a la cultura. Para muchos, lo que había que defender era la 'raza hispánica', la 'raza neolatina': era una tradición cultural, definida en buena parte por la religión y el idioma, lo que se reivindicaba. b. El liberalismo de los años treinta avanzó algo en la búsqueda de un proyecto político basado en una ciudadanía popular, y llevó a muchos de sus intelectuales a tratar de aclarar el papel de la cultura popular y el folclor en la formación de una cultura creativa colombiana. Renán Silva ha hecho un excelente análisis de este tema, pero todavía queda mucho por saber: la narración que tenemos de este periodo incorpora muy somera y simplificadamente posiciones como las de Germán Arciniegas, Eduardo Caballero Calderón, Alejandro López, Armando Solano, Baldomero Sanín Cano, Darío Achury, Alberto Lleras, Jorge y Eduardo Zalamea, entre otros.

21. Existe una versión de los hermanos Grimm, Der spielhansl (Juan el jugador). La versión española fue publicada por Fernán Caballero (una escritora que había vivido hasta los 17 años en Alemania, pero quien dice que es un cuento del folclor andaluz), como Juan Holgado (1874). Dos variantes italianas se encuentran en Ítalo Calvino (Métete en mi bolsa, de Córcega, y La muerte en la vasija, de Palermo). Carrasquilla conocía, por supuesto, los cuentos de los hermanos Grimm y había sido un buen lector de Fernán Caballero. Sin embargo, cuando publicó el cuento, en 1897, Clímaco Soto Borda lo acusó de copiar un cuento francés, que no se ha identificado. Carrasquilla afirma que aunque había leído varios cuentos parecidos, ninguno era francés (1965, p. 756). Al margen, ninguna versión, popular o literaria, europea o americana, me parece, tiene la fuerza o la gracia de la obra de Carrasquilla.

22. Así como las bibliotecas tienen una vocación de universalidad, el trabajo del historiador parece incongruente con visiones localistas. Como lo afirma Eric Hobsbawm: 'Los historiadores […] deben estar a favor del universalismo, no por lealtad a un ideal […] sino porque es la condición necesaria para comprender la historia de la humanidad […] Una historia que esté concebida sólo para los judíos (o los afroamericanos, o los griegos, o las mujeres, o los proletarios, o los homosexuales) no puede ser una historia buena, aunque puede ser reconfortante para quienes las cultiven. Por desgracia [...] la historia mala no es historia inofensiva. Es historia peligrosa. Las frases que se escriben en teclados aparentemente inocuos pueden ser sentencias de muerte'. Y añade: 'El papel público más importante que desempeñan hoy, en especial en los numerosos estados que se han fundado o reconstituido desde la Segunda Guerra Mundial, constituye en ejercer su oficio [de historiadores] de tal modo que constituya 'pour la nationalité' y para todas las demás ideologías de identidad colectiva, un 'danger'' (1998, p. 272).

 


Referencias

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