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Maguare

versión impresa ISSN 0120-3045

Maguare vol.35 no.2 Bogotá jul./dic. 2021  Epub 23-Mar-2023

https://doi.org/10.15446/mag.v35n2.98462 

Artículos

PAZ CON LA SELVA

PAZ CON LA SELVA

PAZ COM A SELVA

*George Mason University, Fairfax, Estados Unidos. kristinavandexter@gmailxom


RESUMEN

Este ensayo navega a través de los bosques vivos de la Amazonia colombiana, reflexionando sobre lo que hemos heredado en tiempos de la así llamada "paz", a medida que esta se desarrolla en un contexto de creciente violencia y deforestación. La firma del Acuerdo de Paz en Colombia, en 2016, marcó el fin de una guerra de décadas entre el gobierno y las Farc, pero también supuso otra guerra contra la selva. Este ensayo se basa en una investigación etnográfica en Putumayo, Colombia, para explorar cómo la selva ha participado como victima y testigo de la violencia, a la vez que llama la atención sobre las formas en que las vidas (y muertes) humanas y no humanas están inevitablemente entrelazadas en la forja de la paz.

Palabras claves: deforestación; diálogo ético; ecocidio; más que humanos; memoria terrenal; paz; selva

ABSTRACT

This essay navigates through the living forests of the Colombian Amazon, reflecting on what we have inherited in times of "peace" as it unfolds in a context of increasing violence and deforestation. The signing of the peace agreement in Colombia in 2016 marked the end of a decade-long war between the government and the FARC (Revolutionary Armed Forces of Colombia), but it also meant another war against the selva. This essay draws on ethnographic research in Putumayo, Colombia, to explore how the selva has participated as a victim and witness of violence, while calling attention to the ways in which human and non-human lives (and deaths) are inevitably intertwined in the forging of peace.

Keywords: deforestation; ecocide; earthly memory; ethical dialogue; more-than-human; peace; selva

RESUMO

Este ensaio navega pelas florestas vivas da Amazônia colombiana, abordando o que herdamos em tempos da chamada "paz", enquanto essa avança em um contexto de crescente violência e desmatamento. A assinatura do acordo de paz na Colômbia em 2016 estabeleceu o fim de uma guerra de décadas entre o governo e as FARC, mas também estabeleceu outra guerra contra a selva. Este ensaio baseia-se em pesquisas etnográficas em Putumayo, Colômbia, para explorar como a selva tem participado como vitima e testemunha da violência, enquanto chama a atenção sobre as maneiras pelas quais as vidas (e as mortes) humanas e não humanas estão inevitavelmente entrelaçadas na geração da paz.

Palavras-chave: desmatamento; diálogo ético; ecocídio; mais que humano; memória terrena; paz; selva

INTRODUCCIÓN

El 5 de abril de 2018 la Corte Suprema de Justicia de Colombia declaró a la Amazonía colombiana "sujeto de derechos", acreedora de "protección legal, preservación, mantenimiento y restauración" (Corte Suprema de Justicia, STC 4360-2018, 45). El caso fue presentado por un grupo de demandantes jóvenes que consideraron que al no reducir la deforestación -exacerbando los efectos del cambio climático y la destrucción ecológica- el gobierno colombiano actuó en violación de sus "derechos fundamentales a la vida" (Corte Suprema de Justicia, STC 4360-2018, 13). En la resolución del caso, la Corte Suprema de Justicia determinó que la deforestación vulnera los "derechos fundamentales a la vida", que se reconocen como "sustancialmente vinculados y determinados por el medio ambiente y el ecosistema" (Corte Suprema de Justicia, STC 4360-2018, 13). El tribunal ordenó la protección de la Amazonía colombiana, señalando el devastador aumento de la deforestación desde la firma del Acuerdo de paz en 2016 entre el Estado colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). En concreto, la decisión se refiere a "la reciente colonización, después del final del conflicto armado, de territorios que anteriormente estaban en estado de conservación, paradójicamente debido a la ocupación de las guerrillas de las FARC" (Corte Suprema de Justicia, STC 4360-2018, 4). Esta "paradoja" se refiere a la ocupación de los bosques por parte de las FARC y las regulaciones que hicieron cumplir con respecto a la tala y la limitación del acceso a los bosques donde operaban (Álvarez 2001). Durante la guerra de décadas entre las FARC y el Estado colombiano, la cobertura forestal aumentó, así como las fincas abandonadas tras el desplazamiento forzoso y las fumigaciones con glifosato, una táctica de contrainsurgencia apoyada por la guerra contra las drogas de los Estados Unidos, que consistía en la erradicación de la coca como pretexto para la erradicación de las FARC de los bosques, legitimando así su militarización y defoliación, dando lugar a la devastación de suelos y cultivos y, en algunos casos, a la deforestación, ya que la coca se extendía aún más en el bosque (Sánchez-Cuervo et ál. 2012, Sánchez-Cuervo y Aide 2013; Castro-Núñez, Mertz y Sosa 2017; Salazar, Wolff y Camelo 2018; Armenteras, Rodríguez y Retana 2013).

Tras la firma del Acuerdo de paz, la deforestación en la Amazonía se incrementó dramáticamente (Ideam-Smbyc 2020). Con el desarme (temporal) de las FARC los bosques se han estado convirtiendo en pas tizales para ganadería, como forma de acaparamiento de tierras ligada a la especulación, dadas las expectativas de titulación y construcción de carreteras como parte de la implementación del Acuerdo de Paz -para abordar las condiciones históricas relacionadas con el acceso, la propiedad y el uso de la tierra que han permitido la violencia persistente en Colombia- y ligada también al narcotráfico en la Amazonía. La ganadería es también la única alternativa viable para muchos campesinos que están haciendo transición de los cultivos de coca a la agricultura "lícita" en el contexto del Acuerdo de Paz, el cual prioriza el apoyo a la agricultura campesina como parte del convenio Solución al Problema de las Drogas Ilícitas, que se instituyó para priorizar la sustitución voluntaria de cultivos de coca para narcotráfico en lugar de las fumigaciones continuas con glifosato, las cuales trajeron consecuencias devastadoras de degradación ecológica y violaciones de los derechos humanos. El Programa de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito del convenio también dispone que la sustitución de la coca por alternativas agrícolas se definirá junto con las comunidades. El cultivo de coca ha aumentado a medida que el apoyo a la producción agrícola, prometido en el Acuerdo de Paz, no llega a los productores que dependen de ella para su subsistencia, y también debido a la influencia de las disidencias de las FARC y de los grupos criminales residuales y emergentes vinculados al narcotráfico. Con esto, los índices de pérdida de bosques siguen aumentando junto con los asesinatos de campesinos y líderes sociales comprometidos con la erradicación de la coca y la protección de los bosques, a pesar de que el Acuerdo también incluye la necesidad de brindar garantías de seguridad para estos líderes, incluidos los defensores que protegen los ecosistemas y apoyan alternativas para erradicar los cultivos de coca. Además, los bosques inaccesibles durante la guerra también coinciden con el modelo de desarrollo implementado junto a dicho Acuerdo de Paz, orientado a los intereses de la agroindustria -lo cual contradice el apoyo a la agricultura campesina prometido en ese Acuerdo- a costa de la pérdida de 220.000 hectáreas de bosque por año (República de Colombia 2018), lo que viola los compromisos contra la deforestación suscritos por Colombia y la ya citada decisión de la Corte Suprema de Justicia (República de Colombia 2018).

Los bosques del Amazonas están inextricablemente entrelazados con las formas de violencia que han llegado a definir la guerra -y la paz- en Colombia. La Amazonía no es el telón de fondo sobre el que se desarrolla la violencia, sino que la violencia está mediada por el propio bosque. La deforestación que ocurre en la actual transición a la llamada "paz" es, como lo describió un campesino en el Putumayo, "otra guerra" -una "guerra" librada contra la Amazonía (Diario de campo 2)-. La deforestación es una "guerra" de ecocidio (Mehta y Merz 2015, 3; Higgins 2012) que resulta en la destrucción de los bosques, lo que necesariamente implica la destrucción de las vidas humanas, que la Sentencia 4360 de 2018 reconoce como "sustancialmente vinculados y determinados por el medio ambiente y el ecosistema" (Corte Suprema de Justicia, STC 4360-2018, 13). La protección de los derechos fundamentales se refiere a los seres humanos, aunque se extiende a los no humanos con los que la vida de los seres humanos está involucrada (Corte Suprema de Justicia, STC 4360-2018, 18). La propia declaración se fundamenta en una concepción "ecocéntrica" de las relaciones de los humanos con la Amazonía, que implica reposicionar relacionalmente a los humanos en su mundo no humano (Corte Suprema de Justicia, STC 4360-2018, 20). Esta noción de relacionalidad se encarna en la propia Amazonía a través de la noción de selva. El término selva se refiere al vivo entrevero de suelos, semillas, plantas, polinizadores, árboles, espíritus del bosque y humanos y sus relaciones comunicativas. Esto lo aprendí de los campesinos que se autodenominan "selvasinos" y de las comunidades cofán y murui en Putumayo, durante mi trabajo de campo en esa zona geográfica, entre 2016 y 2018. Esta noción de selva resignifica las producciones políticas históricas del término y los posicionamientos de la Amazonía ligados e instrumentales para la guerra que desvinculan a los bosques de sus relaciones ecológicas (Lyons 2016, 2018). La selva es más bien una relación (Lyons 2016), que encarna el plegamiento de la vida, la muerte y la (des)composición de los mundos humanos y no humanos imbricados -relaciones que se cortaron a través de la destrucción continua de la selva.

Esta relación también ha sido documentada por otros estudios académicos sobre la guerra y la paz en Colombia, que buscan descentralizar lo humano y reorientar la investigación teórica hacia la relacionalidad humana y no humana (Lederach 2017; Ruiz-Serna 2017; Lyons 2018; Meszaros-Martin 2018). Al poner en primer plano la relacionalidad humana y no humana, estos trabajos muestran la manera en que los efectos del conflicto violento incluyen la degradación ecológica que a su vez resulta en la ruptura de las relaciones generadoras de vida entre humanos y no humanos (Lederach 2017; Lyons 2018; Ruiz-Serna 2017; Meszaros-Martin 2018). Al hacerlo, desafían las premisas mediante las cuales se concibe la violencia en sí misma, lo que tiene implicaciones en el contexto de la construcción de la paz, ya que las formas de reparación tienen íntima relación con la forma en que se define y reconoce la violencia. Esta interpretación ampliada de la violencia también plantea consideraciones importantes en relación con la declaración de la Amazonía en tanto sujeto de derechos, como medio de protección frente a la violencia y la violación de derechos en curso. Esta innovación jurídica considera que la deforestación necesariamente implica la destrucción de formas de vida humanas y no humanas. La sentencia de la Corte Suprema de Justicia reconoce que la vida de los seres humanos está intrínsecamente conectada con la Amazonía y que la deforestación es una violación de sus derechos fundamentales a la vida y, además, que la protección de estos derechos no solo se refiere a los seres humanos sino también a los no humanos con quienes la vida de los seres humanos está entreverada (Corte Suprema de Justicia, sTc4360-2018, 18). Después, la Corte declaró la protección de la Amazonía como esencial para la protección de la vida y ordenó a los municipios y a las corporaciones ambientales regionales que redujeran a deforestación y además pidió la formación de un Pacto Intergeneracional por la Vida de la Amazonía Colombiana. Aun así, casi tres años después de la Sentencia 4360 de 2018 de la Corte Suprema de Justicia, ninguno de los mandatos para la protección de la Amazonía colombiana se ha cumplido (Dejusticia 2019), mientras que los índices de deforestación y los asesinatos de defensores de los bosques siguen aumentando (Ideam y SMByc 2020; Global Witness 2020). En 2019, el tribunal, por incumplimiento de los mandatos de la sentencia, llevó al gobierno a juicio, durante el cual presenté los hallazgos de la esta investigación.

El presente artículo reflexiona sobre lo que hemos heredado en los tiempos de la llamada transición a la "paz", ya que se desarrolla en un contexto de guerra continua: la destrucción ecocida de la selva. Esta guerra implica el desgarramiento de mundos de vida humanos y no humanos entrelazados con la selva y la ruptura de sus relaciones generadoras de vida, lo que constituye un "crimen contra la paz" (Mehta y Merz 2015, 4). Examino la noción relacional de la selva para poner en primer plano las formas en que se entrelazan las vidas (y las muertes) humanas y no humanas. De este modo, reformulo las herencias de la guerra centradas en el ser humano y expongo la manera en que la destrucción ecocida de la selva implica necesariamente la destrucción de los mundos de vida no humanos de los cuales la humanidad forma parte. Sostengo que la noción de relacionalidad encarnada en la selva, ofrece orientación para la construcción de la paz.

Este artículo se basa en el trabajo de campo etnográfico que realicé como parte de mi tesis doctoral entre 2016 y 2018, en Putumayo, Colombia. Putumayo está situado donde las estribaciones andinas se pliegan en las tierras bajas amazónicas. Este importante corredor ecológico forma parte del "arco de deforestación" de Colombia (Ideam 2018). Dada su violenta historia, Putumayo es prioritario para la implementación del Acuerdo de Paz. Sin embargo, en los años posteriores a la firma del Acuerdo, esta región ha experimentado un resurgimiento del conflicto armado, vinculado a los impulsores de la deforestación, incluidos el cultivo de coca para narcotráfico y el acaparamiento de tierras mediante la conversión de bosques en pastos. Rastreando el ecocidio, a partir de la "memoria terrenal" de los bosques degradados y los suelos denudados, encuentro en los propios ritmos generativos de la selva, de la muerte que alimenta la vida, una guía sobre cómo encaminar el ecocidio hacia las posibilidades de paz en medio de la destrucción (Tavares 2013). La observación participante de la vida cotidiana en el Putumayo fue mi método de investigación más importante y responde a cómo aprendí la mayoría de las historias que relato en este artículo. Esto incluyó el acompañamiento a campesinos del medio y bajo Putumayo -particularmente de los municipios de Puerto Leguízamo, Puerto Caicedo, Puerto Asís, Puerto Guzmán, Valle del Guamuez y Mocoa- así como a hombres y mujeres indígenas de las etnias cofán, principalmente del resguardo Santa Rosa ubicado en el Valle del Guamuez, y muruí, del Resguardo Lagartacocha en Puerto Leguízamo, quienes en el transcurso de sus rutinas agrícolas diarias se dedican a diversas formas de ganadería, cultivo de coca y lo que aquí describo como la selva. También incluyó la participación en reuniones comunitarias, mingas y ceremonias, así como un número incalculable de conversaciones y entrevistas abiertas para comprender las prácticas y los conocimientos pertinentes de las relaciones de las comunidades indígenas y los campesinos con la selva. Además, realicé entrevistas con funcionarios del gobierno, líderes sociales de la comunidad, miembros de las FARC y asociaciones agrícolas, enfocadas en recopilar información relacionada con las actividades agrícolas, los conflictos, la deforestación y los contextos históricos, ecológicos y sociopolíticos más amplios de la colonización, la guerra y la construcción de la paz. Todas las citas de este artículo provienen de esas conversaciones y entrevistas realizadas en Putumayo.

En medio de la destrucción ecocida, este artículo se centra en las posibilidades que genera la agricultura de la selva entre campesinos, suelos, semillas y bosques, y las relaciones dialógicas que surgen de las imbricaciones y las relaciones comunicativas de la chagra y las comunidades indígenas con la selva. Muestro cómo estas comunidades están construyendo la paz junto con la reparación de la selva, de las ecologías amazónicas fragmentadas y degradadas de las que forman parte. Estas prácticas abren posibilidades para una interpretación más amplia de una paz con la selva, que implica el desarrollo de respuestas a la destrucción ecocida (Plumwood 2002).

HERENCIAS VIOLENTAS Y DIÁLOGOS SOBRE FUTURAS POSIBILIDADES

La "paz" en Colombia adquiere el rostro de una "guerra sin fin" (Mbembe 2003, 23). Una guerra promulgada a través de la continua colonización y explotación de los bosques y la necropolítica en la que se inserta (Salgado 2012). Constituida a través de procesos de colonización y guerra, la necropolítica se refiere a la "instrumentalización generalizada de la existencia humana" y su "destrucción" (Mbembe 2003, 14). Trabajar con una conceptualización más amplia de la necropolítica que se extiende a los no humanos y sus relaciones con los humanos revela cómo la necro-política de la guerra y la paz en Colombia ha transformado los mundos de vida entreverados de las comunidades indígenas y campesinas, los suelos, las semillas, las plantas y la selva misma en el Putumayo, en "mundos de muerte" en los cuales los humanos y los no humanos están "sometidos a condiciones de vida que les confieren el estatus de muertos vivientes" (Mbembe 2003, 40; Lyons 2016). La necropolítica ha llegado a definir la guerra -y la paz- en Colombia: guía la destrucción de la vida humana y no humana mediante las fumigaciones, la defoliación, el desplazamiento forzado, la explotación capitalista de los bosques y los asesinatos de sus defensores que se ha legitimado al definirlos como enemigos, criminalizándolos y relegándolos a una "zona entre la subjetividad y la objetividad" (Mbembe 2003, 26). La criminalización de la vida no humana ha transformado y ampliado los términos de lo que se considera violencia (Meszaros-Martin 2018). Los mismos bosques de la Amazonía han sido fundamentales para la necropolítica y las formas de violencia que han llegado a definir la guerra y la paz en Colombia. La Amazonía no es el fondo sobre el que se desarrolla la guerra, más bien la guerra se ha librado contra los bosques de la Amazonía como si fueran "sujetos criminales" (Sheikh 2018a). Descritos como teatros de guerra, los bosques de la Amazonía han sido criminalizados como escondites de la guerrilla, puertos salvajes y sin ley para el narcotráfico. La determinación de su enemistad legitimó las tácticas de "tierra arrasada" de la guerra contrainsurgente como parte del Plan Colombia para erradicar los bosques de las FARC y abrirlos a las inversiones. Esto implicó el ejercicio de terror y muerte ligado al desplazamiento forzado y los asesinatos, así como la militarización de los bosques y su defoliación con las fumigaciones de cultivos de coca para el narcotráfico con glifosato, que devastaron los suelos, cultivos, plantas y bosques amazónicos de los que dependen los indígenas y otras comunidades de Putumayo. En Putumayo los cultivos desecados y los suelos envenenados aún no soportan la vida. Mientras tanto, el gobierno ha intensificado la erradicación de la coca, con la intención del reiniciar las fumigaciones con glifosato y ha iniciado una ofensiva militarizada para la deforestación de la Amazonía -un "crimen"- mientras señala a los campesinos como destructores de bosques, en lo que constituye una extensión de la guerra contra las drogas para ganar el control de los bosques ocupados por los narcotraficantes y las antiguas FARC. La Amazonía sigue siendo el escenario de orquestación de la guerra actual, donde la "paz" se construye sobre la premisa del "desarrollo" de sus bosques como catalizador de la destrucción. La deforestación en la actual transición hacia la llamada "paz" es lo que algunos llaman una paz "militarizada" (Meger y Sachseder 2020) o "violenta" (Salazar, Wolff y Camelo 2019) orientada a la militarización y desarrollo de los bosques antes ocupados por las FARC. Mientras tanto, el gobierno persigue un modelo de desarrollo rural orientado a la manufactura de productos básicos a costa de 220.000 hectáreas deforestadas al año. Este modelo, promovido como una vía para lograr la 'paz', dirige la inversión de capital hacia el desarrollo de la Amazonía, exacerbando los conflictos que dieron origen a la guerra y aumentando la violencia contra los mundos de vida imbricados de campesinos, suelos, semillas y la selva misma. La instrumentalización y destrucción de la selva y sus diversos mundos de vida mediante la ruptura de las relaciones de las comunidades y el soporte de la vida de los suelos, plantas, semillas y la selva misma es lo que Demos (2017) llama la "necropolítica del ecocidio". El ecocidio se refiere a "la destrucción extensiva de los ecosistemas que ocurre hoy en día", incluido "el uso de la tierra a gran escala... como es el caso de la deforestación" (Higgins 2012, 157). La destrucción ecocida de los bosques es una "guerra" librada contra las diversas y entrelazadas humana y no humana formas de vida (Mehta y Merz 2015, 3).

La destrucción ecocida de los bosques lleva a la ruptura de los mundos vitales humanos y no humanos entrelazados y a la pérdida de sus conectividades generativas, señalando lo que Rose (2012, 128) llama la "extinción del tiempo ético". El tiempo ético se refiere a las relaciones generadoras de vida de humanos y no humanos que vinculan el pasado con el futuro (Rose 2004; 2012). La importancia ecológica del tiempo ético reside en su potencial generativo para la continuidad de la vida (Rose 2012). La relacionalidad de la selva -con sus diversas temporalidades y ritmos generadores de vida que alimentan la vida- encarna las cualidades del tiempo ético. Rose (2011, 91) denomina "narrativa ecológica" a este proceso en el que la muerte se pliega a la vida. La narrativa ecológica se hereda y se transmite de generación en generación, imbricando a los seres humanos y no humanos en "una serie continua de relaciones éticas" de "respuesta" y "responsabilidad" frente a los pasados y posibilidades heredados (Rose 2012, 130). Estos entreveros humanos y no humanos forman una comunidad ecológica en la que el "florecimiento de la vida es la narrativa de las generaciones precedentes" (Rose 2011, 91).

El ecocidio desbarata esta narrativa, convirtiendo los bosques en "mundos de muerte" en los que se destruyen generaciones de suelos, árboles, polinizadores, microorganismos, semillas, seres humanos y sus conectividades (Rose 2011). La actual destrucción ecocida de la selva con la que se enzarzan nuestros pasados violentos y nuestros posibles futuros es una llamada a la responsabilidad para una respuesta ética, o lo que Rose (2004) llama "diálogo". Este se basa en el tiempo encarnado de historias y futuros humanos y no humanos entreverados; surge de estos abigarramientos relacionales; siempre está abierto (Rose 2004, 2013a). El diálogo implica tanto el testimonio de las herencias colectivas de guerra de los humanos y no humanos, como la respuesta ética a la destrucción ecocida que engendra posibilidades de paz (Rose 2013a, 7). Plumwood (2002) propone que la respuesta ética requiere el cultivo de la ética narrativa y comunicativa. Para ello es necesario reposicionar al ser humano dentro de la narrativa ecológica de la selva y encontrar a la selva como un "otro comunicativo" que "exige de nosotros relaciones y respuestas éticas" (Plumwood 2002, 188-190). Comunicarse con la selva "requiere una capacidad de relacionarse dialógicamente" ya que es una "importante fuente de narrativas y sujetos narrativos" (Plumwood 2002, 231). Esto requiere que "los humanos aprendamos a comunicarnos con [la selva] en [sus] términos, en [sus] propios lenguajes" (Plumwood 2002, 189). Implica escuchar los diversos registros de comunicación de la selva (Rose 2013b): la descomposición y el deterioro, la germinación de las semillas, la floración de los árboles, el ir y venir de los pájaros e insectos; y los silencios. El silencio de las estribaciones cubiertas de pasto de ganado extensivo, de las hileras de plantas de coca y de los suelos muertos y los cultivos desecados en las fincas fumigadas con glifosato. Escuchar la selva es "presenciar" la pérdida de la conectividad de la muerte que alimenta la vida y la interrupción de las relaciones generativas y comunicativas de semillas, suelos, árboles, polinizadores, espíritus del bosque y seres humanos (Rose 2004). Ser testigo es enfrentarse a las herencias de la guerra en curso en la selva: es una forma de responder a la violencia que se convierte en una implicación ética (Rose 2004, 5).

Ser testigo de la destrucción ecocida es algo ligado a la memoria (Rose 2004, 30). Sheikh (2018b) describe el testimonio como "una acumulación de agravios en el contexto de la degradación ambiental y la subyugación de ciertos 'sujetos' (sean estos humanos o no)" (147-148). El ecocidio se inscribe en la "memoria terrenal" que registra las huellas duraderas de la destrucción ecológica y la interrupción de las relaciones generadoras de vida entre humanos y no humanos (Tavares 2013; Meszaros-Martin 2018; Rose 2004). La destrucción ecocida se evidencia en la memoria terrenal del Putumayo de bosques fragmentados, plantas desecadas y suelos denudados y sin vida por la exposición a los agroquímicos, al sol ecuatorial y al pastoreo del ganado; asimismo, en los extensos rastros de dicho pastoreo y en las fincas cubiertas de rebrote de bosque tras su abandono después de las fumigaciones o el desplazamiento forzado. Los pasados violentos permanecen sedimentados en estos suelos que aún no soportan la vida y que propician las condiciones para una paz precaria. La memoria de la tierra actúa como una forma de testimonio de la destrucción de esta guerra en curso. Esto evidencia lo que podría llamarse la "escena de un crimen" (Stoler 2013, 208; cfr, Kanwar 2014) -en este caso un "crimen contra la paz" (Mehta y Merz 2015)-. Como forma de "presenciar los crímenes violentos" (Sheikh 2018a, 450) de la guerra y el ecocidio, la memoria terrenal constituye una evidencia de la construcción de la verdad sobre los crímenes cometidos contra la selva -y contra otros no humanos- como condición necesaria para la reparación (Meszaros-Martin 2018; Lyons 2018).

El atestiguamiento relata verdades que no son reducibles a meros datos, como las tasas de deforestación, sino que corresponde a un compromiso con las historias que podrían atraer a otros hacia un sentido de responsabilidad (Rose 2004, 2013). Lo que me interesa explorar aquí son las posibles respuestas éticas que surgen cuando relacionamos no solo los datos científicos sobre la deforestación, sino también la vivacidad y la sensibilidad en peligro de la propia selva. Esto implica releer los datos de la deforestación a través de historias "contadas en registros silenciados" (Hustak y Myers 2012, 100). Van Dooren y Rose (2016) escriben sobre cómo, en el contexto del ecocidio, las historias constituyen una forma de testimonio. Ampliando la ética narrativa y comunicativa de Plumwood (2002), estos autores proponen tomar a los no humanos como sujetos narrativos en la construcción de estas historias (Van Dooren y Rose, 2012). Así, este artículo busca en la narrativa de la selva una guía acerca de cómo heredar la destrucción ecocida con la mira puesta en las posibilidades de paz. Sigue los ritmos propios de la selva, de la muerte que alimenta la vida, hacia las historias que germinan en los suelos denudados y degradados de Putumayo. P'utuy (como en Putumayo), de la lengua quechua, es "brotar" o "emerger". Germinando en suelos degradados, en medio de cultivos de coca y pastizales de ganadería extensiva, estas historias nos hacen entrar en relaciones enmarañadas con la selva. Son historias de atestiguamiento que hablan de cómo heredar pasados violentos, a través de reconfigurar y alimentar las relaciones de responsabilidad de los humanos con la selva y así mantener abiertas las posibilidades de paz con ella.

Las estribaciones andinas se pliegan hacia las llanuras amazónicas. Este es uno de los corredores ecológicos más importantes del mundo, amenazado por la actual guerra de deforestación (Diario de campo 2).

Fuente: Kristina Van Dexter, 2017, Putumayo.

Figura 1 La escena del crimen, Putumayo, Colombia. 

En Putumayo, el silencio se extiende como el pasto hacia un horizonte distante -la "memoria terrenal" de una guerra continua (Tavares 2013)-. En estas estribaciones donde alguna vez estuvo la selva, la tierra está condenada a muerte; sus suelos denudados, degradados, impactados por el ganado y calcinados por el sol deslumbrante arrastran el pasado al presente, la búsqueda de la tierra dorada siempre en el horizonte. Pasto sin fin, guerra sin fin. Conocida comúnmente como dallis, esta especie de hierba ganadera fue introducida en la Amazonía colombiana para evitar el rebrote del bosque, lo que permitió su colonización (Van Ausdal 2009). La palabra cattle en inglés está vinculada al origen etimológico del vocablo 'capital'. Cattle en español es ganado, que corresponde al participio pasado del verbo 'ganar', vinculado a 'conquistar'. El ganado, ligado al capital, fue fundamental para la colonización y la guerra en Colombia. En el siglo XX el ganado legitimó la concentración parcelaria de grandes extensiones de tierra para defenderse de las incursiones de los campesinos sin tierra. El origen de la guerra en Colombia en el siglo XX se sitúa generalmente en estos conflictos por la tierra, que siguieron al desplazamiento de los campesinos del interior del país a la frontera amazónica, precipitando su colonización. Los campesinos recibieron títulos de propiedad sobre extensiones de "bosques vacíos" -una negación categórica de la selva y sus diversos mundos de vida- condicionados a su conversión en pastos. Sin embargo, una vez que cesaron los derechos, estos frentes de "colonización" fueron tomados para la producción de coca para narcotráfico, que proporcionó la financiación de una creciente guerra de insurgencia y contrainsurgencia. Putumayo, que a principios de siglo producía la mayor parte de la coca del mundo para narcotráfico, fue el foco de una guerra contrainsurgente llevada a cabo mediante el Plan Colombia como parte de la necropolítica de la guerra contra las drogas y la guerra contra el terrorismo de Estados Unidos. La militarización de los bosques implicó su defoliación con fumigaciones de glifosato que cubrieron esos mismos bosques para erradicar tanto los cultivos de coca como a las FARC, abriendo el camino a las inversiones de capital. Las fumigaciones de los cultivos de coca fueron indiscriminadas, provocando desplazamientos, degradación del suelo y deforestación, a medida que la coca se extendía más en el bosque. Un campesino del Putumayo describió las condiciones heredadas tras las fumigaciones:

El problema es que no fumigaron solo la planta de coca. Cuando los aviones pasaban por aquí, se fumigaban los cultivos y los pastos. La fumigación envenenó los suelos, matando la tierra, matando al campesino. En algunos lugares la tierra está tan destruida que todavía no da. (Diario de campo 2)

Las plantaciones de coca para narcotráfico a menudo se consolidaron y se convirtieron en pastizales para ganado tras las fumigaciones e intervenciones paramilitares -a menudo realizadas en complicidad con los militares- que desplazaron a los campesinos de sus fincas. El ganado fue fundamental para la consolidación de los bosques controlados por las antiguas FARC y para la inversión de las ganancias del narcotráfico. Vinculado a historias violentas de consolidación de la tierra, conflicto, desplazamiento, cultivo de coca para narcotráfico y paramilitarismo, el ganado, o más exactamente, el pasto -según la perversa ideología de una vaca por hectárea y de que la presencia del pasto es un instrumento para ganar y consolidar la tierra- sigue extendiéndose en la Amazonía como el principal responsable de la deforestación durante esta llamada transición hacia la "paz".

Para esos campesinos que navegan en las precarias condiciones de paz de Putumayo "la ganadería es lo único que la gente encontró a mano para sobrevivir" (Diario de campo 2). A lo largo de la orilla del río una mañana, esperando una lancha que pasaba, un campesino me contó que "[... ] los campesinos de aquí se cansaron de la coca... la ganadería es el boom que tenemos ahora, estamos saliendo de una transición, los que tenemos cultivos de coca". Para cuando una lancha se detuvo habían llegado varias más, con sus caballos y motos cargando contenedores de plástico azul y blanco y cantimploras de metal llenas de leche. Formaron una fila para transferir la leche a un gran barril de plástico sobre la lancha para llevarla al pueblo más cercano. "Los campesinos vivían de la coca y ahora viven del ganado", me dijo mientras desataba las cuerdas que sujetaban el recipiente de leche que colgaba del costado de su caballo, "la coca les daba todo, ahora el ganado les da todo. Estamos en una transición de la coca al ganado, pero esto requiere la tala de bosques y ya es imparable. El ganado está destruyendo más bosques que la coca. Los suelos utilizados para la ganadería también están impactados y la recuperación es difícil" (Diario de campo 2). Esto fue un año después de la firma del Acuerdo de Paz -y unas horas por moto desde esta misma orilla el aire se (había) llenado de neblina debido al aumento de la quema de selva en previsión de los meses de verano. En los parches de bosque despejados, los troncos de los árboles carbonizados yacían entre los suelos ennegrecidos.

Desde la desmovilización de las FARC -que regulaban la cantidad de bosque que se podía talar en las fincas y restringían la expansión y el acceso a los bosques- la deforestación se ha disparado en el Putumayo. La pérdida actual de bosques está vinculada con los campesinos que buscan alternativas a la coca. Con el fracaso gubernamental del apoyo a los productos agrícolas de los campesinos -como prometió el Acuerdo de Paz y se articuló en el establecimiento del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS)- la ganadería a menudo devino en la única opción "lícita". Quienes han recibido compensación por la erradicación de los cultivos de coca del PNIS para cambiarse a alternativas lícitas están invirtiendo en ganado. Esta transición -de la coca al ganado- comenzó tras las fumigaciones del Plan Colombia, que devastaron los cultivos y los suelos. Estos suelos -que "todavía no pueden soportar la vida"- sólo agravaron las condiciones existentes, como la falta de carreteras para transportar los productos agrícolas, que hicieron que los campesinos dependieran de la coca en primer lugar. Un año más tarde se construyó una carretera que conectaba estas aldeas remotas con el municipio de Puerto Guzmán (Putumayo), alabado por el alcalde como un avance importante para apoyar la floreciente industria ganadera de la zona. Sin embargo, como me aseguró un agricultor, "no somos como los grandes ganaderos. Hay quienes tienen mucho ganado y se quedan con muchas tierras. Para nosotros el ganado es un medio de supervivencia. Tenemos que vivir de algo, y para vivir tenemos que derribar un árbol" (Diario de campo 2). Quienes más han impulsado la deforestación son los especuladores de tierras -con las expectativas de titulación de tierras y construcción de carreteras prometidas en el Acuerdo de Paz- y quienes obtienen ganancias del narcotráfico pagan a los campesinos para que talen bosques y siembren pastos para ganado como una forma de acaparamiento de tierras (Diario de campo 2). Las FARC fueron desarmadas como parte del Acuerdo de paz, pero esto atrajo a otros grupos armados emergentes relacionados con el narcotráfico, los paramilitares y las disidencias de las FARC que han aparecido para competir por el control de regiones como Putumayo y participado en el acaparamiento de tierras, la extorsión en la venta de ganado y leche, así como la violencia contra los campesinos (Diario de campo 2). Además, el cultivo de coca también se ha expandido debido a la influencia del narcotráfico y porque el apoyo del gobierno a estas alternativas ha sido lento en llegar a las comunidades. Las tasas de pérdida de bosques siguen aumentando, junto con los asesinatos de campesinos y líderes sociales comprometidos con la erradicación de coca y la protección de la selva. Los denunciantes, dijo un campesino, son amenazados y obligados a guardar silencio: "si un líder dice 'no hay que derribar el bosque', es peligroso, eso le da bala a uno" (Diario de campo 2). A este complejo panorama se suma la intención del gobierno colombiano, apoyado por el Ministerio de Defensa, de retomar las polémicas fumigaciones aéreas con glifosato para erradicar los cultivos de coca, lo que probablemente aumentará la deforestación y exacerbará los conflictos existentes.

En este contexto, en Colombia la "lucha contra las drogas" se ha traducido en la "lucha contra la deforestación". Para recuperar los bosques controlados por las FARC y los grupos de narcotraficantes el gobierno colombiano declaró la deforestación como delito, lo que legitimó la militarización de los bosques en nombre de la paz y la seguridad. La ofensiva militar contra la deforestación orquestada por el gobierno -la Operación Artemisa- criminaliza a los campesinos como destructores de los bosques mientras los especuladores de tierra (y los narcotraficantes) que impulsan dicha deforestación continúan en la impunidad, y mientras las inversiones de capital se dirigen a la Amazonía a través del modelo gubernamental de desarrollo. Este modelo se promueve como una vía para lograr la paz, a costa de la creciente deforestación. Contradice así al Acuerdo de Paz que propone el apoyo a la producción agrícola y la titulación de tierras para los campesinos (Oficina del Alto Comisionado para la Paz 2016). El Plan Nacional de Desarrollo (2018-2022) promueve la visión del "campo con progreso" que conecta a los campesinos con la agroindustria para cerrar la creciente frontera agrícola. Definida en el contexto del Acuerdo de Paz, esta frontera agrícola privilegia la designación de tierras y las inversiones en desarrollo agrícola orientadas a "fortalecer la productividad y competitividad de las actividades agrícolas" (UPRA 2018). Las recientes iniciativas legislativas puestas en marcha para regular la reforma rural sostienen esta visión de progreso. Leyes como la Ley de Tierras y la Ley de Innovación Agropecuaria pretenden transformar el desarrollo rural en un modelo de producción agrícola que incentive las inversiones agroindustriales, entregando tierras a los grandes terratenientes que no fueron objeto de las reformas rurales propuestas en el Acuerdo de Paz, y promoviendo alianzas productivas que terminarán por socavar la producción agrícola campesina. Algunos estudios han señalado que el Acuerdo en realidad consiste en la eliminación negociada del mayor obstáculo del país para la reproducción extensiva del modelo de concentración de la tierra en Colombia (Hylton y Tauss 2016). Un campesino de Putumayo llamaba a esta forma de producción "agricultura de la muerte" debido a la reconfiguración violenta de las relaciones humanas y no humanas, y a las formas en que interrumpe los ritmos generativos de germinación, vida, muerte y (des) composición del bosque (Diario de campo 2). Privilegiando un criterio lineal de producción agrícola, tal modelo insiste en orientar las tareas campesinas hacia la competitividad en los mercados. Estas trayectorias de producción orientadas al mercado hacen que los bosques estén fragmentados y desvinculados de sus relaciones ecológicas. Con esto, la muerte del tiempo ético conversa con el ecocidio, la destrucción de generaciones de humanos y no humanos y sus conectividades (Rose 2011, 92). Al destacar las formas se reformulan las herencias de guerra centradas en el ser humano, exponiendo así cómo el ecocidio del bosque conduce a la destrucción violenta de la vida no humana, lo que implica necesariamente la destrucción de las comunidades ecológicas de las que los humanos formamos parte.

RECOLONIZANDO LA FINCA CON LA SELVA

En medio de suelos degradados que "aún no soportan la vida", cultivos desecados, pasto para ganado y rebrote de bosques en fincas que quedaron desiertas tras las fumigaciones o el desplazamiento forzoso en medio del conflicto, los campesinos de Putumayo están transformando las herencias de la guerra en curso en posibilidades de paz mediante el cultivo de fincas de selva. Estas fincas están incrustadas en las composiciones ecológicas de la selva y las diversas temporalidades de muerte que se pliegan a la vida (Diario de campo 1). La agricultura de selva trabaja contra la destrucción ecocida de la selva, con miras a una respuesta ética frente al cultivo de coca para narcotráfico, la ganadería y los imperativos agronecropolíticos y capitalistas incrustados en el interior del modelo histórico de desarrollo rural del país, que han transformado los bosques vivos del Putumayo en mundos de muerte.

En una de las fincas de la selva, los racimos de hierba para el ganado -las huellas de pasados violentos- permanecen enredados con la maraca, el cacao del monte, el camu camu y el arazá. Álvaro -un campesino- explicaba que él y su familia fueron desplazados por los paramilitares durante la ocupación de Putumayo. Así acabaron aquí, "enredados en el rastrojo". El rastrojo es el rebrote del bosque tras la tala y la quema. Suele encontrarse en fincas que quedaron desiertas tras las fumigaciones o el desplazamiento forzoso en medio del conflicto. Los paramilitares trajeron la muerte y el terror a Putumayo, por lo que el desplazamiento -la ruptura de relaciones y la pérdida de conectividades- fue "otra forma de muerte" (Diario de campo 2). El rastrojo indica la destrucción de la selva y también de las posibilidades de continuidad de la vida, o como este campesino lo llamó "recolonizar la finca con la selva". Recolonizar la finca con la selva es una forma de reparación de la destrucción ecocida y una manera de transformar las herencias de esta guerra continua hacia posibilidades de paz con la misma selva. Los suelos de las fincas de todo Putumayo están sedimentados con pasados violentos (y continuos) de guerra y colonización: tala y quema de bosques, cultivo de coca para narcotráfico, fumigaciones, ganadería y la imposición del desarrollo agrícola orientado al capitalismo con sus agroquímicos y semillas certificadas, que han dejado estos suelos sin vida y apretados (Lyons 2016). Recolonizar la finca con la selva implica la recolección de suelos y semillas de la propia selva a fin de generar condiciones ecológicas para la recolonización y la reparación de las ecologías amazónicas. La regeneración de estas ecologías también implica el trabajo de otros -polinizadores, aves, monos- que apoyan la dispersión de semillas. Así lo explicaba un campesino:

Los suelos no producen debido a las fumigaciones, [...] recogemos suelos y semillas de la selva para recuperar las comunidades del suelo. Plantamos árboles y vuelven los pájaros y otros seres, los que se fueron cuando llegó la coca y el ganado. Ellos recogen y dispersan las semillas, colaborando con nosotros para devolver la vida a estos suelos una vez más. (Diario de campo 2)

Plantas como la yuca, cuyo sistema radicular afloja los suelos compactados, se siembran junto a otras cuya hojarasca fertiliza dichos suelos. Los procesos del ciclo de nutrientes en la tierra se reproducen a través de las interacciones vivas entre las diferentes especies de plantas y las recetas de compostaje de los campesinos -compostaje hecho de frutas amazónicas en descomposición, carbón vegetal y microbios del mismo suelo- en lugar de comprar agroquímicos "que envenenan la tierra y la regalan a las corporaciones" (Diario de campo 2). Los campesinos dependen de estos suelos que a su vez dependen de las ecologías de la selva. Un campesino lo expresó de esta manera: "Sembrar un árbol es sembrar vida para el suelo, porque un suelo degradado es un suelo muerto y el suelo es parte de nosotros. Tenemos una relación con la selva, nos da vida" (Entrevista 3). El cultivo de la selva significa "devolver a la selva, que a su vez nutre al campesino" (Entrevista 3).

Fuente: Kristina Van Dexter, 2016, Putumayo, Colombia (Diario de campo 1).

Figura 2 Finca de la selva, Putumayo, Colombia. 

Fuente: Kristina Van Dexter, 2017, Putumayo Colombia (Diario de campo 2).

Figura 3 Recolonizando la finca con la selva. Putumayo, Colombia. 

Este trabajo de reparación requiere diálogo. Constituye lo que un selvasino llamó "un plan de vida" -la propia granja de la selva es una relación dialógica con la selva encarnada dentro de las relaciones generativas entre campesinos, plantas, semillas, microorganismos del suelo, polinizadores, árboles y una miríada de otros seres no humanos-. Este diálogo sigue lo que un campesino describió como "aprender de la selva" (Diario de campo 1), es decir, aprender a escuchar y dialogar con ella relacionalmente en sus diversos registros de comunicación: la fragancia terrosa de la descomposición y el deterioro -las relaciones productivas de los hongos y los suelos, las plantas muertas y la hojarasca, la fermentación del cacao de monte, el copoazú y la maraka-; la germinación de las semillas; los ritmos lunares y las temporalidades de la lluvia; el florecimiento de los árboles; los cantos de los pájaros y al zumbido de los insectos (Diario de campo 2). Álvaro dejó de cortar la hierba del ganado que invadía el terreno y clavó la punta de su machete en la tierra alrededor de una planta de plátano para dejar al descubierto sus raíces. A través de la decoloración de sus hojas, explicó, la planta de plátano está comunicando que no está recibiendo suficientes nutrientes. "Hay que aprender el lenguaje de cómo comunicarse con las plantas, con los suelos, con la selva", dijo (Diario de campo 2). Esta "interacción comunicativa" entre campesinos, suelos, semillas, plantas, árboles, pájaros y polinizadores está incrustada en la narrativa ecológica de la selva (Rose 2013b, 100), compuesta a su vez por las diversas temporalidades y ritmos de vida, muerte, germinación y descomposición -relaciones de lo que Rose (2012) llama "tiempo ético"-. Encontrar la selva y su mundo no humano a la manera de otros comunicativos es necesario para entrar en una relación dialógica (Plumwood 2002). "Esto no existe en el capitalismo", continuó Álvaro, "tiene otro ritmo, cosechar para la plata, y siempre hay que estar haciendo cuentas de capital" (Diario de campo 2). Álvaro describió cómo en el desarrollo agrícola alternativo, introducido durante el Plan Colombia, se plantaron cultivos "lícitos" con los cuales se insistió en orientar las relaciones entre campesinos, suelos, plantas, semillas y la propia selva hacia la inversión de capital y los plazos lineales de competitividad. Este modelo de desarrollo agrícola se extiende y se promulga a través de alternativas agrícolas "lícitas" implementadas con el Acuerdo de Paz. Las necropolíticas insertas en el modelo histórico de desarrollo agrícola del país son las que definen el llamado "campo para el progreso" en el Plan Nacional de Desarrollo del país y sus alternativas agrícolas "lícitas" frente al cultivo de la coca, para las cuales la asistencia que se ofrece consiste en semillas certificadas. Este modelo -promovido como una vía para la "paz"- niega las potencialidades dialógicas propias de la selva, desbaratando su narrativa ecológica a través de la pérdida de conectividades del tiempo ético encarnado en las diversas relaciones temporales y comunicativas entre campesinos y no humanos, las cuales constituyen la agricultura de la selva. Un campesino ofreció una perspectiva diferente:

Los agrotécnicos se presentan para hablar con los campesinos sobre competitividad y agronegocios, como parte de las iniciativas de agricultura alternativa en el marco del Acuerdo de paz. El Instituto Colombiano Agropecuario está dando a los campesinos semillas desarrolladas en laboratorios. Para ellos, las semillas certificadas de laboratorio son una señal de progreso. Entonces (y en respuesta), vamos compartiendo semillas y la historia de que la selva no necesita un laboratorio; le das semillas y te las devuelve. De las semillas que sembramos brota el monte, luego volvemos a comer el monte, y hay mucho monte para comer aquí. Tenemos la responsabilidad de devolverle a la tierra, por eso sembramos. (Entrevista 1)

En respuesta al desarrollo agrícola patrocinado por el Estado y la agroindustria, los selvasinos establecieron redes para compartir semillas nativas y declararon un día para honrar y celebrar las semillas. Compartir semillas y recetas amazónicas corresponde a una forma de reconfigurar las relaciones entre los campesinos y la selva. "El tema aquí es que muchos campesinos vinieron aquí de otras regiones y para ellos estas semillas son una planta más de la selva, no conocen las plantas de la Amazonía. Comiendo el monte los pone en contacto con la selva" (Entrevista 2). Comer el monte es "convertirse en amazónico, convertirse en selva" (Entrevista 2). La agricultura de selva implica la reconfiguración de las relaciones de los campesinos con la selva hacia la respuesta y la responsabilidad por sus relaciones entreveradas y sus herencias colectivas de pasados y posibilidades violentas. Estos campesinos se autodenominan "selvasinos" para describir su relación con la selva y su inserción en su narrativa ecológica (Diario de campo 2). El selvasino encarna la forja de conexiones y la reparación de las relaciones de los campesinos con la Amazonía -relaciones incrustadas en la violencia histórica de colonización, guerra, cultivo de coca para el narcotráfico y desplazamiento- como una respuesta ética a la destrucción ecocida de la selva.

COMUNICANDO CON LA SELVA

El cultivo en rastrojo es una forma antigua de agricultura que se encuentra en las chagras indígenas amazónicas, expresa una continuidad relacional entre la parcela agrícola y la selva. Para los murui del Resguardo Lagartococha, en Puerto Leguízamo, Putumayo, la chagra es "el centro de la vida" que alimenta las conexiones de la comunidad con la selva. La chagra está incrustada en las temporalidades y ritmos de la selva. Su establecimiento comienza con el rastrojo que se quema y, siguiendo las temporalidades de las lluvias, se siembra una diversidad de cultivos transitorios y árboles frutales, según el proceso ecológico de la sucesión natural de la selva. En la chagra, a partir de troncos muertos carbonizados, hojarasca y plantas en descomposición, crecen cultivos transitorios como la yuca dulce. Además de la yuca dulce, se siembran otras plantas sagradas para los muruí: la coca y el tabaco. Los racimos de estrellas de la yuca se intercalan con el ñame, maíz, pildoro y plátano, y con especies frutales como la caimarona, la maraca, el chontaduro y el guamo. La chagra sigue las relaciones simbióticas entre diferentes plantas y microorganismos del suelo, incluyendo el ciclo de los nutrientes. Tras los cultivos transitorios y después del cultivo de los frutales en el rastrojo, la chagra se deja para volver a la selva. Los nutrientes vuelven al suelo a través de la descomposición que genera el rebrote del bosque, o rastrojo, e incluso a través de la dispersión de semillas obrada por las aves y diferentes especies de polinizadores. El rastrojo es posteriormente talado y quemado para establecer de nuevo la chagra (Diario de campo 2; Diario de campo 3).

El establecimiento de la chagra implica un tipo de comunicación con la selva que comienza en el mambeadero. El mambeadero es "un sitio de diálogo" con la selva (Echeverri y Pereira 2010, 566). El mambeadero constituye el centro de la chagra en el que se hereda la historia de su origen y se transmite de generación en generación. En el mambeadero, el payé (chamán) entra en diálogo con la selva a través de la comunicación con los espíritus de la coca y el tabaco. Con la coca (mambe, preparado con cenizas de yarumo y rezos) y el tabaco (ambil), el payé canta hasta la noche, negociando con estos espíritus para definir la ubicación de la chagra y para obtener el permiso de tala de bosque para su cultivo (Diario de campo 2). La comunicación de los muruís con los espíritus de la selva permite al payé "buscar la negociación y la participación en la relación dialógica" con la selva (Plumwood 2002, 188-189). Esta relación dialógica se encarna en la chagra, en sintonía con la diversidad temporal y el tiempo ético de la selva (Rose 2012). La chagra es un entrevero que representa lo que Rose (2012) denomina "narrativa ecológica", que se hereda y se transmite a través de la tradición oral y también en el cultivo de la chagra misma, de generación en generación, lo cual se sustenta a través del mambe de coca y el ambil de tabaco.

La chagra mantiene la conexión del tiempo ético entre los humanos y los espíritus de la selva, constituyendo una forma de defensa frente a su continua destrucción. Tras décadas de conflicto, de cultivo de coca para narcotráfico e invasión de la ganadería, además de las alternativas agrícolas introducidas e impuestas a las comunidades ecológicas, la chagra se pierde cada vez más. Esto ha dado lugar a la muerte del tiempo ético. La erosión de las relaciones ecológicas y espirituales de las comunidades con la selva está directamente relacionada con la aniquilación de la chagra. En un foro regional sobre la declaración de la Amazonía como sujeto de derechos, una representante de la Asociación de Mujeres Indígenas del Putumayo manifestó:

"La Chagra de la Vida" (Asomi), describió la selva como compuesta por seres vivos, seres invisibles y espíritus que protegen la naturaleza. Estos son los dueños de la selva. Los indígenas nacemos de las raíces de la tierra, los humanos somos parte de ella. La defensa de la selva es la defensa de la vida. Su protección tiene que ver con la conexión espiritual entre el mundo humano y el mundo espiritual. Es la pérdida de dicha conexión espiritual lo que causa la deforestación. (Diario de campo 3)

Es cierto que la selva sigue existiendo a pesar de la continua colonización, del conflicto y la destrucción de la selva, gracias a la comunicación y el diálogo continuo de los kurakas (mayores) indígenas con los espíritus de la selva. Para los cofanes, cuyos mundos de vida se negocian continuamente en diálogo con la selva, la defensa de esta es inherente a la continuidad de la vida. La selva, desde la perspectiva cofán, es el "mundo de los espíritus" (Diario de campo 2; Diario de campo 3). El diálogo con la selva o mundo de los espíritus es posible a través del yajé, una planta sagrada para los cofanes. Un kuraka cofán describió esto:

[...] el yajé es la entrada al mundo de los espíritus; es el espíritu del Tigre [jaguar], a través del cual los abuelos mayores se relacionan con todos los demás espíritus. Tomando yajé los abuelos se convierten en tigre. Los mayores conocen los lugares sagrados, cuyo cuidado permite mantener la vida en la selva. El espíritu del yajé gobierna a todos los demás espíritus. El yajé es quien indica dónde plantar y dónde o cómo cortar los árboles. De esta manera, pueden pedir protección para la selva, la cual se concreta a través de ataques a los invasores (como por ejemplo embestidas de jaguares). (Entrevista 4)

Fuente: Kristina Van Dexter, 2017, Putumayo, Colombia (Diario de campo 2).

Figura 4 La chagra, Putumayo, Colombia. 

La colonización trajo la coca y el ganado a la comunidad cofán de Santa Rosa de Guamuez, un resguardo que forma parte del municipio de Valle de Guamuez, La Hormiga, en el bajo Putumayo. La coca ofrecía subsistencia a las comunidades de colonos que carecían de tierras, mercados y caminos para la producción agrícola lícita. A falta de alternativas viables, el cultivo de coca también proporcionaba una alternativa factible para los cofanes, cuyas comunidades, en todo caso, se vieron afectadas por la colonización y el conflicto armado. En medio del conflicto y la colonización la coca permitió una forma de supervivencia para algunos en esta comunidad cofán. Las fumigaciones con glifosato, sin embargo, destruyeron los cultivos de coca, junto con las chagras, secando los suelos y destruyendo incluso las plantas de yajé. Después de las fumigaciones el ganado proporcionó la única alternativa lícita viable -como es el caso en otras partes del Putumayo- (Diario de campo 2; Diario de campo 3).

Los cofanes mantienen chagras para la producción de cultivos domésticos y plantas curativas -cuyo conocimiento lo transmiten los kurakas y también se adquiere a través del yajé-. El yajé permite a los kurakas cofanes comunicarse con el mundo de los espíritus -con los espíritus de las plantas, que son consideradas personas; o con personas invisibles que habitan la selva, quienes enseñan para qué sirve cada planta (Diario de campo 2)-. El yajé también revela a los kurakas cofanes los espíritus que pueblan y animan las montañas y la selva. En comunicación con estos espíritus los kurakas entran en negociaciones o relaciones de conocimiento con ellos, desarrollando un vínculo dialógico con la selva. Para los cofanes, la negociación de la vida en la selva depende de esta relación dialógica, que implica respuestas al otro y el cuidado de las plantas, montañas y bosques que habitan los espíritus (Diario de campo 3). Por ejemplo, el cultivo y la obtención de alimentos de la selva requiere que los cofanes entren en pactos con los espíritus a través del yajé, quien a su vez indica dónde despejar el bosque para el cultivo:

El kuraka le pide permiso al yajé para que la comunidad pueda practicar la cacería. El kuraka danza alrededor de la maloca invocando a los animales de cacería, y a la mañana siguiente aparecen esos animales en forma física, para ser cazados por los miembros de la comunidad. Asimismo, el yajé es quien indica dónde sembrar y dónde o cómo cortar árboles. (Entrevista 4)

Estas negociaciones también implican la protección de la selva. Según un kuraka cofán:

[...] como todo colono trae puras vacas, también quise poner puro ganado. Yo quería derribar esos lados para poner puro ganado. Pero así, tomando yajesito, un día me presentó a algunos espirituales de la montaña y me regañaron. Todo ese bosque debe ser preservado porque si no, la comida se va a agotar. Así que pensé en ello allí y ahora sé que el bosque tiene que conservarse. El indio sabe que no te metes con esos espíritus. (Contreras s. f.)

Los cofanes perciben el mundo en términos de una ética narrativa y comunicativa en sus relaciones con los no humanos, quienes también son considerados personas y asimismo exigen relaciones y respuestas éticas. Considerar a los no humanos como personas permite tanto la comunicación con ellos como formar el modelo comunicativo para las interacciones humanas y no humanas de supervivencia común. Esto también se facilita gracias a la capacidad de los kurakas cofanes para transformarse en no humanos y, por lo tanto, adoptar la posición del otro con el que se relacionan. De hecho, los kurakas cofanes declaran que a través del yajé pueden transformarse en jaguares u otros seres no humanos (Diario de campo 2); sus cantos y oraciones, utilizados para comunicarse con los espíritus de la selva, también suelen contener los llamados o sonidos de la selva (Contreras s. f.). Según un kuraka cofán: "Sabemos cómo preservar las cosas. Si no fuera por nosotros, este pequeño trozo de bosque ya no lo sería. El yajesito nos muestra los espirituales que debemos conservar. Si uno no respeta esos espirituales, todo termina ahí" (Contreras s. f.).

Con la destrucción de la selva que se está produciendo a partir de la colonización en curso yjunto con la firma del Acuerdo de Paz de Colombia, los espíritus de la selva están desapareciendo progresivamente. Mientras que los cofanes, en negociación con los espíritus del bosque, solían vivir de la selva para sobrevivir, ahora dependen cada vez más de los alimentos disponibles en los pueblos. La destrucción de la selva significa la destrucción del mundo de los espíritus. En el contexto de estas transformaciones, la transmisión de conocimiento acerca de cómo comunicarse con la selva se interrumpe, sobre todo porque las generaciones más jóvenes están siendo crecientemente reclutadas por diversos grupos armados ilegales vinculados al narcotráfico, o porque no están interesadas en tomar yajé para aprender. Este conocimiento es una parte vital de la narrativa ecológica de la selva.

HACIA UN DIÁLOGO CON LA SELVA

A lo largo de la historia de Colombia, los bosques del Amazonas han sido entrelazados con las formas de violencia que han llegado a definir la guerra -y la paz-. Estas han incluido las tácticas de "tierra quemada" de la guerra contrainsurgente, incluida la militarización y defoliación de los bosques mediante fumigaciones con glifosato que han devastado los bosques amazónicos, los suelos, los cultivos y las plantas de los que dependen los campesinos y las comunidades indígenas. La atención a esta relación revela lo que Lederach (2017) describe como "procesos de conflicto violento y degradación ambiental que se refuerzan mutuamente" (589).

Esta relación también ha sido documentada por otros académicos cuyos estudios versan sobre la guerra y la paz en Colombia, los cuales muestran cómo los efectos del conflicto violento incluyen la degradación ecológica que implica el desgarramiento de los mundos de vida humanos y no humanos entrelazados (Ruiz-Serna 2017; Lyons 2018; Meszaros-Martin 2018). Estos estudios han llevado a exigir la consideración de los no humanos de manera fundamental para la reparación y la construcción de la paz (Ruiz-Serna 2017; Meszaros-Martin 2018; Lederach 2017). Esto es importante dado que el Acuerdo de paz hace algunos intentos para abordar la reparación de la degradación o destrucción ecológica causada por el conflicto. Sin embargo, esos intentos son limitados. En particular, el Acuerdo atribuye exclusivamente a las ex FARO la responsabilidad de reparar la destrucción de los ecosistemas, mientras pasa por alto el papel de otros: los grupos paramilitares, las corporaciones y el Estado mismo a través de sus fuerzas militares y de seguridad y, por extensión, los Estados Unidos, quienes patrocinaron la guerra de contrainsurgencia particularmente en zonas de conflicto como el Putumayo. Además, el Acuerdo no contempla la reparación en relación con la fumigación con glifosato. En este sentido -como exploro en este artículo- es importante considerar cómo definir la reparación.

Una interpretación ampliada de la violencia que toma en cuenta la relacionalidad entre los humanos y no humanos plantea consideraciones importantes en relación con la Sentencia 4360 de 2018, la cual considera que la deforestación necesariamente implica la destrucción de formas de vida humanas y no humanas. La deforestación que ocurre en la actual transición a la llamada "paz" es, como lo describió un campesino del Putumayo, "otra guerra", que se libra contra la selva y los diversos mundos de vida que abarca (Diario de campo 2). Esta guerra de ecocidio causa la ruptura de las relaciones generadoras de vida entre humanos y no humanos. La destrucción ecocida de la selva involucra formas de violencia y violaciones de derechos (humanos y no humanos), constituyendo un "crimen contra la paz" (Mehta y Merz 2015). Es decir, no puede haber paz mientras siga habiendo deforestación. Como dijo un campesino: "no hay paz sin la selva, la selva es la vida" (Diario de campo 2). A pesar de la inacción y el incumplimiento de la STC 4360-2018 por parte del gobierno colombiano -mientras persigue una paz militarizada para el desarrollo capitalista de la Amazonía en un contexto de creciente violencia y deforestación-, el fallo abre posibilidades de redefinir la deforestación en tanto violación de los "derechos fundamentales a la vida" y, asimismo, redefinir las relaciones de los seres humanos con la propia Amazonía desde la destrucción ecocida, en dirección a la respuesta y la responsabilidad, un paso necesario para la construcción de la paz. Considérese el mandato de la Corte para la formación de un Pacto Intergeneracional por la Vida de la Amazonía Colombiana, que declara "una relación jurídica obligatoria de los derechos ambientales de las generaciones futuras" en donde las generaciones presentes están obligadas a responder y responsabilizarse por la deforestación (Corte Suprema de Justicia, STC 4360-2018, 45). Esto implica una relación ética enmarcada en términos de la "narrativa ecológica", de la respuesta de los seres humanos a las herencias violentas del ecocidio y su responsabilidad hacia las generaciones futuras de humanos y no humanos (Rose 2012).

Si bien el cumplimiento gubernamental de la STC 4360-2018 y su implementación aún están por realizarse, este artículo mira más allá del tribunal de justicia (Bacca 2019), hacia la selva misma, en busca de orientación sobre cómo heredar el ecocidio y encauzarlo hacia el cultivo de la respuesta y la responsabilidad de una manera que engendre posibilidades de paz con la selva. Al hacerlo, sigue el propio proceso de "recolonización" de la selva de los parches perturbados que implican las relaciones comunicativas entre suelos, hojarasca en descomposición, frutos amazónicos en descomposición, polinizadores -y humanos- en el rastrojo, y su potencial generativo hacia la continuidad de la vida. En el Putumayo, las comunidades ecológicas de humanos y no humanos están transformando conjuntamente sus herencias colectivas de la guerra actual mediante el cultivo de paz en las fincas de la selva. Esto implica la reparación de las relaciones de los seres humanos con la selva -relaciones incrustadas en las historias violentas de colonización, guerra, desplazamiento y fumigaciones- de manera que se genere una respuesta y una responsabilidad ante los vivos entreveros de la selva de la que forman parte. La agricultura de la selva es una forma de asumir la responsabilidad por la destrucción ecocida, incluyendo la reparación de los suelos denudados y degradados y de las ecologías forestales en respuesta a los pasados violentos de las fumigaciones, el cultivo de coca para narcotráfico, la ganadería y el desarrollo agrícola orientado a una mayor explotación capitalista de la selva, la cual permanece sedimentada en estos suelos, persistiendo en el precario contexto actual de transición de Colombia hacia la paz. Al "aprender de la selva" -y escuchar sus diversos registros de comunicación, las relaciones generativas de muerte que alimenta a la vida, de germinación de semillas y de la descomposición- estos selvasinos se están reposicionando en la propia narrativa ecológica de la selva. La agricultura de la selva consiste en un diálogo con la selva que surge a través de estas relaciones comunicativas entre suelos, plantas, semillas, polinizadores y los campesinos, conectando el pasado con las posibilidades de continuidad de la vida. El diálogo con la selva es también esencial para la organización de la chagra y para las comunidades indígenas aquí descritas en términos de su negociación de la vida con la selva. Sus relaciones comunicativas están cada vez más amenazadas por el aumento de la violencia, relacionada con los impulsores de la deforestación. No obstante, las relaciones dialógicas con la selva encarnadas en la chagra y las fincas de la selva ofrecen orientación sobre cómo heredar la actual destrucción ecocida de la selva.

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Diarios de campo

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Entrevistas

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Entrevista 2. Realizada por la autora. Campesino 2 (su nombre se mantiene en reserva por razones de seguridad). Mocoa, Putumayo, 2017. Notas manuscritas. [ Links ]

Entrevista 3. Realizada por la autora. Campesino 3 (su nombre se mantiene en reserva por razones de seguridad). Puerto Caicedo, Putumayo, 2017. Notas manuscritas. [ Links ]

Entrevista 4. Realizada por la autora. Autoridad indígena de la etnia Cofán (cuyo nombre se mantiene en reserva por razones de seguridad). [ Links ]

Cómo citar este artículo: Van Dexter, Kristina. 2021. "Paz con la selva". Maguaré 35, 2: 161-196. DOI: https://doi.org/10.15446/mag.v35n2.98462

Recibido: 23 de Marzo de 2019; Aprobado: 29 de Enero de 2021

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