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Escritos

versión impresa ISSN 0120-1263

Escritos - Fac. Filos. Let. Univ. Pontif. Bolivar. vol.20 no.45 Bogotá jul./dic. 2012

 

MARK TWAIN Y LA VERDAD NOCIVA

MARK TWAIN AND THE HARMFUL TRUTH

José Andrés Quintero Restrepo*

Doctor en Filosofía y Licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad Pontificia Bolivariana. Profesor interno del Centro de Humanidades de la Universidad Pontificia Bolivariana. Miembro del Grupo de Investigación Epimekia.
Correo electrónico: jose.quintero@upb.edu.co

Artículo recibido el 23 de febrero de 2012 y aprobado para su publicación el 28 de junio de 2012.


RESUMEN

Samuel Langhorne Clemens o Mark Twain es el autor del Diario de Adán y Eva, Un yanki en la corte del rey Arturo, Las aventuras de Tom Sawyer, Las aventuras de Huckleberry Finn y otras. Este escritor norteamericano asumió la práctica literaria como un asunto que va más allá del entretenimiento: escribió para interpelar al lector. Y este detalle salta a la vista con un libro que rara vece es referenciado: Sobre la decadencia del arte de mentir, texto que aborda una enfermedad axiológica en el mundo moderno: los peligros que acarrea seguir al pie de la letra los postulados universales de un Deber y una Verdad abstracta. A continuación se hace un análisis de este problema.

Palabras clave: Mark Twain, Sobre la Decadencia del Arte de Mentir, Imperativo Categórico, Mentira, Verdad.


ABSTRACT

Samuel Langhorne Clemens, a.k.a. Mark Twain, is the author of Extracts from Adam's Diary, A Connecticut Yankee in King Arthur's Court, The Adventures of Tom Sawyer, Adventures of Huckleberry Finn, among others. This American writer took on literary practice as a matter that surpasses entertaining: he wrote in order to question the reader. This characteristic is found clearly in a book that is not commonly referenced: On the Decay of the Art of Lying. This text studies an axiological illness of Modern world which is the dangers that could be found in following without questioning the universal postulates of a Duty and of an Abstract Truth. The aim of this paper is to analyze such a problem.

Key words: Mark Twain, On the Decay of the Art of Lying, Categorical Imperative, Lie, Truth.


- Obre de modo que cada acción que lleve a cabo pueda convertirse
en regla universal para todos los hombres.
- Me parece una estupidez.

Somerset

El 16 de octubre de 2001, Alfred Gough y Warner Bross dieron a conocer el capítulo piloto de una de las series más populares de la primera década del siglo XXI: Smallville. La historia, muy próxima a una telenovela por sus elementos de romance e intriga, trata sobre los años de juventud de Clark Kent, más conocido en el pulverizado planeta de Kriptón como Kal-El (o Superman, para ser más específicos). Una versión que, para este caso, no incluye la tradicional imagen del hombre de acero con su piyama azul, sus calzoncillos rojos exteriores y su capa roja ondeando con el viento como una bandera comunista (o norteamericana, si se sigue el contexto). Sin capa, sin peinado irrompible, ¿qué queda entonces? Un joven tímido que asiste a la preparatoria con chaqueta deportiva, camisa leñadora y zapatos de obrero. Es decir, un chico promedio que se está formando para la vida como hijo adoptivo obediente que no parece dar señas de rebeldía como lo haría un adolescente en su sutil desarrollo de sujeto trascendental. Ahora bien, en el capítulo piloto aparece una escena en donde se muestra al joven Kal-El caminando por los jardines de su preparatoria. Lleva morral y un atado de libros que caen por la presencia de Lana, su amor platónico. ¿Y por qué? Las razones aparecen en su doble sentido: de lejos se pensará que Clark no tiene la fuerza suficiente para lidiar con los sentimientos que le provoca Lana. Un detalle singular para el futuro hombre de acero. De cerca, la cámara muestra el motivo material, la razón fáctica para que Clark dejara caer sus libros de manera imprevista: el collar de Lana, una baratija que sostiene una pequeña piedra de kriptonita, el elemento del que Kal-El es alérgico. Hasta el momento la escena sintetiza un detalle crucial para la trama: las dos debilidades que someten a Clark (una de carácter metafísico y otra de carácter empírico) para mostrar a un Superman con náuseas. Obviamente Clark trata de mantener la compostura. Pero Lana ya está muy cerca, lo ha abordado y se dispone a ayudarlo con los libros que están en el suelo. Y mientras lo hace, descubre que Clark lleva uno en especial, un supuesto libro de Nietzsche titulado El superhombre (muy posiblemente apócrifo). De ahí la pregunta que ella le hace con su sonrisa angelical: "¿Eres un hombre o un superhombre?" ¿Qué respuesta darle? En este caso hay que optar por la filosófica (si es que es posible responder algo desde la filosofía). ¿Es Clark Kent un hombre o un superhombre? Literalmente hablando, desde el contexto de su historia, se podría decir que es un kriptoniano. No un hombre ni un superhombre. Así como una vaca es una vaca (aunque habría que confirmar si las vacas están de acuerdo con este apelativo. ¿Cómo? Preguntándoles). Nada más. Pero desde sus fuentes filosóficas, el hecho de que Clark Kent lleve un libro de Nietzsche sólo puede llevar a plantear otra pregunta que amplíe la inquietud de Lana: ¿ha leído el joven Kal-El el libro de Nietzsche? ¿O sólo lo lleva como adorno iconográfico, como asunto de términos equívocos que sirven para alimentar, a manera de prolepsis, el desarrollo de la trama? Después de todo, el superhombre de Nietzsche no es ni remotamente parecido al superhombre de Jerry Siegel, pues el primero aparece despojado de imperativos morales mientras que el segundo es la encarnación misma del deber. El nietzscheano es el que se reafirma y se construye a sí mismo desde la voluntad, la cual se concibe como un ethos intempestivo e intramundano. No es el sujeto trascendental que se niega a sí mismo por una moral abstracta, sino el hombre que se inventa como acontecimiento estético. En cambio, el de Jerry Siegel es más kantiano, es el superhéroe que se concibe bajo los postulados de una moral absoluta, que asciende a los cielos para convertirse en un defensor de los imperativos universales de la modernidad: la Justicia, la Humanidad, el Progreso y las instituciones financieras del mundo. Superman no intervendría en la guerra del Golfo Pérsico; pero sí evitaría que unos criminales asaltaran un banco. No derrocaría dictadores; pero sí ayudaría a una ancianita a cruzar la calle. No expresaría su rechazo a los sistemas de producción y consumo salvaje del emprenderismo actual; pero sí estaría dispuesto a rescatar a un grupo de scouts perdido en un bosque. Su interés radica en conservar la estabilidad del contrato social en el contexto del capitalismo: recuperar billeteras perdidas, bajar los gatos de los árboles, sacar a los niños que caen a un pozo, cumplir las funciones de un bombero. Es un policía, un paramédico, un guía turístico… en síntesis, es toda una institución. Tal vez, por eso, se pensará que Clark Kent no tuvo tiempo de leer los aforismos de Nietzsche. Su formación o proceso como héroe no lo llevó a ser un superhombre. Más bien lo convirtió en un imperativo moral. Después de todo, Kal-El tiene sus ventajas o sus condiciones fisiológicas para ser un ejemplo del contrato social. Por un lado, no es un personaje que padezca hambre. Jamás se lo verá con problemas en el colon. No necesita del consumo de narcóticos legales para rendir mejor en una empresa, ya sea cafeína, nicotina o bebidas energizantes. Puede acampar en una selva tropical y no regresará a casa con un cuadro de dengue hemorrágico. Tampoco sufre de migraña. No lo afecta un resfriado. No necesita de una pensión ni de un crédito. Puede ejercer el deber por el deber de forma deportiva. Es, en términos de Mark Twain, un personaje de ficción, una gran mentira. Tiene el cuerpo y la historia suficiente para trascender, para obrar de tal manera que su forma de obrar se convierta en un principio universal para todos. El caudillo moral. De ahí que si se fuera a hacer un ajuste de la escena de los libros caídos de Smallville, se retiraría el libro de Nietzsche y, a cambio, se pondría La metafísica de las costumbres de Kant. Lana lo podría levantar y entregárselo a Clark sin decir nada. Si mucho expresando una mueca de perplejidad. Y pasaría de largo con su collar de kriptonita para hacer su vida lejos del chico raro. ¿Cuál? El que lee libros de Kan t.

De esta forma, el ejercicio del imperativo moral, como moral absoluta, provoca más inquietudes que respuestas. Y en el libro Sobre la decadencia del arte de mentir, Mark Twain le señala, en su sentido crítico, un límite clave al imperativo categórico: las condiciones no teleológicas de la vida. ¿Es posible convertir una acción moral en una acción universal pura, en una gran moraleja? Para Twain, llevar semejante tarea puede acarrear consecuencias nefastas, entre ellas, la creación de un individuo desadaptado que muere en el intento de ser la encarnación axiológica de la Bondad Absoluta. Sobre la decadencia del arte de mentir, básicamente, se compone de tres partes. La primera presenta tres cuentos: El cuento del niño malo, El cuento del niño bueno y Edward Mills y George Benton: Una historia. Un par de disyuntivas axiológicas y una historia en donde la maldad y la bondad interactúan en una geografía común. La segunda presenta una serie de cuentos fragmentados, los cuales terminan siendo completados por el ojo investigativo de Twain (Historias que muestran ejemplos de magnanimidad). Y la tercera, un ensayo que da título al libro: Sobre la decadencia del arte de mentir. Tres componentes críticos en donde surge el acontecimiento de una literatura autodestructiva: literatura contra la literatura, escribir contra una concepción moralizadora de las letras. En el primer cuento, Mark Twain hace la siguiente presentación: "Había una vez un niño malo cuyo nombre era Jim. Si uno es observador advertirá que en los libros de cuentos ejemplares que se leen en clase de religión los niños malos casi siempre se llaman James. Era extraño que éste se llamara Jim, pero qué le vamos a hacer si así era" (1999 7).

Es evidente que el párrafo introductorio de El cuento del niño malo comienza con un recurso prototípico en la literatura de historias ejemplares: el habitual "había una vez". La fórmula de arranque que generalmente promete una continuidad en la historia, una estructura fijada de inicio, nudo y desenlace, pero que Mark Twain derrumba al realizar un comentario que, de inmediato, rompe con su linealidad narrativa: un niño malo cuyo nombre era Jim. No James. No es un personaje que sigue los parámetros universales impuestos por la literatura de moralejas. Su apelativo ya es una confutación. La vida no se encuentra predeterminada por un sistema de moralidad. Ella aparece axiológicamente desnuda; no pura en una distribución entre el Bien y el Mal. De ahí que la relación de apelativos Jim y James termine por desatar una sospecha, un punto de quiebre que Twain problematiza de manera abrupta. La Maldad no es algo tan simple que se pueda reducir a un esquema prototípico de personajes. James no es sinónimo de Maldad. Jim tampoco. En un mundo de singularidades, los nombres no obedecen a una ley preestablecida: son arbitrarios, contingentes, simplemente indican una presencia; pero no la definen.

Por otra parte, además de los apelativos, Twain (1999) incluye otros detalles peculiares. Por ejemplo: que su madre no estuviese enferma, que no tuviese una madre piadosa y tísica de las que les enseñan a sus hijos a rezar antes de acostarse, y los arrullan para que se duerman con su voz dulce y lastimera. Una figura mesiánica que presenta el contraste entre la Bondad y la Maldad. El tradicional James encarna el Mal preestablecido, absoluto, sin condiciones históricas, el Mal abstracto o producto del Demonio que entra a perjudicar la armonía de las familias más cristianas. Por lo tanto, se hablaría de James el Maligno, el hijo de Satanás, el esbirro que surgió del bolsillo del Diablo para atormentar el corazón piadoso de su madre piadosa. Todo un escenario construido para llevar a cabo el conflicto disyuntivo de una moral unívoca y universal. Un niño malo que vive con una madre buena. Un niño cuyo pronóstico certero es el de actuar con maldad para recibir consecuencias nefastas en su vida. Y una madre bondadosa que, de alguna manera, será recompensada por todo su sacrificio, sumisión y entrega espiritual a la Bondad pura o inmaculada. La ficción, en este caso, deja de ser un terreno exclusivo de la literatura: ahora pasa al lugar de la moralidad, de los sistemas axiológicos universales, de los paradigmas de los comportamientos ejemplares. Son las versiones utópicas, pues las distópicas no son sistemáticas, no tienen una ley universal que las determine. No hay ningún James Maligno, no hay ninguna madre piadosa y tísica. Por un lado, el niño malo de Twain se llamaba Jim, "y su mamá no estaba enferma ni nada por el estilo. Antes por el contrario, la mujer era fuerte y muy poco religiosa; es más, no se preocupaba por Jim. Decía que si se partiera la nuca no se perdería gran cosa" (1999 7-8). No hay disyuntiva entre los personajes. El esquema es común. Ya la Maldad no es un asunto preestablecido: ahora es histórico, un producto del contrato social. Aquí la relación madre-hijo no es armónica. Tampoco es un conflicto de personajes antagónicos. Lo menos frecuente entre ellos es la ternura. A Jim su madre sólo "conseguía acostarlo a punta de cachetadas, y jamás le daba el beso de las buenas noches; antes bien, al salir de su alcoba le jalaba las orejas" (Ibíd). De inmediato se derrumba el recurso contrapuesto de la historia. No hay maniqueísmo. El niño malo es hijo de la madre mala. Su relación está basada en la continuidad: golpes, travesuras y contragolpes. Pero nunca de manera sistemática. La causa-efecto no está determinada por una estructura moral teleológica, sino por una genealogía carente de fundamentos universales:

    Este niño malo se robó una vez las llaves de la despensa, se metió a hurtadillas en ella, se comió la mermelada y llenó el frasco de brea para que su madre no se diera cuenta de lo que había hecho; pero acto seguido… no se sintió mal, ni oyó una vocecilla susurrarle al oído: "¿Te parece bien hacerle eso a tu madre? ¿No es acaso pecado? ¿A dónde van los niños malos que se engullen la mermelada de su santa madre?", ni tampoco, ahí solito, se hincó de rodillas y prometió no volver a hacer fechorías, ni se levantó, con el corazón liviano, pletórico de dicha, ni fue a contarle a su madre cuanto había hecho y a pedirle perdón, ni recibió su bendición acompañada de lágrimas de orgullo y de gratitud en los ojos (Twain 1999 9).

Además de James, ¿qué otro acontecimiento se ausenta en el ámbito moral? La voz de la conciencia. No hay ningún fantasma moralista que juzgue los actos de Jim. Nada que convierta a la voluntad instintiva, natural o salvaje en una Buena Voluntad, es decir, una Voluntad más civilizada, más cívica y más regulada por los imperativos que dicte la Conciencia o el Entendimiento. Sea en términos morales o epistemológicos, Jim no parece tener los rasgos de un sujeto trascendental. Por el contrario, es más orgánico, más determinado por el deseo. Es un sujeto de apetitos, más intramundano. Ni siquiera el pecado es un acontecimiento lingüístico de su vida. Su acto perverso es desnudo, tiene su condición de pureza: es el deseo por el deseo, la perversión por la perversión misma. Roba la mermelada, luego se la engulle (referencia a la gula) sin sentir la voz de una conciencia que lo juzgue y lo oriente. Por el contrario, el que habla es Jim en un sentido auténtico, sin alegorías, sin metarrelatos, de forma directa e inmediata: "dijo, con su modo de expresarse, tan pérfido y vulgar, que estaba -de rechupete-" (1999 9). Y, para rematar, echa brea en el tarro vacío de mermelada y dice "que esta también estaría de rechupete, y muerto de la risa pensó que cuando la vieja se levantara y descubriera su artimaña, iba a llorar de la rabia" (Ibíd). No hay conciencia, tampoco una "santa madre" ni la intención de usar la brea para ocultar su robo, sino para prolongar su travesura. Jim es un sujeto completamente sensorial. Su historia no está predeterminada por imperativos universales. Tampoco sigue o está definido por una estructura teleológica:

    Una vez se encaramó en un árbol, donde Acorn, el granjero, a robar manzanas, y la rama no se quebró, ni se cayó él, ni se quebró el brazo, ni el enorme perro del granjero le destrozó la ropa, ni languideció en su lecho de enfermo durante varias semanas, ni se arrepintió, ni se volvió bueno. Oh, no; robó todas las manzanas que quiso y descendió sano y salvo; se quedó esperando al gozque, y cuando éste lo atacó, le pegó un ladrillazo (Twain 1999 9).

No hay un sentido unívoco de causa-efecto. Jim actúa y vive en el lugar de las multiplicidades. No hay una línea trazada que defina sus acciones. Si se sube a un árbol a robar manzanas, no verá que una rama se le quiebre por castigo. Ni siquiera hay una condición de necesidad para que la rama se quiebre y caiga al piso antes de ser devorado por un perro. Puede suceder en lo contingente: ya sea porque Jim sufre de sobrepeso y aplaste el árbol con toda su masa de fluidos, vellos y gases sólidos o ya sea porque la rama donde se apoyó simplemente iba a quebrarse, así estuviera Jim sobre ella, un gallinazo, un perro o un chivo adicto a las manzanas. Ya las implicaciones morales se conciben en un contexto teórico, discursivo o, como lo señala Mark Twain, narrativo: las ficciones propias del imperativo moral. No se trata de una literatura que se plantee en el lugar del acontecimiento. En el Conde de Lautréamont, por ejemplo, se presenta el acontecimiento erótico con lo siniestro, lo melancólico y lo colérico. El deseo aparece como una mezcla de pasiones. No hay ficción, pues se hace latente una serie de singularidades fuertes en la condición humana: lo cruel, lo contradictorio y lo sanguinario. Hay una poética del cuerpo, del dolor y del placer. Pero, en cuanto a la literatura de moralejas, ¿qué asuntos vitales o intramundanos se pueden rastrear? Según Mark Twain, ninguno. Las historias ejemplares tienen otra geografía, otro estrato epistemológico y moral, son utópicas o sólo teóricamente concebibles. De ahí el error que él insiste en señalar respecto a la validez moral de las historias ejemplares: "lo más extraño que le sucediera jamás a Jim fue que un domingo salió en un bote y no se ahogó; y otra vez, atrapado en un tormenta cuando pescaba, también en domingo, no le cayó un rayo" (Twain 1999 11). Por supuesto, no es necesario explicar que la extrañeza de la que habla Twain es completamente irónica. Hay una ley universal que sostiene que dedicarse a actividades ociosas el día domingo trae, por efecto, un terrible castigo. El séptimo día se descansa en la oración. No se sale a pescar ni a divertirse. Y sin embargo, el pagano Jim pesca en plena tormenta y no le pasa nada. ¿En dónde está el equívoco? ¿En los libros o en la vida? "Vaya, vaya; podría uno ponerse a buscar en todos los libros de moral, desde este momento hasta las próximas Navidades, y jamás hallaría algo así" (Ibíd). Jamás se toparía con lo imprevisto. Incluso, el desenlace de la historia de Jim contradice la estructura teleológica de la moral universal. Ya no es un asunto de causalidades, sino de casualidades:

    Con el paso del tiempo [Jim] se hizo mayor y se casó, tuvo una familia numerosa; una noche los mató a todos con un hacha, y se volvió rico a punta de estafas y fraudes. Hoy en día es el canalla más pérfido de su pueblo natal, es universalmente respetado y es miembro del Concejo Municipal. Fácil es ver que en los libros de religión jamás hubo un James malo con tan buena estrella como la de este pecador Jim con su vida encantadora (Twain 1999 12).

No hay castigo ni recompensas. La vida de Jim no es como la de James. Si mucho se dirá que este personaje es determinado por la fortuna, el homicidio, el fraude y la política, una mezcla muy habitual en el contexto histórico o en las democracias modernas. El libro Sobre la decadencia del arte de mentir, además de concebirse como un ejemplo de literatura contra la literatura, es un diagnóstico ético y estético de las historias de moralejas y los imperativos morales que se pretenden legitimar en un sentido universal. En El cuento del niño malo hay un fracaso moral. James podrá salir mal librado. Jim, en cambio, termina siendo un sujeto respetado, una figura pública, un político. No es como la historia del Niño Bueno. El destino fatal de Jacob Blivens radica en su deseo (o voluntad) de convertirse en un imperativo categórico universal. Se podrá creer que su decisión está tomada en un sentido racional. Tal vez tuvo el despropósito de leer a Kant y seguir al pie de la letra la concepción de la Razón como madre domesticadora de la Voluntad. Dice el filósofo de Königsberg: "el destino verdadero de la razón tiene que ser el de producir una voluntad buena, no en tal o cual respecto, como medio, sino buena en sí misma, cosa para lo cual era la razón necesaria absolutamente" (Kant 1963 32). Ahora, ¿será adecuado preguntarle a la Razón si su "destino verdadero" es el que Kant le ha descubierto o le ha inventado? En todo caso, con Jim no se puede hablar de una Razón orientadora. El personaje no tiene ningún adjetivo antepuesto a la voluntad. Su deseo no está regulado, no contiene la presencia de una conciencia que funcione como un panóptico de sus acciones. Es un sujeto de apetitos. En cambio, Jacob Blivens aparece como una voluntad dócil, pero un poco ambivalente desde el contexto kantiano. Primero, domestica su voluntad en el sentido de realizar un bien en sí mismo, sin más justificaciones que la de obrar bien en términos de deber, el cual, como lo explica Kant, "contiene el de una voluntad buena" (33). Es decir, se podría pensar que el deber consiste en determinar unos límites a la voluntad desde la Razón. Jacob Blivens lo hace a manera de máxima, desde lo estrictamente definido o fijado: "No decía mentiras, aunque le conviniera. Opinaba que mentir era malo, y que eso le bastaba para no hacerlo" (Twain 1999 13). Para Blivens, mentir era un acto de voluntad desnuda o salvaje: una mala voluntad en sí misma. Su condición de maldad bastaba para definirla en el contexto del imperativo como límite de sus acciones. En su estructura moral no cabía la posibilidad de la conveniencia. No se trataba de una ética pensada en términos de epimeleia heautou (cuidado de sí) o desde lo saludable y lo nocivo, sino desde el Bien y el Mal absoluto. La moral trascendental, el metarrelato que define la condición de ser de Blivens: "tan honesto que rayaba en la ridiculez" (Ibíd). Aparece lo patético como un efecto contingente del Imperativo y de su respectivo obrar en un sentido de mayoría de edad.

Jacob Blivens pretende actuar desde la Razón: darle al mundo y a su vida una estructura moral previamente establecida. De ahí su singularidad de sujeto civilizado:

    Las curiosas costumbres de aquel Jacob no las igualaba nada: no jugaba a las canicas los domingos, no robaba nidos de pájaros, no les daba monedas calientes a los monos organilleros; no parecía interesado en ninguna de las diversiones normales. Los demás muchachos se devanaban los sesos tratando de averiguar cómo era esto posible, pero no llegaban a ninguna conclusión satisfactoria […] sólo se les ocurrió la idea vaga de que era "chiflado", por lo que lo tomaron bajo su protección, y nunca permitieron que le sucediera nada malo (Twain 1999 13).

Vivir en el imperativo produce otro tipo de sujeto: no el del acto ejemplar o del acto universal, sino el Otro, el diferente, el "chiflado", el disonante con el mundo en un sentido intuitivo, habitual e histórico. Jacob Blivens no es un niño desde el ethos: no juega, no hace travesuras, no es perverso. Es un "adultico", un sujeto determinado por los postulados teóricos de los libros de moralejas. "Creía firmemente en los niñitos buenos que ponen de ejemplo en esos libros" (Twain 1999 13). Y, sin embargo, a diferencia de Jim, Jacob comienza a notar algo sospechoso y peligroso en el imperativo: la no correspondencia saludable entre la vida y lo teórico. Jim simplemente no cumplía con el deber. Jacob, en cambio, lo cumple y advierte sus peligros. Para llegar a ser, la moraleja tiene que pasar por un proceso de conversión: la negación de sí en el contexto de una voluntad ajena a los apelativos morales de Bien y Mal. Tiene que ser alguien o algo en un sentido axiológico: ser un niño bueno, seguir el ejemplo de los niños ejemplares. Es un sujeto que trata de construirse no desde el mundo, no desde la historia, no desde su cuerpo o desde sus apetitos, sino estrictamente desde los libros de moral que lee. Y esto implica, por supuesto, imponerse unos límites que define como inalterables, imposibles de trasgredir. Un adiestramiento total. La esperanza de creer que los efectos se encuentran preestablecidos en el acto mismo: actuar bien y recibir buenas recompensas. Y, sin embargo, dentro de las leyes narrativas que Jacob Blivens encuentra en las historias de moral, aparece un asunto límite con la vida, los riesgos vitales del imperativo: "Cada vez que leía sobre [algún niño] particularmente bueno pasaba las páginas a la carrera hasta llegar al final, para ver qué había sido de él, porque estaba dispuesto a viajar cientos de millas para poderlo observar; pero era inútil: el muchachito bueno inexorablemente moría en el último capítulo" (Ibíd). Es decir, el niño trasciende en un sentido completo: su alma abandona su cuerpo, su obra permanece en el mundo como un imperativo universal, su nombre queda eterno y su gloria no es recibida en la cama. Cumplir con el dictamen de la buena voluntad acarrea una maldición, acarrea la muerte. De ahí lo que dice Mark Twain: "Jacob sabía que ser de buena conducta era malo para la salud; sabía que ser de una bondad tan increíble como la de los muchachos de los libros era más mortal que tener tuberculosis" (1999 15). Un detalle que no sólo es problemático en términos existenciales (pues a Jacob "le encantaba vivir, como es obvio"), sino también respecto a la fama que quisiera obtener Blivens: la gloria de ser un personaje ejemplar. A Jacob "le dolía en el alma pensar que si lo ponían en un libro, no lo llegaría a ver, o, peor, si llegaran a publicar el libro antes de que él muriera, no alcanzaría la popularidad por no llevar algún dibujo de su funeral en la solapa trasera" (Ibíd). Por lo tanto, aparece otro asunto que involucra el tema de lo ficticio: ¿se cumple el deber por el deber mismo o porque hay un interés o un deseo que lo motiva? ¿Es posible ejercer una ética pura en el sentido kantiano? ¿O el mismo deseo de hacerla pura ya la hace, de por sí, una ética espuria? Kant menciona que existe una forma de cumplir el deber siendo contrario al deber puro. Es el que está determinado por unas "acciones que, siendo realmente conformes al deber, no son de aquellas hacia las cuales el hombre siente inclinación inmediatamente; pero, sin embargo, las lleva a cabo porque otra inclinación le empuja a ello [ya sea] por una intención egoísta" (Kant 3). Blivens, por lo tanto, ejerce una ética adulterada. A diferencia de Jim, el niño bueno vive en la mentira, en la práctica moral ejercida a modo de artificio. Las razones para cumplir el deber son variadas. Para Somerset (2005), se cumple con el deber "no por motivos de moral abstracta, sino simplemente por temor a la policía" (236). En el caso de Jacob Blivens, se cumple con el deber por el deseo de figurar en un libro de moral o por el temor de no obtener la gloria axiológica que dejen sus acciones. Miedo y fama son apenas dos razones de muchas otras; pero ambas contaminan la pureza del imperativo, lo mezclan con el mundo y sus acontecimientos, lo convierten en un parámetro disonante con la vida. Es lo que Jacob Blivens descubre:

    (…) por alguna razón nada le salía bien a este muchacho bueno; nada le resultaba como a los muchachos buenos de los libros, que siempre la pasaban de maravilla, mientras a los malos se les quebraban las piernas; pero en su caso había algún tornillo flojo en algún lado y le sucedía exactamente lo contrario (…) una vez unos muchachos malos guiaron a un ciego hasta hacerlo caer en un pantano, y Jacob salió en su ayuda esperando recibir su bendición; pero el ciego no sólo no le dio ninguna bendición sino que le propinó un golpe en la cabeza con su bastón y dijo que pobre de él si lo volvía a empujar para después fingir que le estaba ayudando a levantarse. Así no sucedía en los libros. Jacob buscó en todos para ver (Twain 1999 16).

Evidentemente Jacob no contaba con lo imprevisto. En las historias de moral se puede dar la posibilidad de lo unívoco, de la estructura definida de las buenas acciones con buenas consecuencias. En la ficción del imperativo se puede hablar de modo teleológico: rescatar al ciego como causa y recibir su bendición como consecuencia, todo en un sentido lineal. Pero aquí no hay lugar para los propósitos, sino para lo imprevisto, lo impensado. Jacob Blivens tiene fe en que las acciones bellas son acciones buenas, y como bellas y buenas son, por lo tanto, verdaderas. Tres elementos que se derrumban ante los bastonazos del ciego. En primer lugar, en su bondad hay una intención oscura y contaminada: recibir la bendición del ciego como sucede en los libros de moral. Imita la moraleja para recibir la fama. Y en segundo lugar, lo verdadero se pierde de vista al ser tomado su acto de bondad como un acto solapado, una artimaña para completar una supuesta travesura y engañar al ciego. Como en el Quijote, el escenario del mundo no sigue el escenario de los libros. Blivens prepara todo para vivir su moraleja. Por ejemplo, se figura en unos "grabados que lo representaran de pie, en el umbral de la puerta, dándole un centavo a una pobre limosnera con seis hijos, y diciéndole que lo gastara como a bien tuviera, pero sin derrocharlo, porque la extravagancia es pecado" (Twain 1999 16). Ejemplar e inquietante, pues queda abierta una pregunta para Blivens: ¿es posible derrochar una moneda de un centavo?1 Con Jim la fortuna obró de manera distinta. Con Jacob Blivens, lo trágico de su historia se convierte en cómica, resalta su situación patética. No logra su esperado desenlace. Muere en su deseo de ejercer la buena voluntad:

    Un día, dedicado a buscar niños malos para sermonearlos, encontró unos cuantos en una fundición de hierro haciéndoles una pilatuna a unos catorce o quince perros, a los que habían atado en una larga procesión, y estaban adornados con tarros vacíos de dinamita pegados del lomo. El corazón de Jacob se conmovió. Se sentó sobre uno de los tarros (porque no le importaba engrasarse cuando el deber lo llamaba), agarró el perro delantero por el collar, y volvió su mirada de reproche sobre el malvado Tom Jones; pero en aquel instante entró el viejo fundidor hecho una hiena. Todos los muchachos malos salieron espantados, pero Jacob se incorporó, con su inocencia inconsciente, y empezó a echarse uno de esos discursos moralistas que comienzan con "Oh, señor" en total oposición al hecho de que ningún muchacho, ni bueno ni malo, jamás empieza un comentario con "Oh, señor". Pero el tipo no esperó escuchar el resto. Tomó a Jacob Blivens por una oreja, le hizo dar la vuelta y le pegó una nalgada con la palma de la mano; en un abrir y cerrar de ojos, el buen muchachito, todo untado de pólvora, estalló y salió como una bala por el entejado, derecho al sol, con los fragmentos de esos quince perros colgándole detrás como la cola de una cometa (Twain 1999 19).

Con todo lo anterior, Mark Twain remata con otras historias en las que realiza un diagnóstico moral de los cuentos con moralejas. El imperativo, en este caso, contiene una naturaleza crítica: es un acto puro nocivo para la salud. Se trata de una transvaloración desde lo intramundano: los conceptos trascendentales, con sus pretensiones de pureza, representan un atentado contra la vida. Lo verdadero y lo falso no se conciben como parámetros o condiciones de validez para hablar del mundo. Ahora el asunto no consiste en negar la mentira como una irrealidad. Mark Twain la afirma como acontecimiento, ya sea en un sentido lingüístico o axiológico. Ocupa el mismo lugar de la Verdad. Sólo que esta vez ambas son examinadas a partir de sus peligros y son vistas como elementos claves para ejercer el contrato social. Ni siquiera son distanciadas. En la tríada bondad-belleza-verdad, se esconde una gran mentira. Y Blivens puede dar testimonio de ello mientras volaba al Cielo. Así que Twain propone una salida: no negar la mentira, sino darle otra condición ética, es decir, la cuestión ya no se trata de decir la Verdad o no, sino de plantear qué se puede hacer con la mentira como acontecimiento social. Él mismo lo plantea en este contexto: "la mentira, en tanto virtud y principio, es eterna; la mentira en tanto recreación, respiro y refugio en tiempos de necesidad, la Cuarta Gracia, la Décima Musa, la mejor y más segura amiga del hombre, es inmortal" (1999 45). Ya la posibilidad queda en darle una buena voluntad a la mentira, mentir con juicio, salvar a la mentira de la decadencia que le ha ocasionado la verdad nociva: "Mi queja -dice Twain- se refiere sólo a la decadencia del arte de mentir. Ningún hombre de principios, ninguna persona en sus cabales, puede ser testigo de la forma de mentir torpe y descuidada de la época presente" (Ibíd). Y esta forma "torpe y descuidada" aparece en los libros de moralejas. Jim vivió en la autenticidad de su deseo, en la plenitud de su voluntad. Jacob Blivens, en cambio, fue engañado por la idea de un imperativo moral que prometía un desenlace afortunado en su vida, al igual que el médico compasivo, el escritor benévolo y el esposo agradecido: la práctica del imperativo terminó teniendo repercusiones autodestructivas. En este contexto, al proponer Mark Twain las mentiras juiciosas, se concibe otro tipo de imperativo, uno de carácter histórico, no estrictamente teórico o abstracto: el imperativo circunstancial: "No existe hecho más firmemente establecido que el de considerar la mentira como una necesidad de nuestras circunstancias… por tanto, la deducción de que es una virtud, por sabida se calla" (Id. 46). Con la deducción misma se prescinde del argumento mismo. Mejor optar por los ejemplos; a fin de cuentas, como dice Twain, nadie "podría vivir con alguien que todo el tiempo ande diciendo la verdad" (Id. 47). Se trata, entonces, de la correcta hipocresía. Mark Twain, a diferencia de la postura kantiana, no aborda los asuntos morales de manera plana o desde unas delimitaciones contrapuestas para definir la disyuntiva entre el Bien y el Mal. Para él estas cuestiones terminan siendo más complejas, menos unívocas y más circunstanciales. ¿Qué es la historia de El perro agradecido? Una antimoraleja que parte de los peligros que conlleva la caridad en su sentido simultáneo y accidental:

    Un día, un médico benévolo (que había leído las historias de moral) se topó con un perro vagabundo que tenía una pata quebrada. Llevó al pobre animal a su casa, y después de arreglarle la pata y vendársela, le devolvió al pequeño vagabundo su libertad, y no volvió a pensar en el asunto. Mas cuál no sería su sorpresa, cuando una mañana, algunos días después, al abrir la puerta encontró que el agradecido can lo estaba esperando allí con paciencia, en compañía de otro perro vagabundo, al cual una de sus patas, quién sabe por qué accidente, se le había roto. El bondadoso médico corrió a dar alivio al animal adolorido, y no olvidó observar la inescrutable bondad y misericordia de Dios, que había tenido a bien emplear un instrumento tan noble como el pobre perro callejero para inculcar, etc. (Twain 1999 34).

Con el "etc." Twain rompe la continuidad moralizadora de la historia. Lo que sigue, sin duda, es un sermón. Y a Mark Twain no le interesan los sermones: le interesan los acontecimientos, lo que sucede después, la otra continuidad no escrita o que es narrativamente (o discursivamente) ocultada en la historia. Hasta ahora el médico se puede mostrar agradecido por ayudar a un par de perros vagabundos, los cuales, a su vez, podrían ser perros o vagabundos o perros vagabundos si se piensan en los perros no como sustantivos, sino como adjetivos antepuestos. Todo esto enfatiza el sentido de caridad de la historia: un médico (que había leído las historias de moral) ve a un perro herido, lo cura y queda moralmente satisfecho. Incluso realiza el mismo acto de caridad con otro perro. Hasta ahí todo marcha bien. Sin embargo, Mark Twain pasa de la moraleja al acontecimiento: "A la mañana siguiente, el bondadoso médico se encontró a los dos perros, pletóricos de gratitud, esperándolo en la puerta, y con ellos otros dos… inválidos. Los alivió sin tardar, y los cuatro tomaron su rumbo, dejando al bondadoso galeno sobrecogido por sus pensamientos piadosos" (1999 34). El resto es la multiplicación de los perros inválidos: ocho, dieciséis, veinticuatro… "El sol volvió a salir una vez más, para exhibir treinta y dos perros, dieciséis de los cuales tenían alguna pata quebrada, que ocupaban la acera de la mitad de esa cuadra, mientras los espectadores humanos se llevaban el resto del espacio" (Ibíd). Un carnaval de inválidos, perros curados y "noveleros" saturaban la escena. Ya el imperativo ha dejado de ser unívoco: ahora aparecen sus efectos caóticos y abundantes. La continuidad de la historia queda así en términos axiológicos: de la caridad al abuso, del deber a la crisis. ¿La salida? Nada que tenga que ver con el sapere aude de Kant: una escopeta y el desespero. Twain lo dice:

    (…) algunas cosas tienen su límite. Cuando una vez más amaneció y el buen médico se asomó para ver una muchedumbre de perros suplicantes y clamorosos, dijo:
    - Debo darme por vencido y reconocerlo: los libros moralistas me engañaron. Sólo cuentan la parte bonita del cuento, y ahí paran. Tráiganme la escopeta. Esto ya ha ido demasiado lejos (1999 36).

En conclusión, Mark Twain ofrece dos tipos de discontinuidades: las del imperativo y las de la vida. El drama límite del médico depende de estas dos condiciones que se mezclan, pero que no se corresponden. Termina, en gran medida, involucrado en la situación polémica entre lo teórico (lo que se dice) y lo cotidiano (lo que se hace). Así que no sólo se trata una decadencia en el arte de mentir, sino también de una pérdida completa de la esperanza en su sentido trascendental, como ley universal, como condición positiva que justifica las promesas de la modernidad. El hombre, a pesar de sus metarrelatos, no es invencible ante la fortuna. El médico, por ejemplo, tuvo "la mala suerte de que le pisó la cola al primer perro que había curado, el cual, ni corto ni perezoso, lo mordió en la pierna". ¿Qué queda, entonces? La locura, la hidrofobia y la antimoraleja: "Cuídense de los libros. Sólo cuentan la mitad de la historia. Cuando un pobre gozque desgraciado les pida ayuda y ustedes no estén seguros de los resultados que pueden derivarse de su benevolencia, dense el beneficio de la duda y asesinen al suplicante" (Twain 1999 36).

Conclusión

Bajo las circunstancias límites o críticas que dejó Mark Twain sólo queda realizar un diagnóstico moral a la moral absoluta, la del imperativo que se concibe con pretensiones de universalidad. Ya Mark Twain deja una sospecha latente, al igual que Nietzsche, Wittgenstein y Foucault. Y con esta sospecha viene una pregunta: ¿acaso Kant y los kantianos eran kriptonianos? ¿Acaso esta pregunta es pertinente? Y de ser así, ¿es necesario responderla? Tal vez no. Tal vez la urgencia que deja el libro Sobre la decadencia del arte de mentir es la posibilidad de volver a pensar axiológicamente el acontecimiento de la mentira. No definirla. Tampoco convertirla en un imperativo: simplemente verla como un acontecimiento histórico que crea sistemas de pensamientos, sistemas de moralidad, sistemas lingüísticos y producciones estéticas. Ya sobre su condición de Maldad o Bondad… Mejor responder la pregunta sobre el origen kriptoniano de Kant.


Pié de página

1 En la historia de El hombre que corrompió a Hadleyburg (1996), Mark Twain muestra una estrecha relación entre la caridad y la avaricia, una virtud ejemplar que contiene, a su vez, un pecado propio, una simultaneidad que se reitera con el sueño de Jacob Blivens.


Referencias

Kant, Immanuel. Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Madrid: Espasa-Calpe, 1963.         [ Links ]

Somerset Maugham, William. Servidumbre humana. Barcelona: Debolsillo, 2005.         [ Links ]

Twain, Mark. El hombre que corrompió Hadleyburg. Bogotá: Norma, 1996.         [ Links ]

_____. Sobre la decadencia del arte de mentir. Bogotá: Norma, 1999.         [ Links ]

Verheiden, Mark (Productor) y Alfred Gough (Director). Smallville (Serie de televisión, capítulo piloto). Estados Unidos: Warner Bross, 2001.         [ Links ]