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La Palabra

versão impressa ISSN 0121-8530

La Palabra  no.30 Tunja jan./jun. 2017

https://doi.org/10.19053/01218530.n30.2017.6204 

Sección general

El lenguaje como exilio y como morada en las relaciones de alteridad: un acercamiento desde dos obras literarias de J.M Coetzee*

Language as exile and home in relations of alterity: an approach to two novels by J.M Coetzee

Le langage comme exil et le langage comme demeure dans les rapports d'altérité: une approche à partir de deux oeuvres littéraires de J.M Coetzee

Diela Bibiana Betancur Valencia** 

Érica Areiza Pérez*** 

** Magíster en Investigación Psicoanalítica. Profesora de la Licenciatura en Educación Básica con énfasis en Humanidades, Lengua Castellana, y de la Maestría en Educación, línea Enseñanza de la Lengua y la Literatura Universidad de Antioquia, Colombia. Integrante del Grupo de Investigación Somos Palabra: Formación y Contextos y de la Red Nacional para la Transformación de la Formación Docente en Lenguaje. diela.betancur@udea.edu.co

*** Magíster en Literatura Colombiana. Profesora de la Licenciatura en Educación Básica con énfasis en Humanidades, Lengua Castellana y de la Maestría en Educación, línea Enseñanza, Universidad de Antioquia, Colombia. Integrante del Grupo de Investigación Somos Palabra: Formación y Contextos y de la Red Nacional para la Transformación de la Formación Docente en Lenguaje. erica.areiza@udea.edu.co


Resumen

Dentro de la narrativa contemporánea, la obra del sudafricano John Maxwell Coetzee se traduce en un universo ficcional de vital importancia para comprender el fenómeno del colonialismo, así como las guerras y los exilios asociados a él. En esta propuesta, nos interesa problematizar y comprender el lugar que ocupa el lenguaje en las relaciones de alteridad que se tejen en medio del conflicto, la opresión y el aislamiento, en las obras Foe (1986) y La edad de hierro (1990). A través de los personajes de estas novelas, nos adentraremos en las posibilidades o imposibilidades del lenguaje en tanto configuración cultural determinada por circunstancias sociohistóricas. Finalmente, la mirada del rostro del otro, el lenguaje como morada o como gramática de lo inhumano, serán algunas metáforas que participarán en la configuración de sentido alrededor de los temas enunciados.

Palabras clave: J. M Coetzee; relaciones de alteridad; lenguaje; morada; exilio

Abstract

In contemporary literature, the works of the South African writer John Maxwell Coetzee provide an important fictional universe for the understanding of colonialism, as well as the wars and exiles associated with it. This paper seeks to problematize and understand the place occupied by language in the relationships of otherness created in the midst of conflict, oppression and isolation, in the novels Foe (1986) and Age of Iron (1990). Through the characters in these novels we will explore the possibilities and impossibilities of language as a cultural configuration determined by social circumstances. Finally, the perception of the face of the other, language as a dwelling place or as a grammar of inhumanity, are some of the metaphors that will be used in the creation of meaning with regard to the above stated themes.

Keywords: J. M. Coetzee; Relations of alterity; Language; Home; Exile

Résumé

Parmi la littérature contemporaine, l'univers fictionnel du sud-africain John Maxwell Coetzee nous permet de comprendre le phénomène du colonialisme, ainsi que les guerres et les exils qui lui sont as-sociés. Nous nous demanderons quelle place occupe le langage dans les rapports d'altérité au milieu du conflit, de l'oppression et de l'isolement dans les oeuvres Foe (1986) et L'Âge de fer (1990). A partir des personnages de ces romans nous nous pencherons sur les possibilités ou impossibilités du langage en tant que configuration culturelle déterminée par les circonstances sociohistoriques. Des métaphores telles que le regard du visage de l'autre, le langage comme demeure ou comme grammaire de l'inhumain configureront le sens des sujets énoncés.

Mots-clés: J. MCoetzee; rapports d'altérité; langage; demeure; exil

Introducción

Un horizonte desierto, vasto, yermo; tan inmenso como árido. Un niño de piel negra de espaldas llevando unos recipientes vacíos en su mano izquierda, en la misma que sostiene una vara de madera oblicuamente apoyada sobre la tierra; harapos de camisa cubren parte de su pecho, la única vestimenta que lo acompaña. Sus piernas y caderas delgadas, aún no en extremo, están firmes sobre la tierra desnuda. Un perro cuyas costillas se empiezan a dibujar tras su pelaje se encuentra a su derecha y a la altura de su cintura. Esta, se reconocerá, es la descripción de un fragmento de África, no plasmada en la pluma de Jhon Maxwell Coetzee, sino capturada en el lente del fotógrafo brasileño Sebastiao Salgado.

La aridez, la desnudez la hambruna, son algunos de los nombres del continente que fue la cuna de la especie humana, un continente históricamente golpeado por la violencia, la colonización, la opresión y el saqueo. La mercantilización de esclavos negros y el Apartheid, por mencionar solo dos acontecimientos, fueron hechos que destrozaron por dentro el tejido social y vital del pueblo africano. Sin embargo, la fotografía de Salgado, también nos habla de otra cosa. La cabeza levantada al horizonte; el cuerpo firme y erguido; los brazos levemente llevados hacia atrás y el pecho ligeramente sobresalido, escriben la voluntad del niño de no dejarse amedrentar por el áspero paisaje en la perentoria tarea de buscar agua; subrayan la firme decisión de luchar por la vida, a pesar de todo.

También en la obra de Coetzee, que se escribe sobre el pentagrama del Apartheid que vivió su país natal, África tiene otros rostros. Tiene el rostro silente y enigmático de un hombre que, condenando a ser extranjero en todas partes, vive ajeno a su tiempo; tiene el rostro de una mujer naufrago que, en un acto de reivindicación y reparación social, cuida el destino de un hombre inerme y aislado en su mutismo; tiene el rostro de un mendigo que, ajeno a la guerra de su época, libra y pierde su propia batalla con el alcohol; tiene el rostro de una mujer que, enferma y desahuciada, se permite renacer con el otro; tienen el rostro de la escritura, que es presencia, compañía y voz en medio de las perplejidades de una época que viste la vida con jirones de soledad.

Las dos novelas de las que nos ocuparemos en este texto, Foe (1986) y La edad de hierro (1990), nos permitirán aproximarnos al lenguaje como exilio y como morada en las relaciones de alteridad, en las que -de manera particular- la escritura tiene un valor preponderante; como proceso de objetivación que representa los acontecimientos que marcan la vida de estas mujeres protagonistas que escriben; como proceso de subjetivación que permite desanudar la maraña de sentimientos ambivalentes que las habita y salir del cautiverio de su soledad; y como acto de reconocimiento, a través del cual, ellas pueden acercarse a estos otros seres que incomodan y desajustan, «que redimen y perturban; que están ahí sin explicación ni por qué, y que ofrecen una incómoda salvación» (Villoro, 2003, p. 58).

Viernes: entre el silencio insular y la palabra náufraga

Más de dos siglos y medio después de escrita las Aventuras de Robinson Crusoe (1719), Coetzee publica Foe (1986), una novela que actualiza, reescribe y subvierte aquella en la que su autor, Daniel Defoe no solo sirve de título para la novela, sino que se constituye en un personaje más. Su narradora es Susan Barton, una mujer que emigra desde Inglaterra hasta Brasil en busca de su hija, raptada y llevada al Nuevo Mundo por un inglés. Como consecuencia de estas búsquedas, naufraga y llega a la tierra en donde 15 años atrás arribó otro náufrago: Robinson Cruso1. Luego de más de un año de convivencia con Robinson y con su mudo esclavo, Viernes, un barco los rescata y los lleva de vuelta a Inglaterra; Cruso muere en el viaje y Susan se hace responsable de Viernes.

Gran parte de la novela es una extensa carta que escribe Susan al reconocido escritor de Inglaterra del siglo XVIII, Foe, buscando que este, con su pluma, pueda darle a su triste y desmayado relato la densidad literaria que solo él como escritor podría darle. Susan se reconoce como la heredera de la historia de la isla de Cruso, una historia que él se negó a escribir, no solo porque careciese de tinta y papel, sino, sobre todo, porque carecía de la inclinación necesaria para ello. Reprocha esta actitud indolente en razón a que la riqueza de detalles que constituye la sobrevivencia en tal situación excepcional, se iban difuminando con el paso corrosivo del tiempo y el olvido, y con ello perdiéndose para el mundo, Vista desde una distancia demasiado remota toda vida acaba perdiendo sus rasgos distintivos. Todos los naufragios son al final el mismo naufragio, todos los náufragos el mismo náufrago, abrasado por el sol, solo, vestido con las pieles de las bestias que ha cazado (Coetzee, Foe, 2014, pp. 19-20).

Sin embargo, es distinto el naufragio narrado por Susan, del relato en forma autobiográfica de Robinson de Defoe, quizás porque aquel es más la historia del enigma de la castración lingüística del esclavo africano, que el naufragio y la supervivencia exitista del amo inglés.

La mutilación y el denso silencio que caracterizan al personaje de Viernes en la novela de Coetzee, es un signo que merece toda nuestra atención y detenimiento. El Robinson de Defoe pretendía una colonización cultural entre otras cosas, al intentar convertirlo al cristianismo, al intentar moldearlo a su imagen occidental, de allí que algunos autores señalen que la novela de Defoe es un monumento de las letras a las empresas coloniales de Inglaterra por ser, además, «la primera representación literaria de cómo un joven aventurero europeo del siglo XVI logra convertirse en un terrateniente próspero en América del Sur» (Montoya, 2001, p. 27). La novela de Defoe se ubica en el siglo XVII, tiempo en el que las travesías trasatlánticas para el comercio de esclavos negros tienen todo su apogeo; Coetzee actualiza este hecho histórico y sus consecuencias con esta horrorosa mutilación.

La figura de Viernes, un esclavo africano tan anodino como enigmático, no puede dejar de evocarnos el tráfico de esclavos negros a manos de holandeses, ingleses, españoles y franceses que tuvo lugar durante los siglos XVI, XVII y XVIII en el período conocido como la conquista y colonización de América. La mutilación de su lengua es la manera más directa y descarnada para aludir al despojo de la cultura y de la humanidad del pueblo africano; una castración social en tiempos de barbarie. No hay que olvidar que los dioses, las religiones, las lenguas, los rituales, las creencias, en suma, los saberes y legados africanos, fueron perseguidos durante esta época, amordazados y cercenados en los altares del cristianismo.

Viernes es producto del exilio; vive el desarraigo de su tierra, de su familia, de su cultura, de sus tradiciones; pero, más aún, es un exiliado del lenguaje, condenado a una vida de silencio y aislamiento a causa de su mutilación y, por si fuera poco, tributario del horror que ello genera. El enigma de cómo Viernes perdió su lengua, que ocupa gran parte de los pensamientos de la narradora, nunca será resuelto, pues «la única lengua que podría contar el secreto de Viernes es precisamente la lengua que él ha perdido» (Foe, 2014, p. 68). Esta imposibilidad pone, del lado de Susan, una serie de conjeturas tan verosímiles como inciertas por bordear su enigma, por desanudar el ovillo de su silencio, por traspasar la férrea oquedad de su historia.

Pero más importante que las causas, es comprender las consecuencias de esta castración lingüística. ¿Qué supone carecer de lengua en una isla desierta y qué implicaciones tiene esto en una metrópoli? ¿La privación de este órgano arroja al sujeto humano fuera del lenguaje? ¿Qué vínculos se pueden construir sin habla? ¿Es posible la construcción de la autonomía sin voz? Susan diferencia los órganos de representación de los órganos esenciales. Si bien la lengua pertenece a este primero, a diferencia, por ejemplo del corazón que es un órgano vital, son justamente «los miembros dotados para la representación los que nos elevan por encima de las bestias: los dedos con los que tocamos el clave o la flauta o la lengua con la que bromeamos, mentimos y seducimos» (pp. 85-86).

En efecto, si hay algo que nos caracteriza como especie humana y nos diferencia del resto de los animales, es el lenguaje. El antropólogo Harari (2015) señala que fue justamente el lenguaje único de los homo sapiens lo que posibilitó que esta especie conquistara el mundo, un lenguaje asombrosamente flexible, que permitía combinar un número limitado de sonidos para producir un número infinito de frases, con el propósito de transmitir información sobre el mundo y, aún más importante, sobre los semejantes. ¿Carecer de lengua hace a Viernes más próximo a los otros animales y más distante de los animales de su especie, es decir, del homo sapiens?

Es frecuente la comparación que la narradora hace de Viernes con diversos animales, en razón a que este no habita el mundo de las palabras. Susan, sabiéndose responsable por él, intenta tender un puente de palabras ante el abismo de silencios que los separa, ya que para ella «vivir en silencio es vivir como las ballenas, esos enormes castillos de carne que flotan a leguas de distancia unas de otras o como las arañas que se sientan solas en el corazón de esa tela que constituye para ellas todo su mundo» (Foe, 2014, p. 62). Viernes se repliega sobre sí mismo, como una mimosa sensitiva, que reacciona al tacto cerrándose con premura; lo que hace de él una isla impenetrable, inconmovible, impasible. Susan le habla, aun sabiendo que no comprende, para habituarlo a esos sonidos y a sus sentidos; para hacerlo heredero de las historias que llenan el mundo de los humanos, pues Viernes ha perdido la lengua, no las orejas. Sin embargo, las palabras naufragan en su intento por llegar al alma de Viernes, no solo porque la lengua inglesa no sea la suya sino, simplemente, porque no puede, o más aún, no quiere establecer comunicación alguna con Susan, quizás porque la naturaleza del idioma del hombre blanco utiliza las palabras, también, para imponer su dominio, para someter, controlar, oprimir (Narbona, 2003); de allí su resistencia y desconfianza.

Viernes no habla, pero danza como un remolino imperturbable al tiempo presente; Viernes no pronuncia palabras, pero toca con la flauta una melodía compuesta de seis notas, que aunque monótona, para él representa una manera de escapar al tedio ¿no es acaso la música un sistema de representación y de resistencia de los pueblos afros a los procesos de esclavitud y sometimiento? ¿No es acaso la danza un modo de escapar en cuerpo y espíritu de las prisiones del tiempo presente hacia otros mundos más acogedores? ¿No son, quizás, la música y la danza la manera de vincularse con sus dioses, con su tierra natal, con la libertad que ella representa? ¿No son estas algunas de las formas que toma la memoria? No hay que olvidar que los diversos ritmos y la variedad de danzas que se gestaron en América, producto del sincretismo cultural, «todas ellas fueron danzas para escapar del tedio, para invocar dioses, para emplear sus días libres y para luchar contra la esclavitud» (Burgos Cantor, 2010, p. 332). Para Viernes, lejos de ser formas de comunicación con Susan, la danza y la música son espacios íntimos de libertad; son modos de evadir el tiempo presente, tan ajeno como carcelero.

No obstante, lo que le hace a Susan reconocer en Viernes un alma, es un acontecimiento tan sencillo como revelador. En la Isla, Viernes acostado de bruces en un madero remaba hasta llegar a un banco de algas, en el que arrojaba pétalos de flores y capullos, que llevaba consigo en un pequeño paquete ¿Qué hay de extraordinario en este acontecimiento para que Susan vea con otros ojos a Viernes, para que vea en ello el asomo de un espíritu? Este es un acto que no se asienta dentro de las acciones pragmáticas y utilitaristas de la supervivencia, es, por el contrario, un signo que se inscribe en el rito y que, como tal, se soporta en unas creencias, tal vez una ofrenda al dios de los mares, tal vez un homenaje a las familias o amigos que antaño murieron allí. El suponer unas creencias y un rito, lleva a reconocer que, aunque sin lengua, Viernes es participante del lenguaje humano en tanto ser consciente de la vida, de la muerte, de la trascendencia.

Harari (2015) afirma que la característica realmente única de nuestro lenguaje, no es transmitir información sobre los hombres y sobre el mundo, sino «la capacidad de transmitir información acerca de cosas que no existen en absoluto» (p. 37). Una de estas ficciones es justamente lo que concierne a la religión, al rito, a la creencia (como también a la creación de las naciones, los derechos humanos, el dinero). En este mismo sentido, se dirige la reflexión de Franca Maccioni (2015), quien señala que el esfuerzo del pensamiento filosófico "se enfrenta al mismo tiempo con la irrecusable constatación de que 'hay lenguaje', de que 'el hombre habla', aunque no lo haga desde siempre, aunque pueda no hacerlo" (p. 43).

De la independencia, agilidad, destreza y autonomía con la que Viernes se desenvolvía en la isla, para cazar, pescar, nadar, queda poco cuando es obligado a vivir en Londres, una selva de cemento en la que se siente náufrago en su corazón y de nuevo exiliado. Esta es otra de las consecuencias de carecer de voz: el desmedro de su autonomía. Susan quiere la libertad de Viernes, pero se da cuenta que esta no será posible en esta Inglaterra si Viernes no habla, sino la defiende con su palabra y con su cuerpo ¿pero cómo hacerlo en un contexto tan sordo como hostil? ¿Cómo hacerle entender a Viernes que él ya es libre, si toda su vida ha sido esclavo? El silencio inerme de Viernes le hace indefenso ante los deseos de los otros, ante las palabras de los demás, le hace vulnerable y frágil en su propio caparazón.

Viernes, como los pueblos colonizados, no puede contar su historia; las versiones hegemónicas de la historia las ha narrado la pluma del colonizador. En este caso, Viernes queda a merced de la voluntad y accionar de Susan que se pregunta por su lenguaje y por el carácter humano de su existencia; aunque quiere establecer contacto con él, no puede evitar pensar en él como un salvaje, como un caníbal. Sin embargo, ¿no es acaso, un acto más salvaje aquel que corresponde al proceso de arrebatarle a una vida humana su libertad, su voz y su poder de decisión?

Para Susan, Viernes es una sombra viscosa que la hace prisionera entre los barrotes de su silencio de hierro. Quiere, con ansia desesperada, conocer su historia y, a través de ello, hacerlo más próximo, menos extraño; pero, a los intentos por establecer comunicación con él, solo obtiene como respuesta un mutismo de plomo y unos ojos inexpresivos; desdén e indiferencia. Viernes es como una caracola que guarda en su oquedad los ecos del silencio; ecos que escriben en el alma de Susan angustia, desconcierto, turbación. Por más que Susan intente acercarse a Viernes, él solo será un espejo impenetrable, que no le dejará ver lo que hay dentro, que siempre le devolverá a través del eco de su silencio sus mismas preguntas sin respuestas; de allí que, en medio de su soledad, le diga: «Oh, Viernes, cómo podría yo hacerte entender el ansia que sentimos los que habitamos un mundo de palabras porque nuestras preguntas obtengan respuestas» (p. 79).

Pese a que Viernes es indiferente con Susan, y pese a que ella no puede dejar de imaginarlo como un caníbal, en un acto de acogimiento se hace responsable de él. Su decisión es por el cuidado. «Una mujer puede tener un hijo no deseado y criarlo sin amor, pero siempre estará, no obstante, dispuesta a defenderlo con su vida» (p. 11). En esta misma lógica se inscribe la relación entre Susan y Viernes. Allí se establece una ética que se inscribe en el cuidado por el otro, que, como lo señala Skliar (2008), supone «un cierto no-conocimiento, o bien una cierta pérdida del conocimiento heredado que, tradicionalmente, ubica al otro en un lugar de poca jerarquía, de poca transcendencia, de poca entidad» (p. 12). En suma, supone acoger la existencia del otro en su singularidad y no atendiendo a criterios de racionalidad, porque ¿no ha sido justamente la razón el bastión con el cual el ser humano como especie ha pisoteado al planeta, a los animales y a sus semejantes?

El hombre blanco le arrebató su cultura; la mujer blanca lo cuida en un acto de reparación; por eso, conviene recordar con Sábato (2000) que «el hombre es capaz de las peores atrocidades, pero también capaz de los más grandes y puros heroísmos» (p. 52).

La edad de hierro: cuerpos que reviven en las moradas de la palabra, en la compañía de un rostro

La señora Curren, una anciana jubilada a quien le han diagnosticado un cáncer en los huesos, es la protagonista de La edad de hierro. Un cuerpo decadente y una vida próxima al ocaso, son las presencias que habitan la casa donde la alegría parece haberse enmohecido ante la ausencia del abrazo, de la palabra, del gesto de otro rostro. Tan dramática como reveladora resulta la descripción que esta mujer hace de su enfermedad:

Estoy vacía. Soy una cáscara. El destino envía a cada uno la enfermedad que se merece. La mía es una enfermedad que me devora desde dentro. Si me abriera me encontrarían hueca como una muñeca, una muñeca con un cangrejo sentado dentro relamiéndose, deslumbrado por la llegada de la luz. (Coetzee, 2002, p. 129).

Son dos, entonces, las casas vacías que engullen la vida de esta anciana: su casa espaciosa y solitaria y, como se deja ver en el pasaje citado, su casa interior. Moradas deshabitadas por la esperanza, refugios de un dolor que no solo proviene de su afección ósea, que se origina en la parte más sensible, más honda, más vital: «Tengo cáncer en el corazón» (p. 176). Una expresión desconcertante donde parece revelarse una verdad más profunda, más dramática. No se trata entonces de un cuerpo corroído solo en su dimensión física; un cuerpo hecho cáscara por los embates de una enfermedad inclemente. Ese cangrejo que se regodea en sus habitaciones internas y que la va devorando poco a poco, no está lejos de ser la metáfora de un pasado y un presente llenos de horror y oscuridad: «La acumulación de toda la vergüenza que he sufrido en mi vida me ha provocado cáncer» (p. 164).

Es acaso la vergüenza histórica de un país, de un continente donde la opresión ha exhibido sus dientes más afilados. Esta mujer no solo encarna un dolor individual, es la metáfora de una época que, según ella, «no es hospitalaria con el alma» (p. 134). Por eso, dice: «Quiero bramar contras los hombres que han creado esta época» (p. 134). En el fondo de este bramido impotente, está Sudáfrica, el escenario del Apartheid, del horror, de la segregación, de la esclavitud. Esta expresión salida de sus labios, resulta contundente: «Sudáfrica: un viejo sabueso malhumorado dormitando en el umbral, retrasando el momento de morir» (p. 82).

Es la edad de hierro. Una edad cuyos rasgos se van trazando en el relato de una manera sutil, sin aspavientos, sin panfletos. La dureza de este tiempo que ha atravesado su piel la vive también la señora Curren gracias a la figura de Florence, una mujer negra que le ayuda en las labores de la limpieza y quien tiene un hijo adolescente llamado Bheki y dos pequeños más. «Niños de hierro, he pensado. Florecen también es un poco de hierro. Es la edad de hierro» (p. 59). He ahí la dureza de una época en la que jóvenes como el chico mencionado, en lugar de empuñar el lápiz para llevar a cabo sus tareas escolares, adoptan las armas como la vía más expedita para sublevarse y hacer frente al régimen establecido. En un tono fuerte y revelador, Bheki encara a la anciana cuando ella lo interpela sobre sus actos: «¿Para qué sirve la escuela? Para hacernos encajar en el sistema del Apartheid» (p. 79).

En un lugar llamado Guguleto, escenario hostil donde opresores y rebeldes -entre ellos Bheki y sus amigos- se trenzan en disputas que dejan un reguero de cuerpos expulsando el odio en un líquido escarlata, la señora Curren presencia y dimensiona el horror. Es magistral la manera como el narrador de la obra, a través de imágenes donde chorrea la sangre que se expande como un mar encolerizado, dibuja un tiempo donde la crueldad exhibe el trofeo de su victoria. Es la hemorragia de una humanidad sin alma. «Un país pródigo en sangre [...] una tierra que bebe ríos de sangre y nunca queda saciada» (p. 75).

Una mujer enferma con un animal interior llamado vergüenza que la carcome, un país enfermo desangrándose en el pavimento del resentimiento. ¿Qué le queda a esta anciana? ¿Qué faro en el espesor de su noche podría contrarrestar la languidez de sus días? ¿Qué rostro mirar en el espejo cuando el rostro está quebrado y el espejo roto? ¿A quién acudir en un tiempo desértico, en un tiempo de exilios? Queda la palabra. En su bello poema 1945, dice la escritora rusa Anna Ajmátova (2012):

Se oxida el oro, se deshace el acero,

Se desmorona el mármol y el madero

Para la muerte está todo dispuesto.

No hay cosa para durar como la tristeza sobre la tierra,

pero la palabra permanece más. (p. 16).

Es acaso esa permanencia, esa duración obstinada de la palabra en medio del horror y la soledad la que acoge la señora Curren para abrazarse a un atisbo de vida. «Lo que he visto es terrible, merece ser condenado. Pero no puedo denunciarlo con palabras ajenas. Tengo que encontrar mis propias palabras, que sean mías» (p. 119). Es la búsqueda de la propia voz en medio de un decir que se escabulle, pero que es necesario recuperar porque si el dolor no se narra, no hay promesa de curación. Esa relación dolor-escritura-curación, se sugiere bellamente en el poema Escribir de Chantal Maillard (2004):

escribir

para curar

en la carne abierta

en el dolor de todos

en esa muerte que mana

en mí y es la de todos (p. 71).

Es entonces cuando el exilio que la anciana vive en su propio país, en su propio espacio, en su casa interior, encuentra un tercer lugar, una tercera casa donde se desplaza con los dedos, donde los trazos van pariendo otro modo de existencia. La palabra como morada, la página escrita como testigo de una vida que quiere permanecer. Dice ella: «Ciertamente la muerte puede ser el último gran enemigo de la escritura, pero escribir también es el enemigo de la muerte» (Coetzee, 2002, p. 133).

Su manera de sobrevivir es, pues, la escritura. Es su lucha en medio de una lucha que la ruboriza. La novela es una extensa y conmovedora carta dirigida a una hija ausente. «Esta es mi vida, estas páginas, estos rastros del movimiento de unos dedos carcomidos sobre la página. Estas palabras cuando las leas, si es que las lees, entrarán en ti y cobrarán aliento de nuevo. Son, si quieres, mi forma de seguir viviendo» (p. 149).

Pero, además de la escritura, algo más sucede en la vida de esta mujer decadente y casi agonizante; algo como un acontecimiento que la sacude y le da un giro a su relato epistolar, un relato en el que irrumpe un personaje insospechado que con-mociona toda la trama. Aparece alguien llamado otro, alguien llamado alteridad, alguien capaz de incomodar y de darle un matiz al tono grisáceo de los días. A propósito de lo que acontece con la presencia del otro, Mèlich (2010) sostiene:

Me interpela una alteridad porque hay otro fuera de mí, delante de mí, no sólo al lado o conmigo, sino frente a mí, un otro singular, con un nombre propio, otro que, en su singularidad me encara, que me cuestiona y me reclama, un otro que apela a mi ser, a mi lenguaje y a mis decisiones (p. 12).

Ese advenedizo no es otro que Vercueil, un indigente alcohólico que llega a la casa de esta mujer y que, en un principio, no recibe más que una manifestación de rechazo. Un detenimiento juicioso en el modo en que ella lo nombra y se dirige a él, revela un escenario apasionante para entender cómo se dan las relaciones de alteridad entre los personajes y qué lugar ocupa el lenguaje en esa construcción. «-¿Qué está haciendo aquí? -le pregunté, oyendo la irritación en mi voz pero sin controlarla-. No puede quedarse, tiene que irse» (Coetzee, 2002, p. 10). Esta es la primera expresión que le dirige cuando lo descubre en su propio territorio. Una actitud agreste para contrarrestar la alergia que genera la amenaza de una compañía inusitada. «Está claro que no es un ángel. Más bien es un insecto». (p. 20). He ahí otra nominación despectiva que ratifica la atmósfera de malestar que le produce. Y es que, de acuerdo con Skliar (2008):

el término "alteridad" tiene mucho más que ver con la irrupción, con la alteración, con la perturbación y de aquí se desprende, casi por fuerza de ley, que por relaciones de alteridad entendemos algo muy diferente de aquellas relaciones definidas a través -y pretendidas como- de calma, de quietud, de empatía, de armonía, de tranquilidad, de no-conflicto. (p. 12).

El conflicto inicial entre los personajes está dado, quizás, porque el rostro del mendigo es el reflejo del propio rostro que ella no ha reconocido en el espejo roto que pende de sus paredes deshabitadas. El hombre es un personaje decadente, el rostro propio de una época escuálida; verse en él es encontrarse cara a cara con una condición de finitud; sus dientes amarillentos y su semblante desaliñado le revelan también a la mujer el modo en que la muerte va fabricando su morada en ella. No es gratuito cuando, refiriéndose a él, señala: «Porque en la forma que tiene de mirarme me veo a mí misma de una manera que puede escribirse […] Cuando escribo sobre él estoy escribiendo sobre mí misma» (Coetzee, 2002, p. 15).

Es quizás por ello que la desacomoda, que la desacostumbra, que la interpela, pues «nada hay tan perturbador como aquello que a cada uno le recuerda sus propios defectos, sus propias limitaciones, sus propias muertes» (Pérez de Lara, 2001, p. 234).

Pero la relación entre estos personajes es dinámica, cambiante, pues en circunstancias como las que vive la anciana, como ella misma lo expresa, «Uno tiene que amar lo que tiene más cerca» (Coetzee, 2002, p. 214). Así pues, esa compañía alicorada que no llevaba más que un perro, un cúmulo de cartones y un olor resuelto a impregnar de aromáticas no aconsejables para un gusto exquisito, se va convirtiendo en un rostro esencial para habitar el tiempo y sus embates. Al admitir ese rostro, admite también el suyo; es la huida de un autoexilio para volver en sí, en otro. De esa mudanza de actitud frente a él, da cuenta su reacción cuando Florence la interpela por esa presencia extraña «-Quién es ese hombre? -ha preguntado Florence. Se llama señor Vercueil -he dicho». Le reconoce su nombre y en él, su rostredad; cuando le da un lugar en su palabra le da un lugar en su mundo. Por eso reitera, ante el gesto displicente de Florence, «No es escoria [...] La gente no es escoria. Somos todas personas que viven juntas» (p. 56).

Cuando se reconoce junto a él y no solo lo reconoce a él -lo que le daría un lugar de poder-, acontece una relación de alteridad donde ambos son capaces de vivir desde una ética para el cuidado del otro donde prima la hospitalidad. Por eso es posible presenciar, en la narrativa epistolar de la mujer, escenas como esta: «como amantes revisitando los escenarios de sus primeras declaraciones, hemos cogido la carretera de la montaña por encima de Muizenberg» (p. 135).

No menos reveladora es la escena final cuando ambos coinciden en la cama de la mujer para fundirse en un encuentro de cuerpos y de almas: «me ha cogido y me ha abrazado con una fuerza tremenda, de forma que todo el aire me ha abandonado en un momento» (Coetzee, 2002, p. 223). Qué importa morir cuando se ha resucitado en esa otra presencia, cuando una época donde predominan el desencuentro, la desaparición del rostro, la imposición de un lenguaje, es posible crear, desde las moradas del silencio y de la palabra, un universo habitable.

Para finalizar y dejar abierta esta trama de sentidos que se anuda en la narrativa de esta obra, unos versos de Octavio Paz (1997) contenidos en su poema Piedra de sol:

para que pueda ser he

de ser otro, salir de mí,

buscarme entre los otros,

los otros que no son si yo no

existo,

los otros que me dan plena

existencia. (p. 231).

Consideraciones finales

Dos mujeres que encuentran en la escritura una respuesta a la necesidad de decir en circunstancias donde la pregunta por el lenguaje es inevitable; dos mujeres con nostalgia de hijas a quienes las sorprenden dos rostros que no escapan a sus prejuicios, pero que luego las desinstalan para renacer otras; es el encuentro con dos seres en aparente carencia de humanidad que desmienten este parecer para gritar, desde un silencio rabioso, que en el tiempo de la fuerza avasallante, de la fractura de la palabra, de la opacidad de la vida, es posible un punto de fuga, una grieta por donde emerge la esperanza de otra morada posible para la experiencia humana.

Finalmente, en estas obras del escritor sudafricano y de otras que vale la pena mencionar como En medio de ninguna parte (1977), Esperando a los bárbaros (1980), Vida y época de Michel K (1983) y Desgracia (1999), asistimos a una narrativa que ahonda, con maestría y lucidez, en una época marcada por la dureza, el horror y la indiferencia. En medio del exilio que viven los personajes de estos universos ficcionales, irrumpe un gesto, una palabra, un silencio que crea otros espacios de acogida, aunque, en el horizonte, siga predominando el paisaje de las contradicciones, de la marginación, de la soledad.

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* Artículo de reflexión

Citar: Betancur Valencia, D. B., & Areiza Pérez, E. (enero-junio de 2017). El lenguaje como exilio y el lenguaje como morada en las relaciones de alteridad: un acercamiento desde dos obras literarias de J.M Coetzee. La Palabra, (30), 261 - 271. doi: https://doi.org/10.19053/01218530.n30.2017.6204

1 En la novela de Coetzee, Cruso, se escribe sin la letra "e" final que aparece en el libro Las aventuras de Robinson Crusoe.

Recibido: 31 de Agosto de 2016; Aprobado: 15 de Mayo de 2017

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