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Literatura: Teoría, Historia, Crítica

Print version ISSN 0123-5931

Lit. teor. hist. crit. vol.14 no.1 Bogotá Jan./June 2012

 

LAS PALABRAS DESBORDADAS: ENTREVISTA A JUAN DAVID CORREA*

 

Entevistan Alejandra Jaramillo Morales y Óscar Campo Becerra**


ALEJANDRA JARAMILLO

¿Para empezar, cuál es tu balance de estos últimos 20 años de la literatura colombiana?

JUAN DAVID CORREA

Hace poco escribí un texto con Ricardo Silva para hacer una presentación en Cartagena sobre el tema de qué ha pasado en las dos últimas décadas en la literatura colombiana, y tuvimos la sensación de que, tras la aparición de la edición multinacional en Colombia en el año 95, más que una generación, hubo una suerte de nudo de generaciones que se dio a conocer y pudo ser más leída; al mismo tiempo, gente que en ese momento podía tener 35 o 40 años y otros que en ese momento tenían veintitantos. Esa especie de nudo generacional implica varias cosas. La visión literaria muy seria de Norma, la llegada de Alfaguara, la apuesta de Planeta por editar autores colombianos implica muchas cosas, tanto positivas como negativas. Dentro de las positivas, cabe resaltar que hubo un redescubrimiento de ciertos escritores que empezaron a publicar en los años setenta y en la década terrible que vivimos en los años ochenta, en un momento en el que este país era una desgracia absoluta, estaba lleno de miedo y se encontraba en una encrucijada muy dura. La literatura en ese momento, de alguna forma, era una cosa para poquísimos lectores. Me refiero a la literatura colombiana, obviamente: las novelas de Antonio Caballero, de Germán Espinosa, de Luis Fayad, de Roberto Burgos, Harold Kremer, un montón de escritores serios, muy buenos, que de alguna manera vivieron un paréntesis por la difícil situación del país. A partir del año 90, creo, se empieza a consolidar la mirada de los editores hacia el público por la aparición de esas tres editoriales, junto a muchas otras. Por ejemplo, Plaza y Janés daba premios en los ochenta; Tomás González fue premio Plaza y Janés; Norma empezó a publicar autores como Andrés Caicedo, que no se conseguía sino en ediciones de Oveja Negra, muy escasas por cierto. Entonces, me parece que se empieza a configurar un clima de edición favorable para las y los escritores colombianos. No quería dejar de mencionar la importancia de la editorial Tercer Mundo, que publica una serie de novelas de escritores que en ese momento eran muy jóvenes, como Héctor Abad, Andrés Hoyos, y un grupo de gente que en ese momento tenía treinta o treinta y cinco años.

En ese momento en el que, digamos, la literatura colombiana se sube al tren de la nueva edición, se suma una serie de escritores que empiezan a publicar a mediados de los noventa, para así configuran, a mi modo de ver, uno de los momentos más interesantes, no solo en términos editoriales, sino también en términos de calidad, de la literatura colombiana. Preguntarnos sobre qué nos pasa a mediados de los noventa, nos lleva a pensar, inevitablemente, que en esa década redescubrimos a Fernando Vallejo, que no era muy leído en Colombia: había sido editado por Planeta en el 86, pero nadie le puso atención a esos libros, se consideraba que no valían la pena. Pero la aparición del Vallejo de La virgen de los sicarios en el año 96, creo, hizo que pudiéramos descubrir sus grandes libros que conforman la pentalogía de El río del tiempo. A la par con Fernando Vallejo, regresamos al mismo Álvaro Mutis como alguien que llevaba un tiempo escribiendo novelas (aunque Mutis no es, para mí, un dechado de virtudes como novelista). Ese momento de la literatura colombiana configura escritores que publican novelas o narrativa ya mayores, como William Ospina. Yo no estoy hablando aquí de mis gustos y de las calidades, simplemente describo el momento que se vivía entonces, un momento que saca a la luz a Laura Restrepo, por ejemplo, y a un montón de escritores que vivieron en esa época. También apareció una serie de escritores de los que ya hablaremos con detenimiento, que pertenecen a la generación anterior a la mía, y que hoy tienen cincuenta años aproximadamente. Entre ellos se encuentra Santiago Gamboa, Mario Mendoza, Juan Carlos Botero, Julio Paredes, Hugo Chaparro (quien fue uno de los primeros en publicar, aunque su primera novela de gran tiraje fue Si las sombras me llevan hacia ella) y Fernando Quiroz.

¿Qué produce todo esto? Por un lado, la idea de que hay una tradición que había sido un poco desconocida. Con el término tradición me refiero a que, si ustedes recuerdan, se empiezan a publicar los cuentos completos de Germán Espinosa (uno pensaba en el colegio que este señor se había ganado un premio de la Unesco y nada más, pero resultó que era cuentista). En fin, empiezan a aparecer "revisitaciones" a la literatura colombiana a partir de la década de los setenta. El mismo Collazos, quien publicaba desde el 68, pero no era un escritor masivo, empezó a publicar sus novelas. Y a la par, todas esas personas de mi edad se suben al tren y empiezan a publicar. Me refiero al grupo "Bogotá 39": Ricardo Silva, Antonio Ungar, y otros, que en ese momento tendrían unos 25 años.

En ese momento, el problema de fondo consistía en que no tuvimos espíritu crítico, y las editoriales, ávidas por ofrecer lo que entonces se estaba vendiendo muy bien, se convirtieron en una caja de resonancia de obras que no tenían una buena calidad literaria. Este fenómeno, que duro más o menos desde el 95 hasta el 2005, ha tenido recientemente un efecto negativo debido a la crisis inmobiliaria en España. Los escritores que alcanzamos a publicar en editoriales grandes en el año 2007 (por azar o casi por efecto del último coletazo de este fenómeno), salimos a deber mucho, y cuando la economía española se cayó, las editoriales estuvieron entre los primeros damnificados. Ya que las editoriales en Colombia eran o son casi todas españolas, nos dejaron prácticamente a nuestro propio son. Nos tocó aprender a defendernos solos. Lo triste de todo eso es que hemos vuelto a una especie de oscurantismo similar al de los años ochenta. Pero, además, quizás a causa de esa insistencia en volver glamurosa la literatura -que no tiene por qué serlo-, y de convertir al escritor en una figura pública, junto a una exigencia crítica muy pobre, nos encontramos abandonados hoy en día. Nos quedamos sin lectores, sin editoriales, y lo más triste es que debemos reconocer que nos hemos leído muy poco a nosotros mismos. Eso habla perfectamente de lo que somos, de esa mezquindad común entre los escritores; eso de querer ser a costa de los demás, sin leerlos o ignorándolos. Lo que sí quiero ahora resaltar es que, a pesar de ese panorama, hoy hay escritores de muy buena calidad en Colombia, y me refiero a los casos evidentes de Tomás González y Evelio Rosero. Siento que detrás de ellos hay un montón de gente que está escribiendo, que está haciendo cosas buenas, que en silencio está haciendo su carrera. Eso no sería malo en un país con una industria editorial dinámica, pero es malo en un país donde no la hay. Sin embargo, hay que resaltar que, desde hace unos años, han venido apareciendo nuevas editoriales independientes. Es como si la historia -o la vida- propendiera porque las industrias o los empeños editoriales aparezcan cuando tienen que aparecer, y no antes; no durante el boom, porque era absurdo competir contra los grandes, sino cuando se cierra Norma y cuando Alfaguara saca tres o cuatro autores al año. ¿De qué viven los escritores? De un pequeño nicho de lectores. Al fin y al cabo, siempre ha sido así. Nos hicieron creer que, al publicar en multinacionales, íbamos a ser leídos en todas partes, pero las editoriales hicieron tirajes exclusivos para Colombia. Así, un escritor colombiano nunca pudo venderse en Venezuela. Las editoriales pequeñas, en cambio, están apostando por lo artesanal, y eso va a configurar un nuevo estado de cosas, al que hay que sumar todas las posibilidades que se abren con el mercado de los libros electrónicos.

Digamos que ha habido un auge y caída de la literatura colombiana en términos de la industria editorial. Sin embargo, como lo prueban los años ochenta y como se probará en unas décadas, siempre ha habido escritores. No es posible poner en duda la tradición de los ochenta. No es posible negar el trabajo de un escritor como Roberto Burgos, quien publica su primer libro de cuentos en el año 81, y cuyo proceso lo ha llevado a obtener el premio Casa de las Américas. Tomás Gonzalez no es, como se decía, el secreto mejor guardado de la literatura colombiana: se ganó el Plaza y Janés en el 87, y la edición de su primer libro fue financiada por sus amigos en el Goce Pagano.

¿Y en qué estamos los que estamos empezando a escribir? Pues en lo mismo. Nosotros nos olvidamos de que la gente que escribe, en el fondo, no es estrella de rock ni está hecha para las grandes audiencias, y que la lectura (eso lo pueden contradecir los grandes promotores de lectura) es una actividad minoritaria, como dijo Monsiváis hace mucho tiempo. Nunca, en la historia de la humanidad, las culturas han sido letradas y fanáticas del libro, nunca.

A. J.

De acuerdo con lo que has mencionado, y también de otras cosas que no mencionaste, pero que has leído, ¿qué tendencias ves en la literatura colombiana actual?

J. D. C.

Indiscutiblemente, hay tres momentos. Uno sería el coletazo después de los ochenta, que produjo una literatura más consciente de sí misma, si se quiere, más interesada en dar cuenta de sus propios artificios. Son novelas inscritas en la tradición, en lo histórico o en lo gótico, como por ejemplo la primera novela de Héctor Abad, Asuntos de un hidalgo disoluto, los cuentos de Germán Espinosa, o las obras de Roberto Burgos, Rómulo Bustos y Rodrigo Parra. Es una literatura hecha desde la literatura. Eso, digamos, conlleva un gran problema en un país poco letrado, porque son pocos los lectores con los que cuenta, y los que la comprenden son un nicho aún minoritario.

Una segunda tendencia se da en los noventa, y supone una interpretación de lo que nos ha pasado como país, y la idea de que la literatura no se reduce al artificio. La literatura también reflexiona sobre su presente o su pasado inmediato; aquí hay un grupo de novelas que se han hecho famosas, como Rosario Tijeras de Jorge Franco y La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo, o La modelo asesinada de Óscar Collazos. Esto es lo que Héctor Abad llamó la sicaresca.

Y de ese dolor y ese caos de la realidad se desprenden otra serie de escritores que, creo yo, se dedican a trabajar con la familia y la intimidad. Me refiero a escritores como Antonio Ungar, Álvaro Robledo, Andrés Felipe Solano. Hablo de mí mismo, de Alejandra Jaramillo, Margarita Posada, Carolina Cuervo, Melba Escobar, una serie de escritores que, así aparezca el Palacio de Justicia en sus novelas, necesita contar su mundo interior en medio de este caos. Estas tendencias no son generacionales, ni mucho menos. Por ejemplo, Juan Gabriel Vázquez es contemporáneo de esta generación que estoy mencionando, pero puede quedar en la primera categoría. Asimismo, hay escritores que ya están pasando los cincuenta y que son tan viscerales como estos últimos que mencioné, y que pertenecerían a la última categoría, como Héctor Abad o Julio Paredes. Se trata de elecciones y gustos personales de los escritores. Para mí, esos son los tres pilares de la narrativa actual, e insisto, no son generacionales, sino solo miradas de la literatura colombiana.

Ahora, ha habido y sigue habiendo escritores muy particulares que, en Colombia, se han vuelto autores de culto fácil, o se han olvidado. El gran ejemplo es Rafael Chaparro, pero también está Fernando Molano con Un beso de Dick, y Policarpo Varón, un cuentista buenísimo que ya no se publica, o el mismo Julio Paredes. Es el caso de gente que se ha dedicado, que ha mirado la cosa con mucha seriedad, pero a quienes el público, o mejor las editoriales, no quisieron apoyar, pues es más fácil mercadear un asesinato de la 63 con 13 que una novela sobre hombres lobo. El problema es que se acabaron los editores en Colombia. No hay gente inteligente que diga: "Bueno, yo tengo que darle un lugar a este escritor y a esta novela". Se acabó la gente que decía: "El lugar de esta novela no es Panamericana, sino La Madriguera de Conejo, es decir, una librería especializada". Ahora, ¿cuánta gente va a esos lugares? Gente como para unos quinientos ejemplares. Pues bueno, entonces se trabaja con esos quinientos, porque es gente que debe estar en mi catálogo. No todo el mundo vende doscientos mil ejemplares.

Los escritores de doscientos mil ejemplares tienen que sostener a los de quinientos, así como el estrato seis tiene que apoyar en subsidios al estrato uno. Se trata de nuestra tradición, de nuestra memoria, y no solo por el hecho de tener arte y literatura, sino porque, si nos ponemos a revisar nuestra corta historia occidental de cuatros siglos, nuestros rastros están en la Literatura. Desde los cronistas de Indias o los testimonios de los indígenas hasta hoy ha sido así. La historia la cuentan los vencedores, pero ¿dónde están los testimonios de hace unos siglos? ¿Dónde dice cómo era esta ciudad hace trescientos años? Hay que ir al Carnero o a las Reminiscencias y ver cómo era.

La literatura no se reduce solamente a una tontería del arte por el arte. En ella está el testimonio de quiénes fuimos. Acabo de leer, de hecho, un libro de un colombiano que me sorprendió muchísimo. Se llama Carlos Granés y se ganó el Premio de Ensayo Isabel de Polanco, y su libro es una revisión de todas las vanguardias del siglo XX. Aunque es muy duro con ellas, este tipo no se habría podido sentar a escribir sin el rastro de esas vanguardias, sin los poemas dadá, sin el surrealismo, o el orinal de Duchamp. Para mí, este es el sentido de la literatura, pero, tristemente, nosotros nos la pasamos ninguneándonos, diciendo que lo importante está en otras partes. Muéstrenme veinte escritores ganadores del Premio Nobel, españoles o franceses. No los hay.

ÓSCAR CAMPO

¿Cómo hacer un balance del papel de los premios, por un lado internacionales, pero también nacionales?

J. D. C.

Con respecto a los premios nacionales, creo que la política ha sido errática. Empiezan por publicarse a sí mismos, pero los libros nunca se ven: el Estado no puede editar, porque no puede distribuir. Entonces la política cambia: el libro se le entrega a un editor privado para que se haga cargo. Pero entonces, ¿qué hacen los editores? Le ponen el rótulo de "Premio Nacional de Novela", pero eso no le dice nada a nadie aquí en Colombia, ni a mi mamá, ni a mis tías, ¿verdad? Entonces no pasa nada, no se puede medir la calidad de una obra porque no se ha sabido situar en el mercado, ni darle un lugar a esos escritores. Si alguien se gana un premio, por ejemplo, una opción sería no darle los cuarenta millones, sino solo treinta y usar los diez restantes para llevar al ganador por todo el país, para poner sus libros en la Costa y en todas partes, para que sea reconocido como un escritor nacional. Ingenuamente se piensa que, con darle la plata a alguien y tenerle el libro engavetado nueve meses, hacemos todo. ¿Quién se acuerda que Sánchez Baute fue premio de novela? Nosotros tres, porque estudiamos literatura. "Ah, sí, el escritor de los gays de Chapinero" se dice, pero nadie sabe que fue Premio Nacional. En cambio, ¿quién no sabe que Juan Gabriel Vásquez o Laura Restrepo fueron Premio Alfaguara, o Evelio Rosero recibió el premio Tusquets? Tusquets es una editorial diminuta, no es una gran multinacional, pero ellos sí le dan lugar a las cosas. Evelio Rosero, por ejemplo, es un tipo super tímido, no le gusta la pantalla, pero aún así le insistieron y se lo llevaron al HAY Festival. A Tomás González le ha tocado igual, pero qué importa, ahí están los lectores.

Los premios de novela, en Colombia, se reducen a estampar una firma en un acta y a hacer una consignación de 35 millones (porque le quitan a uno 5). No son ninguna garantía, pues el Estado no puede prometer que quien recibe un premio nacional firmará contrato con tal editorial, y que el compromiso de esa editorial es tal. Ni aquí, ni en Bolivia, ni en Ecuador o Venezuela los premios de literatura reciben un buen trato. En Argentina hubo un cambio, el Premio Clarín, por ejemplo, trae acá al ganador y todos lo conocemos.

Por otro lado, los premios internacionales le han dado cierta visibilidad a algunos escritores, pero también han producido una mirada corta y coja de lo que debería ser la literatura. La literatura que quiera aspirar a premios españoles debe tocar temas locales y de una tremenda intensidad, que es lo que ocurre con la gran novela de Evelio Rosero la cual, me parece, se merecía todos los premios del mundo, pero el premio fue concedido por una razón temática, si se quiere. Él también fue muy hábil, y les mostró que tiene otros libros, pues lleva veinte años escribiendo, gracias a lo cual salieron varias cosas en Tusquets. Pero, por ejemplo, a mí me gusta Historia secreta de Costaguana, la novela más visceral de Juan Gabriel Vásquez, y eso es lo que me gusta de la literatura; a mí no me gustan las miradas tan cerebrales y literarias. Sin embargo, y sin dejar de lado que es una buena novela, se trata de una novela de una frialdad española tremenda. No sé si se dieron cuenta de que, por un momento, parece una guía turística: Barrancabermeja es una población a trescientos kilómetros de Bogotá, de clima templado. Bueno, parece una novela escrita en clave para los españoles. No niego que sea buena, pero creo que nos falta arriesgarnos a ser menos complacientes. Hay otros premios en los que se premia a un autor que tiene mil libros guardados, pero cuya calidad escritural y literaria es básica; aún así, son libros aplaudidos por los españoles, pero terminan siendo muy malos. Creo que ustedes saben a qué me refiero.

A. J.

¿Cuáles crees que son las influencias que se están dando ahora? ¿Crees que se están leyendo ciertas cosas específicas, escritores y escritoras en particular?

J. D. C.

Yo creo que hay una cosa buena que infiero de tu pregunta, y es que todas las cosas, buenas o malas, generan una reacción en medios de difusión, tales como Arcadia, El malpensante y Número, e incluso en internet, que ha servido como espejo. Si preguntas por mi perspectiva sobre todo esto, yo diría que mi generación lee cosas que nadie estaba leyendo antes, porque esta es una generación más bilingüe, que lee en francés o inglés, y que mira el mundo desde otro lugar. Hay otros lectores, que no somos necesariamente nosotros como generación, aunque también nos incluyo, cuya lectura es dirigida por las ediciones españolas: lo que nosotros leemos es, así no nos guste, el efecto del gran botón que oprimen las industrias editoriales, y en general vamos como borregos a leer. Hay muchas novelas que, aunque son muy buenas, responden a un patrón tradicional, del XIX. A mí me gusta esa literatura, pero creo que lo que estamos leyendo sigue respondiendo a ese mismo patrón.

Igual, creo que la gente pide cada vez más libros, aunque, eso sí, cada vez leemos menos a nuestros contemporáneos colombianos. Hay una cosa que me parece sintomática, y es esa especie de conciencia reaccionaria al volver a leer la historia. Esta conciencia me parece bien como manifestación de la vigencia que tiene la necesidad de entender quiénes somos; sin embargo, a veces se cae en el simple hecho de ser reaccionario -es que uno lee autores de treinta que parecen de ochenta-. Uno también siente que entramos de nuevo en esa especie de oscurantismo, donde ser escritor era como ser importante para la familia, digamos, como el que tocaba guitarra y era el de mostrar en la casa. Estamos perdiendo lo que se había encontrado en los años setenta, y estamos volviendo al escritor que, hace cien años, hacía la tontería de ufanarse de sus viajes. No hemos caído en cuenta de que, hoy día, Colombia tiene más clase media, más estudiantes y más escuelas de letras que hace treinta años. El escritor no puede seguir diciendo "en mi último viaje a París" como si no supiera a quién se está dirigiendo. Eso sí me parece un poco terrible de los escritores que leemos. Los escritores hablan cada vez menos de lo que leen, lo cual es rarísimo. Pónganse a mirar en la prensa, a ver si algún escritor habla de un libro. Es como si lo que hicieran sucediera por reacción espontánea: no se trata simplemente de reseñar libros, sino de brindarle a la gente eso que a uno lo está alimentando. Todo escritor se debe a una serie de lecturas y momentos que no puede negar, ninguno es un ser iluminado. Pero los escritores se ponen de nuevo en un podio familiar, y eso nos tiene sin cuidado a los lectores. Por eso, al país no le importa que tales escritores existan, y ellos, entonces, se vuelven recelosos, hablan bajito de lo que leen, hablan de ese lugar para iniciados.

Como balance, puedo decir que hemos pasado por dos décadas positivas que han dejado una cantidad de nombres e ideas. Es como si nos hubieran abierto la compuerta del barco y nos dijeran "sálvese quien pueda" y que van a empezar a elegir quién sobrevive. ¿Quién hace esta elección? Un demiurgo español: "Este es premio", dice, "Este es importante", y los demás tenemos que irnos a buscar otras islas, porque en el fondo uno no escribe para la posteridad, sino porque tiene la necesidad de hacerlo. Pero hay escribir con la conciencia de que tenemos que responderle al futuro. Esto es lo que nos van a empezar a pedir los españoles: novelas históricas, temas curiosos, otra vez exotismo latinoamericano, poca ciudad. "Y a mí qué me importa quién es tu familia", nos dirán.

A. J.

¿Cuál sería el papel que ha cumplido la reseña crítica y de divulgación hecha por los mismos escritores en el desarrollo de la literatura colombiana reciente? Hay que considerar, también, que se han generado espacios de reseñistas que no son escritores.

J. D. C.

Hay que tener presente que las reseñas críticas son cada vez más minoritarias, porque los medios mismos son cada vez más minoritarios. Los medios están llegando a su justa medida: el fantasma de ser masivos. La página más vista en internet, por ejemplo, tiene solo un millón de lectores pero esto, ante 44 millones, es una minoría absoluta. Ahora, el problema de las reseñas no es que sean una actividad minoritaria. El problema es que están hechas a partir de la idea, en primer lugar, de que el reseñista es un tipo al que le regalan libros y buenamente escribe algo para ayudarle al editor en la solapa. En segundo lugar, de que las reseñas no deben responder a un diálogo personal con la escritura. Para escribir reseñas, uno debe pensar en la forma en que se escribe un cuento, uno debe hacerse preguntas y respondérselas. Son preguntas para uno, sobre qué nos dicen los libros.

Mis lectores comunes son siete tipos que me insultan cada quince días por mis reseñas. "Bruto", me dicen. "Aprenda a escribir, cerdo. ¡Claro, como le regalaron el libro...!". Pero, a la hora de la verdad, ¿quién más las lee? En el fondo, las reseñas no han calado entre el público porque no tenemos qué reseñar. Si los libros se vuelven un artículo escondido, es difícil que lleguen a ser algo más. Fíjense, por ejemplo, como el cine sí tiene una cabida muy importante en el periódico.

Además, el papel de la reseña se ha vuelto cada vez más entrópico, es decir, uno escribe para quienes sabe que leen y quienes escriben. En principio, las reseñas buscan sorprender a un lector que no compra libros, sino que compra el diario, pero en Colombia la situación de la lectura es tan entrópica que quienes leen libros son los mismos que leen el periódico. ¿Qué cambia esta situación? Facebook, los blogs... Seguramente, este tipo de cosas va a contribuir a que, de alguna manera, los bienes culturales empiecen a circular de otra manera, el "bombardeo" de información sirve para promocionar libros. Sin embargo, los medios en general se han vuelto estáticos. Me refiero a los medios tradicionales, que no se arriesgan a publicar reseñas todos los días. Eso me parece una paradoja de los medios escritos, porque la palabra que es su medio de trabajo principal, pero le sirven muy poco a ella, porque están muy mal escritos o no hacen nada para promover la lectura.

A. J.

¿Cómo, cuándo y para qué reseñar un libro?

J. D. C.

Yo estoy decidido a hacerlo, a pesar de que alguna vez llegué a decir que era una tarea terrible. Ahora soy feliz, porque en el fondo puedo decir algo nuevo para mí cada quince días. Llevo un diario de lecturas en el que escribo lo que es importante para mí. Es la oportunidad de responderme preguntas a mí mismo a través de la lectura. Aspiro a ser cada vez menos masivo: ya no me importa. Uno suele empezar con cierta vanidad, pero yo descubrí que la lectura es, en efecto, una posibilidad de vida real. A través de estas relaciones tormentosas de pareja que necesitan setecientas páginas para despejarse, he aprendido un montón de cosas de mí mismo, de mi esposa, de la paternidad, de la libertad. La lectura opera en uno. Aunque la gente crea que uno está echando carreta, no es verdad, pues la lectura nos afecta. No nos hace mejores, sino que nos confronta con lo peor de nosotros mismos, y eso sí que hace falta en un país como el nuestro.

Ó. C.

Si tuviera que pensar en un paradigma como escritor y lector de los contemporáneos, ¿cuál sería? Con Gabriel García Márquez, el paradigma era demostrarle al mundo que aquí también se podían hacer novelas, y después de él, consistió en demostrar que se podían seguir haciendo obras de arte. Ahora, ¿cuál sería?

J. D. C.

Yo diría que el paradigma es ya no tener paradigma. Eso es una herencia evidente del humanismo. En el fondo, el "paradigma de no tener paradigma" implica empezar a hablarle a nuestros vecinos. Por ejemplo, Gabo solo pudo hacer lo que hizo mirando a su abuelo, a su pueblo miserable; esa entraña que él aprendió tomando a su vez de otros, de eso que constituye la tradición literaria. En el fondo, lo grande siempre aparece en lo pequeño. Hay gente que quiere ser grande, pero además no va a cambiar nada. Por eso, me atrevo a decir que la ambición de la fama universal no constituye la literatura. Esta necesita de los paradigmas de lo completamente local, de lo provinciano, de eso que sí hace la literatura.

¿Qué es Ana Karenina, si no una historia provinciana? ¿Qué es Madame Bovary? ¿Qué es Proust? La literatura está hecha de detalles cercanos y familiares, no de críticas sociológicas ni de malos reflejos de la realidad. Esos elementos hacen que la literatura perviva. No seguimos leyendo a Kafka por ser kafkianos, sino porque uno siente que está atrapado en espacios como los que él muestra. La literatura se hace las preguntas que se hacen las personas de a pie. La literatura no es un asunto de grande salones, no es un espectáculo, y muchos medios en Colombia parecen no haber entendido esto. Por eso insisto en que hay que darle un lugar a un escritor, pero ese lugar no es el mismo que se le daría a un cantante o a un actor. Hay gracia en los escritores, incluso en los que sudan cuando hablan en público, y por eso es que escriben, porque si no fuera así, se dedicarían a otra vaina.

Ó. C.

Para terminar, nos gustaría que nos mencionaras quince novelas que te parezcan importantes de estas dos décadas.

J. D. C.

Duermevela de Melba Escobar, porque me parece honesta, interesante. Hay un escritor menos conocido que se llama José Manuel Palacios, que escribió El corazón del escorpión, premio de la Universidad de Medellín (y ahora la publicará Alfaguara). Hay un libro de cuentos de Juan Álvarez que me gusta mucho, Falsas alarmas. La novela de María Castilla también me parece interesante.

Cuando uno empieza a hacer este tipo de listas, menciona el primer autor y comienza a conectarlo con gente de la misma edad, pero no siempre es así. Uno puede hacer listas de todo tipo. A mí, en general, todos los libros de Tomás González me gustan. Todavía no he leído el último, pero a él lo había leído desde antes. Recomiendo mucho a Tim Keppel, ¿no lo conocen? Es maravilloso. El inquilino de Guido Tamayo muy buena...

Todo listado es terrible, porque al final hay más exclusiones que inclusiones. En el fondo, a lo largo de los últimos veinte años en Colombia, se ha producido una literatura tan potente como la que se había producido en los veinte años anteriores, que incluyen la obra de García Márquez. Acá se han hecho cosas interesantes, pero literatura no es sinónimo de periodismo, no supone leer la actualidad y decir qué es importante y qué no. Las jerarquías en la literatura se definen con el paso del tiempo. Fíjense, y repito algunos ejemplos: un escritor que había estudiado derecho publicó hace décadas un librito mínimo, de setenta páginas, llamado Lo Amador, y treinta años después escribe una novela que recibe un reconocimiento mayor con un premio continental. Ese hombre es Roberto Burgos. Treinta años después de publicar su primera novela, gracias al apoyo de sus amigos en un bar, un hombre que se llama Tomás González consigue ser muy reconocido. Los escritores de mi generación llevamos diez años. Yo no espero ser un autor de doscientos mil ejemplares; espero ser de los de quinientos, al menos. Ojalá encuentre la buena fortuna de un editor al que le guste tanto lo que yo hago como para llevarme por lo menos a Venezuela.


* Juan David Correa Ulloa (Bogotá, 1976) estudió Literatura en la Universidad de los Andes, en Bogotá. Al graduarse, trabajó como redactor cultural en El Espectador. Durante algunos meses fue corresponsal en París para el mismo semanario y, desde 2004, publica allí su columna sobre libros "Ojo a las hojas". Entre los años 2001 y 2002 trabajó como periodista en la revista Cromos. Fue coordinador de prensa de Fundalectura, una fundación para la promoción de la lectura en Colombia. Fue editor de Arcadia de 2005 a 2009. Además, coordinó las actividades culturales de la Biblioteca Nacional en 2010, y en 2011. Fundó junto a Álvaro Robledo la editorial El Peregrino. Publicó su memoria El barro y el silencio (Seix Barral) y es, desde 2011, el coordinador cultural de la Cámara Colombiana del Libro. Este año aparecerá su segunda novela Los cuerpos, de la que se publicó en la revista Granta 12 un fragmento. (Perfil biográfico tomado del sitio web Alfaguara, en http://www.santillana.com.co/alfaguara/detalleAutor.php?autorID=818. Modificaciones del editor).

** Óscar Daniel Campo Becerra, profesional en Estudios Literarios de la Universidad Nacional de Colombia. En el 2009, fue finalista del V Concurso de Libro de Cuentos, organizado por la Universidad Industrial de Santander. Algunos de sus cuentos han sido publicados en antologías de concursos. Un artículo suyo sobre la narrativa de Fabián Casas apareció en la Revista Vox Virtual 23. Trabajó en el proyecto Poesía en Escena. Actualmente tiene la beca a Estudiante Sobresaliente en la Maestría en Escrituras Creativas, donde adelanta la escritura de una novela.