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Tabula Rasa

Print version ISSN 1794-2489

Tabula Rasa  no.7 Bogotá July/Dec. 2007

 

Dos extraños compañeros de cama. La ideología y el poder en Althusser y Foucault1

 

Two Strange Bedfellows – Of Ideology and Power in and Foucault

 

Dois estranhos parceiros de cama. Ideologia e poder em Althusser e Foucault

 

Pablo Francisco Pérez Navarro

Pontificia Universidad Javeriana, Colombia perez.p@javeriana.edu.co

Recibido: 09 de abril de 2007 Aceptado: 19 de septiembre de 2007


Resumen

En el contexto teórico contemporáneo el concepto de ideología está siendo sistemáticamente olvidado, cuando no menospreciado. Los usos abusivos que sufrió durante los años sesenta y setenta terminaron por devaluarlo. Contra esta tendencia, el presente artículo muestra la importancia crucial de preservar en la teoría crítica una cierta noción de ideología, especialmente tal como fue desarrollada por Althusser y complementada posteriormente por la teoría del poder foucaultiana. Considerada desde este punto de vista, la ideología es fundamental para articular ciertas categorías clave en los debates actuales dentro de las ciencias sociales y humanas, como son las nociones de sujeto, verdad, identidad y trabajo.

Palabras clave: ideología, poder, subjetividad, interpelación, verdad, ciencia, identidad, trabajo.


Abstract

In the contemporary cultural and philosophical context, there is a downright devaluation of the notion of ideology, after the abuse carried out by the popularization of the Marxist theory during the sixties and seventies. This paper considers the importance of maintaining alive a certain notion of ideology as it was developed in the work of Althusser and complemented by Foucault’s theory of power. Ideology regarded in this way is fundamental for a comprehensive understanding of ideas like subject, labor, truth and identity, and the way they operate in a capitalist mode of production.

Key words: ideology, power, subjectivity, interpolation, truth, science, identity, work.


Resumo

No contexto teórico contemporâneo, o conceito de ideologia está sendo sistematicamente esquecido, quando não menosprezado. Os usos abusivos que tal conceito sofreu durante os anos 1960 e 1970 terminaram por desvalorizá-lo. Em oposição a esta tendência, o presente artigo mostra a importância crucial de preservar, na teoria crítica, certa noção de ideologia, especialmente aquela desenvolvida por Althusser e complementada posteriormente pela teoria do poder foucaultiana. Considerada sob este ponto de vista, a ideologia é fundamental para articular certas categorias-chave nos debates atuais dentro das ciências sociais e humanas, tais como as noções de sujeito, de verdade, de identidade e de trabalho.

Palavras chave: ideologia, poder, subjetividade, interpelação, verdade, ciência, identidade e trabalho.


En el contexto teórico de nuestros días encontramos una tendencia (comprensible) a menospreciar la ideología. Se la acusa de ser un concepto empleado de modo vago, poco operativo e ineficaz, una categoría que ha sido usada en tal variedad de circunstancias que ha perdido gran parte de su significación; un término negativo e incluso insultante y, desde un punto de vista más filosófico, se la critica por el hecho de presuponer y remitir a una cierta idea de verdad trascendente. En efecto, su uso y abuso en la teoría de los años sesenta y setenta contribuyó al subsiguiente cansancio y fatiga.

Sin embargo, reconociendo lo anterior, considero que se cometería un grave error si la actual teoría crítica prescindiera por completo del concepto de ideología para tratar los problemas contemporáneos en general y los procesos de subjetivación en particular. Este artículo se propone contribuir al debate sobre la vigencia de la ideología tal como fue desarrollado por Althusser y mostrar al mismo tiempo la sorprendente afinidad que guarda con la teorización foucaultiana sobre el poder.

Mi punto de partida consiste en afirmar que el aporte de Althusser es crucial para comprender por qué los procesos de subjetivación posmodernos no se sostienen sin presuponer una noción de verdad aunque esa verdad sea inalcanzable o entendida como un ideal regulador, en las antípodas de cualquier concepción metafísica.

En primer lugar voy a exponer las razones por las que la ideología sólo puede entenderse por contraposición a una presupuesta teoría de la verdad, a la que Althusser denomina ciencia. En segundo lugar, voy a mostrar cómo la ideología, a pesar de su falsedad constitutiva, puesto que no representa ningún tipo de conocimiento verdadero sobre el mundo, tiene una facultad productiva, es decir, produce realidades sociales y psíquicas. Su carácter eminentemente pragmático se traduce en procesos y rituales de tipo material o físico que tienen consecuencias prácticas inmensas en la forma en que los individuos se entienden a sí mismos y al mundo que los rodea. En tercer lugar, procederé a evidenciar las consecuencias de esta actividad preformativa y material en la formación de la subjetividad por medio del lo que Althusser denomina la «interpelación ideológica»; se complementará esa visión con las distintas reflexiones que han tenido lugar alrededor de esta polémica categoría, principalmente las concernientes a su dimensión psíquica o inconsciente. En cuarto lugar, me interesa poner de manifiesto que, contrariamente a lo que se ha creído, la teoría de la interpelación de Althusser y la visión disciplinaria de la sociedad de Foucault tienen profundas afinidades: ambos destacan con igual intensidad el carácter material y performativo de la producción de sujetos. En último lugar, hago alusión a las investigaciones sociológicas de Bauman entorno a la ética del trabajo para mostrar cómo el disciplinamiento no funciona por sí solo, sino que se apoya en un conjunto de creencias que la refuerzan a nivel práctico al mismo tiempo que la contradicen a nivel discursivo. El constante desequilibrio entre práctica y discurso es lo que permitirá la aparición de una teoría crítica que recibe el nombre de «crítica ideológica». Para terminar, comento las consecuencias que tiene el declive de la sociedad disciplinaria y su sustitución progresiva por una sociedad de consumo donde las dinámicas de poder parecen haber trabado relación con el deseo. En este sentido, dado el funcionamiento eminentemente inconsciente de este último, el psicoanálisis está empezando a adquirir una importancia creciente en la crítica cultural y social.

Marx científico

El movimiento estructuralista nace con una fuerte pretensión de cientificidad. El punto de partida son los desarrollos lingüísticos de Saussure y sus seguidores. Lévi-Strauss los importó con éxito a la antropología y Lacan hizo lo propio con el psicoanálisis. El resultado fue que estas dos disciplinas se convirtieron en «referente» para el resto de las ciencias humanas y sociales pues habían sabido adaptar a su campo propio la sistematicidad científica de la nueva lingüística. Les quedaría recorrer un camino análogo a la sociología y la teoría política que en esos momentos tan convulsos (por lo que respecta a la incidencia en los debates públicos de las producciones intelectuales) se encontraban algo devaluadas teóricamente. Desde su cátedra de la École Normale Superieure, una institución de referencia en la enseñanza universitaria francesa de los sesenta, Louis Althusser, apodado «el caimán», trató de dar un carácter científico al marxismo por medio de un «retorno a Marx», que en cierto modo recordaba el retorno a Freud que preconizó Lacan. Como se ve, el cientifismo estructural va ligado a la recuperación de ciertos pensadores críticos modernos. Y más concretamente con aquellos que se conocen convencionalmente como los «maestros de la sospecha», Marx, Freud y Nietzsche. De una forma, quizá no tan textual como Althusser y Lacan, se puede considerar que Foucault llevó a cabo el retorno a Nietzsche.

Por lo que respecta a los dos primeros, su operación de «retorno» consistirá en la inauguración de una forma de lectura particular, que ambos considerarán científica, por cuanto vuelve a las fuentes mismas. Recodemos que, por ejemplo, la enseñanza de Marx había sido filtrada, reducida y simplificada por una serie de versiones canónicas hegemonizantes de su teoría que procedían de los aparatos políticos de la Rusia Comunista y Estalinista(lo que se conocía en la época como la vulgata marxista). Igualmente, tras la muerte de Freud, sus herederos emigrados a los EEUU se enfrascaron en una reelaboración revisionista de sus tesis tratando de minimizar en lo posible la presencia e importancia del inconsciente y fortalecer, por el contrario, el papel del yo (la llamada ego psychology). Todos esos revisionismos llevaron a un olvido progresivo de los autores originales; de forma creciente fueron leídos a través de las lentes de sus distintos intérpretes.

Urgía, por tanto, una lectura textual que permitiera recuperar su pensamiento. Pero esta lectura no se basó tanto en volver a la literalidad de los textos como en leerlos de una forma distinta. Althusser y Lacan inauguraron lo que se conoce como lectura sintomática.

Según Althusser, Marx leía las teorías económicas de Adam Smith y David Ricardo tratando de encontrar en el interior de las mismas sus contradicciones, aquellos puntos ciegos en los que esas mismas teorías mostraban, sin decirlo, al lector atento, su propia imposibilidad. Un texto no se limita a reproducir lisa y llanamente las ideas que su autor quiso transmitir sino que siempre entraña un plus, un exceso respecto a su propio contenido, bajo la forma de lo que el autor no pudo, no se atrevió o, por limitaciones de su época, no llegó a decir del todo, pero cuyo contenido está ahí latente, oculto bajo el contenido manifiesto, esperando ser recuperado. En cierto modo, se puede decir que la lectura sintomática de Marx trata de ver en la literalidad de sus textos lo que en Marx es más que el propio Marx, aquello que dijo sin decirlo-cosa que no debe confundirse con lo que simplemente sugirió.

Para Althusser, el retorno al texto de Marx en su materialidad pretende dar un nuevo impulso al marxismo y sacarlo del estancamiento al que lo había sometido la vulgata. Esta recuperación de Marx está estrechamente ligada al carácter científico de su pensamiento. Según Althusser, el pensamiento de Marx sufre una profunda transformación (un corte epistemológico) en el año 1849, momento en que su teoría deviene científica, siendo sus desarrollos anteriores meramente metafísicos.

Marx había caracterizado explícitamente el socialismo que defendía como científico por oposición a lo que llamaba el socialismo utópico de los teóricos que lo precedieron (Owen, Fourier, Saint-Simon y Proudhon). ¿Qué diferencia había en aquel momento entre el socialismo científico de Marx y las colonias autogestionadas de Fourier (falansterios), la banca popular de Proudhon (que concedía préstamos sin interés a los trabajadores) o las cooperaciones obreras de Owen, embrión de los modernos sindicatos? Para Marx (y Engels), estas iniciativas estaban más próximas al paternalismo filantrópico que al socialismo. No eran científicas en el punto preciso en el que dejaban intactos los fundamentos del capitalismo burgués que pretendían atacar. Una crítica científica tenía que ir hasta el fondo de la cuestión y socavar el fundamento mismo que mantiene en pie un sistema social determinado. Para Marx la cosa estaba clara: esos fundamentos que sostienen todas las demás formaciones, tanto sociales como históricas y políticas, consistían en la denominada infraestructura económica y toda crítica que se tuviera por científica debía atacarlos.

La doctrina científica de Marx consiste pues en una vasta teoría de la sociedad y de la historia. Por un lado está el Materialismo Histórico, que vendría a ser una ciencia de la historia, o más específicamente, de las distintas formas de transición de un modo de producción a otro. Marx indicó la existencia de varios modos de producción a lo largo de la historia, pero su labor científica se concentró en describir el modo de producción de su presente histórico, es decir, el modo de producción capitalista. A eso se consagra por entero su último libro, que dejó inacabado: El Capital. Por otro lado, está el Materialismo Dialéctico, que en palabras de Althusser es el «corazón de la filosofía marxista» (1970). Se trata esta vez de una historia de la producción de conocimientos, donde por tales hay que entender las condiciones reales (materiales y sociales) de la producción de conocimiento. El Materialismo Dialéctico, por ser materialista, está afincado en los procesos reales que tienen lugar en la historia concreta de los individuos que producen su existencia; por ser dialéctica aprehende esos mismos procesos en su dimensión histórica y social más allá de concepciones trascendentales y atemporales válidas en todo lugar y en todo momento. La dimensión dialéctica prioriza el cambio y la transformación. De este modo entiende Althusser (siguiendo a Marx) el concepto de ciencia: radicalmente diferente al método científico empírico inductivo y sus usos instrumentales con los que estamos familiarizados. Teoría, ciencia y Materialismo Dialéctico son, en este sentido, estrictos sinónimos. La ciencia es algo que producimos por medio de una actividad, se trata de una práctica, y, más concretamente, de una práctica teórica. Althusser deja claro que la práctica teórica, en la que consiste la ciencia, es una actividad autónoma e independiente de la práctica social y la práctica económica. Consiste en algo que les viene a ambas desde fuera y las condiciona y transforma profundamente. Del mismo modo que para Lenin el marxismo era un saber al servicio de los intereses «objetivos»2 de la clase obrera que viene de fuera de esa misma clase, las organizaciones marxistas se diferencian de las organizaciones obreras en que las primeras fundan sus objetivos sobre los principios de una teoría científica mientras que las segundas son ideológicas. Esto puede significar varias cosas. La principal es que ciencia e ideología funcionan como conceptos opuestos. Veámoslo con más detalle.

La teoría marxista concibe la sociedad como una totalidad orgánica que comprende tres niveles. En primer lugar, los hombres y mujeres participan en la producción económica cuyos mecanismos son determinados por la «estructura objetiva» de las relaciones de producción. También participan en actividades políticas que están regidas por la «estructura objetiva» de las relaciones de clase (lucha de clases, Derecho y Estado). Por último, participan en otras actividades que involucran su vida cotidiana y que pueden realizar de forma inconsciente o automática; estas últimas constituyen la actividad ideológica. En este punto, Althusser prescinde del término «estructura objetiva», puesto que las relaciones que tienen lugar en este nivel no son conocimientos verdaderos del mundo que representan, sino que son representaciones falsas (más adelante, Althusser dirá «imaginarias»). Son falsas en la medida en que la realidad «tal como es» está determinada por estructuras objetivas (relaciones de producción, relaciones de clases). Sin embargo, estas estructuras no se muestran en la vida cotidiana, permanecen ocultas. O, por decirlo con otras palabras, la realidad «objetiva» está regida por procesos altamente abstractos donde los seres humanos no tienen ninguna autonomía, son el producto sobredeterminado de una cierta estructura social, carentes por completo de presencia ni de significación sustantiva. Para el capitalismo, los individuos son meros engranajes, piezas dentro del sistema de producción, son pura fuerza de trabajo, como ejemplifica el célebre film de Charles Chaplin, Tiempos Modernos.

Son falsas también en el sentido de que la estructura social sólo puede entenderse sobre la base de la existencia de clases sociales. La división del trabajo coloca a estas clases una frente a otra de forma antagónica. En este contexto, la ideología está destinada al fin concreto de asegurar la dominación de una clase sobre las otras: «la ideología se ejerce sobre la conciencia de los explotados para hacerles aceptar como “natural” su condición de tales» (1970:54). Ahí reside su falsedad: su función es ocultar la verdadera realidad de las cosas (situación antagónica de explotación) y ofrecer una imagen de la sociedad como un todo cohesionado y armonioso.

Entonces, por oposición a la realidad inhumana u «objetiva», hay que delimitar otra realidad que podríamos llamar por oposición «subjetiva» o incluso «intersubjetiva». Se trata de la realidad cotidiana, de todos los días, la realidad vivida. En esta dimensión propiamente ideológica, el sujeto adquiere una coherencia suficientemente ilusoria y provisional que le permite convertirse en agente social práctico. Por supuesto, digo coherencia ilusoria porque los sujetos están siempre sobredeterminados, condicionados por una estructura que los excede y conforma, pero, por otro lado, esta verdad debe desaparecer, o por decirlo en términos freudianos, debe reprimirse en el momento mismo en el que nos convertimos en sujetos (Butler, 2001). La ideología tiene pues una doble cara: su falsedad es, por decirlo así, necesaria o, en palabras más actuales, productiva, puesto que nos permite ser alguien.3. A diferencia de la ciencia, la ideología tiene un carácter antropomórfico, «nos individualiza, como seres de valor único, nos llama por nuestro nombre […] sin embargo, la verdad pura y simple es que la sociedad no tiene necesidad alguna de mí» (Eagleton, 1997:185). De este modo, la ideología queda por fuera del ámbito del conocimiento; lo que nos proporciona es más bien un reconocimiento por medio del cual nos podemos guiar en la complejísima trama social; reconocimiento en lugar de conocimiento. No proporciona verdadero conocimiento, pero nos da respuestas, del mismo modo que Freud hizo notar que la religión no es ningún tipo de saber verdadero pero suministra a los hombres las respuestas que necesitan para conducirse en la vida; dice algo cierto sobre cómo es el mundo, pero ese algo es siempre sesgado e insuficiente. Es una simple alusión a la realidad. Por su carácter inevitablemente incompleto, la alusión se transforma en ilusión. «la vida social se ha vuelto demasiado compleja para ser aprehendida en su conjunto por la conciencia cotidiana» (Eagleton, 1997:194). La condición de existencia de la ideología es la opacidad intrínseca de la estructura social (Althusser, 1970: 55). Más aquí no debemos confundirnos: por mucho que la ciencia ayude a clarificarnos, la ideología seguirá siendo necesaria para desenvolvernos en nuestra cotidianidad. Ambas pertenecen a distintas esferas. La ciencia encuentra su condición de posibilidad en una distancia o mediación con respecto a la realidad espontánea y vivida. Sin embargo, nadie, ni el teórico más puro, puede sustraerse a la inmersión en el mundo prerreflexivo. La inmersión en la ideología es inevitable, y sus efectos casi siempre se nos escapan, tienen lugar a nuestras espaldas, o por decirlo de otro modo, se desarrollan en el inconsciente.

Althusser en un breve texto programático publicado en el año setenta y que rápidamente se hizo famoso, Ideología y Aparatos Ideológicos de Estado, compara la ideología con el inconsciente freudiano y aduce que la «ideología es eterna» del mismo modo que Freud dice que el inconsciente es eterno. ¿Cómo debemos entender esta afirmación? Por un lado hay que pensar en la filiación estructuralista de Althusser y diferenciar las ideologías concretas e históricas de la estructura ideológica o la Ideología en General (y en mayúscula), estructura vacía que se llena con distintos contenidos según el momento histórico. La ideología como estructura es necesaria y es transhistórica, por ello, el hombre es un «animal ideológico». Podemos entender la «Ideología en General», por oposición a la ideología concreta, comparándola con el momento sincrónico o simultáneo del que hablaba Saussure como complementario al momento diacrónico del fluir temporal de las ideologías históricas y concretas. También, con otra distinción saussureana, la existente entre «lengua» (langue), la estructura abstracta inmaterial del lenguaje y «habla» (parole), la materialización concreta de esa lengua por cada hablante particular (Saussure, 1998).

En este sentido, la ideología se asemeja al inconsciente. Pero hay otra similitud interesante. En la ideología estamos como un pez dentro del agua o, mejor dicho, como el agua está dentro del agua, de tal modo que se vive de forma espontánea e inmediata, prerreflexiva. A este tipo de inmersión ideológica espontánea y prerreflexiva, Heidegger la consideraba el modo fundamental de ser-en-el-mundo (2003). La ideología funciona desde dentro tanto como desde fuera produciendo una red de verdades «subjetivas»; donde por subjetivo debemos entender no que afectan al sujeto, sino que lo constituyen, lo subjetivizan. La ideología, en tanto que ilusión, produce el efecto fundamental por medio del cual creemos ser sujetos libres y autónomos con una identidad propia, distintos de los demás, con una «personalidad» distintiva y característica.

Su carácter es ubicuo, está en todas partes; no sólo en el tercer nivel de la superestructura social donde la colocó Marx, sino que opera y afecta también al resto de niveles del edificio social, tanto la base económica como la superestructura política, actuando como una suerte de cemento que sostiene la ficción de un conjunto cohesionado. Impregna el trabajo, la política y el tiempo de ocio, se cuela en los intersticios de la más recóndita experiencia vivida hasta el punto que cuando el individuo cree tener que ver con la percepción pura y desnuda de la realidad, con percepciones y creencias que parecen obvias y autoevidentes, de sentido común, en realidad, con lo que tiene que ver, es con manifestaciones ideológicas, que se llevan a cabo a espaldas del sujeto. La ideología se practica, pero no se conoce.

Que Althusser considere la ideología como una estructura inherente a toda organización humana equiparable a la cultura, no impide que esa estructura «eterna» o transhistórica no deba llenarse de contenido en cada momento. El ensayo Ideología y aparatos ideológicos de estado, se aplica a la tarea de analizar cómo funciona la ideología concreta de nuestro tiempo, la ideología capitalista.

Producir o perecer

El capitalismo subsiste mediante la constante producción. Para producir sin parar debe re-producir sus propias condiciones de producción; este es el punto de partida ¿De qué modo se reproducen las relaciones de producción? Básicamente de dos modos, arguye Althusser: por la reproducción constante del capital financiero, por un lado, y por la reproducción de la fuerza de trabajo, por otro (2006). Recordemos que la fuerza de trabajo es lo único que el trabajador puede vender; para el capitalismo, es el índice de su existencia como ser vivo. Lo único que cuenta. Esta fuerza se reproduce mediante el salario, que permitirá que la unidad productiva llamada trabajador pueda satisfacer sus necesidades y volver al trabajo al día siguiente, pueda reproducirse (tener hijos) y darles a esas réplicas suyas una educación que les permita insertarse de nuevo en el mercado y operar como fuerza de trabajo, y así sucesivamente.

Esta reproducción tiene lugar en un ámbito específico que es el Estado. Nunca ha existido la menor oposición entre capitalismo privado y capitalismo de Estado; desde sus inicios históricos el capitalismo siempre ha sido capitalismo de Estado (Althusser, 1970). Según la ya clásica definición de Marx, el Estado no es más que un aparato represivo que sirve de salvaguarda al incesante proceso productor y reproductor económico. Su función es asegurar la extorsión de la clase obrera para someterla al proceso de la plusvalía. Althusser en su despiece estructuralista habla del Estado como un «aparato». El Estado es un conjunto inestable, un campo de batalla donde tiene lugar una encarnizada lucha política entre los que quieren tomar el poder y los que quieren conservarlo. En el núcleo del Estado se debaten fuerzas activas o transformadoras y fuerzas reactivas o reproductoras.

Por otro lado, el Estado es también una máquina con funciones específicas, que se puede subdividir en dos grandes aparatos según la función que cumplen. En primer lugar, aparatos puramente represivos: una fuerza de ejecución y de intervención que no tiene inconveniente en emplear la violencia siempre que sea necesario (y casi siempre lo es), ejemplificada por instituciones tales como la administración, el gobierno, el ejército, la policía, los tribunales y las prisiones. El segundo conjunto, mucho más disperso y plural, es el conjunto de aparatos ideológicos de Estado. Pertenecen al ámbito de la sociedad civil y están formados por instituciones tan dispares como los centros de enseñanza (públicos y privados), los medios de comunicación (prensa, radio, T.V.), las instituciones culturales, la familia, los clubes de ocio, las organizaciones sociales, los sindicatos y partidos políticos, la Iglesia, etc. Mientras que existe un solo aparato represivo de Estado, existen múltiples aparatos ideológicos; estos últimos no recurren directamente a la violencia sino a un tipo de violencia atenuada o simbólica -- en el sentido en el que Bourdieu (1999) utiliza este término cuando habla de capital simbólico, poder simbólico o violencia simbólica. Entre ambos aparatos no hay una diferencia sustantiva sino de intensidad.

Althusser da un giro radical al marxismo clásico al afirmar que es justo mediante los aparatos ideológicos como se sostiene el edificio de la producción y reproducción económica y no al contrario. La infraestructura económica empieza a perder el peso absoluto que le había dado el marxismo ortodoxo en favor de las estructuras más sutiles e inmateriales que forman la trama de las relaciones sociales. Sin embargo, Althusser insistirá en que la ideología tiene una existencia material. Su concepción teórica no dejará de oscilar entre dos polos a veces difíciles de conciliar. De un lado, sigue a Marx al pie de la letra cuando éste afirma que la ideología es algo imaginario, de otro, no rehúsa otorgar a la misma una existencia material.

Althusser nos recuerda como en La ideología alemana, Marx definía la ideología como «pura ilusión, un puro sueño, es decir, nada. Toda realidad está fuera de sí misma. La ideología es pensada como una construcción imaginaria cuyo estatuto teórico es similar al estatuto teórico del sueño en los autores anteriores a Freud» (2006:137). Antes de Freud, el sueño era algo sin importancia, carente de sentido, algo a lo que no debía concedérsele ningún crédito. Freud se empleó a fondo para entresacar del aparente caos del sueño (contenido manifiesto) un mensaje totalmente coherente elaborado por el inconsciente y relacionado con el deseo (contenido latente). Para Marx la ideología es un artificio absurdo del mismo tipo que el sueño en la época anterior a Freud, un mero instrumento para mantener engañado a un colectivo numeroso de gente. Sin embargo, Althusser considera que es momento de mostrar que en la ideología, igual que en el sueño freudiano, hay algo más que pura mistificación. Para ello retoma el uso del término «imaginario», pero dándole un sentido completamente distinto al que le daba Marx.

En una peculiar fusión de marxismo con la teoría psicoanalítica lacaniana, Althusser entiende por imaginario, no algo ilusorio, sino en sentido literal, aquello que es relativo a una imagen. Según las investigaciones de Jacques Lacan, el niño a la edad de cinco u ocho meses, al confrontarse con su reflejo en el espejo, tiene un momento de alegría o júbilo cuando se reconoce en su propia imagen reflejada. Se percibe como un ser separado y distinto, un todo completo. Es su primer contacto con la identidad. Sin embargo, nos dice Lacan, se trata de un reconocimiento erróneo de su propio estado real, puesto que a esa edad, el niño está físicamente descoordinado, la imagen que le proporciona el espejo es la de un cuerpo más unificado de lo que en realidad está. Ese reconocimiento en la imagen, por no ser un conocimiento real sino imaginado, es un engaño y, por tanto, un desconocimiento. En eso consiste la dimensión imaginaria de la existencia humana: en un autorreconocimiento erróneo y por tanto alienante. Un reconocimiento engañoso pero al mismo tiempo necesario para obtener la imagen de uno mismo.

Althusser sostiene que la ideología representa de forma imaginaria las condiciones reales de existencia. Esto significa que hace cierta alusión a la realidad sin desvelarla del todo, mostrándonos sólo los aspectos más amables. Por ello, como decíamos antes, toda alusión es una ilusión. Proporciona una suerte de mapa imaginario de la totalidad social, de este modo su falsedad se vuelve absolutamente indispensable. En palabras de Eagleton: «en el ámbito ideológico el sujeto humano va más allá de su verdadero estado de difusión o descentramiento y encuentra una imagen consoladoramente coherente de sí mismo reflejada en el espejo de un discurso ideológico dominante» (Eagleton, 1997:184). El sujeto está fundamentalmente descentrado, no tiene unidad ni consistencia más allá de la que le puede proporcionar un determinado discurso ideológico (que funciona como el espejo lacaniano). La unidad es ficticia, pero sin ella el individuo sería incapaz de encontrar su camino en la realidad social.

Entonces, nos encontramos con que la necesidad de una versión imaginaria por medio de la cual los individuos se representan sus propias relaciones con el todo social, proviene de un desarraigo fundamental: no se trata de la manipulación de la realidad por unos pocos (una camarilla de poderosos) sino más bien del carácter alienado del mundo real. Las contradicciones ideológicas reflejan de algún modo las contradicciones de la propia sociedad pero bajo el modo del «retorno de lo reprimido». Tratando de enmascarar las consecuencias opresivas de la realidad social por medio de un ocultamiento, tergiversación o represión, la ideología pone en evidencia indirectamente las contradicciones precisamente bajo la forma de ese enmascaramiento. La solución imaginaria nunca es suficiente y no consigue ocultar las contradicciones reales que terminan por aflorar tarde o temprano, produciendo brechas en la interpretación de la realidad social.

La forma imaginaria que tiene el individuo de relacionarse con la sustancia social no consiste tan sólo en un conjunto de creencias (falsas o no). En cierto modo, la presunta falsedad de esas creencias es completamente irrelevante, puesto que lo importante es que de ellas se derivan una serie de prácticas. A eso apunta Althusser cuando dice que la ideología es algo material. Desde una primera aproximación, se podría pensar que uno actúa según sus creencias, esto es, que tiene ideas en la conciencia y actúa de acuerdo con ellas; «si cree en Dios, va a la iglesia para asistir a la misa, se arrodilla, reza, se confiesa, hace penitencia y naturalmente se arrepiente y continúa, etc.» (Althusser, 2006:142). Esa sería le versión ideológica del funcionamiento de la conciencia. Sin embargo, la realidad consiste en todo lo contrario. La vida social se organiza en torno a ciertas prácticas y las prácticas son materiales y están reguladas por unos rituales que dependen de un determinado aparato ideológico. Esas prácticas generan (producen, fabrican) las ideas que supuestamente sostienen.

Nos encontramos ante una suerte de relación circular; las prácticas terminan produciendo las mismas ideas que son sustento de esas prácticas. Pascal, en sus Pensamientos, explica cómo un amigo que había perdido la fe se le acercó para pedirle consejo. Se encontraba desconcertado, a lo que él respondió: «no te preocupes, ve a la iglesia, arrodíllate delante de la cruz, persígnate, ora, actúa como si creyeras y con el tiempo la creencia llegará por sí sola» (Pascal, 2004). Este ejemplo escandaloso de Pascal implica una reordenación conceptual de tal modo que en el nuevo esquema las ideas en cuanto tales, desaparecen en favor de las prácticas, que son en cierto modo productivas, crean realidades, producen ideas y lo hacen de tal modo que esas ideas (por un peculiar efecto retroactivo) parecen ser las causantes de esas prácticas. Ya no nos encontramos en una situación en la que alguien «cree» y luego actúa en concordancia con esa creencia, sino a la inversa: la creencia surge tras la ritualización de un conjunto de prácticas sociales. Las prácticas tiene pues un carácter productivo: producen ideas, creencias y, entre todas ellas, la noción fundamental de «sujeto».

¡Eh usted, oiga!

Althusser da una versión materialista de la constitución de la subjetividad por medio del llamado ideológico que denomina interpelación. Dicho brevemente, la interpelación es el procedimiento por medio del cual los individuos se constituyen en sujetos; ese, y no otro, es el fin último de la ideología: «sugerimos entonces que la ideología “actúa” o “funciona” de tal modo que “recluta” sujetos entre los individuos […] por medio de esa operación muy precisa que llamamos interpelación y que puede representarse con la más trivial y corriente interpelación policial (o no) “¡Eh, usted, oiga!”» (2006:147). Dado que el concepto de interpelación es inseparable de su ejemplificación, merece la pena citar in extenso el célebre ejemplo que aparece en Ideología y aparatos ideológicos de Estado:

Si suponemos que la hipotética escena ocurre en la calle, el individuo interpelado se vuelve. Por este simple giro físico de 180 grados se convierte en sujeto. ¿Por qué? Porque reconoció que le interpelación se dirigía precisamente a él y que era precisamente él quien había sido interpelado (y no otro). La experiencia demuestra que las telecomunicaciones prácticas de la interpelación son tales que la interpelación siempre alcanza al hombre buscado: se trate de un llamado verbal o de un toque de silbato, el interpelado reconoce siempre que era él a quien se interpelaba. No deja de ser éste un fenómeno extraño que no sólo se explica por el sentimiento de culpabilidad, pese al gran número que tienen algo que reprocharse.

Naturalmente, para comodidad y claridad de la exposición de nuestro pequeño teatro, hemos tenido que presentar las cosas bajo la forma de una secuencia, con un antes y un después, por lo tanto bajo la forma de una sucesión temporal. Hay individuos que se pasean. En alguna parte (generalmente a sus espaldas) resuena la interpelación «¡Eh usted, oiga!». Un individuo (en el 90% de los casos aquel a quien va dirigida) se vuelve, creyendo-suponiendo-sabiendo que se trata de él, reconociendo pues que es «precisamente a él» a quien apunta la interpelación. En realidad, las cosas ocurren sin ninguna sucesión. La existencia de la ideología y la interpelación de los individuos como sujetos son un sola y misma cosa ( Althusser, 2006:147).

En esta escenificación teatral hay varios asuntos que resultan problemáticos. Primero que todo, ¿dónde reside la fuerza de la interpelación? ¿Por qué siempre el individuo se da la vuelta ante el llamado? ¿Por qué siempre sé que soy yo el interpelado? Judith Butler, en un refinado ejercicio de hermenéutica literaria, es quien mejor ha teorizado sobre el fenómeno de la interpelación poniendo especial atención en la vertiente psíquica. Toma el ejemplo de la media vuelta y lo desglosa en sus elementos fundamentales: en primer lugar, tenemos la voz de la Ley (que me llama); luego, una receptividad de quien escucha, es decir, una disposición a volverse. El individuo está esperando la voz de la Ley, anhela escuchar esa voz. Por último, Butler destaca el hecho de que la persona se vuelve en su dirección antes de haber podido formular las preguntas fundamentales: ¿quién me habla? ¿por qué debería volverme? Esto significa que antes de que haya una comprensión crítica del hecho de acatar el llamado existen la receptividad y la vulnerabilidad, y esos son los puntos de partida. Si la interpelación siempre resulta exitosa se debe a que el individuo anhela el llamado de la Ley para recibir de ella una identidad. Sin embargo, la única forma en que la Ley me puede llamar y dar una identidad es la forma de la acusación, identificándome con el infractor de la Ley, en suma, culpabilizándome. La Ley es infringida antes de que uno tenga acceso a ella, antes siquiera de que la conozca. Una situación ciertamente paradójica. La conclusión que podemos extraer es que la culpa es anterior a la Ley y por tanto siempre «extrañamente inocente» (Butler, 2001:121). Butler nos aclara los motivos de esa aceptación espontánea del llamado: si aceptamos la Ley sin ningún tipo de posición crítica hacia ella se debe a que en nuestro interior anida un deseo por la Ley que es constitutivo, una «complicidad apasionada con ella». El sujeto la necesita para existir.

Concluye la autora que la vuelta en dirección a la Ley indica cierto deseo de ser contemplado por la cara de la autoridad (2001:125-26), deseo que permite por un lado el «reconocimiento erróneo» (fundamento del procedimiento imaginario que caracteriza la ideología) así como el ingreso en el mundo social: si el sujeto sólo puede asegurarse la existencia en términos de la ley, la sumisión ante ella es una forma de apegarse a la supervivencia simbólica, o como dice Butler, una «vinculación narcisista con la continuación de la existencia» (2001:126).

Ya en Althusser, el deseo por la ley está ligado a dos conceptos fundamentales: la aparición de la conciencia y la culpa. La formación del sujeto depende de la búsqueda de un reconocimiento que está inevitablemente ligado a la culpabilidad abstracta frente a la ley. De ahí el vínculo de la interpelación con el ejemplo religioso.4 Por otro lado, la eficacia de la ideología está ligada a la formación de la conciencia.

La primera alusión a la conciencia en el texto de Althusser, que resulta fundamental para el éxito o la eficacia de la interpelación, se relaciona con la adquisición y dominio de las habilidades lingüísticas, con el aprendizaje para «hablar bien» (bien parler), saber dirigirse a sus superiores, saber dar órdenes a los subordinados, habilidades fundamentales para desempeñarse convenientemente en la esfera social y laboral. Si, como decía anteriormente, el capitalismo consiste en la reproducción de las condiciones de producción, la reproducción del sujeto tiene lugar mediante la reproducción de las habilidades lingüísticas, las cuales constituyen, las reglas y actitudes constantemente reproducidas «por todo agente de la división del trabajo» (2001:130).

Estar integrado en el esquema laboral simbólico de producción/reproducción exige el dominio de unas habilidades lingüísticas. Butler (2001) pone especial cuidado en dejar claro que ese domino es inseparable de cierta sumisión. Cuanto más se domina una práctica, más plenamente se logra el sometimiento. La sumisión y el dominio tienen lugar simultáneamente. «Vivir la sumisión como dominio y el dominio como sumisión es la condición de posibilidad de la emergencia del sujeto» (Butler, 2001:131) Ahí reside el carácter ambivalente de la sumisión: por un parte la detestamos, porque nos esclaviza, por otra, mediante el domino de las habilidades, la promovemos continuamente porque nos otorga cierto poder.

En segundo lugar, el trabajo cumple con otra función esencial para atenuar la culpa sobre la que se funda el llamado ideológico: el dominio del saber hacer protege al sujeto contra una acusación (de vagancia o parasitismo). El trabajo es una suerte de confesión de inocencia por medio del cual el sujeto queda exonerado de una culpa. Infundir culpa en el sujeto para que se vea obligado a sacársela de encima mediante el trabajo es la principal función ideológica de la ética del trabajo, como se verá más adelante. Así la sumisión a la ideología dominante (y a la disciplina laboral) se experimenta como una necesidad de probar la inocencia ante una acusación. La prueba de inocencia no se consigue de una vez y para siempre sino que tiene que ser continuamente renovada, se trata de «un estatuto incesantemente reproducido» (Butler, 2001:132). Uno nunca llega a ser del todo inocente sino que está siempre en vías de exonerarse de la acusación de culpabilidad. Y el trabajo (el dominio y, por tanto, la sumisión a la disciplina) es el medio principal para conseguirlo.

La culpa es pues un elemento fundamental para entender el por qué del sometimiento a la ley. En un primer momento, por culpa nos comprometemos en unas prácticas repetitivas (encarnadas en el trabajo y el lenguaje); más tarde, con el dominio de esas habilidades, y la subsiguiente sumisión, quedamos temporalmente exonerados de la culpa que nos atenaza; finalmente, logramos ingresar en lo social con un cierto estatuto de respetabilidad, convirtiéndonos en sujetos, o lo que equivale a decir en «buenos sujetos».

A continuación examino el modo como la culpa y la conciencia producen materialmente a los sujetos. Todo ello se consigue, según Althusser, por medio de los rituales sociales. Anteriormente mostré que el ejemplo de ritual sacado de Pascal le permite explicar cómo práctica y creencia devienen inseparables. «La noción de ritual sugiere una acción cuya repetición genera una creencia que luego es incorporada a la actuación en operaciones posteriores» (Butler, 2001:134). Es decir, el ritual se ejecuta con la «fe» de que tarde o temprano llegará el sentido. Este distingo es de importancia capital puesto que permite socavar las distinciones material /ideal, creencia/acción, base/superestructura que enturbiaban el desarrollo de un pensamiento social capaz de establecer un vínculo entre conciencia individual y práctica social.

La constitución del sujeto es material en la medida en que tiene lugar mediante rituales y estos materializan las «ideas del sujeto» (2001:136). La «subjetividad» entendida como la experiencia vivida e imaginaria del sujeto, experiencia estrictamente ideológica, se deriva ella misma de los rituales materiales.

El filósofo Slavoj Zizek (2003) llama a este ritual externo «máquina simbólica» (o autómata). Allí no sólo se deciden nuestros comportamientos sociales, sino también nuestras creencias más íntimas. En el ritual creemos aunque no creamos. Y eso es así porque nuestra creencia se articula a través de la práctica, en aquello que hacemos (nuestras acciones) y no en aquello que decimos o pretendemos saber. De este modo la creencia permanece inconsciente. No se está hablando de una interioridad recóndita, sino de una exterioridad que siéndonos ajena constituye la interioridad misma a nuestras espaldas. El inconsciente se articula en nuestros actos y por ello escapa a la conciencia. Creemos a través de los actos y es por eso que Zizek puede hablar del inconsciente como algo externo, una máquina simbólica. El inconsciente es eminentemente práctico. Lo que Althusser no alcanza a explicar, según Zizek, es cómo por medio de la interpelación se «interioriza» el «aparato ideológico de Estado». La única respuesta es a través del inconsciente: el ritual social se experimenta como un mandato sin sentido (Zizek, 2003:73), y ahí, como diría Butler, radica nuestra adhesión apasionada a la ley. En la interpelación hay algo que escapa al sentido pero que está vinculado a algún tipo de goce. Este goce sin sentido es lo que sostiene una determinada ideología. Independientemente de su falsedad, de su componente de mistificación o de su aptitud para ofrecernos un «mapa cognitivo» de la realidad en que vivimos.

Desde este punto de vista, la interpelación es siempre la respuesta al llamado del Otro Poderoso que personifica la ley (la autoridad, Dios, el Padre, etc.).Este llamado recibe toda su efectividad por tener un carácter misterioso e insondable, por carecer de sentido, como ejemplifican las más célebres novelas de Kafka. Lo verdaderamente traumático de la ley es que carece de sentido; pero para que la ley funcione, ese sinsentido debe quedar reprimido, enterrado en el inconsciente práctico. Esa es la enseñanza de Pascal «abandona la argumentación racional y sométete simplemente al ritual ideológico, quédate estupefacto repitiendo los gestos sin sentido, actúa como si ya creyeras y la creencia llegará sola» (Zizek, 2003:68). Ese carácter fundamentalmente arbitrario del mandato interpelatorio se ha de reprimir en el inconsciente (por insoportable) y se sustituye por la idea imaginaria de que el mandato de la ley tiene efectivamente un significado. La costumbre externa es siempre un soporte material para el inconsciente del sujeto (Zizek, 2003: 69). Si sigue una creencia (sus prácticas materiales) el sujeto cree sin saberlo.

El sentimiento primordial de culpa es el secreto de la interpelación, del mismo modo como en Butler el deseo de sumisión se basa en una ambivalencia fundamental. La culpa abstracta que sentimos en el llamado de la autoridad es lo que activa el sentimiento de obediencia; la ignorancia de mi culpa, el hecho de no saber de qué soy culpable es precisamente aquello que me hace culpable. Resumiendo: por un lado, el llamado de la ley otorga un puesto en el orden simbólico, que es tanto como decir que otorga una identidad; por otro lado, ese mismo llamado se fundamente en la asunción de una culpa que impide la identificación total. La culpa actúa como el elemento paradójico que asegura al mismo tiempo que impide el perfecto reconocimiento ideológico.

A continuación muestro de qué manera el postulado psíquico de la culpabilidad abstracta entendido como el principal sostén de la obediencia a la ley omite un elemento que cobrará una importancia creciente en la teorización del sometimiento: la naturaleza del poder. El primero en desanudar sus interioridades y sutilezas fue un antiguo compañero de Althusser en el partido comunista: Michel Foucault.

¡A las barricadas!

El movimiento comunista francés había estado preparándose para la toma del poder desde los años cincuenta. Sin embargo, el mes de mayo del año 68, los estudiantes salieron a la calle por su propia iniciativa y consiguieron paralizar el país durante algunas semanas. ¿Qué hicieron las organizaciones revolucionarias de izquierda que tanto habían estado anhelando y preparando ese momento? Nada. No sólo no supieron aprovechar la circunstancia sino que se mantuvieron despreciativamente al margen de esos estudiantes pequeño-burgueses con los que no tenían nada que ver y contemplaban con horror el vacío de poder que se produjo en el seno del Estado. Ese fue el principio del fin de los movimientos marxistas de izquierda en Francia. La cuestión que se puso sobre la mesa una vez sofocado el movimiento estudiantil no fue otra que la cuestión del poder y sus vicisitudes. Por un lado, su extrema fragilidad (una movilización estudiantil pudo ponerlo en cuestión), por otro, su capacidad ilimitada de absorber todas las posibles subversiones. Toda revolución desemboca siempre en una restauración del orden todavía más férrea que la anterior, de la mano de lo que Weber (2007) llamaba una «autoridad carismática». ¿Por qué sucede eso? ¿Cuál es la naturaleza ambivalente del poder?

Todas estas preguntas fueron suscitadas tras los hechos de mayo. Por qué los individuos necesitan estar sometidos a un poder cualquiera que este sea y no pueden soportar su ausencia, el vacío de poder, de tal modo que para cubrirlo están dispuestas a dar apoyo a un gobierno autoritario. La pregunta clave, en palabras de Vincent Descombes, es: «¿Por qué los hombres luchan por su servidumbre como si se tratara de su salvación?» (1982:225). La respuesta a esta pregunta es inseparable de una explicación de los mecanismos por medio de los cuales funciona el poder. El texto ya comentado anteriormente de Althusser, Ideología y Aparatos ideológicos de Estado, publicado en 1970, fue de especial relevancia en este debate, pero hubo otro que también tuvo un peso decisivo: el libro de Foucault Vigilar y castigar, de 1975. Ambos textos ponen de relieve la vertiente material del poder cuya principal característica es la de producir; producir comportamientos corporales o representaciones mentales y, en definitiva, una «función sujeto». En Althusser, como mostré antes, se trataba de mostrar como toda ideología interpela a los individuos en sujetos. Para Foucault se trata de mostrar la manera como «el ser humano se convierte en sujeto» (1984:298).

El mismo año de la aparición del opúsculo de Althusser, Foucault pronuncia su lección inaugural en el Collège de France (publicado un año después con el título L´Ordre du Discours), primer ensayo en el que Foucault se plantea el tema del poder. Su hipótesis de partida consiste en que «en todo sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por un cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar los poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio, y esquivar su pesada y terrible materialidad» (Foucault, 1987:11). Emerge por primera vez en su obra el tema de las políticas del discurso o la relación que existe entre el saber y el poder. Esta problemática se inicia dentro del ámbito del discurso tratando de explicar por qué la materialidad del mismo en tanto que «acontecimiento enunciativo» queda fijada en unos parámetros preestablecidos. Se pregunta cuáles son los sistemas de sujeción que atrapan a los discursos para controlarlos y neutralizar su potencial «salvaje».

En su anterior labor arqueológica, Foucault distinguía entre el acontecimiento discursivo, -con su carácter aleatorio, material, discontinuo e imprevisible- y aquellos discursos ya domesticados dominados por la representación, discursos en los que nos reconocemos. Por tanto, en Foucault existe una oposición entre acontecimiento (discursivo) y representación. Lo que permite el paso del primero al segundo es la influencia de un poder de control. En El orden del discurso, el autor trabaja con una imagen negativa del poder, una imagen según la cual el poder coacciona, impide, prohíbe, censura. Más adelante Foucault se desprenderá de esta idea aproximándose enormemente a la tesis althusseriana.

Políticamente la hipótesis de un poder represivo basto y masivo, que Althusser atribuye a los aparatos de estado, esconde la existencia de otra modalidad de poder más insidiosa y sutil que urge analizar: su capacidad de fabricar seres «normales» (Foucault) o construir la «realidad vivida» (Althusser). En términos generales, ya no nos encontramos frente a un poder que nos impide «llegar a ser lo que somos» (Morey, 1983:243) sino de frente a un poder que nos hace ser lo que somos. Porque ¿cómo explicar que siempre en toda relación social deba existir y exista un poder, que se sostenga y sea acatado si su única fuerza es la de negar y reprimir? Como explica el propio Foucault en una entrevista: «lo que hace que el poder se sostenga, que sea aceptado es simplemente que no pesa sólo como potencia que dice no, sino que cala de hecho, que produce cosas, induce placer, forma saber, produce discursos; hay que considerarlo como una red productiva que pasa a través de todo el cuerpo social, mucho más que como una instancia negativa que tiene por función reprimir»5.

En este texto encontramos los elementos esenciales por medio de los cuales actúa el poder. Por lo pronto produce cosas, produce saber, discursos y en último lugar, pero no menos importante, produce placer, establece un vínculo entre los distintos miembros de la sociedad. Recordemos como Althusser atribuye a la ideología la función de religare (establecer un vínculo). El análisis del poder debe ser inseparable de un cierto tipo de funcionalismo o, si se quiere, pragmatismo. Se trata de explicar cómo funciona, qué resultado produce. Una de las funciones primordiales en la que Foucault fija su atención desde un principio es en la producción de conocimiento. Lo que interesa es mostrar cómo el conocimiento está desligado de toda pretensión de cientificidad objetiva; es todo lo contrario a un saber desinteresado. Detrás de todo conocimiento hay una compleja trama de impulsos, instintos, deseos, miedo, voluntad de dominio…Estos elementos de interés y voluntad, que preceden a todo discurso, son más determinantes que su verdad, la cual en último término, no es más que un efecto de superficie insignificante supeditado a sus resultados. Los discursos funcionan y esa es su verdad. Las relaciones de poder no se limitan a obstaculizar, limitar, falsear o facilitar el discurso, no le son exteriores sino internas, son constitutivas, lo producen.

Después de esta tentativa preliminar, en su curso de 1973, Foucault radicaliza y depura su idea de poder hasta ofrecer una síntesis de fuerza y originalidad poco común. El concepto de poder contemporáneo debe refinarse y ello sólo se conseguirá por medio de cinco «renuncias metodológicas» cuyos postulados enumeramos a continuación. El primero es el Postulado de Propiedad: el poder no pertenece a nadie (ni tampoco a una clase dominante); el poder se ejerce pero no se posee. El segundo es el Postulado de la Localización: no existe un lugar privilegiado que sería fuente del poder; el Estado pierde su lugar de honor; su poder es el efecto de un conjunto de microprácticas. El tercero es el Postulado de Subordinación: el poder es una fuerza autónoma no subordinada a la infraestructura económica. A diferencia de lo que pensaban los marxistas, no puede considerarse como un elemento meramente superestructural puesto que toda economía supone unos mecanismos de poder inmiscuidos en ella. El cuarto es el Postulado del Modo de Acción: el poder no actúa por medio de mecanismos represivos, sino que es productivo, «produce lo real»; esta capacidad organizadora y productiva recibe el nombre de «normalización». El quinto y último es el Postulado de la legalidad: la ley no es un terreno estable sino un campo batalla perpetua donde se delimitan y gestionan los propios límites de la legalidad, es decir, el terreno de la ilegalidad.

No resulta difícil ver en estos postulados una crítica directa a los postulados marxistas defendidos por Althusser; sin embargo, a poco que se profundiza, se encuentra en su concepto de ideología grandes coincidencias entre ambos. Si bien los aparatos represivos de Estado darían cuenta del origen y fuente del poder, los aparatos ideológicos se emplearían a la tarea de explicar el micro funcionamiento de su ejercicio. Althusser, al igual que Foucault, da los instrumentos de análisis lo suficientemente finos para comprender esas microprácticas o lo que Foucault denomina micro-física del poder. En Vigilar y castigar ahondará en el tema tratando de responder a la pregunta de por qué la prisión se convirtió en la forma penal hegemónica (por encima de otras formas de castigo como el suplicio, el destierro, la compensación). Ello se debe, según Foucault, a que la teoría y práctica penal ha ofrecido sus servicios a los fines capitalistas del secuestro laboral, concepto con el que se trata de designar el fenómeno de constitución de un cuerpo obrero concentrado, aplicado, ajustado al tiempo de producción y ofreciendo la fuerza de trabajo requerida en condiciones óptimas. La práctica penitenciaria establece una Economía Política del Cuerpo, a diferencia de lo que consideran los marxistas, para los que la infraestructura, base de todo el edificio social, es la producción económica. Foucault sostendrá que la disciplinarización penitenciaria de los cuerpos es previa a su uso económico; por el contrario, este último surgirá sobre el modelo carcelario. Sólo obtenemos un cuerpo productivo y útil por medio de una sujeción (este término evoca en su ambigüedad tanto el sometimiento como el proceso de llegar a ser sujeto).

De este modo, se entiende que Foucault hable de microfísica, puesto que este procedimiento disciplinario requiere, de igual modo que la física, de una óptica, una mecánica y una fisiología. Una óptica por medio de la cual se establece una vigilancia generalizada (panóptico); una mecánica por medio de la cual se establece un rendimiento óptimo de los cuerpos de los trabajadores y de sus fuerzas productivas (disciplina); una fisiología que establece un cuerpo de normas (normalización)6. Y micro porque encuentra su razón de ser en las materialidades ínfimas: cuerpos, espacios, tiempos y prácticas.

Semejante microfísica actúa como una economía productiva del cuerpo disciplinado y normalizado, donde el poder más que una propiedad es una estrategia que se ejerce en un contexto de conflicto y lucha (dominadores versus subordinados); ya no son unos los que lo aplican sobre otros, no hay sujetos agentes y otros pacientes del poder, sino que este último pasa a través de todos ellos, como un flujo de energía eléctrica, no de forma piramidal sino reticular, como una red. Su carácter es altamente inestable; las consecuencias de su uso son siempre imprevisibles, lo que impide que pueda ejercerse sin riesgos. Por último, el poder es inseparable del conocimiento, con el que forma una unidad de tal modo que todo ejercicio del poder implica un saber que lo respalde y, a la inversa, todo saber se sostiene por su conexión con unas relaciones de poder determinadas.

Para Foucault, la disciplinarización del cuerpo construye y forma la subjetividad del individuo, considerado como trabajador. El individuo constituye su identidad en la práctica laboral, adquisición de habilidades, interiorización de una ética y, mediante unos mecanismos de carácter técnico, unas prácticas que en su misma repetición definen unos hábitos corporales. Al conjunto de técnicas que apuntan a una cuadriculación del espacio, el tiempo y los movimientos del cuerpo humano para así controlarlo mejor, Foucault lo llamará disciplinas, de las que nos da la siguiente definición: «la disciplina es el procedimiento técnico unitario por el cual la fuerza del cuerpo es reducida, con el mínimo gasto, como fuerza política y maximizada como fuerza útil» (Foucault, 1984:252).

Este procedimiento, por su carácter puramente mecánico y operativo, es útil para cualquier tipo de sistema político-ideológico. Toma a los sujetos en su diferencia individual y los somete a un control y una reglamentación exhaustiva que cubre casi todos los aspectos de la existencia mediante la vigilancia y la normalización. Para Althusser esta reglamentación del cuerpo produce también creencias e ideas, tiene un valor psíquico.

¿En qué consisten exactamente cada uno de estos dispositivos de vigilancia y normalización? La vigilancia consigue su efecto por medio del juego de la mirada, las técnicas que permiten ver y que, al mismo tiempo que hacen visibles a sus objetos, inducen efectos de dominio. El ejemplo fundamental es el diseño de una penitenciaría que el filósofo utilitarista Jeremy Bentham denominó «Panóptico». Esta es la descripción que nos da Foucault:

En la periferia, un edificio en forma de anillo; en el centro una torre; esta última llena de amplias ventanas que se abren sobre la cara interior del anillo; la construcción periférica está dividido en celdas que atraviesan cada una todo el espesor del edificio; tiene dos ventanas, una hacia el interior del, correspondiendo a las ventanas de la torre; otra que da al exterior y permite a la luz atravesar la celda de parte a parte: Basta entonces colocar un vigilante en la torre central y en cada celda encerrar a un loco, un reo, un obrero o un escolar. Por el efecto de la contraluz se puede captar desde la torre, recortándose exactamente desde la luz, las pequeñas siluetas cautivas en las celdas de la periferia. Cada una de las celdas se convierte en un pequeño teatro, en el que cada actor está solo, perfectamente individualizado y constantemente visible. (Foucault, 1984:202)

Los tres conceptos clave del diseño panóptico de acuerdo con esta descripción son: aislamiento, individualización y visibilidad. Ver sin ser visto y hacer de esa mirada una forma automática de control. El interés de Foucault en este diseño arquitectónico va más allá de una investigación de las condiciones penitenciarias pues, en su opinión, este modelo se convirtió en el paradigma de funcionamiento de la sociedad capitalista moderna (la de finales del XIX principio del XX). El diseño panóptico se extendió (virtualmente) a la sociedad en su conjunto dando lugar a la sociedad disciplinaria. Enseguida mostraré las mutaciones que ese sistema ha sufrido en el capitalismo tardío al hilo de las reflexiones de Zygmunt Bauman sobre el paso de la sociedad de producción a la sociedad de consumo.

No debemos, no obstante, proceder con demasiada rapidez. La disciplina panóptica debió sufrir algunas transformaciones cuando extendió su ámbito de aplicación de las instituciones cerradas (totales), como la prisión, a la sociedad abierta. Su principal función consistió en hacer entrar los cuerpos dentro de una maquinaria y las fuerzas vitales dentro de una economía de producción. La sociedad de control empezó a producir subjetividades, o dicho en otros términos, a «fabricar individuos». Esos individuos debían de ser, antes que nada, útiles (Foucault, 1984:213). En este punto, utilidad debe entenderse en el sentido althusseriano de contribuir a la producción y reproducción de las relaciones sociales. Si entendemos que el poder desde siempre ha tenido por objetivo gestionar las multiplicidades humanas, el poder disciplinario capitalista añade a esta idea los conceptos industriales de maximización de beneficios (intensidad y extensión), minimización de costos (sociales y políticos) y máximo aprovechamiento.

La disciplina es inseparable de un conjunto de normas que regulan los mínimos procedimientos del comportamiento objetivo de los sujetos. Es un conjunto de prácticas impuestas por el sistema productivo que, como ya mostré en detalle, acaban por generar, en su performatividad, una serie de ideas y creencias de carácter ideológico. Lo externo -rituales materiales- se confunde con lo interno -ideas y creencias-. Debemos ser claros en poner de relieve la diferencia que existe, y que Foucault no deja de evidenciar, entre ley y norma. Por un lado, el sistema jurídico de un Estado establece por medio de la universalidad abstracta de la ley un límite al ejercicio del poder. Por otro, el carácter omnipresente y ubicuo de la «tecnología disciplinaria», que penetra hasta los más insignificantes intersticios del orden social, asegura la circulación continua e ininterrumpida del poder. En ese sentido, la norma es la verdad de la ley abstracta7. En el mismo momento en que la última afirma todas las libertades e igualdades, la primera las niega casi instantáneamente en la práctica cotidiana del sometimiento. Para Althusser, en esta tensión entre una y otra es donde se interseca el teatro de marionetas que llamamos ideología.

Pero debemos dejar claro que el individuo no es sólo el producto ficticio de una representación ideológica; es también una realidad fabricada por esta tecnología de poder que se llama disciplina. «Es necesario cesar de describir los efectos (de la ideología) en términos negativos: “excluye”, “reprime”, “rechaza”, “censura”, “abstrae”, “enmascara”, “esconde”. De hecho, el poder produce; produce lo real; produce dominios de objeto y rituales de verdad. El individuo y el conocimiento que podemos tener de él revelan esta producción» (Foucault, 1984:196-197).

Si el Estado es el ámbito de la Ley, el taller y la fábrica son el ámbito de la norma. Por medio de la disciplina se fabrica al hombre normal y se normaliza a poblaciones enteras. Sin embargo, Foucault tiende a olvidar o infravalorar la dimensión psíquica que refuerza la aplicación de la disciplina por medio del auto sometimiento plenamente consentido y aceptado por el individuo y que, como señalé, apunta a un sentimiento de culpa abstracto y primordial8. Solo en algunos párrafos de Vigilar y castigar podemos detectar una comprensión intuitiva de esta dimensión: «cuando se quiere individualizar al individuo sano, normal y legalista, es siempre en lo sucesivo preguntándole lo que hay en él de niño, qué locura secreta lo habita, qué crimen fundamental ha querido cometer» (Foucault, 1984:194). Toda normalidad «es sospechosa», se basa en un trabajo performativo cuyo único fin es exonerarnos de una culpabilidad abstracta. La normalidad se ha construido sobre la base de la anormalidad y de la diferencia.

¡A trabajar!

La tesis de la interpelación de Althusser ayuda a entender por qué la producción de sujetos está ligada con el trabajo y con el anhelo de responder a un llamado de la ley que nos somete. Mostré como esta idea debía ser complementada con la teoría foucaultiana de la disciplina. La sociedad moderna de productores había sido diseñada sobre el modelo de la fábrica. Y la identidad se construyó sobre el modelo del trabajo.

La culpabilidad originaria de la que uno está en constante proceso de exonerarse mediante la inmersión en la práctica laboral tiene su contraparte ideológica en la ética del trabajo, concebida como un dispositivo instrumental cuyo fin es precisamente producir una subjetividad a través del trabajo que se amolde a los requerimientos de una maquinaria de producción determinada ¿En qué consiste? El análisis de Bauman (2000), que examina con detalle su aparición y aplicación, destaca dos postulados morales fundamentales. El primero es que para que la vida humana sea plenamente realizada tenemos que dedicarla a una actividad que los demás consideren útil y valiosa, es decir digna de ser remunerada. El segundo es que todos en la vida tenemos que aspirar a algo más de lo que ya tenemos ya que trabajar es un valor en sí mismo, una actividad noble mediante la cual la naturaleza humana se realiza.

Estos preceptos estuvieron desde un principio ligados a la revolución industrial. La vida cotidiana europea del XIX y XX está estrechamente ligada a la industrialización o modernización que consiste en establecer el ritmo de vida fijado por el «capataz, el reloj y la máquina» (Bauman, 2000:18). Para ello debía combatirse la idea de que las necesidades humanas tienen una posible satisfacción más allá de la perpetua ritualización de unas prácticas sociales que exigen tiempo y esfuerzo.

El concepto hegemónico ligado a la industrialización fue el de producción. Trabajar era el camino del progreso. Y no hacerlo era como ir contra uno mismo, contra la propia naturaleza humana. Lo característico del trabajo industrial, a diferencia del trabajo artesanal anterior precapitalista, consistía, como ya apuntó Marx cuando desarrolló la categoría de alienación, en que el producto de los esfuerzos del trabajador escapaba a su control, correspondían a tareas que otros controlaban e imponían y carecían por completo de sentido para ellos.

Dada la natural renuencia de los nuevos obreros a amoldarse a tales exigencias, fue necesario implementar varios mecanismo para que el nuevo sistema funcionara: uno de tipo físico o material, la disciplina, un «instrucción mecánica dirigida a habituar a los obreros a trabajar sin pensar» (Bauman, 2000:20), y otra, de orden psíquico o moral, culpabilizando a aquellos que no se plegaran espontáneamente a esos hábitos. Esa era la función ideológica originaria de la ética del trabajo. Paradójicamente, aceptarla en nombre de la plena realización humana, suponía aceptar una ley que sometía, controlaba y subordinaba al trabajador. En suma, lo obligaba a renunciar a toda libertad en nombre de la libertad misma. Trabajar en estas condiciones iba más allá de la satisfacción de las necesidades personales del obrero; la lógica de la fábrica era la lógica del crecimiento por el crecimiento como único índice de progreso, totalmente desligado de los intereses particulares de los individuos.

Para salvar este abismo tan evidente entre la prédica y la práctica se echó mano del discurso del progreso, tan en boga en ese momento, aderezado con elevadas dosis de paternalismo. En los inicios de la concentración de las poblaciones en fábricas, se tuvo la tendencia a considerar a los obreros como menores de edad, gente que con su aversión a insertarse plenamente en los engranajes de la máquina no eran capaces de discernir lo que realmente era bueno para ellos ni para la civilización. «Como los niños caprichosos o inocentes, [los obreros] no podían controlarse ni distinguir entre lo bueno y lo malo, entre las cosas que los beneficiaban y las que les hacían daño». (Bauman, 2000:24). Eran los objetos y no los agentes activos de la transformación social; los ideólogos del momento, obnubilados por las luces del progreso industrial, estaban convencidos de que si se dejaba a los obreros libertad para actuar «se revolcarían en la inmundicia antes que trabajar para su autosuperación» (Bauman, 2000:25). A su juicio, preferirían dejar de trabajar tan pronto vieran sus necesidades fundamentales cubiertas. Se negaban obstinadamente a obtener más; pero el trabajo exigía un sacrificio continuo más allá de las necesidades materiales básicas. La producción no podía detenerse nunca, por ello había que hacerles creer varias cosas simultáneamente. La primera de ellas consistía en mostrar que el trabajo es un valor en sí mismo que debe continuar más allá de la satisfacción de las necesidades; algo que honra a la nación y a la persona misma. La segunda, en caso de que la anterior no convenciera lo suficiente, era generar en el trabajador nuevas y cambiantes necesidades para que su plena satisfacción fuera una tarea irrealizable.

«Ir a trabajar –conseguir empleo, tener un jefe, era el modo de transformarse en personas decentes para quienes habían sido despojados de la decencia y hasta de la humanidad, cualidades que estaban puestas en duda y debían ser demostradas» (Bauman, 2000:33).

Ni los progresistas ni los conservadores ponían en duda el papel fundamental del trabajo. Un individuo desempleado era un anormal, un ser de dudosa catadura moral (vago o delincuente) que debía ser puesto a trabajar de inmediato o encerrado en un asilo. El trabajo se convirtió así en el punto central alrededor del cual se articulaban todas las demás actividades cotidianas (ocio, vida familiar…). El lema, tanto de liberales capitalistas como de socialistas y revolucionarios era: ¡A trabajar! Para todos estaba claro que un individuo se definía por la ocupación a la que se dedicaba, (sus estándares de vida, sus aspiraciones, su itinerario, era un testimonio de su éxito o fracaso, etc.) Además, la inmensa mayoría de los hombres pasaban buena parte del día en el trabajo, siendo ese el principal lugar de la socialización y de la «formación del carácter», constituido primordialmente por medio de la sumisión, la docilidad y la obediencia. Debe clarificarse pues la función de la ética del trabajo respecto de la práctica laboral: por un lado, tenemos una disciplina forzosa que coartaba la libertad, y, por otro lado, un discurso moral tendente a hacer de esta sumisión un acto de libertad. Precisamente, es esta dimensión psíquico-ideológica de la ética del trabajo, la que se le escapa a Foucault cuando establece su diferencia entre prácticas normalizadoras e idealidad de la Ley.

Optar por la asunción de la ética del trabajo era la forma primordial de exonerarse de esa culpabilidad fundamental ante la ley que describimos como fundamento de la identidad y la conciencia. Esto contribuye a explicar la razón de su aceptación masiva (más allá de la imposición disciplinaria) pese a su carácter manifiestamente falso e instrumental. Esa aceptación masiva no impidió, sin embargo, que esta ética sufriera una erosión importante. El punto de inflexión lo sitúa Bauman (2000) en el momento en que los inmigrantes llegados a los Estados Unidos empezaron a adoptar la moral como un medio más que como un valor en sí mismo. Trabajar se convirtió en el medio para en un futuro acumular capital, hacerse rico o poder trabajar para uno mismo sin tener que sufrir las presiones y humillaciones de un patrón o capataz.

Este interés puramente cuantitativo lo percibieron bien los empresarios, para quienes la mejora del rendimiento laboral dejó de apoyarse en la moral. Habían encontrado un sustituto más práctico y menos alambicado, los llamados «incentivos materiales al trabajo». Lo que antes se conseguía con prédicas morales (el palo), ahora se consiguió más eficazmente por medio de las recompensas (la zanahoria). Someterse a la disciplina era un medio de ganar más dinero. Progresivamente, esta práctica logró ocupar el lugar de la endeble y poco consistente moral del trabajo hasta lograr sustituirla. «Con el tiempo se impuso la idea de que ganar una porción mayor del excedente era la única forma de restaurar la dignidad humana […] en el camino quedaron las apelaciones a la capacidad ennoblecedora del esfuerzo en el trabajo y fueron las diferencias salariales—no la presencia o ausencia de la dedicación al trabajo, real o simulada – la vara que determinó el prestigio y la posición social de los productores» (Bauman, 2000:40). Este cambio de actitud supuso una transformación radical del espíritu del capitalismo, ya que desplazó irreversiblemente las motivaciones para trabajar del ámbito de la coacción moral al de la coacción por medio del consumo. En palabras de Bauman (2000), pasamos de una sociedad de productores a otra de consumidores. Nadie discute que en el presente nuestra sociedad está regida por la ideología del consumo. En términos generales, toda organización social requiere que sus miembros consuman objetos, siempre hay necesidades que satisfacer; pero el consumo alentado por el capitalismo no consiste simplemente en usar objetos o en satisfacer necesidades, sino en provocar el deseo. Por supuesto, aquí está la paradoja fundamental del deseo: si la necesidad puede ser satisfecha, el deseo no puede. Como dice Bauman, citando a Taylor, «el deseo no desea la satisfacción. Por el contrario el deseo desea el deseo». (Bauman, 2000:47) La estructura del deseo alienta a seguir desando, con lo cual su satisfacción es imposible, no sólo inalcanzable, sino incluso temida. Lo peor que le puede pasar a cualquiera es que se acerque demasiado a su objeto de deseo. En este punto radica la distinción que Lacan establece entre deseo y pulsión (el goce que proporciona la pulsión estriba en el camino siempre inconcluso y diferido hacia el objeto del deseo). «Para aumentar su capacidad de consumo, no se debe dar descanso a los consumidores. Es necesario exponerlos siempre a nuevas tentaciones manteniéndolos en estado de ebullición continua, de permanente excitación y, en verdad, de sospecha y recelo. Los anzuelos para captar la atención deben confirmar la sospecha y disipar todo recelo: ¿Crees haberlo visto todo? ¡Pues no viste nada todavía!» (Bauman, 2000:47).

En este sentido el consumo es una forma sutil de sometimiento, puesto que sus víctimas, y todos lo somos, no tenemos conciencia de serlo, más bien todo lo contrario, creemos ser nosotros quienes mandamos: tenemos el poder de elegir y no le debemos fidelidad a nadie. ¿Acaso, no hay en esta ambivalencia de la lógica del consumo, donde yo creo ser el dueño y precisamente, en esa sensación de dominio, mi sometimiento es más perfecto, algo similar a lo que sucede con la lógica laboral del dominio de las habilidades lingüísticas y laborales en las que Butler (2001) situaba el origen del sometimiento? ¿Qué sucedería si esa libertad de elección no fuera más que ilusoria, si en realidad todas las opciones fueran la misma, y la variedad de objetos y opciones de vida a elegir no tuviera otra finalidad que mantener la apariencia de libertad?

Por otro lado, el trabajo ya no puede vincularse con la identidad del mismo modo que cuando imperaba la ética del trabajo. «Sólo en casos muy contados se puede definir (y menos aún garantizar) una identidad permanente en función del trabajo desempeñado. Hoy, los empleos permanentes, seguros y garantizados son la excepción. (…) Los nuevos puestos de trabajo suelen ser contratos temporarios “hasta nuevo aviso” o en horarios de tiempo parcial (part-time): se suelen combinar con otras ocupaciones y no garantizan la continuidad, menos aún, la permanencia» (Bauman, 2000:49). El mundo laboral, en la época del consumo, se ha convertido en un terreno movedizo sobre el que se hace imposible construir ningún tipo de identidad sólida o perdurable. Hoy día la función reproductiva del sistema social corresponde no tanto a la producción como al consumo.

Contra lo que pueda parecer, eso no se experimentó como una crisis: también los anhelos identitarios sufrieron una transformación. «Hay una aspiración por alcanzar una identidad que es pareja con un horror que produce la satisfacción de ese deseo. La identidad atrae y repele al mismo tiempo». (Bauman 2000:50-51). La identidad misma también se ha transformado, o más exactamente, ha entrado en el mercado global, se ha convertido en un bien de consumo entre otros, sujeta a un desplazamiento incesante, una mercancía más que debe ser consumida y renovada continuamente. Por eso, hoy día ya no se habla de identidad sino de transidentidad, posiciones de sujeto múltiples, identidades fluidas o líquidas, inestables y cambiantes. La ideología de la sociedad de consumo no sólo nos permite creer que cambiar de identidad es tan fácil como cambiar de chaqueta sino también que es algo inevitable, necesario y deseable.

Por consiguiente, la ética del trabajo sufrió una fuerte transformación. El trabajo dejó de ser considerado como un deber moral para empezar a medirse según el patrón de las experiencias placenteras que es capaz de proporcionar. El trabajo ligado al goce está emparentado con la concepción hedonista de la sociedad de consumo donde el individuo es un «recolector de experiencias». El imperativo del capitalismo tardío sería, en este caso, ¡goza! Y el sentimiento de culpa provendría de una insidiosa sensación de estar malgastando la vida en un trabajo anodino y aburrido. Pues el trabajo, como algo placentero, nunca dejará de ser el privilegio de unos pocos sobre cuyo espejo se reflejan las fantasías de todos los demás, que deben ocuparse de tareas mucho más mundanas y desagradables. «El trabajo rico en experiencias gratificantes, el trabajo como realización personal, el trabajo como sentido de la vida, el trabajo como centro y eje de todo lo que importa, como fuente de orgullo, autoestima, honor, respeto y notoriedad…En síntesis: el trabajo como vocación se ha convertido […] en marca distintiva de la élite, en un modo de vida que la mayoría observa, admira y contempla a distancia» (Bauman, 2000:60).

Los métodos disciplinarios y panópticos no son válidos en una sociedad de consumo puesto que la preocupación básica ya no es que alguien nos esté vigilando sino más bien el temor fundamental consiste en que no haya nadie ahí fuera para observarnos. También se hace innecesario cualquier tipo de regulación o norma. Como explica Bauman, el propósito de una norma es autolimitar la libertad, dejando fuera todas las posibilidades con la excepción de la enunciada por la norma. La actitud del consumidor por el contrario es la de plena libertad de elegir, «decidirse por la libertad de elegir» (Bauman, 2000:53). En el fondo, disponer de sustanciosos ingresos no es más que una forma de ensanchar nuestro abanico de elecciones posibles. El capital, en esta situación, ya no es sólo un medio para producir más dinero según el esquema marxiano D-M-D (el dinero invertido en una mercancía produce más dinero), sino un medio para ensanchar virtualmente nuestras posibilidades de desear. Ni siquiera es necesario el acto material de consumir; mayor poder adquisitivo significa primordialmente una extensión del campo de deseo, y como el horizonte del deseo es inabarcable, por eso mismo la acumulación de capital no puede detenerse.

Las consecuencias de esta transformación son profundas y duraderas. Si la producción era una empresa colectiva que exigía colaboración y cooperación, el consumo, por el contrario, es una actividad autista, que tiene lugar de forma esencialmente individual: es inconcebible una comunidad de consumidores. El resultado de ello es la desintegración del vínculo social, la desaparición de los ya frágiles puentes colgantes que se habían tendido entre lo público y lo privado. El mercado se ha adueñado de la plaza pública. El ágora, lugar propio del espacio público, ha sido sustituido por los centros comerciales. En consecuencia, la actividad propia del espacio público, la política, se está volviendo, de forma creciente, en algo carente de importancia, una actividad insignificante, ejercida por unos oscuros profesionales, en total desconexión con los intereses reales de los ciudadanos. Los designios que rigen la vida de los individuos han pasado a ser gobernados por los misteriosos flujos del capital financiero internacional con consecuencias catastróficas: generar una creciente sensación de inseguridad, miedo, sufrimiento, incertidumbre y desprotección que Bauman (2002) sintetiza mediante el concepto de unsicherheit.

A modo de inconclusión

Por supuesto el diagnóstico de Bauman no se refiere al estado actual cuanto a la creencia ideológica que impregna la sociedad de consumo. La unsicherheit es la ideología de nuestro tiempo, o dicho en otros términos, es la ideología que declama solemnemente «el fin de las ideologías». Como demuestra el análisis althusseriano, la principal característica de una ideología eficaz es borrar tras de sí sus propias huellas y actuar por la vía del inconsciente. En este sentido, la sociedad de consumo maneja un dispositivo ideológico impecable cuyo éxito radica en haber establecido una «alianza de trabajo» inesperadamente productiva entre poder y deseo. En este contexto, están todavía por analizar los dispositivos psico-ideológicos, ya no de saber/poder en el sentido foucaultiano, sino de poder/deseo mediante las cuales se constituye la subjetividad del «homo consumens» y en los que el inconsciente político juega un papel decisivo.


1 Este artículo es producto de la investigación realizada por el autor sobre la teoría de la interpelación de Althusser y la visión disciplinaria de la sociedad de Foucault, la utilidad de estas dos teorías en los estudios sobre los procesos de conformación de la subjetividad.

2 Donde por «objetivo» debemos entender «científico», es decir, que trasciende los intereses particulares y patológicos de los miembros de las organizaciones obreras.

3 Como en el viejo chiste en el que un hombre suspira resignado y dice filosóficamente «!no somos nadie!» a lo que su compañero responde «eso será usted, porque yo soy ingeniero aeronáutico».

4 El texto Ideología y aparatos ideológicos de Estado termina con un anexo titulado «Un ejemplo: la ideología religiosa cristiana».

5 Entrevista con M. Fontana, en Morey, 1984:244.

6 Extraigo esta taxonomía del trabajo de Miguel Morey en Morey, 1983:252.

7 O si lo entendemos en términos hegelianos, su negación.

8 El concepto de culpabilidad y su papel en la formación de la subjetividad tomará relevancia al final de su vida en el curso del año 1981-82, en lo que se conoce como su «retorno a los griegos».


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