Nosotros no somos raza para morir con armas, ni fusiles, no pertenecemos a la clase de morir a plomo, por eso los que quedamos necesitamos seguir viviendo. (Asamblea del Pueblo Arhuaco de la Sierra Nevada de Santa Marta 1991)
La mirada atenta a la Sierra
La Sierra Nevada de Santa Marta, territorio ubicado al norte de Colombia, que comprende los departamentos de Magdalena, Cesar y La Guajira, ha sido objeto de los más diversos esfuerzos analíticos y, en especial, de estudios arqueológicos y etnográficos (Ardila 1984; Cadavid y Groot 1987; Cardoso 1986; Dussán de Reichel y Reichel-Dolmatoff 2012; Giraldo 2010; Oyuela 1986; Reichel-Dolmatoff 1991, 1985, 1967 ; Uribe y Osorio 2002) que han dado cuenta del complejo y rico universo simbólico-material (Arenas 2016; Barbosa 2011; Campos 1976; Ferro 2012; Horta 2015; Orozco 1990; Serje 2008; Viloria 2005) que se gestó en medio de las características ambientales, continuidades y transformaciones históricas de este territorio y de su gente (Schlegelberger 2016; Ulloa 2004; Uribe 2019, 1998, 1997b, 1991, 1990 ): “la gran sociedad indígena serrana”, integrada por los iku, kogi, wiwa y kankuamo (Uribe 1997a, 4 ).
Reconociendo estos antecedentes y a partir de mi experiencia de trabajo con el pueblo iku1, en el marco de una investigación2 cuyo objeto era dar cuenta de los manejos y desequilibrios constitutivos de la violencia en contextos indígenas (Rivera 2023, 2022), en este artículo presento, en primer lugar, una aproximación etnográfica a los sentidos de la vida y de la muerte desde la perspectiva del pueblo arhuaco y analizo algunas de las concepciones culturales y prácticas rituales que encontraron una escenificación concreta en la Sierra Nevada de Santa Marta, y que fueron susceptibles de ser leídas con la presencia etnográfica sostenida en el territorio arhuaco. En segundo lugar, a partir de una lectura de elementos e intercambios materiales y espirituales que las y los arhuacos movilizan cotidianamente, expongo el concepto de vitalidad iku que propongo como una noción que expresa la continuidad de la vida y la muerte desde la perspectiva arhuaca.
Hablar de lo que planteo aquí como vitalidad iku resulta una tarea compleja en términos escriturales y etnográficos, porque en ella se entrecruzan constantemente planos referidos a la materialidad y la espiritualidad, como pretendo mostrar en los siguientes apartados, al hacer referencia a la densidad de relaciones, concepciones y prácticas que las y los indígenas arhuacos movilizan en distintos aspectos de su desarrollo cotidiano personal y colectivo.
Al acercarse a los mecanismos y registros en que las comunidades de lugar desarrollan sus nociones y sentidos de la muerte y de la vida, lo cotidiano surge como “el universo de encuentros estructurados cara-a-cara”, como reciprocidades que obedecen a reglas y “patrones de interacción social” (Castillejo 2015, 19). Ritualidades, lenguajes y sensibilidades hacen parte de estos encuentros estructurados que se pueden distinguir en la observación de contextos localizados y desde los cuales es posible identificar también los espacios y tiempos que quedan para la recomposición de la vida en medio de la muerte.
En este marco, en el primer apartado me ocupo de la relación de las y los indígenas arhuacos con los seres y sentidos de la vitalidad iku. Argumento que esta es mutuamente constitutiva de la vitalidad territorial, en tanto para las y los indígenas, la Sierra Nevada de Santa Marta proporciona todo lo que necesitan y es sustento primordial y suficiente para su pervivencia como pueblo. Alrededor de este vínculo intrínseco presento algunas de las regulaciones y especialidades que dentro del conocimiento arhuaco sostienen los tiempos y espacios de la vida y de la producción cultural hasta la muerte.
A propósito de la muerte entre las y los arhuacos, como manifestación complementaria de la existencia, en el segundo apartado trazo una elaboración sobre el ritual de la mortuoria o eysa en idioma ikun, identificando algunas particularidades del manejo espiritual y material de la muerte, y estudiando de manera especial lo que esto supone en situaciones en las que se trata de una muerte violenta (buti sinü regawi agwana). Finalmente, en el apartado sobre cierre y continuidad esbozo las conclusiones del artículo.
Seres y sentidos de la vitalidad iku
La Sierra Nevada de Santa Marta es una masa montañosa ubicada al norte de Colombia que se eleva abruptamente desde las bajas tierras tropicales alcanzando una altitud de 5575 y 5770 m s. n. m. en los picos nevados Colón y Bolívar, lo cual la convierte en uno de los macizos montañosos costeros más altos del mundo (Dussán de Reichel y Reichel-Dolmatoff 2012; Uribe y Osorio 2002).
El territorio serrano abarca los departamentos del Cesar, Magdalena y La Guajira; los resguardos indígenas3 Kogui-Malayo-Arhuaco, Arhuaco, Businchama, Kankuamo; poblados campesinos y afrodescendientes, tierras que no hacen parte de los resguardos indígenas; un área de reserva forestal; el Parque Arqueológico Ciudad Perdida; tres Corporaciones Autónomas Regionales y dos Parques Nacionales Naturales: el Sierra Nevada de Santa Marta y el Tayrona, este último declarado en 1981 Reserva del Hombre y de la Biosfera junto con el Macizo Sierra Nevada de Santa Marta.
En la Sierra se produce una confluencia, no solo de poblaciones diversas, sino de normatividades, jurisdicciones y formas de gobierno con conceptualizaciones diferentes sobre el territorio y su ordenamiento que resultan traslapadas y, en muchos casos, atomizando de manera conflictiva el ejercicio de las funciones de control y manejo (Bocarejo 2011a; Uribe y Osorio 2002). Esta particular geografía tiene “problemas de articulación […] y disputas que definen el alcance de la política territorial indígena” (Bocarejo 2011b, 156 ), en medio y pese a las cuales se desarrollan la vida y las relaciones sociales e institucionales iku.
Frente a estos aspectos de la materialidad serrana y en contraste con la gobernanza fragmentada creada por la coexistencia de múltiples actores e intereses, el pensamiento iku condensa diversas elaboraciones desde las cuales se entiende el territorio, como un espacio geográfico único, un sujeto vivo e integral en el que “se desarrolla la cultura, el conocimiento, las relaciones sociales, culturales y espirituales, que constituyen el fundamento de la permanencia como pueblo” (Confederación Indígena Tayrona 2015, 23), toda una categoría espesa que da lugar a dinámicas de apropiación y procesos sociales e identitarios que sustentan la vitalidad de las y los indígenas (Gonçalves 2002).
El territorio como espacio relacional concreto para el pueblo arhuaco es el posibilitador de la identidad cultural y la base indisociable (Haesbaert 2013) para establecer los intercambios y las relaciones entre todos los seres (humanos y no humanos), pues en él “están representados cada uno de los seres de la naturaleza y el cosmos, su estructura organizativa, las normas que establecen los derechos de cada ser, sus medios de defensa y sus funciones, así como los referentes de los padres espirituales” (Torres 2020).
Este espacio relacional es entendido por el pueblo arhuaco como un mundo “compuesto de elementos visibles y no visibles, lo que generalmente es expresado en términos de una oposición entre una esfera espiritual (tikurigun) y una esfera material (tina)” (Arenas 2016, 104). En este sentido, de acuerdo con Arenas,
más que una oposición entre inmaterial y material, los I’ku caracterizan estas dos fases de una misma unidad a partir de sus características sensoriales o mejor, diferenciando a partir de la posibilidad o no de aprehenderlas a partir de los sentidos propios de nuestros cuerpos. (Arenas 2016, 175)
Desde esta comprensión del mundo, lo espiritual y lo material constituyen “una misma unidad de existencia; se complementan entre sí y funcionan como un solo ser. Así pues, a toda materia le es posible existir y funcionar como tal, porque hay un espíritu que la complementa y la gobierna” (Confederación Indígena Tayrona 2015, 15). La espiritualidad arhuaca es en este orden
[…] una segunda vitalidad que también brota de la tierra. O, mejor, que está guardada dentro de la tierra. Los indígenas se refieren a ella como una vitalidad “espiritual”. Esta es la verdadera vitalidad, más importante aún para los Hermanos Mayores que aquella que les genera el alimento material […]. Es de esta vitalidad espiritual que depende la vitalidad material. (Uribe 1998, 74)
Y la definen como parte de lo intangible así: “el mundo del pensamiento espiritual que da origen al mundo” (Horta 2015, 18).
Sobre esta densidad de intercambios entre lo material y lo espiritual que las y los indígenas arhuacos movilizan fluidamente en cada uno de los aspectos cotidianos de su desarrollo personal y colectivo, encuentra base lo que aquí se propone entender como vitalidad iku, como concepto mutuamente constitutivo de la vitalidad territorial, pues esta última da y hace todo lo que se necesita para ser arhuaco, porque “la madre, es la que nos da el sustento, la que nos amamanta permanentemente, la fuente del alimento, del aprendizaje, del conocimiento, la riqueza” (entrevista al mamo Dwiaríngumu, diario de campo, 27 de junio de 2018, Duanama, traducción de Seykúngumu).
Esta constitución se explica para las y los indígenas arhuacos en el reconocimiento de la existencia de los humanos como seres vivientes que intrínseca y extrínsecamente son “parte de la misma naturaleza que nos rodea […] para nosotros la naturaleza es tan humana como lo humano es naturaleza; somos una sola expresión de existencia con igual derecho y deber de permanecer en el tiempo” (Confederación Indígena Tayrona 2015, 125), configurando sobre un “entendimiento profundo de la vida” una “ontología relacional” por la “que nada (ni los humanos ni los no humanos) preexiste las relaciones que nos constituyen. Todos existimos porque existe todo” (Escobar 2015, 29-31).
Desde este sentido de la vitalidad arhuaca, el territorio encuentra límites y fronteras diferentes a los impuestos por los referentes estatales, demarcados por jurisdicciones municipales y departamentales, y por el avance de las dinámicas de apropiación por parte de privados, derivadas de los procesos de colonización y apropiación de terceros de los antiguos territorios indígenas. Esta comprensión del territorio es denominada por las y los indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta como la línea negra, entendida como:
Una sucesión de hitos geográficos sagrados ubicados en el contorno de la Sierra Nevada, entre estos sitios existe una canal energética de interconexión como la del agua con los picos nevados y demás accidentes geográficos y las cuatro franjas del mar (mukuriwa, zanuriwa, tukuriwa, gunuriwa), las lagunas glaciares y las lagunas costeras, nacimientos de agua en los páramos y las desembocaduras de los ríos; de tal manera que entre todos conforman una red; el flujo de relaciones permanentes es lo que le da vida y esencia al territorio y nuestra visión es mantener activas las conexiones de esa red. (Torres 2020)

Fuente: elaboración propia a partir del análisis de la investigación de la autora, 2020.
Figura 1. Delimitación de la línea negra y de los resguardos arhuacos.
Como se observa en el mapa, la demarcación de la línea negra, como concepto que expresa la noción de la territorialidad serrana, tiene diferencias con otras nociones del territorio como los resguardos reconocidos legalmente o como los límites de las ciudades y municipios donde en la actualidad habitan personas no indígenas. En ese sentido, la línea negra tiene una amplitud que supera dichos límites, y es entendida como una suerte de utopía sacralizada (hitos geográficos considerados sagrados por las y los indígenas), es decir, como una noción amplia del territorio que los pueblos han buscado que sea reconocida legalmente por el Estado4, que toma como referente la propiedad ancestral y la permanencia histórica de los pueblos indígenas en la Sierra Nevada de Santa Marta, así ya hoy en día no sean ellas y ellos sus únicos habitantes.
La línea negra es “un espacio en el que se funden lo abstracto y lo concreto” (Duque 2009, 244) de los lugares espirituales y las fronteras geográficas que soportan el mundo posible para las y los indígenas serranos. Por ello, para las y los indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta este concepto es el horizonte de su reivindicación espiritual y territorial. De ahí que recuperar las distintas parcialidades del territorio apropiadas por terceros propietarios, ocuparlas y ejercer el gobierno autónomo sobre los límites que esta establece, sea uno de los propósitos centrales y la base que las y los indígenas consideran necesaria para su consolidación sociopolítica y organizativa (Confederación Indígena Tayrona 2015).
Sumada a estos aspectos, la comprensión de los iku sobre su territorio incluye también una “concepción cultural del cuerpo”, por eso, como sistema vivo, la Sierra experimenta flujos y movimientos (Serje 2008, 213) y es contenida por conexiones que tienen funciones energéticas específicas y que dependen unas de otras mutuamente para hacer posible la existencia. Esta concepción corporal reconoce en el territorio una subjetividad propia
porque al territorio en sí hay que mirarlo como una persona, una persona que nos regala, que nos da vida como una madre. Entonces si la mamá no tiene agua, no tiene comida, no tiene fuerza, si está enferma, seguramente no te va a dar buen alimento. (Entrevista a Sey Awiku, diario de campo, 9 de mayo de 2018, Valledupar, Cesar).
Cada uno de los puntos que conforman el cuerpo serrano, desde los ricos valles hasta los imponentes picos nevados, es una fuente de codificación y ordenamiento para la vitalidad iku, pues en ellos están las “leyes para la conservación equilibrada del mundo”, es decir, son una especie de “contenedores de los secretos” (Duque 2009, 227) y códigos que permiten garantizar la continuidad de la vida humana y no humana, la cultura, la tradición y la historia arhuaca.
De este modo, entre lo espiritual y lo material, como unidades constitutivas y complementarias de la expresión de la existencia, el territorio en el pensamiento arhuaco es la síntesis de la diversidad del universo, razón por la cual requiere de un manejo delicado, de un cuidado del que es receptor cada animal, cada piedra, cada ser; en tanto todos resultan necesarios para asegurar la sostenibilidad, la armonía y el equilibrio de la vida.
Justo allí, en estos propósitos de continuidad y permanencia, las y los arhuacos encuentran lugar para lo que entienden como su misión o mandato original (Confederación Indígena Tayrona 2015). Por ello, la vitalidad iku también se manifiesta en los márgenes marcados por su kunsamu, ley fundamental o ley de origen, que los orienta sobre cómo deben vivir y los encarga como pueblo, como “hermanos mayores”, tal y como se autodenominan, de velar por el cuidado del “corazón del mundo” (la Sierra) y la prolongación de la vida de todas las especies y del planeta en general (Consejo Territorial de Cabildos Gobernadores de la Sierra Nevada de Santa Marta 2016; Ulloa 2004).
Esta ley tradicional es para el pueblo arhuaco la primera y más importante de las leyes, cuya vigencia se remonta a los orígenes del universo y que, en tanto dispone el orden y regula el funcionamiento de cada una de las cosas y eventos, su observancia asegura la permanencia de todo cuanto existe (Barbosa 2011; Confederación Indígena Tayrona 2018; Orozco 1990; Schlegelberger 2016). La ley de origen regula el sentido de complementariedad entre lo espiritual y lo material porque “orienta cómo se debe vivir y cómo se debe establecer la relación de convivencia, tanto espiritual como materialmente entre las diferentes sociedades o culturas y de éstas con los demás seres de la naturaleza” (Confederación Indígena Tayrona 2015, 15).
La vitalidad iku es entonces la vitalidad del propio universo, la expresión de la salud y del orden para y con todos los seres y relaciones, pues desde su visión:
A los indígenas se nos ubicó en territorios sagrados para que espiritualmente veláramos por el equilibrio y la sostenibilidad de la vida en toda la dimensión del mundo y el universo; nos corresponde contribuir, mediante los pagamentos espirituales5 y sobrellevando una vida visible acorde a ellos, por la utilidad de la materia en la suplencia de las necesidades, es decir, compensar dicha materia en el mundo espiritual para que no se pierda la correlación dada entre ésta con su respectivo espíritu; nos corresponde abastecer el mundo espiritual de los no indígenas de los elementos necesarios, los cuales al expresarse en materia facilitan la vida de ellos, es como echarles comida espiritualmente para que materialmente siempre puedan vivir, darles petróleo en espíritu, oro en espíritu, agua en espíritu, fertilidad de la tierra en espíritu. (Confederación Indígena Tayrona 2015, 26)
Y así, en espíritu y en pensamiento, se establecen las relaciones fundamentales de las y los arhuacos con los mundos de adentro (espirituales/individuales) y de afuera (materiales/sociales), así como se gestionan y recrean los movimientos, las acciones diarias y los asuntos de la producción cultural, económica, social y política. Con todo ello, la vitalidad iku también se expresa en la búsqueda y el trabajo ritual constante para preservar y restablecer el equilibrio, cuyo flujo normal es irremediablemente fracturado por las latencias y continuidades de las interacciones entre los seres, las personas y los objetos del territorio (Ministerio de Justicia y Confederación Indígena Tayrona 2018).

Fuente: fotografía de la autora, Nabusímake, Colombia, 2018.
Figura 2. Entre el adentro y el afuera.
Esta cotidianidad que se gesta entre los iku, los seres espirituales y ancestrales y sus representaciones en elementos materiales y espaciales como las lagunas, las piedras y los cerros ubicados en el territorio serrano, transcurre entre los vaivenes y la impermanencia de lo caótico y lo ordenado, y entre el cumplimiento y el quebrantamiento de la ley de origen, llena de “momentos fútiles que se desvanecen rápidamente que, aunque permiten equilibrar las fuerzas por un momento, nunca lo hacen de forma definitiva” (Arenas 2012, 111).
El sentido integrador y global de la espiritualidad (Gómez 2015) es el principio base de la conformación de codificaciones, clasificaciones y especialidades (que configuran la emergencia de roles y saberes específicos) entre los iku (sakuku6, mayores conocedores o guardianes del pensamiento tradicional); de lugares (kankurwa7 o casas ceremoniales, ka’dukwu o puntos sagrados y primordiales); objetos (piedras, tumas, bastones, elementos de poder, a’buru, aseguranzas) y actos rituales (pagamentos, saneamientos y trabajos tradicionales), donde están contenidos el conocimiento y la sacralidad de la ley ancestral, cuyo resguardo está en las manos de “verdaderos sacerdotes tribales altamente entrenados y respetados” (Chaves y De Francisco 1977; Reichel-Dolmatoff 1967, 56) conocidos entre los iku como mamo o mamu (Arenas 2016; Confederación Indígena Tayrona 2015; Reichel-Dolmatoff 1991).
Estas autoridades conocedoras de las “ciencias ocultas tradicionales” son eruditos en distintas ramas del conocimiento cuya profundidad y diversidad crea jerarquías, campos de acción y dedicaciones diferentes que confluyen en la facultad de mantener y restablecer el orden, la armonía y el equilibrio (Confederación Indígena Tayrona 2018). Tras varios años de una costosa y disciplinada formación, los mamos están revestidos de:
[…] una autoridad casi ilimitada, son quienes íntimamente conocen al grupo que dirigen, conocen la genealogía de cada individuo mediante la confesión, no solamente de actos consumados y considerados como pecados, sino de pensamientos e intenciones […]. Dichos conocimientos los aplica el Mamo con admirable diplomacia, razón, y prudencia. Sabiendo la conducta del individuo, puede orientar la cultura y eso lo hace con energía y firme certeza. (Gómez 2015, 240)
Los mamos son los principales orientadores del cumplimiento de las leyes propias e intervienen en cada tiempo y espacio de la vida y de la producción económica y cultural iku,
algunos se dedican únicamente a ceremonias relacionadas con el ciclo vital (bautismo, matrimonio, mortuoria); otros bendicen las semillas, medicinas y alimentos que llegan de afuera; otros controlan las enfermedades, mantienen el orden universal y protegen a la humanidad de pestes, plagas y fenómenos de la naturaleza. (Orozco 1990, 216)
“Unos son mejores en la oratoria sagrada, otros son mejores en la adivinación, otros son mejores en la negociación con los Padres y Madres” espirituales (Arenas 2012, 140).
De manera que la vitalidad iku tiene como agente definitivo e imprescindible al mamo, pues todo en ella se expresa en la interacción con este sabedor e intermediario espiritual, desde “emprender un viaje, comenzar un nuevo ciclo de cultivo, abrir una nueva roza, construir una casa, tener un hijo, casarse, curar una enfermedad, buscar buena ventura en el futuro, expiar malos actos del pasado” (Arenas 2016, 287) hasta orientar “la vinculación con la naturaleza, el territorio, con las personas y con las comunidades” (Gómez 2015, 270), a partir de la interpretación de las leyes propias sobre la vida y la muerte (Lucena 1969), del
movimiento de los cuerpos celestes, las estaciones y un sinnúmero de campos relacionados con la supervivencia y el bienestar de todos los indígenas e inclusive con la supervivencia y el bienestar del mundo de nosotros los “hermanitos menores”, pues los mámas de la Nevada también nos están “cuidando”. (Uribe 1991, 143)
La presencia múltiple del mamo es una agencia central para la administración del pensamiento y la vitalidad iku debido a que establece “un puente entre el mundo material y el mundo espiritual” (Ferro 2012, 4), al ejercer como traductor cualificado de la ley de origen para explicar la incorporación de sus mandatos y de su “discurso ordenador, trascendente e imperecedero” (Uribe 1998, 40) en el contexto actual y la cotidianidad de las y los arhuacos (entrevista a Sey Awiku, diario de campo, 9 de mayo de 2018, Valledupar, Cesar).
Esta función de interpretación y acción sobre el lenguaje de lo sagrado que despliega el mamo se expresa en el transcurso de todos los ciclos de la vitalidad iku: el bautizo por el nacimiento (gunséymuke), el desarrollo o entrada a la pubertad (munséymuke), el matrimonio para iniciar la vida en pareja (jwa ungawi) y la mortuoria ante la muerte (eysa) (Confederación Indígena Tayrona 2015, 47).
Por ejemplo, en la ceremonia del bautizo, el mamo y los padres del recién nacido asignan “un nombre que se complemente con la madre naturaleza y sus elementos” para que el bebé quede registrado “ante la ley de origen y los principios rectores de vida de la cosmovisión”, sembrando su kunukwamu (placenta) y retornándola “a la madre tierra para que desde allí espiritualmente ésta le dé bienestar, medicina, educación, alimentos y espacio” (Torres 2012, 11). Posteriormente, en la etapa de desarrollo se requiere de las preparaciones y consejos de los mayores y los mamos para que las niñas y los niños iku asuman el tránsito hacia la madurez, etapa en la que el tejido de las mochilas, por parte de las mujeres, y la recepción del poporo8, por parte de los hombres, son las representaciones materiales más significativas.

Fuente: fotografía de Carlos Eduardo Nieto, Pueblo Bello, Colombia, 2019.
Figura 3. Pagamento en ceremonia de bautizo.
Para el momento del matrimonio los mamos dan forma ceremonialmente a la unidad de la pareja que, previamente, ha hecho “unas purificaciones individuales que permiten el nuevo encuentro de estos espíritus” y que pide permiso a los padres espirituales para garantizar la sostenibilidad de su relación mediante pagamentos y trabajos tradicionales que son orientados por el mamo. Ante la muerte los mamos disponen las condiciones y ordenan los procedimientos para “abrirle el buen camino” al muerto para que continúe “el largo viaje de la vida” (Torres 2012, 12-13), etapa fundamental de la vitalidad iku sobre la que se profundizará en el siguiente apartado.
Eysa (mortuoria)
Los procesos biológicos de la muerte son interpretados culturalmente y significados por ritualidades en todas las sociedades humanas como mecanismos para enfrentar la pérdida, las separaciones y continuidades situadas entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos. Estos mecanismos y procesos han sido objeto de innumerables etnografías que han propuesto diversos esquemas analíticos, fases, estructuras rituales clasificatorias y comparativas. Los sentidos y simbologías de la muerte; la liminalidad; las prácticas mortuorias y ritos funerarios; los trabajos, los espacios y los tiempos del duelo; la construcción social (y de género) del dolor; los seres en transición y los ritos de paso hacen parte de las categorías que han permitido entender desde la antropología las relaciones, órdenes y desórdenes que se producen entre la vida y la muerte en diferentes contextos locales y culturales (Allué 1998; Delacroix 2018; Frazer 1951; Green 2013; Hertz 2004; Lévi-Strauss 2006; Seremetakis 1990; Thomas 1992, 1989, 1983 ; Turner 1974, 1969 ; Van Gennep 1960).
Para el caso particular del pueblo indígena iku, la vitalidad se incorpora en el pensamiento colectivo a la manera de un ciclo que se mueve, con la intervención ritual del mamo, en cada tiempo y espacio entre el nacimiento y la muerte, como manifestaciones de la misma correlación espíritu/materia, como sucesos complementarios que se invierten para seguir asegurando la existencia, pues de acuerdo con la explicación de los mamos “nacer es un hecho de manifestación de espíritu a materia, mientras que morir, lo es de materia a espíritu” (Izquierdo 2014, 19).
De manera que para las y los arhuacos la existencia no se consume con el deceso de lo material, sino que continúa más allá de la muerte, cuando la persona “adquiere ‘otra cara’ porque se convierte en ‘gente espíritu del mundo que no se ve’ o ikunusi” (Ferro 2012, 77), por medio del retorno al mundo espiritual que también es regulado por la ley de origen y cuyo cumplimiento queda a cargo de los descendientes y deudos. A este encargo y al manejo que le da el pueblo arhuaco a la muerte se le denomina en idioma ikun eysa, cuya traducción más común al español es mortuoria, concepto en el que se condensa la comprensión del estado de afectación y de caos que se desata con toda muerte, cuya dispersión es capaz de afectar negativamente al micro y al macrocosmos:
Eysa constituye un elemento negativo (gunsinna), que resulta en consecuencia de un deceso de cualquiera de las especies vivientes. El cuerpo o materia cesa quedando en reposo, pero el anugwe o parte inmaterial de ese ser queda deambulando sin que los Upaw (padres) la recojan a primera instancia porque […] la entrega o deposición del anugwe a los Upaw corresponde a los afectados directos o indirectos de ese deceso y que quedan en vida, como principio del ciclo de vida, tanto en su estado material como espiritual. No hacerlo, implica que la presencia o deambulación del anugwe sin materia y en estado negativo, afecte la salud y el bienestar de los que quedan en vida, tanto de los humanos, como de las plantas, los animales, los minerales y todo elemento que integra la naturaleza y el cosmos. (Confederación Indígena Tayrona 2015, 138)
De igual forma, eysa alude al complejo proceso por medio del cual los iku experimentan la desaparición material de sus seres queridos y garantizan el tránsito de su familiar al otro mundo (entrevista al mamo Kunchanawíngumu, diario de campo, 18 de julio de 2018, Nabusímake, traducción de Seykwaningümü). En este sentido, como práctica ritual, la mortuoria tiene un importante carácter colectivo que distribuye las labores materiales y espirituales del duelo entre los familiares y cercanos de la persona que fallece (Hertz 2004). Su realización involucra el pago de las deudas pendientes en todos los niveles de la vitalidad iku (relaciones familiares, organizativas, productivas y etapas del ciclo de vida de una persona arhuaca), así como la retribución espiritual por medio del pagamento.
En cada uno de los procesos que involucra la mortuoria se expresa una suerte de angustia social por la contaminación que se pueda generar al espíritu de las personas, los seres y los lugares primordiales con el fallecimiento. En estos términos, la muerte “tiene entonces la cualidad de la contaminación. Los seres muertos en general son agentes contaminantes de la vida Iku. Poseen una energía o ánimo corruptor que debe ser rehuido, separado, limpiado” (Valencia 2020, 60). Aunque corresponde resaltar que de manera contrastante “la actitud entre la mayoría de los iku es sorprendentemente tranquila ante la muerte” (Ferro 2012, 161) y que incluso “permanecen apáticos ante la posibilidad de morir, y ante la muerte los familiares actúan de una manera casi que natural” (Orozco 1990, 232).
Pese a esta actitud, limpiar la muerte y las energías que por esta se desatan sí compromete de manera definitiva a las familias, para evitar que sobre ellas se generen repercusiones como el retorno inesperado y la vagancia de los espíritus, el desvío del ser querido del cerro Chundwa (lugar a donde llegan todas las “almas buenas”), así como la dispersión fatídica de enfermedades y desequilibrios (Confederación Indígena Tayrona 2018; Lucena 1969; Orozco 1990).
De ahí la importancia del eysa como dispositivo de saneamiento que se hace principalmente en cuanto la persona muere y se vigoriza en cada aniversario del fallecimiento, como parte de los reacomodos de la vida familiar, de la continuidad de la relación y de la adecuación del lugar que los muertos siguen ocupando en el mundo de los vivos. Al decir de Valencia:
En esta continuidad vida-muerte nos encontramos frente a una ruptura, pero es una ruptura-tránsito, en la que los pares dicotómicos se diluyen mutuamente. Es una ruptura que precede una nueva vida, un estado liminal por excelencia. La muerte Iku es un parto de vida. Tránsito o ruptura, la muerte mantiene su delicadeza y peligrosidad, por esta razón requiere una limpieza. (2020, 60)
Esta asociación del manejo de la muerte con acciones de limpieza se ejerce también en la inmediatez del plano material como “un proceso de descontaminación espiritual que busca que la muerte no ejerza cierto tipo de atracción sobre la vida” (Valencia 2020, 60) pues, por un lado, el trabajo del eysa se constituye en un intercambio de los familiares con el cuerpo y con las pertenencias de quien fallece para que estos sean purificados del “olor a muerto” y de otras impurezas, antes de llevar a cabo su debido entierro (Lucena 1969, 249); y por el otro, porque con el uso de materiales como algodones, hojas de frailejón, fuego, inciensos o conchas de caracol, el mamo y los familiares disponen las condiciones para que dicha limpieza se haga (Ferro 2012).
A la correcta preparación del cuerpo le siguen las visitas al muerto y el ofrecimiento de alimentos y bebidas a todas aquellas y aquellos que comparten este momento y su posterior disposición en tierra. Las referencias de la etnografía clásica serrana al respecto señalan que esta implica que el mamo “bendice el lugar donde se hará la sepultura (ka’ankumuyeku) y se inicia la excavación; el cadáver (wichi) es rociado por el mamo con el polvo blanco de conchas marinas, que simboliza su alimento futuro” (Orozco 1990, 221), asimismo
lo envuelven en un chinchorro que cuelgan de una larga vara y entre cuatro hombres lo llevan hasta el lugar donde se ha excavado la tumba, que es generalmente la cima de un monte. La tumba consiste en un agujero con una cámara lateral, donde se coloca el cadáver sentado. Junto al muerto se dejan sus objetos personales: el poporo y las mochilas a los hombres, los husos y agujas a las mujeres. (Chaves y De Francisco 1977, 73)
A partir de la reconstrucción de un ritual de entierro iku que Gerardo Reichel-Dolmatoff pudo observar en una zona de contacto entre koguis y arhuacos, se entiende que:
El muerto regresa al útero, en posición fetal, envuelto en la mochila que representa la placenta, unido a este mundo por un cordón umbilical que, después de nueve días, se corta, produciéndose entonces el renacimiento en el más allá. Cuando el Máma alza nueve veces el cadáver, simboliza la vuelta al útero pues hace “regresar” al cadáver a un estado fetal, a través de nueve fases, los nueve meses de gestación, pero en un sentido inverso. Al mismo tiempo el entierro es el cosmos, es el mundo. Se depositan las ofrendas en los siete puntos del espacio sacro: norte, sur, este, oeste, cenit, nadir y centro, y la cabeza del cadáver se orienta hacia el este, el lado del nacimiento del sol, de la luz, de la vida. (Reichel-Dolmatoff 1967, 67)
Por su parte, una reciente investigación etnográfica reconstruye la práctica del entierro en la comunidad arhuaca de Yo’sagaka con los siguientes elementos:
[…] el cadáver debe ser vestido con su manta tradicional de unku (algodón criollo) y sentado (en un banco si se trata de un hombre) hasta que se reúnan todos sus familiares, aun quienes se encuentran más lejos, idealmente deberán ser esperados para dar inicio al entierro. Durante este tiempo de espera, la familia y los allegados bailan, beben ron y comen desmedidamente y hablan casi exclusivamente del muerto. El llanto es (en teoría), poco común por su inconveniencia: dificulta que el espíritu del muerto llegue a Chwndwa donde se reinicia nuevamente el ciclo de la vida y la muerte. Reunidos los familiares y llegado el momento del enterramiento según las consultas e indicaciones del Mamu, el cuerpo es trasladado en un chinchorro de fique al lugar de enterramiento, que generalmente se encuentra en la misma casa o muy cerca de ella. Bajo precisas y rígidas órdenes del Mamu, los familiares cavan un pozo de aproximadamente dos metros de profundidad y un metro cuadrado de área. Al lado se cava una cámara mortuoria en la cual el cadáver, envuelto en una tela, es ubicado sentado en un banquito. Se depositan ofrendas (caracoles) que son la comida de los muertos, pues ellos indefectiblemente deben ser alimentados. Niños menores de diez años no deben mirar el hoyo, me contó Bernardo, pues “el espíritu del muerto se los lleva”. (Valencia 2020, 61-62)
Lo que sigue al entierro se da en la intimidad de la propia familia que, con las orientaciones del mamo, busca enfrentar todos los desajustes ocasionados por el fallecimiento y encaminar el tránsito pacífico de su ser querido a la condición espiritual. En este momento, se produce un tránsito del muerto a un nuevo estadio significado que, para autores como Rodolfo Sánchez, en su estudio etnográfico sobre la muerte en el mundo andino, supone que el muerto “pasa a integrarse a la sociedad de los ancestros y a llevar una existencia activa, con relaciones de reciprocidad respecto a la sociedad de los vivos” (Sánchez 2015, 68).
Este proceso puede durar varias semanas o meses, dependiendo de las razones que generaron la muerte, del impacto generado y del tiempo que considere necesario el mamo para balancear la desarmonía y la restitución del orden, lo cual exige a los familiares una dedicación exclusiva a los compromisos del eysa; el abandono de actividades productivas y sociales; gastos de sostenimiento y alimentos (que aumentan entre más numerosa sea la familia); la consecución de materiales para hacer pagamentos y trabajos tradicionales, e incluso gastos de transporte para el desplazamiento a los puntos originales y espirituales de nacimiento y de desarrollo de la persona fallecida dependiendo de su vida y del grupo familiar al que pertenezca. Por último, el eysa también requiere el reconocimiento al mamo o mamos que acompaña(n) el proceso, ya sea en dinero, trabajo o en pertenencias de la familia y del muerto, en compensación por su disposición y exposición espiritual (conversaciones informales con Sey Awiku, Pueblo Bello, Cesar, enero de 2020).

Fuente: fotografía de Carlos Eduardo Nieto, Pueblo Bello, Colombia, 2019.
Figura 4. Agua de bautizo.
En este contexto interpretativo arhuaco las razones que producen la muerte operan como funciones clasificatorias de los tipos de muerte, de los impactos sobre los vivos y de las formas rituales dispuestas, pues mientras unas razones restituyen el orden (la muerte natural y esperada), otras no, como la muerte violenta y, por ende, determinan las condiciones y necesidades específicas de cada mortuoria, las cuales solo pueden ser fijadas e interpretadas por el mamo haciendo uso de sus instrumentos (totuma, agua, cuentas arqueológicas, por ejemplo) para leer y revisar en el origen lo que dicen la Madre y los seres espirituales al respecto (Uribe 1997a).
Así, en la escala de “preferencia” frente a la muerte, la que ocurre por envejecimiento o por causas naturales resulta siendo, según los mamos, “la predefinida o predestinada de manera clara en la ley de origen” (Izquierdo 2014, 19-20), porque es indicativa del cumplimiento del ciclo natural, generalmente da tiempo a que la persona ordene material y espiritualmente su vida y exprese las disposiciones que deja para sus familiares, razón por la cual su tratamiento ritual suele ser más liviano y tener un nivel menor de complejidad.
Situación contraria ocurre con las muertes ocasionadas por accidentes u homicidios, no solo porque quien fallece no tiene el tiempo necesario para prepararse para la muerte, sino porque generan un mayor impacto. Muertes violentas, súbitas, malas muertes9 (Benavides y Montero 2019) y suicidios o “muerte por mano propia” (Valencia 2020, 35), se ubican en el máximo nivel de gravedad de esta clasificación, pues el desorden que generan amerita la realización de una mortuoria de más complejidad y de costos espirituales y materiales muy altos, tanto para los familiares como para el mamo o los mamos que la orientan. Debido a ello, no todos los mamos asumen este tipo de mortuorias, las cuales a su vez crean niveles de especialidad y jerarquía entre ellos (Izquierdo 2014):
Toca limpiar desde el comienzo y hasta el asesinato, resarcir todo lo que hizo, separar para que la mujer quede desconectada del marido y quede ella libre y que la persona se vaya a donde tiene que irse, se le manda con áyu10, poporo, chirrinchi (bebida alcohólica) para que esté feliz allá espiritualmente. Cuando es un asesinato uno tiene que pasar siete etapas de resarcimiento, toca pensar en por qué sucedió eso y en quién creó ese comportamiento, de dónde provino y por qué está aquí en este territorio, por qué entró ese espíritu de asesinar a alguien. Esa actitud tiene su origen, por eso se busca el origen para corregirse. Eso es lo que hacen los mamus, por eso implica tanto tiempo y es más costoso, espiritual y materialmente. (Entrevista al teti Seykwaningümü, diario de campo, 8 de enero de 2020, Makogueka)
Como se dijo, uno u otro tipo de muerte exige un eysa diferente. Para el caso de la primera, por causas naturales, se habla de uno general o normal; para el caso de las segundas se habla del eysa buti sinü. Este último tiene un nivel de dificultad mayor porque las muertes violentas y accidentales suelen involucrar el derramamiento de sangre, uno de los líquidos más sagrados desde el punto de vista iku, cuya dispersión en el territorio es peligrosa, en tanto propicia la dispersión misma del “espíritu del asesino” y de la violencia que generó la muerte (Izquierdo 2014). Eysa buti sinü es, entonces, “una ruptura tan brusca que, así como en el acto físico se esparce la sangre a todas las direcciones, así mismo en el mundo espiritual esa mancha roja lo hace, impregnándose a todos los demás seres” (Confederación Indígena Tayrona 2015, 138).
En palabras del sociólogo arhuaco Edinson Izquierdo, “la sangre y el espíritu del asesinado, transportan el código de matar, […] y, en consecuencia, espiritualmente causan daños al entorno, equivalentes a asesinatos” (Izquierdo 2014, 23). En ese sentido, la muerte violenta (buti sinü regawi agwana) no solo puede afectar el espíritu de quien fallece y las condiciones espirituales y materiales de sus familiares, sino el equilibrio y la vida de todos los seres vivos, el territorio y el cosmos mismo. Por esta carga negativa y fuerte impacto, el eysa buti sinü requiere de la disposición de costosos materiales rituales (generalmente escasos y difíciles de conseguir en el territorio iku), de mamos con fundamentación fuerte en el manejo ritual de fuerzas negativas, de periodos de tiempo y dedicación prolongados.
De ello puede entenderse que no existe un grado mayor de desequilibrio y desarmonía para las y los indígenas iku que el que se genera con una muerte violenta y súbita, si se considera, como se ha explicado ya, que el grado de conexión y de relacionamiento que tienen los humanos con los demás seres y objetos del universo y del territorio, es de intenso y pleno intercambio, reciprocidad y mutua constitución desde la perspectiva arhuaca.
La muerte significa el cumplimiento de un ciclo, de una misión en el mundo terrenal, la muerte para nosotros debe ser natural, debe ser un legado que nos deja ir y venir. Para venir a cumplir nuestra misión y poder irse, pero de manera natural, no por otra persona. En ese sentido el asesinato para nosotros no está en nuestra cultura. Un arhuaco debe morir por envejecimiento o tal vez por una enfermedad para que la muerte se lo lleve. Nosotros los iku somos hechos para morir tal vez por los actos de la naturaleza, por ejemplo, una caída de un árbol o un derrumbe. Nosotros estamos hechos para morir de esa forma, y no de otra. […] Cuando muere alguien […] se afectan los cerros, las montañas, los ríos. Todas esas afectaciones provocan que el mamu tenga que trabajar para quitarlas. (Entrevista a mamo Kunchanawíngumu, diario de campo, 18 de julio de 2018, Nabusímake, traducción de Seykwaningümü)
Del cierre y la continuidad
En la particular manera de conceptualizar la vida y la muerte, desde el punto de vista iku, las preguntas por el orden y el desequilibrio hablan de mundos materiales y espirituales capaces de producir malestar (Theidon 2004) y, paralelamente, visibilizan intercambios, prácticas y procesos de curación y saneamiento ritual en tanto “dispositivos humanos por excelencia para lidiar con el desorden y la violencia interna que amenaza con desintegrar toda sociedad humana” (Uribe 1997a, 17), como respuestas para afrontar el caos de la muerte.
Este ejercicio de recomposición del orden, de restablecimiento del equilibrio y de “domesticación del acto de violencia” (Jimeno, Varela y Castillo 2015, 27) adquiere sentido en el complejo manejo y despliegue de métodos locales “para tratar aquello que les duele” (Theidon 2004, 265), métodos que, como la mortuoria, hacen parte de los saberes dominados por los mamos para recoger los daños (tünna) materiales y espirituales generados por la muerte, en un trabajo ritual que se ejecuta con la densidad del silencio sacro, para reordenar la sociabilidad arhuaca (Das 2008; Theidon 2004), asegurar el buen retorno de sus muertos y evitar que la dispersión de las energías negativas y del eysa afecten a los familiares, a los seres naturales y espirituales, y a sus lugares y conexiones primordiales. De esta manera, las y los arhuacos experimentan el drama de la muerte, pero también resuelven autónomamente sus desequilibrios espirituales en un ejercicio complejo en el que se expresa la conceptualización que se propuso entender aquí como la vitalidad iku.
Entender estos sentidos y fundamentos de la vitalidad iku implica ingresar etnográficamente al mundo complejo de las regulaciones y especialidades del conocimiento arhuaco, el cual se soporta en la tradición y en los mandatos de la denominada ley de origen, que todo ordena y por la que todo es, y en la comprensión del papel de la guía interpretativa y espiritual de los mamos, como autoridades mayores que intervienen en cada tiempo y espacio de la vida, la sociabilidad y la muerte (el viaje espíritu-materia) entre los iku. Ritualidades, producciones y “encuentros estructurados cara a cara” (Castillejo 2015, 19) que se gestan entre los mamos, los seres ancestrales, los lugares donde está contenido el conocimiento (ka’dukwu y kankurwa) y sus representaciones en el territorio, se sintetizan en el estudio de la cotidianidad espiritual de las y los arhuacos, en la lectura de la experiencia de la vida y la muerte que se da entre los vaivenes y el transcurrir del cumplimiento/quebrantamiento de la ley de origen.
Hablamos de la vitalidad iku en referencia al caso particular del pueblo indígena arhuaco, como un dispositivo conceptual propuesto para entender cómo, desde el pensamiento mutuamente constitutivo entre lo espiritual y lo material, funciona la acción ritual, orientada por los saberes especializados y clasificatorios de los mamos, para intervenir, explicar y sustentar cada tiempo y espacio entre el nacimiento y la muerte de las y los indígenas arhuacos.
Estas manifestaciones de la correlación espíritu/materia, entendidas como sucesos complementarios que se invierten colectivamente para seguir asegurando la existencia, funcionan a la manera de un ciclo en movimiento que actúa sobre los sujetos vivos humanos y no humanos. Su comprensión permite entender para este y para otros contextos etnográficos, la densidad de las conexiones que hay entre las y los indígenas y su territorio, entre la reivindicación identitaria de la permanencia y la protección de los lugares rituales y sagrados, así como el inquebrantable vínculo de los vivos con sus muertos.
A propósito de la muerte entre las y los arhuacos, como manifestación complementaria de la existencia y suceso originario de la conversión de las y los indígenas en “gente espíritu del mundo que no se ve” (Ferro 2012, 77), el manejo espiritual y material de la muerte expresado en el ritual del eysa permite entender a la mortuoria como el mecanismo cultural propio de las y los arhuacos para enfrentar la pérdida, las separaciones y las continuidades que se generan entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos, así como las afectaciones y el caos espiritual que se desata con la muerte.
El manejo ritual propio del eysa es parte de los trabajos colectivos que reafirman el sentido de la complementariedad espiritual y material del mundo arhuaco que, desde el cumplimiento del mandato de la ley de origen, genera encargos y deberes para los descendientes y deudos, para abrirles el buen camino a sus muertos y que continúen el largo viaje de la vida, así como para evitar su retorno inesperado, la vagancia de su espíritu o la dispersión fatídica de enfermedades y desequilibrios sobre los propios familiares.
De ahí la importancia de este dispositivo de saneamiento que hace parte de las teorías y lenguajes localizados que despliegan los iku para enfrentar de manera colectiva las amenazas del desorden y la violencia y de propiciar los reacomodos de la vida familiar y social, de la continuidad de las relaciones e intercambios y de la adecuación del lugar que los muertos siguen ocupando en el mundo de los vivos (Thomas 1983).