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Revista Colombiana de Psiquiatría

versão impressa ISSN 0034-7450

rev.colomb.psiquiatr. v.31 n.1 Bogotá jan./mar. 2002

 

ARTICULOS ORIGINALES

ÉTICA Y PSIQUIATRÍA

ASPECTOS EN LA PRAXIS COTIDIANA

ETHICAL ASPECTS OF DAILY MEDICAL PRACTICE

OTTO DÖRR ZEGERS
Profesor Titular de Psiquiatría de la Universidad de Chile y Miembro de Número de la Academia de Medicina del Instituto de Chile.


La preocupación por el momento ético del acto médico data de la cultura griega antigua, cuando la revolución hipocrática transformó el ejercicio médico de magia en ciencia. Una ciencia indisolublemente ligada con arte cuando se alude al ser humano, su subjetividad, su experiencia vital y su entorno.

A través de un recorrido por el mundo helenístico, principalmente el pensamiento platónico, de algunas concepciones cristianas y de diversos aspectos vigentes en la actualidad se tratan “problemas” relacionados con el diagnóstico psiquiátrico, la farmacoterapia y la psicoterapia.

Finalmente se propone una estrategia a seguir, que depende en parte del marco teórico elegido, y en parte de la patología que aqueja al paciente.

Palabras clave: Ética, Psiquiatría, Psicoterapia.


Paper poses diverse ethical aspects, relevant to medical practice in general, and to psychiatry in particular, with special emphasis in psychotherapy.

Concern with ethical momentum of the medical act dates back to ancient greek culture, when hippocratic revolution transformed magical medical practice into science. A science inseparable from art, when alluding to the subjectivity, vital experience and environment of the human being.

Through a journey across Hellenic word, most platonic thought, christian ideas and diverse aspects at the present time, «problems» related to psychiatric diagnosis, pharmacotherapy and psychotherapy are studied.

Finally, a strategy is proposed, according to the selected theoretical framework, and the patient´s own pathology.

Key Words: Ethics; Psychiatry; Psychotherapy.


INTRODUCCIÓN

La preocupación por el momento ético del acto médico surgió muy tempranamente en la historia de la medicina. Coincide con la gran revolución de Hipócrates al transformar la magia en medicina, esa peculiar combinación de ciencia y arte que continua siendo hasta el día de hoy. Werner Jaeger (1) afirma que «de todas las ciencias conocidas entonces, incluida la matemática y la física, es la medicina la más próxima a la ética». El juramento hipocrático contiene normas de validez universal que siguen vigentes: otorgar al paciente el mejor tratamiento posible, darle una información veraz y respetuosa, evitar involucrarse sexualmente con los enfermos, oponerse al aborto y a la eutanasia, respetar a los maestros y, por último, buscar una justa distribución de la salud en los distintos estratos sociales.

Este carácter moderno del juramento hipocrático se hace más evidente si lo contrastamos con otro documento contemporáneo suyo, el código hindú Charaka Samhita, que obliga al médico a negarle sus servicios a los enemigos, a los malos, a las mujeres repudiadas y a los moribundos (2). Con razón Margaret Mead (3) considera que el juramento hipocrático constituye no sólo una revolución en la medicina, sino en la historia humana en general. «Es la primera vez en nuestra tradición que se separa definitivamente el matar del curar. A través de todo el mundo arcaico el médico y el brujo tienden a ser la misma persona. Aquel que tenía poder para matar tenía poder para curar, y a la inversa, el que podía curar tenía que ser capaz de matar”. Y Dyer (4), por su parte, sostiene que el juramento hipocrático propone a los médicos un nivel de moralidad mucho mayor que el exigido por la ley griega a los ciudadanos en general.

Lo que interesa destacar en este contexto es cómo la medicina nace ligada a la ética y cómo su relación con ésta es tan natural que la mayor parte de los ejemplos que Sócrates emplea en el desarrollo de su pensamiento ético están tomados de la medicina. Pero la ética médica de los griegos no es un invento de Hipócrates, sino que obedece a toda una concepción helénica del mundo y del hombre. Para ellos el origen de la medicina se hallaba en un «instinto de auxilio», el cual «sólo llega a ser eficaz cuando el individuo lo acepta y lo cumple de un modo personal» (5). Hay artes, dice Hipócrates, que son «benéficas para los que de ellas se sirven, pero penosas para quienes las ejercen y una de estas artes es la medicina». El médico «tiene la vista contristada, el tacto ofendido y en los dolores ajenos sufre penas propias, mientras que los enfermos por obra de ese mismo arte escapan a los mayores males, enfermedades, sufrimientos, penas, muerte, porque contra todos ello encuentra recursos la medicina». El médico debe dedicarse con gran empeño y decoro a la recuperación de la salud. Pero la salud no debe entenderse sólo como ausencia de enfermedad: el médico debe procurar también que su paciente logre una enekén hygieiés, un bienestar físico y espiritual, condición de posibilidad de la sophrosine (sensatez, sabiduría).

Por su parte, la relación médicopaciente es una forma de philía, de amistad y está inserta en un profundo respeto a la naturaleza del cuerpo humano y a la naturaleza en general, que resulta de la idea griega del origen divino de la corporalidad. Esto tiene al menos dos consecuencias: la primera es el famoso principio de primum non nocere, es decir ante todo no hacer daño; la segunda es abstenerse de intervenir aquellos enfermos en los cuales todo hace pensar que están cerca de la muerte. A la naturaleza pertenece tanto la vida como la muerte. Y así como hay que propender por una vida digna para nosotros y nuestros enfermos, así también debemos, si no facilitar, al menos permitir una muerte digna.

El cristianismo introduce una nueva dimensión ética en la medicina. El encuentro entre el médico y el enfermo es concebido como acto de amor, como realización de esta nueva forma de «philía» que es el “ágape ». Esta forma de amor humano posee una consistencia religiosa y metafísica derivada de dos mandamientos del Nuevo Testamento: «Ama a tu prójimo como a ti mismo » y «Ama a tu prójimo como si este fuera Jesucristo». Ejemplo paradigmático de esta nueva forma de amor es la parábola del samaritano: sin preguntar quién es el caminante herido, si samaritano, israelita o gentil, si pobre o rico, etc., el samaritano procede a curar sus heridas, a regalarle dinero y ropas y a ofrecerle su compañía ¡Y todo esto sin pedir nada a cambio! La imagen de este médico cristiano se desprende de la epístola 189 que San Basilio de Cesarea le enviara a su médico Eustasio en el año 350 de nuestra era: «Amigo, en ti la ciencia (médica) es ambidextra, por cuanto dilatas los términos de la filantropía y no circunscribes a los cuerpos el beneficio de tu arte, sino que atiendes también a la curación de los espíritus» (5, p. 56).

ASPECTOS GENERALES DE UNA ÉTICA PSIQUIÁTRICA

Ahora bien, si el momento ético es tan fundamental en la medicina en general, mucho más habrá de serlo en la psiquiatría, por cuanto aquí la pregunta por el hombre es simplemente ineludible. Esto se desprende también de las peculiaridades que tiene la relación médicopaciente en esta especialidad:

1. La relación médico-paciente debe ser siempre personal y «personificadora » en el sentido de Oyarzún (6). Sin embargo, en la medicina somática cabe la posibilidad de objetivarla hasta el punto de hacerla parcial y «despersonalizada». Hay especialidades en las que esta relación está reducida a la mera constatación de hallazgos, como es el caso de la radiología o aún de la traumatología. Pero también en la medicina interna se observa en las últimas décadas la tendencia a reemplazar la riqueza del encuentro entre médico y paciente por innumerables exámenes de laboratorio y en parte por la aplicación de sistemas de diagnóstico computarizados.

En la psiquiatría, en cambio, esta despersonalización del otro es casi imposible, ya que en ella el fundamento tanto del diagnóstico como de la terapia es precisamente la relación médico-paciente. El encuentro, este fenómeno humano particular cuya estructura y cuyas leyes fueron descritas por F. J. J. Buytendijk (7), W. von Baeyer (8) y Martin Buber (9), entre otros, constituye la esencia del acto médico en psiquiatría. El paciente acude al psiquiatra porque su ser mismo es el que le duele y no sólo ofrece al examen el órgano dañado, sino su intimidad toda y su historia.

2. Toda relación médico-paciente es asimétrica per definitionem. Se trata de una relación complementaria en la que la persona que busca ayuda no tiene ningún conocimiento sobre lo que le pasa y nada o casi nada puede hacer para aliviarse. El otro, en cambio, el que otorga la ayuda, tiene todo el conocimiento acerca de la enfermedad y la técnica necesaria para mejorarla. Ahora bien, esta asimetría es mucho más extrema en el ámbito de la psiquiatra, y esto por varias razones:

a) El paciente no tiene distancia entre él y su dolencia y, por ende, su entrega y/o indefensión frente al médico es mucho mayor que en el caso de un enfermo somático. Este hecho explica en parte esa gran dependencia que se puede generar en el paciente psiquiátrico con respecto a su médico, fenómeno que el psicoanálisis ha tipificado como «transferencia».

b) Esta asimetría se hace mayor aún dado el carácter más impreciso y/o complejo de los conocimientos existentes sobre las enfermedades mentales. Es mucho más fácil explicar a un paciente las características anatómicas de una estenosis mitral o el mecanismo etiopatogénico de una bronconeumonía que hacerle comprender lo que es una esquizofrenia o una depresión. Esto ya fue anticipado hace 2.500 años por Platón, cuando insistía en que el médico no sólo tiene el deber de curar a su paciente, sino también de ilustrarlo (1, p. 794). Siempre vuelve a sorprender cómo el paciente transforma esos inevitables vacíos en los conocimientos del psiquiatra en la suposición errada de que éste dispone de un saber ilimitado sobre la vida psíquica de las personas en general y de él mismo en particular.

Esta mezcla de temerosa esperanza y sobrevaloración contribuye sin duda a la incomodidad que se suele observar en muchos contextos sociales cuando un psiquiatra o un psicólogo se dan a conocer como tales.

c) Pero donde la asimetría de la relación médico-paciente se hace extrema es en el poder que la sociedad ha otorgado al psiquiatra de definir el grado de discernimiento de una persona determinada. Es cierto que son los tribunales de justicia los que finalmente deciden, pero esto lo hacen sobre la base de un peritaje psiquiátrico. Lo mismo vale para las internaciones forzadas, los tratamientos en contra de la voluntad del paciente, las intervenciones psicoquirúrgicas, etc. En todas estas situaciones vemos aparecer al psiquiatra premunido de un poder casi omnímodo sobre el paciente, cuyo frecuente mal uso llevó en la década del 60 al surgimiento de la llamada «antipsiquiatría» (10, 11, 12, 13, 14, 15, 16). Este movimiento tiene muchos defectos, como su falta de rigor científico o la gran carga emocional de los escritos de algunos de sus representantes, pero a mi modo de ver fue históricamente justificado.

De todo lo anterior se desprende que el imperativo ético en la psiquiatría es más complejo y exigente que en las otras especialidades de la medicina, por cuanto aquí la posibilidad de extravío y con ello de iatrogenia constituye una permanente amenaza. Esto obliga al psiquiatra a una reflexión constante sobre la eticidad de sus acciones.

ALGUNOS TEMAS ESPECÍFICOS DE UNA ÉTICA PSIQUIÁTRICA

Nos referiremos a algunos aspectos específicos de ética psiquiátrica, pero no a los más típicos como la internación forzada o el contacto sexual entre médico y paciente. La intención está más orientada el aspecto ético de las actividades psiquiátricas más comunes y cotidianas, como hacer un diagnóstico, prescribir un psicofármaco o realizar una psicoterapia.

ASPECTOS ÉTICOS DEL DIAGNÓSTICO PSIQUIÁTRICO

Diagnosticar en medicina significa inferir la existencia de un proceso patológico subyacente a partir de uno o varios signos externos que llamamos síntomas. Estos no son idénticos al proceso patológico que constituye la enfermedad, pero sí lo anuncian. De la observación de una piel amarilla, infiero la existencia de una hepatitis; de las características de un determinado soplo cardíaco, la existencia de una insuficiencia mitral. Ahora bien, el presupuesto del diagnóstico es el conocimiento previo del substrato anatomo-patológico de la enfermedad a diagnosticar, ya sea por experiencia propia o por conocimientos transmitidos por un maestro. En la psiquiatría este principio carece de validez, por cuanto en la mayor parte de las enfermedades mentales no se ha encontrado un substrato anatomo y/o fisiopatológico y en muchos cuadros, como es el caso de las neurosis y los trastornos de personalidad, éste no se hallará jamás.

Los diagnósticos en psiquiatría son meras convenciones. Eso significa, por una parte, que un conocimiento exacto de las convenciones vigentes debiera ser condición previa de todo diagnóstico; y, por otra, que por ser ellas cambiantes, su manejo tendrá que ser muy prudente, ya que no cubren, en general, la complejidad de los fenómenos. Además, y como puede desprenderse de estudios empíricos (16, 17, 18), la mayoría de los psiquiatras clínicos hacen el diagnóstico en los primeros tres minutos de entrevista, lo que hace difícil una real utilización de las convenciones mencionadas. En la práctica, entonces, el diagnóstico se hace en forma atmosférica, es decir, a partir del encuentro con el paciente. Esto no es malo en sí mismo, por cuanto es ahí donde mejor se muestra ese cambio o metamorfosis del otro, que llamamos enfermedad mental. Pero es justamente ese carácter tan subjetivo del diagnóstico psiquiátrico lo que hace tan delicado su manejo.

Las llamadas enfermedades psiquiátricas consisten en desviaciones del vivenciar y el comportarse de los seres humanos, que recién en el mundo secularizado actual son consideradas como tales. En rigor, se trata de complejos fenómenos donde lo humano mismo se muestra en la pérdida de la mesura, en el exceso o en el defecto, en su grandeza o su pequeñez, en último término en su estructuración dialéctica (19). La posibilidad de la locura pertenece a la esencia del ser humano. En todo el reino animal sólo el hombre puede enloquecer. Pero la locura no es sólo defecto, carencia o incapacidad. También la encontramos junto a la genialidad, a la verdadera religiosidad, a la santidad, al heroísmo y a una forma de ingenuidad en las relaciones interpersonales que hoy por hoy ya no se da en ningún otro contexto social fuera de la locura. Allí donde el hombre rompe los cauces y por qué no decir las cárceles de lo cotidiano, de lo establecido, de lo término medio, nos vemos confrontados también con la locura. Aquí quisiera recordar esa famosa frase que dice Platón en el Fedro: «Es más hermosa la locura que procede de la divinidad, que la cordura que sólo tiene su origen en los hombres» (20).

El problema no está en la existencia de la locura, sino en que nosotros la encerramos en nuestras categorías y le hacemos perder toda su riqueza. Para muchos psiquiatras actuales Don Quijote sería un esquizofrénico, Sancho un ciclotímico, Ofelia una catatónica, Hamlet una personalidad limítrofe, Hernán Cortés un psicópata fanático y Julio César un epiléptico enequético. ¿Habrían podido desplegar su genialidad estos seres de excepción si hubiera existido por ese entonces la psiquiatría moderna?

El diagnóstico psiquiátrico constituye un arma poderosa que muchas veces fascina a los especialistas más allá de lo razonable. Freud sostenía que todos los seres humanos eran neuróticos y Kretschmer hizo esfuerzos denodados por encasillar la diversidad de cuadros psicóticos en alguna de sus tres categorías y al resto de los mortales en el esquema de sus biotipos. Así es como se producen generalizaciones o más bien ampliaciones de los diagnósticos, que pueden llegar a tener consecuencias funestas, como ocurrió con el uso político de la psiquiatría. Semejante abuso fue comprobado en la ex Unión Soviética (21, 22, 23) y consistió en lo siguiente: con la colaboración de la psiquiatría oficial, las autoridades declaraban mentalmente enfermos a disidentes políticos o a personas cuya conducta perturbada no era condenable por vía judicial y los internaban en hospitales psiquiátricos. En tales casos el diagnóstico más frecuente era el de esquizofrenia. Este procedimiento fue posible gracias a la ampliación del concepto de esquizofrenia, el cual, en la forma llamada «larvada», incluía entre sus síntomas elementos como originalidad, «ideologismo», religiosidad, desconfianza, ambivalencia, desorganización de la conducta, pérdida de intereses, escasa adaptación social y reformismo.

Contra ello se alzó el Dr. Anatoly Koryagin fundando en 1977 el «Grupo de trabajo para la investigación del empleo de la psiquiatría con fines políticos» (21). Este estableció que alrededor de 6.000 personas se encontraban encerradas en instituciones psiquiátricas sin un hallazgo psicopatológico que lo justificara. La publicación de estos informes en Occidente le significó a Koryagin siete años de trabajos forzados en Siberia.

Las consideraciones anteriores hacen evidente la necesidad de un manejo muy cuidadoso de los diagnósticos hasta el punto de preferir pecar por defecto que por exceso. Vale decir que pareciera aconsejable no diagnosticar una enfermedad grave cuando existe (por ejemplo, una esquizofrenia) que afirmar su existencia erróneamente. También es aconsejable esperar la evolución antes de asumir la responsabilidad por un diagnóstico definitivo y no perder nunca las esperanzas frente a los cuadros endógenos, por cuanto una de sus características es la reversibilidad (24).

ASPECTOS ÉTICOS DE LA FARMACOTERAPIA

Los psicofármacos representan probablemente la más grande revolución terapéutica en toda la historia de la psiquiatría. Gracias a su acción ha cambiado la estructura y el funcionamiento de los hospitales psiquiátricos, así como el pronóstico de la mayor parte de las enfermedades mentales. Y, sin embargo, ellos no son en absoluto inofensivos. Los tres tipos de psicofármacos existentes (tranquilizantes, timolépticos o antidepresivos y neurolépticos o antipsicóticos) tienen inconvenientes serios: los tranquilizantes quitan la espontaneidad, disminuyen el rendimiento intelectual y producen siempre algún grado de acostumbramiento; los antidepresivos, a pesar de su alta especificidad terapéutica, producen marcados efectos secundarios; por último, los neurolépticos producen distonías agudas, muy molestas para el paciente y en el largo plazo, disquinesias tardías (movimientos involuntarios y persistentes que pueden reducir al sujeto a la invalidez). Las estadísticas sobre frecuencia de las disquinesias son muy variables, dándose cifras que oscilan entre un 10% y 40% de los casos tratados con neurolépticos (25).

Pero la farmacoterapia nos plantea también un problema ético de orden general: existen procesos fisiológicos que directa o indirectamente son afectados por el fármaco sin que ello constituya propiamente la meta perseguida por el terapeuta. Con otras palabras, junto con los procesos patológicos que deseamos modificar, se modifican otros procesos fisiológicos, en especial los de autorregulación, en una forma negativa e impredecible para el organismo. Pensemos sólo en las consecuencias que puede tener el uso excesivo de analgésicos y tranquilizantes, los más «inocentes» entre los psicofármacos. Es probable que el frecuente abuso que se hace de este tipo de fármacos en la sociedad moderna tenga que ver con un mal entendido concepto de «calidad de vida». El antiguo concepto griego de diaita es, en cambio, mucho más humano, por cuanto no busca sólo el alejamiento del dolor, sino un estilo de vida en armonía con la naturaleza y con los dioses. Cabría pensar, entonces, en una farmacología orientada más a potenciar la salud que a sólo eliminar la enfermedad.

Por último, no debemos olvidar que el uso de psicofármacos conlleva un cierto grado de manipulación del espíritu humano y que a mayor manipulación de lo patológico aumenta también la manipulabilidad de lo sano. Blankenburg dijo algo muy acertado con respecto a esto: «El creciente hacerse manipulable de la vida humana y especialmente de la conciencia humana hace que parezca necesario preocuparse no sólo contra qué, sino también para qué debe servir un medicamento» (26).

ASPECTOS ÉTICOS DE LA PSICOTERAPIA

La gran trascendencia de este método terapéutico y su enorme difusión en la sociedad moderna, con las consiguientes implicaciones éticas de su aplicación, ameritan un tratamiento in extenso del tema.

La psicoterapia ha constituido una parte esencial del acto médico desde Hipócrates. Pero ya antes, en la medicina homérica, el acto de curar enfermedades o heridas era acompañado de un ensalmo, hechizo o conjuro, que tenía por función atraer la benevolencia de los dioses hacia el enfermo y al mismo tiempo ejercer un efecto sugestivo. «Desde la epodé con que los hijos de Autólico curan la herida de Ulises, la mención de este rito terapéutico es frecuente en la literatura griega (...) Trátase, como sabemos, de una fórmula verbal de carácter mágico, de contenido variable según los casos y recitada o cantada ante el enfermo para conseguir su curación» (27).

Este autor ha demostrado también cómo Platón racionalizó los ensalmos, librándolos de su connotación mágica. Tanto en La República como en Las Leyes tiene el griego expresiones muy duras en contra de aquellos que engañan a sus semejantes, sean éstos enfermos o seres afligidos, por medio de discursos falsos de pretendido poder mágico. Así, en su estado ideal sugiere condenar e incomunicar a perpetuidad a aquellos que engañen y menosprecien a los hombres pretendiendo «que pueden evocar las almas de los muertos y seducir hasta a los dioses, hechizándoles con sacrificios, plegarias y conjuros...” (28). Para Platón el logos del médico será verdaderamente kalós cuando su contenido y su forma se hallen rectamente ordenados a la peculiaridad y a la situación del alma del paciente (29).

Más adelante volveremos sobre el tema de la curación por la palabra y su importancia para lo que podría ser una ética de la psicoterapia. Ahora nos interesa sólo destacar el hecho que, desde el comienzo de la medicina científica, la palabra del médico tuvo un rol fundamental. Es probable que en los siglos posteriores a Hipócrates, y hasta el advenimiento del psicoanálisis freudiano, la medicina no haya logrado una elaboración teórica de la curación por la palabra superior a la griega. Pero no cabe duda de que ese momento verbal siguió existiendo en todas las formas de medicina, aun en las más científicas, al menos como sugestión. Baste recordar que para reconocer la eficacia de un medicamento éste debe superar el llamado «efecto placebo», que se estima en alrededor del 50%. Pensemos también en el rol del médico de familia, cuya palabra no sólo ayuda a curar el dolor o a disminuir el miedo a la muerte, cuando su sombra amenaza, sino que llega a transformarse en fuente de alivio y consejo para todo el acontecer familiar. Ese enorme contingente de pacientes llamados funcionales por la medicina somática se mejora a veces sólo con el hecho de ser escuchados por el médico o de que éste les diga una palabra cualquiera, por banal que sea.

Esta forma de psicoterapia inherente a todo acto médico no ofrece más interrogantes éticas que el ejercicio de la medicina en general. El problema ético surge con el desarrollo de la psicoterapia moderna, que en la práctica se remonta a Freud. Mientras en la psicoterapia que debe acompañar a todo acto médico basta con la confianza que el paciente deposita en su médico, el saber-escuchar de este último y el sentido común de sus consejos e interpretaciones, la psicoterapia sensu stricto requiere de condiciones mucho más completas. Se necesita, en primer lugar, de una teoría de la vida psíquica inserta en una concepción global del ser humano, como ocurre claramente en las formas más «científicas» de psicoterapia, como son el psicoanálisis, el conductismo y la psicoterapia sistémica. En segundo lugar, debe existir un marco o setting definido en forma muy exacta y, por último una estrategia precisa sobre cómo actuar frente a las actitudes fallidas del paciente que el médico desea modificar.

Cada una de las condiciones inherentes a la psicoterapia moderna -y eso que nos estamos refiriendo por el momento sólo a las formas más científicas y aceptadas por la comunidad internacional- nos plantea problemas éticos difíciles de resolver:

LA COSMOVISIÓN QUE SUBYACE A TODO MÉTODO PSICOTERAPÉUTICO

El psicoanálisis se basa en la cosmovisión científico-natural positivista del siglo pasado, superada ya largamente por la física moderna. En este marco concibe al hombre como mera naturaleza (30), producto más o menos logrado de fuerzas instintivas y en contraste con el hecho que durante miles de años el hombre se había comprendido a sí mismo como un ser espiritual y trascendente, hecho a imagen y semejanza de Dios. Además, la idea que toda la verdad se encuentra en el inconsciente (31) y que es necesario «desenmascarar» esa vida consciente, por definición falsa (32), ha llevado al psicoanálisis y a sus seguidores a una suerte de inversión de los valores, hasta el extremo de que todo o casi todo lo que para la tradición era bueno o moral aparece aquí como falso o reprimido. En el contexto de la teoría analítica lo bueno no significa más una fuerza creadora y liberadora, sino, por el contrario, un poder opresivo y castigador, mientras la cultura, la religión y el arte se transforman en meros productos de una renuncia a la satisfacción de nuestras únicas y verdaderas necesidades: las sexuales y agresivas.

El conductismo también corresponde a una visión ingenuamente positivista de la realidad y del hombre, pero este, en lugar de poner el acento en la vivencia y en la recuperación del pasado, como el psicoanálisis, limita su interpretación del hombre y su acción sobre él a la mera conducta. Todos conocemos los extremos a los que se llegó en algún momento en la aplicación de los métodos conductuales, a tal punto de no diferenciarse casi con respecto a los métodos de adiestramiento de animales (recordar la película La naranja mecánica). Pienso, por ejemplo, en los tratamientos conductuales de las disfunciones sexuales o de las conductas antisociales. Reconozco que la vertiente cognitivo-conductual (33), mucho más científica y seria, ha transformado profunda y positivamente al conductismo primitivo, pero hasta hace muy poco tiempo nos ha tocado conocer verdaderos atentados contra la dignidad humana, cometidos en el marco de esta psicoterapia.

Nadie duda que la teoría de sistemas está mucho más acorde con la naturaleza humana y con los resultados de la ciencia moderna que la cosmovisión que subyace a las dos escuelas anteriores. Y sin embargo, hemos asistido también a exageraciones y desviaciones, como cuando en las terapias familiares se hace intervenir a niños pequeños o cuando conflictos muy íntimos y muy personales son forzadamente integrados en complejas redes de interacciones familiares, y luego puestos de manifiesto al interior del grupo con el consiguiente atentado a la intimidad y al pudor.

EL MARCO O SETTING

Uno de los grandes aportes del psicoanálisis ha sido sin duda la estricta definición del marco en el cual se da la relación paciente-psicoterapeuta. Esto ha contribuido a que sea en el ámbito del psicoanálisis donde menos se dan aquellos típicos atentados flagrantes en contra de la ética, como es el caso de la vinculación erótica entre terapeuta y paciente. Jaspers (34) es a este respecto muy enfático: «Quien en conexión con su práctica psicoterapéutica haya llegado, aunque sea una sola vez, a establecer relaciones sexuales con su paciente, no puede moralmente continuar en el ejercicio de la psicoterapia».

El problema del contacto sexual entre médico y paciente, sindicado como antiético desde Hipócrates, se ha transformado en un hecho tristemente frecuente en la sociedad moderna, en particular en el marco de las llamadas psicoterapias alternativas, hasta el punto que en los congresos de la Asociación Norteamericana de Psiquiatras se dedican cada año sendos symposia a este tema.

Pero ha habido escuelas psicoterapéuticas norteamericanas, como la del Análisis Directo de John Rosen (35), en las cuales se aceptaba abiertamente algún tipo de contacto sexual como forma de «mejorar» conductas autistas o catatónicas. Y hablo en pasado porque afortunadamente este autor perdió su licencia médica en 1983, condenado por múltiples actos en contra de normas elementales del Estado de Pennsylvania (36).

Produce verdadera repugnancia leer detalles de los juicios que se le siguieron a Rosen, gracias a la gestión de una valiente detective privada y por desgracia sólo después de muchos años en los que sus técnicas se aplicaron sin contrapeso. Claro es que el carácter perverso del psicoanálisis directo iba más allá de los abusos sexuales, alcanzando grados inimaginables de crueldad y violencia para con los pacientes. Y todo esto no por maldad, sino con el objetivo de hacerle un bien al paciente. Estos son los casos en que uno se ve tentado a encontrarle la razón a la antipsiquiatría y a muchos de los capítulos del libro de Thomas Szasz, The myth of psychotherapy (15). La lista de evidentes excesos cometidos en nombre de la psiquiatría, y en particular de la psicoterapia, es enorme y no es posible en este marco entrar en mayores detalles.

En este sentido, el setting psicoanalítico, con su rigidez y la lejanía afectiva del terapeuta, ha significado al menos una buena protección para los pacientes. Sin embargo, este marco tampoco está exento de cuestionamientos éticos. La extensión del análisis (cuatro a cinco sesiones semanales por espacio de varios años), el uso del diván y las interpretaciones majaderamente transferenciales promueven un nivel de regresión en el paciente y una dependencia de éste con respecto al terapeuta que pueden resultar aún más dañinas que los mismos motivos por los cuales se recurrió a la psicoterapia.

El problema del análisis interminable, discutido ya por Freud (37) y esos casos de verdadero «defecto» o «estado residual» psicoanalítico que todos conocemos tanto en paciente ex analizados como en colegas sometidos durante años a análisis terapéuticos y didácticos, avalan lo anteriormente dicho. Estas personas cambian sus vidas a veces en forma muy autodestructiva y luego quedan como sin filtro, dicen en cualquier contexto social todo lo que se les pasa por la cabeza, sin tomar en cuenta esa verdad fundamental y sobre la cual muchas veces nos hablara Ortega y Gasset (38), y que yo llamaría la dialéctica de lo que se dice y lo que se calla. Sólo podemos decir propiamente alguna cosa, porque callamos otra. Y no sólo es lo inefable lo que no decimos, sino también lo innecesario, lo disparatado, lo irrespetuoso, pero sobre todo lo secreto. El analizado interminable lo dice todo y por eso es que con tanta frecuencia tiene dificultades laborales y familiares y son muy pocos los matrimonios o aun las vocaciones religiosas que subsisten a un psicoanálisis ortodoxo.

LA ESTRATEGIA A SEGUIR

Va a depender en parte del marco teórico elegido y en parte de la patología que aqueja al paciente. En ciertas neurosis, donde el sujeto tiene una alta capacidad de autoengaño, será conveniente (dentro del psicoanálisis) el empleo del diván, la asociación libre y la interpretación de los sueños. En estructuras más débiles, como las personalidades limítrofes o los mismos esquizofrénicos, tendrán que usarse técnicas diferentes. Lo mismo vale para el conductismo o para la psicoterapia sistémica. Pero el peligro que encierran todas estas «técnicas» es la manipulación. De una manera u otra, lo que se hace al aplicarlas es manejar, manipular, tratar de modificar al otro. A este respecto, es conveniente recordar que hay toda una escuela psicoterapéutica, la de Milton Erikson, cuyo propósito explícito es «cambiar a las personas». El conocido psicoterapeuta Jay Haley (39, 40), al referirse a los aportes de Erikson, dice: «... (antes) la tarea era ayudar a las personas a comprenderse a sí mismas y si cambiaban o no era asunto de ellas. La posición opuesta parece hoy más razonable en términos de responsabilidad. El terapeuta ya no es un consultor, sino un modificador de personas... Como diría Erikson, un terapeuta debe aprender muchas formas diferentes para cambiar a muchos tipos diferentes de gente, o sí no debería seguir otra profesión».

Y esto implica una tremenda responsabilidad, porque nos plantea de partida la pregunta por la legitimidad. ¿Es legítimo que alguien, aunque sea médico, se arrogue el derecho de influir sobre otra persona en forma tan sistemática y decisiva? También el cirujano interviene, y por cierto en forma mucho más agresiva sobre el cuerpo de su enfermo -podrá argumentar alguien- pero en el caso de la cirugía y de la medicina somática es en general mucho más fácil establecer con cierta precisión la llamada «ética de mínimos», fundamentalmente el viejo principio de primero no hacer daño, primum non nocere o principio de la no maleficencia (41).

Pues ocurre que en las enfermedades psíquicas el síntoma es muchas veces una solución de compromiso, una forma de aliviarse frente a algo peor, como puede ser la angustia, el absurdo o lo que no tiene respuesta, y eliminarlo no es tan claramente beneficioso para el paciente como extirparle un tumor. Lo antedicho es muy evidente en el caso del delirio y de ahí la gran responsabilidad que tenemos los psiquiatras que tratamos enfermos psicóticos cuando intentamos curar de buenas a primeras un delirio esquizofrénico. Pero también vale para ciertos síntomas fóbicos y obsesivos, e incluso para algunos rasgos de carácter. ¿Será conveniente quitarle a un enfermo sus síntomas a cambio de una psicoterapia de años, la que lo transformará de paso en un ser más dependiente aún de lo que era cuando tenía el síntoma?

A lo anterior habría que agregar la facilidad con que muchos psicoterapeutas caen en una suerte de embriaguez con el poder que ejercen sobre sus pacientes. A este propósito quisiera mencionar el caso del famoso discípulo de Freud, Sandor Ferenczi, quien en los últimos meses de su vida, y cuando ya había sido informado del carácter mortal de la enfermedad que lo aquejaba, redactó una especie de confesión en forma de diario. Estas notas, fundamentales para conocer los problemas del psicoanálisis a través de uno de sus representantes más conspicuos y más directamente ligados a Freud, fueron puestas a disposición del público recién 60 años después de su redacción.

Al parecer hubo influencias poderosas que impidieron durante décadas su publicación y hay que agradecerle a la Editorial Payot, de París, el que se haya atrevido recientemente a llevarla a cabo, en 1985. En éste, su Diario Clínico (42), realiza Ferenczi una autocrítica muy sincera y profunda sobre distintos aspectos de la técnica psicoanalítica. De ella, en una traducción del francés hecha por nosotros mismos, reproduciremos aquí algunas frases que nos parecen sumamente ilustrativas: «¿Por qué el paciente debería entregarse tan ciegamente en manos del médico? ¿No es acaso posible, y en verdad probable, que un médico que no haya sido bien analizado (y después de todo quién lo está) no sólo no pueda sanar al paciente, sino que lo use para dar libre curso a sus propias necesidades neuróticas o psicóticas?».

Y en la página siguiente afirma con una redacción algo torpe: «... la modificación de su método terapéutico (se refiere a Freud), el que deviene más y más impersonal (... ) flotando (el terapeuta) como una divinidad por encima del paciente y reducido éste a la condición de niño; pretendiendo que la transferencia es fabricada por el paciente, sin darse cuenta del hecho que la mayor parte de lo que uno llama transferencia es provocada artificialmente por nuestra propia conducta». Y sobre el mismo fenómeno de la transferencia afirma más adelante: «Nosotros, los analistas, hemos proyectado sólo Dios sabe cuántas de nuestras teorías sexuales en los niños y ciertamente no menos en nuestras pacientes, cuando analizamos la transferencia (... ) y así nos comportamos con ellas como aquel padre que, abrumado por los juegos sexuales de su hija, la viola».

Por último, quisiéramos reproducir aquí una de las afirmaciones más descarnadas que haya hecho jamás un psicoanalista sobre su propio método: «El análisis brinda una sencilla oportunidad para llevar a cabo actos inconscientes, puramente egoístas, inescrupulosos, inmorales e incluso animales: es también una buena ocasión para actuar tales conductas sin experimentar sentimientos de culpa».

Esto no significa, en absoluto, que estemos afirmando que todo psicoanálisis sea éticamente malo ni que todo psicoanalista pueda llegar a las desviaciones reconocidas por Ferenczi respecto de sí mismo. Lo que queremos es simplemente señalar cómo la situación de extrema asimetría que se da en la relación paciente-médico en la psicoterapia encierra serios peligros, como el abuso de poder, la imposición de conceptos e ideologías y la reducción del paciente a niveles de regresión profunda. Y esto lo hemos querido mostrar a propósito del psicoanálisis, porque creemos firmemente que es, y con distancia, la forma más seria, elaborada y respetuosa de psicoterapia individual que ha sido desarrollada hasta ahora.

Si las estrategias modificatorias que se dan en el marco del psicoanálisis nos plantean algunas dudas sobre su eticidad, mucho más serio se nos presenta el problema en el caso del conductismo, con sus técnicas de «adiestramiento» y de premios y castigos, y más aún en las psicoterapias alternativas. Con respecto a estas últimas, afirma Díeter Wyss (43): «¿Qué es lo que no se presenta hoy día como psicoterapia? Las prácticas van desde intentos meditativo-orientales hasta sesiones sexual-orgiásticas disimuladas como terapias de grupo ‘con contacto corporal’, u oscilan entre ejercicios en el marco de la teoría de los reflejos condicionados y los llamados “sensitivity trainings”, que más consiguen desensibilizar que sensibilizar al paciente».

A todos los aspectos señalados con anterioridad y que amenazan la eticidad de la psicoterapia en su esencia misma habría que agregar dos problemas actuales, en cierto modo externos a ella, pero no por eso menos relevantes cuando de una ética de la psicoterapia se trata.

Me refiero, en primer lugar, a la falta de una legislación y/o reglamentación más o menos universal con respecto a quiénes están autorizados para hacer psicoterapia. ¿Sólo los médicos? ¿O los médicos y los psicólogos? ¿Y entonces por qué no los sociólogos y los filósofos y los pedagogos y las enfermeras? Vemos con mucha preocupación la difusión del rol del psicoterapeuta hacia otras profesiones cada vez más alejadas de la medicina y donde naturalmente más han cundido las llamadas psicoterapias alternativas. Y una vez determinadas las profesiones, habría que definir también los tipos de psicoterapias permitidos y los no permitidos, así como las respectivas exigencias para la formación en cada una de ellas. El imperio de la economía de libre mercado ha llegado también hasta nuestra profesión y las autoridades políticas evitan reglamentos muy rígidos para no interferir con la nueva divinidad. Con otras palabras, el que tenga clientes, vale decir, el que sepa vender su producto y mantener la demanda de éste, tendrá que ser un buen psicoterapeuta, según las leyes del mercado, y ser aceptado sin mayores controles ni exigencias.

Muy ligada a lo anterior está la profusión de escuelas de psicología, que nacen bajo el alero de universidades de dudosa calidad y que están entregando «al mercado» un contingente con una formación e información cada día más deficientes. En nuestros países, jóvenes egresados de estas escuelas se instalan en consultorios y reciben pacientes para hacerles «terapia». Y ésta consiste en cualquier cosa, siendo por lo tanto el peligro de desviaciones con respecto a una ética de mínimos mucho mayor que en el caso de las psicoterapias llamadas científicas.

El otro problema sólo lo mencionaremos al pasar y se refiere a los costos de los tratamientos psicoterapéuticos y a la injusticia que implica el hecho de que si aceptamos que son beneficiosos, sólo pueda tener acceso a ellos un sector tan reducido de la población. Recordemos que uno de los principios hipocráticos básicos es el de no hacer diferencias en los tratamientos médicos por clases sociales o niveles económicos.

¿Significa todo lo anterior que la psicoterapia no es posible o bien que el peligro del atropello a las normas éticas elementales será siempre mayor que sus ventajas? Antes de intentar una respuesta a esta difícil cuestión quisiéramos esbozar el marco antropológico dentro del cual podría ser posible y aun legítimo este método terapéutico. El punto es que el hombre no se conoce nunca totalmente a sí mismo. Hay una suerte de diferencia ontológica entre ser y parecer, no sólo para los demás, sino para sí mismo.

En Delfos se hallaba inscrita desde antiguo la sentencia «conócete a ti mismo» y esta consigna se va a transformar en una de las tareas más importantes de Sócrates: demostrarle a la gente, y especialmente a los jóvenes, que no se conocen a sí mismos y ayudarlos entonces a emprender ese arduo camino. Esa es la mayéutica, el arte de hacer parir la verdad en el otro.

En el Menón de Platón (44) nos dice Sócrates: «Así que más que de cualquier otra cosa tenemos que ocuparnos de nosotros mismos y buscar a aquel que de una manera u otra nos haga mejores». Aquí, Sócrates nos plantea la necesidad de conocernos y la de buscar al maestro (al terapeuta) que pueda ayudarnos a lograrlo. El problema es quién y cómo.

Para responder a la cuestión planteada recurriremos a la ayuda de Platón. El gran filósofo griego estuvo siempre interesado en la medicina y en muchos de sus Diálogos tomó posición frente al problema del tratamiento por la palabra, hoy llamada psicoterapia. Pero donde trató de forma más expresa el tema es en el diálogo Cármides (29): el joven Cármides sufría de fuertes dolores de cabeza y escuchó decir que Sócrates disponía de una hierba, un pharmakon, que podía aliviar sus dolores sin mayor trámite. Vino entonces donde Sócrates, para solicitarle el remedio y éste le respondió que se trataba de un método de curación que él había aprendido de un médico tracio de Salmóxiz, «de los que se cuenta que hasta resucitan a los muertos».

Pero ocurría que esta hierba no surtía efecto si no era acompañada de una epodé, de un bello discurso, «pues es del alma de donde arrancan todos los males y todos los bienes tanto para el cuerpo como para todo el hombre; como le pasa a la cabeza con los ojos.

Así pues, es el alma lo que ante todo y sobre todo hay que tratar si se quiere el bienestar de la cabeza y del resto del cuerpo. Y el alma se trata, mi buen amigo, con ciertos ensalmos y estos ensalmos son bellos discursos y de tales discursos nace en el alma la sophrosine (traducida generalmente como sensatez); y una vez que ésta haya surgido y permanezca será fácil lograr también la salud para la cabeza y para el resto del cuerpo ».

Como insinuáramos en un comienzo, estos discursos terapéuticos o ensalmos eran conocidos ya en la medicina homérica, pero también en el sofismo y en los primeros trágicos, pero tenían entonces un sentido claramente mágico. Se trataba más bien de conjuros, encantamientos o hechizos: «con uno u otro nombre, bajo una u otra forma, el ensalmo griego de la época arcaica pretendía el logro mágico de todo cuanto el hombre necesita y no puede alcanzar mediante los recursos naturales: un clima favorable, el amor a voluntad, la obediencia automática de otra persona ... o la curación de una enfermedad» (27).

Con Platón los ensalmos son desmitologizados o, como dice Laín, «racionalizados », viniéndoles su fuerza ahora ya no de una virtud mágica propia de hombres especialmente dotados, como chamanes, magos o hechiceros, «sino que es algo natural e inherente a la palabra misma cuando ella es idónea y bella» (27).

¿Qué nos enseña este hermoso texto platónico sobre el tratamiento por la palabra?

1. Que el remedio y la epodé o bello discurso deben ser aplicados en el mismo contexto de la relación médico- paciente. Esto quiere decir que -y como fue destacado por Wolfgang Loch(45)- el arte de curar socrático representa más una psicosomática que una somato-psíquica, en la medida en que no puede haber curación del cuerpo sin lograr primero la curación del alma. Pero esto también rige a la inversa, en el sentido que no puede haber curación del alma sin la del cuerpo.

La idea del todo está siempre presente cuando Platón habla sobre el acto médico. Y ésta podría ser entonces la primera consecuencia ética para el ejercicio de la psicoterapia: ¡nunca alejarse demasiado del cuerpo! Con otras palabras, la psicoterapia debe permanecer cerca de la medicina, integrada en el tratamiento de la persona como un todo. Con ello podrían evitarse de partida las desviaciones esotéricas o al menos mantenerlas bajo control: «Pues también ahora, continuó (el sabio tracio), cometen los hombres las mismas equivocaciones, al intentar, por separado, ser médicos del alma y del cuerpo. Y a mí (Sócrates) él me encomendó muy encarecidamente que nadie, por muy rico, noble o hermoso que fuera, me convenciera de hacerlo de otro modo» (29, 157 b).

2. La epodé debe preceder a la prescripción del fármaco: «Sin la epodé la planta no tiene ningún efecto» (155 e); y Sócrates había dicho un poco antes: «Cuando por eso me enseñó el remedio y los ensalmos, dijo: que nadie te convenza de tratar la cabeza de alguien que antes no te presente también su alma para que la cures con los ensalmos» (157 b). Y luego: «Así pues, yo... le obedeceré; y si quieres primero entregar tu alma, para que, de acuerdo con las prescripciones del extranjero, podamos conjurarla con los ensalmos, entonces remediaré también tu cabeza; pero si no, no sabría qué hacer contigo, mi querido Cármides». Aquí se subraya como en ninguna otra parte la importancia de la psicoterapia para la medicina y, aún más, su primacía frente a otras formas de tratamiento.

Según este texto, la psicoterapia representaría una parte esencial de cada acto médico particular, o expresado de otra forma: fuera de la existencia de una psicoterapia como técnica independiente, toda intervención médica debe ser psicoterapéutica para poder alcanzar un verdadero efecto curativo. Pero Platón nos enseña aquí aún más sobre las respectivas actitudes que deben asumir el paciente y el médico. El paciente debe primero «ofrecer» o bien «entregar » su alma al médico, para que éste pueda hablarle con un «bello discurso». Tanto la necesidad de la confianza por parte del paciente como esa inevitable asimetría que caracteriza la relación médico-paciente son subrayadas en este texto. En otro lugar (46) el filósofo griego nos indica cuáles son las condiciones que deben cumplir los médicos capaces de pronunciar bellos discursos para que éstos sean verdaderos, por cuanto los hay también falsos. Para Platón los epodai o ensalmos no son meras palabras racionalizadoras que podría decir cualquiera; por el contrario, ellos deben poseer un «poder demoníaco » que es, en último término, lo que provoca la modificación curativa en el paciente.

3. La apertura del alma del paciente al médico y el bello discurso de éste permitirán al primero alcanzar el estado de sophrosine (sensatez, equilibrio), condición de posibilidad de la salud del todo y por lo tanto, también del cuerpo. La pregunta sería entonces: ¿en qué consiste la «sophrosine »? Todo el resto del diálogo está dedicado a la discusión de este problema. Cármides y Critias proponen varias definiciones. Cármides comienza diciendo que la «sophrosine» es algo así como hacer todas las cosas ordenada y sosegadamente, lo mismo si se va por la calle, si se dialoga, o si se hace cualquier cosa. En resumidas cuentas, a mí me parece que es algo así como tranquilidad o prudencia». Sócrates, con su habilidad dialéctica habitual, lo interroga respecto a la definición dada y lo hace caer en contradicciones progresivas, hasta que el mismo Cármides termina por desecharla. A solicitud de Sócrates intenta aquél una segunda definición de sophrosine (puesto que en un comienzo él había afirmado poseer ya la sensatez, de lo cual se desprendía que no necesitaba de los ensalmos de Sócrates para mejorarse): «Me parece, dijo Cármides, que la sensatez hace tímido y pudoroso al hombre, de modo que ella sería algo así como el pudor». No le fue mejor al joven Cármides con esta nueva definición y también tuvo que abandonarla para intentar una tercera: «Es que me acabo de acordar - cosa que alguna vez oí a alguien que lo decía- de que la sensatez bien podría ser algo así como ocuparse de lo suyo».

En la discusión se pone en evidencia que nada habría en rigor en contra de que también sean sensatos los que se ocupan de las cosas de los demás. La discusión sigue entonces con Critias, pues era a éste a quien Cármides había escuchado la egoísta definición de sophrosine como el ocuparse en buena forma de los propios asuntos y por cierto que a Critias no le va mejor que a Cármides con la inteligente ironía de Sócrates. Luego el diálogo se va haciendo más y más interesante en la medida que la sensatez empieza a ser definida como la capacidad de conocerse a sí mismo y luego también de conocer a los demás.

A pesar de la profundidad y belleza de esta última definición, la que venía a coincidir nada menos que con la inscripción délfica del «conócete a ti mismo», tampoco Sócrates queda satisfecho, en parte por la dificultad inherente a la existencia de un saber, la sophrosine, que a diferencia de todos los otros saberes que lo son de algo, pero no de sí mismos, tendría que ser ella también un saber de todos los otros y de sí misma.

Así Sócrates va cayendo más y más en la incertidumbre, para terminar diciendo: «Sólo me atrevo a vaticinar que la sensatez es algo útil y buena », pues todas las otras definiciones al ser analizadas se muestran como insuficientes o contradictorias; y hacia el final del diálogo manifiesta Sócrates con cierta resignación: «Ahora, en cambio, hemos sido derrotados en toda la línea y no podemos encontrar sobre qué cosa se apoyó el legislador que acuñó este concepto de sophrosine». Cármides termina aceptando que no posee la sensatez que creía y que sí está necesitado del ensalmo de Sócrates, con el cual el fármaco podrá hacer su efecto y mejorarse él de sus dolores de cabeza.

Pienso que en este diálogo Platón desea enseñarnos algo muy fundamental: que la existencia humana, incluso en sus estados más elevados como el de la sophrosine, es y sigue siendo una cuestión abierta. No hay ninguna fórmula, ninguna receta por medio de la cual el ser humano pueda alcanzar su completa realización y/o felicidad, como han pretendido casi todos los sistemas psicoterapéuticos conocidos y las cosmovisiones que los subyacen. La sophrosine se nos ha mostrado como la máxima virtud y, no obstante, su esencia misma se nos escapa.

En suma, la verdadera salud sólo es posible lograrla a través de la sophrosine, pero se nos niega su conocimiento. ¿Significa esto que llegamos a una situación sin salida? Sí y no. Sí, porque este texto platónico no nos ofrece una solución al problema; no, porque más adelante Platón sí nos sugiere una respuesta: la sophrosine es un camino, una búsqueda de la «areté », de la virtud, o mejor dicho, es el estado que nos permite lanzarnos en su búsqueda. Frente a esta concepción de la psicoterapia y de la relación médico-paciente, las psicoterapias actuales, tanto las ortodoxas como las heterodoxas, parecen torpes y pretenciosas. En todo caso, el amplio horizonte en el cual Platón colocara a la curación por la palabra representa una suerte de barrera protectora en contra de muchas de las faltas a la ética que hemos venido señalando en estas páginas y, al mismo tiempo, un desafío para el desarrollo futuro de este tipo de tratamiento.

4. Años después agregó Platón otro elemento a la verdadera salud y a su condición de posibilidad, la sophrosine: el camino hacia la verdadera salud es una «homoiosis theó» (47, 176 a-b). Esto significa que en la raíz de todo proceso terapéutico se esconde la aproximación o bien la asimilación de la persona del enfermo a Dios. Con ello, la dimensión ética propia del encuentro entre el paciente y el médico en general, y del psicoterapeuta y su cliente en particular, así como del subsiguiente proceso de curación, quedó establecida de una vez y para siempre.

En una reciente conferencia sobre ética, el conocido filósofo francés (48) afirmó lo siguiente: «On entre véritablement en étique, quand, a l’affirmation par soi de la liberté, s’ajoute la volonté que la liberté de l’autre soit. Je veux que ta liberté soit». («Se entra realmente en la dimensión ética cuando a la afirmación de mi propia libertad se agrega la voluntad de la libertad del otro. Es decir, yo deseo que tu libertad exista »). Vistas así las cosas, podríamos decir sin temor a equivocarnos demasiado, que casi no hay ningún ámbito de lo humano donde la cuestión ética sea más imperativa que en la medicina, y dentro de ella la psiquiatría, y dentro de la psiquiatría la psicoterapia. Ello vale por todo lo expuesto anteriormente, pero también por el hecho que en nuestra especialidad la libertad del otro está restringida per definitionem. Con otras palabras, los límites que nos son impuestos en la vida diaria por la libertad del otro se encuentran reducidos al extremo en el caso de la relación del médico con el paciente psiquiátrico y muy particularmente en la relación del psicoterapeuta con la persona que se ha entregado a su cuidado.

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