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Revista Colombiana de Psiquiatría

Print version ISSN 0034-7450

rev.colomb.psiquiatr. vol.36 no.3 Bogotá July/Sept. 2007

 

Epistemología filosofía de la mente y bioética

¿Es necesaria una recalibración epistemológica de la psiquiatría?

 

Elementos para una discusión

 

Is an Epistemological Recalibration of Psychiatry Necessary?

 

Jorge Emiro Restrepo1

1 Estudiante de Psicología, Universidad Cooperativa de Colombia; estudiante de biología, Universidad de Antioquia; estudiante de Filosofía, Universidad Nacional Abierta y a Distancia, Guarne, Antioquia, Colombia.jemiror@une.net.co

 


Resumen

Introducción: Se exponen los elementos relevantes y confl ictivos en el cuerpo teórico de la psiquiatría contemporánea a partir del surgimiento del lenguaje y la conceptualización de la psicopatología actual. El fi n es plantear la necesidad de un análisis crítico reconstructivo de la epistemología de la psiquiatría desde el estudio de la capacidad explicativa de su cuerpo conceptual y su sistema teórico, para comenzar un proceso de reivindicación teórica con la neurociencia contemporánea. Método y Resultados: Se presenta y desarrolla una serie de argumentos sobre la disparidad conceptual y teórica de la psiquiatría en relación con la neurociencia actual, a partir del análisis del surgimiento de los conceptos psicopatológicos en la semiología descriptiva del siglo XIX. Se estudia la naturaleza y la construcción de los conceptos en las teorías para resaltar la diferencia entre el método de la psiquiatría y el de las neurociencias y mostrar las disparidades ontológicas de ambas disciplinas. Se hace referencia a los disímiles tipos de estudio que desarrollan la psiquiatría y la neurociencia desde un análisis de sus objetos y sus métodos. Conclusión: La psiquiatría se encuentra en una disyuntiva epistemológica: o bien debe sintonizar su objeto de estudio con el de la neurociencia y renunciar a su lenguaje y conceptualización mentalista, o bien debe revisar y fortalecer su cuerpo conceptual y teórico en aras de establecer un campo de estudio autónomo y complementario al de la neurociencia.

Palabras clave: psiquiatría, conocimiento, psicopatología.

 


Abstract

Introduction: The fundamental elements considered outstanding and confl icting in the theoretical body of contemporary psychiatry are exposed, stemming from the study of the emergence of language and the conceptualization of current psychopathology. The objective is to outline the need for a critical reconstructive analysis of the epistemology of psychiatry starting from the study of the explanatory capacity of its conceptual body and its theoretical system. Method and Results: A series of arguments are developed that show the conceptual and theoretical disparities of psychiatry in connection with current neuroscience starting from the analysis of the emergence of psychopathological concepts in the descriptive semiology of the XIX century. The nature and the construction of concepts are studied in order to highlight the differences between the method of psychiatry and the method of neuroscience and to clarify the ontologic disparities. A reference is made to the dissimilar types of study developed by psychiatry and neuroscience from an analysis of its objects and methods, within the framework of the current discussion of the natural and the social sciences. Conclusion: Psychiatry is at an epistemological disjunctive: to tune in its study object with that of neuroscience and to give up its language and mentalist conceptualization or to revise and strengthen its conceptual and theoretical body for the sake of establishing a fi eld of autonomous and complementary study to that of neuroscience.

Key words: Psychiatry, knowledge, psychopathology.

 


Prolegómenos para un conflicto epistemológico

En un reciente ensayo denominado “La psicopatología descriptiva como sistema de captura de información: justifi cación de un cambio” (1), los profesores J. M. Villagrán, R. Luque y G. E. Berríos, integrantes y dinamizadores del Grupo de Cambridge sobre Historia y Filosofía de la Psiquiatría, realizan un análisis sobre los principales problemas epistemológicos con los que debe lidiar la psicopatología como “teoría” o proyecto científi co. Según ellos, la psiquiatría se encuentra, fundamentalmente, con dos tipos de datos en el curso de su actividad. Centran su análisis en los datos psicopatológicos (síntomas, signos, conductas) y en los datos neurobiológicos (neuroimágenes, signos neurológicos o neurofi siológicos). Si bien reconocen la existencia de otro tipo de datos relevantes para la actividad psiquiátrica (datos sociales, familiares, biográfi cos), se limitan diligentemente al estudio de los dos anteriores por considerarlos de mayor relevancia para el contexto de su discusión (véanse problemas epistemológicos que surgen en la captura de datos, del ensayo antes mencionado). Aunque estos autores no realizan una justifi cación explícita de su escogencia, quisiera ofrecer una posible explicación, con matices de elucidación, acerca del porqué de su inclinación hacia el análisis de los datos psicopatológicos y neurobiológicos.

Con las refl exiones kantianas ha quedado claro que toda experiencia sin concepto es ciega. Los conceptos ordenan los datos de la experiencia en redes semánticas que permiten al sujeto cognoscente organizar su sistema de percepción, memoria, razonamiento y lenguaje, de tal manera que sus cogniciones resulten más apropiadas en los procesos epistemológicos. Podría decirse que los conceptos son las abstracciones mentales de la realidad que el sujeto epistémico realiza en su encuentro con el mundo. De tal manera que los objetos y procesos que acaecen en la realidad son subsumidos (2) bajo una categorización conceptual que los ordena en dicha red semántica a partir de las particularidades cognitivas propias del sujeto cognoscente. Los datos de la experiencia sensorial son los insumos cognitivos a partir de los cuales se comienza el proceso de elaboración de conceptos. Y son estos últimos los que determinan la manera en que se han de producir los mismos procesos epistemológicos de interacción entre el sujeto que conoce y el objeto conocido. Estos mismos conceptos determinan el contenido y la estructura de las teorías que se erigen a partir de ellos. La capacidad heurística y el grado en que la teoría se correlacione con la realidad dependen, entonces, de la adecuada construcción de los conceptos que recogen aspectos de la realidad para ser representados en el sistema cognitivo.

El mundo real, aquél exterior al sujeto epistémico, está compuesto por miríadas de objetos y procesos. El ser humano, como sujeto cognoscente, necesita subsumir una serie de tales objetos y procesos para operar adecuadamente en su espacio de acción. Es una condición necesaria para la supervivencia. De esta manera, entonces, el sujeto comienza su proceso de subsunción de aquellos objetos y procesos que son relevantes para su supervivencia. Las teorías científi cas son formas más elaboradas del conocimiento humano. Sin embargo, siguen el mismo principio básico: elaborar un sistema de conceptos a partir de un lenguaje propio que permita, de manera articulada en sistemas teóricos, dar cuenta de un objeto de estudio particular que tiene su origen en la realidad. Este es, por ejemplo, el caso de la sociología. Su lenguaje y su sistema conceptual están construidos de tal manera que puedan responder por su objeto de estudio. De poco le serviría a la sociología introducir en su sistema conceptual conceptos como átomo, fuerza-energía, célula, órgano, reacción exotérmica o gen. El sistema conceptual de la sociología se defi nió y se estableció de tal forma que los conceptos se adecuaran en cierta medida a los fenómenos de estudio. Así pues, conceptos como norma, interacción, poder, ideología, grupos e instituciones resultan ser mucho más adecuados para el trabajo teórico en esta disciplina.

Esencialmente, hay que anotar que son los objetos de la realidad los que, en la fase inicial, determinan la construcción de los sistemas conceptuales propios de cada ciencia. A la física le interesan las partículas y sus interacciones; a la química, los átomos, las moléculas y sus reacciones; y a la biología, los genes, las células, los tejidos y sus relaciones recíprocas. No tiene sentido que los físicos conceptúen las interacciones de los electrones y los núcleos atómicos en términos de empatía. Tampoco es muy sensato que los químicos consideren que la reacción entre el HCl y el NaOH es debida a una atracción sentimental entre las moléculas. Más insensato sería siquiera pensar que las relaciones humanas o la economía mundial se pueden explicar a partir de la ecuación de onda de Schrödinger. Todo ámbito de la realidad impone unas limitaciones ontológicas que defi nen la naturaleza del lenguaje y el tipo de conceptos desde los cuales se pretende subsumir. Y son estas mismas restricciones ontológicas las que determinan el acto epistémico.

La fi losofía de la psiquiatría promovida por el Grupo de Cambridge tiene una preocupación esencial relacionada con el tipo de datos que debe capturar la psiquiatría y la manera como debe hacerlo. La primera es de tipo ontológico y la segunda es de tipo epistemológico. Su preocupación surge básicamente debido a lo que ellos consideran como una escasa capacidad epistémica de la psicopatología2 (3). Una síntesis grosera revelaría que su principal inquietud radica en la incapacidad de la psicopatología actual en responder por el alud de datos que arroja la investigación en psiquiatría en relación con la enfermedad mental. La molestia latente que más malestar provoca se relaciona con el tipo de datos que se le presentan a la psiquiatría desde los dos ámbitos que se mencionaron al comienzo de la refl exión, a saber, los datos provenientes de la psicopatología y los datos provenientes de la neurobiología. Síntomas, signos y conductas son el tipo de datos que arroja el escrutinio psicopatológico. Neuroimágenes, signos neurológicos o neurofi siológicos son el tipo de datos que proporcionan los estudios neurobiológicos. Así, pues, la depresión sería el concepto asociado al grupo de síntomas de anhedonía, fatiga, falta de apetito, desinterés, lentitud motora. Pero la depresión en sí misma sería un síntoma que, asociado a una manía, podría defi nir un trastorno bipolar. De la misma manera, una hiperperfusión orbitofrontal, junto con una hiperperfusión del cíngulo posterior, y los ganglios basales tras una exploración con PET serían datos que se asociarían a un trastorno obsesivo compulsivo (4).

Ya se hace evidente el confl icto ontológico con el que debe lidiar la psiquiatría. Por un lado, tiene un conjunto muy amplio de datos que exigen un trato intencional. La depresión, conceptualizada en términos de anhedonia, desinterés, etc., recurre a un lenguaje intencional que se le adscribe a los estados mentales de la persona: “Juan no quiere salir de su habitación, no ha vuelto a la universidad, se siente fatigado y ha perdido el interés por el fútbol. Por tanto, Juan está deprimido”.

Por otro lado, el análisis de los datos neurobiológicos exige la utilización de un lenguaje no intencional limitado a la conceptuación a partir de sucesos bioquímicos que son sufi cientes para entender la problemática en cuestión: “Pedro presenta una defi ciencia de serotonina, junto con una no expresión del gen que codifi ca para los receptores de dopamina en la superfi cie postsináptica de las neuronas dopaminérgicas. Por tanto, Pedro está ansioso”.

Es evidente la disparidad ontológica entre la psicopatología y las neurociencias actuales. Hay un confl icto ontológico de base que condiciona los alcances epistemológicos de la psiquiatría. Tal confl icto no se resuelve, como apuntan Luque y Villagrán (3), tras la utilización de procedimientos empíricos sino que necesita del análisis y la refl exión a partir de un instrumento de segundo orden o un metalenguaje que se encargue de: (i) modifi car el léxico de la psicopatología descriptiva, (ii) mapear la estructura de los síntomas, (iii) determinar el grado óptimo de complejidad para cada uno de los componentes del paradigma de la investigación, (iv) evaluar el valor heurístico del entramado conceptual en el que descansan los síntomas mentales, y (v) generar criterios que permitan emparejar la sensibilidad del síntoma con la sensibilidad de cualquier tipo de técnica de investigación (actual o futura). De una u otra manera, este ensayo está orientado a revisar el cuarto objetivo del programa de la metapsiquiatría en los términos en que los autores españoles lo plantean.

¿De dónde proviene el lenguaje de la psiquiatría? El origen de los conceptos psicopatológicos y su disparidad actual con la neurociencia

En su extraordinario estudio sobre fi losofía de la ciencia, Díez y Moulines (2) afirman que los conceptos son las unidades más básicas e imprescindibles de toda forma de conocimiento humano y, en especial, del conocimiento científi co. Sostienen, además, que “cuanto más articulado y complejo sea el sistema de conceptos que utilicemos para dar cuenta de una parcela determinada de nuestra experiencia, tanto más articulado y efi caz será también nuestro conocimiento de la realidad derivado de esa parcela” (2). Según ellos, puede adscribirse a los conceptos cinco propiedades esenciales: a) los conceptos les permiten a los seres humanos o, mejor, a los sujetos epistémicos conocer el mundo y orientarse en él, b) dichos sujetos epistémicos contraponen un sistema de conceptos al mundo real, y c) existe una relación semántica muy importante entre el sistema lingüístico (palabras) y el sistema conceptual. Las otras dos últimas propiedades no tienen relevancia para la discusión actual. Es menester analizar cada una de estas características generales de los conceptos antes de entrar a analizar el contenido que ocupa este apartado.

El concepto de cultura representa un avance ontológico y epistemológico en el proceso de discernimiento de la dinámica de los grupos y las sociedades. Si se le pidiera a un físico que ofreciera una elucidación sobre la forma del funcionamiento de los grupos y las sociedades, independientemente de su capacidad intelectual, el hombre de ciencia se encontraría con un grave obstáculo epistemológico: no tiene conceptos apropiados para categorizar lo que observa. La noción de fuerza, interacción débil, campo magnético, resonancia, inercia o cualquier otra sería incompatible con los fenómenos, objetos y sucesos que debe estudiar.

El tipo de objetos y procesos desde los cuales se erigió el sistema conceptual de la física dista mucho ontológicamente del tipo de objetos y sucesos que tiene ahora como objeto de estudio. Y no es que se esté aceptando un dualismo de sustancia que le impida al físico tratar a los individuos y a los grupos como entidades materiales. De hecho, cada individuo en la sociedad está conformado por sistemas, órganos, tejidos, células, moléculas, átomos y, si se quiere, quarks. Pero ahí no termina el sistema. Y esto es lo que el físico, con su gran agudeza, comprende. Los individuos tienen un elaborado y complejo sistema conceptual que les posibilita generar un amplísimo repertorio de comportamientos lingüísticos para el cual los conceptos de la física son inadecuados. De tal forma que el físico recomienda a los directores del proyecto que convoquen a otro grupo de estudiosos para que analicen el objeto de estudio y generen el sistema conceptual apropiado para esa parcela de la realidad que se denomina sociedad o agrupación social de individuos.

Pues bien, como lo señalan Díez y Moulines, efectivamente, los conceptos permiten a los sujetos epistémicos conocer y ordenar el mundo real. En este caso, por mundo real hay que clarifi car la referencia a la parcela de la realidad constituida por un grupo particular de individuos que conviven en sociedad y que comparten un sistema lingüístico que les permite generar un conjunto de interacciones que devienen en una dinámica interactiva y proactiva. Los conceptos cultura, poder, comunicación, orden, institución, política, entre otros, permiten a los estudiosos de la sociología —y a los mismos individuos integrantes del grupo social— comprender los procesos que se desarrollan en la dinámica particular que caracteriza sus interacciones grupales. El concepto de energía, en física, es inadecuado para adscribirlo a algún tipo de dinámica social, a no ser que se conceptuara algún proceso social de alguna forma particular y se subsumiera tal proceso bajo el concepto de energía, sin embargo, en este caso, la energía de la física y la energía de la sociología nada tendrían de relación. Así, cuando algún tipo de comportamiento individual es inaceptable socialmente, se afi rma que dicho comportamiento violenta el orden institucional y que es un imperativo social que sus integrantes preserven el orden social, aun por encima de sus intereses particulares. Además, se sostendría que tal imposición es una política pública que ha sido el resultado de todo un proceso cultural que la ha validado. En cursiva se resaltan los conceptos que dan sentido a la interacción social, ya que dichos conceptos permiten conocer y ordenar los eventos que acaecen en la sociedad. Entonces, cultura, poder, orden, política e institución son conceptos contrapuestos al mundo real para subsumir ciertas características de determinada parcela de la realidad y así hacerla más inteligible. Y, por último, el hecho de que haya sido la palabra cultura la que se le haya adscrito al concepto cultura está relacionado con todo un proceso histórico de elaboración y reelaboración de las teorías científi cas. Ya se verá más adelante en detalle.

Los conceptos y, en cierta medida, el lenguaje mismo de la psicopatología actual han sido heredados de una nociva tradición acrítica que se remonta a Francia en la primera mitad del siglo XIX, en su segunda década. Como bien lo exponen Villagrán y colaboradores en su análisis de los factores que han contribuido al desarrollo de la psicopatología descriptiva (5), las necesidades descriptivas de los nuevos asilos, que acostumbraban llevar registros escritos de los estados clínicos de los internos, constituyeron una seria necesidad de nombrar todas y cada una de las manifestaciones clínicas de dichas personas. Para tal fi n, la terminología genérica heredada de tiempo atrás (manía, melancolía, carus, frenitis) resultaba insuficiente e inconveniente, ya que las presentaciones clínicas eran evidentemente altamente variadas y heterogéneas. Ante tales circunstancias, “los primeros alienistas asilares tuvieron que improvisar, recurrir a la semiología médica y poco a poco fueron conformando un lenguaje descriptivo, una auténtica semiología psiquiátrica […]” (5).

Pues bien, ubiquémonos en la Francia de la mitad del siglo XIX. Tomemos cualquier asilo y observemos la actividad clasifi cadora de alguno de los médicos que intentaba ordenar el caos de manifestaciones clínicas que aturdía los fríos pasillos de la institución. Las grandes categorías clínicas que operaban con anterioridad a aquella época (manía, melancolía y letargia) resultaban insufi cientes para ordenar y clasifi car el ingente caudal de manifestaciones que afl oraban de la vida psíquica de los enfermos mentales.

Aquí mismo es donde adquiere sentido la creación, un tanto artifi - cial, de nuevos términos y conceptos que pretendían clasifi car y ordenar la corriente de manifestaciones que, cada vez con mayor fuerza, amenazaba con arrastrar con la incapacitada herramienta clínica de clasifi cación y diagnóstico clínico de los profesionales de la salud mental para aquella época. De tal forma, se comenzó un proceso de construcción de términos y conceptos aquí y allá, en los diferentes asilos y países, todos ellos con el fi rme objetivo de facilitar la inteligibilidad de le realidad que cada clínico evidenciaba en su labor médica. Esto es lo que Villagrán y colaboradores denominan convergencia. La convergencia es un proceso de construcción en el que coinciden una palabra (término), una conducta y un concepto. Los procesos de convergencia son los que dan origen a las categorías teóricas o, lo que es lo mismo, los síntomas psiquiátricos. Lo anterior podría dar para pensar que tendrían que existir tantos síntomas psiquiátricos como clínicos clasifi cadores hay. La conducta X que a algún clínico Y le pareció que se ajustaba al concepto Z bajo el término A pudo haber sido conceptualizada de una forma Z’ por un clínico Y’ y nombrada bajo el término A’. Es aquí donde adquieren relevancia las comunidades académicas y las redes de comunicación interinstitucionales. El CIE y el DSM son, sin duda alguna, la mayor expresión de esta consideración y el mayor esfuerzo impulsado por darle a la psiquiatría una identidad global.

En una época incluso se llegó a exagerar la tendencia clasificatoria hasta el extremo de que cada “alienista” de prestigio creaba su propio sistema, el que gradualmente evolucionaba a ser representativo de su respectivo país, con el resultado de que había nosología francesa, inglesa, alemana, rusa, etc. Como todos tenían nomenclatura propia, el acuerdo era imposible y a pesar de que se estaba hablando de las mismas entidades clínicas, por ser los términos distintos, había total desacuerdo y confusión (6).

El lenguaje de la psicopatología ha sido, entonces, construido a partir del encuentro interactivo entre el clínico y el paciente. A través de la observación continua de las manifestaciones, signos y síntomas del paciente, el clínico elaboró un sistema conceptual que le permitió ordenar todas y cada una de dichas presentaciones en un complejo lingüístico que posteriormente le proporcionó cierto valor heurístico para la comprensión y asimilación de nuevas presentaciones sintomáticas o, simplemente, para la categorización de las ya existentes. La defi nición de los términos y los conceptos quedó, en principio, al albedrío del clínico quien las adscribió, quizás, teniendo en cuenta la tradición histórica relativa a un sistema teórico previo, o simplemente las nombró a través de un neologismo que luego desapareció debido a su escasa utilidad clínica para el trabajo con redes profesionales. Esto es lo que ha ocurrido con algunos de los síntomas que eran contemplados en ediciones anteriores del DSM.

Los conceptos de la psicopatología han sido concebidos como elementos cognitivos que deben responder por una parte de la realidad, en este caso, por la realidad de las manifestaciones clínicas semiológicas de la enfermedad mental. Así, cuando se habla de melancolía, se hace referencia a toda una gama de manifestaciones conductuales, relacionales y verbales que presenta un individuo y que, debido a sus características y propiedades, constituyen un concepto al que se le adscribió el término melancolía. Pero entonces la formación de los conceptos en psiquiatría ha respondido únicamente al recurso de la observación.

Es así como la semiología psiquiátrica adquiere su sentido y expone sus limitaciones y defi ciencias (7). ¿Por qué? Si la construcción del sistema conceptual de la psicopatología se fundamentó esencialmente en la observación y si lo que observa el clínico son, fundamentalmente, síntomas, ¿cómo no sería entonces cuestionable esta construcción, dada la oscura y desacertada lectura de los síntomas, los cuales constituyen, en el mejor de los casos, unidades de análisis que se asimilan como trasparentes y no resultan problemáticos en sí mismos (8)?

La herramienta principal y la fuente de información del clínico en su proceso de generación de conceptos han sido la comunicación interactiva con el paciente y el registro de las manifestaciones clínicas signifi cativas, fruto de la observación diligente y comprometida. El psicopatólogo, al igual que el sociólogo, se apresta a la observación de las manifestaciones semiológicas del paciente, esperando hallar recurrencias que den cuenta de una condición que merezca una adscripción lingüística y su consecuente conceptuación en un sistema teórico mayor.

Como el sociólogo, que pretende encontrar comportamientos constantes que puedan ser defi nidos, conceptuados e insertados en un sistema teórico, el clínico intenta depurar cuadros semiológicos con el decidido objetivo de atinarle a una entidad psiquiátrica que se halle tras las manifestaciones observables y que pueda ser relacionada con otros cuadros psiquiátricos que confi guren síndromes (9).

El clínico pretende que sus conceptos se correlacionen con la realidad manifi esta en la semiología del paciente para así poder respirar cierto aire de objetividad. Evidentemente, hay sistemas conceptuales que se correlacionan más apropiadamente con la realidad psicológica de las personas y son estos los que mayor poder heurístico tienen y los que mejores propiedades científicas presentan. Aquí, aunque molesta, habría que hacer la comparación entre la teoría cognitiva y la teoría psicoanalítica.

La investigación fi siológica del sistema nervioso, la neurociencia, comenzó a fi nales del siglo XVIII, cuando el médico y físico italiano Luigi Galvani descubrió que el músculo excitable vivo y las células nerviosas producen electricidad (10). Posteriormente, con el siglo XIX en curso, Emil Du Bois-Reymond, Johannes Müller y Hermann von Helmholtz establecieron las bases de la electrofi siología tras descubrir que la actividad eléctrica de una célula nerviosa afectaba de manera previsible la actividad eléctrica de otra célula nerviosa.

Las primeras hipótesis que insinuaban una relación entre los procesos nerviosos del cerebro y la actividad psicológica fueron reveladas a fi nales del siglo XIX por el médico y neuroanatomista Joseph Gall. Con Gall, se dieron los primeros pasos hacia la propuesta anatomoclínica en investigación en neurociencia. El objetivo era correlacionar las alteraciones mentales con alteraciones neuroanatómicas.

Esta visión anatomoclínica es resaltada por Villagrán y colaboradores al considerarla como un cambio en la teoría médica que pudo haber signifi cado un tercer factor infl uyente en la aparición de la psicopatología descriptiva (5). Los avances tecnológicos en investigación neurocientífi ca encuentran su clímax en el siglo XX. El desarrollo de los escáneres de alta tecnología que posibilitaron la observación in vivo de los procesos cerebrales supuso un hito epistemológico en la investigación en las ciencias del comportamiento.

La utilización de la tomografía axial computarizada (TAC), la resonancia magnética (RM), los microelectrodos, el electroencefalograma (EEG), la autorradiografía, la tomografía de emisión de positrones (TEP), la tomografía por emisión de protón único (SPECT) y la resonancia magnética funcional (RMF) (11) marcaron el nacimiento de la neurociencia cognitiva que, en sí misma, supuso una revolución científi ca para los actuales conocimientos relacionados con la actividad cerebral y los procesos mentales.

El nuevo paradigma en investigación neurocientífi ca signifi có un reto para las disciplinas que hasta ese entonces, mediados del siglo XX, habían cargado con el peso de la tradición. La psiquiatría y la psicología, fundamentalmente, fueron obligadas a revisar sus concepciones epistemológicas para evaluar su capacidad de adecuación a la nueva ciencia de la mente (12).

Con el fortalecimiento de la neuropsicología se evidenció cada vez con mayor claridad ontológica y epistemológica la estrecha relación entre los procesos cerebrales y la actividad psicológica. Las teorías psicológicas de ese entonces no podían dejar de lado nuevos y extraordinarios hallazgos de la neurociencia cognitiva. Con la investigación por medio de la neuroimagenología se pasaron al paredón de fusilamiento un sinnúmero de presupuestos y concepciones teóricas de diversas escuelas psicológicas del momento. La investigación a este nivel signifi có la posibilidad de acercarse a los procesos mentales desde otra perspectiva. Lo que por más de un siglo había sido sólo explorado, si se puede utilizar el término, a través de la observación de las manifestaciones semiológicas, ahora podría ser objeto de estudio directo.

En esa categoría de análisis neurocientífi ca, se había de trabajar con el lenguaje de las ciencias naturales. En especial, el lenguaje de la biología celular y molecular, la genética, la bioquímica, la fi sicoquímica y, cuando mucho, un lenguaje puente que acercara los conceptos y términos físicos con conceptos y términos mentales para que la brecha no se hiciera insalvable. Éste fue la tarea de la neurociencia cognitiva en ese entonces.

En este momento, la relación entre ambas disciplinas, la neurocientífi cas, por un lado, y las cognitivas, por el otro, era objeto de acaloradas discusiones entre los fi lósofos de la mente (13). Con el avance de este programa de investigación se comenzaron a presentar hallazgos de naturaleza inimaginable. Se descubrieron decenas de neurotransmisores que mediaban unos y otros procesos neuronales, se evidenciaron neuronas específi cas que producían uno y otro tipo particular de sustancias químicas, se correlacionaron zonas neuroanatómicas con variaciones específi cas del comportamiento, se encontraron genes que mediaban la expresión de determinadas proteínas esenciales para ciertos procesos nerviosos, entre muchos otros avances. Todo ello, sin embargo, fue descrito, explicado, comprendido y asimilado bajo el lenguaje causal de la biología y la química. Un lenguaje no intencional que sólo necesitaba términos y conceptos ya conocidos para ofrecer un panorama claro de lo que realmente, objetivamente, acaecía en el sistema nervioso.

La preocupación del Grupo de Cambridge en cuanto a la disparidad epistemológica de la psicopatología y las nuevas técnicas de investigación está bien fundamentada en el contexto actual de la fi losofía de la mente y la fi losofía de la ciencia, y plantea serias difi cultades entorno al estatus epistemológico y ontológico de la psiquiatría en el ámbito científi co contemporáneo de la neurociencia. ¿Hasta qué punto los conceptos y la terminología de la neurociencia y los conocimientos proveídos por las nuevas técnicas de investigación neurobiológica respaldan, refuerzan, y fortalecen la actividad psiquiátrica de la actualidad? O, ¿acaso, la psiquiatría y, en general, la psicología y las ciencias del comportamiento y la salud mental tendrían que ceder su historia e iniciativa epistemológica al nuevo programa de investigación neurocientífica? ¿Es posible una posición intermedia que reconcilie ambos niveles de estudio y los converja en un programa integrado de investigación con sólidos y bien fundamentados principios epistemológicos y ontológicos?

Presupuestos epistemológicos y ontológicos de la psicopatología y la neurociencia: justifi cación de una recalibración

En su justifi cación entorno al “¿por qué una fi losofía de la psicología?”, (14) el epistemólogo argentino Mario Bunge denomina como marco de referencia fi losófi co al conjunto de variables de los principios ontológicos, gnoseológicos y morales propios e implícitos de toda ciencia.

Según Bunge, toda actividad científica está fundamentada en dichos principios, los cuales la regulan desde los métodos de investigación hasta su misma capacidad heurística y de predicción. Uno de los principales problemas con que se encuentran los científi cos al momento de plantearse investigaciones está relacionado, según Bunge, con el desconocimiento de dichos principios que sólo son cuestionados en la medida en que surgen difi cultades teóricas o prácticas en la ejecución de los proyectos científi cos de cada disciplina.

La cognoscibilidad parcial de la realidad es un supuesto epistemológico propio de todas las ciencias. Obviamente, y como condición para la anterior, la existencia de una realidad externa al sujeto que conoce es un principio ontológico esencial en la investigación científica. Un principio ontológico fundamental en la física está relacionado con la naturaleza material de las partículas y con el tipo de interacción causal que se produce entre ellas. El principio de la conservación de la energía es, así también, un invariante ontológico de la termodinámica.

Fundamentadas en sus principios ontológicos y epistemológicos, cada una de las ciencias desarrolla un campo semántico desde el cual se aproxima a su objeto de estudio. Con la misma intención de ofrecer una asimilación adecuada y viable de su objeto, cada ciencia construye teorías con base en su campo conceptual y ejecuta proyectos de investigación que tienen como objetivos la verifi cación de un modelo teórico o, en caso de su ya demostrada fi abilidad, la aplicación del mismo para la generación de otro tipo de datos que amplíen, refuercen o confirmen planteamientos previos.

El lenguaje propio de cada ciencia, esto es, su universo conceptual, debe ser acorde con los presupuestos ontológicos característicos que se le imputan a su objeto de estudio. En su momento, átomo era el término que se le adscribía a toda partícula mínima que no podía ser dividida y que se consideraba como el elemento fundamental a partir del cual estaban elaborados los demás objetos de la realidad material del mundo. El término átomo y su carga semántica se ajustaban a las necesidades teóricas propias de la física anterior al descubrimiento de Rutherford en 1919. Con el descubrimiento de los protones, por el mismo Rutherford, y los neutrones, por Chadwick, se alteró uno de los presupuestos ontológicos propios de la física desde Demócrito: todos los objetos de la naturaleza están compuestos por unidades mínimas de materia denominadas átomos. La naturaleza de la naturaleza había variado, su ontología se había redefi nido. Pese a esto, y aunque el concepto de átomo tuvo que ser revisado, el término no sufrió ninguna variación.

Cada disciplina científi ca elabora, entonces, su cuerpo conceptual fundamentándose en sus principios ontológicos y sus necesidades epistemológicas. Cuando la sociología comenzó a ofrecer explicaciones sobre el comportamiento de los grupos en las sociedades, se percató de que existía un componente general presente en toda agrupación de individuos que determinaba su modo de actuar e imponía restricción a ciertos comportamientos así como también validaba otros tantos.

El conjunto de características distintivas de pensamiento y de conducta propias de un grupo social que determina para cada individuo el modo idiosincrásico de actuar en éste se denominó cultura. El concepto de cultura es ya un elemento medular en las teorías sociológicas y su existencia da fuerza a la sociología como actividad científi ca. Un principio ontológico de la sociología sería, entonces, que toda sociedad tiene, de una u otra forma, una cultura distintiva. Y, seguidamente, se tiene un principio epistemológico como consecuencia de lo anterior: para el conocimiento de la actividad social de un grupo es necesario estudiar su cultura particular.

Pues bien, una buena forma que comprender el tipo de presupuestos ontológicos y epistemológicos propios de una disciplina científica es a partir del examen detallado y concienzudo de los conceptos sobre los cuales opera y a partir de los cuales desarrolla sus modelos y teorías explicativas. En esta línea, habría que decir de la psicopatología descriptiva que sus conceptos refi eren, indefectiblemente, a unos presupuestos epistemológicos y ontológicos totalmente dispares de los de la neurociencia actual. Cuando los alienistas franceses de mediados del siglo XIX se vieron en la necesidad de generar un sistema conceptual que diera cuenta de la realidad fenoménica que percibían, no tuvieron más que la posibilidad de recurrir a un lenguaje intencional, descriptivo, que les permitiera comprender la dinámica propia que sustentaba el caudal de manifestaciones anómalas que aquejaban a los pacientes en los asilos. De un paciente depresivo se diría, entonces, que sus deseos de vivir estaban menguados, que su fuerza vital había decaído, que ya no sentía interés por nada, que la angustia consumía su vida psíquica y que, por tanto, había que tener cuidado con él, pues era altamente probable que quisiera suicidarse.

Villagrán y Luque (15) atribuyen ciertas propiedades heurísticas al sistema explicativo intencional. Según ellos, “la explicación o posición intencional es efectiva en la predicción de la conducta”. Esto es evidente. Cualquier persona que haya sido clasifi cada como depresiva tras un proceso de adscripción de características semiológicas previamente conceptuadas será mantenida lejos de cualquier elemento que pueda representar un daño potencial, pues se presupone que el depresivo no desea estar más en el mundo y su intención es librarse de sus padecimientos.

Además, el lenguaje intencional, fundamentado en las creencias y los deseos como estados mentales, tiene un alto valor explicativo ya que permite inferir comportamientos y comprender las acciones de los individuos. Así, de un paciente paranoico podría decirse que sus conductas son comprensibles si se entiende que él cree que las demás personas quieren herirlo o que sus continuas intenciones de escape del asilo son debidas a que no desea que alguien pueda causarle algún tipo de daño.

Según lo anterior, los conceptos psicopatológicos son conceptos intencionales. Esta afi rmación tiene implicaciones ontológicas y epistemológicas. Respecto a las implicaciones ontológicas habría que decir que la asunción de la existencia de estados mentales como las creencias y los deseos supone el sostenimiento de una clase de dualismo. Por un lado, existe el cerebro como órgano físico con todos sus procesos fi sicoquímicos bien estudiados por las neurociencias. Y, por otro, existen procesos mentales, psicológicos, intencionales que son conceptuados por la psicología y utilizados por la psicopatología. La ciencia cognitiva ha desarrollado toda una armería conceptual para dar cuenta de la naturaleza de los estados mentales y ha desarrollado también un sistema teórico bien articulado que ha llegado a dar cuenta de muchos de los procesos psicológicos normales y anormales que acaecen en la mente de los hombres. No obstante a estas virtudes epistemológicas, la ciencia cognitiva presupone un principio ontológico radical: para la conceptuación de los estados mentales poco ha de servir el conocimiento de los estados y procesos cerebrales. O ¿de qué serviría a un psicólogo cognitivo saber que existen X tipos de receptores dopaminérgicos en Y clases de células del cerebro? El psicólogo cognitivo está más interesado en conocer qué tipo de esquemas presenta una persona y cómo es el procesamiento de la información que esta misma ejecuta. Las consecuencias epistemológicas son claras: si se asume que son los estados mentales los que han de interesarle a la psicopatología, no es necesario utilizar los costosos dispositivos tecnológicos de imagenología cerebral. Pues, ¿qué tendrían éstos para decir en relación con los estados mentales si, cuando mucho, pueden mostrar variaciones del consumo de glucosa en ciertas áreas del cerebro?

Como bien afi rman Luque y Villagrán, “respecto a la epistemología de la psiquiatría existen, básicamente, dos aproximaciones conceptuales: por un lado una psiquiatría autónoma, separada de las neurociencias; por el otro, una psiquiatría reducida a las neurociencias” (16). Pero, ¿qué quiere decir que la psiquiatría sea autónoma de las neurociencias? Esta afi rmación puede leerse de la siguiente manera. El hecho de que sea autónoma quiere decir que lo que la neurociencia llegue a descubrir en relación con el funcionamiento del cerebro poco o nada tiene para aportar al quehacer clínico o investigativo de la psiquiatría. Además, que sea autónoma también implica cierta libertad metodológica. La neurociencia tiene un método experimental muy rígido y bien calibrado. La psiquiatría podría seguir haciendo uso de su método fenomenológico y hermenéutico. Nada del sistema hipotético deductivo. Y ¿por qué no habría de ser así? Si la psiquiatría y, claro está, la psicología tratan con sucesos mentales conceptualizados a partir de observaciones y descripciones aparentemente bien realizadas, ¿por qué, entonces, tendrían que limitarse al avance de la neurociencia, más cuando ésta ni siquiera admite conceptos como mente, intención, información, esquema, función, memoria, aprendizaje, refuerzo, alucinación, delirio o manía? La psiquiatría tendría que preocuparse más por la ciencia cognitiva que por la neurociencia, en lo que se refi ere a su quehacer teórico- práctico (17). La psicopatología, entonces, debe continuar adherida a los modelos funcionalistas (18).

Los presupuestos epistemológicos y ontológicos de la neurociencia son claros. Conceptos como potencial de acción, expresión genética, despolarización, sinapsis, potencial sináptico, transporte axónico rápido, potencial de membrana, segundos mensajeros, rutas metabólicas, bombas sodio-potasio, plasticidad, neuromodulación, neuroprotección, respuestas graduadas o periodo refractario, se refi eren a un monismo materialista. Es decir, para la neurociencia sólo existen procesos físicos y toda la actividad cerebral debe comprenderse y explicarse a partir del conocimiento de los mecanismos fi sicoquímicos involucrados en dichos procesos. Las consecuencias epistemológicas de tales asunciones ontológicas son palmarias y directas: el conocimiento de los procesos neurales, en su naturaleza fi sicoquímica, es sufi ciente para alcanzar una comprensión de toda la actividad nerviosa del cerebro y así explicar el comportamiento de los organismos.

A todas estas, la disparidad conceptual y teórica, pero esencialmente ontológica, entre la psicopatología y la neurociencia está más que esgrimida. ¿Cómo conciliar conceptos como esquema, idea, pensamiento, deseo, intención, alucinación, atención, memoria, aprendizaje, creencia, decisión o albedrío con conceptos como potencial de membrana, segundos mensajeros, rutas metabólicas, bombas sodiopotasio, plasticidad, neuromodulación, neuroprotección, respuestas graduadas o periodo refractario? ¿Son acaso equivalentes uno a uno algunos de éstos y, quizás, cuando el psicopatólogo está hablando de uno (mental) se refi ere indirectamente a su correlato cerebral? ¿Son acaso mundos totalmente diferentes que se comunican de alguna forma cartesiana? ¿Son dos realidades ontológicamente contrarias que no tienen la más mínima relación? ¿Podría el lenguaje de la psicología en general y el de la psicopatología en particular referirse al mismo que se refi ere el lenguaje y los conceptos de la neurociencia? ¿Está la psiquiatría lo sufi cientemente bien estructurada conceptual y teóricamente para resistir un embate fi losófi co y neurocientífi co que tenga como objetivo evaluar su capacidad epistemológica y su valor explicativo?

Panorama epistemológico general de las ciencias y situación de la psiquiatría: el locus epistemológico de la psicopatología

En la historia de la ciencia y de la fi losofía hay un malestar generalizado en cuanto a la relación entre las ciencias naturales y las ciencias sociales. Se afi rma que hay, fundamentalmente, una diferencia ontológica relacionada con el tipo de objetos y el tipo de relaciones de los que se ocupan unas y otras. Las partículas subatómicas, los electrones, los átomos, las moléculas, las células, los tejidos y los órganos son estudiados por las ciencias naturales. La física se ocupa de los tres primeros, la química, del cuarto, y la biología, de los restantes. Estas ciencias naturales estudian objetos que, en esencia, pueden ser puestos por fuera del observador y este distanciamiento no supone ninguna clase de compromiso epistemológico serio en relación con la naturaleza del conocimiento que se espera obtener. Las ciencias sociales estudian el hombre, sus ideas, sus deseos, sus temores, sus relaciones interpersonales, los grupos sociales, la cultura, sus productos culturales y sus confl ictos económicos y políticos.

Los objetos de estudio de las ciencias naturales son objetos físicos, materiales, que interactúan dinámicamente a través de relaciones físicas que suponen encuentros materiales o intercambios de energía que pueden ser estudiados apropiadamente por cada una de las ciencias a la que así corresponda. Esto es lo que hace, en líneas generales, la neurociencia. Estudia el cerebro entendiéndolo como un sistema físico dinámico y altamente complejo que puede ser examinado a través de métodos cuantitativos. Además, supone que la comprensión de su funcionamiento depende directamente de la adecuada intelección de los mecanismos fi sicoquímicos que subyacen a los procesos bioquímicos que se presentan entre las neuronas. La neurociencia tiene, entonces, dos principios fundamentales: uno ontológico y otro epistemológico. Está convencida de que los procesos llamados mentales o, genéricamente, psicológicos no son más que relaciones fi sicoquímicas dinámicas que se producen en el cerebro. Y, en consecuencia, reitera su invitación científi ca para que el conocimiento de toda esa mágica actividad mental sea comprendida por medio del estudio cuantitativo, detallado y minucioso, de los mecanismos fi sicoquímicos que se producen en el cerebro.

La neurociencia se apoya en un presupuesto ontológico de las ciencias naturales: la materia es física y sus interacciones también son así. El mundo de la naturaleza es material y está gobernado por interacciones materiales. Es el mundo de las leyes naturales, de la determinación física; es el mundo de las ciencias naturales.

Y ¿qué decir de los objetos de las ciencias sociales? En primer lugar, ¿son realmente objetos? Aquí se instaura la primera difi cultad. Las ciencias humanas (psicología y antropología) y las ciencias sociales (sociología e historia) –categorización que, por lo demás, resulta ser mucho más artifi cial aún– tratan con seres humanos, con sujetos, si se quiere. Entonces, el objeto de las ciencias sociales es el ser humano y/o sus diferentes y variados tipos de relaciones.

Pero, ¿es el ser humano un objeto meramente material? Y, ¿son las relaciones que se producen entre los seres humanos meramente interacciones materiales? El ser humano no puede simplemente considerarse como un sistema biológico altamente complejo. Uno de los productos que introduce una nueva categoría –¿ontológica?– en la naturaleza del hombre es el lenguaje. El lenguaje genera un nuevo tipo de interacción entre la materia: la comunicación. Es a partir de la comunicación desde donde debe entenderse la interacción humana, social. Ahora bien, el lenguaje presenta una peculiaridad ontológica que lo vincula estrechamente con la propiedad esencial de la mente: la intencionalidad (19). El lenguaje es, esencialmente, semántico. El lenguaje tiene significado.

Ya bien sostenía esto Dilthey cuando afi rmaba que el signifi cado es la categoría peculiar a la vida y al mundo histórico (20). Martin Hollis, en su excelso análisis de la ciencia social, considera fundamentadamente que “el lenguaje es un candidato de primera como clave de la peculiaridad de la vida social” (21).

En este mismo ensayo, “Filosofía de las ciencias sociales”, en el capítulo dedicado a la comprensión de la acción social, Hollis infi ere dos conclusiones de considerable importancia epistemológica para el estudio de las ciencias sociales, a saber: i) las acciones humanas tienen signifi cado, y ii) el lenguaje tiene signifi cado. Según esto, Hollis aboga por una comprensión de la acción social a partir de un detallado análisis hermenéutico de la actividad social. O como diría Weber, un estudio que tenga como objetivo la comprensión interpretativa de la acción social (22).

El ser humano se desprende en cierta medida de su linaje animal y se aleja de sus parientes más próximos en la línea evolutiva cuando de sarrolla la facultad del lenguaje. El lenguaje, a través de su propiedad esencial, la semántica, le permite al hombre interactuar dinámicamente con sus congéneres. El lenguaje capacita al hombre para la comunicación. Y no es que otros grupos de animales no se comuniquen. Lo que ocurre es que no toda interacción es comunicativa. La interacción de las aves es muy compleja, pero no es comunicativa. No en el sentido de que no hay intercambio de contenidos. Sólo hay un proceso de intercambio de señales condicionadas que permiten un grado de interacción compartida y, en cierto sentido, teleológica.

La semántica, propia del lenguaje humano, se fundamenta en su capacidad de operar con símbolos. Los símbolos representan la realidad conceptualmente y le permiten al hombre recrear el mundo en su sistema psicológico, en su mente. La comunicación así entendida es primordialmente simbólica.

La acción social, como lo apuntaba Hollis, presenta signifi cado en la medida en que está cimentada en el carácter semántico del lenguaje, pues es éste el que permite dicha acción. El actuar del hombre en sociedad tiene relevancia en la medida en que éste construye su subjetividad a partir del intercambio de signifi cados con el entorno. Es allí donde se construye el hombre, en el mundo social, en el mundo simbólico de la intersubjetividad social.

Así entendida, la acción social y la actividad individual deben ser comprendidas desde el mundo de los signifi cados de los actores que construyen estos mismos. No tiene sentido, epistemológicamente, pretender comprender la actividad individual y social de la misma manera que un biólogo intenta comprender la dinámica celular por medio de un microscopio electrónico.

[…] el mundo social ha de ser comprendido desde dentro, en lugar de ser comprendido desde fuera. En vez de ir en busca de las causas de la conducta, debemos buscar el significado de la acción. El significado de las acciones se deriva de las acciones compartidas y de las reglas de la vida social y son ejecutadas por acciones que significan algo por medio de ellas (23).

Si las interacciones físicas con intercambio de energía han de caracterizar los encuentros de la materia física, las interacciones comunicativas mediadas por los intercambios de contenidos simbólicos han de caracterizar los encuentros de los individuos y son el fundamento de las acciones sociales. La física, la química y la biología son del primer tipo de ciencias, las naturales. La neurociencia se adhiere a este tipo de concepción ontológica sobre la realidad y asume las condiciones epistemológicas y metodológicas que defi nen dichas formas de conocimiento.

Esta “ciencia positiva”, este empirismo estricto de carácter baconiano, resalta la explicación y el método hipotético deductivo como vía para la comprensión de la naturaleza. La conceptuación y la teorización son las formas de aprehender la realidad a partir de modelos matemáticos que permitan caracterizar las propiedades físicas del mundo. El concepto de “verdad” se establece a partir del grado de correspondencia que se genera entre los conceptos producidos por el sistema teórico y los correlatos objetivos en la realidad.

Las ciencias sociales, o las ciencias del espíritu en la notación diltheyana, tienen como objeto de estudio, entonces, el “mundo de la vida”, como diría Husserl. “El objeto de estudio de las ciencias del espíritu no es lo externo, el mundo material, lo ajeno al hombre, sino el medio en que éste se encuentra inserto y desde donde desarrolla su vida” (24).

Así pues, la metodología de investigación tiene que ser diferente a la de las ciencias naturales pues existen diferencias entre los objetos. De aquí la crítica de Dilthey a la unidad del método científi co entre ambas ciencias. Las ciencias del espíritu, las sociales, tratan con la dimensión simbólica de la naturaleza del hombre, con la categoría comunicativa, con la interacción semántica del lenguaje, con el fenómeno hermenéutico de la acción social.

En las ciencias del espíritu […], dice Dilthey, está presente la vida psíquica como algo primitivo y fundamental originado en las vivencias humanas de la experiencia interna. La categoría de “vivencia” es desde el principio, […] una noción importante de su teoría de las ciencias del espíritu (24).

Bien trazada está la línea divisoria entre las ciencias naturales y las ciencias sociales. En la escalera de acenso epistemológico, la física se ubica en su base, sigue la química, y la biología cierra esta primera categoría. Seguidamente podría ubicarse la psicología3, luego la antropología, la sociología y en último lugar, la historia4.

La psicología presenta una condición ontológica particular. Nadie estaría dispuesto negar que el hombre es un producto biológico constituido por sistemas, órganos, tejidos y células. Nadie negaría tampoco que el hombre es un producto social. No se pretende aquí refrescar la ya añeja discusión naturaleza-crianza. Sólo se quiere acentuar el estatus ontológico de la psicología y sus líos epistemológicos. Estos líos han intentado salvarse a partir del desarrollo de disciplinas puente como la psicobiología, por un lado, y la antropología psicológica, por el otro.

Desde cualquier disciplina se puede llegar a la comprensión de algunos de los fenómenos que tienen lugar en la compleja dimensión humana. El poder explicativo de la biología molecular en el estudio de los mecanismos neurobiológicos del gusto es un hecho irrebatible. Los estudios antropológicos sobre la agresividad humana han hecho aportes incuestionables a la psicología social.

De lado y lado, desde la investigación en ciencia natural y desde la investigación en ciencia social, pueden adquirirse conocimientos válidos y signifi cativos. Sin embargo, hay procesos en el hombre que se limitan a una o a otra de las dos aproximaciones epistemológicas. Más aún, cuando el elemento simbólico, la comunicación, la interacción y, en general, el “mundo de la vida” se hacen presentes.

Ya en esta instancia, el hombre debe dejar de ser considerado como un sistema biológico altamente complejo. En ese momento, debe ser considerado como un sistema psicológico altamente interactivo. La referencia a los procesos neurobiológicos o fi sicoquímicos debe soslayarse por la referencia al mundo del signifi cado, al mundo de la comunicación y de los valores, al mundo de las relaciones intersubjetivas.

Y en este contexto epistemológico, ¿dónde queda la psiquiatría? La defi ciencia de defi niciones en torno a la psiquiatría es una constante en los libros sobre la materia. El estudio de la clasifi cación y de los criterios diagnósticos tiene mayor relevancia. La vertiente técnica y la tecnológica tienen mayor relieve que la vertiente teórica. Se evita la pregunta por el lugar epistemológico de la psiquiatría y su relación con las demás ciencias.

Sólo cuando se ponen de manifi esto las disparidades ontológicas entre ella y sus disciplinas relacionadas, se despierta del letargo epistemológico y se hacen evidentes las difi cultades conceptuales. ¿Qué relación habría de existir, entonces, entre la neurociencia y la psiquiatría? ¿Debe intentar buscarse un punto de encuentro entre ambas? ¿Debe dejarse que la neurociencia continúe su labor por un lado mientras la psiquiatría y en general la psicología continúan haciendo lo suyo?

La psicopatología tiene ya un cuerpo conceptual heredado del siglo XIX. Desde éste elabora su discurso teórico y realiza sus intervenciones clínicas. Podría decirse que tiene su propia epistemología. Su objeto de estudio es la conducta anormal del ser humano y ya tiene unos presupuestos ontológicos y epistemológicos entorno a este mismo. Pero la neurociencia también tiene las variaciones del funcionamiento normal del cerebro dentro de sus variados objetos de estudio.

Sin embargo, realiza su abordaje desde un cuerpo conceptual, ontológico y epistemológico altamente disímil al de la psicopatología. Esencialmente, la neurociencia tiene como objetivo la explicación del funcionamiento del cerebro, incluyendo sus variaciones o disfunciones. La psicopatología tiene una teoría del funcionamiento de la mente y desde allí aproxima una comprensión a la disfunción mental. La neurociencia y su mundo físico por un lado y la psicopatología y su mundo simbólico por el otro. O, como diría Dilthey, la vida humana sólo puede comprenderse por medio de categorías no aplicables al conocimiento del mundo físico, tales como propósito, valor, ideal, aspiración, anhelo o nostalgia. Todos éstos, conceptos con significado.

La causalidad implícita en el programa de las ciencias naturales debe ceder a la interpretación de las ciencias sociales. El objetivo de las ciencias del espíritu es comprender, no explicar, como lo pretenden hacer las ciencias naturales. Sin embargo, queda la pregunta sobre la naturaleza y validez de la explicación en la psicopatología. Esta pregunta es, por lo demás, tema para otro escrito.

 


3 Cuando se hace la referencia a la psicología puede leerse sin ser problemático como psiquiatría. Ambas disciplinas centran sus esfuerzos en el estudio del sistema psicológico del ser humano y la salud mental.

4 Esta clasificación no pretende jerarquizar la importancia de cada una de las ciencias. Simplemente trata de presentar esquemáticamente la ubicación de cada una de ellas y su relación con el estudio del ser humano.


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Recibido para evaluación: 15 de junio de 2007 Aprobado para publicación: 10 de julio de 2007

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