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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.56 no.136 Bogotá Jan./Apr. 2008

 

LA CRÍTICA A LA DEMOCRACIA EN NIETZSCHE Y GÓMEZ DÁVILA1

 

The Critique to Democracy in Nietzsche and Gómez Dávila

 

CARLOS b. GUTIÉRREZ*

Universidad de los Andes * cgutierr@uniandes.edu.co

 


resumen

El artículo presenta una comparación entre al radicalismo aristocrático de Nietzsche, y el del filósofo colombiano Nicolás Gómez Dávila, señalando sus puntos de contacto y sus divergencias. Esto conduce al examen de la desigual recepción que han tenido ambos pensamientos, ayudando a situar, con ello, a la vez, al pensamiento de Gómez Dávila dentro del contexto cultural suramericano, y en particular de Colombia.

Palabras clave: Nietzsche, Nicolás Gómez Dávila, radicalismo aristocrático, pensamiento latinoamericano, pensamiento colombiano.

 


abstract

This paper offers a comparison between the aristocratic radicalism of Nietzsche and that of the Colombian philosopher, Nicolás Gómez Dávila, in order to point out their points of contact and their differences. This leads to the analysis of the uneven reception of their ideas, which at the same time serves to situate Gómez Dávila´s thought in the South American cultural context -particularly the Colombian one.

Key words: Nietzsche, Nicolás Gómez Dávila, aristocratic radicalism, Latin American thought, Colombian thought.

 


Nietzsche

El así llamado "radicalismo aristocrático" que atraviesa la obra de Nietzsche se articula, al inicio de ella, en torno a la visión del Estado griego que, con base en la contraposición estético-ontológica de lo dionisíaco y lo apolíneo, se hizo el joven filólogo. Esta visión quedó bien bosquejada en un fragmento escrito a comienzos de 1871 como ampliación de El Nacimiento de la Tragedia, y que, con algunas variaciones, Nietzsche le presentó a Cosima Wagner a finales de 1872 como prólogo al libro no publicado El Estado griego. El Estado surgió allí, según Nietzsche, de la necesidad de que la naturaleza, fondo abisal de horroroso sufrimiento, alcanzara a través de la sociedad su redención en la apariencia bella del arte, en las "florescencias luminosas del genio" (KSA 7 344). El fin propio del Estado era entonces "la siempre renovada generación y preparación del genio", frente al cual todo lo demás era tan sólo instrumento y medio de ayuda (KSA 7 348); también los hombres sólo tenían dignidad en cuanto fuesen, consciente o inconscientemente, instrumentos del genio. De lo cual se seguía que el hombre en sí no tenía dignidad ni valor, derechos ni deberes. La indigencia de la inmensa mayoría de seres humanos, que dificultosamente vivían, tenía más bien que ser escalada, a fin de posibilitar la producción del mundo del arte a un número reducido de hombres olímpicos.

"La esclavitud forma parte de la esencia de una cultura", reza por tanto la "verdad de tono cruel" que Nietzsche enrostra como escarnio a "comunistas, socialistas, y a sus más descoloridos descendientes, la raza blanca de los liberales de todos los tiempos", muertos siempre de rabia frente al arte y al mundo antiguos (KSA 7 339-340). Los griegos supieron que el trabajo era un oprobio y que la existencia humana por sí misma era una nada vergonzosa; la modernidad, en cambio, entretiene a los esclavos con "conceptos-alucinaciones", como los de "dignidad del hombre" y "dignidad del trabajo" (KSA 336), y con "mentiras diáfanas", como las de "igualdad de derechos para todos" y "derechos fundamentales del hombre", que resultan de la concepción liberal-optimista del mundo que "tiene sus raíces en las teorías de la Ilustración y la Revolución francesas, es decir, en una filosofía superficial y sin metafísica, absolutamente antigermánica y genuinamente latina" (KSA 7 346).

Valga destacar que, dentro de la evolución de la tragedia griega misma, irrumpe la democracia, según Nietzsche, en términos de decadencia espiritual inducida por una ideología racionalizante, optimista y demagógica. Eurípides, según se cuenta en El nacimiento de la tragedia, causó la muerte por suicidio de la tragedia, llevando al escenario a "la masa" jovial de los esclavos, "acomodándose" con ello "a una fuerza que sólo en el número tiene su fortaleza" (KSA 1 52, 74ss.): la tragedia en esta versión murió así de democratización.

La crítica a la democracia de Nietzsche fue influenciada sin duda por Platón, para quien la democracia fue un orden que dejaba de lado las cualidades diversas de los hombres al reconocerlos como iguales. En su antidemocratismo, sin embargo, Nietzsche fue ante todo hijo de su tiempo, de la reacción de la elitista intelectualidad francesa, que predominó en la formación del colegial de Pforta, a la crisis moral de una sociedad que se transformaba a pasos agigantados. Tocqueville (a través de John Stuart Mill), Comte, Taine, Renan, Flaubert, Stendahl, Baudelaire y los Goncourt fueron por aquel entonces sus lecturas favoritas. Pesimismo aristocrático, escepticismo frente a los efectos espirituales y culturales de la democratización, desconfianza frente a las mayorías que advenían al poder; de todo lo cual terminó haciéndose eco el mundo académico alemán a fines del siglo XIX. La protesta de Nietzsche contra la nivelación que resultaba del desarrollo social tuvo inicialmente rasgos romántico-conservadores, pero dio un vuelco a mediados de los años setenta, al ganar importancia en su filosofía la crítica y la ciencia, vuelco iluminista que lo llevó a ver en la democracia el agente emancipador del pensamiento y de la acción, de su atávico sometimiento a la tradición, y muy especialmente al liberador de la política de la tiranía de la religión. Una vez que la democratización pasó a ser vista como fenómeno que abarcaba todos los ámbitos de la sociedad con proyecciones educativas cosmopolitas, lo que antes se tuvo por atomización de la sociedad pasó a valer como liberación de la persona privada. Las invectivas del estudiante, no obstante, siguieron apuntando a la ideología democrática como sistema valorativo, y a la democracia como sistema de partidos. Notable, eso sí, fue la distancia que Nietzsche mantuvo siempre frente al nacionalismo.

Con Aurora y La Ciencia Jovial pasa a primer plano el conformismo como amenaza a los individuos, y el rechazo del principio de igualdad en nombre de la afirmación de lo individual y de lo diferente. Nietzsche constata la contradicción entre el incremento de las diferencias individuales en su siglo democrático, y la uniformización moral, de la que acusa tanto al cristianismo como a la democracia, frente a la cual exige enfáticamente el derecho al desarrollo individual. El sufragio universal, al mismo tiempo, sigue siendo para Nietzsche "el sistema por medio del cual las más bajas naturalezas se prescriben a sí mismas como ley de las naturalezas superiores" (KSA 11 69). La era democrática, en su conjunto, adolecía para él de engaño moral: una época que hace de la igualdad de los hombres su lema es superficial, y tiene que serlo, pues trata de dar la impresión de que todo está bien, y de que bueno y malo no son problema alguno (cf. KSA 11 246). Y al final vuelve a insistir en la necesidad de un tipo superior, en la necesidad de rango y de distancia. Todo lo cual hace difícil formarse un juicio global sobre la crítica a la democracia de Nietzsche. Como sucede con su crítica al socialismo, que pasó incluso por una fase de activa simpatía con los movimientos de los trabajadores durante los años de cercanía a Richard Wagner.

En lugar de seguir rastreando el tratamiento polémico de la democracia en las obras restantes y en los fragmentos póstumos, quiero ocuparme brevemente, acogiendo planteamientos de Birnbaum (cf. 189ss), de la tensión entre el elemento emancipatorio y el aristocratismo en el pensamiento de Nietzsche, quien, a pesar de haber captado posibilidades libertarias del movimiento democrático, lo repudió en general como igualitarismo, sucumbiendo al odio visceral que le tuvo a las masas.

"El mestizo europeo -un plebeyo bastante feo …", leemos en Más allá del bien y el mal, "necesita desde luego un disfraz: necesita la historia como guardarropa de disfraces. Él nota desde luego que ninguno le queda bien del todo -él cambia y cambia…" (KSA 5 157). ¿Qué había pasado, preguntémonos, para que se impusiera la universalización del disfraz? El desmoronamiento de la verdad había abierto el acceso a posibilidades infinitas que ocultaban los pliegues y repliegues de épocas pasadas; semejante variedad inagotable acababa con toda inclinación a jerarquizar. El plebeyo feo protagonizó así lo que, con Rancière, se puede llamar "la ruptura democrática de la historicidad" (Rancière 198), al dispersarse los atributos de soberanía y de subordinación, y hacerse posible que todos y cualquiera se convirtiesen en sujetos de la historia. Nietzsche sabía, desde luego, que es la igual indiferencia frente a todo orden lo que permite que aflore la riqueza de las diferencias. Él se empeñó, no obstante, en creer que la pluralidad que engendra diferencias está destinada, por carecer de estilo propio, a ceder ante la figura aristocrática del "gran estilo", como totalidad capaz de sublimar la indecisión de la existencia colectiva.

Nietzsche, por otra parte, puso de relieve el carácter supranacional del movimiento democrático. Bajo el rubro de "movimiento democrático de Europa", leemos en la siguiente sección de Más allá del bien y del mal,

Se estaba produciendo el proceso de un asemejamiento de los europeos, es decir, la lenta aparición de una especie esencialmente supranacional y nómada de ser humano, la cual posee, como rasgo típico, un máximo de arte y fuerza de adaptación. (KSA 5 182)

Los europeos se asemejaban ahora, porque la disolución de Estados y de identidades fijas los hacía a todos igualmente indeterminados. Nietzsche, quien páginas atrás había sostenido que el mismo sentido histórico del que tanto se ufanaban los europeos había resultado de "la fascinante y loca semibarbarie en que la confusión democrática de clases y de razas precipitó a Europa" (KSA 5 158), entra luego a hablar de la dinámica contradictoria del movimiento democrático que produce seres humanos uniformes y mediocres, incapaces de correr el riesgo de inventar sus vidas, como también hombres de excepción, más fuertes y ricos que nunca hasta ahora, capaces de una versatilidad desconocida, "gracias a la falta de prejuicios de su educación, gracias a la inmensa variedad de ejercitación, de arte y de máscara" (KSA 5 183). A Nietzsche le atrae, como vemos, la ambivalencia de toda esta dinámica; su diagnóstico no es sin más un juicio de orden moral.

¿Qué pasa con el igualitarismo? En su crítica a la doctrina de la igualdad, Nietzsche se limita a registrar la congruencia de la nivelación igualitaria con el régimen democrático, pero no entra a explorar la potencia liberadora específica del movimiento democrático, única potencia de diferenciación que no debe nada a ordenamientos jerárquicos. Para él, en un fragmento póstumo de 1884, es simplemente claro que:

La aristocracia representa la creencia en una humanidad-élite y casta superior, en tanto que la democracia representa la incredulidad en grandes hombres y en sociedad-élite; incredulidad manifiesta en los lemas de que "cualquiera es igual a cualquiera", y de que "en el fondo somos todos sin excepción ganado egoísta y plebe". (KSA 11 224)

No obstante, el ataque de Nietzsche al igualitarismo puede ser entendido como crítica, no a la igualdad en sí, sino a la positividad de una misma igualdad, que no sería otra cosa que un idéntico marginarse de la indeterminación plural en la que alienta la libertad. La afirmación diferencial de la libertad supondría a todas luces la disolución de la pretendida naturalidad de la igualdad de todos; conceder a todos una igual indeterminación sería más bien lo que constituya el potencial heroico contemporáneo de la diferencia (cf. Birnbaum 217ss.). Confrontado, sin embargo, con las transformaciones extremadamente rápidas de la sociedad democrática de su tiempo, y obsesionado con la mediocridad propia de la sociedad de masa, Nietzsche prefirió la certidumbre de una diferencia visible, manifiesta en la desigualdad, y se contentó con una libertad exclusiva de tipo aristocrático.

Determinante fue en últimas el odio de Nietzsche a la masa, del que parten y en el que confluyen su crítica a la democracia, y su crítica al cristianismo y a la moral cristiana. Él vio el cristianismo, recordemos, como una especie de sindicato mundial de desvalidos que en su menesterosidad se recargan unos en otros y se amontonan para confortarse con la tibieza de prójimo. A esa masa la mueve la astucia sacerdotal judaico-cristiana, la cual consumó la venganza de su resentimiento invirtiendo el orden natural que resulta del poder y de la fuerza, para hacer su gran virtud de la debilidad y la impotencia. Planteó el filósofo en un fragmento de 1886:

Yo creo que el gran movimiento democrático de Europa que avanza y es incontenible -lo que se llama "progreso", del cual ya el cristianismo fue preparación y precursor moral-, sólo es en el fondo una total e increíble conjura instintiva contra todo lo que es pastor, animal de rapiña, ermitaño y César, a favor de la conservación y elevación de todo lo débil, lo desanimado, lo fracasado, lo mediocre, lo malogrado a medias, a manera de un dilatado levantamiento de esclavos, primero oculto y luego cada vez más consciente de sí mismo, contra todo tipo de señor. (KSA 12 72-73)

Entre tanto, y gracias a esa conjura, abundaba ya Nietzsche en otro fragmento de 1880:

Cuanto más aumenta el sentimiento de unidad con el prójimo, tanto más uniformado es el hombre, con tanta más fuerza siente como inmoral toda diferencia. Así se forma necesariamente la arena de la humanidad: todo demasiado igual, demasiado pequeño, demasiado redondeado, demasiado aburrido. Hasta ahora el cristianismo y la democracia han llevado lo más lejos posible a la humanidad por el camino hacia la arena. (KSA 9 73)

Con todo, es la democratización para él una configuración más natural de la moral de animal de rebaño, y como tal menos engañosa que el cristianismo, que constituye la desnaturalización de esa moral, como escribió en 1887 (cf. KSA 12 499).

¿Qué queda entonces por hacer? En la continuación del fragmento de 1886, que citamos hace un momento, hay una muy discutible indicación, que articula en dudoso programa al radicalismo aristocrático con la extinción de la democracia:

Finalmente, yo creo que hasta ahora la elevación del tipo hombre fue obra de una sociedad aristocrática, la cual durante mucho tiempo creyó en la dirección jerárquica y en la diferencia de valor entre los hombres, y necesitó la esclavitud; que incluso sin el pathos de la distancia, tal como creció a partir de la arraigada diferencia entre los estamentos, … tampoco pudo formarse ese otro pathos misterioso, ese desear ver siempre nuevos aumentos de la distancia dentro del alma misma, … que es la "autosuperación del hombre", tomando una fórmula moral en un sentido por encima de lo moral. Siempre me surge de nuevo una pregunta, una tentadora y mala pregunta, que se diría al oído de … las almas fuertes de hoy, …: ¿no será tiempo, cuanto más se desarrolla hoy en Europa el tipo "animal de rebaño", de intentar una selección significativa, artificial y consciente del tipo opuesto y de sus virtudes? ¿Y no será este tipo para el movimiento democrático nada más que una especie de fin, solución y justificación, si alguien pudiera servirse de él, de modo que para la nueva y sublime ampliación de la esclavitud -que un día se representará como la perfección de la democracia europea- se encontrara aquel tipo superior de espíritu cesáreo y dominante que también necesite en esas circunstancias a esta nueva esclavitud? ¿Para sus nuevas, hasta ahora imposibles, perspectivas? ¿Para sus cometidos? (KSA 12 73-74)

Ese tipo superior dominante, que haría posible la superación de la democracia, terminaría por fin con el rebañismo, con la fusión democrática de epicureismo y bienestar que, al tiempo que debilita a los seres humanos, los ha vuelto "buenos y cómodos" (KSA 11 456). La democracia, lejos de ser un desencadenamiento de fuerzas, es para Nietzsche ante todo un desencadenamiento del dejarse ir, del querer todo cómodo, de pereza interna, de cansancios, de debilidades (cf. KSA 12 476). Así, mientras que todo lo vivo tiene que crecer, ampliar su poder, incorporar en sí fuerzas ajenas (cf. KSA 13 379), las instituciones liberales socavan la voluntad de poder, elevan la nivelación a moral, empequeñecen, hacen cobarde y gozón; de ahí que rechacen rotunda e instintivamente la guerra, leemos en El crepúsculo de los ídolos:

Sólo el hombre a quien la guerra ha educado a ser libre, puede coger a patadas el bienestar despreciable con el que sueñan tenderos, cristianos, vacas, hembras, ingleses y otros demócratas. (KSA 6 139-140)

Para Zaratustra, digamos para terminar esta primera parte, sólo la muerte de Dios hará posible la transvaloración que, al asumir el ser como voluntad de poder, libere la creatividad y permita la aparición del hombre lúdico, del superhombre, que "deje de lanzar la flecha de su anhelo más allá del hombre", y plante la semilla de su más alta esperanza; al decir superhombre en vez de Dios, se extinguen por fin la contradicción de la libertad humana y la calumnia del tiempo y del devenir (cf. Nietzsche 1980 38 132).

Gómez Dávila

La crítica de Nicolás Gómez Dávila a la democracia, por el contrario, se inspira en un catolicismo de cuño medieval que pervive hasta en la nostalgia teocrática del siglo XIX (1986 167). El siglo XIX fue, por lo demás, el "siglo predilecto" del autor colombiano, pues, según él, "nos enseñó a ver los demás siglos" (1997 12); hasta él se prolongó, en su opinión, el "otoño de la Edad Media", pese a que ya con el siglo XVIII muere la civilización, prefigurando el "invierno de Occidente" (1986 167). La nostalgia teocrática de aquella época se ejemplifica en la obra de Louis de Bonald, quien abogó por el tradicionalismo como doctrina filosófica y política, combatiendo violentamente las ideas del siglo XVIII, que englobaban para él el ateísmo, la oposición al innatismo y la doctrina de la soberanía popular como fundamento del orden social. La conjunción de estas tendencias desembocó forzosamente en una revolución, que desenfrenó las pasiones en razón de la desvinculación de Dios y de la autoridad, que es de origen divino. La salvación del orden y de la continuidad histórica radicaba, para de Bonald, lo mismo que para Joseph de Maistre, en la revalorización de la teocracia, tal como es representada por la Iglesia Católica, en la que quedaba destruido el endiosamiento del individuo, y todo, incluyendo desde luego las facultades intelectuales del hombre, se remitía a la creación y a la revelación de Dios.

El ideal del reaccionario colombiano, quien se tuvo a sí mismo, no por intelectual moderno inconforme, sino por "campesino medieval indignado" (1986 78), fue "una sociedad semejante a la sociedad que existió en los trechos pacíficos de la vieja sociedad europea, de la Alteuropa, antes de la catástrofe demográfica, industrial y democrática" (1992 152). La democracia fue sin duda lo peor de esa hecatombe, porque acabó con todo lo significante en la vieja sociedad y lo sustituyó indignamente: el dios católico se vio sustituido por la creencia en la soberanía de la voluntad humana (cf. 1992 96), los valores absolutos en los que refulgía lo divino se sumieron en relativismo subjetivista, en lugar de la sublime constancia de lo ajeno al cambio se impuso el desasosiego del progreso, la belleza hierática de Iglesia y liturgia fue cediendo su lugar al "terrenismo hereje" (1992 134). Privada de la aristocracia, la sociedad quedó sin "el sitio por donde respira", sin la fuente de civilización -pues "la civilización perdura en un país mientras le quedan huellas de costumbres aristocráticas" (ibid.)-, y sin especialistas en el arte de vivir capaces de educar a los intelectuales (cf. id. 142, 134, 76). Los amos no sólo perdieron sus privilegios, cuya desnuda y franca defensa es la tarea del pensamiento reaccionario (cf. id. 150), sino también, y junto con los siervos, sus recursos formativos, ya que "sólo dos cosas educan: tener amo o ser amo" (id. 168). De la hecatombe democrática no se salvó nada. Todos perdieron: así, "sometido a la pérdida democrática, el pueblo pierde sus virtudes propias" (id. 139), sin adquirir las de la clase que envidia; a la muchedumbre, repugnante cuando no hay un motivo religioso que la reúna (cf. id. 100), en lugar de compasión cristiana le queda tan sólo "la adulación democrática" (id. 104); y en lugar de consenso popular se instauró el atropello por una mayoría (cf. id. 74).

Para el autor colombiano la democracia es la religión de la modernidad, es la opción por la divinización del ser humano cuando se ha dejado de creer en Dios, y como tal, opción por "el único dios totalmente falso": la humanidad (1987 I 64). La religión democrática, como la "teología de un dios inmanente" que es (1959 76), anidó ya, según Gómez Dávila, como larva de texto herético en las criptas medievales (id. 86). La democracia es patéticamente atea, no porque haya verificado la irrealidad de Dios, sino porque necesita que Dios no exista a fin de entronizar la divinidad humana en su lugar (cf. id. 76). Para consumar su teogonía, la antropología democrática determina al hombre como voluntad pura, la cual, como soberanía perfecta que es, iguala a todos los hombres en libertad. El elemento en el que se gesta la nueva divinidad es el del progreso, toda vez que mediante el sufragio universal se pasa de la voluntad mayoritaria a la voluntad general que encauza todas las fuerzas sociales hacia la realización despótica de la democracia, la cual exige, a su vez, la "utilización frenética de la ciencia y la implacable explotación industrial del planeta" (id. 85). Capitalismo y comunismo son al final las formas alternativas de la blasfemia democrática, a la que Gómez Dávila califica reiteradamente en su obra de "atropello" y "saqueo" a manos de victimarios "imbéciles" e "incapaces", elegidos por el voto popular, quienes no ejercen cosa distinta de la mentira y el peculado.

Al extinguirse así bajo los designios democráticos "las luminarias de un culto inmemorial" (1959 99), la soledad y el tedio asedian al ser humano y lo empujan a solazarse en la crueldad contra sus semejantes, en una vana parodia del dios muerto. En las tinieblas de semejante Apocalipsis y "contra la insurrección suprema", se yergue estremecida la rebelde indignación y la santa ira del compatriota medieval, quien ve en "el rechazo integral de la doctrina democrática el reducto final, y exiguo, de la libertad humana". Él sabe que a estas alturas "la rebeldía es reaccionaria", es decir, rechaza los dogmas de la razón iluminada, "o no es más que una farsa hipócrita y fácil" (id. 100).

Puesto que "Dios no ha tenido más rival que el hombre" (1959 102), la pérdida del sentido de la trascendencia religiosa, que hace posible la democracia, "desequilibra y perturba todos los actos humanos" (1992 102), al decir de nuestro autor. Es notable que para él la apostasía moderna haya penetrado a la Iglesia hasta en sus Concilios, al punto de que ahora "la interpretación democrática de la práctica conciliar falsea el catolicismo", (1986 I 158). Y para "ganarle la partida al humanitarismo democrático" el progresismo en formas recientes, como la teología de la liberación, haya terminado degradando al cristianismo a sociología (cf. id. I 158). Ante semejante espectáculo de disolución universal que no se detiene ante la Iglesia, "único recinto", según el autor, "donde la indiferencia no sofoca el eco de ninguna voz pretérita" (id. I 161), "el verdadero talento consiste en no independizarse de Dios" (1977 214), y en el rechazo global de la teoría democrática, hoy globalmente sobrentendida. Como quiera que sea, "el peso de este mundo sólo se puede soportar postrado de hinojos" (1992 25).

A semejante cosmovisión sólo la puede animar la nostalgia de un mundo aquietado en la fe. El desmoronamiento de la trascendencia, lejos de ser visto como el final de los grandes relatos y como el posible inicio de una etapa inédita de liberada creatividad, tal como lo avistó Nietzsche, fue sentido por Gómez Dávila como afrenta teológica y moral. Al cambio como tal llegó incluso a tenerlo por desestabilización sistemática de la fe. De ahí que el último baluarte de la libertad fuese para él el fuero interno de la conciencia, a manera de austera celda monacal en la que no se especula sino se reza, en la que se acendra la belleza del alma y alienta la igualdad ante Dios, muy por encima de privilegios e indigencias asumidos estoicamente como destino. La libertad coincide así con la realización privada de la vida que se atiene a las formas establecidas de jerarquía social antes de que cogiera fuerza la apostasía democrática.

¿Qué pensó Gómez Dávila de Nietzsche? Lo leyó, sin duda, y lo admiró. Simpatizó con él hasta el punto de considerar que, en comparación con Hegel "blasfematorio", "Nietzsche es sólo malcriado" (1992 180). Captó el impulso central del pensamiento del filósofo alemán, pues entrevió que "Leer a Nietzsche como respuesta es no entenderlo. Nietzsche es una interrogación inmensa" (1986 I 169). Gómez Dávila se empeñó por ello en no subsumir la obra de Nietzsche bajo el rótulo genérico de ateísmo: prefirió hablar de un ateísmo "inconforme" y "dionisíaco", que inventó al superhombre como "consuelo humano a la muerte de Dios", y contraponerlo así al ateísmo gnóstico, que proclama la divinidad del hombre y por ende la democracia (id. I 113). Llegó incluso a hacer la distinción muy escolástica de que, "si el cristiano pudiese ser demócrata, todos los venablos de Nietzsche lo hubiesen traspasado. Pero la democracia proclama la soberanía del hombre, el cristianismo la de Dios" (1977 II 77).

Nietzsche y Gómez Dávila son pensadores dispares con notables rasgos en común, salido el uno de la activa tradición protestante de Sajonia y el otro del "catolicismo que es el antro de la reacción" (1986 I 121). Dos pensadores del siglo XIX que compartieron mucho de la filosofía de la vida, inspirada en el tránsito al siglo XX por Nietzsche, junto con Kierkegaard y Marx. Compartieron también el aristocratismo, pero el uno lo remitió a la vida y el otro lo encontró en la estructura del medioevo feudal. Ambos fueron críticos connotados y lúcidos de la modernidad y de su ideología, que difirieron, sin embargo, en cuanto a diagnóstico y superación. A su manera, ambos privilegiaron en su pensamiento el arte y la sensibilidad. Los planteamientos ontológicos de la voluntad de poder se complementan parcialmente con la teoría del endiosamiento del hombre. El uno, eso sí, platonizó y glorificó a los valores, mientras que el otro dijo por fin sin tapujos que valor es lo que una voluntad valora. La diferencia de fondo está en la fe, que determina la sumisión y entrega de Gómez Dávila, y su concepción de la democracia como blasfemia y catástrofe de la civilización, frente a la visión nietzscheana de la muerte de Dios como liberación y escalación de la creatividad humana. Es notable que ambos se valieran, para expresar sus visiones encontradas, del estilo aforístico. Pero por razones opuestas una vez más. Nietzsche, cuyo pensamiento va surgiendo a la manera de relámpagos, recurrió a los aforismos como vehículo semiótico experimental de unidades impulsionales para devolverle al acto mismo de pensar su virtud de resistencia al encasillamiento conceptualizante (cf. Klosowski 359). Gómez Dávila, a su vez, consideró con austeridad monacal que a su "pensamiento vacilante, henchido de contradicciones", se adecuaba una escritura de "sencillez desinteresada", la de notas y escolios que son "la expresión verbal más discreta y más vecina del silencio" (1954 17). Ello justamente "porque las cosas tienen un significado cuando las vemos como Dios las ve" (1954 19).

La recepción desigual

En lo que se refiere al contraste entre la exigua recepción de Gómez Dávila en el medio colombiano y el entusiasmo actual por su obra en ciertos sectores de Alemania y Austria, hay que admitir que los colombianos tenemos dificultades para comprender y justipreciar la tozuda figura del reaccionario, "cazador de sombras sagradas sobre las colinas eternas", "ajeno a toda moda", "confesor de lo necesario" y "enemigo insobornable de toda revolución", como se describe a sí mismo nuestro autor. No se trata simplemente de la asunción ideológica generalizada de que la razón es y tenga que ser de izquierda. Es que en nuestra historia alienta además una mezcla especial de progresismo y antitradicionalismo. Nuestros países, por una parte, surgieron como encarnaciones del progreso concebido por la filosofía europea de la modernidad; hacia nuestro continente proyectaron los europeos iluminados sus utopías irrealizables en el viejo continente. No sorprende entonces que nuestro entusiasmo por el milagrismo nos haya permitido terminar apropiándonos en versión libre de semejante cuento. Nuestra historia, por otra parte, como anota también Gómez Dávila, ha consistido en un continuo desertar tradiciones y pertenencias para saltar a imitar a otras: de indios a españoles, de españoles a franceses, de franceses a ingleses, y de estos a norteamericanos, hasta orientarnos hoy por y hacia el estilo de vida de Miami. Prófugos de legados, vivimos en el sobresalto del cambio con empeño desinstitucionalizador, esperando que cada vez nuevas leyes promulgadas por los políticos de turno logren en su fugaz vigencia el milagro de cambiar nuestro ser y adaptarlo a lo que esté de moda. Sólo así pueden creer progresar sociedades que aún no han terminado de hacer su propio tránsito a la modernidad. Volver sobre tradiciones que se renueven en regeneración interpretativa no es definitivamente nuestro fuerte.

Muy al contrario de lo que sucede y ha sucedido en la historia de Europa. Roma, vencedora de Grecia, se convirtió en discípula de la filosofía y de las letras griegas. El mundo medieval, a su vez, fue obra de teólogos que enseñaron a ver en el pensamiento pagano una verdad natural que Dios había puesto en los hombres como preparación para el Cristianismo. El Renacimiento fue luego una rebelión cultural contra el dogmatismo eclesiástico, que rompió con el medioevo al volverse hacia el mundo greco-romano con una interpretación que abrió futuro y puso en el centro la pregunta por el hombre. Y así sucesivamente, pasando por el Barroco, el Idealismo y la Ilustración, hasta la actual integración de Europa: allá todo paso adelante ha sido y sigue siendo al mismo tiempo un paso atrás de "enanos sentados sobre los hombros de gigantes", como se dijo ya en el siglo XII. Allá, donde junto al acaecer de la actualidad se acrisola "la larga duración", es natural que exista "la reserva espiritual", de la que habla hoy Botho Strauss, la cual, "en nombre de la sabiduría de los pueblos & lucha contra las relativizaciones políticas de la existencia".

La obra de Gómez Dávila circunda además innecesariamente la figura reaccionaria del autor de un aura de obstinada marginación de la sociedad en la que vivió y a la que perteneció, al parecer en veces a pesar suyo, marginación que rezuma desdén y rechazo. El colombiano, leemos en las Notas,No tiene ninguna estructura moral, ni intelectual, ni social; sometido pasivamente a cualquier influencia, nada le marca; nada fructifica, ni dura, en ese suelo de contextura informe, movedizo, plástico e inconsistente. (1954 153)

Puesto que "cuando se presenta la ocasión de hacer alguna bajeza, el colombiano rara vez la desperdicia" (1954 313), es lógico que para don Nicolás "nuestros compatriotas no son sino los ejemplares más a mano de la universal ignominia" (1986 II 189). Tan crasas generalizaciones no se riman sin más con el llamado del propio autor a que "evitemos pensar contra algo o contra alguien; nada falsifica tanto el pensamiento, ni tan rápidamente lo envejece" (1954 36), llamado que se apoya en su también sabio atisbo de que la "última razón de vivir es el deseo de comprender" (1954 16). Tales generalizaciones tampoco se riman con la formación que resultó de una lenta y disciplinada lectura de los clásicos antiguos y modernos de la filosofía y la literatura. En ese diálogo se formó la personalidad intelectual escéptica, y ante todo religiosa del autor. Descreído en materia filosófica, Gómez Dávila hizo girar las explicaciones del mundo en un círculo cuyo centro no es el hombre, pues vivió deslumbrado por la presencia divina y por la eternidad de los valores en los que creyó. Y sin embargo se empapó de la filosofía de la vida, de sesgo neo-romántico, grito de protesta contra el progresismo liberal y la racionalidad técnica e industrial, que se enseñoreó de Europa como respuesta a lo que se llamó la "crisis de la cultura" a raíz de la primera guerra mundial. Inspirado por la óptica del artista de Nietzsche, vibró entonces por doquier el anhelo de cercanía a la vida, de la mano con el rechazo de la ciencia, cuyo principio "fáustico" de causalidad apareció como opción desmembradora y de muerte, contrapuesta a la creatividad vital y al "hambre humana de totalidad". Aquí se inserta quizá el sensualismo que privilegió al cuerpo y a lo carnal, y movió al autor a apoyar su pensamiento sobre las certezas de la sensibilidad, y no "en una razón adosada a la incertidumbre de postulados" (1986 I 195).

Semejante auto-formación le permitió, junto con la fortuna heredada, liberarse del destino de todo intelectual nacido en las otrora colonias americanas de España, cual es el de "copiar con docilidad plebeya las modas del día" "en el plagio cursi peculiar a los barrios pobres" (1977 II 149). Liberación que sancionó en "solución extremamente sencilla" -la expresión es del autor-, optando por el catolicismo como patria. La pertenencia a la universalidad en Cristo abrió para él el reino de la inteligencia. De ahí que, también en sus propias palabras, encontrara su "ralea" entre canónigos obscurantistas del viejo capítulo metropolitano de Santafé, agrias beatas bogotanas y rudos hacendados sabaneros. Por eso no tuvo compatriotas contemporáneos, o si los tuvo, sólo compartió el pasaporte con ellos (cf. 1986 II 135). A diferencia del "intelectual suramericano que importa, para alimentarse, los desechos del mercado europeo", él se mantuvo en trato directo con los clásicos europeos. Se explica así que, "cuando oía a dos suramericanos hablar de Europa", sintiese el deseo de "embarcarse inmediatamente para Australia" (1954 303).

Pues bien, esos suramericanos, condenados hasta ahora a una democracia meramente formal, indagan pragmáticamente, de manera poco convencional y al margen de especulaciones teológicas y religiosas, acerca de las condiciones reales de existencia de una democracia que, en vez de valer como ideal atemporal, vuelva a tener un carácter flexible, susceptible de ajustes y de adaptaciones. Su pregunta hoy es la de ¿qué hacer para democratizar a la democracia? Y avanzan en ella sabiendo que la pregunta requiere no sólo de la crítica a todo esencialismo de lo social, sino también de la crítica al racionalismo iluminista, para hacer justicia a la diversidad de luchas políticas contemporáneas. La atención está puesta en la experiencia del propio desarrollo desigual, en el que asistimos a la redefinición de las fronteras de lo político y a la emergencia de identidades colectivas, que ya no se perfilan en términos de la divisoria de clases, mientras se busca promover la democracia participativa mediante el reconocimiento y potenciación de las múltiples formas que puede asumir y que son negadas por el mainstream de las ciencias sociales, para el cual el único modelo válido sigue siendo el de la democracia liberal al estilo norteamericano. Así andamos pues, cuestionando y hasta desmitologizando lo que Nietzsche y Gómez Dávila cuestionaron como mácula de la modernidad.

Concluyo. Los Escolios son parte ya de un legado de todos, que se irá renovando en interpretaciones diversas, también en Colombia, a la luz de cambios significativos que se han venido dando en nuestra auto-comprensión, y que don Nicolás ya no registró. En lugar del culto a manos de un muy reducido grupo de admiradores incondicionales, su obra se tiene que abrir a la discusión. Ella va a generar polémica, acogida y rechazo argumentados, e irá siendo asumida como patrimonio de una sociedad que va a llamar finalmente suyo a un reaccionario que, en pleno siglo XX, tuvo el valor de reconocerse en brillantes aforismos como tal.

 


1 Texto ligeramente modificado de la conferencia dictada en Berlín, el 5 de diciembre de 2007, en el Coloquio Nicolás Gómez Dávila: Crítico de la racionalidad moderna, organizado por el Instituto Cervantes. Artículo solicitado al autor.


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