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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.56 no.136 Bogotá Jan./Apr. 2008

 

Ramón Pérez Mantilla (1926-2008)

 

In memoriam

 

ciro roldán jaramillo*

Universidad Nacional de Colombia * ciroldan@hotmail.com

 


El Ramón Pérez que yo conocí tiene que ver con un amigo, más que con cualquier otra cosa; y debo hablar como tal, pues ningúnotro título acredita mi intervención en este rito.2

Conocí a Ramón Pérez Mantilla hace treinta años –cuando yo era un recién llegado a la Capital y él ya gozaba de una brillante carrera profesoral–. Gracias a su mano generosa encontré arraigo en su círculo intelectual de entonces, donde iniciamos un diálogo cotidiano que habría de prolongarse por tres décadas. Ramón había participado en la Reforma Universitaria del 68, y había acompañado desde el departamento de Filosofía la reestructuración emprendida por José Félix Patiño para renovar sus claustros.

Muchos conocen mejor esa época y esas ejecutorias tempranas. Supe todo de oídas como amigo, discípulo y contertulio menor de una barra de notables –encabezada por Jaime Jaramillo Uribe y Mario Latorre–, la misma que más tarde instaló su sede en el Club Suizo, donde se intercambiaban opiniones, análisis y propuestas sobre toda la vida política, social y cultural de la ciudad, la nación y el mundo entero. Nada ni nadie escapaba al escrutinio y al severo análisis de Ramón y el círculo de amigos.

Allí aparecía la primera imagen del incipiente filósofo como una especie de Sócrates bohemio, que deambulaba ebrio por la ciudad, y se paseaba por librerías y cafés bogotanos sin privarse de tumbar prejuicios y demoler ídolos de la caverna y de la tribu. A veces fungía como polemista tenaz, un escandalizador profesional cuyo espíritu burlón ponía al enemigo contra las cuerdas hasta reducirlo al absurdo con su ironía sarcástica. Y finalmente aparentaba poseer un espíritu inquisidor, como incansable escrutador de los hechos de la política –una de sus pasiones juveniles– desde que frecuentaba la acción intrépida de las camisas negras.

Otro fue el Ramón que conocí. Era un profesor y un conversador amable, cuyas pasiones mayores eran sus libros y sus clases. El lado dionisiaco del gozador insaciable de la vida, ansioso por “beber la copa para todos llena”, sólo correspondía a una de sus facetas. Ramón tenía múltiples rostros o máscaras, detrás de los cuales ocultaba una timidez incurable y un sentimiento trágico de la vida. Un hombre que nació viejo, al decir de sus amigos. Ese viejo tenía una secreta vena metafísica o, como diría Marx –al comparar a los hombres con las formas de cambio–, era un compuesto “físicamente metafísico”. Al tiempo que interrogaba el devenir de la vida en su eterno retorno de lo mismo, mostraba su angustia existencial por la nada que anonada y aniquila. Le preocupaba saber qué eran los seres devorados por el tiempo y la sociedad, que permutaban su trabajo como fracciones de tiempo vuelto cosas. Pero también soltaba una carcajada homérica sobre el mundo como fábula, al igual que sobre el nihilismo capitalista que lo envolvía en fetiches. Odiaba el culto al oro, que ahora funge como deidad suprema. Una semana antes de morir llamó a decirme que en esta sin-salida sólo valía la pena preparar su entierro. Pero poco antes descreía de todo pensador en trance de resolver conflictos o ambivalencias en teorías. Las contradicciones –decía– no se resuelven del todo, y finalmente toca vivir con ellas.

Este era su talante cotidiano. Unas veces se levantaba por la izquierda y la emprendía contra posiciones medianas o no suficientemente izquierdistas; otras se levantaba por la derecha y defendía el orden y seguridad como primeros. Así era el amigo Ramón. Amante de la contradicción, en la que se movía como si fuera su terreno preferido. De fondo no estaba atado a nada, ni apegado a creencia fija. Padecía de un escepticismo radical y, cual transeúnte sin morada fija, mantenía el pathos de la distancia. Una vez me dio la clave para investigarlo: me leyó el aparte de El Nacimiento de la Tragedia donde se esboza la figura de Hamlet:

El hombre dionisiaco se parece a Hamlet. Ambos han visto una vez la esencia eterna de las cosas, sienten que es ridículo o afrentoso el que se les exija volver a ajustar el mundo que se ha salido de quicio. El conocimiento mata el obrar; para obrar es preciso verse envuelto por el velo de la ilusión.

Ahora ha dejado de pensar, un cerebro que no se cansaba de reiniciar cada día la fatigosa empresa de las ideas y que tomaba en serio su oficio de filósofo. Alguien que no temía ponerse en contra de sus propias posturas, y que apenas terminaba un razonamiento, se ponía en la otra orilla para argumentar en contra, al empezar su infinita faena desde cero. Cuando uno creía haberse puesto de acuerdo con él acerca de algo o de alguien, volvía sobre sus pasos y se oponía a lo dicho para obligar al contrincante a empezar de nuevo. Su mal era su misma lucidez, y su enemigo más constante era él mismo. Nunca he visto a nadie desbaratar dichos y hechos como si obtuviese un goce adicional en destruirlos, incluso al precio de destruirse él mismo. Esa era su enfermedad: no darse por satisfecho con nada, y encontrar defectos y problemas donde otros veían virtudes y soluciones.

El perfeccionismo de Ramón Pérez le salió caro, al punto de no haber llevado a cabo una obra escrita. Dejó inconclusos sus apuntes de clase, sus artículos dispersos, sus esbozos de ensayos y su anhelado libro final, para el cual no tuvo la energía de reunirlo todo y escribir un prólogo de su puño y letra. Creo que Ramón Pérez no quiso ser recordado como un pensador sistemático, ni como un compilador de pensamientos ajenos. Era, en el mejor sentido de su maestro, un pensador intempestivo. Quería ser recordado como lo que fue: un genuino profesor, un simple empleado del conocimiento, que agradecía a la vida habérsela ganado a pulso, jugándose su suerte cada día ante un auditorio encandilado con su manera de exponer y poner problemas.

Nos queda muy poco escrito suyo, pero mucha memoria viva. Si a los hombres se los juzga más por su manera de vivir que por lo que ellos de sí mismo piensan, Ramón Pérez era lo más parecido a sí mismo, y se mantuvo fiel a su proyecto de vida y a su idea del mundo. Y si la altura de un hombre se mide por la soledad íntima de su pensamiento, Ramón era un coloso solitario cuya elegancia para vivir y morir se mantuvo intacta en medio de los crueles dolores de la enfermedad. Murió en su ley como un caballero indomable ante la adversidad, indeclinable ante las convenciones y favores cortesanos, que prefirió vivir como un águila angustiada igual que el bigotudo maestro germano.

Al final lo que más temía perder era la memoria y la vista. Tenía más miedo a olvidarlo todo que a caer en el olvido de los demás. Temía que el envejecimiento de su cerebro y de sus ojos no le permitieran leer, porque este era su último refugio. La noche anterior a su fallecimiento recobró la conciencia para darle instrucciones a Flor, su fiel empleada de confianza, para que dispusiese lo necesario para la siguiente operación de los ojos. Quería ver hasta el final y no perderse esa plegaria matutina de la lectura diaria del periódico.

Así lo sorprendió la muerte. La parca –decía– al igual que la moira, son las únicas divinidades que rigen el destino El único amo, decía, es la muerte, y no se sentó a esperarla, sino que le dio batalla hasta el último amanecer. Pregunté a Lisímaco Parra, el otro compañero de tertulia del fin de semana, si sabía de su voluntad de vivir o morir pronto. No supo responderme. Finalmente amaba el destino, y quería quedar en un árbol o en una estrella para mantener el contacto con todo lo querido en esta tierra. Ha muerto el amigo fiel, el cual no es nada distinto al hermano que se ha escogido. Nos va a hacer mucha falta a sus amigos. Debemos acostumbrarnos –con su hijo Alberto– a vivir sin su voz al teléfono, sin su mirada maliciosa y sin el rictus agridulce de su boca. Él mismo se hubiese burlado de la solemnidad de esta despedida. Sólo nos queda agradecer a la vida el reconocimiento de su generosa amistad y probidad intelectual. Hoy rendimos un tributo a su lúcida mente, a su dicha y desdicha de haberse sabido consciente y a mantener entera su noble memoria. Queda el testigo fiel de su época, que sólo rindió tributo a lo mejor de la inteligencia. Hasta siempre Ramón, te decimos tus compañeros de rutas e inquietudes.

 


2 Palabras leídas en el sepelio llevado a cabo en la Capilla de la Universidad Nacional de Colombia el miércoles 5 de marzo de 2008.


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