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vol.59 issue142Sánchez, Miguel Ángel: Bachelard: la voluntad de imaginar o el oficio de ensoñar. Bogotá: Siglo del Hombre Editores, Bogotá: Universidad de La Sabana, 2009. 166 p.Zalamea, Fernando. Filosofía sintética de las matemáticas contemporáneas. Bogotá: Editorial Universidad Nacional de Colombia, Colección Obra Selecta, 2009. 231 p author indexsubject indexarticles search
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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.59 no.142 Bogotá Jan./Apr. 2010

 

Zalamea, Fernando.
“En el signo de Jonás”.
En: América, una trama integral.
Transversalidad, bordes y abismos
en la cultura americana, s. XIX y XX.

Bogotá: Universidad Nacional de Colombia,
Biblioteca Abierta, 2009.


En el capítulo nueve de Moby Dick, Melville nos invita a escuchar, en palabras del padre Mapple, la historia bíblica de Jonás: "Vi abiertas las fauces del infierno, y dentro de ellas dolores y penas infinitos; sólo quienes los sienten pueden describirlos... Caí en el abismo de la desesperación". Una iglesia con una extraña forma de barco se estremece bajo las palabras de ese sermón que nos anuncia, desde el principio del libro, ese navío que es el mundo para Melville ("el mundo es un navío en un viaje sin retorno", nos dice en otro lugar), y esos abismos que vamos a tener que cruzar con él, como Jonás –como Ismael– para esperar poder volver a tocar un día tierra firme.

Abrir En el signo de Jonáses como encontrarse nuevamente con la invitación de Melville: es entrar en ese recinto que es, esta vez, el mundo de Fernando Zalamea, y, de la mano del recuerdo de ese profeta que fue engullido por la ballena, de la mano de las imágenes que lo acompañan y el signo que representa, iniciar entonces un descenso a los abismos particulares que Zalamea ha escogido para este viaje: Melville, Ryder, Peirce; Varèse, Gehry y Lawvere. Podría pensarse que todos ellos son sólo una excusa para adentrarse en esas profundidades que encarnan, para Zalamea, la mirada romántica del mundo, pero también podría pensarse, por el contrario, que una mirada romántica es sólo una excusa para hablar de todos estos autores. Ni lo uno ni lo otro, aunque probablemente son ambas cosas a la vez: todo encaja en este relato en el que, con maestría admirable, se nos conduce de uno a otro autor, de un descenso a otro, con la ayuda de puentes colgantes entre esos abismos que unen y separan a todos estos personajes, múltiples caras de una historia y de una geografía que sólo sería posible recorrer a través de los ojos de un guía como Fernando Zalamea.

Porque no es fácil encontrar a un autor que, como él, pueda moverse con tanta facilidad de la literatura a la pintura, de la pintura a la filosofía, y en el camino de regreso, de la música a la arquitectura, a la matemática. En pocas páginas, el Maelström de Edgar Allan Poe y el Pequod de Herman Melville logran hablar el mismo idioma que las imágenes de la pintura de Thomas Cole, el mismo lenguaje que las reflexiones filosóficas de Friedrich Schlegel y que los acordes del Oratorio de Jonás de Samuel Felsted. Ya desde el primer capítulo –que más que un "abrebocas" es una especie de camino sin retorno, pues quien lo lee ya no podrá dejar de leer todo el libro–, Zalamea recrea esta escenografía completa que servirá, en sus propias palabras, "como recordatorio de cómo toda vida y toda percepción, más allá de su aparente placidez, yacen sobre recónditos y escalofriantes abismos" (47).

"Estudios interdisciplinarios" es la categoría que el Centro Editorial de la Universidad Nacional ha escogido para "clasificar" un libro tan inclasificable como este. Yo diría que si existe algo como la interdisciplinariedad, en efecto este libro es el ejemplo perfecto de ello. Pero para utilizar términos que parecen más acordes con las decisiones que se expresan en su libro, no se trata de "inter" disciplinariedad, sino de "trans" disciplinariedad: para Zalamea, estas no son simplemente distintas disciplinas que entran a dialogar unas con otras a partir de una búsqueda común; se trata más bien de una mirada cosmológica –podría decirse– que entiende que una y otra, que la matemática y la música, que la arquitectura y la filosofía, son sólo las distintas caras de una misma pregunta, de un mismo camino que nos invita una y otra vez a ser transitado, pero que cada vez nos atrevemos menos a transitar.

Esta es una de las muchas razones por las que intentar dar cuenta razonablemente del contenido del libro sería imposible. Sería imposible incluso simular que, como lectora, reconozco, entiendo y puedo hablar con claridad de todos los temas, problemas y preguntas que se desarrollan a lo largo de En el signo de Jonás. Porque lo que queda después de leer un libro como este es más bien un conjunto de descubrimientos sorprendentes, de universos que se revelan, de puertas que se abren y que tal vez tomará mucho tiempo poder cruzar. No puedo entonces más que hablar aquí esquemáticamente de algunos de los muchos mundos que este libro ha abierto para mí, con el fin de invitar a otros a leerlo, y esperando no estar del todo equivocada en mis intuiciones del texto.

Primera constelación: los mundos del romanticismo norteamericano

Como Fernando Zalamea ha insistido en otros lugares, la tarea de pensar el mundo contemporáneo no puede seguir esquivando el necesario paso por el "romanticismo"; ese momento del pensamiento en el que, al contrario de lo que se cree, no se buscó desterrar a la razón, sino convertirla en algo móvil, complejo, capaz de extenderse hacia lo que entre los románticos es quizás el descubrimiento más importante: la contingencia. "El mundo –decía Novalis, uno de esos pensadores románticos a los que el profesor Zalamea tanto enseña a admirar– debe ser 'romantizado'". El mundo, prosigue entonces Zalamea, debe ser interpretado nuevamente: debemos adentrarnos en él, en sus profundidades, descubrir que no es más que un universo de múltiples posibilidades, y que allí, donde nada es necesario, donde nada puede resolverse nunca de manera definitiva, donde nada puede ser absolutamente fijado y puesto en palabras, en conceptos, en fórmulas, porque siempre hay algo que se nos está escapando, allí y sólo allí vale la pena buscar comprendernos. El romanticismo, en efecto, no podría estar más cercano a las preguntas que acechan al mundo contemporáneo; y sin embargo, como nos advierte también Zalamea, vivimos en una época que "fomenta resbalones en vez de aproximaciones más lentas y decantadas a los fondos de la experiencia y del conocimiento" (21).

En el signo de Jonás no sólo logra recoger con todos sus múltiples y difíciles matices ese universo que es el romanticismo, sino que recrea detenidamente una de sus expresiones más sugerentes: aquella que cobró forma en la segunda mitad del siglo xix en los Estados Unidos, a través de figuras como las de Melville, Ryder y Peirce. No es fácil imaginar cómo un filósofo pragmatista como Peirce puede leerse de la mano con un escritor como Melville, y mucho menos entender que ambos puedan ser calificados como "románticos". Se requiere realmente una mirada abismal como la de Zalamea, y su experticia en ambos autores, para ser capaz de construir puentes como estos. Y el trabajo queda hecho con tal maestría que, después de leer la primera parte del libro, los puentes han quedado tan bien construidos que todas las relaciones parecen evidentes. Por supuesto, no lo son en absoluto, y vale la pena leer con detalle las múltiples caras que adopta el abismo en Melville, las descripciones de esos agónicos trazos de las pinturas de Ryder, y el relato de ese mundo que es para Peirce un entramado de contextos posibles, para entender por qué "un peculiar mixto de razón práctica y de ingenua inconciencia es el que permitió a la cultura norteamericana del s. xix asomarse a los abismos con una fresca mirada" y por qué, entonces, "en algunos momentos privilegiados del s. xix norteamericano, se produjo una mezcla enteramente original de romanticismo y pragmatismo" (45). Esta originalidad del romanticismo norteamericano, gracias a una "cultura particularmente atenta y capaz de mediar entre luces y sombras" (55) –como lo muestran por lo demás, las palabras con las que Zalamea describe los cuadros de Ryder–, es una de los múltiples caminos que este libro enseña a recorrer.

Segunda constelación: el siglo xx como imágenes invertidas

En la segunda parte del libro, el autor logra presentarnos algunas de las expresiones artísticas del siglo xx, como movimientos inversos, imágenes invertidas, mundos románticos vistos del otro lado del espejo. Con ello no sólo consigue fortalecer su negativa de aceptar que haya algo así como lo "postmoderno", sino acentuar la idea de que, si queremos entender lo que sucede con el siglo xx y nuestro mundo contemporáneo, no podemos dejar de leerlo con la lupa del romanticismo. Si Melville, Ryder y Peirce descienden a las profundidades para adquirir esa distancia y capacidad reflexivas que permiten abordar y comprender con otros ojos el mundo, Varèse, Gehry y Lawvere se muestran ahora ascendiendo a las alturas de lo desconocido, de lo imposible, para emprender un camino de descenso, en "remolino", en un ir y venir iterados, que trae como resultado espacios (musicales, arquitectónicos, matemáticos) casi inaccesibles al pensamiento: utopías de mundos aún por comprender. Basta con pensar en las construcciones de Gehry, concebidas en palabras de Zalamea "desde el revés de la visión" (132), para entender hasta qué punto las variaciones musicales de Varèse y las paradojas axiomáticas de Lawvere también representan nuevos abismos para la mirada desprevenida y cada vez más descuidada del hombre contemporáneo.

Así, invirtiendo la búsqueda romántica por una unidad capaz de alojar la discordancia, Zalamea nos presenta una búsqueda contemporánea por una discordancia capaz, ahora, de alojar la unidad. A cambio de un infinito que, en los románticos, intenta encarnarse una y otra vez en la finitud (en el corazón de ese hombre que, como Ismael en Moby Dick, o como el caminante en los cuadros de Caspar David Friedrich, abarca lo inabarcable con su mirada), el mundo contemporáneo busca encarnar la finitud en lo infinito, y revitaliza con ello, nos dice Zalamea, "la dialéctica romántica entre el ser y el devenir" (142). Si el devenir es todo lo que hay en un mundo que no para de moverse, que no se preocupa por detenerse a contemplar (como sí lo hacían un Melville, un Ryder o un Peirce), es allí donde se debe buscar adentrarse atentamente y comprender que también aquí, donde todo fluye, en el ascenso cada vez más abrupto a la superficie, hay insospechadas profundidades.

Tercera constelación: "el vaivén abismal entre lo dado y la utopía"

Recordando el trabajo de Ramón Llull, "imitativo y fresco, como todo quiebre construido en las fronteras de la academia" (160) –bien podría decirse lo mismo de En el signo de Jonás y todos los otros ensayos de su autor–, nos dice Zalamea, finalizando su libro:

Un hermoso mote de Llull, "desciende para poder ascender", subyace detrás de todos los protagonistas que hemos estudiado en estas páginas [...] ya sea hundiéndose en el fondo de los abismos para poder luego mejor ascender [...] ya sea invirtiéndose implícitamente el vaivén y elevándose a altas cúspides para poder luego mejor descender [...] lo fundamental es el vaivén abismal entre lo dado y la utopía. (162)

El lector no debería dejarse confundir aquí por la disyuntiva. Esas dos constelaciones que Zalamea nos ha presentado a lo largo del recorrido no son simplemente dos miradas excluyentes, dos caminos encontrados ni dos modos opuestos de ver el mundo, que hacen parte de un pasado a ser comprendido. Son, más bien, la proa y la popa de ese navío que, con la ayuda de Melville y de Gehry, sostiene el vaivén de lo que somos y podríamos llegar a ser: las múltiples caras y posibilidades y el infinito movimiento de ese mundo que se abre ante nuestra mirada, o mejor, que abre nuestra mirada y la obliga a descender a las profundidades, a ascender a los más altos riesgos, a arriesgarse a fracasar porque todo ello es "mejor que estar a salvo en la orilla" (65). El libro de Fernando Zalamea nos convence de la necesidad de abandonar ese puerto seguro. Nos enseña, a la vez, a través de su puesta en escena, y durante un recorrido que es él mismo, entre todos, un abismo nuevo por descubrir, a "ligar la estática y la dinámica, el reposo y el movimiento, los sólidos y los fluidos [...], [a] pegar y quebrar a la vez [...], [a] simultáneamente alisar y ramificar" (164). Es decir, nos enseña a poner esas constelaciones de lo romántico y lo contemporáneo como los dos mástiles que nos guían para adentrarnos, cada vez más, en las complejidades de lo que somos.

Friedrich Hölderlin, otro de esos valientes románticos atraídos por lo abismal, señala que "quien piensa hondo, ama lo más vivo". Qué buena prueba de la verdad de esta afirmación es Fernando Zalamea.

MARÍA DEL ROSARIO ACOSTA LÓPEZ
Universidad de los Andes
maacosta@uniandes.edu.co

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