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vol.60 número146CONCIENCIA MORAL Y LIBERTAD DE CONCIENCIA EN LOCKELemm, Vanessa. Nietzsche's Animal Philosophy: Culture, Politics, and the Animality of the Human Being. New York: Fordham University Press, 2009. 246 pp. (Traducido recientemente al español con el título: La filosofía animal de Nietzsche: cultura, política y animalidad del ser humano, Rossello, D. (trad.). Santiago: Universidad Diego Portales, 2010. 377 pp.) índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
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Ideas y Valores

versión impresa ISSN 0120-0062

Ideas y Valores v.59 n.146 Bogotá mayo/ago. 2011

 

HEINRICH VON KLEIST.
SOBRE EL TEATRO DE MARIONETAS Y OTRAS PROSAS CORTAS

 

Introducción y edición
LUIS EDUARDO HOYOS
Universidad Nacional de Colombia


Introducción

La tarde del 21 de noviembre de 1811 dos pistoletazos violaron la calma de la isla de los "pavos reales" (Pfauneninsel) en el Wannsee, a las afueras de Berlín. Heinrich von Kleist había disparado con su consentimiento sobre su amiga Adolfine-Henriette Vogel, quien al parecer sufría un cáncer terminal, y después se había suicidado él mismo. En el epitafio de su tumba se puede leer: "Nun, o Unsterblichkeit, bist du ganz mein" ("Por fin, oh, inmortalidad, eres toda mía"), una frase sacada de su obra patriótica El príncipe von Homburg, y que tiene una mortificante resonancia romántica.

Bernd Heinrich Wilhelm von Kleist nació el 18 de octubre de 1777 en la ciudad de Frankfurt an der Oder, en Prusia. Venía de una familia de militares y él mismo probó la carrera militar durante un tiempo. Peleó en las guerras napoleónicas del lado del ejército prusiano y combinó su vida de escritor con la de activista político y patriota. Pese a su corta existencia, la obra literaria de Kleist es de referencia obligatoria dentro de la dramaturgia alemana de principios del siglo XIX. Son conocidas sus obras de teatro Amphytrion, El cántaro roto, La familia Schroffenstein, Pentesilea y El príncipe von Homburg. Pero no lo son menos sus relatos. Michael Kohlhaas, una novela corta que se desarrolla en el siglo XVI, mereció el encomio de Kafka. En uno de los escritos que aquí se editan, el formidable Sobre el teatro de marionetas, se puede ver bien por qué Kafka admiraba a Kleist.

De la vida atormentada de Kleist se ha dicho mucho: que sucumbió a la crisis política y espiritual de su época (particularmente, a esa agónica desesperación que provocó Napoleón en los que creyeron ver en la Revolución francesa el inicio de una completa nueva era), que no pudo ver en escena ninguna de sus obras y que sus proyectos como editor de revistas fracasaron varias veces. Pero de todas esas historias hay una que tuvo mucha resonancia durante el postromanticismo, y que bien pudiera llevar el título de "leyenda metafísica". Se trata de la conocida "crisis kantiana" de Kleist.

El estudio de la Crítica de la razón pura sumió al joven Kleist en una profunda crisis espiritual, tal como ha quedado testimoniado por dos cartas escritas entre 1800 y 1801, la una a su hermana y la otra a su amada, y que se han convertido en documentos de mucho valor para el estudio del romanticismo literario en Alemania. Se sabe por esos documentos que el impacto de la lectura de Kant fue tan poderoso en el joven poeta prusiano que tuvo muchísimo que ver con su decisión de viajar por Europa, más específicamente a París, en donde planeó dedicarse a la difusión de la doctrina kantiana, a la sazón conocida prácticamente sólo en Alemania, con la excepción de algunos reducidos círculos de eruditos y académicos. A ese fervor por la obra de Kant se sumaría su entusiasmo por Rousseau; entusiasmo muy definitivo -como se sabe- para el florecimiento del antirracionalismo que permeó tanto el ambiente intelectual de principios del siglo XIX.

Pero, ¿en qué consistió exactamente la "crisis kantiana"? La conmoción que la filosofía de Kant produjo en Kleist puede ser vista a la luz de dos expresiones que hicieron carrera desde la década de los ochenta del siglo XVIII en Alemania y que resumen por sí mismas el impacto que esta obra causó en el medio intelectual y académico de la época. Una de esas expresiones la profirió el filósofo y teísta judío Moses Mendelssohn (1729-1786). Mendelssohn llamó a Kant el "Alleszermalmer" ("el demoledor de todo"), al referirse al hecho de que el trabajo crítico de Kant no dejaba en pie un solo artículo de fe que pudiera ser ratificado por la vía de la argumentación racional. La otra expresión fue acuñada por el filósofo protoromántico Friedrich Heinrich Jacobi (1743-1819), a quien se le ocurrió decir que el idealismo trascendental kantiano -es decir, la doctrina que sostiene que es imposible un acceso a la realidad en sí y que nuestro conocimiento de ella debe estar confinado al ámbito de la fenomenalidad- conduce forzosamente a un "nihilismo". Para Jacobi, el idealismo nos confina al subjetivismo y éste termina por hacernos perder todo acceso a la realidad. A esa pérdida de la realidad la denominó "nihilismo", e introdujo con ello un término que tendría una importantísima evolución en la filosofía de los siglos XIX y XX.

En una de las cartas mencionadas escribe Kleist:

Ya desde niño me había apropiado yo del pensamiento de que la perfección sería el fin de la creación. Creía que después de la muerte avanzaríamos a partir del escalón de la perfección -que alcanzaríamos junto con esta estrella- hacia otros más lejanos y que podríamos hacer uso allí del tesoro de las verdades que habíamos coleccionado en esta vida. A partir de ese pensamiento se formó lentamente una religión propia y el esfuerzo por no quedar estancado en ningún momento, por progresar incansablemente en grados superiores de formación, llegó a ser el único principio de mi actividad. La formación, la educación, me pareció ser la única meta digna de ese esfuerzo y la verdad el único reino digno de poseerse.

Pero la filosofía kantiana nos lleva a concluir que todo esto es una ilusión subjetiva.

No podemos decidir -continúa Kleist- si lo que llamamos verdad es verdaderamente la verdad, o si sólo es algo que así nos parece. Si lo último es el caso, entonces la verdad que nosotros aquí recolectamos, no es nada más después de la muerte, y todo esfuerzo por adquirir una propiedad que también nos siga a la tumba es una tarea vana… Desde que entró a mi alma esa convicción, a saber, que por ninguna parte se ha de hallar la verdad, no he vuelto a tocar un solo libro. Me paseé ocioso en mi habitación, me senté inactivo a la ventana abierta y salí a caminar sin rumbo. Un desasosiego interior me empujó a los estancos y a los cafés; me dediqué a visitar el teatro y a ir a conciertos con el fin de distraerme…; y, sin embargo, el único pensamiento que ocupaba mi alma en ese tumulto exterior y al que ella le daba vueltas con una angustia ardiente era éste: tu única meta, tu meta suprema, se ha hundido. (Citado en Cassirer161)1

Difícil es suponer que una crisis semejante pueda llevar a alguien al suicidio. Al respecto es tal vez más aceptable la sentencia de Camus según la cual, aunque el suicidio sea el problema filosófico existencial por excelencia, no es probable que haya suicidio debido a causas filosóficas. Y es útil creer que Kleist es un ejemplo de ello. Si Kleist apropió de forma tan dramática la filosofía kantiana, tendríamos que esperar que también haya sabido concluir de ella que -una vez se ha desvanecido la substancialidad metafísica del mundo y la de nuestro propio ser- tiene que volver a nosotros la conciencia de la libertad. Pero, igualmente, si una mente tan sensible fue capaz de tan dramática interiorización del pensamiento kantiano, podemos también suponer que esta última reflexión acerca de la libertad, más que un consuelo, podría significar un vértigo. Y algo así no es que haga más fácil la vida. Pero la hace posible.

Aceptemos, pues, que no hay "suicidio filosófico", así sea el ser humano (el "animal philosophicum") el único animal que, en estricto sentido, se suicida (¿no es acaso también el hombre el único animal que ríe?). Sea de ello lo que fuere, algunos años después de haberse operado en Kleist la "crisis kantiana", abandonó él su "plan de vida" de ser apóstol del kantismo y se dedicó de lleno a la producción de su propia obra literaria. Y aunque en buena parte de ella también se puedan apreciar personajes atormentados e incapaces de solventar en la práctica las conclusiones sin sentido a las que llevan los quebraderos de cabeza metafísicos, es también de destacar la deliciosa soltura con la que Kleist dominó el arte de la ironía. La selección de textos breves que presentamos al lector para la sección "Lecturas ejemplares" de Ideas y Valores está guiada por ese único criterio. La "crisis kantiana" de Kleist y su presunto vínculo, digamos, causal, con la última y definitiva decisión de su vida, debe quedar en lo que no puede más que ser: una "leyenda romántica", un "melodrama metafísico" e improbable.

Presentamos aquí dos piezas maestras de la prosa corta: Sobre el teatro de marionetas, en la bellísima traducción que publicara Antonio de Zubiaurre en la revista Eco (n.º 27, julio de 1962), y Sobre la paulatina consolidación de los pensamientos a través de la conversación, traducida por quien suscribe estas líneas, y que puede ser considerada con razón como una de las joyas -infortunadamente inconclusa- de la crítica a la llamada "filosofía de la reflexión". Le siguen a estos dos textos, el fragmento Sobre la reflexión, traducido por Ernesto Volkening y también publicado en la legendaria Eco (n.º 145, mayo de 1972), dos deliciosas fábulas (Los perros y el ave y la Fábula sin moraleja), así como esa picante burla que tituló El nuevo (y feliz) Werther, también vertidas por mí al español.


1 Para una vinculación de la crisis kantiana de Kleist con el dictamen de "nihilismo" proferido por Jacobi, véase Müller-Lauter (1975). Stefan Zweig rinde un bellísimo homenaje a Kleist en el tercer capítulo del exquisito La lucha contra el demonio (Hölderlin, Kleist, Nietzsche).


Bibliografía

Cassirer, E. "Heinrich von Kleist und die Kantische Philosophie". Idee und Gestalt. Darmstadt: Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1971.

Kleist, H. von. Sämtliche Erzählungen und andere Prosa. Stuttgart: Reclam, 1984.

Müller-Lauter, W. "Nihilismus als Konsequenz des Idealismus". Denken im Schatten des Nihilismus, Schwan, A. (ed.). Darmstadt: Wissenschaftliche Buchgesellschaft,

1975. 113-163.

Zweig, S. La lucha contra el demonio (Hölderlin, Kleist, Nietzsche). Verdaguer, J. (trad.). Barcelona: El Acantilado, 1999.


Sobre el teatro de las marionetas

Hallándome en 1801 en X., donde pasé el invierno, una noche me encontré en unos jardines públicos con el señor C., quien desde hacíapoco estaba en la ciudad como primer bailarín de la Ópera, en la que gozaba del más grande favor del público.

Díjele que me sorprendía haberle encontrado varias veces en el teatrillo de marionetas que en la plaza del mercado habían armado por entonces y que divertía a la plebe con pequeñas piezas burlescas, entreveradas de canto y danza.

Me aseguró que las pantomimas le placían mucho, y dió a entender con suficiente claridad que un bailarín que desee una buena formación podría aprender de ellas bastantes cosas.

Como aquella declaración, por el modo en que la hizo, me pareció algo más que una simple ocurrencia, decidí sentarme un rato con él para indagar las razones en las que pudiera apoyar tan curiosa afirmación.

Él me preguntó si, en efecto, no había encontrado muy graciosos algunos movimientos de danza de aquellas marionetas, en especial las de menor tamaño.

No pude negar ese detalle. Un grupo de cuatro campesinos que bailaban en corro con un compás muy rápido, no lo hubiera pintado más lindo el propio Teniers.

Pregunté acerca del mecanismo de las figuras y cómo era posible manejar sus miembros y sus demás partes según exigía el ritmo de los movimientos o la danza, sin tener en los dedos miles de hilos.

Contestó que no debía imaginarme que cada miembro tuviera que ser sostenido y accionado por el maquinista durante los diferentes momentos de la danza.

Cada movimiento, dijo, tenía un punto de gravitación; bastaba con gobernarlo en el interior de la figura. Los miembros, que no eran otra cosa que péndulos, seguían la acción de un modo mecánico sin tener que hacer nada por sí mismos.

Añadió que ese movimiento era muy fácil, que siempre que el punto de gravedad se movía en línea recta, los miembros describían ya líneas curvas, y que a menudo, y sacudido de manera puramente casual, el conjunto del muñeco comenzaba una especie de movimiento rítmico semejante a la danza.

Esta observación, así lo creí, arrojaba ya alguna luz sobre el placer que, según él declarara, hallaba en el teatro de marionetas. Mas, en tanto, me encontraba todavía muy lejos de suponer las consecuencias que el bailarín iba a sacar más tarde de todo aquello.

Preguntéle si creía que el maquinista que accionaba los muñecos debería ser también bailarín o, por lo menos, tener alguna idea de lo bello en la danza.

Repuso que si un asunto era fácil en su aspecto mecánico, no resultaba de ello que se pudiera practicar sin sensibilidad alguna.

La línea que el punto de gravedad tiene que describir sería muy sencilla, a su entender, y recta en los más de los casos. Cuando fuera curva, la ley de esa curvatura parece sería, a lo menos, de primer grado, o, a lo más, de segundo; y en este último caso sólo podría ser elíptica, forma de movimiento enteramente natural a los extremos del cuerpo humano, por razón de las articulaciones, y cuya ejecución no reclamaría, pues, del maquinista ningún arte especial.

Esa línea, empero, constituía, desde otro aspecto, algo muy misterioso. Era nada menos que el camino del alma del bailarín, y él dudaba que la tal línea pudiera ser hallada de otro modo que trasladándose el propio maquinista al centro de gravedad de la marioneta, o sea, con otras palabras, danzando.

Yo respondí que me habían hablado de ese oficio como de cosa bastante falta de espíritu, algo como el dar vueltas a la manivela que hace sonar un organillo.

De ninguna manera -contestó él-; por el contrario, los movimientos de los dedos del maquinista se comportan con un cierto artificio, en relación al movimiento de las figuras, algo así como los números con respecto a los logaritmos o la asíntota con respecto a la hipérbole.

Pero, por otro lado, creía él que esa última fracción de espíritu de que había hablado podía hacerse desaparecer de las marionetas, que su baile podía llevarse enteramente al dominio de las fuerzas mecánicas y producirlo, como yo me imaginara, mediante una manivela.

Manifesté mi sorpresa al ver la atención que él concedía a aquel género de espectáculo derivado de un arte bello e inventado para la masa ignara. No sólo parecía considerar a ese género en condiciones de obtener un superior desarrollo; daba la impresión de estarse ocupando ya en tal propósito.

Sonrió, y dijo se atrevía a sostener que si un mecánico llegara a construirle una marioneta según las exigencias que le habría de señalar, ejecutaría con ella una danza que ni él ni algún otro diestro bailarín de su tiempo, sin exceptuar al mismo Vestris, serían capaces de igualar.

¿Ha oído usted hablar -preguntó al notar que me había quedado silencioso y dirigía la vista al suelo-, ha oído usted hablar de esas piernas mecánicas que construyen los técnicos ingleses para los infelices que han quedado mutilados?

Dije que no, que no había sabido de semejante cosa.

Lo lamento -respondió- porque si le digo a usted que esos pobres pueden bailar con sus piernas artificiales, tengo casi el temor de que no me vaya a creer. Bueno, bailar…; el margen de sus movimientos es, en verdad, limitado, pero aquellos que les son dables se realizan con una calma, una suavidad y una gracia que llenan de asombro a cualquier espíritu reflexivo.

Declaré bromeando que, de ese modo, había dado ya con el hombre que buscaba, pues el artista capaz de construir tan curiosos miembros, podría también, sin duda alguna, fabricarle una marioneta entera y de acuerdo con sus exigencias especiales.

¿Cómo -pregunté yo al notar que, un poco cortado, se había quedado con la vista baja-, cómo son, pues, esas condiciones que piensa usted proponer a la habilidad del artista?

Nada -respondió él- que no exista ya en esos muñecos, armonía, movilidad, ligereza…, sólo que todo ello en grado más alto y, particularmente una distribución más natural de los centros de gravedad.

Y ¿qué ventaja tendría tal marioneta en comparación con los bailarines vivientes?

¿Ventaja? Ante todo, mi dilecto amigo, una de índole negativa, y es ésta: que el muñeco no haría jamás nada afectado. Porque la afectación, como usted sabe, aparece cuando el alma (vis motrix) se halla en cualquier otro punto distinto del centro de gravedad del movimiento. Ahora bien, como el maquinista mal puede gobernar otro punto que ése por medio del alambre o el hilo, ocurre que todos los demás miembros, como tiene que ser, se hallan muertos, son simples péndulos y siguen la sola ley de la gravitación, excelente cualidad que en vano se busca entre la gran mayoría de nuestros bailarines.

Fíjese usted tan sólo en la A. -continuó diciendo- cuando hace la Dafne y, perseguida por Apolo, se vuelve a mirarle. El alma la tiene entonces en las vértebras de la cintura; se dobla como si fuera a romperse, igual que una náyade de la escuela de Bernini. Fíjese en el joven F. cuando en el papel de Paris se halla ante las tres diosas y entrega a Venus la manzana. El alma la tiene -da susto el contemplarlo- en el codo. Semejantes faltas -agregó como para terminar- son inevitables desde que comimos la fruta del árbol de la ciencia. El Paraíso está ahora cerrado, y el querubín a nuestra espalda; tenemos que hacer el viaje alrededor del mundo y ver si por acaso el Edén tiene del lado de atrás algún acceso.

Reí. Sin embargo -pensaba- el espíritu no puede errar allí donde no hay espíritu. Mas noté que él tenía aún cosas por decir y le rogué continuara.

Además -dijo- esos muñecos tienen la ventaja de ser antigrávidos. Ellos no saben nada de la inercia de la materia, propiedad que entre todas se opone con mayor empeño a la danza. No lo saben porque la fuerza que a ellos los eleva en los aires es superior a la que los ata a la tierra. ¿Cuánto daría nuestra buena G. por pesar sesenta libras menos y porque un peso igual a ése viniera a ayudarle en sus entrechats y piruetas? Los muñecos necesitan el suelo únicamente en la forma que les hace falta a los elfos: para pasar rozándolo y para dar nueva vida, mediante la resistencia momentánea, al impulso de los miembros; nosotros lo necesitamos para reposar sobre él y para reponernos de lafatiga de la danza, un momento que, evidentemente, no es danza y con el cual no cabe emprender otra cosa que, en lo posible, hacerlo desaparecer.

Le dije entonces que por hábilmente que defendiese su paradójica causa, jamás me haría creer que en un hombre articulado, una figura mecánica, pudiera haber más gracia que en la estructura del cuerpo humano.

Replicó que, decididamente, el hombre no podía ni siquiera alcanzar, en tal respecto, al monigote articulado. Sólo un dios podría, sobre ese campo, medirse con la materia. Y aquí está el punto donde se juntan los dos extremos del anillo que forma el mundo.

Mi asombro era mayor cada vez y no sabía qué decir a tan extrañas aseveraciones.

Parecía, repuso al tiempo que tomaba una pulgarada de rapé, que yo no había leído con atención el tercer capítulo del primer libro de Moisés, y con quien no conoce este primer período de la formación humana, mal puede hablarse sobre los siguientes, cuanto menos sobre el último.

Yo dije saber muy bien los desórdenes que ocasiona la conciencia sobre la gracia natural del hombre. Un joven conocido mío, a causa de una simple observación, había perdido su inocencia, sin que nunca jamás volviera a encontrar aquel paraíso y pese a todos los esfuerzos imaginables. El caso ocurrió ante mis propios ojos. Pero -añadí- ¿qué consecuencias puede usted sacar de ello?

Me preguntó cómo fue el caso a que me refería.

Hace unos tres años -comencé a relatar- estaba bañándome en compañía de un muchacho por cuya figura se extendía por entonces una maravillosa gracia. Tendría como dieciséis años y sólo muy lejanamente, convocadas por el favor de las mujeres, podían apreciarse en él las primeras huellas de la vanidad. Casualmente, hacía poco que habíamos visto en París el mancebo que se saca una espina del pie. El vaciado de la estatua es conocido y se halla en la mayor parte de las colecciones alemanas. Una mirada que echó a un gran espejo en el momento de poner el pie en el taburete para secárselo, le hizo recordar. Sonrió y me dijo del descubrimiento que había realizado. En verdad, y en aquel preciso instante, yo también había hecho el mismo descubrimiento. Mas, fuera por probar la seguridad de la gracia que lo habitaba, fuera por acudir con algún pequeño remedio a su vanidad, me reí y le contesté que, sin duda, estaba viendo visiones. Se sonrojó y levantó el pie por segunda vez para que me convenciera. Pero el intento, como bien podía preverse, fracasó. Alzó el pie la tercera, la cuarta vez, lo alzó, a lo buen seguro, hasta diez veces. ¡En vano!; era incapaz de reproducir el mismo movimiento. Más aún, en los movimientos que hacía se encerraba un algo de tal comicidad que a duras penas logré contener la carcajada.

Desde aquel día, desde aquel mismo instante, se produjo en el joven una incomprensible transformación. Días enteros permanecía ahora ante el espejo. Y los encantos, uno tras otro, le iban abandonando. Un poder invisible e inasible parecía tenderse, al igual que una malla de hierro, sobre el suelto juego de sus actitudes, y pasado un año ya no se descubría en él vestigio alguno de aquel amable agrado que antes diera gozo a los ojos de cuantas personas le rodeaban. Todavía vive alguien que fue testigo de ese extraño y desdichado caso y que lo podría confirmar palaba por palabra tal como acabo de referirlo.

Con este motivo -dijo afablemente el señor C.- voy a contarle otra historia que, como usted fácilmente entenderá, tiene que ver también con esto. Durante mi viaje a Rusia, hallábame una vez en una finca del señor de G., hidalgo de Livonia, cuyos hijos, a la sazón, se ejercitaban intensamente en la esgrima. Especialmente el mayor, que acababa de volver de la Universidad, presumía de virtuoso en aquel arte. Una mañana, hallándome en su cuarto, me ofreció un florete. Luchamos. Pero resultó que yo le aventajaba. La pasión que ponía contribuyó a ofuscarle; casi todos mis golpes le tocaban, y su florete terminó por salir lanzado a un rincón. Medio en broma, medio dolido, declaró, recogiendo el florete, que había encontrado por fin su maestro; pero todos en el mundo hallan el suyo, y por ello quería presentarme ahora al mío, a mi maestro de esgrima. Los hermanos lanzaron sonoras risotadas y gritaron: "¡Afuera, afuera! ¡Bajemos al patio!". Y tomándome de la mano me condujeron hasta donde había un oso que el señor de G., el padre de ellos, había ordenado amaestrar.

El oso, cuando asombrado llegué hasta él, se encontraba erguido sobre las patas traseras y con el lomo recostado en un poste, al que estaba amarrado; tenía alzada y pronta la zarpa derecha y me miraba a los ojos. Esta era su posición de combate. Yo no sabía si estaba soñando o despierto, al hallarme frente a semejante adversario. "¡Ataque usted, ataque!", dijo el señor de G., "y trate de tocarlo". Un tanto repuesto de mi asombro, acometí al oso con el florete; él hizo un ligerísimo movimiento con la zarpa y paró el golpe. Traté de engañarle con fintas; el oso no se inmutaba. Me lancé de nuevo sobre él con repentina y segura destreza; un pecho humano hubiera resultado infaliblemente tocado. El oso hizo un ligerísimo movimiento con la zarpa y paró el golpe. Me encontraba casi en la misma situación que el joven señor de G. La seriedad del oso contribuía a sacarme de quicio. Golpes y fintas se alternaban, me corría el sudor. ¡En vano! No era sólo que el oso parase mis golpes como el mejor esgrimidor del mundo; a las fintas, cosa en que ningún esgrimidor del mundo le podía imitar, ni siquiera reaccionaba. Con los ojos fijos en los míos, como si en ellos pudiera leerme el alma, estaba allí de pie, la zarpa levantada y pronta, y cuando mis golpes no iban en serio, él no se inmutaba. ¿Cree usted esta historia? -terminó diciendo el señor C.-.

¡Totalmente! -exclamé con gozosa aprobación-, se la creería a cualquier extraño, tan verídica parece, cuanto más, escuchada de usted.

Pues bien, mi dilecto amigo -dijo el señor C.- ya está usted en posesión de todo lo necesario para entenderme. Vemos que, en la medida en que en el mundo orgánico es más oscura y débil la reflexión, tanto más radiante y dominadora se presenta de continuo la gracia. En efecto, así como la intersección de dos líneas a un lado de un punto, vuelve a presentarse súbitamente al otro lado después de atravesar por el infinito, o lo mismo que la imagen del espejo cóncavo, tras de haberse alejado hasta el infinito, aparece de repente ante nosotros, del mismo modo, cuando el conocimiento ha pasado, por decirlo así, a través de un infinito, comparece de nuevo la gracia. Y ésta se presenta a la vez con su máxima pureza en la figura humana que no posee conciencia alguna o en la que la tiene infinita, es decir, en el muñeco articulado o en el dios.

Por consiguiente -dije yo un poco distraído- ¿tendríamos que volver a comer del árbol de la ciencia para caer de nuevo en el estado de inocencia original?

Pues, sí -respondió- ese es el último capítulo de la historia del mundo.

(Traducción de Antonio de Zubiaurre)

Sobre la paulatina consolidación de los pensamientos a través de la conversación

Si quieres saber algo y no lo puedes encontrar por medio de la meditación, te aconsejo, querido mío, amigo circunspecto, que hables sobre ello con el primer conocido con el que tropieces. No tiene que tratarse en absoluto de una cabeza brillante, ni tampoco, digo yo, debe ser así que tú le preguntes sobre el asunto. ¡No! En lugar de ello debes tú mismo, ante todo, charlarle. Ya te veo abriendo grandes ojos y replicándome que hace muchos años te han dado el consejo de no hablar de nada más que de aquellas cosas que tú ya comprendes. Pero en ese entonces hablabas probablemente con la pretensión de instruir a los otros; lo que quiero que hables con el comprensible propósito de instruirte a ti mismo. Es posible que quizás de ese modo ambas reglas de la inteligencia estén bien una junta a la otra, cada una de ellas para diferentes casos. El francés dice: l'appétit vient en mangeant. Y esa sentencia de la experiencia permanece siendo cierta si se la parodia y se dice: l'idee vient en parlant.

Con frecuencia me hallo sentado a mi escritorio sobre algunas actas y averiguo en un enrevesado pleito el punto de vista desde el cual se podría juzgarlo bien. Entonces acostumbro ver a la luz, como si fuera bajo el punto más luminoso, con mi más íntimo ser aferrado al esfuerzo por lograr claridad. O también, cuando se me presenta una tarea algebraica, busco el punto nodal de la ecuación, el que expresa las relaciones dadas y a partir del cual resulta posteriormente fácil la solución mediante el cálculo. Y he ahí que cuando hablo con mi hermana sobre ello, que está sentada detrás de mí y trabaja, me entero de lo que quizás no hubiera descubierto después de horas de mucho pensar. No es como si ella, en estricto sentido, me lo dijera; pues ella ni conoce el código ni ha estudiado a Euler o a Kästner. Tampoco es como si ella me condujera a través de preguntas ingeniosas al punto relevante, aunque eso pueda ser así muchas veces. Lo que pasa es que, puesto que yo tengo una idea oscura que se halla en alguna lejana conexión con aquello que busco, entonces la mente, por sólo atreverme a dar con esa oscura idea el toque inicial, mientras la conversación avanza, y debido a la necesidad de encontrarle al inicio una conclusión, transporta aquella idea confusa a la más completa claridad. De manera que el conocimiento, para mi sorpresa, queda concluido con el período de la conversación. Mezclo tonos inarticulados, estiro las palabras conectoras, utilizo también una aposición ahí donde no sería necesaria y me sirvo de otros artificios que extienden la conversación con el objeto de fabricar mi idea en los talleres de la razón y ganar el tiempo respectivo.

En esos momentos no hay nada para mí más saludable que un movimiento de mi hermana, como si ella quisiera interrumpirme, pues mi mente -que está ya de todas maneras bastante exigida- se excita aún más por ese intento de arrebatarle el habla desde el exterior, en cuya posesión ella se encuentra, así como un gran general se tensiona aún un grado más cuando lo acosan las circunstancias. En ese sentido, me doy cuenta de lo útil que pudo ser para Moliére su sirvienta cada vez que él, tal como lo reconoce, le confiaba a ella un juicio que pudiera informar al suyo. Aunque es ésta sin duda una modestia que no creo que estuviera sinceramente en su fuero interno.

Para aquel que habla hay una fuente de entusiasmo en un rostro humano que tiene enfrente; y una mirada que nos anuncia como captado un pensamiento que es expresado hasta la mitad, nos ofrece con frecuencia la expresión para la otra mitad. Creo que muchos grandes oradores, en el momento en que abren la boca, todavía no saben lo que dirán. Pero la convicción de que ellos ya generarían para sí la necesaria cantidad de pensamientos a partir de las circunstancias y de la excitación de su mente, que resulta de ellas, los hace tan osados como para poner afortunadamente el punto de partida. Esto me hace pensar en aquel "rayo fulgurante" de Mirabeau con el que acabó con el maestro de ceremonias que, después de levantarse la última sesión monárquica del rey el 23 de junio -aquella sesión en la que se hubo ordenado la disolución de los estados generales-, retornó a la sala en la que aún permanecían los estados y preguntó a los presentes si ellos habían entendido la orden del rey. "Sí" -respondió Mirabeau- "hemos entendido la orden del rey". Estoy seguro que él, en ese comienzo humano, no pensaba aún en la bayoneta con la que concluyó: "Sí, mi señor" -repitió- "la hemos entendido". Se ve que él todavía no sabe en ese momento lo que quiere. "Pero" -continuó, y repentinamente brotó en él un cúmulo de ideas espantosas- "¿qué le da a usted derecho a darnos aquí órdenes? Nosotros somos los representantes de la nación." ¡Eso era justamente lo que necesitaba! Y, para agitarse inmediatamente en la cúspide del atrevimiento, prosiguió: "La nación da las órdenes. La nación no recibe órdenes". Y es justo en ese momento que él encuentra lo que expresa la completa resistencia frente a la que su alma se enfrenta bien equipada; y dice: "Para que le quede bien claro a usted. Dígale a su rey que nosotros no dejáremos nuestros puestos sino bajo la fuerza de las bayonetas". Después de lo cual, satisfecho consigo mismo, tomó asiento.

Si uno piensa en el maestro de ceremonias en aquella escena, no puede menos que imaginarlo en una absoluta bancarrota espiritual; así como en virtud de una ley semejante, según la cual al aproximarse un cuerpo sin carga eléctrica a la atmósfera de un cuerpo electrizado, se despierta de repente en el primero la carga eléctrica contraria. Y tal como en el caso del cuerpo electrizado, y gracias a una acción recíproca, el grado de electricidad que está en su interior se refuerza, de la misma manera el coraje de nuestro orador se transforma en el más temerario entusiasmo mientras aniquila a su oponente. Quizás haya sido la simple contracción de un labio superior o un ambiguo juego en la manga lo que provocó el derrocamiento del orden de todas las cosas en Francia. Se lee que tan pronto se hubo alejado el maestro de ceremonias, Mirabeau se puso de pie y propuso: (1) que los estados generales se constituyeran como Asamblea Nacional y, al mismo tiempo, (2) como inviolables. Pues gracias al hecho de que él, igual que una botella de Kleist, ya se había vaciado, retornó nuevamente a la neutralidad y después de volver de la temeridad dio lugar al temor frente a la autoridad y a la precaución. Esta es una muy llamativa coincidencia entre los fenómenos del mundo físico y los del mundo moral; coincidencia ésta que, si se la quisiera seguir, se verificaría aun en las circunstancias más fortuitas. Pero dejo ahí mi comparación y vuelvo al asunto que me importa.

En su fábula Les animaux malades de la peste, en la que el zorro está obligado a hacer una apología del león sin saber de dónde debe tomar el contenido, Lafontaine ofrece también un notable ejemplo de paulatina consolidación del pensamiento a partir de un comienzo al que uno se ve abocado por necesidad. La fábula es conocida. La peste se ha ensañado con el reino animal. El león reúne a los más grandes animales y les revela que para calmar al cielo se ha de sacrificar a alguna víctima. Muchos pecadores habría en la población y la muerte de los más grandes tendría que salvar al resto del hundimiento. Por eso deberían reconocerle a él sinceramente sus faltas. Él mismo, por su parte, confiesa que, agobiado por el hambre, acabó con varias ovejas, e incluso con el perro, cuando se le acercó demasiado. Es más, habría de reconocer que en momentos de apetito devoró también al pastor. Si nadie se reconoce culpable de debilidades más grandes, él estaría dispuesto a morir. "Señor" -dice el zorro, que quiere desviar de sí la tormenta- "es usted muy generoso. Su noble celo lo lleva a usted muy lejos. ¿Qué significa acaso estrangular a una oveja, o a un perro, esa bestia indigna? Y, en cuanto al pastor…" -continúa, pues ése es el punto crucial- "se podría decir…" -aunque él no sabe aún qué- "se podría decir que él merecía todo mal." Para buena fortuna; y con eso ya se encuentra metido en el enredo: "por tanto" -mala frase que, sin embargo le da tiempo- "de los cientos de personas de esas" -y es apenas en ese momento que encuentra el pensamiento que lo saca de la urgencia- "es que se forma sobre los animales un imperio quimérico". Y entonces demuestra que el asno, el más sanguinario de todos, pues se come toda la hierba, es la víctima más adecuada. Después de lo cual todos saltan sobre él y lo despedazan.

Un discurso como ése es un verdadero pensar en voz alta. Las series de las representaciones y sus designaciones avanzan paralelamente y los actos mentales se hacen congruentes unos con otros. El lenguaje no es un grillo, algo así como una traba pegada a la rueda del espíritu, sino que es más bien como una segunda rueda, fijada al mismo eje y que se desplaza paralela con él. Otra cosa muy distinta es la que ocurre cuando el espíritu ya tiene listos los pensamientos antes del discurso. Pues en este caso tiene que detenerse él en su mera búsqueda de expresión, y ese asunto, en lugar de excitarlo, no produce en él otro efecto que el de distender su excitación. Por eso no debe concluirse del hecho de que una idea sea expresada de un modo confuso el que ella también haya sido pensada de un modo confuso. Antes bien, podría ocurrir con facilidad que las más confusamente expresadas sean justo las más claramente pensadas. En una reunión social, en la que por una animada conversación entra a actuar una continua fecundación de los espíritus, se ve con frecuencia gente que, si no fuera por ello, permanecería callada, ya que siente no dominar la lengua, pero que repentinamente se enciende con un movimiento brusco, arrebata la palabra y trae al mundo algo completamente incomprensible. Tales personas parecen incluso indicar por medio de un movimiento gestual bochornoso que ellos mismos no saben bien lo que quieren decir. Es muy probable que esa gente haya pensado algo verdaderamente acertado y muy claro. Pero el intercambio repentino, el tránsito que hace su espíritu del pensamiento a la expresión, suprime toda su excitación; y resulta que ésta es tan necesaria para el mantenimiento del pensamiento, como indispensable fue para su producción. En estos casos, es tanto más imprescindible que el lenguaje esté fácilmente a la mano, para que aquello que hemos pensado al mismo tiempo y, sin embargo, no podemos brindar desde nosotros inmediatamente, pueda al menos seguirse sucesivamente tan rápido como se pueda. Además, aquel que habla por lo regular más rápido que su oponente, y con la misma claridad, tendrá una ventaja sobre éste, ya que conduce más tropas que él al campo de batalla.

Cuán necesaria es una cierta excitación de la mente para por lo menos volver a engendrar las ideas que ya hemos tenido, es algo que se ve frecuentemente cuando son sometidas a examen cabezas despejadas e informadas y a ellas les son presentadas, sin previa introducción, preguntas del siguiente tenor: ¿qué es el Estado? O: ¿qué es la propiedad? Y cosas por el estilo. Si esos jóvenes se hubieran encontrado en compañía de gente que estuviera conversando desde hace rato sobre el Estado, o sobre la propiedad, habrían seguramente encontrado con facilidad la definición a través de la comparación, el análisis y el ensamblaje de los conceptos. Pero en este caso, en el que falta por completo una preparación semejante de la mente, se los ve quedarse paralizados y sólo un examinador incomprensivo sacará de ahí como conclusión que ellos no saben . Pues no es que nosotros sepamos; es ante todo un cierto estado nuestro el que sabe. Sólo espíritus completamente ordinarios, gente que aprendió ayer de memoria lo que es el Estado, pero que mañana ya lo habrá olvidado, tendrá en una situación así la respuesta a la mano. No hay quizás una peor ocasión en general para uno mostrarse por su lado más aventajado que justamente un examen público. Se da por descontado que mostrarse permanentemente es, de suyo, chocante y que hiere la sensibilidad; y que, además, irrita demasiado que un mercachifle erudito de esos someta a examen nuestros conocimientos para comprarnos, o para abandonarnos de nuevo, ya sea que se trate de cinco o seis. Es muy difícil tocar una mente humana para extraer de ella con astucia su sonido más propio. Desafina ella tan fácil en manos torpes que aun el más versado en el arte de ayudar a parir pensamientos -como lo llamara Kant- aún aquí, a causa de su desconocimiento de su prematuro recién nacido, podría cometer disparates. Por lo demás, lo que en la mayoría de los casos permite a esa gente joven, aun a los más ignorantes, arrojar buenos resultados, es la circunstancia de que las mentes de los examinadores, cuando la prueba tiene lugar en público, están ellas mismas muy prevenidas como para poder emitir un juicio libre. Pues no sólo suelen sentir ellas la indecencia de todo el procedimiento. De hecho, uno no exigiría a alguien, sin ninguna vergüenza, que desocupe frente a nosotros su monedero, y mucho menos su alma. En realidad aquí tiene que pasar el propio entendimiento de los examinadores por una peligrosa inspección y ojalá agradecer a Dios que ellos mismos puedan salir airosos del examen, sin haberse expuesto demasiado, o quizás más ignominiosamente de lo que se ha expuesto aquel joven que llegó a la universidad y que ellos examinan.

H. v. K.
(Continuará)

(Traducción de Luis Eduardo Hoyos)

Sobre la reflexión

Una paradoja

Pregónase a los cuatro vientos lo provechoso de la reflexión; en particular de aquella, fría y laboriosa, que precede a la acción. Si fuera español, italiano o francés, holgaría decir más. Siendo, empero, alemán, me propongo echarle a mi hijo, sobre todo cuando tuviese vocación para las armas, un día este sermón:

"Has de saber que más conviene reflexionar después que antes de actuar. Si la reflexión entra en juego antes o en el instante mismo en que uno se decida, solo parece turbar, inhibir y suprimir la energía requerida para obrar que emana de la sublime emoción. En cambio, una vez concluida la acción, sí puede hacerse de ella el uso para el cual le fue dado al hombre la facultad del raciocinio, o sea para darse cuenta de lo que en su procedimiento haya sido deficiente y frágil y regular la esfera emotiva con miras a otros casos futuros. La vida misma es un duelo con el destino, y granos de un mismo costal son la acción y la lucha cuerpo a cuerpo en la palestra. El atleta en el instante en que tiene abrazado a su contrincante mal puede proceder conforme a cosa distinta de las inspiraciones del momento, y aquel que primero se preguntase qué músculos convenga usar y cuáles miembros poner en movimiento, de seguro llevaría la de perder, y sucumbiría. Pero después, cuando haya triunfado o quede tendido en la arena, bien puede reflexionar sobre la llave que le permitió vencer al adversario, o qué zancadilla hubiera debido echarle para tenerse de pie. El que no tiene abrazada la vida como aquel atleta, ni dotado de mil brazos siente todas las convulsiones de la lid, todas las resistencias, presiones y modos de reaccionar, jamás logrará su propósito en una conversación, y mucho menos en una batalla".

(Traducción de Ernesto Volkening)

Fábulas

Los perros y el ave

Dos honestos perros gallineros que habían llegado a convertirse en astutas cabezas en la escuela del hambre, y que atrapaban todo lo que se dejara ver sobre esta tierra, tropezaron con un ave. El ave, azarada, pues no se hallaba en su elemento, retrocedió saltando aquí y allá. Y los perros ya se sentían triunfales. Pero muy pronto, acosada de manera tan intensa, el ave movió sus alas y se agitó en el aire. Y entonces quedaron ahí parados como dos ostras nuestros héroes del acierto, con el rabo entre las piernas y mirándola con la boca abierta.

Es chistoso cuando te elevas en el aire ver a los sabios quedarse parados y mirarte.

Fábula sin moraleja

"¡Ay, si sólo te tuviera!", dijo el hombre a un caballo que, ensillado y con el freno puesto, se encontraba parado frente a él, pero que no se quería dejar montar. "¡Si sólo te tuviera tal como tú, mal criado hijo de la naturaleza, saliste de los bosques! Ya te querría conducir a mi antojo, ligeramente, como a un pájaro, por montañas y valles. Y a ti y a mí nos iría muy bien entonces. Pero he ahí que te han enseñado artes de las que yo, parado desnudo frente a ti, no tengo la menor idea. Y pensar que tendría que llevarte a la pista de equitación (Dios me libre) si quisiéramos entendernos".

H. v. K.

El nuevo (y feliz) Werther

En L…, en Francia, había un joven auxiliar de comerciante, Charles C…, que amaba a escondidas a la esposa de su patrón, un rico hombre de negocios, pero algo entrado en años, llamado D… Virtuoso y probo como era, tan pronto como conoció el joven a la mujer, no acometió ningún intento por ser respondido en su amor; y tanto menos cuanto lo ligaban a su patrón lazos de agradecimiento y veneración. La mujer, que sentía compasión con el estado del muchacho, pues amenazaba con deteriorar su salud, le pidió a su marido, apelando a múltiples pretextos, que alejara al joven de la casa. El marido aplazó por varios días un viaje que había destinado para el joven, hasta que por fin declaró a su mujer que no podía prescindir de él en su despacho.

Un buen día, el señor D… realizó con su mujer un viaje para vi-sitar a un amigo en el campo, y dejó al joven C… en su casa con el objeto de que se ocupara de los negocios. Al caer la noche, cuando ya todos dormían, emprendió el joven -quién sabe impulsado por qué sensaciones- un paseo por el jardín. Al pasar por el dormitorio de la mujer tan apreciada, se detuvo en calma, giró la perilla de la puerta y abrió la habitación. Su corazón se hinchó ante la presencia de la cama en la que ella solía descansar. Sobresaltado, cometió en poco tiempo, después de algo de lucha consigo mismo, y pensando que nadie lo veía, la estupidez de desnudarse y acostarse en la cama de la señora. Muy entrada ya la noche, cuando él ya dormía apacible y sosegadamente desde hacía algunas horas, regresó el matrimonio inesperadamente a la casa -por qué razón, es algo que no importa aquí en absoluto-.

Al entrar el viejo con su mujer a la alcoba, encuentran al joven C…, quien asustado por el ruido que ellos produjeron, se hallaba medio erguido en la cama. Vergüenza y confusión lo invaden en ese momento. Y mientras la pareja se devuelve, consternada, a la habitación de al lado, de donde había llegado, y desaparece, el joven se levanta y se viste. Entonces camina de puntillas hacia su habitación y, cansado de su vida, escribe una breve carta en la que explica a la mujer toda la situación. Después toma una pistola que había colgada a la pared y se dispara en el pecho.

Aquí parece llegar a su fin la historia. Pero, bastante extraño, éste es apenas su comienzo. Pues en lugar de matarlo a él, a quien el mismo muchacho lo había apuntado, el disparo alcanzó al viejo, que se hallaba en la habitación contigua. Pocas horas después el señor D… falleció, sin que el arte de todos los médicos a los que habían llamado fuera suficiente para salvarlo. Cinco días después, cuando el señor D… ya hacía rato había sido enterrado, despertó el joven C… El tiro, que no alcanzó a ser de peligro mortal, pasó rozando sus pulmones. Y, ¿quién podría describir de buen modo su dolor o su alegría (cómo decirlo), cuando él se entera de lo ocurrido y se halla en los brazos de la mujer amada, por la cual se quería quitar la vida? Pasado un año se casó el joven con la mujer y todavía en 1801 vivían juntos. Su familia, me cuenta un conocido, consta de trece hijos.

(Traducción de Luis Eduardo Hoyos)

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