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Ideas y Valores

versión impresa ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.62 no.151 Bogotá ene./abr. 2013

 

Miller, James.
La pasión de Michel Foucault.
Santiago de Chile: Tajamar Ediciones, 2011. 646 pp.


Atrapado por la curiosidad que le despiertan algunas facetas de la vida de Michel Foucault, el profesor norteamericano James Miller realiza una larga y documentada investigación. Decide encontrar las piezas del rompecabezas, reconstruir l'oeuvre, procurando hallar -cita a Gilles Deleuze– "aforismos vitales que también fueran anécdotas de pensamiento". El resultado de esta investigación se publicó inicialmente por la editorial Andrés Bello y se vuelve a publicar ahora por Tajamar Editores, en Chile.

El entrelazamiento que hace Miller entre la vida y los escritos de Foucault, entre un "autor", su vida y su "obra" (pongo con comillas aquellas identidades que Foucault había considerado no naturales sino fabricadas), trae de la mano de sus supuestos la unidad del entramado que construye. Su dificultad no radica, sin embargo, en la necesidad de correspondencias, que pudieran ser aparentemente corroboradas por una vida, como la del mismo Foucault, que se realizó precisamente en la confrontación y experimentación entre el pensar y la contingencia propia. Ella tiene que ver más bien con la selección de sus variables, los enlaces que efectúa, lo que queda fuera o se ve reducido, en un juego que desprevenidamente cancela modalidades más complejas de relación entre texto y vida.

Según Miller, en el curso de su investigación se vio forzado "a adjudicar a Foucault un self persistente e intencionado", como si detrás de sus máscaras y desplazamientos hubiese una búsqueda "estructurada teleológicamente" que ilumina su praxis. En el entrelazamiento entre pensamiento y existencia hay, según Miller, un ethos, que constituye la clave hermenéutica de su obra global. Con esta convicción ordena a Foucault. Mi objeción es que una vez dentro de esta convicción, el texto de Miller ya no tiene cómo salir a respirar otros aires, y esto no como resultado de dicha convicción particularmente, sino de un juego esquemático y reductor de correspondencias. El Foucault producido de este modo queda limitado y protegido dentro del campo de intervención trazado por Miller. Y esto, aun cuando los tópicos subrayados sean los más nietzscheanos y explosivos.

Hay varios hilos que Miller entrecruza en su texto: la búsqueda de una voz propia fuera de la órbita sartreana, la militancia de Foucault en el Partido Comunista en la década del cincuenta, las lecturas de Kant, Nietzsche, Heidegger, Bachelard, Dumézil, Bataille, Sade, Blanchot, Artaud, Deleuze, etc., el impacto de mayo del 68, la experiencia del GIP (Grupo de Información sobre las Prisiones), sus recorridos por la comunidad gay de San Francisco, su experiencia con el sadomasoquismo consensual, su interés por el poder, la sexualidad, el sujeto moderno, las técnicas de construcción del sí mismo, la amenaza del sida y la propia muerte de Foucault. De esta red es notoria la preocupación de Miller por dilucidar principalmente la trilogía muerte-sadomasoquismo-sida.

Para Miller, lo más original y provocador en Foucault, y que termina por hacer visible las siempre "enigmáticas costuras" que atan la "obra" y el "autor", es la relevancia que tiene en él el tema de la muerte que, asumida de manera problemática y ambigua, se expresó tanto en su concepción y práctica de la escritura ("más de uno, como yo sin duda, escriben para perder el rostro", señaló Foucault), como en el erotismo en cuanto forma de exaltación y explosión del sujeto, así como en su afán por hacer estallar los límites, por borrarse a sí mismo y combatir su propio deseo de morir. Foucault es entonces la expresión valiente de una vida que asume la tarea de cambiarse, de pensar de otra manera, de "desarrollar (su) legítima rareza" (René Char, "Partage Formel", en Fureur et mystère), mediante un trabajo intenso y doloroso de disociación, conjura, autodestrucción y muerte.

El movimiento ya está hecho y Miller puede entonces comenzar a mostrar el puzzle. Desde esta perspectiva, hace coherente las reflexiones de Foucault acerca de la muerte como cumplimiento y resplandor de la vida, su fascinación por los límites, por las prácticas sadomasoquistas y de abandono dionisíaco como –y esta es una de las preocupaciones importantes de Miller– la búsqueda de su propia muerte a través de una conciencia vaga de portar el síndrome. Foucault, una turbulencia en el límite de su punto de quiebre, de transfiguración o muerte. Formulada así, la hipótesis resulta atrayente, aunque no todo lo que ella niega o arrastra consigo en el texto de Miller. Esta experiencia con la muerte viene a aclarar, subraya Miller, los problemas que se planteó Foucault en sus escritos y, en particular, en los últimos momentos de su vida.

No obstante su atractivo como perspectiva global, la comprensión de la vida y de los textos de Foucault en términos de "experiencia", y no de cualquiera, sino de experiencia límite, tiene al menos dos inconvenientes, si nos atenemos al tipo de desarrollo que efectúa Miller.

En primer lugar, deja en la sombra aquellos tópicos importantes en Foucault que, al mantener un vínculo decisivo respecto al esfuerzo de "desprenderse de sí mismo", con la transgresión o la experimentación con los límites, no terminan por cuadrar dentro de las preeminencias establecidas por Miller y sólo pueden aparecer una vez que se las "desprende" de esa trilogía mortal que destaca.

Pongamos por caso La arqueología del saber (1969), un texto al cual Miller dedica directamente no más de dos páginas, en un libro que tiene 646. Más allá de las consideraciones que se puedan hacer sobre el texto (para algunos un proyecto imposible o fracasado), lo que se ve es un emplazamiento que incluye tanto la práctica husserliana de "poner entre paréntesis" una serie de nociones heredadas de la tradicional "historia de las ideas", como la crítica a la subjetividad como principio de determinación, la reconstrucción de un escenario que recuerda el del Discurso del método de Descartes, el esfuerzo por aclarar un camino que hasta ese momento, según Foucault, había sido un tanto a ciegas, la necesidad de responder a un conjunto de críticas importantes que se le habían hecho a sus trabajos, o de contar con una "caja de herramientas" que le permitiera avanzar sobre un piso más seguro. Esta labor, a la vez epistemológica, política y existencial (este parece ser el triple significado que tiene la puesta entre paréntesis en este caso), no tiene un lugar donde instalarse dentro de las variables del esquema "teleológico" de Miller, o es simplemente ahogada con la alusión al hecho de que, en Francia, "un intelectual carente de norma y método daría tanta confianza como un marinero sin compás". Y no dice mucho más.

Esta "teleología" traza así un camino recto, sin recovecos, entre las pesadillas de la infancia de Foucault (en una de ellas, su padre cirujano lo habría obligado a ser testigo de la amputación de una pierna), su "vivir peligrosamente", las lecturas que eligió y su forma de morir. Ella deja fuera no solo unos tópicos, sino también las opciones que Foucault tuvo en frente, la genealogía de sus propios artefactos, sus experimentos, sus dudas y asperezas, sus repeticiones y desplazamientos; todo esto a cambio de un principio de cohesión inalterable que lo hace de una vez inteligible. Lo enervante es el tipo de "teleología" que practica Miller, más que la consideración de un Foucault unitario, cuestión sujeta a discusión.

Un segundo inconveniente es la modalidad de vínculo que Miller establece entre vida y texto en Foucault. En lugar de correspondencias diversas, que expresen relaciones que pueden cubrir un amplio espectro, en juegos de idas y venidas, lo que se patentiza es siempre la modalidad llana, mecánica, que junta sin más concepto y vivencia.

De esa manera, Miller establece una afinidad directa entre, por ejemplo, el antiguo arte de la penitencia, que Foucault había examinado en Berkeley, y el teatro erótico de la crueldad, que a la vez exploraba en San Francisco; o entre el examen de las técnicas de autodominio de San Antonio en el desierto y el gobierno o la conducción de su propio sí mismo; o entre el impacto que causó al joven filósofo pasar delante del lugar donde estuvo "la secuestrada de Poitiers" (una revelación que Foucault habría confiado en las postrimerías a Hervé Guibert) y su interés posterior por el confinamiento, el castigo y las prisiones.

Sin desdecir el carácter autobiográfico de su filosofía, Foucault habría podido decir que no siempre el discurso tiene el mismo tiempo o lleva el mismo movimiento que la conciencia o que la vida, o que la linealidad no es un absoluto, o que lo dicho y hecho no pueden ser entendidos como un flujo o un encadenamiento directo e indiferenciado de sus momentos que volatilice sus respectivos planos.

Más allá de las afinidades citadas (que no habría por qué rechazarlas de plano), lo que las complica es el método que se implanta a través de ellas, que traduce un tipo de comprensión de la vida y de los textos de Foucault que no deja espacio para experimentos o movilidades en direcciones múltiples, no definitivos, que no respondan a una única lógica. Experimentos que conecten, por ejemplo -ya por fuera del guión establecido por Miller-, los elementos de una ética del último Foucault con su analítica del poder, o más precisamente con la necesidad de establecer "una nueva economía de las relaciones de poder"; con la muerte de un sujeto idéntico, es decir, sometido a sí y a unas relaciones fijas y por lo mismo incapaz de reinventarse; con su oposición a experiencias históricas, como el fascismo y el estalinismo, que negaron el problema de la organización autónoma de la existencia; con su afinidad con el proyecto crítico de la Ilustración, tal como lo formuló Kant en su obrita de 1784, y que también guía la ética foucaultiana; y con su empeño práctico y personal por transformar determinadas estructuras e instituciones de dominación.1

Digamos, para terminar, que no deja de ser paradójico que se haya intentado "definir" a quien con tanta perseverancia escabulló la definición personal, o que se haya buscado "interpretar" a quien procuró antes bien atenerse a la materialidad y exterioridad de lo dicho, negando que detrás de los discursos hubiese un otro "texto" mudo pero determinante. No deja de ser igualmente paradójico que Foucault se haya visto asimilado a un esquema "teleológico", habiendo sido él el filósofo de las discontinuidades, de las rupturas y de la no necesidad de las cosas. Otra paradoja, dice ahora Daniel Defert, es presentar a Foucault como un hombre misterioso, que incita a descubrir sus secretos, cuando no hay nada en su vida que no haya sido escrito o dicho por él mismo.

Me parece que en el acercamiento a Foucault pudiera ser más productiva la figura del "caleidoscopio" que el modelo "teleológico". Y esto, porque ella deja intacta la posibilidad de jugar, de recrear o de inventar. En la figura del "caleidoscopio" quedamos nosotros mismos a salvo de cualquier "obra" y también de la de Foucault.


1 Véase: Schmid, W. "De l'éthique comme esthétique de l'existence", Magazine Littéraire 325 (1994): 36-40.


CARLOS OSSANDÓN BULJEVIC
Universidad de Chile
cob2002@hotmail.com