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Ideas y Valores

versión impresa ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.69 no.173 Bogotá mayo/ago. 2020  Epub 12-Nov-2020

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v69n173.78354 

Artículos

MUJERES Y FILOSOFÍA

WOMEN AND PHILOSOPHY

IGNACIO ÁVILA CAÑAMARES* 

* Universidad Nacional de Colombia - Bogotá - Colombia, iavilac@unal.edu.co / ORCID: https://orcid.org/0000-0003-0984-3285


RESUMEN

En los departamentos de filosofía del país existe una marcada disparidad entre la cantidad de hombres y mujeres que se dedican a la filosofía. En este ensayo esbozo algunas razones por las que considero que esta situación amerita una reflexión filosófica por parte de nuestra comunidad. En la primera parte intento delimitar el espacio en el que se sitúa mi reflexión. En la segunda presento dos modelos con los que en el entorno anglosajón se ha intentado dar cuenta de la situación de las mujeres en filosofía y muestro la forma como se aplican al espacio acotado en la parte anterior. En la tercera sección desarrollo algunas consideraciones adicionales sobre dichos modelos, y en la cuarta esbozo dos disquisiciones de carácter más específico.

Palabras clave: convicción igualitaria; filosofía; mujeres; tormenta perfecta; voz diferente

ABSTRACT

Philosophy departments in Colombia feature a marked disparity between the number of men and women dedicated to philosophy. In this essay, I set forth the reasons why I believe our community needs to carry out a philosophical reflection on this situation. In the first part, I delimit the space in which my reflection is situated. In the second, I present two models used in the English-speaking world to account for the situation of women in philosophy, showing how they can be applied to the space delimited in the first section. In the third section, I develop further considerations on those models, and in the final section, I outline two more specific explanations.

Keywords: different voice; egalitarian conviction; perfect storm; philosophy; women

I

En muchos departamentos de filosofía del mundo existe una significativa disparidad en el número de hombres y mujeres que se dedican a la actividad filosófica, tanto a nivel de estudiantes como de profesores. Esta disparidad contrasta con lo que sucede en otras áreas afines de las humanidades, en las que el número de hombres y mujeres es mucho más equilibrado, y sitúa a la filosofía del lado de áreas predominantemente masculinas como las matemáticas, algunas ciencias naturales y algunas ingenierías. Una pregunta inmediata es, entonces, por qué se presenta esta situación en filosofía y no en otras disciplinas cercanas.

En sintonía con lo que ocurre en otros países, los indicadores globales muestran que la disparidad numérica entre hombres y mujeres también es generalizada en los programas de filosofía de las universidades colombianas. De acuerdo con los datos del Observatorio laboral para la educación del Ministerio de Educación Nacional -y simplemente a modo de ilustración-, para el período 2010-2016 las mujeres fueron el 56 % de los graduados de todos los programas universitarios de pregrado del país y el 62 % de los graduados de carreras de ciencias humanas y sociales, mientras que en filosofía la tasa de mujeres graduadas de pregrado solo alcanzó el 37 %. A nivel de postgrado -especializaciones, maestrías y doctorados- la situación es aún más marcada. Para el mismo período, las mujeres fueron el 54 % de los graduados de todos los posgrados del país, el 55 % de los graduados de posgrados de ciencias humanas y sociales, y solo el 30 % de los graduados en posgrados de filosofía. Si desagregamos esta última cifra en maestría y doctorado, tenemos un 31 % de mujeres graduadas de maestría en filosofía y un 24 % en doctorado.1 Dado que para acceder a una plaza fija las universidades suelen exigir título de doctorado, no es de extrañar que la mayoría de los profesores e investigadores universitarios de tiempo completo en filosofía en el país sean hombres. Una rápida revisión de las páginas de internet de algunos de los departamentos de filosofía más grandes e influyentes del país deja ver también que el porcentaje de profesoras de planta es alrededor del 25 %; y en mi entorno más inmediato -el Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia-la cifra disminuye a un 5.5 % (es decir, una única profesora de planta en un grupo docente de dieciocho personas). Otro indicador de la disparidad numérica entre hombres y mujeres en filosofía en el país es que en la Sociedad Colombiana de Filosofía solo el 17 % de sus integrantes son mujeres. Sin duda, no son cifras halagadoras.

Las razones por las que se da la disparidad numérica entre hombres y mujeres en filosofía han de ser múltiples y variadas, y vale la pena estudiarlas. Pero -como señala Jennifer Saul en un ensayo reciente- no es obvio de entrada que esta disparidad deba ser examinada filosóficamente:

[La disparidad numérica entre hombres y mujeres en filosofía] no muestra por sí misma que haya un problema que deba ser abordado por filósofos. Podría ser que a las mujeres simplemente no les gustan (o no son buenas con) los tipos de razonamiento en los que se involucran los filósofos o con los tipos de problemas que los filósofos discuten, bien sea como resultado de su naturaleza innata o como resultado de su socialización. (2013 39)

La propia Saul (2013) considera que esta hipótesis no da realmente en el punto. Su ensayo está dedicado entonces a señalar otros factores que ofrecen una mejor explicación del bajo número de mujeres dedicadas a la filosofía en las universidades, y parte de su propósito es justamente mostrar que estos factores deben ser objeto de reflexión filosófica.

Ahora bien, la disparidad numérica entre hombres y mujeres en filosofía no es un mero asunto demográfico. La situación se complica cuando se advierte que, en paralelo con esta disparidad, muchas veces se encuentran historias personales de mujeres que sienten una enorme frustración por el modo como son o fueron tratadas en la comunidad filosófica. Sally Haslanger expresa este sentimiento de forma elocuente al inicio de un impactante artículo sobre este tema:

Hay una rabia profunda dentro de mí. Rabia acerca de cómo he sido tratada yo como persona en filosofía; rabia acerca de cómo otras que conozco han sido tratadas; y rabia acerca de las condiciones que estoy segura de que afectan a muchas mujeres y minorías en filosofía y que han causado que muchas otras la hayan dejado. La mayoría del tiempo suprimo esta rabia y la mantengo oculta. Hasta que llegué al mit en 1998, tenía un diálogo constante conmigo sobre si abandonar la filosofía, e incluso renunciar a la tenencia, para hacer algo distinto. A pesar de mi profundo amor por la filosofía, simplemente no parecía que valiera la pena. Y yo soy una de las más afortunadas. Una de las que ha sido exitosa según los estándares dominantes de la profesión. Sea lo que sea lo que digan los números sobre las mujeres y las minorías en filosofía, los números no cuentan la historia. Las cosas pueden estar mejorando en algunos contextos, pero están lejos de ser aceptables. (210)

Haslanger no es la única ni mucho menos. El blog "What it is like to be a woman in philosophy", por poner un caso, está lleno de historias de mujeres que pintan un deprimente panorama de sexismo, desprecio intelectual, discriminación abierta, abuso de poder y acoso sexual en la filosofía académica. La situación de las mujeres en las comunidades filosóficas no es entonces un simple asunto demográfico, sino que -si nos atenemos a reportes como los mencionados- en ciertos casos involucra también graves experiencias negativas señaladas por algunas mujeres. Esto de entrada suscita la pregunta de si existe una conexión sistemática entre estas experiencias negativas y el bajo número de mujeres en filosofía, de tal modo que tras la disparidad demográfica en realidad estén operando ciertas prácticas discriminatorias en la disciplina. El reclamo de Haslanger apunta en esta dirección.

Ante este panorama, desde hace ya algunos años en el ámbito filosófico anglosajón ha habido un interesante debate acerca de la situación de las mujeres -y de las minorías en general- en la disciplina.2 No existe un consenso sobre los múltiples factores que inciden en esta situación, y la investigación empírica al respecto es bastante incipiente y fragmentaria todavía -algunos estudios empíricos son Buckwalter y Stich (2014); Di Bella, Miles y Saul (2016); Paxton, Figdor y Tiberius (2012)-. Pero, en cualquier caso, en el entorno anglosajón sí parece haber un acuerdo bastante generalizado de que la situación de las mujeres en filosofía debe ser objeto de reflexión y mejoramiento por parte de la disciplina. De modo cada vez más creciente, varias universidades británicas, australianas y norteamericanas han implementado diversas políticas institucionales dirigidas a disminuir la disparidad numérica entre hombres y mujeres en filosofía, y a lograr un entorno académico más equitativo y justo. En contraste con esto, en buena parte de la academia filosófica colombiana la situación de las mujeres en la disciplina no ha sido objeto de mayor preocupación. Al menos hasta donde alcanza mi conocimiento, ningún departamento de filosofía del país ha divulgado un estudio empírico sobre la situación de las mujeres en él, y solo recientemente unos pocos empiezan a interesarse en el asunto. Por no ir más lejos, en mi departamento no tenemos todavía una investigación acabada sobre la situación de las mujeres, y la información con la que contamos es preliminar y, en parte, anecdótica (lo cual no quiere decir, por supuesto, que esta información no sea valiosa).

Lo anterior no significa, sin embargo, que la situación de las mujeres en la academia filosófica del país haya pasado por completo desapercibida. Desde hace algún tiempo varias filósofas colombianas han cuestionado la escasa presencia de mujeres en nuestra comunidad, así como la casi nula atención que ha recibido este asunto.3 Recientemente -y motivadas en parte por esta omisión-, algunas colegas crearon la Red Colombiana de Mujeres Filósofas (rcmujeresfilosofas.wordpress.com/), que tiene como propósitos dar a conocer los trabajos de filósofas e investigadoras colombianas. y servir como punto de encuentro para las mujeres que a distintos niveles se dedican a la filosofía en el país. En la actualidad, la Red también adelanta varios estudios acerca de la disparidad de género a nivel de estudiantes y docentes en distintos departamentos de filosofía del país; acerca de los ámbitos de la disciplina en los que más se sitúan las filósofas colombianas; y acerca de sus trayectorias profesionales en áreas distintas a la filosofía, entre otros aspectos. En los últimos años, también han surgido en el país algunas iniciativas que abordan temas de filosofía feminista y asuntos filosóficos sobre género, que tradicionalmente han sido muy ignorados en nuestra comunidad filosófica. Este tipo de iniciativas permiten albergar cierto optimismo moderado sobre la importancia que, cada vez con más fuerza, tendrá que darle la comunidad filosófica del país al hecho de que haya en ella una mayor presencia de mujeres. Con todo -y aunque asumo que nadie negaría que es deseable a todos los niveles una distribución demográfica más equilibrada que la actual-, en nuestra comunidad sigue sin estar del todo claro por qué este es un asunto que debe ser abordado filosóficamente.

En este texto quisiera perfilar -muy en la línea de Saul- algunas de las razones por las que creo que la situación de las mujeres en la academia filosófica debe ser objeto de reflexión en la disciplina. No estamos meramente ante un problema del que deban ocuparse los gestores de políticas institucionales o los sociólogos interesados -si es que hay alguno- en estudiar al peculiar gremio de los filósofos. Tampoco se trata de un simple puritanismo anglosajón que amenaza con invadir nuestra bien asentada comunidad académica. Por el contrario, quiero sugerir que debemos considerar seriamente la posibilidad de que ciertos aspectos de la forma como se suele trabajar en filosofía, o de nuestra propia autoimagen como filósofos, pueden incidir negativamente en la situación de las mujeres en la disciplina. Si esto es así, no solo estaremos ante una situación sobre la que cabe pensar filosóficamente -a saber, el modo en que ejercemos nuestra disciplina y nuestra autoimagen como filósofos-, sino que también deberemos preocuparnos en filosofía por buscar estrategias que reduzcan el riesgo de que estos factores puedan afectar negativamente a las mujeres y a la comunidad en general.

Para disipar posibles malentendidos sobre el alcance de este ensayo, vale la pena hacer desde el comienzo un par de aclaraciones. De un lado, mi propósito no es hacer un diagnóstico, ni mucho menos alcanzar un veredicto, sobre lo que ocurre de facto con las mujeres en mi departamento o en el ámbito filosófico nacional. Si este fuera el objetivo, tendría que haber escrito un texto muy diferente y tendría que haber realizado una compleja investigación empírica que no estoy en capacidad de realizar. Mi reflexión se sitúa más bien en un plano especulativo. Esto, sin embargo, no hace que la reflexión carezca de interés, pues -como espero mostrar- permite alertarnos sobre algunos riesgos que podemos correr como filósofos y que pueden pasarnos desapercibidos. En este sentido, al margen de cómo sean empíricamente las cosas, la reflexión sirve para mostrar que la situación de las mujeres en filosofía envuelve más complejidad filosófica de lo que puede parecer a primera vista. De otro lado, las consideraciones que siguen son solo un intento de abordar filosóficamente un asunto que ha sido bastante descuidado por buena parte de la comunidad filosófica nacional. En todo caso, no me considero la persona más apropiada para hacerlo, ni creo que pueda dar luces a aquellas colegas que lo han pensado a fondo y lo han sentido de formas que a mí se me escapan. Mi propósito es simplemente ofrecer algunos elementos preliminares para aquellos lectores que apenas empiezan a interesarse por la situación de las mujeres en la disciplina. En este sentido, me daré por satisfecho si mis consideraciones sirven como un punto de partida que luego resulte superado en una reflexión más profunda.

En lo que resta de esta sección, intentaré delimitar con más exactitud el espacio en el que se sitúa mi reflexión en este ensayo. Con esto espero perfilar algunos aspectos que, a mi juicio, debemos tener en cuenta en una indagación sobre la situación de las mujeres en filosofía, y que -al menos hasta donde he visto- no suelen articularse explícitamente en la literatura relevante.

De entrada, uno de los aspectos que llama la atención sobre la situación de las mujeres en filosofía es que allí parece presentarse una compleja dimensión de invisibilidad. Por supuesto, no se trata de que las personas que integran la comunidad filosófica pasen por alto su composición demográfica. Para todas está claro -y es que basta un mínimo de observación para notarlo- que existe una importante disparidad numérica entre hombres y mujeres en la disciplina.4 La dimensión de invisibilidad a la que me refiero radica más bien en si esta disparidad refleja una situación más estructural de discriminación contra las mujeres en filosofía o no. Para voces como la de Haslanger, la situación estructural de discriminación es manifiesta en varias dinámicas de la disciplina. Pero, a la par de estas voces, en la academia filosófica también hay otras voces que niegan que las mujeres padezcan discriminación. Algunas mujeres dicen no sentirse discriminadas en la comunidad filosófica, y afirman recibir un trato respetuoso, justo y equitativo de sus pares masculinos. Por otra parte, algunas personas -hombres y mujeres- sienten un gran desconcierto ante los reclamos de voces como la de Haslanger. Incluso -y esto es más interesante- algunas de las mujeres que ahora están en la orilla de Haslanger afirman que en su tránsito por la academia filosófica no siempre fueron conscientes de prácticas discriminatorias, y señalan que en cierto momento se produjo en ellas una especie de descubrimiento en el que salieron a relucir estas prácticas que antes les pasaban inadvertidas. Tenemos entonces una situación en la que un grupo de personas encuentra que existen formas de discriminación en filosofía, y a otro grupo de personas de la misma comunidad tales formas se les escapan. Parte del reto es precisamente entender cómo puede presentarse esta doble situación.

La dimensión de invisibilidad indica de entrada algunos puntos importantes. En primer lugar, si las posibles formas de discriminación en filosofía no son visibles para toda la comunidad, esto es porque al menos en parte no están basadas en comportamientos tan clara e inequívocamente sexistas que resulten inocultables incluso para las miradas más distraídas. De lo contrario, la invisibilidad misma difícilmente podría darse. La dimensión de invisibilidad sugiere así que la situación de posible discriminación a las mujeres en filosofía no se explica totalmente con la idea de que allí impere un manifiesto sexismo rampante. En segundo lugar, al margen de si este sexismo rampante está o no presente en la disciplina, bien podrían existir en ella otras formas de discriminación no manifiesta contra las mujeres. Uno de los ámbitos del trabajo feminista es justamente el esfuerzo por detectar y sacar a la luz maneras en las que la discriminación se mueve soterradamente y es difícil darse cuenta de ella. La filosofía podría ser entonces uno de esos escenarios en donde caben ciertas formas de discriminación soterrada contra las mujeres, y esto, a su vez, podría dar lugar a que allí se presente la dimensión de invisibilidad que he señalado. Pero entonces, en tercer lugar, una cuestión que debe considerarse es si hay algo en la actividad filosófica que nutra estas posibles formas de discriminación soterrada contra las mujeres, o que contribuya a su ocultamiento. Podría ser también que se tratara de formas de discriminación soterrada que operan indistintamente en toda la sociedad y carecen de nutrientes filosóficos. En tal caso -aunque sería de lamentar que también permeen la filosofía-, no habría en ellas nada que se derive específicamente de esta actividad.

Puede pensarse que en una indagación sobre la situación de las mujeres en filosofía es cuanto menos ingenuo dejar de lado el sexismo rampante. Después de todo, la tradición filosófica tiene un inocultable legado sexista y, a lo largo de la historia, muchos filósofos han hecho comentarios displicentes sobre las capacidades intelectuales de las mujeres y las han excluido de los espacios de discusión. No pretendo desconocer el legado sexista de la disciplina, ni negar su gravedad. Tampoco pretendo desconocer la importancia de una reflexión filosófica acerca de porqué una disciplina que encarna de un modo tan fuerte los ideales de la razón ha sido también tan propensa a diversas formas de sexismo. De seguro, hay importantes lecciones que aprender aquí. Mi punto, sin embargo, es que, si pensamos que en el sexismo rampante está todo el problema, podemos pasar por alto formas de discriminación soterrada que también podrían operar en filosofía y que seguirían haciéndolo incluso en ausencia de dicho sexismo. De modo similar, si solo nos centramos en el sexismo rampante, dejaremos fuera de consideración a muchas personas de la comunidad filosófica que son ajenas a él y lo rechazan con vehemencia. Mi interés en este ensayo se dirige a ese posible territorio oculto de discriminación soterrada y a ese grupo de personas que está contra el sexismo rampante. Mi impresión es que una indagación sobre la situación de las mujeres en filosofía no debe dejar de lado estos dos elementos.

"Una considerable ventaja que surge de la filosofía -anota Hume al comienzo de uno de sus ensayos- consiste en el soberano antídoto que ella procura contra los males de la superstición y de la falsa religión" (121). Muchos integrantes de la comunidad filosófica llevan la afirmación de Hume más lejos, y piensan que la filosofía no solo nos protege de estos males específicos, sino que, en general, nos brinda un poderoso antídoto contra los prejuicios, los sesgos, las ideologías y diversas formas de dogmatismo. Estas personas tienden a verse como guiadas por un sincero deseo de comprensión y un genuino interés por la búsqueda de la verdad. También suelen asumirse como personas abiertas al diálogo y dispuestas a combatir los prejuicios y los dogmas con el sano ejercicio de la razón. Aunque el afán de comprensión y la lucha contra prejuicios y dogmas no son, por supuesto, exclusivos de la filosofía, sí son elementos muy valorados en la disciplina y, en esta medida, constituyen importantes ideales filosóficos. Igualmente, un buen número de integrantes de la comunidad filosófica suscribe ideales democráticos, como la igualdad de derechos, la defensa del pluralismo y el respeto por las libertades individuales. También suelen ser personas que profesan lo que llamaré la convicción igualitaria: abogan por la equidad de género y valoran positivamente las capacidades intelectuales de las mujeres. En este ensayo me interesa centrarme entonces en las personas que suscriben los ideales filosóficos anteriores y la convicción igualitaria.

Quizá pueda pensarse que al enfocarme en este tipo de personas incurro en una idealización demasiado benevolente de la comunidad filosófica. Pero recuérdese que mi interés no es la investigación empírica. El énfasis en estas personas está dado más bien porque -al margen de cómo sean realmente las cosas a nivel fáctico- los ideales filosóficos y la convicción igualitaria en la actualidad son elementos importantes de la autoimagen de los filósofos. El punto con la idealización es entonces centrarse en un grupo de personas cuya imagen de sí mismas asumimos como correcta, y preguntarnos si en tal caso podría haber lugar a formas soterradas de discriminación que de algún modo estuviesen vinculadas con dicha autoimagen. De esta forma, acotamos un espacio en el que podemos abordar, al menos parcialmente, la cuestión de si hay algo en la actividad filosófica misma que pueda nutrir formas soterradas de discriminación, o que pueda contribuir a su ocultamiento. La pregunta que quiero abordar en este ensayo es entonces la siguiente: ¿Qué tan protegidas estarían las personas que genuinamente suscriben los ideales filosóficos y la convicción igualitaria de incurrir en formas soterradas de discriminación o de pasarlas por alto en el ejercicio de su actividad filosófica?

II

En su ensayo "Different Voices or Perfect Storm: Why Are There So Few Women in Philosophy?", Louise Antony (2012) explora dos modelos con los que en el ámbito anglosajón se ha intentado explicar la situación de las mujeres en filosofía: el modelo de la voz diferente y el modelo de la tormenta perfecta. Aunque Antony no aborda exactamente los aspectos que he señalado en la sección anterior, ambos modelos tienen la ventaja de que dan cuenta tanto de la dimensión de invisibilidad como del papel que podrían jugar los ideales filosóficos y la convicción igualitaria en las posibles formas de discriminación soterrada en la disciplina.

El modelo de la voz diferente está inspirado en el conocido trabajo de Carol Gilligan (1982) sobre el juicio moral en hombres y mujeres. La idea general del modelo es que las mujeres -bien sea por razones naturales, sociales, etc.- tienen una voz diferente a la de los hombres en ciertas áreas del conocimiento. Si la filosofía -también por diferentes razones históricas- es predominantemente masculina y captura básicamente la perspectiva de los hombres, entonces puede ocurrir que las mujeres sean -como dice Antony- "filtradas fuera" de la comunidad filosófica. La diferencia de voz entre hombres y mujeres podría tener así un efecto selectivo negativo contra las mujeres en filosofía. Básicamente, el asunto estaría en que los hombres se sentirían en casa en la disciplina, pues, después de todo, ella sería reveladora de su propia voz. Las mujeres, en cambio, estarían en una situación más compleja y desfavorable, pues o bien se sentirían como forasteras en un lugar donde su voz no parece encajar, o bien experimentarían una cierta tensión cognitiva al tratar de asimilar una voz que les es ajena sin perder la suya propia. La solución no es, por supuesto, que las mujeres salgan de la filosofía o luchen contra su propia voz, sino más bien que la disciplina se transforme y logre incluir la voz diferente que ha pasado por alto.

Aunque sus fronteras son borrosas y hay espacio para aproximaciones mixtas, cabe distinguir dos variantes del modelo de la voz diferente. Una de ellas señala que la diferencia entre las voces masculina y femenina se sitúa al nivel de los contenidos e intuiciones filosóficas. Un ejemplo reciente y muy discutido de esta línea es el trabajo de Wesley Buckwalter y Stephen Stich (2014) sobre experimentos mentales en filosofía. Basándose en algunas investigaciones empíricas propias, ellos sostienen que existen ciertas diferencias en las intuiciones de hombres y mujeres frente a algunos experimentos mentales célebres en filosofía, y señalan que este puede ser un factor que juega contra las mujeres en la disciplina. La otra variante del modelo atiende más bien a las prácticas y comportamientos que son comunes en filosofía y, particularmente, en su enseñanza. Así, por ejemplo, en un trabajo muy influyente, Janice Moulton (1983) señala que en filosofía impera un estilo pugilístico de discusión y argumentación que es ajeno a las mujeres y ni siquiera contribuye a la buena salud de la disciplina.5 Otras filósofas también han seguido una línea similar, señalando ciertos aspectos de las prácticas de enseñanza de la filosofía que serían de preeminencia masculina (cf. Dodds y Goddard).

Ahora bien, en las dos variantes del modelo de la voz diferente, la explicación de la situación de las mujeres en filosofía depende de la conjugación de dos factores básicos: el hecho de que en la disciplina predomine la voz masculina y el hecho de que, en el nivel relevante de análisis, las voces de hombres y mujeres sean diferentes. El punto central del modelo es entonces que, en virtud del carácter predominante de la voz masculina en los contenidos o prácticas de la filosofía, es muy fácil que esta voz se universalice tácitamente, de modo que cualquier otra voz que desentone con ella quede también tácitamente excluida o relegada. La situación desfavorable de las mujeres en la disciplina sería así indicativa de "un sexismo no intencional en la metodología y pedagogía de la filosofía académica" (Antony 228). Y como esta exclusión no es deliberada, tendremos entonces una forma de discriminación soterrada de difícil detección.

La universalización de la voz masculina y la exclusión concomitante de otras voces permiten dar cuenta de la dimensión de invisibilidad. Dado el carácter tácito de estos movimientos, los hombres difícilmente notarán que su voz se ha universalizado. Y si bien las mujeres quizá aprecien cierta disonancia entre su voz y lo que sucede en filosofía, fácilmente pueden llegar a concluir -especialmente en las etapas iniciales de su formación- que el problema radica en ellas y no en las prácticas de la disciplina. En ambos casos, el carácter excluyente de la universalización de la voz masculina habrá pasado desapercibido, dando lugar a la dimensión de invisibilidad. De modo similar, los ideales filosóficos y la convicción igualitaria por sí mismos serán insuficientes para detectar, y mucho menos contrarrestar, la universalización tácita de la voz masculina que da lugar a la exclusión de otras voces. El carácter tácito de la universalización será justamente lo que hace que ella pase desapercibida con facilidad, incluso para personas comprometidas con los ideales filosóficos y la convicción igualitaria. El modelo de la voz diferente permite entonces situar la dimensión de invisibilidad en la universalización tácita de la voz masculina, y nos muestra el escaso poder que tendrían los ideales filosóficos y la convicción igualitaria para detectar la discriminación soterrada que dicha universalización trae consigo.

El modelo de la tormenta perfecta sugiere una explicación diferente de la situación de las mujeres en filosofía. Este modelo acude a dos fenómenos muy comunes de la psicología humana: los sesgos implícitos y las amenazas por estereotipo. Dicho toscamente, los sesgos implícitos son un tipo de estados psicológicos no conscientes que condicionan nuestras percepciones, actitudes y comportamientos hacia ciertos grupos sociales. Los sesgos implícitos pueden estar dirigidos tanto a grupos sociales distintos al nuestro, como a nuestro propio grupo social. Por su parte, las amenazas por estereotipo se presentan cuando el desempeño de una persona en una actividad se ve afectado por el temor de confirmar el estereotipo del grupo social al que pertenece en relación con esa actividad. Las amenazas por estereotipo pueden ser conscientes o inconscientes, y suelen dispararse en situaciones que la persona capta como adversas a su grupo social. La combinación de sesgos implícitos y amenazas por estereotipo puede generar un efecto bola de nieve que juega seriamente contra la persona o el grupo social afectado. Una persona -por bien intencionada que sea- puede tener un sesgo implícito contra otra en razón de su grupo social, de tal modo que tienda a evaluarla negativamente en determinada actividad.6 A su vez, la otra persona puede verse afectada por la amenaza por estereotipo que cae sobre ella, de tal modo que se afecte su desempeño en dicha actividad. El resultado será entonces que la amenaza por estereotipo que pesa sobre una de las personas termina fortaleciendo el sesgo implícito de la otra. Incluso la presencia de solo uno de estos elementos en una situación puede ser perjudicial. El sesgo implícito puede llevarnos a no tomar en serio a alguien que lo merece, incluso si esa persona no se ve afectada por la amenaza por estereotipo. Y, a la inversa, dicha amenaza puede afectar el desempeño de una persona, aun si está rodeada de personas que felizmente carecen de los sesgos implícitos relevantes.

La idea central del modelo de la tormenta perfecta es que en filosofía hay ciertos sesgos implícitos y amenazas por estereotipo que afectan negativamente a las mujeres. Estos sesgos y amenazas pueden estar muy difundidos en la sociedad en la que vivimos y, por varias razones, pueden confluir o intensificarse en el ámbito filosófico; pero pueden ser también más específicos y propios de la disciplina (claro está, también pueden presentarse situaciones mixtas). En cualquier caso, la filosofía sería un espacio en el que se conforma una tormenta perfecta -de ahí el nombre del modelo- para que ciertos sesgos implícitos y amenazas por estereotipo operen contra las mujeres. Tanto Antony como Saul describen varias situaciones recurrentes en las comunidades filosóficas en las que fácilmente pueden presentarse estos fenómenos, y por las que muy seguramente habrán de pasar las mujeres en distintos momentos de su trayectoria académica (cf. Antony 233-240; Saul 2013 secc. 2). Estas situaciones van desde las primeras etapas de formación, cuando la participación de las mujeres en las clases o la realización y evaluación de sus trabajos pueden verse afectadas por sesgos implícitos y amenazas por estereotipo, hasta momentos decisivos de la trayectoria académica profesional, en los que la evaluación de los currículos de las mujeres, su ascenso en el escalafón universitario o la valoración de sus publicaciones pueden verse entorpecidos por dichos factores. Así, mientras que las mujeres tendrán que dar una dura batalla contra los sesgos implícitos y las amenazas por estereotipo que permean varias prácticas de la disciplina -y de la academia en general-, los hombres no se verán tan afectados en su desempeño filosófico por estos fenómenos (al menos no en su condición de hombres, aunque, por supuesto, podrían verse afectados por otros sesgos implícitos y amenazas por estereotipo asociados a su pertenencia a otros grupos sociales).

El modelo de la tormenta perfecta también permite dar cuenta de la dimensión de invisibilidad. Los sesgos implícitos y las amenazas por estereotipo son comunes a toda la especie humana y afectan a hombres y mujeres. Es de esperar entonces que los integrantes de la comunidad filosófica, por peculiares y únicos que crean ser, tampoco estén a salvo de estos fenómenos. Y puesto que los sesgos implícitos operan por debajo del umbral de la conciencia, la discriminación soterrada que producen fácilmente pasa desapercibida, dando lugar a la dimensión de invisibilidad. Por esta misma razón, los ideales filosóficos y la convicción igualitaria serán insuficientes para detectar dichos sesgos. Por más dispuesta que esté una persona a combatir los prejuicios con el sano ejercicio de la razón, tendrá que estar en condiciones de identificar conscientemente el prejuicio a combatir; y esto es algo que no sucede con facilidad cuando los sesgos son implícitos. A su vez, alguien que profese la convicción igualitaria no por eso está exento de que en las corrientes subterráneas de su mente operen dichos sesgos. El resultado es entonces que incluso en un entorno de personas que compartan los ideales filosóficos y la convicción igualitaria pueden presentarse formas de discriminación soterrada que se les escapan.

La diferencia de énfasis entre ambos modelos es clara. Mientras que el modelo de la voz diferente pone el acento en ciertas diferencias de género entre hombres y mujeres que harían una diferencia en filosofía, el modelo de la tormenta perfecta apela a fenómenos psicológicos compartidos por la especie humana y ante los cuales los filósofos no son invulnerables. Dado que ninguno de los modelos tiene la pretensión de capturar todos los aspectos que pueden incidir en la situación de las mujeres en filosofía, cabe preguntarse si no podremos contar con un modelo mixto que combine al menos en parte ambas explicaciones.7 En cualquier caso, al margen de esta posibilidad y a pesar de sus diferencias de énfasis, ambos modelos guardan cierta afinidad en el modo como buscan dar cuenta de la situación de las mujeres en filosofía. En los dos modelos esta situación está asociada a ciertas formas de discriminación soterrada; y en ambos se postulan mecanismos -ya sea la universalización tácita de la voz masculina o los sesgos implícitos- que están a la base de tales formas de discriminación y que caen fuera del alcance de la consciencia. Si alguno de estos modelos es correcto, la academia filosófica tendrá motivos de preocupación. Esto se debe a que los modelos permiten poner de relieve que, incluso si nos situamos en el plano idealizado de una comunidad comprometida con los ideales filosóficos y la convicción igualitaria, allí serían posibles formas de discriminación soterrada contra las mujeres que serían de difícil detección. Más aun, tanto el modelo de la voz diferente como el de la tormenta perfecta nos dan elementos para pensar que las posibles formas de discriminación soterrada podrían estar ancladas, al menos en parte, a aspectos propios del ejercicio filosófico. En el modelo de la voz diferente, algunos contenidos e intuiciones comunes en la disciplina, o algunas prácticas pedagógicas que allí imperan, podrían ir en detrimento de las mujeres. En el modelo de la tormenta perfecta, la filosofía podría ser un espacio donde confluyen o se generan ciertos sesgos implícitos y amenazas por estereotipo que afectan a las mujeres. Y en ningún modelo los ideales filosóficos o la convicción igualitaria serían suficientes para contrarrestar estas amenazas latentes.

Hasta aquí hemos alcanzado una idea general de algunas de las razones por las que la situación de las mujeres en filosofía debería ser objeto de reflexión en la disciplina. Mi propósito no es, por supuesto, determinar la corrección de los dos modelos que he reseñado. Esta es una compleja cuestión empírica que excede el alcance de este trabajo. Me parece, sin embargo, que la consideración de ambos modelos nos permite extraer todavía algunas enseñanzas adicionales sobre ciertos aspectos que podrían estar tras la situación de las mujeres en filosofía. La siguiente sección está dedicada a esta tarea, y nos dará un cierto balance de cada modelo.

III

Antony señala dos preocupaciones frente al modelo de la voz diferente. La primera es que el modelo no cuenta con suficiente respaldo empírico. Parte de su ensayo está dedicado justamente a controvertir los resultados del estudio de Buckwalter y Stich. Ella argumenta que las presuntas diferencias de género en las intuiciones filosóficas son poco significativas y, cuando se presentan, no siempre son las intuiciones de las mujeres las que desentonan con la opinión predominante en filosofía (cf. Antony 244-250; Adleberg, Thompson y Nahmias también controvierten los resultados de Buckwalter y Stich). Antony también nota una situación curiosa, y es que la discrepancia de las intuiciones de las mujeres frente al mainstream filosófico se concentra más en la ética que en la metafísica, la filosofía de la mente o la filosofía del lenguaje. Sin embargo, es en ética donde está el mayor porcentaje de mujeres en la disciplina. El modelo de la voz diferente como explicación de la situación de las mujeres en filosofía no encaja bien con estos hallazgos.

La segunda preocupación de Antony es que la idea misma de voz diferente puede servir a propósitos discriminatorios. Según ella, el peligro radica en que el modelo "está comprometido con la existencia antecedente de diferencias intrínsecas de género" (Antony 229) para que su explicación funcione. Y aunque Antony aclara que dichas diferencias intrínsecas no son diferencias esenciales o biológicas, sí existe el riesgo de que se las esencialice y se las ponga al servicio de fines reaccionarios.8 Como ella explica:

La afirmación de que las diferencias de género existen no tiene que ser sexista -esto es, no tiene que reflejar estereotipos injustificados y no necesita ser el producto de motivos perniciosos-. No obstante, es un hecho que tales afirmaciones casi siempre han servido para propósitos conservadores o reaccionarios; con frecuencia han sido utilizadas para racionalizar la discriminación o justificar la inacción frente a ella. Las mujeres hacen bien al subir la guardia cuando se hace alguna afirmación sobre las diferencias de género -cualquiera que sea el contenido específico de la afirmación, puede llegar a ser usada contra ellas de algún modo-. (Antony 241)

A mi modo de ver, cabe agregar una tercera dificultad. Al afirmar que la universalización tácita de la voz masculina en filosofía trae como resultado la marginación de la voz femenina, el modelo de la voz diferente subscribe dos supuestos básicos: de un lado, asume que tanto la voz predominante como la voz marginada tienen cada una cierta unicidad constitutiva; y, de otro lado, asume que el género es un factor determinante en alto grado en muchos contenidos y prácticas de la filosofía. Sin embargo, ambos supuestos son problemáticos. La unicidad de las voces masculina y femenina que exige el modelo puede ocultar una compleja multiplicidad de voces heterogéneas y dispares que sean el resultado de los múltiples factores que configuran nuestras identidades sociales. Y, si es así, la tesis de que lo que está a la base de la situación de las mujeres en filosofía es que ellas conforman una voz diferente a la de los hombres puede fragmentarse y perder poder explicativo. El modelo tiene entonces la tarea pendiente de explicar por qué, a pesar de los muchos otros factores que también constituyen nuestras identidades sociales, cabe pensar en una unicidad de voces filosóficamente relevante y definida en función del género. Por su parte, si bien es cierto que el género es un elemento ineludible en algunas discusiones y problemas filosóficos, no es obvio que sea pertinente en todos los temas y problemas que aborda la disciplina. Tampoco es claro que muchos de los temas o prácticas filosóficos sean reveladores de la voz masculina y no más bien el resultado de otros factores que también juegan un rol en la disciplina, incluyendo aquellos que -no sin vaguedad- podemos llamar "estrictamente filosóficos". Así las cosas, el modelo de la voz diferente enfrenta ciertos desafíos en torno a la idea misma de voz que está en el núcleo de su aproximación. Hasta tanto no tengamos una idea clara del grado en el que cabe hablar de una posible unicidad de las voces masculina y femenina, ni del grado en que ellas puedan ser determinantes en filosofía, tampoco tendremos una idea clara del alcance explicativo del modelo respecto a la situación de las mujeres en la disciplina.

Ahora bien, al margen de estas dificultades, el modelo de la voz diferente nos deja al menos dos lecciones importantes. En primer lugar, el modelo hace un buen trabajo de detección de prácticas como el pugilismo o la agresividad argumentativa que afectan en diversos grados a los integrantes de la comunidad filosófica y son perjudiciales para la propia disciplina. Esto pone de relieve la necesidad de contar con un retrato preciso de las virtudes intelectuales que deben incentivarse en filosofía, así como de los vicios a los que puede ser propensa la disciplina. Si los ideales filosóficos han de ser algo más substantivo que la expresión de una autoimagen que se inculca desde las etapas iniciales de formación, entonces deben estar vinculados a una serie de virtudes intelectuales que realmente permeen el trabajo cotidiano de la comunidad y configuren un ethos colectivo. A su vez, los recintos filosóficos suelen ser proclives a vicios académicos como la pose intelectual, la arrogancia, la grandilocuencia, el afán por impresionar, el desprecio a algunos sectores de la filosofía misma, el desdén por otras disciplinas, etc. Una difícil pregunta -para la cual no tengo respuesta más allá de vagas intuiciones- es entonces qué tipo de prácticas pedagógicas en filosofía pueden realmente contribuir a incentivar las virtudes y desincentivar los vicios a los que ella pueda estar expuesta. El modelo de la voz diferente tiene el mérito de que nos invita a considerar esta cuestión, aunque, por supuesto, no es el único camino por el que podemos llegar a ella.

En segundo lugar, aunque el género no sea un factor pertinente para la comprensión de varios problemas filosóficos, el modelo de la voz diferente tiene la ventaja de que, al subrayar la importancia teórica de la perspectiva de las mujeres o de su situación social, permite alertarnos sobre asuntos filosóficos en los que el género es un aspecto crucial que fácilmente se pasa por alto. Se ha argumentado, por ejemplo, que ciertas propuestas liberales en filosofía política dejan de lado dimensiones que en las sociedades actuales afectan de modo especial a las mujeres. Por no ir más lejos, la vida familiar es un espacio en el que muchas veces las mujeres sufren una opresión silenciosa, pero que no suele tenerse en cuenta por los teóricos liberales que sitúan la justicia social en el ámbito público. En este sentido, un esfuerzo de pensar más a fondo la justicia social no debería ignorar esta dimensión familiar en la cual las consideraciones sobre el género son ineludibles.9 La discusión filosófica actual sobre la pornografía también es un caso ilustrativo. Como ha argumentado Rae Langton en varios ensayos ya clásicos, la actitud de filósofos liberales como Dworkin ante la pornografía no solo deja de lado cuestiones cruciales de equidad con las mujeres, sino que es incompatible con los principios del liberalismo (cf Langton 1990, 1999, 2009). Incluso, si la orientación de este ensayo es correcta, la situación misma de las mujeres en filosofía es un asunto sobre el que cabe pensar filosóficamente y sobre el que cabe preguntarse -y esta es una inquietud que me asalta continuamente- si las diferencias de género marcan diferencias cruciales a la hora de abordarlo. Este tipo de ejemplos pueden, por supuesto, multiplicarse. El modelo de la voz diferente nos invita entonces a estar atentos a aquellos casos en los que el género es un aspecto crucial para la comprensión adecuada de un asunto filosófico.

El modelo de la tormenta perfecta también nos permite extraer algunas enseñanzas. De entrada, hace falta más investigación empírica para tener una idea clara del alcance y las limitaciones de este tipo de explicación. Por ejemplo, un estudio empírico de Saul y colaboradores -Di Bella, Miles y Saul (2016)- en varios departamentos de filosofía británicos sugiere un panorama más complejo del que cabría esperar inicialmente con el modelo. El estudio encuentra datos que en principio son congruentes con él -por ejemplo, el estereotipo masculino de filósofo está muy difundido-, pero también hace algunos hallazgos que a primera vista no encajan enteramente con el modelo -por ejemplo, la asociación implícita entre filosofía y masculinidad es más baja de lo esperado, y la asociación entre filosofía y feminidad es más alta-. A nivel más teórico, los sesgos implícitos también suscitan difíciles cuestiones ontológicas acerca de su naturaleza y su lugar en la arquitectura de la mente, y plantean importantes problemas epistemológicos acerca del modo como afectan la vida epistémica de las personas. Además, dan lugar a difíciles preguntas éticas acerca de si los agentes son responsables en algún sentido de sus sesgos implícitos o no, y generan complejos retos sobre las políticas institucionales que habría que adoptar para disminuirlos.10 Sin embargo, en este texto dejaré de lado estas difíciles cuestiones. Me interesa más bien resaltar algunas de las dificultades y peligros epistémicos que podría enfrentar una persona que profese la convicción igualitaria y los ideales filosóficos, pero que para su mala fortuna tenga también sesgos implícitos sobre las mujeres. Una cuestión que dejaré abierta es si el modelo de la voz diferente permite una reflexión paralela a la que aquí intento.

Hemos visto antes que la convicción igualitaria es insuficiente para que una persona logre detectar sus posibles sesgos implícitos. Sin embargo, en un sentido esto es solo parte de la historia. Un elemento adicional es la imagen de sí mismo que fácilmente puede tener alguien que sostenga dicha convicción. Una persona que abrace la convicción igualitaria, pero que, al mismo tiempo y sin que lo advierta, albergue ciertos sesgos implícitos estará en una situación de choque silencioso entre sus creencias a nivel consciente y tales sesgos. La persona estará entonces fragmentada cognitivamente sin que lo sepa. En tal situación -y este es el punto que ahora quiero resaltar-, la convicción igualitaria puede constituirse en un obstáculo para que la persona logre detectar tales sesgos implícitos. En esta dirección, Saul escribe:

La idea de sesgo que parece prevalecer entre los filósofos es la idea tradicional, en la que hay algunas personas racistas y sexistas muy malas que sostienen explícitamente creencias sesgadas (por ejemplo, "las mujeres no son buenas razonando"); y están aquellas personas que sostienen explícitamente creencias igualitarias y no necesitan preocuparse acerca de estar sesgadas. En tanto esta idea prevalezca, el sesgo implícito no puede ser combatido de las maneras en que necesita combatirse, porque las personas creerán que sus creencias igualitarias genuinamente sostenidas significan que ellas no están sesgadas. (2013 55)

Como lo ilustra este pasaje, una persona puede sentirse tan protegida contra los sesgos por su convicción igualitaria que fácilmente puede pensar que no está sesgada. Si ahora resulta que ella alberga sin saberlo ciertos sesgos implícitos, entonces el efecto protector que le da dicha convicción le dificultará descubrir o reconocer la situación en la que realmente está. Así, aunque la convicción igualitaria en general protege a las personas de formas explícitas de sexismo, cuando se trata de sesgos implícitos dicha convicción puede convertirse en un obstáculo que dificulta que la persona logre reconocer que puede albergar tales sesgos.

Si ahora nos situamos en el entorno filosófico idealizado que hemos supuesto en este ensayo, es claro que allí fácilmente puede presentarse este obstáculo. De un lado, por hipótesis, en dicho entorno las personas profesarán de modo generalizado la convicción igualitaria y, en este sentido, fácilmente tenderán a reforzarse unas a otras en la idea de que en este aspecto específico están libres de sesgos. De otro lado, los ideales filosóficos también pueden contribuir al fortalecimiento de esta idea. Dado el optimismo al que pueden ser propensos los filósofos frente al poder de la disciplina como antídoto contra los prejuicios, y dado el hecho innegable de que la filosofía ayuda a desenmascarar creencias injustificadas o confusas, una persona comprometida con los ideales filosóficos puede pensar que su reconocimiento racional de la insostenibilidad de los prejuicios sexistas la preserva de cualquier sesgo en esta dirección. Los ideales filosóficos podrían entrar así a reforzar el tipo de obstáculo al que puede dar lugar la convicción igualitaria respecto a los sesgos implícitos.

El hecho de que la convicción igualitaria -apoyada por los ideales filosóficos- pueda ser un obstáculo para develar posibles sesgos implícitos da lugar a difíciles cuestiones sobre el tipo de estrategias que cabría adoptar para que ellos no operen en filosofía. Saul (2013) sugiere algunas estrategias dirigidas a desactivarlos, tales como incluir trabajos de mujeres en los cursos, invitar a conferencistas mujeres, incentivar la participación de estudiantes mujeres en las clases, mejorar las prácticas de evaluación, contratar profesoras en los departamentos de filosofía, divulgar el trabajo de filósofas actuales y del pasado, etc. (cf secc. 4). Pero cabe preguntarse -y esto es algo que concede la propia Saul- si estas estrategias funcionan por sí solas. Si lo que he dicho es correcto, al restringirnos a ellas corremos el riesgo de que las personas que profesan la convicción igualitaria y los ideales filosóficos, justamente en virtud de estos compromisos, no se vean interpeladas por tales estrategias y las consideren inoficiosas. Si hemos de evitar esto, debemos conseguir algo que desactive el efecto protector que la convicción igualitaria y los ideales filosóficos pueden tener sobre la persona. Y esto, además de políticas institucionales bien perfiladas, requiere un ejercicio activo de reconocimiento por parte de la persona de que puede estar afectada por sesgos.

Ahora bien, podría pensarse que, aun si la convicción igualitaria y los ideales filosóficos en un momento pueden ser un obstáculo para reconocer sesgos implícitos, basta que la persona logre tener conciencia de ellos para que su férreo compromiso con dicha convicción e ideales haga que tales sesgos automáticamente se desvanezcan. El asunto central sería entonces diseñar estrategias para que las personas se hagan conscientes de los sesgos implícitos que pueden estar ocultos en su mente y dejar a la convicción igualitaria el resto del trabajo. Esta idea puede ser atractiva para los filósofos. Después de todo, con frecuencia abandonamos creencias que descubrimos que carecen de fundamento o están en conflicto con otras para las que tenemos sólidas razones. Sin embargo, por tentador que resulte, no podemos asumir que algo parecido ocurra siempre con los sesgos implícitos. Cabe la posibilidad de que, por las dinámicas sociales en las que estamos inmersos, u otros factores, aquí nos topemos con cierta forma de acracia epistémica.

No siempre el tener conciencia de un estado mental que consideramos carente de fundamento, o que reconocemos que está en conflicto con creencias bien justificadas, basta para que lo abandonemos. Un ejemplo ilustrativo son las fobias. La fuerza de una fobia radica en que opera por fuera del alcance del control racional de la persona y, en este sentido, da lugar a cierta forma de acracia epistémica. La persona sabe que su fobia carece de justificación racional y que choca con creencias bien fundadas que posee. Sabe entonces que cuenta con buenas razones para disipar su fobia y sabe que no tiene ninguna buena razón a su favor. La acracia epistémica radica en que, a pesar de todo esto, la fobia sigue enquistada en su vida mental, resistiéndose a sus juicios más racionales. El punto que quiero sugerir es que -sin desconocer las grandes diferencias entre las fobias y los sesgos- no debemos descartar de antemano la posibilidad de que un tipo similar de acracia epistémica pueda ocurrir a veces con los sesgos implícitos. Y, si en lo que respecta a la situación de las mujeres en filosofía algo así puede suceder, entonces -contrario a lo que tenderíamos a pensar a primera vista- la convicción igualitaria y los ideales filosóficos no bastarían para eliminar posibles sesgos implícitos, ni siquiera una vez que quedan al descubierto.

Por supuesto, determinar si cabe realmente el riesgo de acracia epistémica en estas situaciones depende en gran medida de cuál sea la naturaleza de los sesgos implícitos. Y este es un asunto que desborda el alcance de este trabajo. Pero al menos podemos esbozar un entramado teórico en el que el riesgo de acracia epistémica ante los sesgos tiene sentido. En su extraordinario libro Authority and Estrangement: An Essay on Self-Knowledge, Richard Moran (2001) distingue dos modos de autoconocimiento de nuestra vida mental. De un lado, con el auxilio de la introspección y otros recursos podemos adoptar una actitud de espectadores de nuestra vida mental para detectar algún estado psicológico propio que nos permita explicar o predecir algún comportamiento que no nos sea del todo transparente. De otro lado, podemos adoptar una actitud de agentes deliberativos que, a través de la reflexión, buscan sentar su postura sobre algún aspecto del mundo. Moran sostiene que esta actitud de agentes deliberativos constituye el núcleo central de la perspectiva de primera persona. En ella conocemos nuestras creencias, porque las constituimos en un ejercicio de reflexión y, de este modo, estas creencias son aquello con lo que nos comprometemos epistémicamente. Uno de los méritos de Moran es describir con mucho rigor ambos modos de autoconocimiento. Ellos no solo pueden versar sobre aspectos divergentes de nuestra vida mental, sino que dan lugar a exigencias distintas, y permiten entender varias fracturas que podemos sufrir como sujetos psicológicos. Así, puede ocurrirnos que algunos estados mentales que conozcamos en actitud de espectadores y que nos permitan explicar o predecir algunos de nuestros comportamientos en ciertas ocasiones, sean también estados con los que no estamos comprometidos en cuanto agentes deliberativos en primera persona.11

El choque de la convicción igualitaria con los sesgos implícitos podría ser un caso de este tipo. Como hemos visto, en el modelo de la tormenta perfecta los sesgos implícitos tienen un rol explicativo en algunos comportamientos de la persona. Hemos concedido también que eventualmente la persona que profesa la convicción igualitaria puede llegar a tener conciencia de tales sesgos. Pero es importante notar ahora que, aun con este conocimiento, los sesgos no son parte de la postura deliberativa de la persona. Ella se identifica más bien con su convicción igualitaria. El resultado es entonces que, si bien los sesgos están enquistados en su vida mental, la persona no los ha configurado en un ejercicio deliberativo y, al menos en este sentido específico, no los reconoce como propios. Así, si la conciencia que logra la persona de sus sesgos es solo la de un espectador de su vida mental, entonces todavía hace falta que trace un vínculo entre dicha conciencia y su perspectiva de agente deliberativo. Sin este vínculo, el riesgo de acracia epistémica está abierto, pues puede ocurrir que -de modo hasta cierto punto similar al caso de las fobias- el sesgo del que la persona es consciente como espectador mantenga su influjo en su vida mental, sin que ella pueda controlarlo desde su postura de agente deliberativo. Necesitamos entonces que la conciencia que podamos llegar a tener de nuestros sesgos caiga también bajo el alcance de la agencia deliberativa. La propuesta de Moran sobre el autoconocimiento sugiere que no debemos asumir que esto ocurra automáticamente y sin ulteriores esfuerzos de la persona, una vez su sesgo ha sido develado a la conciencia. Y, si esto es correcto, puede ocurrir que cuando nuestros sesgos implícitos se hagan conscientes todavía tengamos por delante un riesgo de acracia epistémica.12

IV

Termino con dos disquisiciones que, aunque requieren un desarrollo más profundo, guardan cierta conexión con el examen que he perfilado.

La primera atañe a los programas académicos de filosofía. La frustración de algunas mujeres en la comunidad filosófica no solo puede estar dada por los maltratos a los que alude Haslanger, o por la conciencia de posibles formas de discriminación soterrada en la disciplina. Otro reproche recurrente es la ausencia -o, en otros casos, la escasez-de cursos o seminarios sobre temas de filosofía feminista en algunos programas académicos de filosofía. En una reseña reciente, Juliana Monroy, por ejemplo, señala:

Estudié filosofía en la Universidad Nacional y durante mis seis años de formación académica nunca leí ni escuché hablar nada acerca de la filosofía feminista, ni de los problemas filosóficos asociados a la categoría de género, la diferencia sexual o acerca de la influencia de estos en la configuración de los saberes ontológicos, epistemológicos, éticos, etc. Se puede pensar que esta situación se debe a que la formación de los docentes con los que cuenta el Departamento es en otras tradiciones del pensamiento y que, además, ellos no están obligados y, de hecho, no pueden saber de todo. Dicho en otras palabras, el problema sería que falta un profesor enfocado en esa tradición y nada más. Si bien concedo que esta perspectiva explica esta "ausencia", creo, de todas formas, que el hecho es elocuente, porque delata cierta indiferencia, cierta apatía, que ha sido característica en la tradición filosófica que impera en la academia sudamericana contemporánea, o por lo menos en la colombiana, hacia los problemas planteados desde la óptica de la filosofía feminista, pues se ha tendido a considerar estos planteamientos y discusiones, cuando se los tiene en cuenta, como "pseudoproblemas filosóficos" que pertenecen, más bien, a otras áreas del saber, como la sociología, la antropología, la psicología y, más recientemente, a las escuelas de género. (283)

La ausencia o escasez de materias sobre filosofía feminista en los programas académicos suscita cuestiones interesantes. Uno podría preguntarse, por ejemplo, si la ausencia de estos temas es más lamentable que la ausencia de otros tópicos filosóficos en un programa, pues es un hecho que ningún departamento del mundo podrá cubrir toda la filosofía. De modo paralelo, uno podría preguntarse si hay alguna razón filosófica para privilegiar la filosofía feminista sobre otras tendencias. Pero, en cualquier caso, es claro que no hay una razón filosófica para desdeñarla de entrada, como de hecho sucede con frecuencia. Monroy parece ir en esta línea, al sugerir que su ausencia o escasez se debe más bien a prejuicios que llevan a pensar que los temas que se abordan en la filosofía feminista en realidad son poco filosóficos y, por consiguiente, no vale la pena un mínimo acercamiento informativo a ellos. Si lo que hemos visto en este ensayo es correcto, ni siquiera necesitamos que la fuente de tales prejuicios sea el sexismo de algunos grandes filósofos. En principio, los modelos que he reseñado podrían dar cuenta -al menos en parte- del posible desdén frente a la filosofía feminista por parte de personas que suscriben la convicción igualitaria y los ideales filosóficos. En el modelo de la voz diferente, la universalización tácita de la voz masculina dejará poco espacio para las cuestiones que aborda la filosofía feminista. Y en el modelo de la tormenta perfecta, los sesgos implícitos que operan contra las mujeres probablemente operen también con ciertas variaciones contra dicha perspectiva filosófica. En ambos casos, se trata, por supuesto, de hipótesis empíricas que deben ser sometidas a evaluación en el terreno.

Con todo, al margen de tales hipótesis, tengo la impresión de que en algunos espacios de la academia filosófica colombiana puede haber otros factores asociados al modo como se suele practicar y enseñar la filosofía que podrían jugar contra la filosofía feminista. Estos factores en principio son independientes de los aspectos a los que aluden los modelos anteriores, y afectan también a otros planteamientos filosóficos que suelen ser desdeñados en algunos espacios de nuestra comunidad.

Una tendencia común en varios programas universitarios de filosofía del país es enfocarse primariamente en la enseñanza de autores y escuelas de pensamiento, y dejar en un segundo plano la búsqueda activa de una comprensión de los problemas filosóficos mismos.13 Aunque esta forma de estructurar los currículos tiene ventajas, con ella también se corre el riesgo de que los integrantes de la comunidad se preocupen más por captar las ideas de los autores o escuelas de su interés, que por desarrollar una sensibilidad adecuada -algo que, por cierto, no es fácil- ante los problemas filosóficos como tales. "Con frecuencia -observa lúcidamente Barry Stroud- lo peor que puede hacerse con lo que parece una pregunta filosófica real es contestarla. Esto puede entorpecer una comprensión más completa de lo que es realmente el problema y de dónde proviene".14 A su vez, una sensibilidad inapropiada frente a los problemas puede llevar a que la discusión filosófica se convierta en una simple lucha entre escuderos y detractores de un autor, una tradición o una escuela particular. En una palabra -y dicho crudamente-, se corre el riesgo de suscribir las soluciones propuestas por los autores de nuestra simpatía sin comprender a fondo los problemas que buscan resolver. Con esto también se corre el riesgo de caer en cierta rigidez temática, en la que se desestimen algunos sectores de la filosofía sin atender a los problemas que abordan ni a sus vasos comunicantes con otras áreas de la disciplina. De este modo, puede ocurrir que las preguntas y aproximaciones que animan a la filosofía feminista se perciban -como sugiere Monroy- como ajenas al quehacer realmente filosófico. Incluso la etiqueta misma "filosofía feminista" da para confusiones, pues puede evocar la idea de un territorio cerrado, ajeno y desconectado de otras preocupaciones que se ven como centrales en la disciplina; y esta es justamente la imagen que hay que revertir. Cabe preguntarse entonces si una aproximación a la filosofía más enfocada en los problemas permitiría apreciar mejor las diversas tendencias filosóficas -incluso aquellas que más nos seducen-, y evitar la forma apresurada con que se suelen rechazar algunas de ellas. Aunque se trata de una especulación que debe elaborarse en detalle, una cuestión que queda abierta es hasta qué punto se presentan en la academia filosófica del país los fenómenos que he descrito, y si han podido afectar tanto a la filosofía feminista como a otras perspectivas filosóficas.

Paso a mi segunda disquisición. Las reflexiones de las secciones anteriores nos dejan la idea de que incluso en el espacio idealizado de una comunidad filosófica comprometida con la convicción igualitaria y los ideales filosóficos puede haber formas de discriminación soterrada que afecten a las mujeres -y a las minorías en general-, y cuya detección y superación no es un asunto fácil. Esto suscita la pregunta acerca del poder de la filosofía para combatir los prejuicios, los estereotipos dañinos, los sesgos y demás flagelos epistémicos que aquejan al alma humana. Si mi aproximación es correcta, debemos abandonar el optimismo ingenuo que algunos filósofos extraen de las líneas de Hume, citadas en la primera parte de este texto, sobre la filosofía como "soberano antídoto" contra estos flagelos. Fenómenos como los sesgos implícitos y las amenazas por estereotipo están ahí para recordarnos que a veces se necesita más que la reflexión racional y la buena voluntad para combatirlos. Quizá el pasaje de Hume no debe leerse entonces como una constatación fáctica del poder de la filosofía, sino como la expresión de un exigente ideal normativo que emana de ella, y nos invita a una lucha incesante con nosotros mismos -una lucha frente a la cual no tenemos garantía de que saldremos victoriosos-.

Con todo -a pesar del hálito de pesimismo que pueda tener esta reflexión-, considero que existen al menos dos aspectos en los que la filosofía nos brinda importantes beneficios en la lucha contra los prejuicios, los sesgos y el oscurantismo en general. En primer lugar, con su vocación crítica y sus finas herramientas teóricas, la filosofía contribuye a desenmascarar creencias infundadas, ideas oscuras, razonamientos errados y confusiones conceptuales. Su legado histórico en este sentido es innegable. En un nivel más personal, la filosofía también es de ayuda para evitar al menos algunas de las argucias de charlatanes, embaucadores, populistas y manipuladores de diversa índole. En segundo lugar, aun si la filosofía no nos sirviera para remover ciertos prejuicios y sesgos implícitos enquistados en nuestra vida mental, sí nos es de ayuda para -en estrecha relación con otras disciplinas- comprender parte de su naturaleza y el tipo de fracturas cognitivas a las que nos exponen. El primer aspecto que he mencionado puede parecer una ingenua profesión de fe a personas más escépticas que yo acerca del poder de la filosofía, pero quisiera pensar que este ensayo contribuye a sustentar, al menos parcialmente y en un punto específico, el segundo aspecto.

***

Este ensayo fue escrito de forma intermitente en un largo período de tiempo, y su publicación se ha retrasado también. Esta demora se debió en parte a algunas dificultades externas, pero, sobre todo, a ciertas vacilaciones e insatisfacciones de mi parte -algunas de ellas no del todo superadas-. En todo caso, estoy muy agradecido con varias colegas por sus comentarios y por el gran apoyo que me brindaron en varios momentos del proceso de elaboración del texto. Ellas son: Diana Acevedo, María Acosta, Flor Cely, Juliana Gómez, Marcela Gómez, Catalina González, Ana María Granados, Juliana Monroy, Jazmín Novoa y María Lucía Rivera. Agradezco también a William Duica y Luis Eduardo Hoyos por sus comentarios a una de las últimas versiones del trabajo.

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1 Para una información detallada sobre estas y otras cifras sobre la educación universitaria en Colombia, consúltese el portal web http://bi.mineducacion.gov.co

2La bibliografía al respecto -aunque todavía es manejable- tiende a un continuo crecimiento. Algunas referencias importantes son los ensayos incluidos en Hutchison y Jenkins (2013), así como Antony (2012), Haslanger (2008), Moulton (1983) y Valian (1999), entre otros. En este ensayo me baso principalmente en la bibliografía más influyente y no tengo pretensión de exhaustividad.

3Filósofas como María Acosta, Amalia Boyer, Luciana Cadahia, Andrea Lozano o Laura Quintana han abordado este tema en diversas columnas de opinión publicadas en periódicos y revistas culturales. Por su parte, Diana Acevedo ha escrito un texto muy profundo -Una filosofía en movimiento- en el que, entre otros temas, reflexiona sobre sus experiencias en la academia filosófica. Este trabajo, sin embargo, permanece inédito. En general, a riesgo de equivocarme, puedo decir que la situación de las mujeres en filosofía ha sido muy poco tratada en las publicaciones académicas nacionales. Una excepción, sin embargo, es el trabajo que recientemente ha realizado Flor Cely (de próxima publicación).

4 Esto no significa, por supuesto, que para todas las personas que integran la comunidad filosófica esté claro que esta disparidad numérica es problemática.

5 Véase también Bebee (2013).

6Los sesgos implícitos y las amenazas por estereotipo están así emparentadas con otros fenómenos epistémicos como la injusticia epistémica. Para esta noción, véase el trabajo pionero de Miranda Fricker (2007). Para un breve examen de los vínculos entre sesgos implícitos, amenazas por estereotipo e injusticia epistémica, véase Saul (2017). Y para un examen de este vínculo en el contexto de la filosofía y en la esfera local, véase Cely (de próxima publicación).

7 Saul (2013) deja abierta esta posibilidad, mientras que Antony (2012) la rechaza.

8Dicho sea de paso, la caracterización que ofrece Antony (2012 229-231) de la noción de propiedad intrínseca no me parece del todo clara. Una discusión de este punto, sin embargo, nos desviaría mucho de los propósitos de este escrito.

9Véase Nussbaum (1999, 2007) y Honneth (1997), entre otros. Para una buena presentación del debate, véase Fascioli (2017).

10Para tener una idea de la complejidad de estos debates en filosofía y psicología, véanse, por ejemplo, Brownstein y Saul (2016a, 2016b), así como la introducción de los editores a cada volumen. Para una útil visión panorámica de la discusión sobre responsabilidad por sesgos implícitos, véase Holroyd, Scaiffe y Stafford (2017).

11La teoría de Moran sobre el autoconocimiento es muchísimo más rica y compleja de lo que estas líneas logran transmitir. En este sentido, lamento la simplificación que aquí hago de su propuesta, pero confío en que es todo lo que necesito para el punto que me interesa.

12De hecho, esta descripción es demasiado aséptica en un sentido. En general, el reconocimiento consciente de nuestros sesgos no es tan nítido ni estable como ella supone, sino que tiende a estar atravesado por formas de pensamiento basado en el deseo, y por mecanismos de negación y autoprotección. Pero estos factores no reducen el riesgo de acracia epistémica que aquí puede presentarse, sino que más bien lo fortalecen.

13Decir esto no implica, por supuesto, la idea absurda de que los problemas filosóficos son ahistóricos o surgen en el vacío y al margen de diversas tradiciones y autores. El punto es más bien dónde se pone el foco atencional en la enseñanza y cómo esto puede llevar a repensar algunas prácticas pedagógicas y formas de estructurar los programas de filosofía.

14La observación de Stroud aparece junto a su fotografía en un bello libro de retratos fotográficos de destacados filósofos realizado por Steve Pyke (2011 198-199).

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MLA: Ávila, I. "Mujeres y filosofía." Ideas y Valores 69.173 (2020): 9-36.

APA: Ávila, I. (2020). Mujeres y filosofía. Ideas y Valores, 69(173), 9-36.

CHICAGO: Ignacio Ávila. "Mujeres y filosofía." Ideas y Valores 69, n.° 173 (2020): 9-36.

Recibido: 04 de Marzo de 2019; Aprobado: 07 de Marzo de 2019

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