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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.69  supl.6 Bogotá Dec. 2020  Epub May 10, 2021

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v69n6supl.90090 

Artículos

Soberanía, decisión y ocasión

Sovereignty, Decision and Occasion

Pablo Oyarzun R.* 

*Universidad de Chile - Santiago de Chile - Chile, paboyarz@u.uchile.cl


Resumen

El artículo aborda el problema de la traducción a partir de los temas del ocasionalismo y de la decisión. Muestra en particular que, en la experiencia de la traducción, la decisión no remite a un sujeto soberano, sino a un sujeto que se pone entre paréntesis. Por esta razón, la traducción es también una teoría critica del sujeto.

Palabras clave: decisión; ocasionalismo; sujeto; traducción

Abstract

This article addresses the problem of translation based on the topics of occasionalism and decision. It shows, in particular, that in the experience of translation the decision does not refer to a sovereign subject but to a subject that is placed in parentheses. For this reason, the theory of translation is also a critical theory of the subject.

Keywords: decision; occasionalism; subject; translation

Breve noticia

Lo que sigue es un breve argumento sobre el tema de la traducción. Permítaseme ofrecerlo en cierto modo como apéndice, aditamento o extensión a lo que expuse o quise exponer en el prólogo a El can de Kant. Me interesaba allí hablar de la estructura y la operación del “como si”, pieza crucial del planteamiento de David Johnson, quien lo trata, precisamente, en esas dos dimensiones principales, como operación y como estructura. (Alguien podría sentirse tentado a decir: como si el “como si” fuese una estructura, una operación, dado que una vez dicho, empleado, implicado, ya se afecta a sí mismo, borrajeando ese “mismo” y ya es puro trance). En vínculo con lo anterior y buscando la manera de abordar lo que Johnson pondera y propone bajo el nombre “traducción”, imaginé tres “espéculos” de esta. (La aclaración acerca de este término va en nota a pie de página en el prólogo aquel.) El primero era el continuum y tenía a Hume y a Derrida, y un poco y un mucho a Benjamin, en fondo de escena, involucrados en el asunto. El segundo es la aparición en primer plano de Maimónides en los finales del libro: la obligación de descifrar y decidir entre letra y figura impuesta al lector de la Torá me empujaba de inmediato al trance de la decisión. (También hablé en ese prólogo de la cuestión del trance, del “lugar” y del trans de la traducción.) Por último, y a cuenta mía, traía a Malebranche y al ocasionalismo, por parecerme que este último sugiere un modelo, dechado, imagen, idea o mera sombra (no sabría cómo decidir) de la traducción, su práctica, su deseo, su angustia, su endeble resultado, su mera imposibilidad. Los tres espéculos venían a rematar en algo así como un síncope o patatús de la decisión -y de la soberanía que postula- desde su medula misma.

Lo que sigue, entonces, motivado por otro apremio, tiene que ver, espero, con todo esto.

Breve argumento

Idealmente -o quizá mejor: éticamente- considerada, la traducción es un abrirse a la otra, al otro -a lo otro-; es recibirlo y albergarlo. Es abrirse y hospedar la otra lengua, en primer término. Pero por esa misma razón es abrirse y albergar a la otredad que habla (en) esa lengua. Y por esa razón, también, es alterar la lengua a la cual la otra (lengua y hablante) se traduce; alterarse, asimismo, el otro, la otra que traduce. En lo que sigue probaré proponer cierto modelo que acaso sugiera cómo concebir y entender la operación de esta apertura y esta alteración.

Sin embargo, voy a comenzar por un lado aparentemente opuesto. Siempre me ha parecido -lo he dicho más de una vez- que abordar el problema de la traducción puede contribuir a la teoría de la decisión y, a la inversa, que esta última ofrece un pertinente marco para ese problema. Me refiero a la decisión en un sentido específico, como una instancia que refiere al mundo como tal: sea Entscheidung, en los términos de Carl Schmitt, sea Entschlossenheit, en tenor heideggeriano. Ambos conceptos aluden a una primaria configuración o apertura de mundo: restitución de mundo-como-orden a partir de la total suspensión del orden, o bien des(en)cubrimiento de sentidos nuevos o furtivos, impensados, como contextos y dimensiones de existencia. En un sentido u otro, la decisión es aquí un acto soberano, un acto del soberano. Y esto supuestamente pertenece a la esencia de la decisión: puesto que es la inauguración de una serie completamente nueva de causas o acontecimientos. En este sentido, la decisión tiene, analógicamente, el carácter de un acto divino. De acuerdo con este carácter, Schmitt puede explicar el concepto del soberano en clave teológico-política (Souverän ist, wer über den Ausnahmezustand entscheidet).1 Heidegger, por su parte, tiende a socavar esta conexión teológico-política sosteniendo que la decisión presupone la llamada de la conciencia que trae al Dasein de vuelta de su complicación en medio de la existencia inauténtica y lo convoca a la apropiación de su propio ser. Pero este acto original de apropiación es un salto fundamental y a la vez infundado hacia la existencia (un Ursprung), que tiene también, sin perjuicio de su primaria inducción, un carácter inaugural; permítaseme decir: un sentido ontológico y -si se piensa en el destino (Geschick) de la comunidad, del pueblo (Volk)- hasta un sentido ontológico-político (cf. Heidegger 384). Aunque se sustituya a Dios por el Ser, la decisión retiene su rasgo autoritario, el sello del soberano, que parece ser indeleble.

A fin de cumplir su tarea, la traductora (o el traductor) tiene que tomar decisiones. ¿Habría de pensarse que ella es, en cuanto toma decisiones, instancia de soberanía? ¿Pero qué es lo que la traductora decide (pues efectivamente tiene que decidir) en el momento en que decide? Más aun, ¿qué tiene que decidirse en el caso de la traducción? La respuesta parece fácil y simple: se tiene que decidir qué palabra o secuencia de palabras, qué clase de formulación puede rendir -en otra lengua, de acuerdo con reglas y con un código diferentes- el texto, el pasaje en el cual se trabaja, de una manera que sea consistente. Pero en este momento crítico se siente una suerte de impedimento, no importa lo mínimo o fugitivo que sea: se vacila. Y esta vacilación es la verdad de la decisión de quien traduce.

Por esta razón, si una teoría de la decisión está de alguna manera vinculada a una teoría de la traducción, sería aquella una teoría que tiende a reducir la decisión (y la soberanía) a su grado cero, y que, por esa misma razón, suspende el poder inaugural de la decisión como la primera causa de una cadena de causas y efectos, al mismo tiempo que deja a su agente entre paréntesis. Si la decisión suspende todo estado de cosas y de juego en el momento en que se la toma, las decisiones implicadas en la traducción suspenden la suspensión. Esto es así debido a que traducir es decidir en todo momento. Pero si traducir es decidir en todo momento, se sigue que traducir es una vacilación constante. Se lo puede considerar de este modo: traducir es decidir en todo momento la conexión entre dos series heterogéneas, digamos, la serie del sentido y la serie de los signos, la serie del espíritu y la serie de la letra. Es la heterogeneidad de estas dos series lo que impone el titubeo, y esta vacilación no solo sobrevuela signos y sentido, sino que suspende, difiere, silenciosamente interrumpe la confiada relación del sujeto consigo mismo. En este sentido, no hay propiamente sujeto de estas decisiones, lo que quiere decir que una teoría de la traducción es asimismo una teoría crítica del sujeto: una teoría de la declinación, la interrupción, el diferimiento del sujeto.

Pienso que esta, a fin de cuentas, no es una situación o condición esencialmente diferente de aquella en que se encuentra quien escribe y, a fortiori, quien escribe aquello que le ha sido asignado a alguien traducir. Escribir también es vacilar a cada momento.

La vacilación permite que emerja un punto ciego, punto que es la posibilidad de significar que mueve al texto que se está escribiendo -que se podría estar traduciendo-. La alborada del sentido se parece al inicio de un mundo, aunque no en los términos de Schmitt o de Heidegger. Es -para emplear una palabra de Lucrecio, de ilustre ascendencia epicúrea- una parénklisis, un clinamen, una desviación; por eso mismo, es pura contingencia. Y esto equivale a decir que el sentido es un fugitivo y débil relámpago en la noche de la cerrada insignificancia. La traducción -llanamente como hablar, escribir, escuchar, tocar, tender y amar- puede ayudar a que la lucecilla no se extinga sin traza. Esto es acaso lo que todas estas relaciones tienen en común. Pues todas ellas son relaciones a algo otro en su mera alteridad. En el caso de la traducción, ayuda a que la incipiente luz que despunta perdure en la medida en que se deje determinar por lo intraducible -la alteridad que es su interés irrevocable- sin ceder al desespero. Y hay buena razón para padecer desesperanza: traducir lo intraducible (verterlo como intraducible) sería rendir cuenta del clinamen, es decir, del sentido in statu nascendi, en el momento incierto, indeterminado e indeterminable de su inseguro advenimiento. La estratagema para no caer en el desespero estriba en vacilar. No es tan diferente a los recursos que cabe emplear cuando no se sabe precisamente qué decir en una circunstancia dada que apremia (cf. Kleist 534-554). Si tiene algún sentido sostener que hablar es ya traducir, entonces también se podría trazar una analogía entre traducir y tartamudear.

Hablaba de la heterogeneidad (de series) que la traductora (o el traductor) está condenada a afrontar -y a resolver-. Veamos algunos ejemplos que pueden no ser meramente únicos, porque asechan dondequiera que se alienta el propósito de articular un concepto de la traducción. De hecho, puede ser particularmente interesante para un examen crítico de la traducción atender a aquellos procedimientos que, por decirlo así, ponen el sentido entre paréntesis y operan de un modo más o menos mecánico en el nivel del significante, de la letra, de las marcas materiales. Considérense las transliteraciones. En estos casos se tiene una plantilla, una tabla de equivalencias -piénsese en las transliteraciones del alfabeto griego al latino u otras similares-, y solo se requiere realizar las sustituciones convencionales y regulares a fin de que el texto adquiera una apariencia legible, si bien -asumiendo que no se tenga conocimiento alguno de griego- se es incapaz de entender lo que se ha vuelto legible. Me interesan especialmente estos desajustes entre lo que es legible y lo que es susceptible de ser comprendido. La legibilidad debería comportar comprensión. Pero aquí, donde una operación mecánica permite leer sin entender nada (en caso de no saber la lengua en que el texto fuente fue producido), la situación es absolutamente diferente. Pienso que esta operación mecánica es muy ilustrativa de lo que ocurre en la traducción. Finalmente, lo que provisoriamente llamaría el “momento mecánico” es inextricable de todo ejercicio de traducción, sin importar cuán intensamente esté magnetizado por el polo del sentido.

Con esto apunto a una paradoja que pasa en silencio, y que es quizá crucial desde cualquier punto de vista. Si la traducción exige riguroso escrúpulo con respecto a la letra y al espíritu, escrúpulo que distingue a la traducción del habla común y corriente con marcas de labor, atención y conciencia, y que le impone con frecuencia -o más bien a cada paso- el repetido ejercicio de la decisión, entonces es imposible traducir, acaso, sin que ocurra ese “momento”, es decir, sin desapercibimiento, distracción y cierto extravío o eclipse de sí mismo. Y esto sería la decisión como tal.

Permítaseme ahora sugerir el modelo que mencioné al principio. Lo hago sin más trámites, aunque temo que esto pueda sonar a simple quimera, pero me inclino a concebir la traducción como un caso paradigmático de lo que en filosofía se conoce como ocasionalismo.

El ocasionalismo es una doctrina de larga data, cuyo primer florecimiento tuvo lugar en el mundo árabe alrededor de los siglos IX y X entre los mutakallimūn ash’aritas,2 seguidores del gran teólogo sunita al-Ash’ari (834-976, Hégira 260-324), en disputa con los falasifa (filósofos) aristotélicos: teología contra filosofía, para decirlo de manera ruda y sin mayores precisiones. El representante más notorio y brillante de esta tradición fue al-Ghazālī, nacido a mediados del siglo XI (10581111, Hégira 450-505). Además de otras obras importantes, produjo La incoherencia de los filósofos (Tahāfut al falāsifa). En este libro célebre, que fue contestado después por Averroes con una Incoherencia de la incoherencia (Tahāfut al tahāfut), al-Ghazālī promovió el ocasionalismo a fin de defender la gestación divina de milagros: Dios es la única causa de todo, las criaturas no tienen poder alguno para hacer que las cosas ocurran; dondequiera que surge una acción o un efecto, es Dios quien actúa:

La conexión entre lo que se cree habitualmente ser una causa y lo que se cree habitualmente ser un efecto no es necesaria […], no es necesario que por la no existencia de un[a] el otro no tenga que existir -por ejemplo, existir la sed y beber, la saciedad y el comer, la quemazón y el contacto con el fuego, la luz y la aparición del sol, la muerte y la decapitación, la sanación y la toma de una medicina, la purgación de los intestinos y el uso de un purgante […]. Su conexión se debe a la previa determinación de Dios, que los crea uno al lado del otro, no porque serán necesarios en sí, incapaces de separación. Por el contrario, está dentro del poder [divino] crear saciedad sin comer, crear muerte sin decapitación, hacer continuar la vida después de la decapitación y así en todas las cosas conectadas. (al-Ghazālī 166)3

La doctrina perduró. Siglos más tarde, seis, para ser preciso, tuvo un renacimiento espectacular entre los cartesianos, de hecho, a partir de Descartes mismo, quien defendió la tesis de una creación constante del mundo por Dios, y tuvo ardua labor al explicar la conexión entre mente y cuerpo, dada la absoluta heterogeneidad de la sustancia pensante y la sustancia extensa. Louis de la Forge, Géraud de Cordemoy y el penetrante Arnold Geulincx contribuyeron fundamentalmente a ese renacimiento, pero es Nicolas Malebranche (1638-1715) quien merece el título del mayor ocasionalista del mundo europeo:

A fin de que no se pueda ya dudar de la falsedad de esta miserable filosofía [que defiende la opinión de que los cuerpos poseen poder de causación] […] es necesario probar en pocas palabras que no hay más que una verdadera causa, porque no hay más que un verdadero Dios, que la naturaleza o la fuerza de cada cosa no es sino la voluntad de Dios; que todas las causas naturales no son verdaderas causas, sino solamente causas ocasionales […]. (2009 580)

En estos términos presenta Malebranche la tesis central del ocasionalismo en su obra fundamental, Acerca de la investigación de la verdad (cf. 2006, 2009). No hay fuerza secreta en los cuerpos que pudiere ser comunicada de uno a otro; no hay poder en los espíritus finitos que fuese capaz de mover la materia. Donde quiera que ocurra un hecho corpóreo, o cada vez que se suscita una afección o una noción, es Dios quien interviene, estableciendo la conexión entre uno y otra (hambre e ingestión, golpe y dolor, deseo, impulso y acción). La idea central estriba en que no se puede hablar de una causa verdadera si no se puede concebir una conexión necesaria entre ella y su efecto; y el único ente que tiene el poder de producir esta conexión es el ser supremo, único agente eficiente que crea todo lo que es y que indispensablemente produce todo lo que pueda suceder a las cosas creadas y entre ellas. En consecuencia, toda relación entre cosas naturales y finitas, incluidos los seres humanos, es meramente contingente. Ser la causa ocasional de algo no es más que tener una relación tangencial con ese algo. Dicho de otra manera: es solamente Dios quien decide y quien decide actualmente -y siempre-; Él -o Ella, o Ello, con E mayúscula- es el soberano, o la soberana. Las criaturas finitas se encuentran unas con otras accidentalmente, vacilante e indecisamente. Si son capaces de pensar, pueden reconocer firmes regularidades y continuidades en el comportamiento de los fenómenos, pero no han de atreverse a atribuir tales regularidades al poder de ciertas fuerzas ocultas en las cosas. Desde el estricto punto de vista de su condición limitada, el mundo aparecería para ellas como contingencia de punta a cabo.

Y esta es la perspectiva desde la cual el traductor o la traductora vislumbra su tarea y su objeto. Desde luego, no puede tener la fe inconmovible de Malebranche en un Dios eficiente y omnipotente que la asistiría en las urgencias habituales de la traducción. Pensar en un dios que decide cada conexión entre seres heterogéneos tales como los pensamientos, los fenómenos, los hechos y las acciones, las marcas y los sentidos, no puede ser sino una hipótesis precipitada, una idea peregrina. Pero ¿qué sería si esta idea estuviese capciosamente implicada en la operación traductora? Piénsese en un dios menor o un pequeño diablillo. Él (con e minúscula), él, ella o ello no sería un soberano; ello, ella o él sería no más que una conjetura. De hecho, sería un deus ex machina, el alter ego, el otro-otro del traductor o la traductora al que esta recurre a fin de cumplir la tarea y el mandato de la traducción: la apertura al otro, a la otra -a lo otro.

Solo como un aparte quisiera recordar que el dios de Malebranche fue criticado precisamente como un deus ex machina por David Hume. No obstante, Hume mismo sostuvo que la afirmación de conexiones efectivas entre las cosas, es decir, la atribución de relaciones causales entre ellas se debe, después de todo, a nuestros hábitos inveterados y no a algo que fuese inherente a las cosas y los eventos, incluida la cosa que somos.4 Esta afirmación no tiene otro fundamento que la creencia nutrida por la costumbre, de manera que hábito y costumbre son, también, máquinas en cierta medida.

Las traductoras, los traductores tienen un santo patrono, Jerónimo, Hyeronimus Stridonensis, a quien debemos la Vulgata, la traducción de la Biblia al latín. Non verbum e verbo sed sensum exprimere de sensu es su regla ascética: “Yo no solo admito, sino que reconozco abiertamente que en la traducción de textos griegos -descontadas las Sagradas Escrituras, donde también la secuencia de las palabras es un misterio (ubi et verborum ordo mysterium est)- no expreso una palabra por la otra (verbum e verbo), sino un sentido por el otro (sensum exprimere de sensu)”, según se lee en la Epistola ad Pammachium (Sancti Hyeronimi 1883 571). (Por cierto, omito la interpolación, que complica un poco la doctrina y le abre una grieta insondable, en la que habita, por cierto, la causa divina). Distinto es con el dios de la traducción: no hay posibilidad alguna de saber por adelantado qué es palabra por palabra, porque el sentido siempre le pena a la letra y no hay criterio inconcusamente fijo para decidir el significado de una palabra o de una secuencia de palabras, debido a que la letra siempre perturba el significado. Así, el dios de los traductores, el ocasionalista deus ex machina -que en los hechos es the ghost in the machine- es lo que viene en ayuda a cada momento de la tarea de traducir. Este dios tiene que vincular letra y espíritu, palabra y espectro. Llámeselo genio, inconsciente, don del cielo, buena suerte o chiripa, lo que se quiera. En verdad, no es más que la habilidad de hacer de la decisión una vacilación -y viceversa. Sería esto la máquina de traducir.

La gloria del traductor, de la traductora -y su miseria al mismo tiempo- es que decide (in)decidiendo, crea (increando), esto es, abdicando la soberanía que le está concedida precisamente porque de ella depende decidir -a cada momento. Y cada momento es el angosto pasaje, la brecha a través de la cual puede venir la otra, el otro -lo otro.

Bibliografía

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1“Soberano es quien decide sobre el estado de excepción” (Schmitt 13).

2Mutakallimūn, eruditos de la teología especulativa islámica, conocida como kalām.

3Dado que el brillante libro de David Johnson concierne a “Borges, la filosofía y el tiempo de la traducción”, no podría omitir la mención de ese relato de Borges que lleva como título “La busca de Averroes” y que mezcla mañosamente a Averroes, al-Ghazālī y Al-Ash’arī (a este último, en la figura del trashumante Abulcásim Al-Asharí, “espejo de íntimas cobardías”), en lo que podría llamarse una escena generalizada -y melancólica- de traducción (Borges 582-588).

4La crítica de Hume va dirigida a los ocasionalistas en general, que refinan sutilmente la reacción usual de quienes no saben bien cómo explicarse un acontecimiento extraordinario (un terremoto, una epidemia), consistente en recurrir “a algún principio inteligente invisible como causa” (en nota: θεος απο μηχανήν): aquellos entienden que en el contexto de nuestra experiencia todo poder causal es definitivamente ininteligible y optan por llenar de Dios el mundo (cf. Hume 51 y ss.).

Cómo citar este artículo:

MLA: Oyarzun R., P. “Soberanía, decisión y ocasión.” Ideas y Valores 69. Sup. n.° 6 (2020): 39-48.

APA: Oyarzun R., P. (2020). Soberanía, decisión y ocasión. Ideas y Valores, 69 (Sup. n.° 6), 39-48.

Chicago: Pablo Oyarzun R. “Soberanía, decisión y ocasión.” Ideas y Valores, 69, Sup. n.° 6 (2020): 39-48.

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