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Franciscanum. Revista de las Ciencias del Espíritu

Print version ISSN 0120-1468

Franciscanum vol.64 no.178 Bogotá July/Dec. 2022  Epub Oct 10, 2022

https://doi.org/10.21500/01201468.5541 

Filosofía

Inflexiones de la crítica en el pensamiento renacentista hispano*

Inflections of criticism in the Spanish Renaissance thought

Juan Antonio González de Requena Farré1  **
http://orcid.org/0000-0002-4296-2211

1Universidad Austral de Chile; Puerto Montt; Chile.


Resumen

En el debate contemporáneo sobre el sentido crítico de la modernidad resulta frecuente la invocación de una autoconcepción filosófica comprehensiva de la tarea crítica como conciencia reflexiva y universal o como libre autotransformación existencial. Por medio de una reconstrucción interpretativa de algunas actitudes, prácticas y discursos críticos en el pensamiento renacentista hispano, este artículo se propone reivindicar la importancia de las diferentes tradiciones críticas que sirven de trasfondo para el juicio crítico inmanente y situado. En el Renacimiento hispano conviven discursos críticos tan distintos como la crítica histórico-filológica humanista, la naturalización del juicio crítico, el diálogo heterodoxo y el cuestionamiento crítico intercultural. Dado el carácter multiforme y situado de las tradiciones críticas modernas, cabe concluir que no tiene mucho sustento la autoconcepción filosófica de la modernidad como una era de la crítica basada en la autoconciencia reflexiva transparente, o bien en el ejercicio de una sospecha ilimitada.

Palabras clave: Pensamiento crítico; historia cultural; escuelas filosóficas; Humanismo

Abstract

In the contemporary debate on the critical sense of modernity, the invocation of a comprehensive philosophical self-conception of the critical task as reflective and universal consciousness or as free existential self-transformation is frequent. Through an interpretive reconstruction of critical attitudes, practices, and discourses in Hispanic Renaissance thought, this article sets out to vindicate the importance of the different critical traditions that serve as the background for immanent and situated critical judgment. In the Hispanic Renaissance, critical discourses as different as humanist historical-philological criticism, the naturalization of critical judgment, heterodox dialogue and intercultural critical questioning coexist. Given the multiform and situated character of modern critical traditions, it can be concluded that the philosophical self-conception of modernity as an era of criticism based on reflective and transparent self-consciousness, or on the exercise of unlimited suspicion, does not have much support.

Keywords: Critical thinking; Cultural History; Philosophical schools; Humanism

Introducción: ¿una era de la crítica?

Al subtitular como La era de la crítica su monumental Historia de la filosofía moderna, Félix Duque acotaba en el marco de la Aufklärung alemana (generosamente datada desde la primera mitad del siglo XVIII hasta el primer tercio del siglo XIX) la convergencia moderna de difusión universal de la ilustración racional, emancipación del propio entendimiento y generalización del juicio crítico autónomo; es decir, ese designio de un tiempo histórico que se sabe críticamente nuevo como modernidad. Al fin y al cabo, el Siglo de la Luces francés o el Iluminismo inglés no habrían podido autoconcebir orgánicamente el espíritu de los nuevos tiempos, al perpetuar la escisión intelectual del método analítico, el entendimiento divisor o la heterogeneidad empírica; tampoco fueron más allá de cierto despotismo ilustrado tutelar o de la inculcación vertical del juicio frente al prejuicio del vulgo1.

En ese contexto moderno de crítica generalizada, se entienden tanto la apuesta de Kant por delimitar las pretensiones de la validez de la razón humana, a partir del autoconocimiento de sus facultades y condiciones de posibilidad, cuanto la interpretación kantiana de la Ilustración como una experiencia intelectual de atreverse a pensar por uno mismo sin tutela. El marco de esta autocomprensión fundacional y universal de la crítica se enuncia explícitamente en la Crítica de la razón pura:

Nuestra época es, de modo especial, la de la crítica. Todo ha de someterse a ella. Pero la religión y la legislación pretenden de ordinario escapar a la misma. La primera a causa de su santidad y la segunda a causa de su majestad. Sin embargo, al hacerlo, despiertan contra sí mismas sospechas justificadas y no pueden exigir un respeto sincero, respeto que la razón solo concede a lo que es capaz de resistir un examen público y libre2.

Semejante autoconciencia crítica del propio tiempo, del momento histórico en que convivimos y nos entendemos, fue reiterada en la máxima que Fichte le dirigió a su época en las conferencias sobre Los caracteres de la Edad Contemporánea:

Por consiguiente, es la máxima fundamental de aquellos que se hallan a la altura de la edad y, por tanto, el principio mismo de la edad, este: no admitir como existente y obligatorio absolutamente nada más que aquello que se comprende y concibe claramente3.

En sus Principios de la Filosofía del derecho, Hegel refrendaría ese signo distintivo de los tiempos modernos, cierto principio de crítica, en virtud del cual la autoconciencia subjetiva, la libre comunicación pública y la discusión racional en la opinión pública se habrían vuelto decisivas: «El principio del mundo moderno exige que lo que alguien debe reconocer se le muestre como justo»4. En ese sentido, el planteamiento de Duque respecto a la Aufklärung como era de la crítica parece plausible: de Kant a Hegel, cabe reconocer una consistente autocomprensión filosófica de la modernidad sustentada en la autoconciencia crítica reflexiva.

Habermas, en sus lecciones sobre El discurso filosófico de la modernidad, ya había sostenido que la filosofía de Hegel presentó por vez primera una autoconcepción clara de la modernidad: en el pensamiento hegeliano se habría dado el autocercioramiento y la autojustificación de la especificidad del espíritu epocal moderno, caracterizado no solo por la autotransformación y la autoconciencia libre de la subjetividad, sino también por la afirmación del derecho de crítica. En palabras de Habermas: «Hegel abrió el discurso de la modernidad. Introdujo el tema ―el cercioramiento autocrítico de la modernidad―, y dio las reglas conforme a las que hacer variaciones sobre ese tema ―la dialéctica de la ilustración»5.

Sobre ese trasfondo de una autoconciencia crítica de la racionalidad moderna, resultan concebibles tanto la variante de la crítica marxista, centrada en la transformación práctica revolucionaria y en la superación emancipadora de las contradicciones del capitalismo burgués, como la variante nietzscheana de la crítica, que desenmascara la racionalidad moderna en tanto que voluntad de poder y consagra la autotransformación estética de la vida afirmativa6. Efectivamente, en sus «Tesis sobre Feuerbach», Marx había reivindicado la relevancia de la actuación revolucionaria o «práctico-crítica», la cual asume que «la coincidencia de la modificación de las circunstancias y de la actividad humana solo puede concebirse y entenderse racionalmente como práctica revolucionaria»7; así, la crítica enfrentaría decisivamente la enajenación de la conciencia por medio de la revolución práctica de las contradicciones de la producción social. Por su parte, en La ciencia jovial, Nietzsche esbozaba una autoconcepción de la crítica como autoafirmación y experimentación vital creadora:

Cuando ejercemos la crítica no es nada arbitrario e impersonal ―es, por lo menos muy a menudo, la prueba de que en nosotros hay allí fuerzas vivas e impulsoras que expulsan una corteza. Negamos y tenemos que negar, porque algo quiere vivir y afirmarse en nosotros, ¡algo que nosotros tal vez no conocemos aún, no vemos aún!― Esto sea dicho a favor de la crítica8.

No obstante, cuando siguió esos derroteros, la autoconciencia crítica de la modernidad quizá dejó de constituir una autojustificación epocal normativa y se transformó ―como argumenta Ricoeur9― en un ejercicio recurrente de sospecha interpretativa. En esta hermenéutica de la sospecha, se habría puesto en juego la constante desmitificación de las formas falsificadas de conciencia y se desarrollaría una exégesis laboriosa para descifrar los sentidos latentes u ocultos de la conciencia falsa, ya sea mediante el desenmascaramiento ideológico (en el caso de la crítica marxista) o por medio de la transvaloración de los valores aparentes (en la genealogía crítica nietzscheana). En ese momento, el tribunal crítico de la autoconciencia moderna, desde el cual se legitimaba la experiencia epocal, también se sometería al juicio desmitificador de la sospecha crítica y resultaría imputado como presunta falsa conciencia.

El debate sobre el sentido de la crítica sigue vigente en el pensamiento contemporáneo. Al preguntarse «¿Qué es la crítica? » en la conferencia publicada bajo ese título10, Foucault no solo rescató de cierto modo la inquietud crítica kantiana y remarcó el nexo entre crítica, Ilustración y modernidad, sino que además radicalizaba la actitud crítica, al entenderla como un desciframiento de los vínculos entre los mecanismos de poder, las condiciones de enunciación de la verdad y los modos de subjetivación. Foucault invocó la teorización crítica (desde la izquierda hegeliana hasta la Escuela de Frankfurt), pues a través de cierta práctica histórico-filosófica habría expresado la sospecha de que la racionalización moderna y su episteme constitutiva encubrirían relaciones de poder y formas de dominación. Si la crítica moderna dio sus primeros pasos como cuestionamiento racional de la autoridad religiosa, de la obediencia jurídica y de la aceptabilidad epistémica, la actitud crítica foucaultiana esbozaría un análisis de los entramados de saber-poder, de las singularidades históricas y de las opciones estratégicas de la misma racionalidad moderna. Más que la emancipación bajo la figura de la legitimación de la autoconciencia reflexiva, la actitud crítica foucaultiana se compromete, pues, con la resistencia a la sujeción y con la negativa a ser individualmente tutelado y gobernado. Así, Foucault pudo concebir la actitud crítica como una práctica virtuosa y un arte de no ser gobernado bajo determinado plexo de saber-poder y bajo las condiciones de aceptabilidad que este conforma; se trataría de una empresa de desujeción de los dispositivos epistémicos y políticos. En palabras de Foucault, «la crítica será el arte de la inservidumbre voluntaria, el de la indocilidad reflexiva»11.

Como ocurría en la crítica nietzscheana, la actitud crítica de Foucault pasaría por una autotransformación de sí y una subjetivación virtuosa y estilizada, en los márgenes de la racionalidad, normas y criterios de aceptabilidad del ordenamiento epistemológico, las coacciones discursivas y las relaciones de poder vigentes. Aunque se ha criticado a Foucault por no sustentar normativamente la actitud crítica, por no introducir criterios de aceptabilidad que orienten una experiencia de emancipación genuina y por estetizar la práctica ético-política, cabría pensar que estamos ante un intento paradójico de concebir conjuntamente la desujeción de los plexos de saber-poder y, por otro lado, la subjetivación como una aventura existencial o experimento vital no gobernado bajo algún régimen de verdad12. En fin, mientras la moderna crítica se fundaba normativamente en la autoconciencia reflexiva y la filosofía del sujeto, la crítica de la modernidad terminal somete a cuestionamiento incluso la legitimación epistemológica de la conciencia posible y apuesta por la desujeción radical sin norma.

Las contradicciones e inversiones problemáticas de una crítica filosóficamente autoconcebida no han pasado desapercibidas. Ya en la primera mitad del siglo XX, la Escuela de Frankfurt había explorado tanto las aporías de la razón subjetiva reivindicada por la Ilustración como las contradicciones de una crítica cultural espiritualmente purificada, externa y abstracta. Como Adorno argumentaba13, resulta patente la impotencia de una crítica cultural que, en un gesto de desmesura y petulancia, pretende juzgarlo todo desde una atalaya incontaminada y supuestamente independiente (la de los valores culturales), cuando en realidad solo se pliega a una idea de cultura incuestionada y se sujeta a la lógica de la circulación mercantil de los bienes culturales, como una forma de conciencia cosificada y enajenada. Y es que, cuando renuncia a asumir la negatividad de la actividad cultural transformadora y las contradicciones entre la formación cultural y las condiciones sociales objetivas, «la crítica cultural se transforma en fisiognómica social»14; es decir, se convierte en mera reproducción ideológica de la apariencia socialmente necesaria. En ese sentido, si se asume el carácter dialéctico y negativo de la labor crítica ―siempre dispuesta a explicitar las contradicciones culturales y las antinomias sociales que estas expresan―, habría que desmitificar la falsa disyuntiva entre una crítica cultural solo inmanente, replegada en sí misma y neutralizada (el juicio abstracto sobre los productos de una cultura idealizada como autosuficiente y pura), y, por otro lado, una crítica trascendente que denuncia desde fuera y en bloque la cultura como ideología burguesa o manifestación superestructural de la estructura productiva15.

También Koselleck16 expuso las ambivalencias, los desplazamientos problemáticos, las contradicciones no resueltas y los gérmenes de crisis ínsitos en la crítica moderna, que darían cuenta de la patogénesis del mundo burgués. Según Koselleck, la Ilustración invocó y universalizó, en nombre de cierto derecho de crítica ilimitada, un tipo de discernimiento moral dualista y de encausamiento moralista de todos los aspectos de la vida social, que la construcción del Estado europeo moderno había desplazado del ámbito político para así limitar y neutralizar los conflictos confesionales. Paradójicamente, en el curso de la Ilustración, el conflicto espiritual e intelectual se situó en el centro de la sociedad civil, cuando la crítica se extendió más allá del campo filológico y estético, para generalizar su ejercicio sin trabas en el ámbito de la religión y, finalmente, juzgar al propio poder político en nombre de la racionalidad y la moral. En ese sentido, la crítica se extralimitó ―hipercrítica e hipócritamente― más allá de la República de las Letras y se convirtió en una instancia generadora de crisis socio-política, al imputar y socavar la soberanía estatal, al invadir el campo del Estado y al borrar absurdamente la misma diferencia entre moral y política que sostenía el juicio crítico. En virtud de este exceso hipócrita, la crítica absolutizada terminaría juzgando el ordenamiento político en nombre de la propia distinción dualista entre moral y política, ese refugio en que el juicio crítico se había cobijado apolíticamente, como si se tratase de un tribunal intelectual suprapartidista. En fin, como concluye Koselleck: «La Crítica, en su hipocresía, se lleva a sí misma al absurdo»17.

Ante las dificultades y aporías que enfrenta no solo una crítica filosóficamente autoconcebida, sino también la crítica cultural alienada y la crítica socio-política extralimitada, cabe preguntarse por el estatuto de la crítica y por el sustento de los criterios a que el crítico apela. Michael Walzer18 ha distinguido diferentes versiones de la crítica según el tipo de principios morales que invocan a la hora de cuestionar el orden social. Un primer tipo de crítica sigue la vía del descubrimiento o la revelación para hallar alguna ley moral fundamental o los principios relevantes para el encausamiento y transformación del orden social. Hay otro sendero posible para la crítica, que se sostiene en la invención intelectual o construcción racional de criterios a realizar en nuestras formas de vida, con todas las dificultades que plantea la representatividad del legislador racional o la disponibilidad de métodos procedimentales de legitimación de criterios. Por último, existe una vía de experimentación moral y crítica social que resulta más cercana a la experiencia moral ordinaria: consiste en redescribir e interpretar las intuiciones morales familiares y los principios de la comprensión que ya compartimos en nuestra forma de vida, de modo que podamos modelar nuestra moralidad a partir de la idealización reflexiva de las sugerencias familiares implícitas en nuestras tradiciones, mediante la interpretación situada y la discusión en común de esos significados morales compartidos, sin partir nunca de cero19.

En ese sentido, la crítica social no consistiría en una actividad externa que requiriese del absoluto distanciamiento y radical apartamiento intelectual por parte del crítico (que se intentaría investir como representante de un criterio universal o norma externa); y es que semejante crítica desconectada suele conducir a la manipulación o compulsión asociales en nombre de principios revelados o utopías inventadas. Según Walzer, resulta posible concebir un modelo de crítica social inmanente ejercido a partir del juicio local y de la comprensión moral común, desde la conexión personal y la familiaridad con la forma de vida compartida que se pretende transformar, al oponerse el crítico a las fuerzas políticas predominantes en conflictos concretos. En fin, la crítica social requeriría menos descubrimiento científico o invención metodológica que narración e interpretación de nuestras tradiciones morales e historias críticas: «Nos convertimos en críticos naturalmente, por decirlo así, al explayarnos sobre las moralidades existentes y contar historias acerca de una sociedad más justa que ―si bien nunca completamente diferente de― la nuestra»20.

Dadas las aporías que encierra la autoconcepción filosófica de la crítica como conciencia racional y reflexiva del propio tiempo histórico, desde una perspectiva universal trascendente y en términos de una filosofía del sujeto, tal vez sea prudente remarcar la diferencia constitutiva de las prácticas de la crítica en distintos contextos y momentos. En ese sentido, convendría romper con la identificación especular de la modernidad y la Ilustración con una era de la crítica homogénea, compacta y sincrónicamente autotransparente. Al fin y al cabo, son múltiples las trayectorias de la crítica a través de los diferentes procesos de modernización y de las distintas versiones y estadios de la Ilustración. Por eso, quizá resulte razonable seguir la senda trazada por Walzer para una crítica inmanente: emprender una descripción narrativa de las trayectorias locales de nuestras tradiciones críticas e interpretar los trasfondos de comprensión moral desde los cuales se podría ejercer una crítica situada, conectada y socio-históricamente contextualizada. En ese caso, tendría sentido preguntarse cómo se desplegaron las prácticas de la crítica y las actitudes críticas en una cultura como la de la sociedad hispana de la primera modernidad.

Si relatásemos las vicisitudes de las tradiciones críticas hispánicas desde el punto de vista de la ortodoxia y, específicamente, desde un prisma confesional católico y apostólico, tal vez sería apropiado desempolvar la Historia de los heterodoxos españoles del erudito Marcelino Menéndez Pelayo, para reconocer que no existiría otra opción que condenar las desviaciones de la doctrina de la Iglesia, de la revelación y de la ley moral, auténticas guías providenciales de la historia y el espíritu hispano. ¿Cómo se podría escribir una historia de la heterodoxia sin invocar la ortodoxia tradicional? Por resultar supuestamente ajenas, foráneas, accidentales e impopulares para al espíritu hispano, Menéndez Pelayo consideraba que las tradiciones heterodoxas no resultarían inteligibles si solo se recoge su historia desde un criterio heterodoxo (protestante o racionalista)21. Tampoco cabe la imparcialidad indiferente si la historia de las heterodoxias no pretende convertirse solo en una crítica externa; y es que no es posible aplicar el criterio de la indiferencia distanciada:

Nunca a una historia de doctrinas y de libros, en que la crítica ha de decidirse necesariamente por el bien o por el mal, por la luz o por las tinieblas, por la verdad o por el error, someterse a un principio y juzgar con arreglo a él cada uno de los casos particulares. Y desde el momento en que esto hace, pierde el escritor aquella imparcialidad estricta de que blasonan muchos y que muy pocos cumplen, y entra forzosamente en uno de los términos del dilema: o juzga con el criterio que llamo heterodoxo, y que puede ser protestante o racionalista según que acepte o no la Revelación, o humilla (¡bendita humillación!) su cabeza al yugo de la verdad católica, y de ella recibe luz y guía en sus investigaciones y en sus juicios22.

Desde esta perspectiva ortodoxa y confesional, entran en la historia de la heterodoxia todo un variopinto conjunto de tradiciones que se habrían apartado de la Iglesia: las herejías que impugnan algún dogma religioso, pero no la revelación; formas de impiedad como el deísmo, el naturalismo, el panteísmo o el ateísmo; sectas, cultos demoniacos o idólatras, prácticas de brujería o supersticiosas; finalmente, apostasías como las de los judaizantes o los moriscos23. De ese modo, entre los siglos XVI y XVIII, en la historia de las heterodoxias hispanas desfilaría indistintamente un diversificado repertorio de desviaciones del dogma: en el Renacimiento, figuran los erasmistas y protestantes españoles, las sectas alumbradas y, como influjo externo, el averroísmo, el panteísmo racionalista, el maquiavelismo, el escepticismo y la literatura lucianesca; en el Barroco se suman las doctrinas iluminadas y quietistas, los judaizantes y moriscos y, desde fuera, el cartesianismo, con su filosofía racionalista y psicologista, así como el empirismo británico; en la Ilustración, concurren los librepensadores y deístas, el jansenismo regalista, el enciclopedismo, las sociedades económicas, las sociedades secretas y el protestantismo liberal y, externamente, el volterianismo, Rousseau, el materialismo ateo, la Economía política inglesa y la Revolución Francesa24. Desde un punto de vista comprometido y decididamente ortodoxo, Menéndez Pelayo podía concluir que, con la pérdida del genuino espíritu católico, evangelizador e impugnador de la herejía, el mundo hispano resultaba incapaz de transformarse orgánicamente y renovar su propio trasfondo; así, el espíritu hispano solo se habría sumido progresivamente en la anarquía, el desconcierto, la influencia exterior superficial, las modas intelectuales foráneas, la impiedad, el egoísmo y el más grosero pragmatismo25.

En Menéndez Pelayo, el relato ortodoxo de las desviaciones heterodoxas del espíritu hispano no solo involucra una atribución de las desviaciones confesionales e intelectuales a la eventual influencia doctrinal foránea y a las modas externas y mal asimiladas; también va acompañado de cierto casticismo, en virtud del cual se valora lo más propio del genio hispánico y se le atribuye un carácter precursor a algunas realizaciones científicas y filosóficas ibéricas. Así pues, la decadencia del espíritu hispánico ortodoxo resultaría inseparable del olvido y menosprecio de su propia historia intelectual. Menéndez Pelayo recordará a los hipercríticos ―quienes minusvaloran los logros del espíritu ibérico― la existencia de precedentes hispanos de las filosofías de Descartes y Locke, así como de la antropología y la biología modernas26. Incluso el criticismo kantiano tendría precursores en el Renacimiento hispano (como Juan Luis Vives o Francisco Sánchez), aunque no mediante una influencia directa, sino en la medida en que habría un paralelismo entre dos periodos eminentemente críticos del pensar moderno:

El período del Renacimiento, que entierra la filosofía de la Edad Media y abre la puerta a Bacon, a Descartes y a Leibniz, y el de los últimos años del siglo XVIII, en que, agotado aquel ciclo filosófico, así en su manifestación empírica como en su manifestación onto-psicológica, vuelve a ponerse en tela de juicio el valor y la legitimidad del conocimiento, y nace de entre las ruinas amontonadas por la filosofía crítica una nueva forma de pensar y un nuevo dogmatismo, más audaz y temerario que otro ninguno27.

En ese sentido, el criticismo se configuraría no tanto como un sistema filosófico sino como una posición intelectual en que se realiza un autoexamen de conciencia para impulsar la indagación con más certeza. Desde ese punto de vista, Juan Luis Vives se perfilaría como un kantiano mitigado que ya habría distinguido los aspectos formales y materiales del conocimiento; el humanista hispano ya habría postulado el carácter productivo de nuestra actividad intelectual y reconocido que el conocimiento humano «depende de nuestras facultades, no de las cosas»28, aunque evitó las consecuencias morales y metafísicas de un criticismo subjetivo y fenomenalista. Del mismo modo, el médico hispano Francisco Sánchez se posicionaría como un precursor del criticismo, ya que puso en duda las opciones de conocer una realidad metafísica suprafenoménica, cuestionó la concepción escolástica de una ciencia meramente demostrativa y apostó por la investigación experimental y el juicio crítico29.

Ciertamente, las trayectorias de la crítica en la cultura hispánica son complejas, y este trabajo persigue el objetivo de cartografiar algunas de sus principales modulaciones e inflexiones en el Renacimiento hispano; de ese modo, resultará posible contrastar críticamente cierta autocomprensión filosófica de la crítica moderna. En ese orden de ideas, pretendemos reconstruir interpretativamente algunas de las tradiciones críticas y de los diferentes momentos del criticismo hispano, pero sin asumir ―como Menéndez Pelayo― el relato unificador de la ortodoxia espiritual hispana o la consagración casticista de algún tipo de genio intelectual hispánico precursor. En vez de reforzar una narración ortodoxa de las heterodoxias intelectuales y confesionales, nuestro relato crítico se limitará a describir, por medio de una investigación bibliográfica de carácter interpretativo, algunas prácticas y actitudes críticas en el pensamiento renacentista hispano del siglo XVI, remarcando la diferencia, heterogeneidad y contingencia de las modalidades de la crítica cultural y social, tanto en lo que concierne al asunto y objeto de la crítica como en los formatos discursivos del juicio crítico. Así, está en juego una interpretación crítica, juiciosa y contextualizada de algunas de las diferentes comprensiones y discursos críticos legados por la primera modernidad hispana.

Si bien los autores y obras escogidos para nuestra reconstrucción interpretativa no agotan el panorama de la crítica intelectual y cultural en el Renacimiento hispano ―pues también se dio una genuina renovación de las mentalidades en la espiritualidad mística o en determinados ambientes escolásticos y aristotélicos―, en este estudio hemos procurado seleccionar hitos representativos de algunas tradiciones emergentes cruciales que contribuyeron a perfilar el escenario del pensamiento renacentista e introdujeron puntos de inflexión decisivos en la crítica moderna. En el contexto del actual debate sobre el sentido de la crítica y de las aporías generadas por cierta deriva hipercrítica de la modernidad tardía, este estudio cobra especial relevancia. Y es que, a través de un recorrido narrativo e interpretativo por algunas de las tradiciones críticas hispánicas del Renacimiento, no solo será posible impugnar la idealizada y universalizada autoconcepción filosófica de la crítica moderna (así como la acrítica identificación en bloque de la modernidad y la Ilustración con algún tipo de era de la crítica), sino que además se pueden rescatar valiosos recursos intelectuales y opciones morales para actualizar una crítica inmanente, situada, acotada y pertinente.

1. El examen histórico-filológico

Puede atribuirse al Humanismo renacentista una marcada renovación de la conciencia europea, a partir de la demanda de un saber abierto a la experiencia individual y sustentado en un ideal formativo rescatado de la Antigüedad clásica; se trata de una experiencia de formación cultural centrada en los studia humanitatis, es decir, en el cultivo de las letras y el estilo correcto y elegante, así como en la emulación de las fuentes clásicas grecolatinas, a través de las cuales los humanistas obtuvieron una sutil perspectiva histórica y filológica30. En todo caso, el sentido de la renovación cultural humanista trascendería la esfera estrictamente letrada e, incluso, las fronteras nacionales y se vincularía a un ideal formativo más amplio y universal, en el cual la crítica histórico-filológica de las fuentes bíblicas, jurídicas, literarias y filosóficas, así como la oposición a la escolástica medieval, podían obtener eventualmente «todo su vigor de profundas ansias religiosas, de la sentida necesidad de llevar a cabo una renovación radical»31. Por otro lado, cabría pensar que los horizontes intelectuales del Humanismo renacentista se circunscribían, solo en principio, a los studia humanitatis (el estudio de la gramática, la retórica, la poesía, la historia y la filosofía moral), pero comprendían inseparablemente el cultivo de la elocuencia y la destreza literaria, la erudición histórica y filológica lograda mediante la imitación de los autores clásicos y, también, la filosofía moral y la preocupación por las problemáticas humanas. De ese modo, los humanistas aportaron un acervo intelectual, cultural, literario y filosófico de carácter secular, que convivió con la tradición escolástica en los campos de la lógica o la filosofía natural, y en ningún caso se opuso a la religión o la teología32. Sobre ese ambivalente trasfondo cultural del Humanismo renacentista, no solo resulta concebible el rescate de la filosofía clásica y de las fuentes filosóficas greco-latinas, sino además la crítica de doctrinas filosóficas medievales como el escolasticismo y la afirmación de una libertad intelectual basada en el rechazo del criterio de autoridad escolástica33.

Dentro de este escenario intelectual del Humanismo renacentista, en el pensamiento hispano se destaca la figura de Juan Luis Vives, quien ilustra nítidamente el rescate de las fuentes clásicas y el interés por las problemáticas morales de su tiempo, pero también la crítica de la autoridad escolástica, junto con la apelación al juicio y la experiencia personales34. No en vano se podría identificar al Humanismo renacentista con una apuesta crítica y un espíritu crítico que examina los dogmas escolásticos y discute su jerga ininteligible, invocando el libre juicio y la claridad y elegancia en el lenguaje35. Por lo demás, la actitud crítica de Vives concuerda con la del Humanismo cristiano y, particularmente, con el erasmismo, que tanto influjo tuvo en la cultura hispánica renacentista (como argumentó Bataillon en su clásico Erasmo y España); comparte Vives con Erasmo el intento de restituir la pureza del mensaje cristiano, la invocación de la unidad espiritual del cristianismo y, también, el llamado a un evangelismo de la paz y del amor, más allá del burdo formalismo escolástico y la sumisión ciega36.

En efecto, como se evidencia en su tratado De las disciplinas (originalmente publicado en 1531), el principal objetivo del examen crítico en Vives es el deplorable estado de la formación intelectual escolástica y las causas de la corrupción de las artes y ciencias humanas. El juicio crítico de Vives se propone cultivar del modo más excelente las capacidades y disciplinas intelectuales, así como pretende eliminar la impiedad de las artes y ciencias para conciliarlas con la religión. Sin embargo, en lugar de acudir a las fuentes religiosas para juzgar a los autores de la filosofía antigua, Vives indaga en la naturaleza de las cosas, «por no pasar con un salto imprudente de la filosofía a la teología»37. Además, pese a la admiración que profesa por fuentes tan consagradas como Aristóteles, no trepidará en sopesar equilibradamente y cuestionar críticamente los planteamientos consagrados por alguna autoridad clásica si estos se alejan de las razones de la naturaleza, atesoradas a través de la experiencia históricamente enriquecida; de ese modo, se da en Vives una apuesta por el libre examen y la crítica honesta y franca, sustentados en las verdades accesibles mediante la naturaleza y la experiencia acopiada por siglos:

No cabe duda que es mucho más conveniente para el progreso de la cultura aplicar la crítica a los escritos de los grandes autores, que descansar perezosamente en la sola autoridad y aceptar sistemáticamente todo cuanto nos proporciona la fe ajena38.

Entre las causas que habrían generado la corrupción de las artes, Vives menciona la naturaleza de las pasiones desordenadas, como la autoconfianza y amor de sí desmedidos, o bien la codicia, la ambición, la envidia y la soberbia, pues generan rivalidades odiosas y hacen imposible aprender de los demás y aceptar correcciones39. Asimismo, contempla un factor histórico como el ocaso de las lenguas y cultura clásicas, atribuible a las invasiones de los pueblos nórdicos, a la extensión de la jerga híbrida y oscuridad afectada de los idiomas europeos modernos y, además, a los consiguientes problemas de traducción y apropiación del legado cultural grecolatino40. A ello se suma la ignorancia de la dialéctica y el descuido al indagar las razones e inferencias probables que se siguen de la naturaleza de las cosas, según el propio criterio y la experiencia; esto dificultaría la investigación de la verdad y favorecería la transmisión de errores consagrados por la autoridad tradicional, así como promovería la división de escuelas y la vana discordia doctrinal41.

Por otra parte, Vives considera que se habría debilitado la crítica gramatical y, en medio de un panorama deplorable en cuanto a conservación, transcripción y comentario de los escritos, se impondría una lectura indocta y descriteriada de las fuentes clásicas, que confunde los autores, los textos y los contextos, sin sopesar críticamente el crédito de las obras42. A la decadencia general de las artes, también contribuiría la corrupción del arte tradicional de la disputación, finalmente transformado en un espectáculo pendenciero de disputas escolásticas partidistas en las cuales solo se persigue la victoria académica, la derrota del adversario y las alabanzas personales, al margen de la clarificación de la verdad y del aprendizaje de las razones ajenas43. Asimismo, cuestiona Vives la negligencia intelectual y la lectura de segunda mano de las fuentes clásicas, a través de sumarios y compendios sin el menor espíritu científico ni capacidad de comprensión de la conexión de los saberes44. En ese sentido, gran parte de la decadencia de las artes se podría atribuir a un persistente prejuicio en la lectura de las fuentes clásicas, a los intérpretes incompetentes y a las escuelas sin criterio formativo ni capacidad para discriminar los ingenios (convertidas solo en negocios de expendio de títulos), o bien a los maestros sin oficio para enseñar y que son socialmente menospreciados como ganapanes45.

En su reconstrucción de la doctrina de Vives, Adolfo Bonilla46 sostuvo que, a través de este cuadro de causas y razones de la corrupción de las disciplinas de su tiempo, el filósofo humanista formulaba y aplicaba sus principios de crítica. Atacaba conjuntamente: el abuso de la disputa; la soberbia intelectual; el error de emprender el estudio de las letras solo para conseguir fama o riqueza; la comprensión deficiente de los textos, por su oscuridad inherente, por no dominar las lenguas clásicas, o bien por los problemas de transmisión e interpretación; la oscuridad afectada de algunos autores clásicos; la sumisión a la autoridad; la falta de una crítica sana que permita interpretar adecuadamente a los autores, textos y contextos; la preferencia por compendios vulgarizadores; la arbitrariedad en la concesión de grados académicos; finalmente, los métodos inadecuados de investigación científica, por un descuido de la inferencia a partir de la experiencia47.

A través del cuestionamiento del saber escolástico y de la crítica de las disciplinas intelectuales de su tiempo, es posible reconocer cierto procedimiento crítico en Vives a la hora de afrontar las problemáticas humanas: se parte de un análisis de la experiencia de la naturaleza, para proceder a una «exposición erudita y crítica de los antiguos» y, finalmente, conciliar esas razones con las enseñanzas de la revelación cristiana48. De ese modo se perfila un tipo de crítica histórica y filológica de carácter ecléctico, que integra de manera orgánica y creativa el legado cultural de las generaciones anteriores, por medio del examen crítico de las fuentes clásicas; así, el individuo puede trascender críticamente las limitaciones de su experiencia natural y participar de un proceso histórico de formación intelectual y cultural con elevados estándares éticos y exigencias espirituales49.

2. La naturalización del juicio

En la cultura occidental, el léxico y la semántica de lo crítico se encuentran profundamente vinculados con cierta teoría médica de la crisis. Desde la medicina grecolatina de Galeno e Hipócrates, se había transmitido la metáfora del juicio en los tribunales para concebir la discriminación crítica entre lo perjudicial y lo favorable para la salud. Las obras médicas del Medievo mantuvieron la metáfora judicial de lo crítico, en virtud de la cual ―como argumenta el médico del siglo XIII Bernardo de Gordon― la crisis toma su nombre de un juicio en que la enfermedad desempeña el papel del actor, la naturaleza es el reo, los accidentes son los testigos y el médico se convierte en el juez que certifica las señales y testimonios que condenan a la enfermedad o a la naturaleza y, así, permiten pronosticar la vida o muerte del paciente50. No es de extrañar que, durante el siglo XVI, en el ambiente intelectual renacentista de recuperación crítica de las fuentes clásicas, se reproduzca la antigua comprensión médico-judicial de la crisis y de lo crítico, como atestigua el erudito y cosmógrafo español Jerónimo de Chaves:

Crisis quiere decir tanto como juicio, y de aquí procede llamarse días críticos, que quiere decir judiciales, porque en estos días se juzga la salud o muerte del enfermo. Y así es constituida la enfermedad por acusador, la natura es el reo, el médico el juez, los accidentes son los testigos51.

Esta traslación médico-judicial del sentido de lo crítico involucraría cierta naturalización del juicio médico, en la medida en que los signos naturales de la enfermedad y del cuerpo hablan por sí mismos, y resultan decisivos para discriminar naturalmente lo beneficioso y lo que daña la salud; solo es preciso que el médico juzgue adecuadamente los signos naturales para coadyuvar al restablecimiento de la salud.

No se puede subestimar el influjo que ha tenido el discurso médico en la cultura y pensamiento occidentales; sin duda, incidió particularmente en un periodo como el Renacimiento, en cuyos horizontes intelectuales resalta el rescate de la naturaleza y la reivindicación de la experiencia natural. No es de extrañar, pues, que en el Renacimiento hispano haya tenido destacado protagonismo un grupo de médicos filósofos (Juan Huarte de San Juan, Miguel Sabuco o Francisco Sánchez, entre otros), que parecen compartir su vocación por una investigación empírica directa de la naturaleza, así como una reivindicación de la experiencia natural y del discernimiento crítico personal, en desmedro de la especulación escolástica y de los argumentos de autoridad52. Así, junto con la vía de la crítica histórico-filológica, el Renacimiento hispano exploró el camino de un juicio crítico naturalizado, como se evidencia en las obras de algunos de estos médicos filósofos, que encuentran en la naturaleza las bases para el autoconocimiento de los propios límites y para el cuestionamiento de las tradiciones culturales aceptadas.

Originalmente publicado en 1575, el libro Examen de ingenios para las ciencias, del médico Juan Huarte de San Juan, ilustra claramente esta veta naturalista del pensamiento en el Renacimiento hispano y los derroteros de una crítica naturalizada. En esta obra, se trata de llevar a cabo un examen crítico para «distinguir y conocer las diferencias naturales del ingenio humano, y aplicar con arte a cada una la ciencia en que más ha de aprovechar»53. El examen de los ingenios humanos se sustenta en una búsqueda de la razón natural y en el recurso a la filosofía natural para indagar las causas y efectos naturales sin abusar de las seudoexplicaciones sobrenaturales, como hace el vulgo54. En este intento de discriminar racionalmente las capacidades intelectuales naturales que son más apropiadas para cada oficio, Huarte de San Juan parte del estudio de la naturaleza, esto es, del temperamento de las cosas asociado a las cualidades primeras del calor, la frialdad, la humedad y la sequedad (vestigio de la medicina de la Antigüedad). Sin embargo, también considera las potencias naturales del intelecto humano (memoria, imaginación y entendimiento), tal como se dan por la naturaleza del cerebro humano, ya que cada una de ellas se vincula a determinadas disciplinas y profesiones. Incluso, se invocan condiciones naturales como el lugar de nacimiento y las tierras en que se vive, o bien la edad; al fin y al cabo, el entendimiento tiene su curso natural: «principio, aumento, estado y declinación, como el hombre y los demás animales y plantas»55.

Las conclusiones que el filósofo médico anticipa son, básicamente, que cada cual tiene algún tipo de disposición intelectual por naturaleza, que a cada forma de ingenio le corresponde naturalmente una ciencia u oficio y que, tras discriminar la disciplina más acorde con el propio ingenio, se ha de juzgar si se tiene más capacidad para la teoría o para la práctica56. Aunque ha sido reconocido por invocar el libre examen, la crítica de la doctrina aceptada y de la autoridad, así como por la investigación basada en la naturaleza y la aplicación de principios médicos a la vida humana y al cultivo de las artes, es posible reconocer en la obra de Huarte de San Juan toda una metafísica ―esencialista y teóricamente especulativa― de la naturaleza e, incluso, una utopía médica sobre la correcta forma de distribuir las capacidades humanas y organizar el Estado57.

La idea de una correspondencia entre las facultades intelectuales humanas, el orden de la naturaleza e, incluso, la organización del Estado no fue planteada solo por Huarte de San Juan. En 1587 y bajo la autoría de Oliva Sabuco de Nantes Barrera (actualmente se le ha atribuido el escrito a su padre, Miguel Sabuco) se publicó la obra Nueva filosofía de la naturaleza del hombre, un diálogo de corte filosófico que trata del conocimiento de sí mismo, de la naturaleza humana, y de las causas naturales de la vida, la muerte y la enfermedad; así, se propone una medicina verdadera resultante de la naturaleza humana, frente a la errada medicina escrita en los libros. En ese sentido, la Nueva filosofía recoge la antigua invitación filosófica al autoconocimiento y trata de convertir ese simple precepto en una doctrina articulada que exprese el conocimiento de sí mismo a partir de la naturaleza y para el natural provecho y felicidad humana58. No solo se examina el natural influjo de las pasiones humanas en la salud y en la enfermedad, sino que además se proponen remedios para aliviar los efectos nocivos de algunos afectos (como el enojo, el pesar, la ira, la tristeza, el miedo, la desesperanza, la desconfianza, la vergüenza, la congoja, etc.) y se exploran las perfecciones y ornatos del alma (entre otros, la magnanimidad, la prudencia o la sabiduría) que hacen posible llevar una vida buena y feliz.

En el capítulo «Del Microcosmo, que dice mundo pequeño, que es el hombre», Sabuco se sirve de la analogía entre el microcosmos y el macrocosmos, para sostener que también en nuestra naturaleza existe un príncipe o primera causa (entendimiento, razón y voluntad) de la cual se derivan las causas segundas (afectos, movimientos y acciones) que mueven los cuerpos; de ese modo, el entendimiento habitaría en las distintas celdas de los sesos (el sentido común, la estimativa y la memoria) y la voluntad ordenaría los movimientos corporales. Y, así como los procesos del macromundo pueden encontrarse naturalmente en incremento o mengua, también el microcosmos humano puede aumentar en la salud o decaer en la enfermedad, o bien crecer y decrecer con la edad59. Como ocurría en el Examen de ingenios de Huarte de San Juan, también en la Nueva filosofía de Sabuco se proyecta cierto horizonte político para la verdadera medicina: al componer el microcosmos humano mediante el autoconocimiento de sus causas y afectos naturales, en el diálogo se apunta a la mejora del macromundo de las repúblicas. El tratamiento prescrito por esta medicina política consiste en la eliminación de los pleitos, los enredos legales, la confusión de las legislaciones, la acumulación de leyes escritas y las diferencias de las opiniones jurídicas, incapaces de solucionar los problemas del presente con buen juicio en cada caso particular; solo bastaría una ley general que sancione la mentira y, así, limite los pleitos60. Además, la verdadera medicina de Sabuco establece remedios para favorecer a los sectores productivos (labradores y pastores) en desmedro del lujo superfluo e improductivo, para impulsar mejoras en los territorios, en el acceso al agua o en la alimentación y para la regulación de casamientos y nacimientos, entre otras intervenciones en provecho de la humanidad61.

Por último, se puede reconocer en el médico Francisco Sánchez la figura de otro representante de esta medicina filosófica y de la naturalización del juicio en el Renacimiento hispano: su libro Que nada se sabe (originalmente publicado en 1581) ilustra también una concepción de la investigación científica que privilegia la sensación, la experiencia y el juicio crítico, frente al verbalismo, la especulación y pedantería libresca de la ciencia escolástica. Así como Sabuco intentaba concretar el autoconocimiento filosófico mediante el conocimiento de las causas naturales de la condición humana, y no por medio de lo escrito, Sánchez apuesta por el libre autoexamen y el radical cuestionamiento de las cosas naturales mismas, hasta ponerlo todo en duda, en lugar de seguir acudiendo a los dichos de los antiguos, las opiniones autorizadas y la sumisa repetición escolástica de citas de autoridades62. Con el ánimo de emprender una búsqueda intelectual autónoma y despejar el terreno para una investigación científica autocrítica, que se atenga a las limitaciones del conocimiento humano, Sánchez se dirige «a los que, no estando obligados a jurar por la palabra de ningún maestro, examinan las cosas con su propio criterio guiados por los sentidos y la razón»63.

Bajo la premisa de que toda definición es solo nominal y no puede certificar la significación verdadera, y desde el cuestionamiento de la concepción aristotélica de la ciencia como demostración lógica necesaria a partir de primeros principios universales (pues ni los silogismos producen la verdad ni se puede garantizar el conocimiento de principios últimos), Sánchez propone una exigente definición de ciencia como conocimiento perfecto de las cosas, y argumenta por qué este no es posible64. Nada se sabe ―concluye escépticamente― porque las cosas resultan demasiado complejas, las causas están interrelacionadas y hay asuntos que escapan a la medida de nuestro conocimiento65. Tampoco podemos saber porque nuestro principal medio de conocimiento, o sea, las sensaciones que nos suministran la apariencia de las cosas, solo capta la imagen de los accidentes y está naturalmente condicionado por el medio externo y por la constitución interna de los órganos sensoriales66. Finalmente, el conocimiento perfecto es inviable dada la imperfección del sujeto cognoscente, tanto debido a sus condicionamientos naturales y sociales como a consecuencia de los procesos de enseñanza deficientes, de la fragmentación de los saberes y del sectarismo intelectual67. Solo queda el recurso a la experiencia y el juicio, pero la experiencia requiere maduración y contraste con la experiencia ajena, en tanto que el juicio se ve afectado por los cambios circunstanciales de la condición humana68. La conclusión de la naturalización del juicio en Sánchez coincide, en última instancia, con cierto escepticismo autorreflexivo ―más propedéutico o metódico que pirrónico69―, que invita a proseguir investigando críticamente con los frágiles medios del juicio racional y la experiencia humana. De ese modo, la naturalización del juicio en este filósofo médico converge con la actitud intelectual del escepticismo y, por tanto, con una de las líneas de crítica difundidas en el Renacimiento, gracias a la recuperación humanista de los autores escépticos antiguos y en el marco de una crisis intelectual del saber escolástico medieval.

3. El diálogo heterodoxo

En el Renacimiento hispano no solo se asiste a algunos indicios de secularización cultural con el rescate de los studia humanitatis y el desarrollo incipiente de un tipo de experiencia intelectual sustentada en el libre examen crítico de la naturaleza; también es posible reconocer cierta renovación espiritual marcada por un cuestionamiento de la teología escolástica, por la restauración crítica de las Escrituras y por la invocación de una religiosidad fundada en la fe evangélica y el amor cristiano. En su obra clásica Erasmo y España, Bataillon reconstruyó prolijamente la constelación espiritual y el complejo movimiento cultural del erasmismo, que tan influyente resultó en la historia intelectual y religiosa del siglo XVI hispano, desde el trasfondo de la convivencia religiosa en el Medievo hispánico, y a través de una interna y tensa relación tanto con la Reforma como con la Contrarreforma, hasta que la Inquisición incluyó a Erasmo entre los autores prohibidos. En las obras de Erasmo, la espiritualidad hispana encontró un nuevo lenguaje cultural y una moderna sensibilidad cristiana; así, se enriqueció decisivamente el patrimonio intelectual y la renovación espiritual del humanismo cristiano hispano:

¿Estaría España predestinada a sentir mejor que ningún otro país esta mezcla de ironía y fervor que caracteriza a Erasmo? Tal vez. España no fue menos sensible a las lecciones de reflexión crítica de los Coloquios que a las lecciones de misticismo paulino del Enchiridion. España concibió, al leer a Erasmo, la idea de una literatura a la vez festiva y verdadera, sustancial, eficaz para orientar a los hombres hacia la sabiduría y la piedad70.

En ese sentido, el humanismo cristiano de Erasmo no solo era una respuesta espiritual pertinente a la situación cultural hispana, al combinar la crítica satírica de la corrupción e inmoralidad del clero, el ataque a la filosofía escolástica y la vuelta a una religiosidad interior y evangélica, sustentada en el ideal del cuerpo místico como comunidad universal de iguales71. Asimismo, se traducía en una posición política de conciliación religiosa, preservación de la unidad espiritual de la Cristiandad, justicia cristiana en los Estados y concordia entre el buen príncipe cristiano y su pueblo; incluso, involucraba cierta concepción filosófica que privilegiaba los valores humanísticos, la centralidad de la condición humana, su autonomía espiritual y la valoración de la experiencia personal72. Por último, cabe atribuirle al erasmismo una influencia fundamental en la apuesta del Renacimiento hispano por el género dialogado y la escritura dialógica a imitación de los modelos clásicos del diálogo filosófico platónico, del diálogo retórico ciceroniano o del diálogo satírico lucianesco, aunque con la novedad del recurso a la lengua vernácula73. En ese sentido, cabría pensar que el esquema del diálogo constituye el género humanista típico, ya que inscribe un discurso dialéctico y antidogmático, así como expresa una perspectiva intelectual pluralista y abierta74. En particular, el humanismo renacentista hispano prosiguió con la recuperación de la sátira lucianesca en obras de Erasmo como el Elogio de la locura o los Coloquios; no se trataba solo del redescubrimiento humanista de una fuente literaria clásica idónea por la pureza de su griego ático, sino además de un genuino entusiasmo por la perspectiva moral de los diálogos satíricos de Luciano y por su crítica de la superstición religiosa y la hipocresía filosófica75.

Un ejemplo vívido de este erasmismo lucianesco del Renacimiento hispano se encuentra en el Diálogo de Mercurio y Carón de Alfonso de Valdés76. Escrito tras el saqueo de Roma por las tropas imperiales en 1527 y ante las afrontas de los reyes de Francia e Inglaterra al emperador Carlos V, el coloquio de Valdés retoma la discusión planteada en el Diálogo de las cosas acaecidas en Roma, otro diálogo escrito por este humanista y secretario imperial, en el cual se escenificaba una áspera crítica a la Iglesia católica romana, se imputaba el atroz desastre del saqueo de Roma (para muchos, sacrílego) a la imprudencia e intrigas del papado y se juzgaba severamente la condición moral de la cristiandad. Así como el Diálogo de las cosas acaecidas en Roma legitimaba la política imperial dada la corrupción de la Iglesia romana, en el Diálogo de Mercurio y Carón de Valdés puede reconocerse una defensa de la causa del emperador Carlos V ante los desafíos constantes, inicuos y traicioneros, por parte de las coronas francesa e inglesa. Y, del mismo modo que el primer diálogo estaba impregnado por la espiritualidad interior erasmista, por un cuestionamiento del culto exterior y por un deseo de reforma religiosa al amparo de la política imperial, el Diálogo de Mercurio y Carón esboza un ideal espiritual de cristianismo genuino a través del retablo crítico con que caracteriza la descomposición moral tanto del clero como de algunos poderes temporales de la cristiandad.

En todo caso, el diálogo entre Mercurio y Carón articula con mayor elocuencia el pensamiento moral y político de Valdés y está más elaborado literariamente; revive de modo muy logrado el estilo lucianesco, la ironía espiritual erasmista e, incluso, evoca la tradición medieval de las danzas macabras, en que se pasaba revista crítica a los distintos estamentos sociales77. En efecto, el muy informado diálogo entre el barquero del reino de los muertos (Caronte, tan presente en los diálogos de Luciano) y el mensajero divino (Mercurio) sobre las contingencias de la política europea se ve interrumpido periódicamente por el interrogatorio a las almas mortales, y toda una galería de personajes de dudosa moralidad desfila por el coloquio: un cuestionable predicador, un consejero real infame, un duque arrogante, un obispo y un cardenal corruptos, un tiránico monarca, un intrigante secretario del traicionero rey de Francia, un perfecto hipócrita y un teólogo petulante. No todos los personajes del coloquio exhiben la corrupción moral terrenal que previamente había descrito Mercurio a Caronte (como un panorama de vanidad, impostura, maldad, vicios, discordia, aflicción y locura en toda la cristiandad)78, pues también son interrogadas almas espiritualmente más puras, más cercanas al ideal de perfección cristiana y religiosidad interior erasmista: un seglar felizmente casado y, en la segunda parte del coloquio, otros modelos de vida espiritual y religiosa lograda como predicadores y clérigos honestos o un rey justo, al servicio de su pueblo y de la concordia política. De ese modo, Valdés «hace que sus piadosos personajes prediquen una alta sabiduría cristiana, como para mostrar en ella el camino de la salvación y de la bienaventuranza»79. En fin, mediante el estilo lucianesco y la sátira crítica de una cristiandad superficial, exterior y vana, se perfila en el Diálogo de Mercurio y Carón una utopía espiritual y política de corte marcadamente erasmista, que anhela la reforma profunda del cristianismo y un rescate de la religiosidad interior, aunque sea mediante la misión espiritual atribuida a la política imperial o a través de un nuevo designio de la política como empresa universal de vida religiosa80.

Otro ejemplo de la imitación humanista de la sátira lucianesca para criticar la corrupción moral y la petulancia ignorante del clero y de los maestros escolásticos aparece de manera explícita en el diálogo anónimo El Crótalon (escrito en torno a 1556 y tradicionalmente atribuido a Cristóbal de Villalón81); en ese caso, también la sátira moralista se pone al servicio de cierta aspiración espiritual y de reforma cristiana82. Aunque sus planteamientos religiosos y su anticlericalismo evocan la espiritualidad del erasmismo hispano, desde el punto de vista literario está más próximo a los diálogos de Luciano que a los coloquios de Erasmo83. Siguiendo el modelo lucianesco del diálogo entre un gallo (una reencarnación pitagórica que, en virtud de la transmigración de las almas, ha pasado por varias vidas) y el zapatero Micilo, en el tercer canto de El Crótalon se critica la ambición mundana del clero y la férrea defensa eclesiástica de bienes temporales e intereses materiales, por medio de pleitos judiciales y, de ser preciso, con las armas, cuando los clérigos solo debieran preocuparse de cultivar sus obligaciones religiosas y la virtud evangélica en su persona y en los fieles. En el cuarto canto, se cuestiona satíricamente la falsa religiosidad, la explotación de la superstición de las gentes con supuestas profecías, confusas adivinaciones y engañosas bendiciones, así como la molicie, ignorancia y falta de formación de los sacerdotes de la cristiandad. En el decimoséptimo canto, se escenifica de manera irreverente y burlona un banquete festivo por la unción de un misacantano, que pone en evidencia la ambición, vanidad y excesos del clero. En la pugna interpretativa entre quienes consideraban la sátira lucianesca como una invitación a la impiedad atea y aquellos que saludaron su divertida fantasía, o bien la edificante filosofía moral o el perspectivismo, el autor de El Crótalon parece haber optado, en su notable recreación de la sátira lucianesca, por una combinación del Luciano moralista y del festivo para procurar el entretenimiento honesto de los lectores. Se trataría de una reinterpretación erasmista de Luciano que aúna de modo muy representativo «filosofía moral, subjetivismo filosófico, burla de creencias, retórica y estilo, historiografía, fantasía, costumbres y arqueología»84.

4. El cuestionamiento intercultural

El Renacimiento no puede ser concebido al margen de las exploraciones y descubrimientos geográficos que ampliaron los horizontes de la experiencia europea y la confrontaron con otros pueblos y culturas. En ese sentido, se puede afirmar que el descubrimiento de América constituyó un acontecimiento de primera magnitud en el Renacimiento hispano y propició una profunda transformación de la concepción del mundo, así como introdujo nuevas cuestiones intelectuales, orientaciones filosóficas e, incluso, fantasías utópicas85. Para describir las nuevas experiencias de los exploradores en tierras lejanas y muy distintas, no era posible acudir a la imitación de modelos y cánones retóricos establecidos, de manera que había que valerse de los recursos personales, aunque no estuviesen avalados por la tradición: en ocasiones, se desatendía lo desconocido para atenerse solo a lo identificable; otras veces, se asimilaba, mediante comparaciones y paralelismos, la experiencia nueva a algún asunto culturalmente familiar o se conservaba el nombre indígena para describir realidades y nociones autóctonas; por último, se aportaron descripciones puras de experiencias y acontecimientos nuevos, surgidas del espíritu de observación más que de la imitación de modelos86. Así pues, las crónicas y relaciones de Indias no solo enfrentaban el desafío de dar cuenta de un mundo cultural desconocido, sino también participaron de un cambio en la concepción del saber que privilegiará la experiencia directa, el testimonio presencial y el contacto inmediato con los acontecimientos, así como la crítica de los relatos transmitidos y de las fuentes documentales87.

Ahora bien, como argumentó Todorov88, el descubrimiento de América involucró sobre todo el encuentro con el otro desconocido y la extrañeza radical ante una humanidad distinta: en el caso de Colón, se interpretaba al otro imponiéndole los propios valores y preconcepciones; en el conquistador Cortés, se desplegaron eficientes estrategias para la comunicación interhumana, para recibir información de los otros y descifrar sagazmente la comprensión ajena; eventualmente, Las Casas reconocerá al otro como igual al cual podemos asimilar cordialmente o respetar en su diferencia. No hay una continuidad lineal en la problemática de las actitudes ante el otro, pues están presentes distintos juicios de valor respecto a la alteridad (su diferencia, su maldad, su inferioridad, etc.), diferentes iniciativas prácticas de trato (acercamiento, asimilación, sumisión, etc.) y múltiples grados de conocimiento del otro89. En todo caso, con frecuencia, los relatos de crónicas del descubrimiento y la conquista proyectaron un imaginario idealizado e, incluso, utópico en la relación con el Nuevo Mundo; así, se hacía valer cierta unidad espiritual entre los ámbitos político y moral-religioso, ya sea mediante la idealización de las culturas indianas (como superiores, incluso, a los antiguos), mediante un posicionamiento crítico antieuropeo y contrario al belicismo conquistador, o bien por medio de la afirmación de la superioridad de los valores clásicos europeos frente a la supuesta barbarie de los indios, que justificaría su esclavización90.

Si bien existen otras matizadas posiciones intelectuales y prácticas ante el problema de la alteridad, el fraile dominico Bartolomé de Las Casas quizá encarna la figura más representativa del autocuestionamiento crítico en el encuentro con el otro americano. En su Apologética Historia (originalmente publicada en 1536)91, Las Casas se había propuesto describir a los habitantes de América para defenderlos de las acusaciones de que carecían de la capacidad racional para gobernarse a sí mismos bajo un ordenamiento político. Las Casas demostraba, a partir del fundamento natural de las condiciones de vida en las Indias Occidentales, del entorno y clima, así como de la constitución orgánica y corporal de sus habitantes, que los indígenas americanos disponían de suficiente entendimiento natural y capacidad racional. Además, Las Casas argumentaba que en las sociedades del Nuevo Mundo se encontraban formas de racionalidad en la vida espiritual, la actividad económica y el ordenamiento político, esto es, en «las tres especies de prudencia que pone el Filósofo: monástica, económica y política»92, perfectamente comparables con las de la Antigüedad greco-romana. De hecho, según el fraile dominico, en las sociedades indígenas americanas se convivía en ciudades, y había ciudadanos con funciones diferenciadas (labradores, artesanos, guerreros, propietarios, sacerdotes y jueces y gobernantes), de modo que resultaba evidente la organización de costumbres e instituciones sofisticadas en la producción, la defensa, el comercio, la vida espiritual y el sentimiento de la existencia de lo divino, así como en la administración de justicia y el gobierno político. En consecuencia, Las Casas pudo concluir que los indígenas del Nuevo Mundo tenían capacidad racional para autogobernarse y, a pesar de su desconocimiento de una lengua ajena y de la doctrina cristiana, pese a ser infieles solo por ignorancia, podían convertirse a la fe en Cristo; no se trataba de bárbaros sin instituciones ni vida moral, a los cuales se pudiera esclavizar, ni tampoco de enemigos de la Iglesia, a los cuales hubiera que combatir93.

Puesto que los indígenas americanos eran inteligentes y perfectamente aptos para recibir la doctrina cristiana y convertirse al cristianismo, en su tratado del Único modo de atraer a todos los pueblos a la verdadera religión de 1537, Las Casas pudo justificar que la evangelización debía ser pacífica y no forzada; había que recurrir a «un solo, mismo y único modo de enseñarles a los hombres la verdadera religión, a saber: la persuasión del entendimiento por medio de razones, y la invitación y suave moción de la voluntad»94. Así, el arte para evangelizar en la fe cristiana se sustentaría en la persuasión racional, la invitación amable y el ejemplo creíble; la predicación solo resultaría exitosa si se comprende que el predicador no persigue la dominación ni está motivado por la ambición, si la prédica es benévola y humilde, si el predicador encarna la genuina caridad cristiana y si lleva una vida ejemplar95. Según Las Casas, intentar imponer la fe por la fuerza solo acarrea los conocidos desastres de la guerra: la violencia y la furia impetuosa; la carnicería y la rapiña; el cautiverio, el despojo, la desolación y la calamidad; además, estos males generan aflicción, terror, ira y resentimiento indecibles que anulan el juicio, de modo que resulta improbable que alguien se convenza racional y voluntariamente de la doctrina cristiana por medio de la crueldad sanguinaria, del tormento brutal y del cautiverio y esclavitud de los sobrevivientes96. Por eso, Las Casas concluye que la guerra para imponer la fe cristiana resulta contraria al derecho natural, a la ley divina, a los mandamientos cristianos y a las leyes humanas; es injusta por injustificada, dañina e inicua; tiránica, por violenta, cruel y contraria al bien común97.

El fraile dominico testimonió en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias (publicada originalmente en 1542 y ampliada en 1552) los estragos de la guerra de conquista y de la esclavización de los indígenas en el Nuevo Mundo, en nombre de la fe cristiana y la evangelización. Así, denunció vívidamente toda «la deformidad de la injusticia que a aquellas gentes inocentes se hace, destruyéndolas y despedazándolas sin haber causa ni razón justa para ello, sino por sola la codicia y ambición de los que hacer tan nefarias obras pretenden»98. A través del relato ejemplarizante de las consecuencias desastrosas e inhumanas de la conquista de América, Las Casas lograba formular por inducción la «regla» presente en tan aciagos acontecimientos: el incremento constante e ilimitado de la crueldad, la masacre, la opresión, los desafueros, la esclavización y la tiranía sobre gentes inocentes y carentes de maldad99. De ese modo, en Las Casas se esboza un doble gesto moral e intelectual: por un lado, la idealización de la inocencia y natural racionalidad de los indígenas del Nuevo Mundo; por otro lado, la insistente acusación de la perversidad y brutalidad de los conquistadores hispanos y, también, la denuncia crítica de la ignorancia cómplice de muchos teólogos. En el horizonte de la lucha intelectual y moral de Las Casas, tal vez puedan percibirse las ambivalencias entre el amor cristiano volcado a la asimilación evangélica del otro (e, incluso, la desvalorización de su pertenencia hispana para defender los derechos indígenas) y, por otra parte, la valoración igualitaria, distributiva y perspectivista, de las culturas humanas, que llevó al fraile dominico a renunciar «al deseo de asimilar a los indios» y elegir «la vía neutral: los indios mismos decidirán sobre su propio porvenir»100. En todo caso, quizá podamos resumir el sentido del cuestionamiento intercultural promovido por Las Casas con el título del libro de Hanke sobre la querella con Sepúlveda, a saber: La humanidad es una101.

Ciertamente, el otro indiano no es la única forma de alteridad a que se enfrenta el Renacimiento hispánico, pues en los turcos puede reconocerse a un otro más cercano desde un punto de vista histórico. Por eso, no es de extrañar que, en el notable diálogo erasmista Viaje de Turquía102 (escrito en torno a 1557 y atribuido al médico humanista Andrés Laguna), se haya utilizado el relato ficcional de un cautiverio entre los turcos, para cuestionar las inconsistencias morales de la cristiandad, despreciar el dogmatismo y la superstición, comparar críticamente las costumbres turcas y cristianas y destacar algunas cualidades de los turcos, retratados como gente virtuosa desde el punto de vista de la ley natural. Ahora bien, aunque en el coloquio se despliega sutilmente el ameno estilo instructivo, el fervor irónico y los ideales espirituales erasmistas, la autocrítica de la cristiandad no involucra en ningún caso «una apología del Islam, ni una especie de pirronismo para el cual todas las religiones son la misma cosa»103.

Conclusión: por una crítica multiforme y situada

A través de las distintas vetas del pensamiento renacentista hispano relucen muy distintos matices de las prácticas críticas, que difícilmente se dejan reducir a una forma homogénea de autoconciencia epocal reflexiva. Por una parte, se dieron muy diferentes posicionamientos intelectuales para el ejercicio de la crítica: el libre examen histórico y filológico de las fuentes canónicas, para corregir la distorsionada apelación escolástica a la autoridad; la apuesta por el juicio personal basado en la razón y la experiencia naturales; el cuestionamiento espiritual heterodoxo de la ortodoxia confesional; por último, la revisión comparativa de los propios supuestos culturales en el encuentro con otras formas de vida. En estas distintas versiones del juicio crítico, se recurre a diferentes criterios para discernir la inadecuación de nuestros prejuicios y concebir la transformación de nuestras prácticas culturales: rescatar el espíritu de la letra mediante una crítica histórico-filológica; atenerse a la observación de la naturaleza; desenmascarar la inconsistencia espiritual de las prácticas religiosas instituidas; finalmente, invertir las valoraciones culturales de lo propio y lo ajeno, así como denunciar la inconsistencia entre los principios que invoca un nosotros y las prácticas que despliega con otros. En cada instancia, el juicio crítico se expresa a través de discursos y géneros discursivos que permiten explorar el posicionamiento subjetivo y la tematización cuestionadora, ya sea mediante el tratado erudito, el ensayo personal, el diálogo satírico, o bien la historia ejemplar. En todo caso, los géneros de discurso del juicio crítico se emplearon y reapropiaron sagazmente a través de las distintas inflexiones de la crítica en el Renacimiento hispano: por ejemplo, la crítica histórico-filológica de inspiración erasmista no dudará en recurrir al diálogo lucianesco con fines didácticos; los médicos filósofos se servirán del tratado erudito para reivindicar la experiencia natural; o bien el cuestionamiento intercultural se servirá de la disputación teológica o del relato histórico para denunciar las inconsistencias confesionales y la injusticia en la empresa conquistadora y evangelizadora hispana.

Por nuestra parte, nos hemos detenido en la caracterización de cuatro formatos de juicio crítico presentes en el siglo XVI: la crítica humanista histórico-filológica, la naturalización del juicio crítico en cierta episteme renacentista, el diálogo heterodoxo orientado a la renovación espiritual del cristianismo y, por último, el cuestionamiento intercultural en el contexto del descubrimiento y la conquista del Nuevo Mundo. Sin duda, las inflexiones de la crítica caracterizadas en este artículo no agotan todos los matices de las actitudes y discursos críticos en el pensamiento renacentista hispano. Por ejemplo, cabría preguntarse por la presencia en el Renacimiento hispano de esa modalidad de crítica encarnada en la literatura utópica, conforme al influyente modelo de la Utopía de Tomás Moro de 1516. Al fin y al cabo, puede reconocerse cierta tradición utópica occidental (desde la Utopía de Tomás Moro, La Ciudad del Sol de Tommaso Campanella y la Nueva Atlántida de Francis Bacon) que trasponía imaginariamente una forma de vida ideal en las coordenadas seculares de alguna república tan perfecta como ilocalizable. Como ocurre con todo concepto de interpretación social y política, la semántica histórica de la utopía no se mantuvo inmutable, y se amplió hasta comprender los criterios ideales para una crítica del orden existente:

Así, la utopía se vio preñada de distintos significados a medida que pasaban las épocas: género literario, constitución de un Estado perfectamente estructurado, una disposición de la mente y los fundamentos religiosos o científicos de una república universal104.

A pesar del aparente extrañamiento al situarse en la perspectiva de un no-lugar, una utopía como la de Moro no surgía de la total descontextualización y desvinculación espacio-temporal: extraía sus recursos imaginativos de fuentes clásicas (como la República de Platón, los diálogos lucianescos o los relatos helenísticos de viajes), a la vez que expresaba cierta espiritualidad evangélica cristiana y respondía a la experiencia y expectativas del descubrimiento del Nuevo Mundo105. En la estela de la Utopía de Moro y, quizá, del ciceroniano Sueño de Escipión y de los Relatos verídicos de Luciano de Samosata, y bajo el prisma de cierto platonismo cristiano, el Renacimiento hispano presenta una muestra singular de la literatura de fantasía utópica: el insólito relato titulado Somnium de Juan de Maldonado (publicado originalmente en 1541). Como relato de un sueño ficticio, la narración de Maldonado representa desde una perspectiva extraterrestre (el viaje a una supuesta república lunar) y extraterritorial (el regreso a una recóndita sociedad imaginaria del Nuevo Mundo) algunas contradicciones de la forma de vida de la cristiandad europea. Encontramos en el fantasioso trayecto de Maldonado críticas al afán de lucro, a la avaricia, a la lujuria, a la envidia, a la discordia y a la hipocresía social. En compensación, el relato del periplo utópico esboza un vago ideal de perfección que concilia el cuidado laborioso de la naturaleza, la integridad virtuosa, la devoción, el amor al prójimo, la caridad sincera, la sencillez pura, el cariño espontáneo, la cooperación y la satisfacción comunitaria de necesidades; de modo genérico, se predica la coherencia con el propósito propio: «que hagan, en una palabra, lo que decidan hacer»106. Lejos de pronunciarse sobre los conflictos sociales y espirituales de su tiempo, el sueño ficticio de Maldonado solo invoca genérica y abstractamente la consistencia indefinida y la armonía humana imprecisa; se trata únicamente de un difuso horizonte utópico neutral, indeciso y reconciliador107. De ese modo, el utopismo ilustra ―fantasiosamente― la falta de concreción y la etérea indeterminación del juicio enajenado, desvinculado y descomprometido, que ha marcado con frecuencia a cierta autoconcepción filosófica de la crítica moderna como autorreflexión desde ningún lugar.

Aunque no agotemos todas las matizadas opciones de la crítica en el Renacimiento hispano, este estudio podría consumar su propósito crítico: al reconocer distintas tradiciones, prácticas y articulaciones discursivas de la crítica en un ámbito tan concreto como el del pensamiento renacentista hispano, podemos suministrar contraejemplos decisivos para varias generalizaciones habituales sobre el sentido de la crítica moderna. En primer lugar, dada la diferencia de las prácticas y actitudes críticas en un contexto situado como el Renacimiento hispano, resulta muy discutible la autoconcepción filosófica universal de la crítica, ya sea en términos de algún tipo de autoconciencia epocal reflexiva y emancipadora problemáticamente vinculada a la filosofía del sujeto (como ocurre en Habermas), o bien bajo alguna concepción laxa de la crítica como resistencia al orden establecido a través de una práctica estilizada de autotransformación de la existencia libre (como es el caso de Foucault). No existiría una condición esencial filosóficamente constitutiva de la crítica moderna (como la autolimitación o autojustificación racional, la transformación social revolucionaria, o bien la autotransformación o la contraconducta existencial); solo encontramos semejanzas prototípicas entre rasgos contingentes de nuestras tradiciones y actitudes críticas. Por tanto, parecen bastante arbitrarias tanto la identificación de la autoconciencia moderna con una era de la crítica homogénea como la ecuación entre critica moderna e Ilustración. Tampoco habría sustento suficiente para generalizar algún relato sobre la autodestrucción de la razón crítica ilustrada (en virtud de cierta dialéctica del iluminismo al estilo de la trazada por Horkheimer y Adorno108), o bien sobre la extralimitación autodestructiva de la crítica en la Ilustración europea, que habría llevado el juicio crítico desde el ámbito moral al religioso y, finalmente, a la propia esfera política (a través de determinada patogénesis del mundo burgués como la descrita por Koselleck).

En segundo lugar, no existe un repertorio único y tipológicamente limitado de estrategias para la crítica cultural y social (la crítica inmanente o la crítica trascendente, como las opone Adorno; o bien la crítica desde un criterio revelado, la crítica desde principios racionalmente inventados y construidos o la crítica desde una interpretación situada de nuestras tradiciones morales, como plantea Walzer). Ciertamente, cabe reconocer un carácter situado y contextualmente dependiente en todo discurso y práctica crítica ―por mucho que apele a la trascendencia universal o la autotransformación existencial―, de manera que siempre hay algún elemento interpretativo en todo juicio crítico. Y es que la crítica no solo ha de responder a los matices y urgencias de la situación, sino que, para decidir criteriológicamente y aplicar sus criterios, también ha de dialogar con comprensiones tradicionales y con otras tradiciones críticas. En cualquier caso, los caminos de la interpretación crítica de la situación son múltiples y multiformes, y dependen de muchas contingencias situacionales y opciones estratégicas. Ni siquiera tiene que darse necesariamente un criterio normativo explícitamente formulado a través del juicio crítico (como exigen algunas teorías normativistas de la crítica en la estela de Habermas), ya que entre el repertorio de estrategias críticas se puede recurrir a la simple inversión irónica de los valores oficiales o al relato testimonial (contra)ejemplar. En consecuencia, tampoco es obvio que solo se pueda relatar la historia de la crítica desde un compromiso confesional con el juicio ortodoxo y, de esa manera, haya que apostar decididamente por los valores tradicionales para impugnar las desviaciones heterodoxas como fuentes de nuestra crisis histórica (como hace Menéndez Pelayo). Al fin y al cabo, no parece difícil reconocer que la vigencia y recreación de la ortodoxia requiere de un diálogo crítico con formas de heterodoxia que, frecuentemente, no son sino un autocuestionamiento crítico de la propia posición ortodoxa. Sin duda, hay formas de crítica heterodoxa que impugnan las inconsistencias de la ortodoxia confesional o doctrinal; no obstante, no todas las prácticas y actitudes críticas modernas se enfocan en una renovación religiosa de la espiritualidad. Variopinto, multiforme y situado, el juicio crítico no requiere necesariamente un compromiso confesional y doctrinal declarado.

En última instancia, nuestra cartografía de algunas inflexiones de la crítica en el Renacimiento hispano es apenas un capítulo de una caracterización más amplia de las prácticas y actitudes críticas. Para el contexto del pensamiento hispano moderno hasta la Ilustración, podríamos rastrear otras muchas modalidades del juicio crítico como la crítica alegórica barroca (en Francisco de Quevedo o Baltasar Gracián), la institución de la crítica bibliográfica moderna (en Nicolás Antonio), la racionalización de la crítica en la Ilustración hispana (en Benito Jerónimo Feijoo, Andrés Piquer o Antonio Codorníu), o bien las formas de crítica pública en la prensa ilustrada (por ejemplo, en publicaciones como El duende crítico de Madrid o El censor), etc. Queda pendiente, pues, la descripción de otros muchos derroteros de las actitudes y discursos críticos en la modernidad hispana y la consideración de otras tradiciones intelectuales críticas diferentes a los modelos canónicos de Ilustración impuestos por el Siècle des Lumières, la Enlightenment o la Aufklärung.

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*Investigación enmarcada en un proyecto sobre las formas de la crítica en la modernidad hispana, iniciado en el primer semestre académico del 2021. El artículo es auspiciado por la Vicerrectoría de Investigación, Desarrollo y Creación Artística de la Universidad Austral de Chile.

1 Félix Duque, Historia de la filosofía moderna. La era de la crítica (Madrid: Akal, 1998), 18-19.

2 Immanuel Kant, Crítica de la razón pura (Madrid: Alfaguara, 2002), 9, nota k.

3 Johann Gottlieb Fichte, Los caracteres de la Edad Contemporánea (Madrid: Revista de Occidente, 1976), 34.

4 Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Principios de la Filosofía del derecho (Barcelona: Edhasa, 1988), 402.

5 Jürgen Habermas, El discurso filosófico de la modernidad (Madrid: Taurus, 1993), 69.

6Jürgen Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, 75.

7 Karl Marx, «Tesis sobre Feuerbach», en Trabajo asalariado y capital (Barcelona: Planeta-Agostini, 1985), 34.

8 Friedrich Nietzsche, La ciencia jovial (Caracas: Monte Ávila, 1990), 179.

9Paul Ricoeur, Freud: una interpretación de la cultura (México, D. F.: Siglo XXI, 1990), 32-35.

10 Michel Foucault, «¿Qué es la crítica?», Daimon. Revista Internacional de Filosofía 11 (1995): 5-25.

11Michel Foucault, «¿Qué es la crítica?», 8.

12 Judith Butler, «¿Qué es la crítica? Un ensayo sobre la virtud de Foucault», en Producción cultural y prácticas instituyentes. Líneas de ruptura en la crítica institucional, ed. Transform (Madrid: Traficantes de Sueños, 2008), 141-167.

13 Theodor Adorno, «La crítica de la cultura y la sociedad», en Crítica cultural y sociedad (Madrid: Sarpe, 1984), 221-248.

14Theodor Adorno, «La crítica de la cultura y la sociedad», 241.

15Theodor Adorno, «La crítica de la cultura y la sociedad», 242-246.

16 Reinhart Koselleck, Crítica y crisis (Madrid: Trotta, 2007).

17Reinhart Koselleck, Crítica y crisis, 113.

18Michael Walzer, Interpretación y crítica social (Buenos Aires: Nueva Visión, 1993).

19Michael Walzer, Interpretación y crítica social, 22-36.

20Michael Walzer, Interpretación y crítica social, 67.

21 Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, Vol. 1 (Madrid: Librería general de Victoriano Suárez, 1911), 51-54.

22Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, Vol. 1, 51.

23Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, Vol. 1, 48-49.

24 Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, Vol. 1, 62-65. Véase también Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, Vol. 3 (Madrid: Imprenta de F. Maroto e hijos, 1881), 5-19.

25Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, Vol. 3, 834-835.

26 Marcelino Menéndez Pelayo, «De los orígenes del criticismo y del escepticismo y especialmente de los precursores españoles de Kant», en Ensayos de crítica filosófica. (Madrid: Librería general de Victoriano Suárez, 1918), 133-134.

27Marcelino Menéndez Pelayo, «De los orígenes del criticismo y del escepticismo y especialmente de los precursores españoles de Kant», 136.

28Marcelino Menéndez Pelayo, «De los orígenes del criticismo y del escepticismo y especialmente de los precursores españoles de Kant», 171.

29Marcelino Menéndez Pelayo, «De los orígenes del criticismo y del escepticismo y especialmente de los precursores españoles de Kant», 186-206.

30Francisco Rico, «Temas y problemas del Renacimiento español», en Historia y crítica de la literatura española, Vol. 2, eds., Francisco Rico y Francisco Estrada (Barcelona: Crítica, 2004), 10-11.

31 Eugenio Garin, La revolución cultural del Renacimiento. (Barcelona: Grijalbo, 1984), 66.

32 Paul Oskar Kristeller, El pensamiento renacentista y sus fuentes (México, D. F.: Fondo de Cultura Económica, 1982), 97.

33 José Luis Abellán, Historia crítica del pensamiento español, Vol. 2 (Madrid: Espasa-Calpe, 1979), 19.

34José Luis Abellán, Historia crítica del pensamiento español, Vol. 2, 108.

35Joseph Pérez, «Erasmo, Moro y Vives», en Luis Vives. Humanista español en Europa, eds. Antonio López Vega y Pedro Schwartz Girón (Valencia: Generalitat Valenciana, 2008), 151.

36 Marcel Bataillon, Erasmo y España. Estudios sobre la historia espiritual del siglo XVI (México, D. F.: Fondo de Cultura Económica, 1966), 802.

37Juan Luis Vives, Obras completas, Vol. 2 (Madrid: Aguilar, 1948), 340.

38Juan Luis Vives, Obras completas, Vol. 2, 341.

39Juan Luis Vives, Obras completas, Vol. 2, 350-358.

40Juan Luis Vives, Obras completas, Vol. 2, 358-364.

41Juan Luis Vives, Obras completas, Vol. 2, 365-372.

42Juan Luis Vives, Obras completas, Vol. 2, 373-376.

43Juan Luis Vives, Obras completas, Vol. 2, 376-382.

44Juan Luis Vives, Obras completas, Vol. 2, 383-388.

45Juan Luis Vives, Obras completas, Vol. 2, 388-398.

46 Adolfo Bonilla, Luis Vives y la filosofía del Renacimiento, Vol 2 (Madrid: Espasa-Calpe, 1929).

47Adolfo Bonilla, Luis Vives y la filosofía del Renacimiento, Vol 2, 91-92.

48 José María Belarte Forment, «Vives cristiano», en Luis Vives. Humanista español en Europa, eds. Antonio López Vega y Pedro Schwartz Girón (Valencia: Generalitat Valenciana, 2008), 96.

49Carlos Noreña, Juan Luis Vives (La Haya: Martinus Nijhoff, 1970), 153-161.

50 Bernardo de Gordonio, Obras (Madrid: Antonio Gonçalez de Reyes, 1697), 354.

51 Jerónimo de Chaves, Chronographia (Sevilla: Fernando Diaz, 1584), 211.

52José Luis Abellán, Historia crítica del pensamiento español, Vol. 2, 198-218.

53 Juan Huarte de San Juan, Examen de ingenios (Madrid: Cátedra, 1989), 162.

54Juan Huarte de San Juan, Examen de ingenios, 234-243.

55Juan Huarte de San Juan, Examen de ingenios, 231.

56Juan Huarte de San Juan, Examen de ingenios, 159-160.

57Domingo Ynduráin, Estudios sobre Renacimiento y Barroco (Madrid: Cátedra, 2006), 268-277.

58Oliva Sabuco de Nantes Barrera, Nueva filosofía de la naturaleza del hombre (Madrid: Imprenta de Domingo Fernández, 1728), 2.

59Oliva Sabuco de Nantes Barrera, Nueva filosofía de la naturaleza del hombre, 120-128.

60Oliva Sabuco de Nantes Barrera, Nueva filosofía de la naturaleza del hombre, 178-184.

61Oliva Sabuco de Nantes Barrera, Nueva filosofía de la naturaleza del hombre, 184-193.

62Francisco Sánchez, Que nada se sabe (Madrid: Espasa-Calpe, 1991), 49.

63Francisco Sánchez, Que nada se sabe, 50.

64Francisco Sánchez, Que nada se sabe, 57-84.

65Francisco Sánchez, Que nada se sabe, 85-112.

66Francisco Sánchez, Que nada se sabe, 113-130.

67Francisco Sánchez, Que nada se sabe, 131-153.

68Francisco Sánchez, Que nada se sabe, 153-163.

69José Luis Abellán, Historia crítica del pensamiento español, Vol. 2, 195.

70Marcel Bataillon, Erasmo y España. Estudios sobre la historia espiritual del siglo XVI, 805.

71José Luis Abellán, Historia crítica del pensamiento español, Vol. 2, 46.

72José Luis Abellán, Historia crítica del pensamiento español, Vol. 2, 70-80.

73 Jesús Gómez, «El lugar del diálogo en el sistema literario clasicista: después de 1530», Etiópicas 11 (2015): 39-68.

74 Cristina Barbolani, «Los Diálogos de Juan de Valdés, ¿reflexión o improvisación?», en Actas del Coloquio Interdisciplinar «Doce consideraciones sobre el mundo hispano-italiano en tiempos de Alfonso y Juan de Valdés» (Roma: Publicaciones del Instituto Español de Lengua y Literatura de Roma, 1979), 135.

75 Manuel Baumbach, «Luciano, Relatos verídicos», en La literatura griega y su tradición, Pilar Hualde Pascual y Manuel Sanz Morales, eds. (Madrid: Akal, 2008), 356.

76Alfonso de Valdés, Diálogo de Mercurio y Carón (Madrid: Espasa-Calpe, 1954).

77Marcel Bataillon, Erasmo y España. Estudios sobre la historia espiritual del siglo XVI, 387-391.

78Alfonso de Valdés, Diálogo de Mercurio y Carón, 11-19.

79Marcel Bataillon, Erasmo y España. Estudios sobre la historia espiritual del siglo XVI, 397.

80 José Antonio Maravall, Carlos V y el pensamiento político del Renacimiento (Madrid: Instituto de Estudios Políticos, 1960), 206-220.

81Cristóbal Villalón, El crótalon (Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 1999).

82 Margherita Morreale, «Luciano y las invectivas “antiescolásticas” en El Scholástico y en El Crótalon», Bulletin Hispanique 54 (1952): 370-385.

83Marcel Bataillon, Erasmo y España. Estudios sobre la historia espiritual del siglo XVI, 364.

84Ana Vian Herrero, «Luciano reformista y latino en El Crotalón», Iberoromania 50 (1999): 57.

85José Luis Abellán, Historia crítica del pensamiento español, Vol. 2, 349 y 373-374.

86 Alejandro Cioranescu, «El descubrimiento de América y el arte de la descripción», en Colón, humanista (Madrid: Prensa Española, 1967), 60-71.

87 Walter Mignolo, «El metatexto historiográfico y la historiografía indiana», Modern Language Notes 96 (1981): 384-389.

88Tzvetan Todorov, La conquista de América. El problema del otro (México, D. F.: Siglo XXI, 1989).

89Tzvetan Todorov, La conquista de América. El problema del otro, 195.

90 Stelio Cro, Realidad y utopía en el descubrimiento y conquista de la América Hispana (1492-1682). (Madrid: Fundación Universitaria Española, 1983), 221-224.

91 Bartolomé de las Casas, Apologética historia de las Indias (Madrid: Bailly, Bailliére e hijos, 1909).

92Bartolomé de las Casas, Apologética historia de las Indias, 2.

93Bartolomé de las Casas, Apologética historia de las Indias, 694-695.

94 Bartolomé de las Casas, Único modo de atraer a todos los pueblos a la verdadera religión (México, D. F.: Fondo de Cultura Económica, 1975), 65.

95Bartolomé de las Casas, Único modo de atraer a todos los pueblos a la verdadera religión, 237-249.

96Bartolomé de las Casas, Único modo de atraer a todos los pueblos a la verdadera religión, 343-349.

97Bartolomé de las Casas, Único modo de atraer a todos los pueblos a la verdadera religión, 422-434.

98 Bartolomé de las Casas, Brevísima relación de la destrucción de las Indias (Medellín: Universidad de Antioquía, 2011), 11.

99Bartolomé de las Casas, Brevísima relación de la destrucción de las Indias, 34-35.

100Tzvetan Todorov, La conquista de América. El problema del otro, 204.

101 Lewis Hanke, La humanidad es una (México, D. F.: Fondo de Cultura Económica, 1985).

102Anónimo, Viaje de Turquía (Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 1999).

103Marcel Bataillon, Erasmo y España. Estudios sobre la historia espiritual del siglo XVI, 685.

104 Frank E. Manuel y Fritzie P. Manuel, El pensamiento utópico en el mundo occidental, Vol. 1 (Madrid: Taurus, 1981), 17.

105Frank E. Manuel y Fritzie P. Manuel, El pensamiento utópico en el mundo occidental, Vol. 1, 169-186.

106 Juan Maldonado, «Sueño», en Sueños ficticios y la lucha ideológica en el Siglo de Oro, Miguel Avilés (Madrid: Editora Nacional, 1981), 171

107 Miguel Avilés, Sueños ficticios y la lucha ideológica en el Siglo de Oro (Madrid: Editora Nacional, 1981), 123-124.

108 Max Horkheimer y Theodor Adorno, Dialéctica de la Ilustración (Valladolid: Trotta, 1994).

Para citar este artículo: González de Requena Farré, Juan Antonio. «Inflexiones de la crítica en el pensamiento renacentista hispano». Franciscanum 178, Vol. 64 (2022): 1-22.

**Doctor en Filosofía (Universidad Complutense de Madrid). Profesor asociado del Instituto de Psicología de la Universidad Austral de Chile, Sede Puerto Montt. orcid: https://orcid.org/0000-0002-4296-2211. Contacto: juan.gonzalezderequena@uach.cl

Recibido: 11 de Agosto de 2021; Aprobado: 23 de Septiembre de 2021

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