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Praxis Filosófica

Print version ISSN 0120-4688On-line version ISSN 2389-9387

Prax. filos.  no.22 Cali Jan./June 2006

 

EINSTEIN Y LA CRISIS DE LA RAZÓN*

Maurice Merleau-Ponty

Traducción:

Juan Manuel Cuartas R.

Universidad del Valle


En los tiempos de Auguste Comte, la ciencia se aprestaba a dominar la existencia en la teórica y en la práctica. Ya se tratara de la acción técnica o de la acción política, se pensaba acceder a las leyes según las cuales naturaleza y sociedad están hechas, y gobernarlas siguiendo sus principios. Ha sido otra cosa, casi totalmente inversa, lo que se ha producido: lejos de que en la ciencia, claridad y eficacia hayan crecido juntas, las aplicaciones que transforman el mundo nacen de una ciencia altamente especulativa, en el sentido último por el cual se la entiende tan mal. Y lejos de que la ciencia se haya sometido a la política, tenemos por el contrario una física plena de debates filosóficos y en casi políticos.

Einstein mismo era un espíritu clásico. Reivindica tan categóricamente el derecho de construir, sin ningún respeto por las nociones a priori que pretenden ser la armazón invariable del espíritu1 , que no ha dejado nunca de pensar que dicha creación alcanza una verdad depositada en el mundo. «Yo creo en un mundo en sí, mundo regido por leyes que intento conocer de una manera salvajemente especulativa»2 . Pero este reencuentro de la especulación y de lo real, de nuestra imagen del mundo y del mundo, que Einstein llama en ocasiones «armonía preestablecida»3 , no osa fundarlo categóricamente, como el gran racionalismo cartesiano, en una infraestructura divina del mundo ni, como el idealismo, en el principio de que para nosotros lo real no sabría ser otra cosa que lo que nosotros podamos pensar. Einstein se refiere en ocasiones al Dios de Spinoza, pero la mayoría de las veces describe la racionalidad como un misterio y como el tema de una «religiosidad cósmica»4 . La cosa menos comprensible del mundo es que el mundo sea comprensible, dice Einstein.

Si se llama clásico a un pensamiento para el cual la racionalidad del mundo está de suyo, el espíritu clásico en Einstein llega por tanto a su límite extremo. Se sabe que nunca pudo decidirse a tomar por definitivas las formulaciones de la mecánica ondulatoria, que no tratan, como los conceptos de la física clásica, de las «propiedades»5 de las cosas, de los individuos físicos, sino que describen la velocidad y las probabilidades de algunos fenómenos colectivos en el interior de la materia. Einstein no consiguió adherirse a esta idea de una «realidad» que, de sí y en último análisis, sería un tejido de probabilidades. «De todas formas, apuntaba, no puedo invocar ningún argumento lógico para defender mis convicciones si no es éste mi pequeño dedo, único y débil testimonio de una opinión profundamente acendrada en mi piel»6 . El humor no era para Einstein una pirueta, hacía parte indispensable de su concepción del mundo, casi un medio de conocimiento. El humor era para él el modo de arriesgar las certezas. Su «pequeño dedo» era la conciencia, paradojal e irreprensible en el físico creador, de acceder a una realidad a través de una invención libre. Para ocultarse bien, piensa Einstein, es necesario que Dios sea «sofisticado» o refinado. Pero no sabría tener un Dios malintencionado. Einstein tenía por tanto los dos extremos de la cadena, —el ideal de conocimiento de la física clásica y su propia manera «salvajemente especulativa», revolucionaria. Los físicos de la generación siguiente han, en su mayor parte, soltado el primer extremo.

En el reencuentro de la especulación y de lo real que Einstein postula como un misterio claro, el público no duda en ver un milagro. Una ciencia que borre las evidencias del sentido común y que sea capaz al mismo tiempo de cambiar el mundo, suscita inevitablemente una suerte de superstición, incluso en los testigos más cultivados. Einstein protesta que él no es un dios, esos elogios desmesurados no se dirigen a él, sino «a mi homónimo mítico que me hace la vida singularmente dura»7 . Nadie le cree, antes bien su simplicidad acrecienta más su leyenda: está tan asombrado de su gloria, de la que reconoce tan poco, que su genio no es desde luego él. Einstein es más bien el lugar consagrado, el tabernáculo de alguna operación sobrenatural. «La ponderación es tal, que en ocasiones es necesario, frecuentándolo, recordar que no hace verdaderamente alusión a él. Da la impresión de tratar con un doble... Se me ocurre también la inverosímil suposición de que se cree igual a los demás»8 . Luis XIV decía tranquilamente: «Es necesario reconocer que Racine tiene espíritu», mientras Viète, Descartes, Leibniz no pasaron nunca en su tiempo por superhombres. En un tiempo que creía en una fuente eterna de todos nuestros actos de expresión, el gran escritor o el gran sabio no eran más que hombres con suficiente ingenio para captar algunas de esas palabras o de esas leyes inscritas en las cosas. Cuando no hay más Razón universal, es necesario que haya taumaturgos.

Hoy, como entonces, no hay más que una maravilla, —considerable, es cierto— que el hombre habla o calcula, en otras palabras, que se ha constituido esos prodigiosos órganos, el algoritmo, el lenguaje, que no se agotan sino que por el contrario se acrecientan con el uso, capaces de un trabajo indefinido, capaces de producir más de lo que se ha invertido, y sin dejar no obstante de referirse a las cosas. Pero no tenemos una teoría rigurosa del simbolismo. Se prefiere entonces evocar no sé que poder animal que, en Einstein, engendraría la teoría de la relatividad como en nosotros produce la respiración. Einstein podría por supuesto protestar: sería necesario que estuviera hecho de otra manera diferente a nosotros, que tuviera otro cuerpo, otras percepciones, y entre ellas, por fortuna, la relatividad. Los médicos americanos lo tienden en una cama, cubren de detectores esa frente noble y piden: «Piense en la relatividad», como uno pide «Diga a» o «Cuente: veintiuno, veintidós», — y como si la relatividad fuera el objeto de un sexto sentido, de una visión beatífica, como si no se necesitara más que energía nerviosa dirigida por circuitos extremadamente sutiles para aprender a hablar cuando uno es niño de pecho, o para pensar en la relatividad cuando se es Einstein. No hay así más que un paso de aquí a las extravagancias de los periodistas que consultan el genio sobre las cuestiones más extrañas a su campo: después de todo, ya que la ciencia es taumaturgia, por qué no podría hacer un milagro más. Y ya que Einstein ha mostrado justamente que con alguna diferencia un presente es contemporáneo de un futuro, ¿por qué no hacerle las preguntas que se le han hecho a la Pitonisa?

Estas locuras no son exclusivas del periodismo occidental. En el otro extremo del mundo, las apreciaciones soviéticas sobre la obra de Einstein (antes de la rehabilitación reciente) revelan igualmente ocultismo. Condenar como «idealista» o «burgués» una física a la cual no se le reprocha de otro lado ninguna incoherencia, ningún desacuerdo con los hechos, es suponer un genio maligno errando en las infraestructuras del capitalismo e insuflando a Einstein pensamientos sospechosos, — es, bajo las apariencias de una doctrina social racional, desaprobar la razón allí donde brilla con evidencia.

De un extremo al otro del mundo, ya se exalte o se censure, la obra «salvajemente especulativa» de Einstein desborda el desatino. Una vez más, Einstein no ha hecho nada para meter su pensamiento en este juego, él permanece clásico. Pero ¿no ésta aquí la oportunidad de un hombre bien nacido, la fuerza de una buena tradición de cultura? Y cuando esta tradición se agote, ¿la nueva ciencia no será para aquellos que no son físicos, más que una lección de irracionalismo?

El 6 de abril de 1922, Einstein encontró a Bergson en la Sociedad de filosofía de París. Bergson había ido «a escuchar», pero a su llegada la discusión languidecía. Bergson decidió por tanto presentar algunas de las ideas que trataba de defender por entonces en Durée et simultanéité, — y propuso a Einstein un medio para desarmar la apariencia paradojal de su teoría y reconciliarla con los hombres simplemente hombres. Sea, por ejemplo, la famosa paradoja de los tiempos múltiples, ligados cada uno al punto de estación del observador. Bergson proponía distinguir verdad física y simple verdad. Si, en las ecuaciones del físico, cierta variable que por costumbre se llama tiempo porque cifra los tiempos recorridos, aparece solidaria del sistema de referencia donde uno se ubica, nadie negará al físico el derecho de decir que el «tiempo» se dilata o se encoge según se le considere aquí o allá, y que hay por tanto varios «tiempos». ¿Pero habla él de lo que los otros hombres hablan con este nombre? ¿Esta variable, esta entidad, esta expresión matemática designaría también el tiempo si no le prestáramos las propiedades de otro tiempo —que sólo sea sucesión, devenir, duración, en suma que sólo sea verdaderamente tiempo— del cual tenemos la experiencia o la percepción ante todo física?

En el campo de nuestra percepción, hay acontecimientos simultáneos. De otra parte, vemos también allí otros observadores cuyo campo invade el nuestro, imaginamos otros más cuyo campo invade el de quienes los preceden; así llegamos a entender nuestra idea de simultaneidad hasta en los acontecimientos más alejados uno del otro, que no señalan al mismo observador. Es así como hay un tiempo único para todos, un solo tiempo universal. Esta certeza no está escondida, es en sí misma sobreentendida por los cálculos del físico. Cuando éste dice que el tiempo de Pierre se dilata o se encoge hasta el punto en que se encuentra Paul, no expresa en absoluto lo que es vivido por Paul, quien percibe todas las cosas desde su punto de vista y no tiene por tanto ninguna razón para sentir el tiempo que transcurre en él y en torno suyo de manera diferente a como Pierre siente el suyo. El físico presta abusivamente a Paul la imagen que Pierre se hace del tiempo de Paul. Lleva al absoluto los puntos de vista de Pierre con los que ha hecho causa común. Se supone espectador del mundo entero. Hace lo que se reprocha tanto a los filósofos, y habla de un tiempo que no es el de nadie, de un mito. Es necesario aquí, dice Bergson, ser más einsteniano que Einstein.

«Yo soy pintor, y he representado dos personajes, Jean y Jacques, de los cuales uno está a mi lado, en tanto que el otro está a dos o trescientos metros de mí. Dibujaré al primero de un tamaño natural y reduciré al otro al tamaño de un enano. Uno de mis colegas, que estará cerca de Jacques y que querrá igualmente pintarlos a los dos, hará lo inverso de lo que yo he hecho; mostrará a Jean más pequeño y a Jacques de tamaño natural. Tendremos por tanto razón uno y otro. Pero ¿que los dos tengamos razón, nos da derecho a concluir que Jean y Jacques no tienen ni el tamaño natural, ni el de un enano, o que tienen uno y otro a la vez, o que es como uno quiera? Evidentemente no... La multiplicidad de los Tiempos que yo obtengo así, no impide la unidad del tiempo real; la presupondrá más bien, lo mismo que la disminución de la talla con la distancia, en una serie de telas en las que yo representaría a Jacques más o menos alejado, indicaría que Jacques conserva el mismo tamaño»9 .

Idea profunda: la racionalidad, lo universal fundados de nuevo, y no sobre el derecho divino de una ciencia dogmática, sino sobre esta evidencia precientífica de que hay un solo mundo, sobre esta razón antes de la razón que está implicada en nuestra existencia, en nuestro comercio con el mundo percibido y con los otros. Hablando así, Bergson iba más allá del clasicismo de Einstein. Se podía reconciliar la realidad con la razón de todos los hombres, si solamente se consentía en tratar los tiempos múltiples como expresiones matemáticas, y se reconocía, de este lado o del otro de la imagen físicomatemática del mundo, una visión filosófica del mundo que es al mismo tiempo la de los hombres existentes. Si solamente se aceptara encontrar el mundo concreto de nuestra percepción con sus horizontes, y se situaran en él las construcciones de la física, la física podría desarrollar libremente sus paradojas sin autorizar el desatino.

¿Qué respondería Einstein? Había escuchado muy bien, como lo prueban sus primeras palabras: «Por tanto, la cuestión se plantea así: ¿el tiempo del filósofo es el mismo que el del físico?»10 . Pero Einstein no lo aprobaba.

Admitía sin duda que el tiempo del cual tenemos la experiencia, el tiempo percibido, está en el punto de partida de nuestras nociones sobre el tiempo, y que éste nos ha conducido a la idea de un tiempo único de un extremo al otro del mundo. Pero este tiempo vivido estaba sin objeción más allá de lo que cada uno de nosotros ve, y no autorizaba extender al mundo entero nuestra noción intuitiva de lo simultáneo. «No hay por tanto tiempo de los filósofos». Es sólo a la ciencia a la que cabe preguntar la verdad sobre el tiempo como sobre todo lo demás. Y la experiencia del mundo percibido con sus evidencias no es más que un balbuceo ante la clara palabra de la ciencia.

De acuerdo. Pero este rechazo nos pone frente a la crisis de la razón. El sabio no conciente en reconocer otra razón que la razón de la física, y es a ella a la que se remite como al tiempo de la ciencia clásica. Ahora bien, esta razón de la física, revestida así de una dignidad filosófica, abunda en paradojas, y se destruye, por ejemplo cuando enseña que mi presente es simultáneo con el futuro de otro observador suficientemente alejado de mí, arruinando así el sentido mismo del futuro...

Precisamente porque guardaba el ideal científico clásico y reivindicaba para la física el valor, no de una expresión matemática y de un lenguaje, sino de una notación directa de lo real, Einstein como filósofo estaba condenado a la paradoja que él no había buscado nunca como físico ni como hombre. No es reclamando para la ciencia un género de verdad metafísica o absoluta que se protegerán los valores de razón que la ciencia clásica nos ha enseñado. El mundo, además de los neuróticos, cuenta con un buen número de «racionalistas» que son un peligro para la razón viviente. Y, por el contrario, el vigor de la razón está ligado al renacimiento de un sentido filosófico que, sin duda, justifica la expresión científica del mundo, pero en su orden, en su lugar en el todo del mundo humano.


* Ensayo recogido en Maurice Merleau-Ponty, Signes, Éditions Gallimard, Paris, 1960, pp. 311-321.

1 La ciencia "es una creación del espíritu humano por medio de las ideas y de los conceptos libremente inventados". Albert EINSTEIN - Léopold INFELD. L'évolution des idées en physique: des premiers concepts aux théories de la relativité et des quanta. Flammarion. Paris. 1938, pág. 286. Traducido del inglés por Maurice Solovine.

2 Carta a Max Born, 7 de noviembre de 1944, citada por T. KAHAN. La Philosophie d'Einstein.

3 Albert EINSTEIN. Comment je vois le monde. Flammarion. Paris. 1979, pág. 155. Traducido del alemán por Maurice Solovine y Régis Hanrion.

4 Ibíd., p. 35.

5 Albert EINSTEIN - Léopold INFELD. L'évolution des idées en physique: des premiers concepts aux théories de la relativité et des quanta. Ed. cit., pág. 289.

6 Carta a Max Born, 3 de diciembre de 1947, citada por T. KAHAN. La Philosophie d'Einstein.

7 Respuesta a Bernard Shaw, citada por Antonina VALENTIN. Le drame d'Albert Einstein. Au Club du livre du mois. Paris. 1957, pág. 8.

8 Ibíd.

9 Henri BERGSON. «Durée et simultanéité», en Mélanges: l'idée de lieu chez Aristote, durée et simultanéité, correspondance, pièces diverses, documents. Presses universitaires de France. Paris. 1972, pp. 100-102. Textos publicados y anotados por André Robin, con la colaboration de Marie-Rose Mossé-Bastide, Martine Robinet y Michel Gauthier.

10 Bulletin de la Société Française de philosophie. 1922, p. 107.


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