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Praxis Filosófica

Print version ISSN 0120-4688On-line version ISSN 2389-9387

Prax. filos.  no.39 Cali July/Dec. 2014

 

¿Qué es la filosofía en la era de la mundialización?1

Jacques Poulain

Universidad-Paris 8

Cátedra UNESCO de Filosofía de la cultura y de las instituciones

Traducción:

William González
Postdoctor en Filosofía, Universidad-París 8 (Francia). Profesor del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle, Cali, Colombia. Director del grupo de investigación "Etología y Filosofía".
E-mail: wiligon@hotmail.com

Ana Bolena Parra
Magister en Filosofía, Universidad-París 8 (Francia). Estudiante de doctorado, Universidad del Valle. Asistente de Investigación en el proyecto de convocatoria interna: "El impacto de la teoría de la retardación biológica del ser humano (Neotenia) para la antropología" del grupo de investigación "Etología y Filosofía", Universidad del Valle, Cali, Colombia.
E-mail: pganab@hotmail.com


La mundialización como espacio de experimentación de la humanidad del hombre

El ser humano parece ya no tener futuro, ya que el fin de la historia se deja entrever a través del acceso a la finalidad neoliberal de la misma: como la privatización económico-política del mundo, abusivamente llamada "mundialización". La mundialización se produce hoy como proceso de desbordamiento sistemático de los Estados de derecho por las multinacionales y los mercados financieros. Los efectos positivos de la fusión de las multinacionales se imponen como un refinamiento de la adaptación de la oferta a la demanda como sumisión de las ofertas, de los productos y de las relaciones de producción a las imposiciones de las demandas consensuales. Esta adaptación ostenta orgullosamente su independencia respecto a los Estados-nación y a los partidos políticos, desafiando sin escrúpulos sus imperativos y sus prohibiciones rígidas y arbitrarias. Para legitimarse, se invoca una objetividad dependiente de la satisfacción efectiva y eficaz del máximo de deseos, rodeada del respeto a la independencia autárquica de los individuos y de los pueblos, presentando cualquier regulación social como la consecuencia lógica de los progresos de homogenización del mercado mundial y presentándola tan objetiva como el progreso científico y técnico mismo. La humanidad de los individuos y de los grupos es reducida a la armonización de esta maximización de las gratificaciones consumatorias con el goce de esta libertad negativa de todos frente a todos. Esta mundialización da al mercado hegemónico mundial y al consenso que se presume lo anima, el rol de instancia infalible que había sido atribuido a lo sagrado por las religiones arcaicas.

Los efectos negativos de esta mundialización parecen tan ineludibles como parecen objetivos sus efectos positivos. El refuerzo de la asimetría social, de la desigualdad y de la dependencia entre países ricos y pobres, el desempleo en las sociedades industriales avanzadas debido a la delegación de la producción a la mano de obra barata, la exportación al extranjero y la impotencia de los Estados de derecho hegemónicos para interrumpir la especulación financiera, el crecimiento de la exclusión social de los más despojados, las recaídas racistas y nacionalistas de la injusticia y de la exclusión, la producción considerable de hambrunas, que castigan duramente hoy a países en vías de desarrollo, a través de la especulación financiera que se extiende a la desregulación de la moneda de los Estados, en suma, todos estos efectos negativos aparecen como catástrofes tan masivas e inevitables como las catástrofes naturales: por supuesto aquí desaparece la capitalización de las gratificaciones y de la libertad que debía garantizar el acceso a la tan deseada armonización, a la división justa de los derechos, de los deberes y de los bienes.

Esto confirma el diagnóstico hecho por Max Weber sobre el devenir de la humanidad y valida su reducción de la racionalidad ética a una racionalidad funcional, aplicada esta vez a la historia misma. El único cálculo que mueve esta mundialización apunta a una maximización de las gratificaciones al menor precio posible y a la perpetuación de la oligarquía adaptada a esta finalidad. Sus resultados son validados en tiempo real: por el oráculo del mercado, por un oráculo justificado por el consenso experimental que regula la adaptación de las relaciones sociales a los progresos científicos y técnicos. Este oráculo del mercado mantiene su rol de última instancia de juicio colectivo que reconoce su objetividad y valida así la privatización económica y política del mundo, en nombre de la rentabilidad funcional de la unificación universal de las fuerzas de producción.

Sin embargo, esos resultados desastrosos obligan a la humanidad actual a admitir que no puede reconocerse en este "último hombre"; ella se ve enfrentada a ella misma como problema filosófico. En efecto, se ve forzada a admitir la falsedad de la imagen filosófica que la obliga a intentar reconocerse en ella y al mismo tiempo le prohíbe hacerlo: es decir, la identificación del ser humano a su ideal moral, como voluntad que somete al espíritu el ser irracional de deseos, de pasiones y de intereses al que se reduce el hombre como ser sensible, buscando así asegurarle al ser humano su propio control, de la misma manera que se logra el control científico y técnico del mundo.

La experimentación cultural y total a la que se entrega el ser humano para acceder a este dominio sobre él mismo esconde, sin embargo, la solución de ese problema, incluso si ella también parece sometida a esta búsqueda de dominio. Dado que esta experimentación intenta instaurar un consenso comunicativo y democrático y reconoce en él su única fuente de legitimación, no obstante esta experimentación no le muestra la falsedad de este ideal moral de dominio sobre sí y la incapacidad de encontrar ahí la fuente de una armonía con él mismo, más que revelándole la dinámica de comunicación a la cual la deficiencia de sus coordinaciones biológicas con el entorno lo obligan a entregarse para crear instituciones y psiquismo a imagen de esta comunicación, volviendo insignificantes tanto ese apetito de dominio de sí como la frustración hoy infligida por la mundialización a este apetito.

La manera como el ser humano se entrega a la experimentación de sí mismo experimentando el acuerdo del otro parece, sin embargo, legitimar el recurso a ese ideal de dominio poniendo al consenso en el poder, con la esperanza de que ese consenso pueda regular esta experimentación. Al transformar la ciencia en forma de vida, el ser humano se acostumbró a experimentarse él mismo, al experimentar el acuerdo del otro por la palabra. Pero esta experimentación comunicativa de sí mismo y de los demás está lejos de ser regulada por el deber de respetar el acuerdo producido; ella obedece a los imperativos de una economía puramente hedónica, la misma que inspira la experimentación neoliberal del planeta. Cada cual busca una maximización de las gratificaciones y una minimización del esfuerzo personal. La acción de comunicación parece permitir a todos descargarse al máximo de sus roles sociales y de las acciones a las que estaban obligados, con el mínimo de esfuerzos sobrecargando irresponsablemente a sus agentes sociales. Esta experimentación comunicativa instaura y refuerza de hecho un máximo de dependencia de los auditores con relación a los enunciadores, con respecto a aquellos cuya palabra es determinante en la sociedad.

Despojado de su chaleco antibalas jurídico, de su prestancia moral, de sus responsabilidades políticas, el otro es destronado de sus pretensiones a la soberanía sobre él mismo, ya que es percibido a partir del grado cero de sus prerrogativas sociales, concebido como soporte biológico desposeído de palabra cuyos efectos serían apropiables, y deben ser adaptados por los enunciadores a sus propios intereses. Los sociólogos de derecha de cualquier nación nos han igualmente descrito sus efectos: la primitivización de las relaciones sociales e intersubjetivas reducidas a las acciones consumatorias nutricionales, sexuales y agresivas; la pérdida de sentido de la realidad y la sublimación de los fracasos psíquicos, sociales y políticos en un imaginario para el que todo es posible; la voluntad de dominar los procesos de pensamiento que acompañan o guían esta experimentación cotidiana o política del ser humano, a través de la programación lógico-matemática y los éxitos de una tecnología imparable aplicados a operaciones impresionantes y de gran envergadura.

Desde hace tiempo, Gehlen y Habermas han descrito este proceso como la consecuencia de la pérdida de identificación a Terceras instancias y como desintegración de toda instancia de autoridad. El primero llamó a este proceso "neutralización de las instituciones y del psiquismo", el segundo tradujo ese diagnóstico, veinte años más tarde, al vocabulario de la teoría de la acción de T. Parsons: "crisis de racionalidad, de legitimación y de motivación". Identificándose con el experimentador de las regulaciones internas de los mundos de los hechos observables, el hombre contemporáneo no puede derivar de la percepción y de la descripción de esos hechos ninguna prescripción de conducta, ni ninguna inhibición. La neutralización del psiquismo humano y su incapacidad de servir de soporte a lo que se entiende por "persona" provendría del hecho de hacer desaparecer cualquier identificación en pro de una tercera instancia, cualquier identificación en pro de un ideal que atraiga y obligue a la vez: se busca aplicar al "mundo interno de los hechos" que es la vida psíquica de cada uno, la misma relación científica y técnica que aquella que se instaura con el mundo de los hechos externos. Buscando hacer, teórica y prácticamente, al mundo interno de los hechos psíquicos conforme a las figuraciones novelescas, sociológicas, psicoanalíticas, históricas o publicitarias, el hombre intenta hacerse vivir por todos los medios posibles como diferente a lo que se identificaba antes: él se experimenta.

Se entrega así a una relación con la acción aún inédita. Hace variar en todas las direcciones posibles los medios de figuración, los medios de pensamiento y los procedimientos disponibles; él intenta poner en práctica todo lo que puede para ver lo que resulta, ya que para él, se trata de ver lo que puede obtener de imprevisto a partir de una manera de proceder relacionada, en un principio, a una meta determinada. Generalizada a cualquier acción y a la acción comunicativa, la relación experimental a la acción hace que ésta ya no sea un medio para un fin ya pensado: ella es aquello por lo que es producida la situación-efecto a describir. Así pues, ya no se tiene un objetivo previsto y determinante que desencadene las reacciones adecuadas a su realización: aquí se hace inválido el esquema clásico de las teorías de la consciencia reguladora de la acción que servía de soporte a la realización de la personalidad y al respeto de su soberanía. Con esta experimentación, los individuos se identifican mutuamente y a sí mismos con acciones de experimentación que desencadenan efectos desconocidos.

Además, la situación de comunicación ya no predetermina de antemano valores desencadenantes en función de los valores de autoridad, fidelidad, afección, amistad, reconocimiento que seleccionaban previamente los comportamientos verbales y motores. Aquí se experimenta, por el contrario, una situación de palabra a partir de una especie de grado cero de los agentes sociales. Esto permite experimentar en él todos los valores de estímulos y de afectos para producir en sí mismo y en el interlocutor todas las realidades intersubjetivas, todos los lazos sociales posibles conocidos o desconocidos. El interlocutor, de antemano, no es experimentado como real más que si él entra, lo quiera o no, en el circuito de las estimulaciones específicas que se experimenta en él a través de la palabra. El auditor sólo existe como auditor si precisamente él no comunica, si no puede hacer aceptar realmente lo que dice, ni volverlo determinante. En estos procesos de experimentación, el interlocutor ya no existe como auditor, es decir, como instancia de verdad y de realidad cuyo acuerdo es susceptible de transformar la enunciación del enunciador en realidad social determinante.

[IV] Sus costumbres eran más austeras que su espíritu. él se comportó en su gobierno de Cilicia con el desinterés de los Cincinatos, los Camilos y los Catones. Pero su virtud, que no tenía nada de arisca, [5] no le impidió en absoluto gozar de la cortesía de su siglo. Se destaca, en sus obras de moral, un aire de júbilo y cierta alegría de espíritu que los filósofos mediocres no conocen en absoluto. él no da en absoluto preceptos, sino que [10] los hace sentir. él no excita a la virtud, sino que atrae hacía ella. Al leer sus obras, quedamos disgustados para siempre con Séneca y sus semejantes, personas más enfermas que aquellas a quien querían curar, más desesperadas que aquellas a quienes consuelan, más tiranizadas [15] por las pasiones que aquellas a quienes quieren liberar.

Asimismo, parece que fuese suficiente con reinstitucionalizar la comunicación como institutio princeps para reactualizar el sueño filosófico de un dominio de sí y de los demás exhortando a obedecer al consenso. El sentido de la pragmática trascendental de Apel y de la pragmática universal de Habermas es hacer admitir en la práctica sociopolítica efectiva este reconocimiento teórico que el hombre contemporáneo intenta hacer de sí mismo como ser de lenguaje. La solución propuesta es, lo sabemos, institucionalizar la comunicación dando el poder político y legislativo a la opinión pública en razón de la facultad crítica de juzgar de la que se presume ella está provista. Puesto que todo derecho, toda moral ordinaria o toda moral del lenguaje ven sus condiciones de realización limitadas y dictadas por un juego de fuerzas políticas basado en una dinámica económica, y puesto que es esta dinámica la que aparece inválida al hombre contemporáneo y produce sus crisis de motivación, hay que tener en cuenta esas crisis para sacar todo el beneficio positivo posible. El objetivo es invertir las relaciones de dependencia de la vida social con respecto a las relaciones económicas de producción, volviendo a la expansión económica y técnica dependiente de la dinámica social propia de la comunicación, plegándola a la racionalidad crítica que ella contiene. Se presume que los interlocutores seleccionan sus deseos, a través de la comunicación, en función de lo que pueden hacer aceptar como deseos racionales por los otros agentes sociales. En efecto, es en el seno de los fracasos de la interacción social regulada por la comunicación que pueden ser extraídos los buenos fracasos: los rechazos generalizables de leyes caducas, y los malos fracasos, esto es, aquellos que manifiestan una falta de racionalidad, aquellos que sólo expresan una exigencia irracional, es decir, una exigencia cuya generalización sería suficiente para hacer desaparecer el poder regulador de la situación de comunicación, ya que con ello, se busca que el auditor acepte lo que para él era inaceptable.

¿Qué presupone cualquier situación de comunicación para ser legisladora? Los interlocutores no pueden no presuponerse ser ya idénticos a lo que deben mutuamente hacer de ellos mismos a través de la comunicación y lo que no pueden producir más que por ella, es decir, volverse autónomos unos con relación a otros en relaciones efectivas de simetría. Los interlocutores no pueden no presuponer real esta autonomía que deben producir respetando las reglas de simetría que impone la situación y el desarrollo mismo de la comunicación. Ellos deben presuponer como real la situación ideal de autonomía comunicativa, social y psíquica que deben producir. Los interlocutores deben ya reconocerse ser efectivamente substituibles unos por otros en su práctica de enunciadores y de agentes: de ese modo, hacen que la práctica de la comunicación por la cual producen la situación de comunicación como situación social, esté acorde, en todos los interlocutores, con sus condiciones de existencia. La simetría de los agentes sociales, el respeto del interlocutor al que se deja hacer y decir lo que quiere hacer y decir, el respeto de la alternancia en la práctica de los roles comunicativos, deben impedir privilegiar cualquier relación de heteronomía que haría de uno de los interlocutores un medio para que el otro pueda alcanzar sus propios fines o que lo forzaría a reconocer como verdad lo que él sabe indudablemente que es falso. Así, todo participante en una interacción comunicativa se presume que puede ser portador de un discurso generador y legitimador de normas: cada uno sólo puede emanciparse de la alienación impuesta por los juegos de fuerza capitalista y vehiculada por reglas del lenguaje injustificables, si puede denunciar la validez de esa norma a nivel político. Cualquier interlocutor se presume sujeto y legislador eventual de la comunicación y de las relaciones sociales. Esta identificación con aquél que es capaz de hacer aceptar por un discurso argumentativo teórico-práctico la validez de las normas que pregona haciendo admitir su rectitud, canaliza el deber de decir lo verdadero, de expresar verazmente sus intenciones y de adherir legítimamente a las convenciones por las cuales se reconoce la rectitud de ciertas acciones y de las relaciones socio-políticas que instauran esas convenciones.

Esta teoría tiene el mérito de reconocer la realidad de la imagen social que los individuos tienen y hacen valer de sí mismos cuando comunican, pero su fracaso consiste en tomar esta imagen por la realidad del enunciador, en hacer de éste un sujeto social, una persona y a reforzar, por una teoría ideológica del diálogo, los procesos de crisis de racionalidad, de legitimación y de motivación que ella quiere superar: es precisamente por lo que los individuos se regulan con esta imagen que tienen de sí mismos, para corregir por ellos mismos, a través de la comunicación, lo que las instituciones deficientes ya no consiguen corregir de antemano por ellos (por ejemplo, haciendo reconocer la validez de las leyes institucionales en vigor), que ellos refuerzan la disociación entre lo que se figuran ser, la imagen de sí mismos, y lo que hacen efectivamente, la identificación ciega a los resultados de su propia práctica experimental sobre sí mismos.

Es así como producen aquello de lo que los pragmáticos quieren salvarlos. Hace parte de las crisis de motivación presentar como invasoras unas conductas primitivas (agresivas, nutricionales o sexuales) de compensación: se intenta producir unos goces-placebo que reemplazan los goces esperados proviniendo de una justicia social. Los estímulos nutricionales, sexuales o agresivos recobran todas sus fuerzas; esta primitivización del hombre pragmático se vive como confirmación de un conductismo animista. Los protagonistas se identifican unos y otros a los circuitos de estímulo-respuesta como locutores y como agentes conducidos por el principio de placer, incluso en la manera en la que se identifican a las enunciaciones, es decir, como lugares anticipados de desencadenamientos de afectos mutuos. La justificación de las normas en función de la generalización de las necesidades no hace más que reforzar ese proceso de primitivización, ya que seguramente sólo son generalizables las necesidades primitivas. Todas las otras necesidades se convierten en el lugar de una incertidumbre social exacerbada; en el momento en que un agente social expresa una necesidad derivada, cultural o culturalmente condicionada, es siempre posible sospechar en él un deseo de dominación, una relación de fuerzas asimétrica, un deseo ineluctablemente privado. Se presupone así, muy fácilmente, lo inverso de lo que se debe presuponer que es el interlocutor, lo inverso de lo que la situación comunicativa nos obliga a presumir que él es: juez y sujeto de sus palabras y de sus actos, desciende al rango de tirano poseído por sus afectos y sus instintos. Así, la ritualización de la comunicación legisladora no induce más que a una ritualización de las leyes; sólo las leyes que regulan los instintos intra-específicos de nutrición, de sexualidad y de agresividad son válidas; cualquier ley que regule una necesidad no fundada sobre un instinto intra-específico, toda ley "cultural", pareciera ser buscada para hacer realizar los deseos privados de los legisladores-sujetos del consenso.

Esta proposición pragmática no hace más que reconducir en el espíritu la identificación a la Tercera instancia que ya anima al liberalismo, pretendiendo instituirla como instancia ética. Pero ella refuerza la enfermedad capitalista pretendiendo curarla. La especificidad de la enfermedad capitalista se debe a la perversión de la consciencia moral liberal que la soporta y la propaga. Como lo había diagnosticado Max Weber, la búsqueda de auto-certificación salvífica de los capitalistas en la producción de las condiciones de vida y de trabajo de los trabajadores, sólo hace a los capitalistas entregarse a la reinversión de los beneficios en la empresa y sólo los obliga a privar a los trabajadores de esos beneficios; así intenta reforzar y garantizar de antemano la certeza de su propia salvación personal y social que les ofrece la certeza del éxito respecto al crecimiento de sus empresas, así como la certeza de poder producir la salvación material de los demás. Esta auto-certificación de la consciencia de salvación es perversa en la medida en que hace totalmente abstracción del bien supremo de los agentes sociales buscado a través de esta experimentación, esto es, hace abstracción de la producción de una justicia accesible a todos y basada en una distribución armonizada de derechos, de deberes y de bienes así como la auto-certificación salvífica y social de los agentes sociales.

La duda planteada por los auditores sobre las leyes propuestas de esta discusión legisladora retorna del agente social hacia el enunciador mismo y desencadena una reflexividad crónica. Ninguno de los agentes sociales puede estar seguro de respetar él mismo las condiciones de simetría, ni de ser veraz cuando piensa que esas condiciones necesarias al juego simétrico de la comunicación son cumplidas. No es suficiente con ser veraz en el libre juego de la discusión normativa para aceptar, de manera justa y legítima, la respuesta de su interlocutor como más fundada que su propia proposición. Puesto que se hace depender la certeza que concierne a la legitimidad de las normas y a la objetividad de las necesidades, del respeto de las condiciones socio-políticas de simetría comunicativa, se vuelve, de ese modo, a cada uno pragmáticamente inseguro de la objetividad de toda necesidad y de la validez de toda norma socio-política. La teoría crítica de la sociedad refuerza pues el desconcierto social. Esa disociación entre, de un lado, los procesos motores, las motivaciones primitivas e insatisfactorias, la identificación práctica y teórica del hombre contemporáneo al hombre primitivo por y en el proceso de comunicación, por la dinamización de contextos de comunicación; y de otro lado, los procesos de recepción sensorial, teórica e imaginaria de sí, engendrados por una imagen social imposible de realizar, esto es lo que debe ser superado gracias al abandono de ese sueño de dominio de sí y de los demás.

La intensificación mundializada de la ceguera colectiva y de la injusticia social no son, sin embargo, más que los síntomas de una enfermedad de la reflexión y derivan de un error filosófico sobre la "naturaleza" del hombre. Esta enfermedad y este error sólo proliferan, gracias a esos fenómenos, ignorando la dinámica de comunicación y de juicio propias al psiquismo humano y a las instituciones políticas. Esta enfermedad está basada en un error filosófico heredado de la institución primera de lo político, de la religión de los dioses soberanos: en la creencia de que el espíritu y la palabra colectivos, encarnados como dioses soberanos en el espíritu y la palabra del soberano del grupo, son como encarnaciones de la armonía del mundo y del hombre, suficientes para permitir al hombre dominar por el espíritu sus deseos y su cuerpo, por un espíritu concebido él mismo como un alma colectiva e individual. Mundialización y experimentación total del hombre persiguen ese sueño colectivo de dominio de sí y del mundo multiplicando los deseos como lugar de confirmación del dominio de sí y de una experiencia de libertad respecto de sí y de los demás, obtenidas ambas por el cálculo racional. Esta experiencia de dominio de sí no se produce más que a través de un dominio de los deseos y del cuerpo del otro por medio del juego de ofertas y demandas que le son impuestas de manera ciega y arbitraria. La maximización de la satisfacción de los deseos y la búsqueda pleonéxica de la satisfacción de ser libre respecto a ellos, todo ello no genera más que la consciencia de no poder satisfacer aún más esos deseos sobre-multiplicados, como también el deseo de sentirse libre respecto a ellos al contemplar la conformidad de su distribución a los ideales de justicia. Esta dislocación pragmática del hombre que disocia su deseo de dominio de sí y la inversión de los efectos de ese deseo, parece coronar un destino histórico de fracasos mientras hipoteque esta búsqueda en su principio mismo.

Esta enfermedad y este error no son ineludibles ni necesarios porque no hacen más que parasitar los procesos creadores de comunicación y de juicio referentes a las condiciones de vida humana, pero su expansión actual hace patente la locura que los habita y obliga a las instituciones políticas y al juicio político cotidiano de cada uno a operar en ellos una verdadera mutación cultural para superar esta locura. Los obliga a desatarse del sueño de apropiación de sí perseguido por una voluntad de potencia y de acaparamiento del poder y a asumirse ellos mismos como potencias de juicio aptas para detener la injustica, la exclusión y las desregulaciones económicas y financieras. La reactivación de una ética y una política consensual, instruida por esos fracasos y que buscaría transformar al hombre directamente en consenso sometiéndolo a la instancia crítica que pretende ser ese consenso, no haría más que desplazar esa dislocación autística al nivel de la reflexión y completar el autismo pragmático con un autismo de la reflexión. El auditor de sí mismo y de los demás al que se quiere restituir la palabra, no puede en efecto descubrir en este uso de la razón crítica del consenso más que una disociación mental, entre la experiencia de una reflexividad ética crónica e impotente, y la ritualización jurídica de la vida social, esto es, de la experiencia de los movimientos de descarga de la consciencia de responsabilidad y culpabilidad.

Aunque esta experiencia induce la neutralización del psiquismo y de las instituciones y es, por ello, mortal, ella obliga al ser humano a descubrirse como ser de comunicación: abre así la vía a la única humanidad que le es accesible al hombre, e incluso, lo hace descubrir la ley que engendra a esa humanidad. Ella le hace descubrir que no puede someterse a ese otro que está en él, al auditor que está en frente y al auditor que él es para sí mismo, más que renunciando a transformarse directamente, que renunciando a la idea de un hombre que se hace él mismo, que renunciando a la idea de historia, e incluso, a la idea de transformarse directamente en consenso. él no puede transformarse más que indirectamente, es decir, aceptando juzgar la verdad de sus proposiciones de acción o de deseo como juzga la verdad de las proposiciones que describen percepciones y compartir ese juicio de verdad con sus auditores.

Efectivamente, la imagen que el liberalismo se hace del hombre es falsa. No se cura de la tensión política en torno a los problemas de distribución equitativa de los derechos, de los deberes y de los bienes; no se cura de la política más que dándose cuenta de que no hay, en sentido estricto, nada que curar. Porque no se desarrolla una enfermedad, una desgracia o una locura en la vida política, más que habiendo diagnosticado antes una enfermedad o una locura necesaria, incluso a priori, o en todo caso, una alienación que ella no sabría constituir efectivamente más que negándose a sí misma. Desde Platón, las relaciones de antagonismo de los deseos, que se supone reproducen el antagonismo perpetuo de los dioses, han sido generosamente distribuidas a los hombres como "naturaleza" determinante derivada de la caída del espíritu en el cuerpo, y después, como politeísmo liberal de los valores, como lo había visto Max Weber. Esta naturaleza agonística se proyectó, por la modernidad, en las relaciones intersubjetivas y políticas de los hombres, hasta hacer del hombre entendido como deseo el enemigo de sí mismo como espíritu y a transformarlo, según el famoso adagio de Hobbes, en lobo para sus semejantes, antes de hacer de la política, en el liberalismo, la política de los grupos de intereses antagonistas.

Se trata aquí de un error filosófico, debido a la ignorancia en la que se estaba, en la antigüedad como en la modernidad, del modo en que en el hombre se engendra la relación para con los deseos en tanto que sería una relación a priori racional y derivada de su identificación al lenguaje. También, es simplemente falso buscar protegerse con la ayuda de un sistema de defensa político infalible, sino que se impone someterlo al juicio de verdad. Este error estaba acoplado a una creencia que se reveló también falsa: a la fe histórica, es decir, a la creencia moderna de que el hombre puede transformarse directamente, conforme a las exigencias de la consciencia moral; y está unida, hoy, a la creencia contemporánea de que le es posible transformarse conforme a las exigencias éticas de la experimentación comunicativa y de la discusión argumentativa. Se intenta en todos esos casos encarnar la justicia del liberalismo político o de la razón argumentativa en un sistema de conocimientos, de derechos y de leyes, o aún más, en un sistema comunicativo parlamentario, judicial y administrativo: en ambos casos, este sistema debe funcionar análogamente al instinto rígido que une, por correlaciones biunívocas, estímulos, reacciones y acciones consumatorias, como un sistema que debe transformar por él mismo, "el animal mal formado" (L. Bolk) y "aún no fijado" (F. Nietzsche) que es el hombre, en viviente bien formado, es decir, a en sistema rígido e infalible de coordinación de un solo y único sistema de acciones y deseos, a un solo y único sistema de percepciones cognitivas y estimulantes.

Esta concepción de zoon logicon, heredada de Aristóteles, retomada por los utilitaristas y los moralistas, permanece presente en la concepción de los intereses y los bienes primarios propios de la teoría liberal de la justicia, tanto como en la democracia deliberativa. Esta concepción antropológica no por ello es menos falsa, en la medida en que, al principio, no existen en el hombre más que los instintos intra-específicos de consumo alimentario, de sexualidad y de defensa. Se busca, entonces, en vano instituir a partir de ellos coordinaciones institucionales con el medio físico y social que sean tan rígidos e infalibles como lo son los instintos de los animales bien formados. Así, cuando se busca una solución política al problema planteado por la experimentación total, se recurre a la potencia de la palabra utilizada para proteger al hombre de la agresividad de los demás, tal como había sido reconocida de esencia pública en las religiones de los dioses soberanos, institución primera rectora de la vida política. Es en este uso político de la palabra que se busca un análogo al instinto de regulación y que se limita arbitrariamente el uso de la palabra a su uso jurídico, moral y político. Se lo hace postulando, de manera inconsistente con respecto a esta presuposición de una "naturaleza heterónoma, incluso instintiva" en el hombre, que él puede y debe acordar libremente y de manera responsable su adhesión racional a esos sistemas necesarios de regulación social de la vida.

La filosofía como forma de compartir culturalmente el juicio de verdad

Estos fracasos confirman la incapacidad en la que está el hombre de transformarse directamente, así sea en un consenso crítico. Este desvío a través del juicio de verdad, inherente al uso del lenguaje, aunque aparece necesaria conlleva una transformación cultural de la concepción de la humanidad del hombre: esta mutación implica reconocer detrás de la exacerbación del capitalismo y de la condena moral colectiva que se revela abiertamente en la mundialización el proceso positivo que ésta no hace más que parasitar, aquél que obliga a producir un mundo público siguiendo la ley de creatividad propia al lenguaje como al psiquismo: proyectando una pre-armonización afectiva, cognitiva, práctica y consumatoria con el mundo, consigo mismo y con los otros en toda situación problemática y juzgando si el mundo así anticipado se presenta como el mundo que se necesita y que constituye la única realidad en la que podamos reconocernos.

La filosofía, las letras, las artes y las ciencias humanas que han pensado esta experimentación y sus resultados como fenómenos culturales, han descubierto poco a poco que el juicio que activa el hombre en la experimentación de sí mismo lo saca de ese sueño de dominio sobre sí mismo, lo hace superar la ceguera del consenso y este fracaso mortal de la historia, por el hecho de someter al juicio de verdad las nuevas formas de vida que él se inventa, porque esta experimentación se hace necesariamente a través del juicio de verdad sobre las formas de vida experimentadas, así como por la participación en ese juicio de verdad. Esta experimentación del hombre nos ha enseñado, en efecto, que el hombre no era ese compuesto de espíritu y cuerpo, asi como la filosofía antigua y moderna se lo representó, asignándole la tarea de hacer su historia instaurando el dominio de su espíritu sobre su cuerpo y sus deseos; al contrario, él es, en tanto que cuerpo, en tanto que afecto, en tanto que espíritu, un ser de comunicación consigo mismo y con los demás, es decir, un ser que no puede adherir a sus acciones y a sus deseos más que reconociendo que él es tan objetivamente esas acciones y esos deseos como juzga que él es esas acciones y esos deseos, y puede hacerlo reconocer por los demás. El ser humano no puede fijarse más que compartiendo el juicio de objetividad que él dirige hacia los demás, de la misma manera que lo dirige respecto a sus conocimientos: estas acciones y estos deseos no pueden ser el objeto de un deseo arbitrario, sino que entran necesariamente en el conjunto de relaciones necesarias que relacionan a los hombres con el mundo y a los fenómenos de ese mundo entre ellos.

Esta experimentación total del hombre lo hace pues reconocer el error que está en el corazón de la idea misma de cultura moderna, la idea de un dominio del espíritu por él mismo. Así, en tanto que ser de comunicación, el hombre reconoce necesariamente que es incapaz de apropiarse de una vez por todas del ejercicio del juicio, de sus resultados y de compartir la verdad como código jurídico, moral o político bajo la apelación a reglas jurídicas, morales y políticas, ya que no puede someter arbitrariamente la ocurrencia de ese acuerdo de objetividad y de verdad al simple deseo, individual o colectivo, de producirlo. Es incapaz de apropiarse el juicio, como es incapaz de apropiarse una capacidad artística creativa, una escritura literaria fecunda, un juicio filosófico infalible, y de modo más general, una comunicación exitosa por el sólo hecho que acepte someter su voluntad artística, literaria, filosófica o expresiva a unas reglas dadas. Es así como la experimentación pragmática y consensual del hombre por sí mismo descubre que el ser humano no puede alcanzar los fines que él le había fijado a la historia, que no puede adecuarse de una vez por todas a sí mismo, sino que el ejercicio compartido de un juicio de verdad sobre sus acciones y deseos es la única instancia de adecuación a la acción que le es accesible cuando da lugar a una verdad tan objetiva como afirma que por ella lo es. Justicia y emancipación social se revelan condicionadas por una emancipación intelectual.

Confrontadas a este error, a esta incapacidad y a estos descubrimientos, las artes, las literaturas, las filosofías, y de manera más general, las culturas de la comunicación desarrollaron otra cultura diferente a aquella que desearía producir la modernidad. La dinámica de esta cultura conserva el único futuro filosófico que el hombre puede construirse. A pesar de que la experimentación comunicativa obligue a cada uno a participar en ella, corresponde, sin embargo, a la filosofía recuperar esta dinámica y esta lógica de verdad inherentes al uso del lenguaje, ya que la dinámica de la experimentación comunicativa hace creer que es suficiente con producir una comunicación exitosa, esto es, el acuerdo con los demás y su aplicación, para regular de nuevo esta experimentación, redescubriendo al interior del lenguaje, bajo el aspecto de los verbos perfomativos, esa posición soberana que permite apropiase del consenso mismo que obliga a someterse a unas reglas.

La antropología del lenguaje descubrió en este siglo que el hombre como ser de lenguaje, no ha podido y no puede todavía transformarse sí mismo más que indirectamente: primero, por medio de la identificación arcaica a los dioses, luego, a través del juicio de verdad que refiere a sus condiciones de vida. El acuerdo de sí consigo mismo, con los demás y con lo real que mueve todo pensamiento y toda palabra no constituye solamente un principio regulador, válido en el reino de los fines, sino que es constitutivo de la identificación del viviente humano con los sonidos, y dicta la ley, por esta razón, tanto de cara a la armonía del pensamiento con lo real, como a la armonía con el otro. Hace que el hombre objetive sus deseos y sus acciones como lo hace objetivar sus percepciones y sus conocimientos, es decir, proyectando la armonía entre los sonidos emitidos y los sonidos escuchados en sus percepciones, sus deseos y sus acciones para poder atribuirles existencia, desatarlos de ella misma y hacer reconocer al hombre si esas percepciones, esas acciones y esos deseos son sus condiciones reales de existencia; es así como ha debido pensar que estaba identificado con ellas para haber podido pensarlas. Ella es pues, igualmente, lo que debe juzgarse tan real como ha debido presuponerse que lo era, para poner a cada uno frente a esas percepciones, frente a esos conocimientos, frente a esas acciones y frente a esos deseos en tanto que son sus condiciones de existencia, en tanto que son la realidad de su mundo4.

Esta armonía se impone al ser humano por el hecho que él no puede distinguir los sonidos emitidos, de los sonidos recibidos en el momento mismo en que los emite. Es esta identidad la que es imitada en toda proposición como movimiento de proyección referencial de los sonidos en las cosas y como movimiento de recepción predicativa que las convierte en realidades para nosotros. Cualquier emisión y cualquier comprensión de una proposición imitan ese movimiento de emisión-recepción fono-auditiva, ya sean dichas o simplemente pensadas, ya que este movimiento no permite aislar eso de lo que se habla o aquello en lo que se piensa, más que pensándolo idéntico a la propiedad o a la relación identificada por el predicado.

De igual manera, no se puede pensar una proposición sin pensarla verdadera, o según la fórmula de C. S. Peirce, "toda proposición afirma su propia verdad"5 para poder ser comprendida. Así como no se puede aislar la realidad a través del uso de la expresión referencial, más que juzgando a través del uso del predicado -eso en lo que consiste para ella el hecho de existir, más que identificando, por ejemplo, la nieve a su blancura cuando se dice: "la nieve es blanca"-; asimismo, no podemos gozar de esta verdad en virtud del auditor que uno es para sí mismo, más que juzgando si existir para esta realidad es ser efectivamente aquello a lo que se lo identifica; es decir, juzgando la objetividad de la armonía instaurada entre la nieve y la blancura, y reconociendo si esta es tan constitutiva de la nieve y de su aparición fenomenal como realidad, si es verdad que se ha debido pensar que ella lo era para poder percibirla así.

Es esta reconstrucción de las condiciones antropológicas y filosóficas del uso del juicio que obliga a la filosofía a un cambio de paradigma con respecto a la modernidad, un cambio que no sea solamente pretendido sino efectivo. Ella obliga a sustituir el primado de la razón práctica por el de la razón teórica, y esto en el dominio mismo de la razón práctica, en el seno de las relaciones ético-políticas. Sólo liberan las relaciones ético políticas que uno reconoce y que juzga como tales, en la experiencia de la vida y del mundo, del mismo modo en el que uno afirma y se reconoce ser en la comunicación, la única realidad que uno dice ser. Porque el ejercicio del juicio político, en la óptica de la justicia, consiste en no hacer realizar a los demás y a no realizar uno mismo más que lo que se pensó que se era. Esta inversión del primado de la razón práctica en primado de la razón teórica, el primado del juicio de verdad que se encuentra así restaurado "curan" ambos, es decir, liberan de la búsqueda moral de una sabiduría en la que el placer último y el bien supremo residen en un solo y único goce, en el goce de saberse libre de los demás y de sí mismo en toda experiencia, y por lo tanto, igual a cualquier agente social, ya que se logra liberase de lo que había de locura en la relación política: aquí se olvida la convicción que es posible desidentificarse mágicamente y abstractamente de todas las relaciones sociales y vitales a las cuales uno debió identificarse para poder pensarlas, del mismo modo en el que se libera a los demás de sí mismos, como si uno fuese para sí mismo un otro, como si uno estuviese tan alienado que esta identificación no haría más que llegarnos a la mente.

También es necesario liberarse intelectualmente de esta misma locura en la relación con el lenguaje mismo. En efecto, esta locura reaparece en el contexto de la experimentación total del hombre bajo las características de la enunciación performativa. Lugar de garantía de todo juicio, el acuerdo ya presente en las convenciones institucionales da al juicio social, trascendente a los individuos, la fuerza performativa propia a las enunciaciones que basta con enunciar para realizar los actos que allí son designados. Desde Austin, parece suficiente con pronunciar e invocar este acuerdo ya presente en los verbos performativos, y después, hacerlo intervenir en la vida corriente invocando las convenciones necesarias y en el buen momento: cada uno del contexto. Toda enunciación performativa emitida conforme al enunciado veridictivo apropiado, a un juicio que juzga su adaptación al contexto físico, social y mental de los interlocutores implicados, y reposa así sobre un juicio de adaptación compartido, es buena y justa. Es suficiente con cumplir con lo necesario y seguir las reglas de invocación de los performativos de manera fiel y obrar en consecuencia. La enunciación performativa de promesa, de orden, de consejo o de condena es entonces afortunada; y son los dominantes los que dicen siempre lo que se necesita.

El problema que surge es, por supuesto, que los juicios que hay que decir son siempre diferentes, ya que el otro tiene algo diferente que decirme a lo que tengo para decirle, ya que no dice lo mismo, ni al mismo tiempo que yo, si es verdad, desde luego, que esa palabra responde como se debe a lo que tanto el uno como el otro necesita escuchar. Así, esos juicios de apropiación apuntan siempre a colmar la única necesidad que haga falta en el otro, de la única manera que haga falta y con invocación de la única convención que haya que invocar. Pero este único acuerdo social que hace falta producir es siempre considerado de manera diferente por los interlocutores, y por ello, antagonista: es siempre falso, siempre aparentemente falso. Asimismo, desde que es buscado en una invocación performativa, debe siempre justificarse, y no puede hacerlo más que aniquilando el juicio del otro. La guerra del juicio caracteriza esta experimentación social a través de la palabra, ya que siempre debo probar que el otro está equivocado para poder tener razón. Solo la descripción antropológica y filosófica de la dinámica de verdad del lenguaje libera de ese engaño de dominación revelando detrás de estos fracasos necesarios, un error, curando así de esa búsqueda de un acuerdo ya presente con el otro y grabado en la lengua bajo el aspecto de los performativos.

Sin embargo, se opera también una transformación cultural en la relación con la cultura misma y esta transformación tiene la misma virtud terapéutica de cara a la cultura como la tiene la descripción de la dinámica de verdad en el uso del lenguaje. Desde Kant, Humboldt, Schelling y Hegel, ésta se remite al juego creativo de una armonía entre lo imaginario, el entendimiento y lo sensible que no es producible más que a través del genio y sólo puede ser recibido por aquellos que están liberados de las constricciones de la razón tan mágicamente como los genios mismos. El juicio reflexivo por el cual se capta las formas artísticas, por ejemplo, presupone que pueden deleitarse en lo bello sin concepto, porque la obra de arte despliega una libre armonía entre el entendimiento y la sensibilidad que desafía toda regla. La experimentación contemporánea del hombre a través del consenso obedece a la misma ley de formación, al establecer en el poder de la comunicación un libre consenso entre individuos, un consenso que sólo simula la felicidad que produce la armonía entre todos. El consenso cultural con la obra de arte era tan ciego como lo es el consenso experimental contemporáneo. Es a esta ceguera a la que pone fin la transformación cultural provocada por el descubrimiento de la dinámica de verdad en el seno del imaginario verbal y de la razón como de la sensibilidad misma. Sólo es cultura lo que es creado y reconocido según las leyes de esta dinámica de verdad. Las obras de arte que se hacen reconocer como tales en esta experimentación total no pueden hacerlo más que emancipándose del goce del puro juego armonioso, pero ciego, del imaginario y del entendimiento, del puro estetismo.

Las obras de arte sólo pueden subsistir desde la perspectiva de sus creadores como de sus receptores con la revelación de un diálogo del hombre con su propia naturaleza y entorno que presente las condiciones de vida sin las cuales no se puede vivir: ellas obedecen a la misma dinámica crítica que el juicio inherente al lenguaje mismo. La cultura significa aquí el reconocimiento in actu de la dinámica de verdad inherente tanto a la creación de un nuevo mundo en respuesta a la percepción de un mundo arruinado, como el reconocimiento de la objetividad de la belleza de ese mundo, que lo habilita a ser lo que parece ser: una condición de existencia del ser humano tan objetivamente verdadera en sus relaciones a lo bello, así como es reconocido objetivamente real el nuevo mundo científico por aquellos que deben reconocerlo como real al hacerse mutuamente juzgar como verdaderas las proposiciones que describen ese mundo.

Así, la cultura de las artes y de la escritura se manifiestan como ejemplos de la cultura de la comunicación; es una comunicación que ha integrado un movimiento crítico de verdad tanto en la dinámica de la creatividad como en aquella de la receptividad (por ejemplo, el uso del juicio crítico universitario). Así, la cultura hace reconocer igualmente que toda comunicación es, en este sentido, un espacio público y que sólo lo es, como espacio público constituido e institucionalizado como tal, en la medida en que es un intercambio filosófico, un intercambio de juicio que no reposa más que sobre él mismo y sobre su capacidad de presentar el mundo en el cual ese juicio es verdadero: hacer venir ese mundo a la existencia a través del pensamiento, por el solo hecho de que pueda mostrar que está ya ahí como realidad, como mundo humano, tan presente como realidad como es verdad que lo representa como tal bajo la forma que él le da.

La filosofía se universaliza necesariamente en ese horizonte de experimentación del hombre a través de la comunicación, reconociéndose como la forma ya presente en toda comunicación ya que esta no puede satisfacer el deseo de consenso de manera ciega, y no puede conseguirlo, a propósito del hombre mismo, más que haciéndolo reconocerse ser juez de verdad, haciéndolo reconocerse a su ser teórico, a través de un proceso de experimentación de él mismo sometido a ese juicio. La comunicación cumple pues, su tarea como fase inicial, mediana y terminal de la transformación indirecta del hombre por sí mismo que es esta experimentación total del hombre como elemento del mundo, porque esta experimentación se hace necesariamente a través del juicio de verdad sobre las formas de vida experimentadas así como por la distribución del juicio de verdad. Esa mediación y esa distribución del juicio son filosóficas en sus formas como en su contenido. Así la filosofía revela ser mucho más que una institución, la institución del saber, porque ella no instituye el saber más que estableciendo que es forma de vida, y la única forma de vida que conviene al hombre, puesto que no expresa y no desarrolla más que la dinámica y la lógica inherente a toda comunicación: esta fuerza no es creadora de mundo más que criticando ese mundo que ella misma crea, haciendo de esa crítica una crítica mutuamente compartida, en su ejercicio como en sus resultados. Es así, como puede igualmente, establecer que el hombre no puede convertirse en este ser de dominación perfecta de sí que busca a través de esa experimentación indefinida de él mismo, puesto que le sería necesario, para hacerlo, renunciar a ser lo que él es: compartir el juicio a propósito de él mismo y del mundo, para contentarse con satisfacer su sueño de soberanía.

Además, la filosofía sólo consigue imponer el uso del juicio en el seno de una experimentación que niega su uso y lo reemplaza por un consenso ciego, restaurando un espacio de confirmación mutua fundado sobre el reconocimiento de que los mundos públicos producidos, ya sean industriales, económicos, jurídicos, morales o políticos, son o no las condiciones objetivas de vida que se presumen ser para existir como lo hacen y por qué. Es así que ella se da cuenta, a su manera, que el hombre no puede transformarse directamente, ni obtener un dominio consensual de él mismo y de los demás, sin estar seguro de la objetividad de ese mundo y de las formas de vida que desarrolla en él, es decir, sin tomar el camino indirecto de compartir el juicio de verdad, un juicio de verdad que puede hacer reconocer que es efectivamente tan verdadero como afirma serlo. Este ejercicio universitario de reconocimiento del hombre en su concepto, es decir, del reconocimiento práctico y teórico de cada uno en lo que es como ser de juicio, se substituye como movimiento exitoso en el ejercicio de ese juicio, al movimiento fallido de transformación directa.

La filosofía tiene, pues, que afirmar que ella es esta forma de vida universal en cualquier espacio de vida, que se desarrolla y se realiza como tal, pero tiene que hacer reconocer igualmente, que todo espacio público o privado es o tiene que ser filosófico en el sentido en que sólo existe como operante o como soberano este ejercicio del juicio; y no puede hacerlo más que estableciendo que las transformaciones de los espacios de comunicación económica, industrial, política y ética que se han impuesto para superar el fracaso mundializado de su voluntad de potencia, no se han efectuado con éxito más que bajo la condición de que los individuos, las empresas, las instituciones, los grupos y los Estados hayan aceptado operar con relación a ellos mismos esta mutación de ser voluntad de potencia en un ser de juicio, un ser filosófico.

En el contexto de las mundializaciones culturales que arrastra tras de sí la globalización neoliberal, el diálogo intercultural se revela una necesidad como la puesta a prueba de la capacidad de cada cultura a proponerse como una forma de vida asumible para todos aquellos que participan en ella como también para los demás. Se tiene necesidad de recurrir al diálogo filosófico entre culturas como uno de sus componentes esenciales. El discurso filosófico no es, en efecto, una ocasión cualquiera para que una cultura se afirme: es la instancia por la que esta cultura toma una consciencia crítica de sus límites en la comprensión misma que tiene de las otras culturas, así como la necesidad de sacar el diálogo intercultural de una pura relación de comunicación y de registro de una comprensión o de una incomprensión recíproca. Por el discurso filosófico surge la posibilidad de discernir en cómo las relaciones necesarias de complementariedad cultural revelan constantes antropológicas que no pueden ser reconocidas como tales más que siendo adoptadas por los agentes sociales de las diversas culturas implicadas. Es en este discurso crítico que las fronteras propias a las diversas culturas pueden ser señaladas y que la manera en la que las otras culturas sobrepasan esas fronteras puede ser integrada a la cultura de partida. El respeto a las culturas, en este diálogo transcultural, no puede, en efecto, limitarse a una actitud formal de reconocimiento de la existencia de otra cultura, del mismo modo que el derecho nos obliga a respetar la existencia de la otra persona. Debe ser un respeto que se ejerce en el acto mismo de la crítica, a través del cual una cultura reconoce que debe integrar lo que le hace falta y que le ha servido de base a la otra cultura con la cual está en diálogo. Este reconocimiento en acto de la especificidad de las otras culturas, de su validez antropológica y de su aporte real a la construcción de una humanidad tan acorde a lo que ella debe ser, como debe serlo efectivamente, condiciona el intercambio de la fuerza crítica del discurso filosófico en el diálogo intercultural.

Esto permite pues una participación de los filósofos en la transformación de su cultura y de las instituciones que derivan de ella, tanto como una intervención de su parte en otras culturas a través del reconocimiento que los universitarios formados en esa cultura puedan otorgarle a sus aportes, una vez que el aporte crítico de la cultura extranjera es reconocido en su validez antropológica. Si se considera, por ejemplo, el reciente surgimiento de la disociación intercultural entre el liberalismo y la cultura musulmana, estamos forzados a reconocer la necesidad de ampliar la cultura contractual del liberalismo americano con el reconocimiento de las relaciones de necesidad que unen el desarrollo de las culturas sociales al mundo y a la realidad de los hombres, un reconocimiento de las relaciones de necesidad que obligan a reconocer la objetividad de las leyes que regulan los intercambios económicos y que impone una justicia en la redistribución de los bienes, los derechos y los deberes. Solamente un reconocimiento tal puede hacer que el sueño europeo de una democracia deliberativa mundial escape de sus límites éticos internos. La cultura musulmana ofrece esta posibilidad de criticar los límites internos al pensamiento contractual y a los acuerdos arbitrarios de intercambio que promueve. Ella ofrece esta posibilidad a condición de poder ajustarse ella misma a la imagen del hombre propuesta por la experimentación total de sí mismo a la cual se entrega, y de abandonar su refugio acrítico en una consciencia del destino que anima la lucha contra todo lo que se presume opuesto a la elección del destino de sus fieles.

Pero esta crítica filosófica debe ser transcultural en la medida en que debe adoptar el punto de vista de las otras culturas para poder comprenderlas y evaluar su creatividad cultural así como su capacidad crítica; se debe no solamente pensar que el otro pueda tener razón, sino que se debe pensar que efectivamente la tiene mientras se piensa como verdadero lo que el otro piensa, para luego reconocer que es verdadero (que esto lo sea o no lo sea). La indisponibilidad del único criterio antropológico de diálogo intercultural crítico, es decir, el acuerdo de verdad del otro era, quizá, a lo que se apuntaba a través de la prohibición de apropiarse de la potencia de juzgar en última instancia, la cual correspondía por derecho al Dios judaico. Incluso, si no se trata de prohibir al hombre de las mundializaciones culturales el hecho de identificarse al ser de juicio y de verdad que él es, es preciso atender, desde la cultura judaica, la incapacidad en la que está el ser humano de reconocer la verdad de lo que dice y piensa, mientras no pueda compartir con los demás su juicio de verdad y hacerles reconocer la objetividad de la experiencia que de él mismo y del mundo realiza. Quizá en ello consiste el judaísmo y el islamismo oculto del europeo, quizá en eso consiste la limitación interna del uso del juicio filosófico, que este sea cotidiano o profesional, si es verdad que compartir y dar a los demás como a sí mismo las condiciones de acceso constituyan los únicos testimonios de la existencia de esta verdad, que para existir, necesita, a la vez, ser común y ser comúnmente reconocida.

Pies de página

1. Traducción de la conferencia "Qu'est-ce que la philosophie à l'âge de la mondialisation?" dada por el Profesor Jacques Poulain en el marco de las Sesiones Francófonas de Filosofía en la Universidad del Valle. Traducción realizada por Ana Bolena Parra, estudiante de doctorado en filosofía, Universidad del Valle; revisada y corregida por el Profesor William González, Postdoctor en Filosofía, Universidad-Paris 8, Francia.

2. Postdoctor en Filosofía, Universidad-Paris 8 (Francia). Profesor del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Director del grupo de investigación "Etología y Filosofía". Dirección electrónica: wiligon@hotmail.com

3. Magister en Filosofía, Universidad-Paris 8 (Francia). Estudiante de doctorado, Universidad del Valle. Asistente de Investigación en el proyecto de convocatoria interna: "El impacto de la teoría de la retardación biológica del ser humano (Neotenia) para la antropología" del grupo de investigación "Etología y Filosofía". Dirección electrónica: pganab@hotmail.com

4. La estructura democrática del respeto de la ley de verdad se muestra en mi obra La loi de vérité ou la logique philosophique du jugement, Albin Michel, Paris, 1993; también en La condition démocratique, L'Harmattan, Paris, 1998. Su neutralización pragmática contemporánea a través de un consenso ciego, es analizada como autismo de la civilización en J. Poulain, L'âge pragmatique ou l'expérimentation totale, L'Harmattan, Paris, 1991. La extensión de esta neutralización a la vida política a través de la pragmática ética de la república es diagnosticada en J. Poulain, La neutralisation du jugement. La critique pragmatique de la raison politique, L'Harmattan, Paris, 1993.

5.Ver Charles. S. Peirce Collected Papers of Charles S.Peirce, The Belknap Press of Harvard University Press, Cambridge, 1935, Vol. 5, § 340.


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