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Universitas Humanística

Print version ISSN 0120-4807

univ.humanist.  no.61 Bogotá Jan./June 2006

 

¿son los mestizos híbridos? las políticas conceptuales de las identidades andinas*

Marisol de la Cadena1

University of California, Davis (Estados Unidos) mdelac@ucdavis.edu

Recibido: 02 de septiembre de 2005 Aceptado: 10 de noviembre de 2005

 


Resumen

A través de un análisis genealógico de los términos mestizo y mestizaje, este artículo revela que dichos vocablos son doblemente híbridos. Por un lado, ellos albergan la hibridez empírica construida sobre taxonomías raciales de los siglos XVIII y XIX, según las cuales los «mestizos» son individuos no indígenas, resultado de la mezcla biológica o cultural. Por otro lado, la genealogía de los mestizos comienza aún más temprano, cuando la «mezcla» denotaba trasgresión de la norma de la fe y sus estatutos de pureza. Dentro de este régimen taxonómico, los mestizos pueden ser, al mismo tiempo, indígenas. Aparentemente, las teorías raciales dominantes, sustentadas por el conocimiento científico, no anularon sino que se mezclaron con las anteriores taxonomías basadas en la fe. Así, «mestizo» alberga una hibridez conceptual —la mezcla de dos regimenes clasificatorios—, la cual revela alternativas subordinadas para las posiciones subjetivas de los mestizos, incluyendo formas de indigenidad.

Palabras clave: Mestizaje, raza, identidad, América Latina.

 


Abstract

Through a genealogical analysis of the terms mestizo and mestizaje, this article reveals that these voices are doubly hybrid. On the one hand they house an empirical hybridity, built upon eighteenth and nineteenth century racial taxonomies and according to which «mestizos» are nonindigenous individuals, the result of biological or cultural mixtures. Yet, mestizos’ genealogy starts earlier, when «mixture» denoted transgression of the rule of faith, and its statutes of purity. Within this taxonomic regime mestizos could be, at the same time, indigenous. Apparently dominant, racial theories sustained by scientific knowledge mixed with, (rather than cancel) previous faith based racial taxonomies. «Mestizo» thus houses a conceptual hybridity – the mixture of two classificatory regimes – which reveals subordinate alternatives for mestizo subject positions, including forms of indigeneity.

Key words: Racial mixture (mestizaje), race, identity, ethnic relations, Latin America.

 


Una genealogía de valores, moralidad, ascetismo y conocimiento nunca se confundirá a sí misma con la búsqueda de sus «orígenes», nunca pensará que las vicisitudes de la historia son irrelevantes. Por el contrario, el pensamiento genealógico cultivará los detalles y accidentes que acompañan cada comienzo, estará escrupulosamente atenta a subterfugios insignificantes esperando a que emerjan, para desenmascarar en ellas la cara de la historia anterior (Foucault, 1977:144).

Frecuentemente sucede que incluso una y la misma palabra pertenecen simultáneamente a dos lenguas, dos sistemas de creencias que se intersectan en una construcción híbrida— consecuentemente la palabra tiene dos significados contradictorios, dos acentos (Bakthin, 1981:305).

En el año de 1838, Johann Jakob Von Tschudi, un naturalista, nacido en lo que es actualmente Suiza, arribó al Perú en una visita que duraría seis años. Siendo un intelectual versado en distintas disciplinas, Von Tschudi viajó a través del país donde recolectó, con la misma avidez, información zoológica, geológica y social, utilizando tanto el idioma quechua como el castellano. Leyendo el Testimonio del Perú (que Von Tschudi publicó en 1846 en Alemania y que la Embajada de Suiza en el Perú tradujo al castellano ciento veinte años después), se tiene la sensación de que él estaba fascinado e impactado por lo que vio en el país—la naciente República en sus tempranos años poscoloniales. Equipado con espíritu de aventura, y con las teorías científicas del siglo XIX, Von Tschudi comenzó a clasificar geografías naturales y sociales. Al describir a los mestizos decía:

Andan de preferencia con los blancos y no quieren saber nada de los indios a los cuales tratan en general con desprecio. El número de mestizos en Lima es menor que en el interior del país, donde existen poblaciones enteras habitadas únicamente por mestizos. Allí se autotitulan «blancos» y se enfrentan con aires de superioridad a los indios. No se les puede decir cumplido que sea mas de su agrado que preguntarles si son españoles, a lo cual contestan por lo general afirmativamente, aunque todas sus facciones revelan los inconfundibles rasgos típicos del indígena. El color de los mestizos es castaño claro, a veces tirando a oscuro (von Tschudi, 1966:117).

Más allá de la información que nos ofrece, la cita se encuentra llena de significados implícitos y demuestra la habilidad de Von Tschudi para recoger las sensibilidades jerárquicas que estaban a la base de las definiciones de identidad en el Perú. La cita también revela las discrepancias entre las definiciones raciales de Tschudi y las de los pobladores locales. Lo más interesante para mí es que, sin hacerse problema alguno, Tschudi subordina las etiquetas identitarias locales a sus propias interpretaciones de las mismas. Según el científico, demasiados peruanos se auto-identificaban como blancos y estaban equivocados. Él sabía más que ellos. Desde su punto de vista, las características fenotípicas indígenas de muchos peruanos los denunciaban como mestizos, a quienes este autor definía como la mezcla racial—en el sentido biológico- entre indios y españoles.2

En el siglo XIX, este tipo de discrepancias eran cotidianas en los encuentros entre peruanos y los viajeros europeos (o norteamericanos), y no eran simplemente diferencias de opinión sin importancia. En la medida en que la geopolítica continental favorecía al Norte—europeo y americano—también autorizaba las formas de conocer que allí se generaban en detrimento de las del Sur. Sustentadas por la naciente pero altamente influyente ciencia racial, las interpretaciones nor-atlánticas dominaron las imágenes con las cuales se representaban las ciudades, regiones y naciones latinoamericanas. Obviamente subordinar las definiciones locales no fue fácil, y los dictámenes de la ciencia de la raza requirieron negociación y, en algunos casos, inclusive entrenamiento. Por ejemplo, en 1912 el economista estadounidense a cargo de la dirección de uno de los censos de la ciudad del Cuzco, entrenó a los entrevistadores para que aprendieran a mirar el color de piel e identificaran a los encuestados según ello. Este señor consideraba que dicho entrenamiento era necesario porque «el mestizo tratará por todos los medios de ser incluido como blanco y muchos indios [escogerán] ser [considerados] como mestizos» (Giesecke, 1913: 6-11).

Lejos de ser simples equivocaciones, estos ejemplos ilustran los múltiples significados de las etiquetas de identidad, así como los esfuerzos por separar y clasificar—es decir «purificar» identidades—a través de la supresión (o deslegitimación) de la heteroglosia, en este caso específico, mediante la autoridad de la ciencia europea de la raza. A pesar de estos esfuerzos, la heteroglosia persiste y los «errores» continúan. En 1994, poco después de que migré del Perú a los Estados Unidos, conocí a un artista en Santa Fe (Nuevo México). Tenía cabello largo, atado en una cola de caballo, y hablaba lo que en ese momento me pareció como un «inglés fluido». Entrenada en las percepciones culturales de raza propias de mi país (de las que todavía no era consciente), yo no tenía ninguna duda de que ese hombre era un «mestizo». Semanas más tarde descubrí que había cometido una equivocación: «Yo soy un indio americano» me dijo y añadió: «¿Y tú… no eres una india peruana?» Yo le respondí que no era india—pero mi explicación lo dejó confundido. Aunque mi piel es oscura y tengo «apariencia indígena» la mayoría de peruanos me considera «como si fuera» blanca—y quizá, en algunos casos, blanca. Tal vez algunos de ellos podrían aceptar que me auto-identifique como «mestiza» pero todos se reirían de mí si les digo que soy «india».3 Las taxonomías y las etiquetas pertenecen a historias interconectadas que vinculan lo personal a lo colectivo y las prácticas cotidianas a las artísticas y académicas, las cuales, a su vez, conectan Europa y los Andes. Al emerger de esta compleja formación discursiva, una multiplicidad de significados puede ser expresada con la misma palabra y al mismo tiempo—aunque sólo una parte de ellos llegue a ser escuchado. De la misma manera, dos personas físicamente parecidas pueden reclamar identidades diferentes. Inherentemente heteroglósica, en el sentido de Bakthtin, mi experiencia como sujeto y objeto de este tipo de errores ha reforzado mi opinión de que las identificaciones (así como los «malos entendidos» que éstas pueden provocar) pertenecen a la esfera de la política conceptual—y en ella el diálogo, y la negociación de poder en que este se enmarca, son interminables.

Mi intención, por lo tanto, no es la de corregir «errores de extranjeros» desde el «punto de vista peruano» o «Latinoamericano». Esto sólo implicaría un vano intento por frenar el diálogo. Peor aún, esto reproduciría—aunque desde una posición subjetiva diferente—la historia de los dos primeros caballeros (el viajero alemán Von Tschudi y el economista norteamericano director del censo del Cuzco) quienes creían tener la autoridad (tal vez incluso la misión) de aclarar «malos entendidos». Más bien, en lugar de adoptar su manera unitaria de conocer e intentar abrir un espacio conceptual para que emerjan significados suprimidos, recurro al dialogismo como estrategia epistemológica para explorar los múltiples significados inscritos en la genealogía de la etiqueta de identidad «mestizo» y su correspondiente ideología política, el mestizaje.

El hecho que en el Perú y Latinoamérica algunos de estos significados se hayan vuelto «evidentes» mientras que otros parezcan «raros» es el resultado de políticas conceptuales en las que la «definición» de etiquetas raciales y étnicas forma parte de un grupo mayor de herramientas utilizadas para clasificar, separar, y a través de ello subordinar el diálogo que tercamente continua, aunque inadvertido y silencioso. Un análisis de las políticas conceptuales puede revelar significados suprimidos y mostrar lo que es autoevidente (es decir la «definición») desde un ángulo distinto. A medida que se develan las relaciones sociales que establecieron la «definición», se la desnaturaliza y, de esta forma, se hace posible una legítima re-significación.

El objetivo del presente artículo no es volver a repetir que la voz mestizo tiene varios significados (e.g. Hale, 1996). Lo que pretendo es explorar las circunstancias históricas que han permitido que algunos de los significados de «mestizo» se conviertan en obvios y que han marginalizado otros que circulan «escondidos» en significados dominantes. Por ultimo, como se hará evidente a medida que vaya desarrollando el argumento, quiero rescatar a los mestizos del mestizaje—y así desafiar la política conceptual (y el activismo político) que, de manera muy simplista, siguiendo una teleología transicional, purifica a los mestizos fuera de la indigenidad (ver de la Cadena, 2000).

La idea fundamental de este artículo es que los mestizos no pueden ser contenidos por la noción de híbridos empíricos. Es decir, no son sólo el resultado de la «mezcla» biológica o cultural de dos entidades previamente separadas; ellos evocan una hibridez conceptual epistemológicamente inscrita en la misma noción de mestizo. Esto no es tan difícil como suena. La voz mestizo tiene una larga genealogía que se inicia aproximadamente en el siglo XVI y emerge en el presente. «Mestizo» es un híbrido conceptual que, conectado a dicha genealogía, alberga taxonomías sociales derivadas de diferentes formas de consciencia y regímenes de conocimiento. Entre los regímenes de conocimiento occidentales, los más obvios son la «Fe»–conocida más adelante como religióny la «razón científica». La «Fe» (como manera de conocer) llegó al «Nuevo Mundo» con los conquistadores y se encontró con la razón ilustrada en las últimas décadas del dominio español en las Américas. Desde entonces, estos dos regímenes se combinaron organizando un orden clasificatorio que se expresa a través de ideas de civilización y progreso articuladas mediante nociones como raza, clase, cultura, sexualidad, etnicidad, geografía y educación (entre otras). Las mismas clasificaciones continúan albergando—hasta en nuestra era global y neo-liberal— la moral y los sentimientos taxonómicos dictados por la Fe colonial. Desde este punto de vista, «mestizo» articula una complejidad que excede la definición como «racial/culturalmente mezclado» que se encuentra en los diccionarios—y que es las que primero viene a nuestra mente. Herederas de un linaje conceptualmente híbrido, «mestizo» (y su posterior extensión mestizaje) responde a órdenes clasificatorios pre-ilustrados y, al mismo tiempo, alberga nociones científicas de «hibridez» que describen la mezcla de dos entidades separadas, y que fueron acuñadas en el siglo XIX. Como en una genealogía, las características que desde el régimen de la fe, se atribuían a los «mestizos», no fueron simplemente desplazadas por las nociones de «mezcla racial» dictadas por la razón científica. A través de una dinámica de «ruptura» y «reinscripción» (Stoler, 1996:61), emergiendo de previas taxonomías basadas en la fe, el «mestizo» moderno adquirió significados científico-raciales sin necesariamente despojarse de los anteriores. De ahí que mestizos y mestizaje albergan varias hibrideces. Nosotros estamos acostumbrados a su versión empírica: la observación científica de la «mezcla» en los cuerpos, cultura, o raza de los mestizos. Menos notoria es la hibridez inscrita en la formación discursiva de mestizaje—y en la manera en que los latinoamericanos piensan sobre los mestizos y el mestizaje y, por la misma razón, sobre la raza. Darnos cuenta de la hibridez conceptual, genealógicamente inscrita en el pensamiento racial, puede anular—o por lo menos desestabilizar—la latente pureza que, como Robert Young ha advertido, la hibridez empíricamente definida continúa repitiendo (Young, 1995:52).

Una advertencia teórico-metodológica es indispensable. La organización de este artículo no es cronológica. Aunque mi objetivo es investigar históricamente los significados (múltiples y estratificados) insertos en las identidades «mestizo» y el mestizaje como proceso, no busco la presencia del pasado en el presente, ni tampoco intento demostrar la vigencia de continuidades inmaculadas. Tampoco pretendo presentar una periodización histórica. Lo que hago es usar una perspectiva genealógica para alterar historias unidireccionales y para buscar continuidades a través de las interrupciones. Las nuevas ideas desarticulan las anteriores y se vuelven parte de ellas, y al hacer esto se transforman en algo diferente, a la vez que reclaman el mismo nombre. Para decirlo prosaicamente: me gustaría describir los «numerosos comienzos» de los mestizos, su constante emergencia de situaciones conceptuales y políticas presuntamente «raras»: la fe mezclada con la razón, las ideologías de progreso con ideas de autenticidad, igualdad con diferencia, el desorden con el orden. Con la intención de alcanzar profundidad histórica y etnográfica, las nociones y personajes en torno a los que gira esta discusión emergen, tal vez de manera ecléctica, de textos (que datan de eras coloniales, post-coloniales y neoliberales) y de experiencias de trabajo de campo.

El linaje conceptual de los mestizos

Garcilaso de la Vega: A los hijos de español y de india o de indio y española nos llaman mestizos por decir que somos mezclados de ambas naciones, fue impuesto por los primeros españoles que tuvieron hijos en indias y por ser nombre impuesto por nuestros padres y por su significación me lo llamo yo a boca llena, y me honro con él. Cuzco, 1609 (de la Vega, 1991:627).

Guaman Poma de Ayala: Los caciques principales que cazaren a sus hijas con yndios mitayos pierden las honrras y primenencia del cacique principal en este rreyno. […] El hombre, casándose con una mitaya India es mestizo sus hijos y sus descendientes. Ayacucho, ca.1615 (Poma de Ayala 1980:734).

«Mestizo» es una etiqueta que aparece muy temprano en la colonia. En la cita anterior, Garcilaso de la Vega proporciona uno de sus significados: los mestizos resultan de la mezcla de indios y españoles. Algunos años después, Guamán Poma, sostuvo que los caciques indios (no tributarios) que desposaban a una india tributaria eran ellos mismos mestizos y no sólo su descendencia (así fueran racialmente puros en los términos del siglo XIX). Mi intención al iniciar la presente sección con estas dos definiciones es llamar la atención sobre la variedad de connotaciones y dialogismos de la categoría colonial «mestizo», destacando su inestabilidad semántica. Su significado no solamente cambió a través del período colonial, sino de una persona a la otra dentro de la propia administración colonial, así como entre los intelectuales indígenas y las personas comunes.

Generalmente, y sobre todo de manera implícita, existe una tendencia entre los académicos occidentales a identificar la noción «mestizo» con la noción de «hibridez» del siglo XIX y traducirla como la mezcla de dos (a veces más) identidades raciales previamente «puras».4 Del mismo modo, nosotros tendemos a identificar nuestra definición de mestizo con la de Garcilaso de la Vega, y ampliándola con la idea de hibridez del siglo XIX, le atribuimos a la versión de Garcilaso las ideas de mezcla cultural o biológica—que el cronista no imaginaba pues ni «cultura» ni «biología» eran lo que son para nosotros. La hibridez—categoría del siglo XIX—no agota el campo semántico de la etiqueta mestizo, aunque sea sólo porque (obviamente) la hibridez biológica no fue lo que los escritores—indígenas o españoles—de los primeros años coloniales tuvieron en mente cuando identificaron a los mestizos. Estas nociones tenían todavía que convertirse en los campos conceptuales que posibilitarían (y serían posibilitados por) las ideas modernas de hibridez, miscegenación o mestizaje. Entonces, la «mezcla» implicada en la etiqueta mestizo debió haber significado algo diferente.

Como numerosos autores indican (Stolcke 1995; Burns, 1999; Gose, 1996; Cope, 1994; Schwartz y Salomón, 1999; del Busto, 1965), los ordenes clasificatorios de los primeros años de la colonia tuvieron como principal sustento la limpieza de sangre, un principio social basado en la fe que sitúa a los linajes cristianos puros encima de los linajes manchados por los conversos (judíos bautizados, musulmanes o indios). Aunque es necesaria una investigación exhaustiva sobre la formación social de la limpieza de sangre en las colonias españolas, aparentemente las políticas coloniales relativas a la pureza no fueron completamente intolerantes a la «mezcla», como nosotros suponemos hoy día. Estas permitieron (e incluso estimularon) ciertas combinaciones (como, por ejemplo, matrimonios entre mujeres de la nobleza inca y conquistadores), y también penalizaron otras. Del mismo modo, no todos los individuos que nosotros (retrospectivamente) llamamos «mezclados» fueron etiquetados como mestizos. Ellos pudieron ser considerados españoles, criollos e incluso, hasta el siglo XVIII, incas. La «pureza» no fue siempre símbolo de superioridad, probablemente porque «linaje» no era algo que todas las personas poseían. Los individuos «mezclados» como Garcilaso, pertenecientes a linajes incas, ocupaban una posición superior a la de los indios más puros, y no estoy convencida de que alguno de estos últimos hubiera llamado mestizo a Garcilaso. Más que una norma, la «pureza» parece haber sido una práctica moral articulada a través de los lenguajes clasificatorios de la calidad, clase y honor. Dichos lenguajes categorizaban a los individuos según su ocupación ancestral y actual, su lugar de residencia, sus relaciones sociales y, de acuerdo con un autor del siglo XVII, incluso según el tipo de leche materna que hubieran lactado durante su infancia: «Él que lacta leche de embustera, miente y se emborracha con la leche que bebe» (Schwartz y Salomón, 1999:478).5 En este contexto, las prácticas clasificatorias se basaban en información sobre las relaciones ancestrales y personales de un individuo. Si estas últimas cambiaban—cuando un individuo se mudaba o cambiaba de trabajo, por ejemplo— las etiquetas identitarias también cambiaban. El resultado obvio de esto era que los individuos podían ostentar varias «identidades» simultáneamente o a lo largo de sus vidas (Graubart, 2000).6 Ni las etiquetas, ni las identidades dependían solamente de los cuerpos. Sin información adicional (como antepasados de la persona, «origen» de sus padres, es decir, su lugar de nacimiento y ocupación) la visión era insuficiente para clasificar a los individuos y el «color de la piel» clasificaba la fe religiosa (en vez del fenotipo biológicamente definido) y no era necesariamente un factor dominante en dicha clasificación (Poole, 1997).

Contrariamente al vocablo castizo–que significaba originalmente limpio, propiamente situado y moralmente apto—los mestizos connotaban «mezcla» e «impureza». Pero lo que los mestizos «mezclaron» y que atrajo tales connotaciones no dependió de sus cuerpos individuales. La animosidad colonial para con los mestizos tenía que ver más con ideas de desorden y malestar político asociadas a estos individuos como grupo social que con el rechazo a la mezcla de cuerpos o culturas previamente separadas. Etimológicamente, «mestizo» se deriva del latín mecere, mover, inquietar, mezclar por agitación. El vocablo, pues, alude a la perturbación del orden social por mezcla o combinación con individuos fuera de la categoría a la que uno pertenece (Corominas, 1980:315). Como ya se ha señalado, los mestizos denotaban «ausencia de ubicación dentro de un escenario legítimo» y representaron «un desafío a la categorización» (Schwartz y Salomón, 1999:478).7 Lo que quisiera es enfatizar que el nacimiento de un individuo de sangre mezclada (como Garcilaso) no era el único o el más perturbador origen de los mestizos. Estas etiquetas podían reflejar también un cambio de estatus, el cual a su vez podía resultar de la decisión política de un individuo (o grupo) de transgredir el orden colonial y sus clasificaciones. En la cita de Guamán Poma, el indio trasgresor de las fronteras de la casta (a través del matrimonio) merecía ser identificado como mestizo, él mismo y no solamente su descendencia. Del mismo modo, Carmen Bernand ha señalado que en la España medieval los cristianos que preferían aliarse con los musulmanes en contra del rey Rodrigo (rechazando así la limpieza de sangre garantizada por la lealtad al rey) fueron etiquetados de mistos (Bernand, 1997 citado en Gruzinski, 2002:211). No resulta forzado sugerir que la clasificación de un individuo como mestizo repetía la idea de trasgresión deliberada del orden político.

Desde este ángulo, el estigma adscrito a los mestizos se vuelve más complejo. Vistos como «mezcladores» promiscuos, agitadores de las jerarquías sociales autorizadas por el rey cristiano, los mestizos eran «almas perdidas de Dios», «perros mestizos» (Schwartz y Salomón, 1999:481) más cercanos del reino animal que del de los humanos; ellos estaban manchados por la inmoralidad de su inadecuación política. Sin embargo, contradiciendo las políticas dominantes, los mestizos parecen haberle dado a esta etiqueta connotaciones políticas reivindicativas, que implicaban el activo rechazo al honor de la pureza de la sangre a cambio de prerrogativas administrativas de las que los indios no disfrutaban (por ejemplo, la libertad de moverse por el territorio del Virreinato, el estatus tributario diferente). Así, mientras que el deshonor de los mestizos se expresaba como «impureza de sangre», este término no se refirió originalmente a un sistema capilar, portador de características biológicas degenerativas, sino a la posición política ingobernable que este grupo representaba para la administración colonial. Mientras que desde una perspectiva subordinada ser mestizo pudo haber sido una condición social deseable, ésta no era necesariamente superior a la de indio en este punto de la historia. La idea de la primacía de los mestizos sobre los indios surgió solamente a través de las nociones de evolución y civilización de la Ilustración, combinadas con el emergente concepto de raza, y su énfasis crucial en la herencia y descendencia.

Pero la ilustración «vino después», como Mignolo sarcásticamente ha sugerido, para enfatizar la necesidad de tomar en cuenta los órdenes cognitivos que existían en América Latina antes de la Ilustración para entender procesos coloniales y post-coloniales (Mignolo, 2000). La nueva política de la raza albergó y modificó órdenes preexistentes y regionalmente idiosincrásicos pero no los erradicó; cuando los funcionarios coloniales y la gente común aprendieron los lenguajes de clasificación científica, los tradujeron a los vocablos anteriores basados en la fe. A lo largo de los siglos XVIII y XIX—el período de la colonia tardía y comienzos del período nacional y del liberalismo—, el orden organizado por la «limpieza de la sangre» y sus afines (así como las etiquetas adscritas a ese orden) asimiló nuevos significados a medida que la gente y los nuevos estados (a través de su propia gente) interactuaban en sistemas nacionales e internacionales, los cuales estaban siendo reorganizados de acuerdo con el nuevo orden de la ciencia racial y el racismo. Extendiéndose para organizar el mundo, este orden incluyó (lo que luego se conocería como) cultura, biología, lenguaje, geografía, nacionalidad, así como el continuo esfuerzo por separar estos elementos y así purificar la «raza»—cuerpos humanos ahora concebidos como naturaleza y comprensibles científicamente a través de la biología—de lo que no debía continuar siendo: gente definida ontológicamente por la fe. Pero la purificación del concepto de «raza» no detendría ni la difusión de razas híbridas, ni la proliferación de nociones híbridas de raza; las nuevas taxonomías científicas continuaron—aunque a veces silenciosamente—evocando el lenguaje, fe y moralidad.8

Esto no es algo nuevo—la hibridez de la raza no es exclusiva a Latinoamérica. David Goldberg enfatiza que «[la raza] asume su significación (en ambos sentidos) a través de las condiciones sociales y epistemológicas predominantes en el momento, pero portando simultáneamente las huellas sedimentarias del pasado» (Goldberg, 1993:81). Del mismo modo, varios autores han observado que los primeros esfuerzos por definir raza estuvieron marcados por la tensión entre «biología» y «cultura» (Stocking, 1994). Sin embargo, las políticas conceptuales de la raza no fueron idénticas en todas partes. Esto quiere decir que las dinámicas entre la hibridez de la raza (su emergencia desde diferentes regímenes de conocimiento) y el impulso para purificar esta noción—es decir negociar sus significados a través de la fe o la razón—variaron de acuerdo con cada formación político-nacional. Lo más importante es que la hibridez de la raza en América Latina no sólo incluyó la mezcla de dos conceptos del siglo XIX—biología y cultura—pertenecientes al mismo régimen de conocimiento. De manera «rara» para algunos, la raza fue y es un híbrido epistemológico: éste albergó dos regímenes de conocimiento, la fe y la ciencia, ambos políticamente dominantes y promovidos por el estado. Esta genealogía híbrida moldeó estructuras de sentimientos que posibilitaron políticas conceptuales en las que la definición de la raza se hermanó con la cultura y fue coloreada por una activa e influyente tendencia a rechazar la idea de que la biología determinaba por si sola las razas.9

La hibridez epistemológica se materializó cotidianamente, de la vida de las calles a la privacidad de los hogares y a las políticas estatales. Si la población podía ser purificada moralmente, ¿cómo se podía purgar la raza de la cultura para que se convirtiera en solamente biología? Sobre todo, ¿por qué hacer algo así? Sustentada genealógicamente por los conocimientos basados en la fe, la definición científica de raza en el Perú (y tal vez en Latinoamérica en su totalidad) se volvió evidente a través del derecho, la historia y la arqueología, y fue promovida a través del estudio de las civilizaciones. Además, cuando Estados Unidos desarrolló su experiencia cuasi-colonialista en las Filipinas, el Caribe y América Central, las definiciones culturalistas de raza representaron una posición conceptual geopolíticamente estratégica, permitiendo refutar las nociones biologizantes que subordinaron a los regímenes latinoamericanos. Asimismo, estas definiciones posibilitaron la continuación de las taxonomías coloniales moralmente concebidas, las purezas que éstas habían sustentado y las mezclas que habían tolerado.

La limpieza de sangre, tamizada por las nuevas clasificaciones raciales, esquivó estratégicamente el color de la piel para devenir en decencia. Ésta era una práctica clasificatoria que Douglas Cope encuentra ya en funcionamiento en la ciudad de Méjico en el siglo XVII y que se convierte bajo la luz de las nuevas ciencias en una práctica de clase, según la cual la posición social-moral de un individuo era evaluada a través de su supuesto comportamiento sexual y no de la religión de sus ancestros (Cope, 1994:22-4).10 Los mestizos comenzaban donde terminaban los límites morales-sexuales de la decencia; por su impureza e inmoralidad sexual, la amenaza de la degeneración se cernía sobre ellos— pero no sobre las elites, sin que importara cuán oscuros y biológicamente mezclados fueran sus miembros. Von Tschudi discrepaba con las interpretaciones locales porque ignoraba que a los mestizos no se les identificaba según el fenotipo sino por sus defectos morales. Estos eran la causa de las oscuridades de los mestizos, las cuales podían compartir con las elites pero sin que ello implicara compartir su inmoralidad. La hibridez biológica no fue el único componente de la definición latinoamericana de mestizos; los peligros que ellos encarnaban estaban impresos en sus almas. Formuladas a través de las ciencias históricas (arqueología, geografía y derecho), las nociones genealógicamente hibridas de raza emergieron en el lenguaje conceptual proporcionado por la «cultura», en tensión con la «biología», para reinscribir anteriores ordenes morales de diferencia en la naciente moral—sexualizada y racial—de la decencia. Del mismo modo, la fe y la razón se fusionaron para promover una solución: la educación, la más depurada tecnología del alma, capaz de curar la decrepitud moral de los mestizos e incluso transformar a los indios en peruanos evolucionados—en nuevos mestizos.

Mestizaje(s) y educación: un diálogo sobre «hacer vivir y dejar morir»

La ciencia racial fue instrumental para que los estados modernos pudieran controlar masas de seres humanos jerárquicamente organizados, tanto en Europa como en el resto del mundo. Michel Foucault ha conceptualizado esta posibilidad administrativa como bio-poder y la ha descrito como la autoridad del estado para «hacer vivir y dejar morir» (Foucault, 1978; 1992). El ejercicio de esta forma racializada de poder tenía por objetivo optimizar la vida—definida según estándares europeos, por supuesto. El bio-poder necesitó la invención de vocabularios, herramientas, e instituciones (estadísticas, salud, higiene, población, morbilidad, mortalidad, registros de nacimientos y muertes, hospitales y clínicas) auxiliares a la ciencia de la medicina, la disciplina biopolítica por excelencia, pero no la única.

En el mundo entero, la idea de que la educación podía «mejorar» a la gente influyó en los proyectos para optimizar la vida de las «poblaciones» (otra palabra entonces nueva y relacionada con el bio-poder) de las nuevas naciones. Sin embargo, en el Perú la «educación» adquirió un relieve particular como contraparte de la medicina en el arte científico de «hacer vivir». La educación de las «poblaciones retrasadas» fue percibida como tarea de vida como lo expresó, literalmente, un Ministro de Educación en los primeros años del siglo XX: «Cuando un país tiene, como el Perú, una cantidad tan enorme de analfabetos y tan retardada, entonces la necesidad de educarla no es sólo cuestión de democracia y de justicia, sino que es cuestión de vida» (Citado en Contreras, 1996:13). El analfabetismo era una carga demasiado pesada para una nación saludable, su erradicación era necesaria; como los indios supuestamente constituían la mayoría de la población iletrada, se convirtieron en el blanco principal de la educación. Si la misión explícita del bio-poder en América Latina fue «crear culturas nacionales»—hacerlas vivir— implícitamente, el otro lado de la misma moneda consistió en dejar morir a las culturas indígenas.

En el Perú (y en América Latina) el hermanamiento conceptual entre «raza» y «cultura», produjo bio-políticas con vocación culturalista que no se orientaban hacia la modificación biológica de los cuerpos, sino al mejoramiento de almas racialmente concebidas. La siguiente declaración es un buen ejemplo: «las disciplinas educativas pueden combatir y modificar las disposiciones heredadas porque la educación es la verdadera higiene que purifica el alma» (Luna, s.f.:25). La facultad, atribuida a la educación, de purificar o mejorar «almas» y así regenerar la salud de la nación es parte de una genealogía racial que incluye los principios coloniales de limpieza de sangre, los discursos de modernos de sexualidad y la descendencia. La articulación de estas ideas—en tensión conceptual con la biología—abre el espacio semántico donde la imagen de la educación se vuelve inteligible, además de ser instrumental para la recodificación de «raza» como «cultura» y de hibridez biológica como moral. Esta re-conceptualización no era simplemente idiosincrásica—fue parte de una discusión política. La viabilidad de la nación y la legitimidad de sus líderes (quienes, permítanme recordar, enfrentaban cargos de degeneración biológica emitidos por poderes internacionales centrales) lo exigían. Pero, además, la definición culturalista de raza permitió que la educación legitimara el derecho del estado a ejercer su propio racismo, su control normalizante—su llamado patriótico a elevar al pueblo a estándares modernos. El derecho a la educación gratuita gradualmente emergió en el siglo XX como el derecho a la vida (civilizada) que el gobierno concedía a todos sus habitantes. Este «derecho» sin embargo, no era sólo liberador—tenía aspectos represivos que, sin embargo, se presentaban seductoramente: la educación (entendida como aprender a leer y escribir, y el significado de los «símbolos patrios») era requisito para adquirir ciudadanía. Como herramienta de políticas públicas habilitadas por la versión culturalista del bio-poder, la misión del estado era (supuestamente) construir escuelas por doquier—la educación, y particularmente la «erradicación del analfabetismo» serviría también para dejar morir las «costumbres atrasadas de las poblaciones indígenas». Vigorizado por el bio-poder culturalista, el estado estableció su misión civilizadora y construyó escuelas en las áreas más remotas, equipándolas con los materiales necesarios.

[En] el año de 1907 llegó a la remota provincia ayacuchana de Cangallo un voluminoso cargamento ultra-marino que, como en la novela Cien años de soledad de García Márquez, pro-metía revolucionar el futuro. Una enorme recua de mulas depositó en esa apartada comarca de los Andes: 750 pizarrines, 60 cajas de lápices de piza-rra, 130 cajas de plumas, 6000 cuadernos en blanco, 45 cajas de lapiceros, 300 libros de primer año y otros 175 de segundo año, 41 cajas de tiza y 4 silbatos para maestros, traído todo ello de la casa Hachette de París (Contreras, 1996).

El presupuesto del Ministerio de Justicia, Culto, Instrucción y Beneficencia, entonces a cargo de la «educación nacional», se aumentó 16.5 veces entre 1900 y 1929. En 1936 se creó el Ministerio de Educación y Salud — elocuentemente híbrido—y recibió el 10% del presupuesto nacional; en 1966 el 30% del mismo. Indios y mestizos, identificados como peruanos, pero también como pobladores rurales atrasados, fueron el objetivo de proyectos de educación para civilizar el campo y mejorar las vidas de sus habitantes mediante su incorporación a la comunidad nacional.

En 1950, el Ministerio de Educación publicó «Pedro» un libro para alfabetizar adultos. Aunque los rasgos fenotípicos del dibujo que representa a «Pedro» son borrosos, el lector entrenado en la hibridez de la genealogía racial puede identificar a este personaje como indio por su ropa (usa chullo, poncho y ojotas, reconocidos como «típicamente indígenas»), porque vive en el campo (los urbanos son los mestizos, los indios son campesinos), y porque está rodeado de cerros, los Andes, supuestamente el lugar original de la raza-cultura indígena en el Perú. La pareja de Pedro es una mujer indígena (no tiene nombre), también identificada por su ropa, ocupación, lugar de residencia y sus largas trenzas. La pareja tiene dos hijos: un niño llamado Pancho y una niña, Julia cuyo nombre sólo se conoce al final del libro. El libro empieza con un mapa del Perú y, dentro de él, la explicación de la peruanidad de Pedro.

Pedro tú eres peruano porque has nacido en esta tierra hermosa (…). En el Perú vives tú con tu familia. Tus tierras y tus ganados están en el Perú. Tu patria es el Perú (Ministerio de Educación Pública del Perú, 1950:2).

En las primeras páginas, se explica a los lectores—supuestamente Pedro y otros indios como él—la condición de atraso, pobreza e incomodidad: sus condiciones de vida tradicionales-naturales. Ustedes son gente buena y trabajadora, al igual que los miembros de sus familias, pero viven todavía en la miseria, se les dice en el libro, y se les explica que ello se debe a su falta de educación. A medida que la lectura avanza, Pedro aprende y, gradualmente, su situación mejora. Pero ¿ qué es lo que Pedro aprende? «Todo es posible» se le dice. Esto incluye agua en abundancia, grandes cosechas, ganado robusto y una familia sana y feliz: todo gracias a la educación. Para educarse, «los indios» como Pedro tenían que hacer un pacto con el estado: ellos construirían escuelas y el estado les haría llegar desarrollo y progreso, que se expandirá desde los salones de clases hacia toda la región. Como resultado, surgirá un pueblo renovado, habitado por gente impecablemente limpia, bien alimentada, trabajando en talleres y grandes granjas, asistiendo a misa y entrenando sus cuerpos en el deporte. El pueblo también será un hogar para técnicos (les sigue diciendo el Ministerio de Educación a «los indios») quienes enseñarán todo lo necesario para mejorar su producción. Con la ayuda técnica—enviada por el estado—los indios se convertirán gradualmente en miembros de cooperativas, y así mejorarán su conocimiento tecnológico agropecuario.

El final -supuestamente feliz- presenta el resultado del bio-poder culturalista del estado. Gracias a la educación y la tecnología agropecuaria, los hijos de Pedro y su pareja ya no son como sus padres; han experimentado cambios culturales que se expresan en transformaciones corporales. Cuidadosamente peinados—la niña se ha deshecho de sus trenzas y el niño va sin chullo—y vistiendo ropas industriales de algodón, Julia y Pancho, los hijos de Pedro, ya no son indios. Van camino de la escuela convertidos en peruanos. Siguiendo el guión foucaultiano, en este libro (para alfabetizar adultos) el bio-poder cultural del estado deja morir al indio tradicional, para hacer vivir pobladores rurales modernos. Y lo más interesante de todo: esta promesa no requiere medidas eugenésicas reproductivas, sino un «programa de desarrollo integral», con la educación como componente crucial.11 En esta narrativa evolucionista Pancho y su hermana Julia se convierten en mestizos, la identidad que esperaba a los indios renovados. Obviamente, «Pedro» no era un simple texto de alfabetización como su título anunciaba. El libro era, más bien, una convocatoria del estado a los indios, en la que se les proponía peruanidad— y ciudadanía, por lo tanto—a través de la educación. Esto no es exclusivo del Perú. En todo el mundo, los proyectos de políticas públicas—de izquierda y derecha—han vinculado la educación al progreso. En los países latinoamericanos donde los indios eran la preocupación principal de los gobernantes—Méjico, Guatemala y los países andinos—las ideas de superación a través de educación coincidieron con el llamado indigenismo. Como formación intelectual-política regional, el indigenismo contribuyó a la constitución de América Latina como espacio inter-nacional autónomo: moderno en términos geo-políticos y económicos y con fisonomía histórico y cultural propias. En buena medida, la creación de esta región ocurrió a través de ese intenso debate que conocemos como mestizaje. Los indigenistas latinoamericanos coincidían en la necesidad de «mejorar a los indios», y en que ésto podía ser alcanzado a través de la educación. Pero ¿los convertía esto en mestizos? Las respuestas a esta pregunta—y lo que significaba ser mestizo— nunca fueron establecidas; esta incertidumbre fue (y, en cierto sentido, continúa siendo) el meollo de los proyectos de mestizaje, los cuales fueron impulsados por las elites nacionalistas latinoamericanas a través de la implementación de políticas estatales culturalistas de bio-poder. Manuel Gamio, antropólogo mejicano, prominente indigenista y uno de los más influyentes constructores de México como nación, se situó a la vanguardia de los abanderados del mestizaje. En su proyecto—que quizá influyó también en los autores de «Pedro» —los programas nacionales de educación indígena erradicarían los vicios y deficiencias culturales de los indios (alcoholismo ritual, falta de higiene, «supersticiones», entre otros) (de la Peña, 2000), y transformarían a los indios en mestizos. Esto facilitaría el progreso que Gamio consideraba un derecho al que todos los indios debían tener acceso. Compartiendo las mismas creencias, el nicaragüense César Augusto Sandino, en una entrevista que concedió a un periodista español (en medio de su lucha contra los marines estadounidenses), reveló su deseo de «hacer verdaderos hombres a los indios» —también a través de la escolarización (Gould, 1998). Luis E. Valcárcel (probablemente el indigenista peruano más conocido) compartía el deseo redentor y paternalista de Sandino. Creía, como el general nicaragüense, que la educación transformaría indios miserables en«hombres libres con la vista alta, la cabeza erguida, las manos prontas al apretón amistoso de igual a igual» (Valcárcel, 1978:30). Sin embargo, a diferencia de Sandino, Valcárcel se oponía recalcitrantemente al mestizaje y su indigenismo purista sazonó los inconclusos debates sobre este tópico en el Perú.

Como una formación discursiva que contiene la afirmación y la negación de su potencial regenerativo para la construcción de la nación, el mestizaje es mejor definido como un diálogo político—estratificado y abierto—articulado por una densa red intertextual que incluía escritos literarios y científicos, eventos artísticos y políticos, murales y pinturas, museos y políticas estatales, entre otros. Las citas que siguen ilustran la incesante controversia que caracterizó al mestizaje como diálogo político. Ambas citas se publicaron en el mismo libro, Tempestad en los Andes, el manifiesto anti-mestizo que escribió Valcárcel, y que apareció con comentarios del escritor y político Luis Alberto Sánchez, uno de los defensores del mestizaje. El primero de ellos dice:

Luis Eduardo Valcárcel: La raza del Cid y don Pelayo mezcla su sangre a la sangre Americana. A la violencia del asalto de los lúbricos invasores sucede la tranquila posesión de la mujer India. Se han mezclado las culturas. Nace del vientre de América un nuevo ser híbrido: no hereda las virtudes ancestrales sino los vicios y las taras. El mestizaje de las culturas no produce sino deformidades. Cuzco, 1927 (Valcárcel, 1978:10).

Y el segundo responde:

Luis Alberto Sánchez: «[E]l mestizaje de las culturas no produce sino deformidades», frase de combate, acalorada improvisación que se le escapa a Valcárcel en su noble deseo de reivindicar al indio y devolverle la situación que reclama. Bien se ve que es un decir vehemente. Los mismos «nuevos Indios» que nos pinta revelan argucias de mestizos aparte de la cazurrería India […] no hay mejor fruto humano que el mestizo. Ricardo Rojas (Eurindia) y José Vasconcelos en México (Indología) puntualizan la necesidad del mestizaje en América. Lima, 1927 (Sánchez, 1978:98).

Este debate nunca se resolvió. El mestizaje continuó siendo objeto de interminables discusiones, dialógicamente producido a través de su afirmación y su negación. Por un lado, las ideas de evolución cultural-racial, resultaron en la imagen de los mestizos como indios mejorados; por otro lado, el discurso de la degeneración por hibridez, modernizó (y legitimó científicamente) las imágenes de mestizos «peligrosos» de la época colonial. Ambas descripciones (los mestizos como indios evolucionados y como degenerados) tenían defensores y detractores y el debate reflejaba esta tensión. Como en la primera cita, los que se oponían al mestizaje lo describían como una condición patológica o una opción racialcultural deformante, mientras que sus defensores declaraban a los mestizos «el mejor producto de la humanidad»—como en la segunda cita cuyo autor, Luis A. Sánchez, compartía las opiniones con el mejicano José Vasconcelos y el argentino Ricardo Rojas. Mirando con ojos genealógicos, la hibridez conceptual de la discusión se hace evidente. Tanto defensores como detractores del mestizaje articulan sus proyectos mezclando ideas basadas en la ciencia y en la fe. Para ambos, el mestizo es el híbrido de dos culturas-razas y el personaje transgresivo de la colonia que rechaza purificación y cuya ubicuidad social altera el orden y resiste la precisión clasificatoria que tanto el orden colonial, como la ciencia racial moderna demandaban. Para los defensores del mestizo estas cualidades son positivas—para los detractores, negativas.

«Pedro», la alternativa del estado para la peruanidad indígena fue también una oferta para hacer mestizos a los indios. Sin embargo, como fue promovida en los años cincuenta (después de la segunda guerra mundial, y cuando se suponía que la validez científica del concepto de raza había sido eliminada), la propuesta que articulaba el libro «Pedro» se escribió en otro lenguaje, que continuó el evolucionismo de la gramática racial, pero hizo más evidentes sus tonos culturalistas. Así, la propuesta de modernidad contenida en «Pedro» era considerada como «proyecto de desarrollo integral», donde la palabra integral se refería a la necesidad de considerar la «cultura» para lograr la (supuesta—siempre supuesta) incorporación del indio a la vida peruana y a los aspectos físicos y económicos del «desarrollo». Los proyectos de educación dirigidos por el estado podían y debían hacer esto; «Pedro» era parte de dicho esfuerzo. Paradójicamente, el proyecto expresado en «Pedro» fue inspirado por la propuesta de escuelas rurales producida por el paladín del anti-mestizaje, Luis E. Valcárcel, el autor de la primera cita.

El año de 1945 fue importante en todo el mundo: marcó el fin de la segunda guerra mundial, el inicio oficial de los levantamientos anti-coloniales en Asia y África y la instauración de la era del desarrollo bajo el liderazgo de los Estados Unidos y el presidente Truman. Aquel mismo año, los estados de Perú y Bolivia firmaron un acuerdo oficial dirigido a coordinar esfuerzos para mejorar la educación indígena. El representante peruano fue Luis E. Valcárcel, nombrado recientemente Ministro de Educación. Rechazando abiertamente lo que Valcárcel veía como los esfuerzos del proyecto mejicano para la «asimilación» de las poblaciones indígenas dentro de una identidad nacional mestiza homogeneizadora, el acuerdo peruano-boliviano imaginó a cada una de estas naciones como «la vital concordancia, la activa coordinación entre grupos disímiles […] no la suma de unidades homogéneas». Los estados de Perú y Bolivia tratarían de alcanzar dicha coordinación a través de programas de educación indígena. Un objetivo importante del programa era preservar la cultura andina, derecho fundamental de los campesinos indígenas y, según Valcárcel, precondición para su inserción exitosa en la «vida nacional». Algunas declaraciones contenidas en este acuerdo entre Perú y Bolivia, aparecen ante los ojos actuales como precursoras de algunas tendencias de lo que ahora definimos como multiculturalismo—por ejemplo, la siguiente afirmación: «la conservación de la personalidad cultural de las agrupaciones indígenas no deben de significar su fatal apartamiento y segregación de la vida nacional sino, por el contrario su ingreso en ésta sin renunciar a tal personalidad» (Valcárcel, 1954:10). Sin embargo, preservar la cultura andina no significaba no modernizarla. Había que mejorar (esto implicaba modernizar) los estándares de vida del campo para así contener la migración indígena a las ciudades, y así prevenir la modificación de la esencia andina, según la cual «El hombre peruano, es, ante todo, un agricultor; lo es desde su más lejana historia y deberá continuar siéndolo en gran medida» (Valcárcel, 1954:11).

Usando el lema «unidad dentro de la universidad» para promover su multiculturalismo pionero, el objetivo político de Valcárcel fue prevenir la formación de mestizos. Los definió como campesinos indígenas desmoralizados, desplazados—y desempleados—en la ciudad, deformados por el resentimiento provocado por su incapacidad de participar en la cultura occidental. Valcárcel creía que el «[h]ombre incorporado» (Valcárcel, 1954:7) (a la ciudad) se convertía en esclavo de formas de vida urbanas, incompatibles con lo andino. Los mestizos eran tales siervos: eran ex-indios desnaturalizados por el comercio y el desarraigo que representaba la vida urbana. Para prevenir la degeneración indígena en las ciudades, los programas de educación debían de llevar la civilización a las zonas rurales; allí los campesinos serían capaces de elegir lo que fuera más conveniente para su progreso. Con el fin de implementar un desarrollo rural respetuoso de la cultura andina, el Ministerio de Educación (bajo el liderazgo de su ministro, Luis E. Valcárcel) promovería el entrenamiento de profesores indígenas, considerados rehabilitadores espirituales del alma india. En su manifiesto indigenista Tempestad en los Andes, Valcárcel escribió: «El maestro indiano sabe enseñar a los hijos de su raza y cuando enseña lo hace con amor, con el ideal de rehabilitación. Como un barreno penetra a lo hondo de esas conciencias la voz del maestro, y hay algo que se agita en el subsuelo espiritual de estos hombres olvidados de si mismo. La escuela es el almácigo de la Raza resurgida» (Valcárcel, 1978:89). Cuando veinte años más tarde, como Ministro de Educación, Valcárcel tuvo la oportunidad de transformar sus creencias en políticas de estado, él declaró en el Congreso de la República:

El maestro es un amigo que demostrará en el seno de la comunidad indígena, las ventajas de ciertos conocimientos y prácticas mejores que los suyos. Ciencia y técnica son la llave de la gran puerta que va a poner en comunicación el mundo moderno con el mundo andino (Valcárcel, 1946:1304).

Entrenados en el conocimiento andino e innatos poseedores de la esencia agrícola de su cultura, los profesores indígenas podían distinguir (¡naturalmente!) lo correcto de lo errado para con sus semejantes indios, y así modernizar las comunidades indígenas sin alterar su espíritu bucólico.12

Inaugurando la era del desarrollo en el Perú, la propuesta de Valcárcel para la implementación de un sistema escolar rural—conformado por lo que denominó Núcleos Escolares Rurales—fue unánimemente aceptada, hasta por los defensores de los mestizos y no obstante que la aversión al mestizo del entonces Ministro de Educación era conocida. En su propuesta, inspirada en el sistema solar, las escuelas rurales irradiaban progreso al igual que el sol energía. El sistema de núcleos escolares consistía en escuelas primarias uni-docentes (los planetas ubicados en las comunidades indígenas) alrededor de una escuela agrícola multi-docente (como el sol, esta escuela ocuparía el centro del sistema, es decir, un «centro poblado» rural demográficamente mayor que las comunidades). En las palabras del ministro:

Una Escuela Central o Núcleo alrededor de la cual girarán, quince o veinte escuelas seccionales dependientes de aquella (…), que recibirán su luz, su vigilancia y cuidado. En ésta habrá además de un maestro, un experto sanitario, un capataz agrícola y un visitador social.

Conectada por una red de caminos a los «planetas-escuelas» y albergando una granja educativa comunitaria, la escuela central proveería a las comunidades indígenas de asistencia técnica y educación en salud—en suma de modernización y de un dinámico circuito comercial. Las escuelas unidocentes, articuladas a este sistema, representarían «la micra de energía atómica necesaria para la transformación del Perú» (Valcárcel, 1946:1306).

A través de las escuelas rurales—y utilizando a los alumnos como su punto de entrada—el estado llegaría hasta el corazón rural, el hogar indígena, y lo transformaría de manera efectiva y al mismo tiempo respetando sus raíces (raciales-culturales) agrícolas. La enseñanza de la lectura, la escritura y aritmética se ofrecería en quechua, pero este entrenamiento seguiría (y no precedería) al conocimiento agrícola. «La escuela y el Estado deben tener especial cuidado [con la población indígena]. Nada debe dañar su espíritu estrangulándolo compulsivamente. La educación debe empezar en la lengua del indio» (Valcárcel, 1946:1304). Algunas de estas ideas están incluidas en «Pedro», aunque el libro representa la derrota al indigenismo purista.

A pesar de su desprecio por el mestizaje, el indigenismo purista ofreció un sistema educativo que los abanderados del mestizaje gustosamente aceptaron. Ambos grupos tenían el objetivo de contener a la «población andina» en el campo y los núcleos escolares comunales, prometían esa posibilidad, así como la modernización de las áreas rurales. Aquellas escuelas fueron un proyecto oficial de creación de población que (además de ingeniería, medicina, y las ciencias agropecuarias) emplearon herramientas culturales—como la alfabetización, el lenguaje y la vestimenta—para moldear la vida indígena a través de la agricultura, y en la sierra, supuestamente el lugar natural de «indios» racialmente concebidos. El modelo de núcleos escolares finalmente se debilitó en los años sesenta (Devine, 2001).13 Sin embargo, la creencia que los guió (es decir, que la modernización rural sólo se lograría si se tomaba en cuenta la cultura indígena) sobrevivió sucesivos planes gubernamentales de desarrollo, aunque a menudo se trataba de meras palabras sin un sustento real (Valcárcel, 1981:349). Estos proyectos repitieron obstinadamente la noción de que la educación mejoraría a los indios, pues la principal diferencia con los no-indios era cultural y no física (Valcárcel, 1954:11). A través de esta retórica, el indigenismo purista continuó coloreando la implementación de «proyectos de desarrollo», incluso cuando ellos implicaban la transformación de indios en mestizos. Igual que a principios del siglo XX, la educación siguió siendo una herramienta para la construcción de la nación—capaz de «cambiar la mentalidad peruana» como se aprecia en la reforma implementada por el Gobierno Militar izquierdista que dirigió el Perú entre 1968 y 1976.14

Esta reforma educativa hizo del quechua, junto con el español, la lengua oficial de la nación e implementó programas de educación bilingüe dirigidos a indígenas, reviviendo así la propuesta de Valcárcel, aunque en una versión algo distinta.

«Raras» hibrideces indígenas: la respuesta al bio-poder culturalista

Las citas a continuación ilustran algunos de los resultados de los esfuerzos estatales para «educar indios». El autor es un periodista estadounidense— Norman Gall—quien, en los años setenta, viajó a través de los Andes con la intención de reportar la Reforma Educativa.

«La escuela de Mallma se encuentra en el extremo oriental de la Hacienda Lauramarca, junto a un camino de tierra que cruza las desoladas montañas del Cuzco y lentamente desciende a Puerto Maldonado a dos días de viaje. La escuela, una tambaleante estructura de adobe blanqueada con cal, con dos pequeñas ventanas y un tejado de paja, yace al fondo del angosto valle del río T’inqui; el río desciende para un paisaje verde-gris de pasto y piedra glacial que se inicia en las blancas laderas de el monte Ausancate de casi 7,000 metros, amo y señor espiritual y ecológico de Lauramarca. De acuerdo a los habitantes del lugar, la montaña blanca es un dios que ha abandonado a su pueblo. Este sentimiento de abandono recorre a la población de Lauramarca, que se encuentra en pleno proceso de transición entre usos tradicionales y una incipiente, quizá pasmada, modernización.

El fundador de la escuela de Mallma es Constantino Condori Mandora, un indio de 86 años de edad, que usa un sombrero de cuero de cabra y un raído poncho marrón para sus excursiones por el territorio que rodea su choza de adobe y la escuela, dos hitos en torno de los cuales los campesinos de Mallma han tenido que apiñar sus hogares en los últimos años. El viejo camina con gran dificultad y tiene los ojos encostrados por el tracoma que lo ha dejado casi ciego. Cuando le pregunté a don Constantino por qué la gente de Mallma hacía tamaños sacrificios para enviar a sus hijos a la escuela, explicó: “Queremos que aprendan unas cuantas palabras [de castellano]. No queremos que nuestros hijos sean analfabetos como nosotros, ni que su ignorancia les cause los sufrimientos que nos ha causado la nuestra. No podemos hacer negocios o penetrar las oficinas del gobierno por nuestra cuenta, porque no sabemos nada. Para cualquier carta o documento tenemos que pagarle a un tinterillo para que la escriba o la firme por nosotros. Decidí organizar la escuela hace cuarenta años cuando el administrador de la hacienda me ordenó que fuera a Cuzco a servir de pongo en su casa. Cuando dije que deseaba enviar a un sustituto, el administrador me envió al Cuzco con una carta para el jefe de policía en la que decía que yo era enemigo de la hacienda, que no quería trabajar, que debía ser encarcelado. Como no sabía leer, no tenía forma de saber que decía la carta. Afortunadamente enseñé la carta primero a un amigo, que la mostró a un abogado, que dijo que no había motivo legal para que yo fuera a la comisaría, y que mejor era que regresara a mi comunidad. Fue entonces que decidí organizar la escuela para poner fin a nuestra ignorancia. Primero pagamos a los maestros nosotros mismos, y después se encargaron los adventistas. El Ministerio de Educación la tomo a su cargo en 1961. Podemos decir que la existencia de la escuela nos ha beneficiado, porque nuestros niños han aprendido por lo menos a decir Buenos Días, Buenas Tardes y Buenas Noches”» (Gall, 1974:15-18).

Este reporte revela que los «indios» no eran las víctimas inertes que el estado describía en «Pedro». Tampoco eran reacios a proyectos de alfabetización ni de educación. Por el contrario, en tanto consideraban la educación como instrumento contra la exclusión y explotación, los líderes indígenas muchas veces eran quienes demandaban del estado la construcción de las llamadas escuelas rurales; también las construían con su propio dinero; y, también, con su propio, dinero contrataban profesores. En muchos lugares la «educación rural» comenzó como educación privada—no con la iniciativa del estado. Los objetivos indígenas coincidían con la promesa educativa del estado, aunque desde una posición diferente.

Hace algunos años conocí a Don Mariano Turpo, coincidentemente en Tinki, precisamente el lugar que Norman Gall visitó en los sesentas. Tinki se encuentra en un valle altoandino, en el departamento de Cusco, y allí la gente posee pequeñas parcelas de papa, así como rebaños de alpacas y ovejas, cuya lana representa su principal fuente de ingresos monetarios. La distancia entre Tinki y la ciudad del Cusco (donde vivía el administrador de la hacienda arriba mencionado, sitio principal de las oficinas estatales, y lugar visitado por miles de turistas todos los años) es relativa: cinco horas en vehículo particular, un día en transporte público y dos días a pie. Hasta los setenta, la totalidad del valle pertenecía a Lauramarca, una de las más grandes haciendas del sur de los Andes. Cuando Gall visitó el área, esta hacienda debió haber estado en pleno proceso de transformación en Cooperativa Agrícola. A lo largo de generaciones, la hacienda fue conocida en la región por la violencia con la que los patrones trataban a los colonos, pastores de alpacas como Don Mariano y Don Constantino, quienes también a lo largo de generaciones lucharon contra los sucesivos terratenientes. Esta lucha incluyó campañas en favor de la educación. Analfabeto y monolingüe quechua, Don Mariano tiene ahora cerca de 93 años. Testigo de las continuas luchas desde que era niño, su comunidad lo escogió como dirigente local en los años cincuenta y desde entonces él inició sus peregrinaciones a Lima para llevar comunicaciones oficiales, acompañado por su compañero de batalla, Mariano Chillihuani. Este segundo Mariano era excepcional entre sus pares, y crucial en la relación con el estado porque sabía leer y escribir.

Caminábamos dos días a Cusco [la ciudad] y después tomábamos un bus a Lima. Siempre íbamos juntos, como yo no tengo miedo de hablar, podía decir las cosas tal como eran, pero no las podía escribir. Chillihuani podía y los dos éramos valientes. El hacendado nos perseguía; no quería que construyéramos la escuela. Nosotros la construimos con nuestra propia plata. El hacendado mandó a sus peones para que la quemaran. Tenía miedo de que abriéramos nuestros ojos y que pudiéramos mandar cartas al gobierno.

Mariano recordaba mientras que yo le leía los documentos de los que él y Chilihuani eran coautores. También tuvieron abogados que, según Mariano Turpo, actuaron como escribas («escribían lo que nosotros les decíamos» me dijo) y como intermediarios entre los «indios iletrados» y la esfera, legal y letrada, del estado. Uno de los comunicados dice:

Luchando contra muchos obstáculos el cuerpo legislativo de nuestra comunidad logró construir una escuela en 1926, la cual fue destruida por orden de Don Ernesto Saldívar, quien en ese tiempo representaba a nuestra provincia (Quispicanchis) en el Congreso Nacional. Como tal, desplegó su poder para controlar a las autoridades locales—y por lo tanto el Dr. Saldivar destruyó la escuela que habíamos construido y además usó a sus empleados para desplegar extrema violencia contra los profesores que habíamos contratado; él mandó a perseguirlos, encarcelarlos e incluso aterrorizarlos, al punto de expulsarlos de nuestras comunidades. Después de hacer esto, quemó el local de nuestra escuela— presentamos este reclamo a su oficina como peruanos con el derecho a educación de acuerdo a la Constitución (1932)15

Y en otra comunicación, escrita diez años antes de que Norman Gall publicara su reporte, se lee:

De acuerdo a la Ley Orgánica de Educación, nosotros tenemos el derecho de tener por lo menos una Escuela Primaria y el estado, no la hacienda, está obligado a construirla. Nosotros demandamos la creación de dicha escuela y nos comprometemos a donar el lote en el que esta debería ser construida. Nosotros también nos obligamos a edificar el local, donar el material de construcción necesario y el trabajo—incluyendo las herramientas que los profesores necesitan y lo que sea necesario para poner en funcionamiento industrias agrícolas de pequeña escala, de acuerdo a la Ley Orgánica de Núcleos Escolares (1960)16

Pero Mariano Turpo y los comuneros que él representaba interpretaban los Núcleos Escolares Rurales a su manera. No reclamaban escuelas para ascender en la escala evolutiva (aquello que el Estado ofrece a «la población» indígena en el libro «Pedro»). El reclamo indígena por educación era una demanda por derechos civiles, una lucha descolonizadora por ciudadanía. La ciudadanía requería alfabetización porque la relación con el estado estaba mediada por documentos escritos. El analfabetismo traducido en la incapacidad de representarse a sí mismos disminuía a los indios frente al estado, cuyos representantes les «leían» las órdenes que venían del mundo letrado, como hizo el administrador que acusó a Don Constantino de ser enemigo de la hacienda. Alcanzar la ciudadanía a través de la alfabetización y el castellano, no implicaba necesariamente convertirse en mestizo y despojarse de «la cultura indígena» como los proyectos educativos estatales planteaban. Don Mariano fue muy claro a este respecto:

aquellos que quieran convertirse en mistis, se convertirán en mistis. Leer y escribir por sí sólo no hace eso, si tú no quieres que eso pase, no pasa. Leer nos permite ser menos indios, nos permite defendernos por nosotros mismo, tener un papel delante tuyo y saber qué es lo que dice—y nosotros necesitamos aprender castellano. Nosotros les enseñamos quechua a nuestros hijos, nosotros hablamos quechua. ¿Por qué aprender quechua en la escuela y no castellano? El hacendado no quería que aprendiéramos castellano porque quería que fuésemos indios—ignorantes, abusados, aislados en este rincón del mundo. Yo fui a Lima; yo hable en Lima y alguien me traducía. Hubiera sido más fácil si yo hubiera podido hablar por mi mismo.

(Misti es la palabra local para identificar a los foráneos, tanto a los individuos no indígenas del lugar como a los individuos indígenas del lugar que rechazan las formas de ser indígenas)

En 1960—quince años después de que Valcárcel hubiera lanzado los núcleos escolares-, Mariano Turpo y Mariano Chillihuani continuaban con las gestiones para la escuela local que sus predecesores iniciaron a comienzos del siglo XX. Sus demandas por alfabetización en castellano derivaban de la necesidad de pedir al estado su intervención para que frenara los atentados de los terratenientes contra sus vidas, no sólo contra su «cultura» o «identidad». La búsqueda de Don Mariano no coincidía con los objetivos de los proyectos de alfabetización del estado; ésta no era la propuesta de «preservación de la cultura indígena» ofrecida por el indigenismo purista o un intento de asimilación como la invitación al mestizaje brindada por «Pedro». Esta búsqueda articulaba un proyecto alternativo en el cual individuos indígenas podían apropiarse selectivamente de prácticas no indígenas, sin dejar de ser quienes eran. Ésta era una propuesta política basada en una conceptualización de la indigenidad que permitía la «mezcla de ordenes» y rechazaba el posicionamiento social basado en la purificación de identidades.

En un trabajo anterior he explicado un proyecto similar propuesto por individuos a quienes denominé «indígenas mestizos» porque implementan un proyecto de identidad que no se resolvía en convertirse ya sea en el uno (indígenas) o en el otro (mestizos) (de la Cadena, 2000). Este proyecto no es una oferta de mestizaje ya que ignora la pureza que las mezclas empíricas inscriben en las demandas de mestizaje e incluye maneras de ser indígena que no encajan en las demandas modernistas por una «autenticidad quechua», dejada atrás por los «mestizos» modernos cuando se convierten en tales. «Mezclar ordenes» ha sido desde hace siglos una estrategia indígena y la búsqueda de alfabetización de Don Mariano es análoga a la opción de los mestizos de la colonia por una posición social hibrida, que «no encajaba» dentro de un orden social con vocación por categorías purificadas. Una alternativa similar está siendo actualmente implementada por las mujeres del mercado en Cuzco—conocidas como mestizas y vistas por las elites locales como la encarnación del desorden político y categórico de la ciudad. Para todos ellos apropiarse de la alfabetización y otras tecnologías (computadoras, camiones, aprender a conducir, etc.) posibilita la ciudadanía, contribuye a socavar la colonialidad de la indianidad y previene la negación culturalontológica inscrita en la invitación forzosa a evolucionar en una tercera categoría—ni indios ni blancos sino mestizos. Esta estrategia indígena implica la implacable mezcla de cosas «externas» y «locales», de tal forma que en vez de producir un tercer conjunto de cosas—un híbrido en el sentido dominante de la palabra—lo «externo» se vuelve indistinguible de lo «local». La lucha por escuelas de Don Mariano fue una búsqueda por poder mezclar la alfabetización en castellano con formas locales de ser y así reivindicarlas sin tener que crear una tercera categoría, por ejemplo un híbrido de «castellano» y «quechua» (Harvey, s.f.).

Dicha hibridez emerge de (y por lo tanto requiere) categorías purificadas. En contraste, las hibrideces indígenas ignoran las categorías purificadas y en algunos casos—como los mestizos de la colonia y las mujeres mestizas del mercado— incluso las rechazan. Don Mariano sonrió cuando le pregunté si una mezcla de castellano y quechua sería una tercera manera de hablar; él gentilmente dijo: ¿Por qué? Por supuesto que estas categorías híbridas—«raras» a los sentidos dominantes—portan la materialidad de la historia y las políticas. Así, ellas están repletas de tensiones—incluyendo el esfuerzo purificador que habla de «mejora» alcanzada cuando las cosas indígenas son relegadas. Sin embargo, lo que intento sugerir es que el desafío a estas creencias es mejor alcanzado a través del rechazo a purificaciones de todo tipo, incluyendo aquellas demandadas por el activismo político, implementadas con categorías intolerantes a las rupturas conceptuales y a las mezclas de ordenes.

A manera de conclusión: rescatando a los mestizos de las políticas de mestizaje

He usado la noción de hibridez para investigar la mezcla de la fe y la razón, dos maneras distintas de conocer y clasificar a la naturaleza y los humanos, que se entreteje genealógicamente para moldear ideas y prácticas actuales de raza. Esto va más allá de la mezcla de los discursos de «cultura» y «biología» del siglo XIX que numerosos autores han identificado como las nociones que moldean la raza (Goldberg, 1993; Stocking, 1994; Stoler, 1996, de la Cadena, 2000). Iluminar la hibridez epistemológica de la raza proporciona un mejor acercamiento a las conexiones entre el concepto de raza y las maneras de conocer, permitiendo así una mejor comprensión de la idea de que ni la raza ni el racismo sólo reclaman los cuerpos. Ambos saturan las instituciones modernas, coloreando una amplia gama de prácticas que van desde el estado y sus mas «inocuos» mandatos (como la «educación» en el ejemplo que acabo de presentar) hasta los mercados neo-liberales y la investigación farmacéutica en laboratorios (a través de ideas de «medicina racial»). La conexión entre la raza y (lo que califica como) el conocimiento también moldea subjetividades íntimas. Como concepto, la raza excede el empirismo clasificatorio que ésta expresa a través de la «biología» o la «cultura», al igual que la raza excede los cuerpos que declara poseer. Su poder de descalificar se encuentra genealógicamente inscrito en la estructura de sentimientos que combina creencias en jerarquías del color de piel y creencias en la superioridad natural de las formas «occidentales» de conocimiento, de gobierno y de ser.

Comprender esta estructura de sentimientos demanda retroceder nuestro marcador temporal al siglo XVI, al momento fundacional en que (la fuerza articuladora que ahora conceptualizamos como) el poder adquiere lo que Aníbal Quijano (1992) denomina su colonialidad. Esta característica tiene sus orígenes en los regímenes coloniales ibéricos de las Américas pero perdura hasta nuestros días, articulando regímenes nacionales e incluso democracias. Legitimada por creencias en la (auto) declarada superioridad, la colonialidad consiste en el derecho y el poder (auto) asignado por un grupo social privilegiado de imponer su imagen sobre aquellos que considera inferiores. En América Latina la colonidalidad del poder fue posibilitada por las creencias ibéricas en la superioridad absoluta de la cristiandad frente a las formas indígenas de ser. Si la corona atribuyó a los ibéricos el derecho a poseer los territorios americanos bajo sus pies, la fe cristiana les asignó la obligación de transformar a la gente de dichas tierras a su propia imagen y semejanza, y por consiguiente eliminar las creencias locales. Cargada con la certificada «limpieza de sangre» y la ortodoxia religiosa, la inquisición española fue la institución del estado colonial que, usando diversos medios (incluso violentos), persiguió formas de conocimiento y de ser—indígenas, occidentales, musulmanas y judías— supuestamente amenazantes de la fe cristiana. Al ser etiquetadas de «herejía» e «idolatría», fue reconocido su estatus como formas de conocimiento y su poder de desestabilizar el régimen dominante (Silverblatt, 2004, Cañizares, 2004).

La emergencia de la razón científica desafió a la fe cristiana como última forma de conocimiento, pero reafirmó la colonialidad de las instituciones europeas. Revestidas con la ciencia y la política moderna, las instituciones y las formas de vida europeas continuaron descalificando otras formas de conocimiento y sus maneras de ser. La colonialidad, inscrita en nociones científicas de evolución, posibilitó, por ejemplo, campañas liberales a favor de la reproducción efectiva de la semejanza europea. En los países latinoamericanos donde los gobiernos estaban preocupados por el destino de las poblaciones indígenas, esta política visiblemente fluyó a través de la educación. Escuelas primarias y técnicas lideraron la modernización de las áreas rurales, incluyendo la erradicación de los conocimientos indígenas— ellos obstruían el progreso. El liberalismo rechazó las prácticas de poder de la inquisición; en vez de hacer morir a los herejes y dejar vivir a los conversos, las campañas de educación estuvieron dirigidas a hacer vivir a los conversos mientras que implícitamente dejaban morir a los herejes. Pedro, la invitación que el estado extendió a los indios para que se convirtieran en mestizos (o morir como indios carentes de desarrollo) es un ejemplo colorido de cómo funcionaron las nuevas formas de conversión.

Obviamente, la educación liderada por el estado no logró deshacerse de la herejía. Como demuestran los esfuerzos de Mariano Turpo, mientras que la alfabetización y la educación escolarizada se convertían en herramientas necesarias, desafiar su mandato normalizante constituía una clara posibilidad. En consecuencia, los herejes nunca fueron eliminados. Algunos de ellos se encuentran actualmente liderando movimientos sociales indígenas. Autoidentificados como intelectuales indígenas, ellos son abogados, doctores o artistas versados en conocimientos indígenas—supuestamente descalificados— y competentes en el manejo de lenguas europeas. En tanto herejes, ellos son expertos en lo «raro»; la etiqueta «intelectuales indígenas» es elocuente a este respecto. Dicha etiqueta es tensada por las creencias en la razón científica como medio para acceder a maneras de ser superiores, mientras que, al mismo tiempo, desfigura la idea de que la educación se deshace de la indigenidad. Al igual que los mestizos de la colonia, los intelectuales indígenas no encajan en las clasificaciones dominantes y rechazan la purificación. Como W. E. B. Dubois explicó para el caso de la consciencia doble de los afro-americanos en los Estados Unidos, los intelectuales indígenas piensan desde adentro y afuera de formas de conocimiento europeas e indígenas (ver Dubois, 1989).

La «doble consciencia» no es un accidente histórico o el resultado del actual multiculturalismo; ésta tiene una larga genealogía que ha sido enmascarada por las políticas de la semejanza, características de la colonialidad de las instituciones europeas desde el siglo XVI. Revelar esta genealogía puede deshacer la división entre «indios» y «mestizos» y rescatar a estos últimos de la teleología del mestizaje, la cual requiere de la noción de pureza, incluso cuando la niega. Los mestizos de la colonia representaron el activo rechazo a la purificación, ellos encarnaron una política que les permitió mantenerse diferentes, inclasificables, escurridizos y pertenecientes a más de un orden a la vez. La heteroglosia de los mestizos andinos continua albergando esta alternativa, el rechazo a la simple semejanza y la activa apropiación de las herramientas que conectan la indigenidad con la no indigenidad, vuelve su separación inútil o un mero ejercicio de la retórica dominante y la creación de políticas. Esta separación, que continúa organizando las políticas del estado y condicionando la ciudadanía, es la que los movimientos sociales indígenas desafían y finalmente tienen el potencial de borrar.

 


* La autora agradece a Ana Alonso, Catherine Burns, Judy Farquhar, Charlie Hale, Penny Harvey, Deborah Poole, Suzana Sawyer, Orin Starn, Peter Wade y Margaret Wiener, cuyos comentarios y sugerencias ayudaron a mejorar este artículo.

1 Department of Anthropology. Miembro de la Red de Antropologías del Mundo (RAM-WAN).

2 Tschudi elaboró un cuadro que registraba las veintitrés posibles mezclas que había identificado en Perú. Encontré este cuadro en un libro de Robert Young, Colonial Desire: Hybridity in Theory, Culture and Race (New Cork, 1995), p. 176.

3 En lo que viene del artículo voy a explicar la genealogía y la definición cultural de estas categorías y el lector comprenderá como el color oscuro de mi piel puede ser considerado blanco o mestizo, pero no indio.

4 Y esto nos ocurre estando aún prevenidos de la compleja historicidad de las etiquetas de identidad de la colonia. Así, por ejemplo, en un reciente artículo, de un rigor analítico y erudición insuperables, Stuart B. Schawatz y Frank Salomon citan la descripción que el cronista Bernabé Cobo hiciera en 1653 de «El Cercado» una barrio de indios en Lima: «sus moradores (…) están tan aespañolados que todos generalmente, hombres y mujeres, entienden y hablan nuestra lengua y en el tratamiento de sus personas y aderezo de sus casas parecen españoles». Las evidencias del comportamiento «culturalmente mixto» de estos pobladores sedujeron a estos escritores contemporáneos que etiquetaron a dichos indios de «intra-indígenas mestizos». Sin embargo, Bernabé Cobo en el siglo XVII no llamó a estos individuos mestizos, a pesar de destacar sus maneras españolas. Ellos eran indios porque, entre otras cosas, vivían en el lugar donde debían vivir, es decir en una zona de indios (Schwartz y Salomón, 1999 –ellos citan de Cobo, 1964).

5 «Tener mala leche» (tener mala voluntad o actuar con maldad) o «que buena leche» (tener buena suerte), expresiones actuales en América Latina que pertenecen a esta genealogía.

6 Del mismo modo, la apariencia física apropiada dependía del vestido y peinado, limpieza y postura, en lugar de marcadores físicos. La piel negra parece haber tenido un campo más complicado de significación en tanto diferenciaba a los esclavos africanos (y sus descendientes) del resto de la población.

7 Como algunas historiadoras feministas han señalado, en los primeros años del periodo colonial el vocablo mestizo connotó ilegitimidad y origen desconocido (Manarelli, 1991).

8 Bruno Latour ha sugerido que la constitución de la modernidad implicó dos prácticas políticas y epistemológicas. La primera de ellas, la cual denomina purificación, es la separación de los humanos y los no humanos (los nohumanos son identificados con la naturaleza y los humanos son jerárquicamente clasificados de acuerdo su cercanía —o distancia— de la misma). La segunda de estas prácticas, la cual llama traducción, es la proliferación de híbridos constituidos por elementos humanos y no humanos. El truco es que la traducción (mezcla o hibridez) hace posible la purificación —no hay nada que separar si las cosas no están mezcladas. En contraste, la constitución de lo no-moderno mezcla humanos y no humanos y desconoce la purificación. Lo que resulta más útil de esta propuesta para los estudios de raza es la manera en que ella altera la relación temporal entre mezcla y pureza. A diferencia del punto de vista habitual (y mayormente implícito) según el cual la mezcla sucede a la pureza, desde la perspectiva de Latour las ideas de pureza no preceden a la mezcla; expresada a través de los movimientos de purificación y traducción, la pureza es simultánea a la hibridez. Así, nosotros nunca hemos sido modernos, ya que los esfuerzos de purificación requieren de la proliferación de híbridos. Al historizar las sugerencias de Latour y trasladar la constitución de la modernidad de regreso al siglo XVI, veo la formación racial latinoamericana genealógicamente sustentada en dos movimientos purificatorios. Uno de ellos fluyó a través de la fe y requirió de la separación entre cristianos y paganos. El otro movimiento fluyó a través de la razón e implicó la separación entre naturaleza/biología e historia/cultura. Ambos momentos de purificación requirieron de todo tipo de híbridos —incluyendo la mezcla de formas purificadas de conocimiento y las categorías creadas por las mismas. La hibridez genealógica de la que estoy hablando es estratificada y se extiende tanto vertical (mezclando formas de conocimiento del «pasado» y «presente») como horizontalmente (mezclando las categorías que estas formas de conocimiento separan) (Latour, 1993).

9 El concepto de «estructura de sentimientos» proviene de Raymond Williams (1977). Quiero dejar en claro que no estoy oponiendo «cultura» a «raza» y así identificando «raza» con «biología» o simplemente identificando «fe» con «cultura».

10 Para un detallado análisis de la decencia ver Marisol de la Cadena (2000).

11 «Integral» se refirió a la idea que, porque éste había fluido a través de la cultura, el «desarrollo indígena» debería considerar la interrelación de aspectos de la vida, de otro modo desconectados entre ellos en las culturas modernas. Para mayor información sobre la visión de la reforma educativa de los años 70 ver Agusto Salazar Bondy (1980:42).

12 Los maestros no-indígenas fracasarían en este propósito —ellos eran mestizos abusivos, cuyo desprecio por los indios les impedía ser reales educadores; Valcárcel y su equipo habían presenciado esto (Encinas, 1932).

13 Jorge Basadre, el autor de la historia oficial del Perú más ampliamente conocida, que fue Ministro de Educación antes y después de Valcárcel informó que mientras que el proyecto se había iniciado en 1946 con 16 núcleos y 176 escuelas, en 1956 abarcaba 45 núcleos y 490 escuelas (Basadre, 1964-1966). Según Luis E. Valcárcel habían más de 1,500 de estas escuelas en los años 60 (Valcárcel, 1981).

14 Diario Expreso, 28 de febrero de 1971. La Reforma Educativa fue concebida como un complemento de la Reforma Agraria, que implementó el mismo grupo militar y fue la más radical dentro de las medidas similares en América Latina.

15 Mariano Turpo, Archivo personal

16 Mariano Turpo, Archivo personal

 


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