SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
 número72Memoria y poder: (des)estatalizar las memorias y (des)centrar el poder del EstadoLa transmisión interrogada.: Jóvenes, conocimiento y memoria de la represión en el Hospital Posadas, Buenos Aires, Argentina índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

Links relacionados

  • En proceso de indezaciónCitado por Google
  • No hay articulos similaresSimilares en SciELO
  • En proceso de indezaciónSimilares en Google

Compartir


Universitas Humanística

versión impresa ISSN 0120-4807

univ.humanist.  n.72 Bogotá jul./dic. 2011

 

El lenguaje de las víctimas: silencios (ruidosos) y parodias (serias) para hablar (sin hacerlo) de la desaparición forzada de personas1

Victims' language: (noisy) silences and (grave) parodies to talk (unknowingly) about individuals' forced disappearance

A linguagem das vítimas: silêncios (ruidosos) e paródias (sérias) para falar (sem fazê-lo) da desaparição forçada de pessoas

Gabriel Gatti2
Universidad del País Vasco, España3
g.gatti@ehu.es

1Este trabajo se basa en las siguientes investigaciones: Los mundos sociales en torno a los desaparecidos. El caso uruguayo, Identidades en precario. Comunidades e identidades construidas en torno a la figura del detenido-desaparecido en Uruguay, y Mecanismos sociales de representación del horror. La gestión de la figura del detenido-desaparecido en el Cono Sur latinoamericano (Argentina y Uruguay).
2Licenciado en sociología por la Universidad Complutense de Madrid. Doctor en sociología y ciencias políticas por la Universidad del País Vasco.
3Profesor titular, Departamento de Sociología. Coordinador del Centro de Estudios sobre la Identidad Colectiva.

Recibido: 15 de mayo de 2011 Aceptado: 28 de agosto de 2011


Resumen

Partiendo de los resultados de una investigación desarrollada entre 2005 y 2008 sobre los universos sociales construidos en Argentina y en Uruguay en torno a la figura del detenido desaparecido, el texto pretende sistematizar algunas respuestas a uno de los problemas más densos que esta figura represiva comporta: el de la representación de los hechos y de sus consecuencias. El trabajo se concentra no en todas las respuestas posibles, sino en algunas de las más novedosas y creativas: las que apuestan por hablar de la imposibilidad de hablar (silencios ruidosos), y las que apuestan por forzar el lenguaje hasta sus límites (parodias serias).

Palabras clave: desaparición forzada de personas, representación (crisis de la), identidad, Argentina, catástrofe, parodia, silencio.


Abstract

Based on the results of research carried out between 2005 and 2008 about social universes constructed in Argentina and Uruguay around the figure of the disappeared detainee, this piece aims to systematize several answer to one the more complex problems this repression figure bears: that of representation of facts and their consequences. This work focuses no on all possible answers, but on several of the more innovative and creative: those betting on talking about the impossibility to talk (the noisy silences), and those betting on forcing language up to its limit (grave parodies).

Keywords: Individual forced disappearance, representation (crisis of), identity, Argentina, catastrophe, parody, silence.


Resumo

Partindo dos resultados de uma pesquisa desenvolvida entre 2005 e 2008 sobre os universos sociais construídos na Argentina e no Uruguai ao redor da figura do detido desaparecido, o texto pretende sistematizar algumas respostas a um dos problemas mais densos que esta figura repressiva comporta: o da representação dos fatos e de suas consequências. O trabalho não se concentra em todas as respostas possíveis, mas sim em algumas das mais inovadoras e criativas: as que apostam em falar da impossibilidade de falar (silêncios ruidosos), e as que apostam por forçar a linguagem até seus limites (paródias sérias).

Palavras chave: desaparição forçada de pessoas, representação (crise da), identidade, Argentina, catástrofe, parodia, silêncio.


Este texto trabaja sobre un problema de mal arreglo: saber cómo hacer para contar la vida social cuando se separa de los moldes que la contenían antes, cuando funcionaban los equilibrados pactos modernos, especialmente aquel que hizo cómplices a las palabras con las cosas, a las representaciones con los hechos. Son hoy muchas las situaciones en las que ese pacto se quiebra; me atrevería a decir que casi todas. Algunas de esas situaciones, si bien no son banales, sí pueden ser entendidas, por un sociólogo, como cotidianas, pues son rutinarias: las dificultades para racionalizar la institución escolar en épocas de crisis del proyecto civilizatorio moderno; lo problemático que resulta dar cuenta de las ideas de nacionalidad o de pertenencia en un mundo globalizado; lo incómodo, por no decir inconveniente, que resulta hoy hablar de sexos y géneros con los aparatos categoriales heredados. Y así con casi todo. Pero hay también situaciones extremas, límite, nada ordinarias; en una de estas últimas, la desaparición forzada de personas, me centraré aquí.

La desaparición forzada de personas es una práctica devastadora. Inscribe a lo humano sometido a su acción en una situación límite, y por eso obliga a replantearse, y a hacerlo en serio, las relaciones entre memoria y comunidad, entre vida y muerte, entre identidad y lenguaje, entre individuo y entorno, entre representación y hechos... Tanto devasta que para pensarla requerimos conceptos también extremos. Aquí, propondré abordarla teóricamente a partir de uno viejo, el de catástrofe, útil por cuanto que apunta al desajuste de la estructura como característica de una estructura. En el caso de la desaparición forzada, tal cosa ocurre y atañe, sobre todo, al desajuste de las relaciones entre identidad y lenguaje.

Así es, la desaparición forzada afecta esas relaciones: para hablar de ella, la palabra tiene dificultades, nos obliga al balbuceo. Más que eso, está prohibido hablar de ella en los términos con los que antaño hablábamos de las cosas. O quizás no: a esa posibilidad, a la de sortear la prohibición de hablar a la que nos invitan algunos fenómenos límite como este, se dedicará buena parte de este trabajo, dando cuenta de dos apuestas. En primer lugar, la apuesta por el silencio de los ex detenidos-desaparecidos, luego, la apuesta por la parodia de los hijos de detenidos-desaparecidos4.

La desaparición forzada de personas como catástrofe

Existen hechos asociados establemente a sentidos y también hechos disociados totalmente del sentido. Esta disociación puede producirse de manera puntual o de manera duradera. En este último caso tenemos problemas para la representación y la habitabilidad de las situaciones marcadas por esa disociación. Es cuando esa disociación entre hechos y sentidos se estabiliza que tenemos una catástrofe social. Explicaré el concepto como parte de una serie: si el grado cero es la normalidad (hechos hermanados a sentidos), a él lo siguen tres niveles de disociación entre hechos y sentidos: el trauma, el acontecimiento y, en el límite de lo pensable, la catástrofe.

  1. En el trauma la desestabilización es profunda pero provisional pues hay instituciones competentes, con capacidad de regular los desajustes para que a la desestabilización siga la institucionalización de un nuevo equilibrio. Pasado el tiempo, todo regresa a su lugar; se normaliza. La muerte de alguien cercano es un trauma; el duelo, cuando se cierra y se resuelve, es una institución que permite gestionarlo.
  2. En el acontecimiento la desestabilización es profunda e intensa. Tanto que mientras sucede el desencaje es absoluto, pero dura poco. De tan intenso, no hay categoría para comprenderlo. Así, el acontecimiento se afirma como lo único y sin nombre, pero se desvanece rápido; tanto, que deja pocos ejemplos: irrupciones de dolor, revueltas poderosas, placeres inmensos. No dejan huella5.
  3. La catástrofe es la inestabilidad estable: el desajuste permanente entre palabras y cosas, convertido en estructura en tanto tal desajuste. «La catástrofe es una dinámica que produce desmantelamiento sin armar otra lógica equivalente en su función articuladora» (Lewkowicz, 2004, p. 154). La causa de la catástrofe no se retira: es la excepción permanente, es la anormalidad de la norma, es un duelo perpetuo... Trauma que no se resuelve; acontecimiento que dura. Es, sí, la ambivalencia hecha norma. «Esta vez la inundación llega para quedarse» (Lewkowicz, 2004, p. 154). La desaparición forzada de personas es un ejemplo de catástrofe social, aunque los hay más banales: la identidad de un sin papeles, ciertas situaciones de precariedad laboral... Desde una catástrofe social se construye un espacio social muy problemático, que se define por la quiebra de las relaciones convencionales entre la realidad social y el lenguaje, cuando esta quiebra se consolida y, particularmente, cuando esa consolidación comporta dificultades permanentes para representar lo que ocurre en los territorios que esa quiebra dibuja6.

Voy a intentar mostrar la utilidad analítica del concepto para entender situaciones sociales límite, marcadas por violencias extremas que imposibilitan o dificultan los modos de representación convencionales, aplicándolo al caso de la desaparición forzada de personas y a la figura del detenido-desaparecido. Procuraré encuadrar ambas cuestiones en lo que, más que un contexto social e histórico, es un cuadro cognitivo: el proceso civilizatorio tal como se manifiesta (de forma exacerbada) en Argentina y Uruguay. Es mi hipótesis que, en ese contexto, el dispositivo desaparecedor (Calveiro, 2004) y la figura que produce -el desaparecido- se manifiestan, respectivamente, como dispositivo que busca y figura que encarna la desestructuración y el desencaje del más prototípico de los productos de la subjetividad moderna: el individuo-ciudadano.

Jardineros, construcción de sociedades e individuos en el proceso civilizatorio del Cono Sur latinoamericano. Michel Foucault se pasea por las pampas

Argentina y Uruguay, como casi todo en América Latina, son resultado del sueño civilizatorio. Allí, «las motivaciones [del colonizador] [...] para fundar nuevas ciudades en el territorio que acababan de conquistar y para destruir las antiguas ciudades indígenas que habían encontrado en el camino respondían a un nuevo designio, el de inventar una nueva Europa» (Blengino, 2005, p. 19). Lugares imaginados como surgidos de la nada, como el trabajo de moldeo de un desierto que se habita a base de proyecto. Vacío que se llena gracias a un preciso trabajo de jardinería (Bauman, 1997a) que permite que en él: (1) se dé forma a una población (Foucault, 2006); (2) se construya la Ciudad Letrada (Rama, 1998); (3) se conforme al sujeto que integra esa población habitante de la Ciudad Letrada: el individuo-ciudadano.

La formación de la población.

Desde el siglo xviii, el gobierno se ejerce, no sobre el territorio, sino sobre la población. Es la biopolítica, «el modo -dice Michel Foucault- en que [...] la práctica gubernamental ha intentado racionalizar aquellos fenómenos planteados por un conjunto de seres vivos, constituidos en población: problemas relativos a la salud, la higiene, la natalidad, la longevidad, las razas» (1990, p. 119). Este gobierno de poblaciones tiene su genealogía y tiene sus protagonistas.

La genealogía del gobierno de poblaciones se encontrará sin demasiadas dificultades cuando se dé con la de la idea de hacer sociedad. No me alargaré con esta cuestión. Basta decir que la sociedad es una forma de vida social de invención reciente (Donzelot, 1984; Kaufmann Guilhaumou, 2003) y que comparece en el imaginario de sus muchos preceptores -desde el republicanismo al anarquismo, desde el liberalismo al socialismo- como un territorio para la acción correctora (lugar de políticas y derechos) y para la acción observadora (lugar de sociologías y antropologías). Las de estos preceptores son plumas poderosas, que en su obra social fueron capaces de hacer lo que soñaron, la sociedad, una " noción estratégica" (Donzelot, 1984, p. 77) que sirvió para moldear, modelar y modular, para crear cosas y personas, cosas y personas conformes a la lógica del Estado-nación y del individuo-ciudadano, los protagonistas de este enredo (Gatti, 2007). El Estado-nación y el individuo-ciudadano son hermanos y, como tales, se parecen, aunque dé la impresión de que rivalicen y se peleen. Pero lo quieran o no, siempre compartirán padre (la modernidad) y lógica: ambas son figuras ordenadas, coherentes, estables -como el Estado-, indivisibles -como el individuo-. Son el modelo de la vida moderna, al punto que han devenido nuestros productores de solidez (Lewkowicz et al., 2003, p. 171).

La construcción de la Ciudad Letrada.

Pero no todo es igual en todas partes: el gobierno moderno, ese que desde el siglo xviii encuentra en la población a su objeto y su resultado, que tiene en el Estado-nación y en el individuo-ciudadano a sus criaturas dilectas, se extiende por doquier, es cierto, pero de maneras diferentes. Tiene, pues, ese trabajo de colonización de la realidad su historicidad y su territorialidad: no es en absoluto la misma, aunque se le parezca, la historia de la invención de la sociedad en Europa que la que da cuenta de ese proceso en América Latina. En la primera se combatió contra el Estado feudal y la política del guardabosques (Bauman, 1997a), exponente estilizado de la cultura silvestre premoderna, sujeto poseedor de un poder que administraba sus dominios, explica Bauman, con parsimonia y dejadez. Es frente a ella que en la vieja Europa se estableció el «gobierno de los conocedores y el conocimiento como fuerza dirigente» (Bauman, 1997a, p. 99).

Pero no fue así en América Latina: el Estado no se ocupó de reemplazar viejos guardabosques; se imaginó que la suya era una tarea de instalación de jardineros (Bauman, 1997b, p. 120): hacer crecer primero y luego mantener y cuidar civilizaciones -es decir, limpiar el terreno de maleza, mantener impoluto, con admirable y paciente persistencia, lo que contiene su cercado-. Así es en América Latina, a diferencia de la norma europea, donde la ciudad advino tras un largo proceso de desarrollo o, en algún caso, imponiéndose a la resistencia de la estructura feudal. El ideal es el punto de partida. La civilización no es, pues, un resultado: es el comienzo.

ángel Rama trabajó con la idea de que la ciudad latinoamericana nació de la ejecución de un plan ilustrado y letrado. En esa ciudad, la cosa realizaba la palabra, en época en que la palabra y la cosa se llevaban bien, lo bien al menos que permitían los pactos modernos. América, continente vacío en el imaginario del colonizador, es el lugar propicio para arrancar con buen pie la vida en común de esa pareja recién formada: «La ciudad latinoamericana ha venido siendo básicamente un parto de la inteligencia, pues quedó inscrita en un ciclo de la cultura universal en que la ciudad pasó a ser el sueño de un orden y encontró en las tierras del Nuevo Continente el único sitio propicio para encarnar» (Rama, 1998, p. 17). Tierra virgen, tabula rasa, construcción ex nihilo, un mundo perfecto, domeñado por la representación. Nueva España, Nueva Helvecia, Nueva León, Nuevo París... Lo mismo pero sin errores.

Es el orden moderno de la representación, esto es, un prototipo («principio de planning» dirá Rama) que se traslada a la realidad. Aún hoy, los resultados de ese trabajo de la representación -pues es la representación la que se pelea con el espacio a colonizar- son, por eficaces, impactantes: nacieron ciudades, se concibieron Estados, se idearon imaginarios... marcados por el plan desde el que se trazaron y por las cláusulas que lo adornaban -entre otras, cierta obligación de mantener el terreno libre de maleza-. Es relevante para lo que examino aquí, la catástrofe de la desaparición forzada de personas: condicionará un futuro que seguirá pensando en civilizar, mantener y limpiar. A fin de cuentas, ese futuro, nuestro presente, no está tan lejos de aquel origen.

Modernidad en estado paroxístico, sociedad sometida a las miradas del ingeniero/jardinero, vista como:

[...] un objeto a administrar, como una colección de distintos problemas a resolver, como una naturaleza que hay que 'controlar', 'dominar', 'mejorar' o 'remodelar', como legítimo objeto de la 'ingeniería social' y, en general, como un jardín que hay que diseñar y conservar a la fuerza en la forma en que fue diseñado (Bauman, 1997b, p. 23).

La fabricación del individuo civilizado.

El sujeto que vive en ese bello jardín moderno es el individuo. Su gestación depende, en parte, de su buena relación con la maquinaria de registro y de socialización de los estados nacionales del siglo xviii en adelante (censos, escuelas, documentos de identidad, registros de personas...). Y depende también de lo bien que responde ese individuo al cuestionario del proceso civilizatorio, a sus demandas de buenas maneras, a sus exigencias de autoconciencia (Elias, 1988). Tiene historia este sujeto, por mucho que hoy se haya hecho ahistórico y lo pensemos como un «universal sociológico que acompaña a la condición humana» (Béjar, 1988, p. 15). No lo es; al contrario, es algo de invención reciente:

En la praxis social de la antigüedad clásica la identidad grupal del ser humano particular, su identidad como nosotros, vosotros y ellos, todavía desempeñaba, comparada con la identidad como yo, un papel demasiado importante para que pudiera surgir la necesidad de un término universal que representara al ser humano particular como a una criatura casi desprovista de un grupo social (Elias, 1990, p. 182).

Elias da pistas para abordar la sociogénesis de ese singular sujeto que fue y es el individuo-ciudadano. En El proceso civilizatorio, analiza cómo el trabajo de la civilización se da conjuntamente con otro de alcance solo aparentemente más modesto, el nacimiento del individuo moderno. Así es, la civilización encuentra en la psicologización su traducción en el plano de las economías afectivas; la sociedad encuentra su pareja y cómplice en el plano de las subjetividades personales. De la mano del proceso civilizatorio, Weber y Freud se unen. La sociedad encuentra su equilibro:

Las coacciones sociales externas van convirtiéndose de diversos modos en coacciones internas, como la satisfacción de las necesidades humanas pasa poco a poco a realizarse entre los bastidores de la vida social y se carga de sentimientos de vergüenza y como la regulación del conjunto de la vida impulsiva y afectiva va haciéndose más y más universal, igual y estable a través de una autodominación continua (Elias, 1988, p. 449).

Ahora, la sociedad se revela como agregación de individuos autocontrolados: pudorosos, decorosos, sometidos a las maneras de mesa, dotados de una psique -la psique civilizada- con un grado creciente de diferenciación interna, individuos que no defecan ni salivan en público, que comen bien y comen parecido. Son los habitantes ideales de la Ciudad Letrada. No son máquinas; es más, a veces, incluso, participan de la vida pública y creen en la ciudadanía y hasta en la posibilidad de cambiarla y mejorarla. De ellos están llenos Argentina y Uruguay.

El dispositivo desaparecedor. Norbert Elias en el campo de concentración

En su operar americano, el proceso civilizatorio nace de la letra civilizatoria, que, sumida en una suerte de efervescencia nominalista, rebautiza todo lo que encuentra:

Se cambian y se inventan nuevos nombres para los minerales, las plantas y las personas. Se clasifican científicamente arbustos y hierbas. También los religiosos cambian el nombre de las personas y recurren al número para verificar el éxito de la obra de evangelización (Blengino, 2005, p. 56).

Ciudad Letrada, acertó a llamarla ángel Rama: vida resultado de la escritura (y del censo, y del aparato judicial, y del dni). Foucault y Elias diseñaron Argentina y Uruguay. Otros los poblaron de individuos. A esos individuos devastó el dispositivo desaparecedor.

Ese es el paisaje de fondo de la desaparición forzada: una sociedad fundada desde una retórica en la que trabajan el discurso de la creación ex nihilo y el de la eliminación de lo que sobra, en la que pesa tanto la construcción de lo que se ajusta al proyecto como la desaparición de lo disfuncional y conflictivo. Pero ¿cómo fue posible que ocurriese esto en Argentina y Uruguay, países por todos pensados como letrados, hechos a golpe de citas literarias, con dos capitales que son, porque las sintetizan, más europeas que muchas de las europeas? Es cierto que es tentador argumentar que la tortura o -en una escala de brutalidad superior- la desaparición forzada contravinieron la regla de progreso de los procesos civilizatorios; que fueron procesos indicativos de quedaba algo por domesticar; que «se requieren todavía más esfuerzos civilizadores» (Bauman, 1997b, p. 17). Pero, quizás, más que la hipótesis de un derrumbe civilizatorio o de una súbita barbarización, sea más ajustada la que sostiene que a lo que asistimos es al paroxismo de la racionalidad. Esto es, que las dictaduras en los setenta, más que forzar las sociedades argentina o uruguaya, más que conducirlas a excepciones en su historia, revelaron que en ellas había no pocas instancias «preparada[s] para servir con facilidad a la empresa de exterminio» (Vezzetti, 2002, p. 152). Esa es la hipótesis: la desaparición forzada de personas no es barbarie sino modernidad exacerbada. Esta hipótesis ayuda a entender lo sucedido en los setenta en Argentina y Uruguay como una radicalización del proyecto moderno. Tiene por eso razón Hugo Vezzetti cuando afirma que «la dictadura [argentina] fue tanto una irrupción como un desenlace» (2002, p. 16).

En ese contexto, el del proceso civilizatorio, el de las políticas de población, el de la (re)construcción de la ajustada-a-plan Ciudad Letrada, la maquinaria trabaja con automatismos, desde el siglo xvi hasta los setenta, hasta hoy. Troquelar con civilización el desierto, cuidar que lo que se planta crezca bien sigue siendo el objetivo. Pero no todo es historia repetida. Hay dos enormes novedades; en una -el centro clandestino de detención, el epítome del espacio biopolítico, un lugar de control extremo sobre la vida (Calveiro, 2004; Gatti, 2008)- no me detendré. En la otra, sí; es el desaparecido, una catástrofe abismal. Aquí el poder se ejerció como siempre se hizo: sobre las entidades que rompen el orden. Y no fue esta una excepción. O sí, pues tuvo una enorme singularidad: las entidades objeto de desaparición forzada fueron los productos más refinados del propio trabajo civilizatorio, los individuos con carta plena de ciudadanía, racionales e ilustrados, aseados (o sucios por elección). Los frutos perfectos de la modernidad son los que van a ser despedazados por la maquinaria que fue su condición de posibilidad.

La fuerza enorme de la civilización hizo este paisaje y luego tomó como objeto de su despliegue -y me atrevería a afirmar que esto es históricamente inaudito- a su propio producto, el individuo moderno y racional, limpio y autoconsciente, al sujeto propio del Estado-nación y de la ciudadanía liberal. Al sujeto que le ve sentido al diván psicoanalítico. Y lo deshizo. Es, como digo, un verdadero invento, tanto que merece un nombre, el de la paradoja que lo constituye, «la paradoja del detenido-desaparecido», que podría enunciarse así: (1) la desaparición forzada es parte de las herramientas de construcción y gestión de la población propias del orden civilizatorio/moderno; (2) la desaparición forzada se aplica a los productos más acabados del orden civilizatorio/moderno.

Muchas son las explicaciones posibles del fenómeno: la coyuntura de la época, los militares entrenados en la Escuela de las Américas, la doctrina de la seguridad nacional, la producción generalizada del enemigo interno, las experiencias previas de los nazis, la guerra civil española, Argelia o Vietnam... Acudir a ellas explicaría mucho, sin duda, de este episodio latinoamericano, y la verdad debe de estar por ahí. Pero ninguna de ellas puede dar cuenta de lo sublime del horror que provocó -y provoca- la desaparición forzada de personas: probablemente sin buscarlo, se inventó un artilugio devastador del sentido. Una catástrofe.

La desaparición forzada de personas como catástrofe en la identidad y en el lenguaje

El desaparecido es una emergencia, una singularidad, una consecuencia no intencionada, un no-previsto. Es individuo retaceado; es cuerpo separado de nombre; es conciencia escindida de su soporte físico; es nombre aislado de su historia; es identidad desprovista de sus cartas de ciudadanía. Es un «cuerpo al que le pasan cosas», dice la hija de uno de ellos. Pura vulnerabilidad. Ante él, «la palabra presiente la amenaza de su agotamiento [...]. La amenaza de su propio agotamiento la hiere [...] en su poder esencial y original, el de nombrar» (Gómez Mango, 2004, p. 15). Por eso es solo con la conjugación de términos de semántica difusa que puede definirse la desaparición y sus figuras: chupado: separado, disociado; borrado: sujeto imposible de registrar en el repertorio de la existencia estructurada; chupaderos: lugares de excepción, donde un sujeto era absorbido -abducido casi- por la maquinaria desaparecedora. El desaparecido, dice de nuevo Gómez Mango, es un desolado, un «muerto-vivo», un «muerto robado a la muerte», un «siempre presente en la ausencia misma» (Gómez Mango, 2004, p. 17)7.

Ciertamente, la catástrofe es enorme; la disociación permanente: una entidad que tuvo el estatuto de individuo-ciudadano es expulsada al territorio del afuera -allí donde eran antes emplazados vagabundos o chusma- convertida, como ellos, en nn8. Deja de ser ciudadano y pasa a ser desaparecido. Así es, desaparecer no se conjuga junto al verbo estar; es algo que afecta al verbo ser: «Cuando me dijeron " vos estás desaparecido"; no me dijeron en realidad " estás desaparecido", sino " sos un desaparecido" (Eex)». Se crea nada menos que un estado nuevo del ser -«Ni vivo ni muerto, es un desaparecido» (Eex), «una no persona, algo que no se sabe si existe» (Eex)-. Un estado inédito, «un abismo nuevo» (Eex).

Lo que aquí se desmorona es el pilar de nuestra manera de entender la identidad, el individuo, que es devastado: pierde nombre, se queda sin territorio, se lo desgaja de su historia. La catástrofe es tal: las cosas no tienen palabras para darles consistencia; las que existen no sirven: se está ante una figura que se representa como sin lugar -«El desaparecido no deja rastros, crea un vacío» (Eex)-, que no encaja en entidad reconocible alguna, al tiempo ausente y presente -«[Con ellos] la ausencia se convierte en presencia» (Eex)-, sin lógica -«La desaparición es un atentado a la lógica. Provoca un sentido de absurdo» (Eex)-, sin cuerpo -«Es un cuerpo sin identidad y una identidad sin cuerpo» (Eex)-. Territorio impreciso, entre la vida y la muerte; territorio realmente pantanoso: palabras y cosas se hunden; su unión se devasta. Una catástrofe para el lenguaje y la identidad insuperable.

Aunque no necesariamente: me acercaré a dos estrategias para superar esa escisión. La primera corresponde al esfuerzo de los ex-desaparecidos, que, salidos de un lugar del que nada puede decirse, sin embargo dicen a través de un trabajo especial: el de dar testimonio de lo que ocurrió en el campo. La segunda es la de los hijos de desaparecidos, que, nacidos en una catástrofe que prohíbe la identidad, la construyen estirando sus límites a través de la parodia.

Contra la catástrofe del lenguaje, silencios ruidosos

Los que salen del campo de concentración reciben el apelativo de ex detenidos-desaparecidos. De todo hay entre los supervivientes, pero muchos de ellos han apostado por estrategias de una reflexividad poderosa, y se saltan la prohibición de representar, que deriva de ciertas cualidades atribuidas a la desaparición forzada. A la pregunta «¿cómo hablar de una entidad, el detenido-desaparecido, y de un fenómeno, la desaparición forzada de personas, ante el que el lenguaje rebota?», contestan: «representando la imposibilidad de representar».

Giorgio Agamben (1998) ha propuesto pensar el campo de concentración nazi como un espacio construido sobre la lógica de la excepción, ese principio por el que la ley ordena su propia desobediencia (p. 30). Cuando la excepción se despliega, comparecen dos circunstancias. Primero, una delimitación estricta (la excepción se da en un mundo aparte); luego, un lenguaje propio de ese mundo aparte pero inadecuado para el mundo que este contraviene, aquel respecto del que es excepción. Ese lenguaje tiene una gramática incómoda, es tartamudo: la excepción obliga al balbuceo. Los dos datos coinciden en los relatos -los pocos- que salieron de los centros clandestinos de detención, los chupaderos -en la jerga de la propia maquinaria represiva- donde se suprimía toda conexión con el exterior y el detenido-desaparecido entraba en un lugar cuya cotidianidad transcurría en «los confines más subterráneos de la crueldad y de la locura» (conadep, 1987, p. 59). Lugar de reglas que rompen con la Regla: allí, me dijo un ex-desaparecido, «se acabó la ley de la gravedad» (Eex); allí, contó otro, «no se aplicaban las reglas de afuera. Se pasaban todos los límites» (Eex). Un tercero explica: «¿Qué es lo que no es transmisible?, ¿los muertos?, ¿los desaparecidos?, ¿las torturas? Todo eso se entiende. Digo, se entiende con la cabeza. ¿Qué es lo que no se entiende? No se entiende la anomia, no se entiende la falta de reglas» (Eex).

De ese espacio excepcional, de esa franja de realidad en la que la norma queda suspendida y cuyo orden se define por esa suspensión (Agamben, 2002, p. 222), salen los ex detenidos-desaparecidos, agentes del testimonio. Pero ¿de qué da testimonio el testigo? ¿Y cómo? Agamben, apoyándose en Primo Levi, analiza las relaciones que se establecen entre dos personajes de los campos: los hundidos y los salvados. Los segundos, sobrevivientes, pueden dar cuenta del campo, pero solo relativamente; los que sí lo vivieron no pueden contarlo: han visto a la Gorgona9. Los primeros testifican, representan; los segundos, mudos, son representados. Los primeros están encerrados en el absurdo de un imposible: hablan de algo que bordearon, pero no tocaron. Esa es la que Agamben propone nombrar como 'Paradoja de Levi': «El musulmán es el testigo integral» (2002, pp. 85, 157, 172); «yo testimonio por el musulmán» (2002, p. 172). Adaptada a nuestro contexto sería: (1) El desaparecido es el testigo integral; (2) El ex-desaparecido habla en lugar del desaparecido.

Así es: quien puede testimoniar no tiene palabra; quien tiene palabra no tiene nada que decir. Desesperante, como asumen algunos de ellos: «El impacto está sobre los desaparecidos y ellos no pueden dar testimonio, no pueden hablar. Que lo estemos haciendo los que pasamos de alguna manera por los lugares por donde pasaron los desaparecidos me parece... falso» (Eex), «Son ellos los testigos» (Eex). Constatan, prisioneros de esta:

El testimonio se presenta aquí como un proceso en el que participan al menos dos sujetos: el primero, el superviviente, puede hablar pero no tiene nada interesante que decir, y el segundo, el que 'ha visto a la Gorgona', el que 'ha tocado fondo', tiene mucho que decir, pero no puede hablar (Agamben, 2002, p. 126).

¿De qué pueden hablar los que, aunque lo rondaron, no experimentaron el horror hasta su extremo? ¿Cómo dar cuenta de esta catástrofe del lenguaje? Algunos ex-desaparecidos optan por un giro: hablar del hueco que se abre entre el desaparecido (el hecho en su intensidad) y ellos, los testigos (capaces de la representación del hecho). En ese hueco se sitúa el testimonio y es esa la tensión que expresa: aquella, terrible, a la que la desaparición forzada somete al lenguaje. Con acierto, se ha dicho que el testimonio de las situaciones límite es el discurso que da «expresión lingüística a lo innombrable» (Sucasas, 2002, p. 333) y no por lo que tiene de representación de la verdad, sino por ser el mejor reflejo de la imposibilidad de alcanzarla en esas situaciones, de la desesperación de no poder contar, de no tener palabras. Da palabras, palabras truncas, a un lugar del que la palabra es expulsada. Así es, los sobrevivientes «testimonian de un testimonio que falta. Dan testimonio de la imposibilidad de testimoniar» (Agamben, 2002, p. 34).

El testimonio da palabras a la catástrofe de la desaparición forzada: señala hacia los fallos, los huecos, las hendiduras de la representación. Sus portavoces son los agentes que viven en esa anfractuosidad que se conforma en el quiebre entre palabras y cosas, y que elaboran, para hablar de ella, un lenguaje que dice de la imposibilidad de decir. No es un lenguaje fácil; es más, es desesperado. Y lo cuenta: cuenta que se desespera por contar mal -«Hay algo que no es entendible en esta experiencia» (Eex), «Hay algo ahí de una experiencia, no digo... no le quiero poner el nombre de inefable, pero sí» (Eex)-, cuenta que se desespera por contar solo la superficie -«[Contándolo] le vas a quitar todo lo que sentiste cuando lo viviste, como que lo vas a convertir en una cosa, así, material» (Ex)-. Pero cuenta, aunque sea la desesperación de no poder contar.

Contra la catástrofe de la identidad, la parodia seria10

Jacques Rancière se ha acercado a la víctima interpretándola como un no-ciudadano, un sin parte, esto es, un sujeto que no participa de la existencia pública, pues ha sido expulsado de los marcos normativos reguladores del sentido (del sentido de identidad, del de ciudadanía, del sentido del cuerpo, del de la vida, etc.). Para estos sujetos, la única agencia posible, parecería, pasa por asumir la categoría que los define como sujetos pasivos y vulnerables -esto es, en sus distintas variantes, por asumir la categoría de víctima-. En efecto, las víctimas han terminado hoy por ser emplazadas en un viejo lugar, el lugar del paria, esto es, sujetos no reconocidos; más que eso, sujetos expulsados de lo que permite el reconocimiento. Dice de ellas Agier, apoyándose en Rancière: «La víctima absoluta, sin frase [...]. [Es la] figura última de aquel que está excluido del logos, apenas provisto de una voz que expresa una monótona queja, la queja del sufrimiento desnudo, que por saturación, se ha vuelto ya inaudible» (2008, p. 290)11. No tienen palabra; solo poseen desdicha. Hasta hace poco.

En Argentina, entre 2005 y 2008, me encontré con ciudadanos que, sin salir de su lugar -víctimas-, reclamaban el derecho a hablar y a hablar de otra manera que, a priori, el hecho de ocupar ese lugar les negaba. Son hijos de desaparecidos, niños cuando desaparecieron sus padres, adultos hoy de entre treinta y cuarenta y pocos años. Son muchos y adquieren ahora, y de más en más, presencia pública. Uno de ellos, al preguntarle algo sobre su identidad, su contexto, sus silencios, sus verdades, afirmó estar «cansado de ser tratado como una víctima», que quería pasar a ser abordado como un ciudadano. Esto es, que quería hablar.

Hacer identidad desde un lugar agreste, incómodo, sabiendo que la identidad que se construye ahí no puede renunciar a esas marcas; que el trauma que acunó, acuña; pero que, por raro que sea, es un lugar vivible, pensable, creativo incluso. Que el vacío que la catástrofe de la desaparición forzada de personas produce es habitable y narrable. Y a veces agradable. Y que además puede ser contado, aunque deba hacerse de manera distinta a cómo se cuentan las cosas inscritas en lugares con identidades de consistencias más previsibles. Ausencia; conciencia del carácter construido de toda identidad; una posición reflexiva respecto a lo ficticio del mecanismo que las sostiene; las ideas de paradoja o -las más cáusticas y elaboradas- de parodia, son los elementos característicos de estas posiciones. También una importante rebeldía respecto a las narrativas de las generaciones precedentes, a sus modos de contar y vivir la desaparición forzada de personas; narrativas que no les incluyen, que son otras y de otros -«Sí, estaba [entonces] en el jardín [de infantes], pero ahí algo pasa, la mía es una memoria posible y no tengo por qué hacer reverencias literales a los que fueron mis padres o a su generación» (Carri, 2007, p. 114)-. Y, en fin, el esfuerzo por contar eso que lleva años, muchos años ya, contándose con llanto, con épica, con heroísmo y gloria, de un modo más encarnado y con otros lenguajes. Si entre los setenta y los noventa dominó -y aún domina- la poderosa retórica, trágica, dura, militante, de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo, ahora el tono es otro, y los protagonistas cambiaron: Quiero desmitificar la figura de los desaparecidos como estatuas de mármol intocables y grandes héroes. Correrlos de lugar, sacarles protagonismo. Y decir: 'bueno, okay, está bien, esto pasó, ellos fueron protagonistas de una época. Ahora me toca a mí' (Eh).

Estamos pues ante un colectivo, el de los hijos de desaparecidos, compuesto por sujetos que han elaborado una cierta experiencia normalizada de la catástrofe, la de los casi cuarenta años pasados desde la desaparición de sus padres. Dije " colectivo" y dije mal, pues no puede afirmarse ni que esta forma de experimentar la desaparición forzada sea la de todos los " hijos de"; ni que sean solo ellos los que la vehiculan. Por un lado porque estos no hacen grupo, aunque sí hagan a veces grupos, y es seguro que no conforman en conjunto una memoria única, sino memorias diversas, todas ellas cortadas por diferentes marcas de origen, de clase, hasta de edad y género. La ensayista argentina Beatriz Sarlo lo dice bien: «[Hay] formas de memoria que no pueden ser atribuidas directamente a una división sencilla entre memoria de quienes vivieron los hechos y memoria de quienes son sus hijos» (2005, p. 157). En suma, no todos los hijos de desaparecidos se instalan en ese lugar para construir identidad. No obstante, sí puede decirse que de ese lugar -la catástrofe- brotan muchas de las estrategias desde las que actualmente se encara este fenómeno12. Estas estrategias reconocen que la catástrofe no solo es evidente, sino que ha constituido sus mundos, identidades y lenguajes, que la catástrofe se institucionalizó para ellos como un lugar estable y habitable. Si, sin demasiado miedo a errar, puedo decir que, pasados cuarenta años de las políticas de desaparición masiva de personas en el Cono Sur de América Latina, han nacido espacios sociales marcados por esa convulsión, tampoco creo equivocarme si sostengo que esos espacios están llenos de sujetos que viven esa ausencia sobrevenida y ya institucionalizada, trabajando en ella para hacer identidad. Las víctimas no solo son sujetos que buscan superar la catástrofe y reequilibrar la vida para dejar de ser víctimas; habiendo pasado cuatro décadas, se instalan en ese lugar, y habitan la catástrofe convirtiéndola en el punto sobre el que anclan su identidad. Se saltan, pues, una prohibición que no es menor: la de hablar, que sepulta a la víctima en su dolor. Lo hacen apostando por el lenguaje de la parodia, que es complejo.

Un novelista, hijo de desaparecidos, Félix Bruzzone, hablando de su libro Los topos (2008) escribe sobre cómo construye identidad el personaje principal de su libro, también hijo de desaparecidos:

El personaje tiene una marca originaria que es la orfandad con características políticas porque es una orfandad producto del terrorismo de Estado porque es hijo de desaparecidos y en cierta forma hay ciertos recorridos [a los] que está predestinado, que tiene que hacer por la historia que tiene; pero también está la cuestión de la errancia y hasta dónde esa predestinación se puede burlar o hasta dónde se puede alterar [...]. Es un poco el tema de la novela: cómo alguien con una marca tan fuerte -no solo por este origen de orfandad política sino por la cuestión de los discursos que a lo largo de su formación van completando su conciencia... había como una predestinación en eso-... y en la novela es como que se altera (Méndez, 2009).

Fuerte tensión entre, de una parte, " el destino" -la marca originaria que dejan en un sujeto la desaparición forzada de sus padres, primero, y los densos discursos sobre verdad, justicia, derechos humanos...-, y, de otra, la posibilidad de incidir y modificar ese destino. Esa tensión convoca a ingresar al tablero de este juego un concepto, el de parodia, al que es difícil ver por instancias tan propicias a pensar(se) desde el registro de lo serio. Es, además, un concepto con el que resulta difícil familiarizarse en el plano teórico. Para explicarlo hay que partir de dos afirmaciones. La primera se enuncia así, con forma de universal antropológico: cualquier identidad se hace con arreglo a un marco de referencia (familiar, generacional, nacional, de género...) que la contiene. Ese marco de referencia tanto limita como habilita: me interpela, luego existo. En el caso del marco que nos contiene aquí, ahora, la ley de la identidad en Occidente, esta prescribe que la identidad está hecha de materiales de consistencia pétrea: autenticidad, origen, reproducción, continuidad, estabilidad, seriedad... Esa ley dispone, además, que sus indicaciones se escenifiquen con convicción, esto es, con la certeza de que ese origen, la pureza, la verdad y la autenticidad del Ser existen.

La segunda afirmación tiene esta forma, también general: la ley de la identidad se pone en marcha a través de la pura repetición. O sea, que mi género no es un mandato irresistible de las hormonas, sino escenificación estereotipada de presunciones sobre lo que creo que hace mi género (me rasco de una manera, abro la boca de otra, cruzo las piernas así...); que mi nacionalidad no responde a un llamado de la profundidad de la tierra, sino a la puesta en acción ritualizada de las presunciones sobre lo que entiendo que me hace propio de un lugar (gritar los goles, cantar los himnos, usar banderas...); que mi cuerpo no es la simple manifestación de una estructura genética, sino la construcción de mi diferencia en la convicción de que esta lo es porque está genéticamente fundamentada. Y así. En otras palabras, la identidad es una puesta en escena de la convicción... de que tengo identidad y de que esta responde a la ley; es una «actuación repetida [que] consiste en volver a realizar y a experimentar un conjunto de significados ya establecidos socialmente» (Butler, 2001, p. 171).

En suma: para ser he de acatar ese marco de referencia, esa ley, que me produce y me permite ser; esto es, he de escenificar adecuadamente sus prescripciones. Pero ¿lo he de hacer siempre igual?, ¿he de escenificar siempre del mismo modo los mandatos de la ley? No. Hay una enorme gama posible de desobediencias (Butler, 2002) a mi disposición, desde la más directa subversión de la ley (proponer otra), hasta la no menos directa conversión radical a la ley (repetir la existente), pasando por formas más o menos depuradas del sí pero no. Una de esas formas es el trabajo de reinterpretación, apropiación y transformación de la ley que me interesa ahora, ese al que Judith Butler (2001, 2002) llama acatamiento paródico.

La parodia, dice Butler, «cuestiona sutilmente la legitimidad del mandato» de la ley (2002) y provoca enormes consecuencias, que la exceden y la confunden... aunque no la remplazan. Me interesa pensar que, en muchos aspectos, en este mundo, el de los desaparecidos, interviene esta estrategia. Se trata de un acatamiento distanciado, de la obediencia respetuosa pero con dudas de esas ficciones magníficas, eficaces, llamadas mis orígenes, mi identidad, mi historia, mi herencia, mi sangre, mis deberes filiales, mis lealtades: «Me hacen, sí, pero...». No se cometa el error de confundir la parodia con la mera y simple burla, pues va mucho más allá. Es un mecanismo para construir narrativas reflexivas sobre " Uno" y " Unos", sobre " Nosotros" y " Otros", sobre el " quién soy yo" y el " quiénes somos", un mecanismo que no renuncia a los pasados que nos constituyen -a esos poderosos soportes de las viejas identidades modernas que son las ideas del ser, de unidad, de coherencia, de duración, de estabilidad-, pero que los muestran como ficciones: no hay, no, una realidad original, ni un vasco puro, ni un hombre verdadero, ni un uruguayo auténtico, ni una mujer perfecta. Tampoco una modalidad única, ejemplar, de ser " hijo de".

Con la parodia, toda identidad comparece como ficción, como un trabajo de desplazamiento y modificación de los significados. Desde ella, la narrativa dominante en este campo -el del detenido-desaparecido-, narrativa que es solemne, familista y heroica, se asume, pero con una cierta distracción, indicando que los tópicos que derivan de esa normoidentidad son imprescindibles, sí, pero también parcialmente eludibles. Un hijo de padre desaparecido lo explica mientras cuenta cómo procesa su propia identidad a partir de la recogida de información sobre la historia de su padre:

[Esos datos sobre mi padre] lo construyen de la manera que pueden, pero [tengo] la permanente sensación de que es una construcción [...]. Si se quiere, todas esas cosas son como eso: hilitos de alambre que arman una estructura para que sea coincidente con lo que realmente era [...]. Para mí fue una suerte el poder armar algo que yo tengo la sensación de que no me deja en esa situación de indefensión o de fragilidad. Porque uno hace esa construcción para formar una identidad de uno (Eh).

Los rubios, la película de Albertina Carri (2003), es, a mi conocer, una de las expresiones más depuradas de esta forma de contar la catástrofe de la desaparición forzada de personas construida sobre el acatamiento paródico. La película muestra cómo el sujeto afectado por la catástrofe se hace -como todo otro sujeto, por cierto- con resortes, con mecanismos que sabe contingentes y construidos. Carri dice: «Este film trata de lo imposible de la memoria, de los fraudes que se cometen en su nombre» (2007, p. 24). No hay verdad, sí conciencia de que el empeño de alcanzarla es tan ineludible como imposible: «La película se funda en esa imposibilidad de la reconstrucción documental en términos de verdad» (p. 112). «Soy construcción, pero eso soy. Y sin escape», parece decir Carri; y al proponer esa escenificación reflexiva de lo que la hace, muestra el carácter construido, frágil, precario, de su identidad y se apropia de los relatos dominantes en el campo del detenido-desaparecido -serios, políticos, trascendentes...- desde eso que Albert Piette llama «acción distraída» (1993), esto es, de manera tal que pone en evidencia que los tópicos que derivan de las lecturas más normativas de la identidad son imprescindibles, sí, pero -como decía más arriba- también parcialmente eludibles.

Así es: el hijo comete desacato, pero no se escapa de los mandatos que le impone su pertenencia a algunos linajes y su dependencia de algunas leyes. Tampoco eso impide, ni mucho menos, que constituya grupos estructurados por una cierta bastardía compartida. Son extraños esos agrupamientos: grupos de " huerfanitos", grupos de " bastardos contentos", " hijos sin padres", " hijos de abuelas"... Son todos nombres, por inapropiados, llamativamente apropiados para estos sujetos, nombres fuertemente paródicos en cualquier caso. En todo caso, a través del acatamiento paródico, el núcleo duro de la identidad no es en absoluto destruido, pero sí marcado como arbitrario, como una convención -«Lo normal, lo original, resulta ser una copia» (Butler, 2001, p. 170)-. Queda señalado como algo de lo que quizás no se pueda escapar pero de lo que cabe, sí, reírse. Así, los productos propios de estas nuevas narrativas (Bruzzone, 2008; Carri, 2003; Prividera, 2007; incluso Gatti, 2008) indican: (1) que solo se puede ser en las convenciones y en su repetición; y (2) que cabe ser en las convenciones al mismo tiempo que uno se distancia de ellas. Bruzonne, de nuevo, nos ayuda a pensar esta tensión entre el destino y el distanciamiento del mismo afirmando:

Los que pertenecen a mi generación -y más si somos hijos de desaparecidos- tenemos esta cuestión de repetir un discurso que parece ya cristalizado, que es el de los derechos humanos y la búsqueda de verdad y justicia y demás [...]. Sin embargo, hay una serie de características que tienen que ver con la formación precisamente de esta generación por fuera de estos discursos y que tiene que ver con la formación de nuestra generación en la realidad, que es la realidad de los noventa mayoritariamente, que choca con esto (Méndez, 2009).

Un sociólogo español, Ramón Ramos, propone una figura teórica para pensar los límites y los potenciales de la acción social, el homo tragicus (1999). La intención de Ramos es esquivar tanto la ficción de que somos actores hipersocializados, dependientes de la estructura, meros repetidores idiotas de códigos prescritos, «lector[es] disciplinado[s] de códigos omniabarcantes» (p. 236), como aquella otra que nos muestra como individuos creadores e independientes, únicos, agentes hiposocializados, puro cálculo, razón, imaginación disparada. Entre plegarse a la estructura y la novedad creativa, está el homo tragicus, sujeto agarrado por las figuraciones en las que habita, que determinan su guión, con arreglo al cual actúa y, al tiempo capaz de conceder un margen de maniobra amplio al personaje que ese guión le prescribe. Como los héroes de las viejas tragedias, el homo tragicus se muestra prisionero de un guión que asume, de un destino...

Después de esto... lo que me pasó es que entendí que uno no tiene dominio sobre su propia vida [...]. Me da la sensación de que uno hace cosas porque esas cosas las tenés que hacer. Hay un destino que es este y vas por ahí, y uno en el camino cree que va haciendo cosas [...] porque las tenías que hacer [...] (Eh).

Siento que la historia de mi país tiene que ver mucho con mi historia. Lo que a mí me pasó no es un hecho aislado, no es una tragedia personal, no es algo azaroso, lo que me haya pasado (Eh).

...pero de un destino que, en su acción, apuesta por estirar, por modificar, del que se apropia:

Asumo eso como mi historia y al mismo tiempo juego con ello y me distanci[o] un poco, sé que es mi destino pero al mismo tiempo intento mostrar que ese guión quiero cambiarlo un poco (Eh).

Tómese en serio la parodia. Es una de las formas más complejas a través de las que la víctima toma la palabra. Aunque sea palabra rara.


Pie de Página

4Lo esencial de estos esfuerzos y de sus condiciones de posibilidad aparece analizado en un libro (Gatti, 2008) que recoge el producto de las investigaciones en las que se basa este trabajo. El mismo da cuenta de los resultados de varios proyectos realizados entre 2005 y 2008 en Argentina y Uruguay, financiados por los planes de movilidad de la Universidad del País Vasco y del Gobierno Vasco. Las citas del trabajo de campo que sustentó estos proyectos refieren solo a algunos de los agentes entrevistados: ex detenidos-desaparecidos (Eex) e hijos de detenidos-desaparecidos (Eh).
5En materia de sociología y antropología de la violencia, hay un trabajo profundo en la obra de Veena Das (2008) sobre el concepto de acontecimiento. Aunque la definición no coincide con la que aporto aquí, merece la pena dar cuenta de ella: «Eventos que instituyen una nueva modalidad de acción histórica que no estaba inscrita en el inventario de esa situación» (Das, 2008, p. 28. Del prólogo de F. A. Ortega). En castellano, Ortega (2008), trabaja sobre el concepto de acontecimiento en Das y lo vincula con una lectura sugerente del de " trauma social". Así, propone, «un acontecimiento traumático no se define tanto por el final del consenso social, ni por la destrucción de la comunidad, sino por la desaparición de criterios» (Das, 2008, p. 44. Del prólogo de F. A. Ortega). Esto es, no solo por la ruptura de los consensos normativos y la imposibilidad de que sean sustituidos, sino por la instalación de la vida social en un contexto en el que esa falta constituye normalidad.
6Formulo el concepto apoyándome en las ideas de catástrofe lingüística y psíquica. La primera puede entenderse, con George Steiner y Alvin Rosenfeld, en los términos de los efectos que los fenómenos límite producen en el lenguaje cuando su capacidad de representación se ve superada. Así Auschwitz, que para Steiner somete al lenguaje a crisis de tal profundidad que «está fuera del lenguaje» (1982), constituyendo para Rosenfeld un verdadero «lingüicidio», un caso de «muerte del lenguaje» (en Grierson, 1999). A la segunda nos podemos acercar desde el trabajo de René Kaes, para el que «una catástrofe psíquica se produce cuando las modalidades habituales empleadas para tratar la negatividad inherente a la experiencia traumática se muestran insuficientes, especialmente cuando no pueden ser utilizadas por el sujeto debido a cualidades particulares de la relación entre realidad traumática interna y medio ambiente» (1991, p, 98). Es decir: comparece cuando una situación no puede ser entendida desde los mecanismos de comprensión de la estructura que esa situación desbarata.
7Gómez Mango, apoyándose en Arendt, propone incluir al desaparecido en la nómina de los desolados de la existencia: precarios, clandestinos, sin papeles, refugiados, parias...: «La noción de desolación [...] me parece la que mejor se presta para describir y comprender el sufrimiento psíquico de estos parias de la modernidad» (2006, p. 101), una «experiencia íntima de sentirse radicalmente expulsado de lo humano» (2006, p. 8).
8nn designa las tumbas de desconocidos o las fosas comunes. Significa nomen nescio («desconozco el nombre») aunque, por error de traducción, que no de semántica, se traduce por «Ningún Nombre» o «No Name». En los ochenta en Argentina aparecieron numerosos esqueletos en tumbas nn de cementerios públicos que fueron identificados como de personas desaparecidas.
9La Gorgona es la deidad griega que tiene el poder de hacer morir a quien la mire. Dice Levi: «No somos nosotros, los supervivientes, los verdaderos testigos [...]. Los que hemos sobrevivido somos una minoría anómala [...]: somos aquellos que por sus prevaricaciones, o su habilidad o su suerte, no han tocado fondo. Quien lo ha hecho, quien ha visto a la Gorgona, no ha vuelto para contarlo o ha vuelto mudo; son ellos, los 'musulmanes', los hundidos, los testigos integrales [...]. Ellos son la regla, nosotros la excepción» (1989, pp. 72-73). Las cursivas son mías.
10Un primer acercamiento a lo que se apunta en este epígrafe puede encontrarse en Gatti (2010).
11Cita a Rancière, La mésentente, Galilée (1995).
12En Gatti (2008) recojo algunas de las que toman forma en el arte, o entre algunos profesionales -arqueólogos, juristas, archiveros o psicólogos, por ejemplo-, que trabajan para dar con registros para representar lo irrepresentable sin violentar su condición irrepresentable.


Referencias

Agamben, G. (1998). Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida. Valencia: Pre-Textos.        [ Links ]

Agamben, G. (2002). El archivo y el testigo. Homo sacer iii. Valencia: Pre-Textos.        [ Links ]

Agier, M. (2008). Gérer les indésirables. Des camps des réfugiés au gouvernement humanitaire. París: Flammarion.        [ Links ]

Bauman, Z. (1997a). Legisladores e intérpretes. Sobre la modernidad, la posmodernidad y los intelectuales. Buenos Aires: Universidad Nacional de Quilmes.        [ Links ]

Bauman, Z. (1997b). Modernidad y holocausto. Toledo: Sequitur.         [ Links ]

Béjar, H. (1988). El ámbito íntimo. Madrid: Alianza.        [ Links ]

Blengino, V. (2005). La zanja de la Patagonia. Los nuevos conquistadores: militares, científicos, sacerdotes y escritores. Buenos Aires: fce.        [ Links ]

Bruzzone, F. (2008). Los topos. Buenos Aires: Mondadori.        [ Links ]

Butler, J. (2001). El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad. México D.F.: unam.        [ Links ]

Butler, J. (2002). Cuerpos que importan. Buenos Aires: Paidós.        [ Links ]

Calveiro, P. (2004). Poder y desaparición. Los campos de concentración en Argentina. Buenos Aires: Colihue.         [ Links ]

Carri, A. (2003). Los rubios, película. Buenos Aires: Barry Elsworth.        [ Links ]

Carri, A. (2007). Los rubios. Cartografía de una película. Festival de Cine Independiente de Buenos Aires, Buenos Aires.        [ Links ]

CONADEP. (1987). Nunca Más. Buenos Aires: eudeba.        [ Links ]

Das, V. (2008). Sujetos del dolor, agentes de dignidad. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia-Pontificia Universidad Javeriana.        [ Links ]

Donzelot, J. (1984). L'invention du social. Essai sur le déclin des passions politiques. París: Fayard.        [ Links ]

Elias, N. (1988), El proceso de la civilización: investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas. México d.f.: fce.        [ Links ]

Elias, N. (1990). La sociedad de los individuos. Barcelona: Península.        [ Links ]

Foucault, M. (1990). Tecnologías del yo. Barcelona: Paidós.        [ Links ]

Foucault, M. (2006). Seguridad, territorio, población. Buenos Aires: fce.        [ Links ]

Gatti, G. (2007). Identidades débiles. Una propuesta teórica aplicada al estudio de la identidad en el País Vasco. Madrid: cis.        [ Links ]

Gatti, G. (2008). El detenido-desaparecido. Narrativas posibles para una catástrofe de la identidad. Montevideo: Trilce.        [ Links ]

Gatti, G. (2010). Comunidades precarias en los universos sociales del detenido desaparecido: los 'hijos de', vástagos bastardos traicionando progenies, huérfanos paródicos consumiendo Historia. En P. de Marinis, G. Gatti & I. Irazuzta (Eds.), La comunidad como pretexto. En torno al (re)surgimiento de las solidaridades comunitarias. Barcelona: Anthropos.        [ Links ]

Gómez Mango, E. (2004). El llamado de los desaparecidos. Sobre la poesía de Juan Gelman. Montevideo: Cal y Canto.        [ Links ]

Gómez Mango, E. (2006). La desolación. De la barbarie en la sociedad contemporánea. Montevideo: Ediciones de la Banda Oriental         [ Links ]

Grierson, K. (1999). Indicible et incompréhensible dans le récit de déportation. La Licorne, 51.        [ Links ]

Kaes, R. (1991). Rupturas catastróficas y trabajo de la memoria. En J. Puget & R. Kaes (Eds.), Violencia de Estado y psicoanálisis. Buenos Aires: Centro Editor de América Latina.         [ Links ]

Kaufmann, L. Guilhaumou, J. (2003). Présentation. Raisons Pratiques, 14.        [ Links ]

Levi, P. (1989). Los hundidos y los salvados. Madrid: Muchnik.         [ Links ]

Lewkowicz, I. (2004). Pensar sin Estado. La subjetividad en la era de la fluidez. Buenos Aires: Paidós.         [ Links ]

Lewkowicz, I. et al. (2003). Del fragmento a la situación. Notas sobre la subjetividad contemporánea. Buenos Aires: Altamira.         [ Links ]

Méndez, M. (2009). Félix Bruzzone cuenta su libro, Los topos Disponible en: http://www.cuentomilibro.com/entrevista.asp?id=73        [ Links ]

Ortega, F. A. (2008). Violencia social e historia: el nivel del acontecimiento. Universitas Humanística, 66.        [ Links ]

Piette, A. (1993). Implication paradoxale, mode mineur et religiosités séculières. Archives Sciences Sociales des Religions, 81.        [ Links ]

Prividera, N. (2007). M, film. Buenos Aires: Trivial.        [ Links ]

Rama, A. (1998). La ciudad letrada. Montevideo: Arca.        [ Links ]

Ramos, R. (1999). La sociología de émile Durkheim. Patología social, tiempo, religión. Madrid: cis.        [ Links ]

Sarlo, B. (2005). Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo. Una discusión. Buenos Aires: Siglo xxi.        [ Links ]

Steiner, G. (1982). Lenguaje y silencio. Barcelona: Gedisa.        [ Links ]

Sucasas, A. (2002). Primo Levi: el nacimiento del testigo. En Reyes Mate (Ed.), La filosofía después del Holocausto. Barcelona: Riopiedras.        [ Links ]

Vezzetti, H. (2002). Pasado y presente. Guerra, dictadura y sociedad en la Argentina. Buenos Aires: Siglo xxi.        [ Links ]

Creative Commons License Todo el contenido de esta revista, excepto dónde está identificado, está bajo una Licencia Creative Commons