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Signo y Pensamiento

Print version ISSN 0120-4823

Signo pensam. vol.29 no.56 Bogotá Jan./June 2010

 

El Ulises criollo y el destino manifiesto: la dialéctica del doble continente americano en América Latina y Norteamérica

Ulysses in the New World and the Belief in Manifest Destiny; Dialectics of a Two-fold Continent: Latin America and North America.

 

CONSTANTIN VON BARLOEWEN*

* Constantin von Barloewen. Alemán y argentino. Antropólogo y pensador sobre civilización y cultura contemporánea, es profesor emérito de la Universidad de Harvard y la Universidad de Berlín. Actualmente es profesor de antropología comparada y miembro del Comité Asesor para Estudios Internacionales en la Universidad de Harvard. Es también fundador y director del proyecto de investigación sobre cultura y modernidad, de la Comisión Europea, las Naciones Unidas, las Fundaciones Thyssen y Willy Brandt y el Banco Mundial, entre otros. Fue miembro de la Comisión Mundial sobre la Cultura y el Desarrollo de UNESCO. Entre sus publicaciones recientes están: L'Anthropologie de la Mondialisation (Editions des Syrtes, 2001) y El libro de los saberes (Siruela, 2008).

Recibido: Septiembre 9 de 2009 Aceptado: Octubre 9 de 2009

Submission date: September 30th, 2009 Acceptance date: October 30th, 2009


A comienzos del siglo xxi no se puede seguir pensando el concepto de "modernidad" como un modelo de desarrollo único y monolítico que sigue patrones claramente occidentales. Reconocer en el mundo actual una gran diversidad cultural y una pluralidad de pensamiento, obliga a pensar ya no en una modernidad, sino en múltiples modernidades: cada una de ellas respondiendo a condiciones de tradiciones y culturas específicas. Este artículo explora la producción intelectual y académica que ha generado América a través de su historia. A partir del análisis de líneas antropológicas y de pensamiento intelectual, compara dos conceptos radicalmente distintos de modernidad y desarrollo. Uno en América Latina, que aún hoy puede ser llamado teocéntrico, y otro en Norteamérica que, más influenciado por el modelo europeo, es antropocéntrico.

Palabras Clave: Modernidad. Pluralidad. América Latina. Norteamérica. Antropología. Cultura.

Descriptores: América Latina - Vida intelectual. Norteamérica - Vida intelectual. Antropología cultural. Multiculturalismo. Interdisciplinariedad.


On the eve of the 21st century, it is not possible to continue understanding the concept of "modernity" as a single monolithic development model clearly following Western patterns. Acknowledging extended cultural diversity and plurality of thought in the modern world makes us think of not only one but multiple 'modernities', each one of them being a response to different yet specific traditions and cultures.

This article explores the intellectual and academic production in the three Americas throughout their history. By examining anthropological and other intellectual lines of thought, two radically different concepts of modernity and development are compared: one in Latin America, which still today can be called teocentric, and another in North America, that influenced by European models, is anthropocentric.

Keywords: Modernity, plurality, Latin America, North America, anthropology, culture.

Search tags:Latin América - Intellectual life. North america - Intellectual life. Anthropology, cultural. Cultural pluralism. Interdisciplinary.


Origen del artículo

Este artículo, escrito especialmente para signo y Pensamiento, surge de una reflexión del autor sobre la producción del pensamiento intelectual y académico que responde, desde el campo de la cultura, a las preguntas que planteó la convocatoria y la temática del número actual de la revista. El artículo fue publicado en el número 12 de la Revista académica fisec, en octubre de 2009.

1

¿Nos encontramos hoy en día, en nuestra civilización planetaria, ante una "modernidad" o, más bien, ante "múltiples modernidades"? Es decir, ¿ante numerosas modernidades en Asia, en la tradición islámica, en África e incluso en el doble continente americano, que dependen a su vez de las distintas condiciones históricas, culturales y religiosas?

¿Puede haber modernización sin occiden-talización? Después de la Segunda Guerra Mundial, la Organización de las Naciones Unidas contaba con la representación de unos cincuenta estados; hoy por hoy, el número alcanza casi los doscientos. Al mismo tiempo, hay en el mundo miles de tradiciones culturales. Allí suelen ubicarse las raíces de los conflictos.

¿No debemos acaso aproximarnos a conceptos como "progreso" o "dignidad", en la medida en que son la condición antropológica de los derechos humanos, desde la pluralidad de las culturas? Se plantea, entonces, el problema de la relatividad y la universalidad.

¿Qué es realmente lo moderno? ¿Puede haber una modernidad confuciana, hindú o budista? ¿Una norteamericana y otra latinoamericana? ¿En qué se diferencian estas modernidades de la modernidad occidental? ¿Se encuentra el islam realmente ante la disyuntiva entre la Meca y la mecanización? ¿Cuál es la relación entre modernidad y tradición? ¿Cómo formular la compatibilidad entre tecnología y cultura, el gran desafío de nuestros tiempos? La cultura es mucho más que folclor. Es, en últimas, una expresión y un factor de la realpolitik. La tecnología tampoco es neutra. Debe ser aculturada y adaptada a las tradiciones religiosas y culturales; de otra manera, amenaza con arrasar a la humanidad.

La razón occidental constituye sólo una porción menor del mundo. No existe una razón universal, sino una pluralidad de lógicas de pensamiento y del accionar; no existe una cultura mundial monolítica, sino una diversidad de culturas mundiales como marca distintiva de la civilización planetaria a comienzos del siglo XXI.

Por medio del ejemplo del doble continente americano se quiere discutir aquí cómo se diferencian de manera radical las constantes antropológicas y de la historia intelectual de América Latina y Norteamérica. Es más, se quiere señalar cómo divergen hasta el punto de proponer conceptos totalmente diferentes de modernidad y desarrollo, lo cual es, a su vez, señal de la existencia de múltiples modernidades.

2

Los malentendidos entre las dos Américas remiten a sus diferentes procesos histórico-culturales. Algo que las separa es la convicción de los norteamericanos de ser los representantes exclusivos de la modernidad. Pero la densidad de las imágenes y de las sospechas que se proyectan mutuamente se percibe más claramente cuando se tiene en cuenta que no estamos ante una sola modernidad, sino ante una multitud de modernidades, conformadas por las condiciones históricas, religiosas e intelectuales de cada cultura. En ese sentido, tampoco se trata ya de establecer cuál cultura es "mejor", sino de comprender cada cultura para entender su condición en el presente. Las ventajas de este procedimiento se pueden demostrar en el caso de Norte y Sur América.

Una obra clave para la memoria colectiva latinoamericana es Ariel, de José Enrique Rodó, publicada en Uruguay en 1900, pues registra los desencuentros entre las dos Américas, la dialéctica del doble continente americano. Es una obra en la que figuran los héroes y los ancestros del hombre americano, se anuncia el fin de los tiempos y se advierte contra un mundo materialista y altamente tecnificado de corte norteamericano. Ariel trata de la última lección de Próspero, el maestro, quien, como Platón ante la juventud ateniense, se despide de sus discípulos al finalizar el año. Rodó adoptó las metáforas de Ernest Renan y Jean Marie Guyau como modelo, pero el simbolismo proviene de La tempestad, la última obra de Shakespeare.

Ariel es la encarnación del idealismo, que se equipara aquí a la cultura latinoamericana, mientras que Próspero confronta a Calibán, quien representa el materialismo norteamericano. Rodó sitúa en la cumbre de la escala de valores latinoamericanos el arte, el reconocimiento de lo bello, el discurso sin propósito concreto, el ideal de la verdad, una visión de mundo intuitiva y marcada por el sentimiento, que se opone al utilitarismo y la mentalidad práctica, incluso en cuestiones tecnológicas y científicas.

Esta imagen de la civilización es, efectivamente, todo lo contrario de la que se proyecta en la historia de la cultura norteamericana, la cual, desde la inserción de la civilización blanca en el siglo xvii, ha estado marcada por un fundamento empírico, analítico, racionalista, lógico y, en ocasiones, utilitarista. El pensamiento pragmático de William James o de John Dewey tiene como punto de partida la noción de que el ser humano, en todo momento, puede mejorar su situación. Sin embargo, si fracasa, debe asumir la responsabilidad y no puede pasarle la culpa a un dios o a otra instancia trascendental, como sucede en la cultura latinoamericana.

La cultura norteamericana se concibe como una tierra prometida. Así, en el siglo xix se acuñó el concepto de manifest destiny (destino manifiesto), mientras la herencia puritana hablaba de una Nueva Jerusalén y de la "ciudad en la colina". Por otro lado, la fascinación por la cuantificación, las cifras monumentales, batir récords —algo que no existe en la cultura latinoamericana— se manifiesta como fuente de energía vital. La mala suerte no se acepta en la cultura norteamericana como una fatalidad; la noción de que el ser humano se ennoblece y dignifica por medio de la tragedia es propiamente latinoamericana.

A esto se le suma la idea norteamericana del self reliance, de la autosuficiencia, la cual atraviesa incluso las comunidades utópicas de Robert Owens o el Brook Farm (la granja experimental decimonónica en Massachusetts) y el concepto de naturaleza de los filósofos "trascendentalistas", como Emerson y Thoreau, muy a diferencia de lo que se encuentra en América Latina, donde "trascendencia" se aproxima efectivamente al más allá, a lo que se aparta de lo mundano. Una mirada a la economía y al dinamismo de su desarrollo indica que el pensamiento pragmático brinda condiciones considerablemente más favorables para impulsar la industrialización que la postura metafísica-trascendental de la escolástica que impregna a la cultura latinoamericana desde el siglo XVI.

De la misma manera, el darwinismo social, que gozó de mucha popularidad en Norteamérica —baste mencionar a Herbert Spencer y su discípulo John Fiske en el siglo XIX—, no tiene un equivalente en América Latina. Éste se fundamentaba en la noción de que tanto la naturaleza como la historia aportaban a la evolución del hombre. América del Norte descubrió en la ciencia un método para explotar la naturaleza física. La virtud de la humildad se correspondía con la noción calvinista del éxito económico en el reino de este mundo, como una promesa de la gratificación en el más allá.

El énfasis en la idea de que el ser humano logra lo que se propone, en la propiedad, en el derecho del hombre a los frutos de su trabajo, cristalizó en la visión de John Locke del individualismo posesivo. También, las concepciones morales puritanas se veían a sí mismas como lógicamente unidas con las leyes de la naturaleza, la búsqueda de la felicidad y los derechos civiles.

La noción de Benjamin Franklin de la "sabiduría práctica" ya había sido anticipada por el teólogo Cotton Mather. La filosofía de la Declaración de Independencia, tal como la formulara Thomas Jefferson, forma parte de la concepción de mundo, de la misma manera que el derecho consuetudinario, las enseñanzas de Edward Cooke, los escritos políticos de Sidney y de Milton, la tradición de la Magna Carta y los sermones del predicador Charles Chauncy. Todo esto produjo una impresionante compenetración entre la filosofía y la constitución. Incluso pensadores norteamericanos como Josiah Royce o Santayana, que suelen considerarse idealistas, se concentraban en el hopeful action (el actuar esperanzador).

La experiencia colectiva de la frontera tuvo una significación fundamental en el desarrollo de Norteamérica. Había sido la frontera de la civilización blanca en el continente a lo largo de tres siglos y había condicionado toda la vida social, económica y jurídica de Norteamérica. La conciencia de la frontier no tiene equivalente en América Latina, donde durante siglos los asentamientos se dieron en las costas, pero no hubo asentamientos en las praderas. Norteamérica se caracterizó por el movimiento hacia el Oeste, un movimiento que arrastró consigo tanto la democracia como el ascenso del common man (el hombre del común), lo cual en América Latina tampoco se dio jamás. Incluso hoy en día abruma la carencia de una amplia clase media, con fatales consecuencias para la economía, el Estado y la sociedad.

Es decir, el éxito económico de los Estados Unidos tiene raíces espirituales. La "acción" se convirtió en la clave de la existencia del individuo. Allí el saber busca la aplicación práctica, el pensamiento se orienta hacia metas y finalidades, y los obstáculos están ahí para ser vencidos. La cultura norteamericana es antropo-céntrica. Reconoce al ser humano mismo como la justificación última; está orientada hacia el logro de éxitos instrumentales en el marco de una visión funcional del mundo. La cultura latinoamericana, por el contrario, es tradicional y, en el fondo, hasta el día de hoy, teocéntrica. Gira alrededor de nociones acerca de lo sobrenatural, a partir de las cuales obtiene el ser humano su justificación. La explotación de la naturaleza se considera en América Latina todavía como un atentado contra la Creación. La perspectiva teocéntrica se pregunta mucho menos por lo que un ser humano logra o representa en la Tierra, y mucho más por lo que siente y lo que "es".

Esto es lo opuesto de la noción norteamericana de progreso y dominio sobre la naturaleza. La cultura tradicional latinoamericana interpreta un fracaso no como una falla propia, sino como una cosa de la divina Providencia. No se evalúa tan sólo el resultado de una acción, sino que también se aprecia el esfuerzo. Es obvio que esta actitud es difícilmente conciliable con el pragmatismo de una pujante nación industrial.

No existe una razón universal, sino una pluralidad de lógicas de pensamiento y del accionar; no existe una cultura mundial monolítica, sino una diversidad de culturas mundiales como marca distintiva de la civilización planetaria a comienzos del siglo XXI.

Alexander von Humboldt describió con asombro ese catolicismo de la escolástica que sufrió de manera tan radical la ruptura entre el Medioevo y la modernidad, entre la fe y la razón, como lo hizo la Alemania de la Reforma, la Inglaterra de Cromwell o la Francia de Descartes y las revoluciones. Hasta el día de hoy resuena en el ámbito cultural luso-hispano algo del pensamiento unitario, aquella identidad que se estableció entre la fe religiosa y la administración del Estado en los siglos de duración de la Colonia, y de la cual todavía no se ha librado del todo América Latina.

En la visión norteamericana, el futuro se comprende de manera teleológica: aparece necesariamente como algo mejor, pues se encuentra más cerca de la redención divina que el presente. La imagen fundamental de la cultura católica, en cambio, es el pasado, el tiempo antes de todos los tiempos, cuando aún existía una armonía entre los cielos y la tierra. Así, se sitúa la "realidad real" de la cultura norteamericana, impregnada de calvinismo, frente a la "realidad utópica" de América Latina. No es por casualidad que el escritor Alejo Carpentier hablara en El reino de este mundo de una realidad latinoamericana especial, de una realidad maravillosa, aquella que Miguel Ángel Asturias luego complementara con el concepto de "realismo mágico". Su punto de partida es una "realidad" que se vive como "irracional", que se encuentra en contradicción con la "comprensión racional" de la realidad circundante.

3

La colonización de América Latina se llevó a cabo bajo el signo de la monarquía católica universal. La tónica contemplativa de la percepción del tiempo buscaba la eternidad, la cual todavía podía manifestarse en cualquier instante. A esto, por otra parte, le subyacía un sentimiento panteísta. Es el discurso de un tiempo sin finalidad el que funda la ontología propia de la cultura tradicional en América Latina. A esto se le suma que América Latina estuvo durante siglos bajo la influencia de pensadores escolásticos, como los españoles Molina, Vitoria o Suárez. La escolástica no era tan sólo una filosofía, sino una forma de pensar asentada en el Estado y la sociedad, que atravesaba hasta las ramificaciones más remotas de todos los aspectos de la vida.

En resumidas cuentas, el carácter exploratorio de la ciencia, que caracterizó al Renacimiento y también tuvo efectos en Norteamérica, no alcanzó un rango comparable en América Latina.

Igualmente, el positivismo del siglo xix resultó ser un fenómeno pasajero entre el Río Grande y la Patagonia. No logró enraizarse, y desapareció nuevamente a finales de ese mismo siglo. De ahí surge la tensión con la modernidad occidental, que se vive de hecho hasta el presente. Según Carlos Fuentes, la cultura latinoamericana está escindida: entre la nostalgia por el "buen salvaje" en un extremo, y la añoranza escatoló-gica de la revuelta, en el otro; entre un excesivo individualismo y una forma apocalíptica del colectivismo. Y no es el único en proponer esta visión. El antropólogo brasileño Gilberto Freyre observa que ya desde la época colonial había un prejuicio contra el supuestamente "poco aristocrático mundo de los negocios", y el origen y el prestigio social ocupaban un lugar más elevado en la escala de valores que el simple éxito material. También para el poeta y ensayista Octavio Paz, América Latina tiene una relación escindida con la realidad de la modernidad.

Paz señala que las culturas precolombinas se caracterizaban por una idea mítica del tiempo originario; es decir, por una visión de la naturaleza que incluso hoy en día se encuentra en absoluta contradicción con la tecnología norteamericana. El hombre se encontraba unido a la naturaleza, porque se veía a sí mismo como parte de ella. Esto se veía representado en el reino sagrado de Pacha Mama y su visión mágica-universal de la tierra y el cosmos. Al ser humano se le había honrado con el don de la naturaleza, la cual no debía ser sometida ni explotada.

La noción de que el ser humano se ennoblece y dignifica por medio de la tragedia es propiamente latinoamericana.

En la visión de mundo mágica que caracterizaba a las altas culturas maya, azteca e inca, cada acontecer dependía de un principio rector del devenir total del mundo. También en la mística española de la época del Descubrimiento regía la noción de la integración del individuo a lo divino y universal, de la unión del más acá y el más allá. Alexander von Humboldt describe con asombro cómo la Iglesia en el Perú colocaba sus cruces, como ejemplo del mundo sobrenatural, al lado de las piedras simbólicas indígenas que se encontraban en los caminos. El monje era consciente de que el universalismo del catolicismo hispánico no se encontraba tan alejado del concepto de lo total de las altas culturas indígenas. Tanto el monje como el indio tenían una visión más especulativa que estrictamente racional del mundo, que se diferenciaba claramente del protestantismo empiricista de los peregrinos que se asentaron entre Virginia y la Nueva Inglaterra. La vida no era tanto una plataforma hacia la acción como una posibilidad del ser.

Por esta razón, las poblaciones indígenas experimentaron la industrialización, la urbanización y la tecnología como una amenaza a su identidad cultural, y esto rige aun hoy en día. Los paralelismos con el mundo islámico son evidentes. En la cultura tradicional latinoamericana no existe una visión unidimensional y lineal del progreso en el sentido occidental.

El atraso tecnológico de América Latina se explica a partir de la carencia de una tradición científica propia. Los conceptos de progreso, futuro y eficiencia adoptaron en América Latina un carácter distinto al que asumieron en Norteamérica, marcada por el "ascetismo interior" del calvinismo. Los efectos de esto se sienten incluso en el siglo xx, como se ve en el menor éxito que tuvo la gran iniciativa económica de la 'Alianza para el Progreso', cuando se le compara, por ejemplo, con el Plan Marshall, en Europa, después de 1945.

El monje era consciente de que el universalismo del catolicismo hispánico no se encontraba tan alejado del concepto de lo total de las altas culturas indígenas.

Hasta el día de hoy, América Latina se encuentra en conflicto con la modernidad. No hay una interacción sinergética entre la cultura, la economía y el orden político democrático. Se puede decir que lo que hay es, ante todo, una modernidad "prestada". El caudillismo, el culto al hombre fuerte, marcó la cultura política latinoamericana incluso después de las revoluciones del siglo xix, las cuales nunca fueron revoluciones democráticas burguesas, como lo fueron en Europa o Norteamérica. Montesquieu o los Federalist Papers de Thomas Jefferson, que constituyen los fundamentos de las revoluciones europea y norteamericana, fueron leídos cuidadosamente en América Latina, pero su aplicación fue, a lo sumo, una fachada.

Aun después de las revoluciones en el siglo xix, el poder económico y político quedó en manos de la oligarquía local y las élites militares. Además, América Latina se vio afectada por la caída del imperio español, el cual representaba la última encarnación del pensamiento medieval. Incluso en pleno Renacimiento, España luchó con ahínco por prolongar el Medioevo, al contrario del resto Europa, donde ya se estaban sentando las bases de las revoluciones industrial y científica. El individualismo autocentrado, el personalismo, penetró en América Latina a niveles rayanos con la anarquía social.

4

La propia identidad cultural y, con ella, la misma identidad humana, se siente amenazada por la homogeneización técnica del mundo. Éste no puede verse apenas como un sentimiento anticuado, como se suele insinuar algunas veces, sino que puede ser el producto de la comprensión de que la diversidad cultural es un recurso de supervivencia, al que no se debe renunciar tan fácilmente. La riqueza de la evolución humana radica en la diversidad de las culturas y no en la uniformidad de la civilización industrial mundial, que siempre se corresponde con una uniformidad del pensamiento.

5

América Latina se ha convertido sorpresivamente en un taller político de la civilización mundial. Con la llegada de cada vez más gobiernos de izquierda al poder, el último de ellos, el del antiguo obispo Fernando Lugo, en Paraguay, se hace evidente que el continente busca nuevas respuestas a los desafíos de la globalización; es decir, respuestas que no sean ni adoptar el régimen comunista-capitalista de China ni entregarse al concepto occidental de progreso como en India. Los nuevos movimientos políticos latinoamericanos han sido tratados por algunos críticos como un anacronismo, pero otros los han recibido como una señal de esperanza para superar la sociedad capitalista mundial.

Por lo menos suscitan que se plantee seriamente la pregunta sobre las posibles alternativas al neoliberalismo. Una porción de esta nueva izquierda es pragmática, realista y moderna, como Lula en Brasil, Michelle Bachelet en Chile, Tabaré Vázquez en Uruguay y Alan García en Perú. La otra izquierda tiende hacia la retórica populista, como en Venezuela, México, Bolivia, Ecuador o Cuba. La izquierda democrático-pragmática respeta el libre mercado; la populista es, básicamente, antiliberal.

Sin embargo, ninguna de las dos tendencias puede comprenderse si no se tiene en cuenta la historia cultural y religiosa del continente, si no se contempla la lógica del pensamiento y de la actuación, que diverge considerablemente de la occidental y, en especial, de la norteamericana.

Se entiende así que las condiciones histórico-ideológicas sentaban unas bases muy diferentes para la modernidad en América Latina y en Norteamérica. Pero América Latina tuvo que pagar caro todos los intentos por sustraerse al imperativo lógico-racional de la modernidad occidental, al padecer inestabilidad económica y política. El hombre de matiz norteamericana, orgulloso del conocimiento, tomó las prerrogativas del creador. No era ya un emisario de la voluntad divina y portador de la imagen de Dios. Era, ciertamente, más pequeño que Dios, pero más grande que cualquier otra criatura; y comenzó así su imparable ascenso tecnológico. Se eliminaron las fuerzas mágico-míticas y, en su lugar, se instaló el fenómeno extraordinario de la técnica.

En la tradición latinoamericana, en cambio, el hombre se siente como un retoño de las culturas vencidas, desarraigado de los mitos arcaicos, arrojado a un mundo sin dioses, a un océano sin luz, perdido en la noche. La realidad de la modernidad ocurrió con una violencia brutal. De ahí el sentimiento de pérdida del lugar, tanto en sentido geográfico como espiritual, la sensación de no tener un hogar, de estar fuera de lugar, y la angustia ante el "herodismo" (Toynbee); es decir, esa sensación de extrañamiento ante las propias culturas originarias, como la que sentía Herodes, quien vivía en Palestina, pero se encontraba culturalmente atraído hacia Roma.

Sólo cuando se entiende otra cultura puede realmente comprenderse la lógica del pensamiento y de las actuaciones de otro Estado. Pues sus ciudadanos no son sólo sujetos del Estado, sino, también, miembros de culturas y religiones. Los malentendidos en las relaciones con el Tercer Mundo, de la misma manera que las autopercepciones erradas en el seno del Primer Mundo, son, con frecuencia, un producto del hecho de que rara vez la cultura heredada se encuentra en consonancia con la racionalidad universal, tal como lo exige la civilización técnica.

Todas las tradiciones culturales parecen contradecirse de manera peculiar con la modernidad. La reconciliación entre las culturas nativas, algunas todavía parcialmente autóctonas, y la cultura industrial se quedó como un sueño irrealizado. En América Latina, según el historiador Fernand Braudel, se produce una huída de la existencia "material". Para el escritor cubano Alejo Carpen-tier, el continente entero "sufre" la modernidad. No hay más que una "modernidad prestada" con fachadas, como en un estudio cinematográfico: sin nada detrás.

Y, de hecho, en América Latina la modernidad parece como si hubiera sido impuesta artificialmente; parece, en cierto sentido, como si le faltara el concepto aristotélico del progreso, que forma parte de la tradición de la modernidad occidental. Más todavía, le falta la confianza en el progreso de las culturas tradicionales latinoamericanas, la seguridad de tener un propósito, un destino manifiesto, como el que ha tenido Norteamérica desde el siglo xix. Le falta, sobre todo, lo que otorga el protestantismo puritano con su noción de ser un pueblo elegido, de residir en la ciudad en la colina, estar tocado por la gracia y pensar desde el pragmatismo calvinista en el sentido que le atribuye Max Weber.

No se puede entender el progreso tecnológico sin tener en cuenta las correspondientes condiciones histórico-culturales. En la cultura azteca, olmeca o inca la cosmología trascendental se contradice con la tecnología moderna occidental. No más la noción secular de la historia que se formó en Europa desde el Renacimiento, con su centro en una noción del mundo basada en las ciencias físicas y naturales, no tuvo su correspondiente ni en la cultura colonial católica de América Latina ni en su legado precolombino. Esa racionalidad es cultural. Desde el punto de vista iberoamericano, la monopolización occidental del concepto de racionalidad suscita protesta y la gente la siente como una amenaza a su identidad. Las tradiciones mágico-míticas y especulativas de la cultura latinoamericana siempre han entrado en conflicto con el pensamiento empírico-analítico del Occidente europeo.

Una mirada a las primeras fundaciones de universidades sirve para demostrar esto. En 1535, cuando se fundó la Universidad de Lima, o en 1551, cuando se fundó el Colegio del Rosario en Bogotá, dominaron desde el principio la filosofía y la teología, tal vez la medicina. No así en Harvard, Yale o Princeton, donde dominaron las ciencias naturales y las matemáticas. Latinoamericana no ha desarrollado una tecnología empírico-matemática comparable con la norteamericana.

En Europa, mientras tanto, se fortalecieron en esa misma época las ciencias experimentales. En la historia de las ideas en América Latina nunca se produjo nada que correspondiera a la lógica inductiva como fundamento de toda investigación empírica ni a la teoría política de John Stuart Mill, ni al utilitarismo anglosajón. El concepto de naturaleza de las culturas indígenas era distinto: el indígena no ambicionaba dominar la naturaleza (Pacha Mama), sino servirle con reverencia. Concebía la naturaleza como protectora y fuente de la vida, sin pretender desmenuzarla analíticamente. La veía como una comunidad vital establecida entre la tierra, los animales y las plantas, dentro de un universo sagrado, que no debía aprovecharse de manera técnica. A esto se han referido con frecuencia antropólogos como Roger Bastide, Alfred Métraux y Marcel Mauss.

La cosmología de los incas no concibe el tiempo de manera teleológica, no tiene un concepto del tiempo lineal aristotélico como el de la cultura occidental, en la cual el tiempo está encaminado hacia el futuro. En la cosmología indígena es el pasado el que encarna el arquetipo, el pasado heroico, profético. El futuro, en cambio, está asociado con el apocalipsis, a diferencia de la época feliz de los orígenes, cuando el cielo y la tierra se encontraban en armonía. Aquí se traza una diferencia básica con la teología cristiana, para la cual la perfección y la eternidad se encuentran en el futuro. Sólo la diferencia en esta dimensión profunda explica los conflictos de la modernización en la economía y la sociedad de Bolivia y Ecuador, países que tienen un alto porcentaje de población indígena.

No hay una interacción sinergética entre la cultura, la economía y el orden político democrático. Se puede decir que lo que hay es, ante todo, una modernidad "prestada".

6

En la época colonial, América Latina fue, ante todo, una construcción, una creación europea. Se debe a las descripciones de Amerigo Vespucci el que se hayan tejido tantas fantasías utópicas alrededor del continente. Sin ellas, no habría sido siquiera imaginable la concepción utópica del estado de Tomás Moro. Pero Moro también se vio influenciado por la descripción que hizo Inca Garcilaso del Estado incaico, y así se dio, desde Bartolomé de las Casas hasta Vasco de Quiroga, una gran cantidad de intelectuales que le recomendaron al emperador Carlos V separar a América Latina de la civilización europea, para poner en práctica allí el modelo de Estado que planteaba Moro en su Utopía.

También hubo experiencias históricas que hicieron que América Latina dudara de Europa. Las constituciones democráticas de los nuevos estados independientes en el siglo xix escasamente pasaron de la retórica a la realidad, rara vez se veía una relación, siquiera remota, entre la Constitución y la realidad. La independencia política significó para América Latina mucho menos un triunfo del legado liberal que la desintegración política y social, causada por la disolución de la monarquía universal española.

Amplias capas de la población quedaron excluidas de las revoluciones democráticas; el poder económico quedó en manos de las oligarquías; el poder político, en manos de las élites militares. A pesar de las revoluciones democráticas, América Latina estuvo marcada durante mucho tiempo por un neofeudalismo que apenas se revistió de liberalismo burgués occidental. Bajo la máscara moderna se escondía el viejo principio autoritario del "paternalismo", un absolutismo sin monarquía, el poderío de los tribunos del pueblo, caudillos y presidentes aristócratas.

Sin embargo, siempre se dieron movimientos en dirección contraria. En ese sentido, la historia de América Latina también puede interpretarse como una metamorfosis del pensamiento utópico, cargado de un "excedente utópico", de un sueño criollo, indígena y panamericano. En 1516, el mismo año en que se publicó Utopía de Tomás Moro, el teólogo Bartolomé de las Casas declaraba que los indígenas eran genus angelicum, hombres "inocentes y sin codicia", al contrario de los europeos del Renacimiento.

A comienzos del siglo xx, pensadores como José Mariátegui (1894-1930), Haya de la Torre o el escritor peruano José María Arguedas (1911-1969) desarrollaron una utopía indígena que enlazaron con el legado intelectual del marxismo. Los indígenas de habla quechua estarían llamados a influenciar al mundo entero con un mesianismo revolucionario. El modelo no sería Lenin, sino Túpac Amaru II, cuya reencarnación se vería realizada en distintos líderes campesinos. También el héroe de la Independencia Simón Bolívar (1783-1830) soñaba con una convivencia armónica de indios, negros, mestizos y blancos bajo la custodia de los criollos. Así se formuló por primera vez la "profecía mesiánica" que adelantan, cada uno a su manera, Hugo Chávez, Lula da Silva o Rafael Correa en Ecuador, entre otras, con viajes a África o a Asia en busca de acuerdos de cooperación económica. Chávez quiere formar un bloque antinorteamericano con Irán, y Evo Morales, tras su triunfo en las elecciones, viajó primero a Pekín y no a Washington.

Existen otras fuentes del mesianismo de izquierda. El escritor, pensador y ministro mexicano José Vasconcelos (1881-1959) reclamaba en su muy leída obra La raza cósmica: misión de la raza iberoamericana, de 1925, un lugar especial para América Latina, y predicaba una ética de la liberación cuyo portador sería un Ulises criollo.

Una época de paz emanaría de América Latina hacia la humanidad entera, la "redención de todos los pueblos al final de todos los tiempos". El mismo panorama mesiánico dibujaba el dominicano Pedro Henríquez Ureña en su obra La utopía de América, también de 1925. Igualmente, a él le parecía que Norteamérica era la tierra del materialismo rampante, de la codicia y de la falta de libertad. Ureña postulaba un "nuevo hombre latinoamericano" que, al mismo tiempo, debía ser universal para poder llegar a ser un "verdadero hombre" y abjurar de la utopía estatal norteamericana

Esta tradición fue continuada luego desde la teología de la liberación por clérigos como el obispo de los pobres Gustavo Gutiérrez en Perú o Leonardo Boff en Brasil, a pesar de la virulenta oposición del Vaticano.

América Latina se convirtió, en el momento de su nacimiento en 1492 —al igual que algunas partes de Asia o África—, en la primera periferia de la modernidad europea y en el campo de prueba de la arrogancia civilizatoria. En aquel entonces, el mundo de Cristóbal Colón era todavía el Mare Nostrum de los romanos, rodeado de Asia, África y América Latina. Sin embargo, la conquista "espiritual" de América Latina no tuvo el mismo éxito que el cristianismo mediterráneo de la Antigüedad, el cual consiguió, al cabo de tres siglos, cambiar y renovar la visión de mundo grecolatina.

En ningún momento se dio en América Latina una "comunidad deliberativa" como las alianzas que procuran formar hoy en día los jefes de Estado, desde el Mercado Común del Sur (Mercosur) hasta la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (alba) y la Comunidad Andina (can). No en última instancia resulta de esta debilidad el rechazo a establecer una zona de libre comercio con Estados Unidos.

7

¿Qué implica esto para el futuro de América Latina? El continente puede alejarse del eurocentrismo y formular su propio concepto de racionalidad, que le brinde espacio a la intuición y la empatía, y supere el abstraccionismo del universalismo racional.

La gran literatura latinoamericana ha marcado ya algunas pautas en este sentido, desde Jorge Luis Borges a Miguel Asturias, de Pablo Neruda a Ernesto Sábato, de Octavio Paz a Carlos Fuentes, para nombrar tan sólo unos ejemplos.

Tal vez América Latina busca una respuesta diferente en la modernidad y sobre la modernidad que Norteamérica. En la dialéctica del doble continente americano, especialmente respecto a la civilización mundial en el siglo xxi, se hace cada vez más necesario que se reconozca la pluralidad de las culturas. América Latina puede darle impulsos a la civilización mundial con su sensibilidad y su visión más amplia de lo humano, actitudes que no pueden salir de las culturas industriales del mundo tecnificado, porque estas culturas se han obstinado en una arrogancia que hace ya mucho tiempo perdió su legitimidad.

También en estas culturas el concepto racionalista del progreso ha llevado a los seres humanos a un estado de crisis en el que se sienten cada vez más desarraigados. Del entusiasmo que producía la fuerza creadora ya hace un buen tiempo que se ha pasado a la exigencia desmedida de un principio de eficiencia que reduce al ser humano a su valor dentro de los procesos productivos, en detrimento de sus otras dimensiones y posibilidades. En este sentido, bien puede ser que América Latina logre aportar mucho a configurar las identidades en una nueva civilización mundial que Hegel ya vislumbraba cuando se refirió a América Latina como "el continente del futuro".

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En esta medida, América Latina puede, efectivamente, enriquecer la civilización mundial del siglo xxi también con esa "criollización", la mezcla cultural, que ya no es distintiva tan sólo de América Latina, sino de todo el mundo.

El impulso de la "criollización" subyace a los conflictos étnico-religiosos en India, China, África o el mundo islámico. Es decir, mientras el mundo occidental todavía se deja guiar por un anacrónico "pensamiento continental" cuando mira lo global, la sociedad en el mundo entero se va transformando en archipiélagos, en un "multiverso" en el cual las culturas ya no se remiten a las raíces para pensar su identidad, sino que las piensan más bien como un "entramado de raíces".

La cultura occidental está pasando ahora por el proceso de ver cómo se cuestiona su ambición de universalidad. Su pensamiento monolítico ya no se corresponde con los desarrollos de la sociedad mundial, aun cuando se insista en imponerlo a la fuerza.

En cambio, se hace cada vez más evidente que lo universal no puede existir sin la particularidad cultural, que no puede haber unidad sin diversidad. La pretensión occidental de detentar el monopolio de la razón y de la conciencia del mundo es hoy por hoy insostenible. Occidente tendrá que aceptar que hay una multitud de modernidades, de la misma manera que hay conceptos encontrados de progreso, tal como corresponde a las diversas condiciones culturales, religiosas e históricas de las modernidades.

América Latina goza de una rica y extensa experiencia histórica en este sentido, así como de una reserva considerable de empatía. Si tomamos los desarrollos presentes de la sociedad mundial, sometida al objetivo prioritario de lograr una glo-balización puramente económica, América Latina puede desempeñar un papel compensatorio como taller experimental del mundo.

Una visión puramente económico-cuantitativa del crecimiento no se traduce en un desarrollo civilizatorio holístico. La ciencia y la tecnocracia moderna tienen una visión mecanicista del universo, de la cual se puede apropiar cualquier cultura, también las no-occidentales. El desarrollo tecnológico en sí no es el factor que define el atraso. La visión de "la vida buena y la felicidad" difiere de una cultura a otra, son distintas según las mitologías y las cosmogonías que las rigen. Se necesitan, también, los saberes indígenas y tradicionales, y no sólo la tecnología exógena e importada. De no ser así, se corre el riesgo de perder la identidad humana.

El mundo occidental debiera evitar esa arrogancia; es más, debiera pasar de ser esa comunidad que le da lecciones a otros para convertirse en una comunidad que aprende de ellos. Necesita, más que nunca, una sabiduría metropolitana, un equilibrio entre la tradición y la modernidad para entender el mundo del siglo xxi como un conjunto polilógico de civilizaciones.

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