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Lingüística y Literatura

versão impressa ISSN 0120-5587

Linguist.lit.  no.66 Medellìn jul./dez. 2014

 

SIN «CLASES» NI «RAZAS»: LA COMUNIDAD IMAGINADA DE LA CUBA DE EL COLUMPIO, DE REY SPENCER*

WITHOUT «CLASSES» NOR «RACES»: THE CUBA'S IMAGINED COMMUNITY IN EL COLUMPIO, DE REY SPENCER

 

Silvia Valero

Universidad de Cartagena, Colombia, svalero@unicartagena.edu.co.

Recibido: 05/02/2014 - Aceptado: 17/04/2014


 

Resumen

Este artículo analiza cómo la novela El columpio, de Rey Spencer, de la escritora cubana Marta Rojas, representa a la Cuba finisecular a través de una comunidad imaginada sin conflictos de «raza» ni «clase», como consecuencia del triunfo del «hombre nuevo revolucionario». Frente a los cambios producidos en Cuba como efecto del colapso del bloque soviético, argüiré acerca de la dificultad de la escritora para asumir la representación del reconocimiento oficial con respecto a la continuidad del racismo.

Palabras clave: afrocubanidad, racismo, Revolución, «raza», «clase».


 

Abstract

This paper analyzes how the novel El columpio, de Rey Spencer, by the Cuban writer Marta Rojas, represents the century end's Cuba through a community imagined without conflicts of «race» nor «class», as a result of the triumph of the «revolutionary new man». In front of the changes produced in Cuba as an effect of the Soviet block's collapse, I will argue about the writer's difficulty to assume the representation of the official recognition according to the continuity of racism.

Keywords: Afro-Cubanity, racism, Revolution, «race», «class».


 

1. Introducción

Con la desaparición del socialismo en la Europa del Este y la posterior desintegración de la Unión Soviética, que provocaron en Cuba la crisis socioeconómica oficialmente denominada como «Periodo Especial en Tiempos de Paz» -sobre la cual se han escrito cientos de páginas-, se produjo, según el análisis del historiador Rafael Rojas, un desplazamiento retórico del marxismo-leninismo al nacionalismo revolucionario, en el sentido en que la ideología oficial continuó siendo marxista pero fue resemantizada en la Constitución de 1992 con una retórica de carácter nacionalista (Rojas, 2006, p.442).

En medio de un campo literario que se hace eco de los cambios sociopolíticos en la isla como resultado de este proceso histórico, la recuperación del «negro» por la narrativa cubana desde los últimos años del siglo XX ha tenido como objetivo, en general, la reivindicación de la cultura afrocubana y la instalación del «negro» como parte fundamental en la construcción nacional. Ambas líneas conllevan, evidentemente, una apertura del espacio literario para el reclamo contra un racismo que, alegan, lejos de acabarse con las políticas revolucionarias, se ha incrementado como consecuencia de la apertura al capital durante el Periodo Especial.

Es importante hacer la salvedad de que, en los años noventa, entra en auge un conjunto de escritores cubanos nacidos luego del triunfo de la Revolución, a los que se denomina de muchas maneras: «iconoclastas», «tercera generación de la Revolución», de «la transición», para finalmente ser reconocidos con el nombre de «Novísimos». El crítico Carlos Uxó González (2010) pone énfasis en que, a pesar de que este grupo de escritores elige la realidad cotidiana como referente, su narrativa breve pasa por alto lo que él considera «la realidad del negro». En los años posteriores al periodo que enmarca este trabajo, algunos autores que podrían considerarse dentro de esta generación, como Alberto Guerra Naranjo con su primera novela La soledad del tiempo (2009), Marcial Gala en Sentada en su verde limón (2008), o Wendy Guerra en Negra (2013), han ahondado en la representación del racismo, aunque no han concentrado su quehacer literario alrededor de dichas propuestas; en este caso estamos hablando de obras aisladas dentro de su producción. Sin embargo, existen otros escritores, alejados generacionalmente de los Novísimos, que conforman un grupo entre los cuales encuentro la elaboración de una propuesta literaria asentada en renovados discursos y complejas estructuras narrativas, a través de los cuales dan cuenta de una toma de posición reivindicativa con respecto a la negritud en ese momento histórico. Ellos son: Eliseo Altunaga (Camagüey, 1941), Lázara Castellanos (La Habana, 1939-2004), Georgina Herrera (Jovellanos, 1936), Marta Rojas (Santiago de Cuba, 1931), Inés María Martiatu (La Habana, 1942).1

En este escenario se introduce, desde parámetros opuestos, la narrativa de la escritora y periodista santiaguera Marta Rojas (1931). A pesar de mantener como principio el protagonismo del «negro» en la formación de la nación al igual que la tendencia literaria antes descripta, el punto de divergencia en la obra de Rojas se halla en su posicionamiento ideológico, que la aleja del horizonte de expectativas de aquella. Si las nuevas narrativas sobre las negritudes anhelan un reconocimiento diferenciador de las subjetividades «negras», la obra de Marta Rojas evidencia un espacio de tensión irresuelta entre la plataforma política revolucionaria, que aspiraba por el fin de las diferencias «raciales» impulsoras del racismo, y los presupuestos finiseculares oficiales, que se abren al reconocimiento de la diversidad cultural al mismo tiempo que asumen la persistencia del racismo.

Con el objetivo de explorar el proyecto político que surge de El columpio, de Rey Spencer, que Marta Rojas publica en 1993 en Chile a razón de las dificultades económicas que atravesaba Cuba, partiré de la idea de que esta novela se ubica en un espacio de enunciación intermedia entre dos momentos históricos marcados por ese periodo de transición de la Cuba finisecular, en el que se ve movilizado el orden simbólico que signó a la Nación como constructo en las décadas anteriores. Dentro de este campo de debate en el que ha devenido el entre-siglos cubano en torno a las problemáticas «raciales», la interrogante que surge es qué proyecto se disputa con la representación del espacio político en que se ubica la novela de Rojas, o, dicho en otros términos, cuál es el horizonte de expectativas que sostiene la producción de sentido del relato.

Con «horizonte de expectativas» me remito al historiador alemán Reinhart Koselleck (1993), quien entiende esta categoría en una relación dialéctica con otra, el «campo de experiencia». Para Koselleck, la experiencia refiere un «pasado presente» (p.338) de naturaleza espacial, en tanto se trata de una totalidad en la que se reúnen simultáneamente muchos estratos de tiempos anteriores (p.339). Por su parte, la expectativa alude a un «futuro» hecho presente como «horizonte»; apunta «a lo no experimentado», un «todavía-no» que solo se puede descubrir porque aún no ha sido experimentado (p.338). Ese descubrir, al tiempo que en él conviven esperanzas, temores y deseos, abre en el futuro un nuevo espacio de experiencia (p.340).

A partir de ello, y para tratar de dar respuesta a las interrogantes planteadas, me detendré brevemente en la reformulación de la idea de identidad nacional que se establece durante los años noventa en Cuba. Esto servirá de marco para el poste rior abordaje de El columpio, de Rey Spencer, cuyo objetivo será dar cuenta de la propuesta/respuesta con la que la obra ficcional de Marta Rojas se posiciona en el discurso social2 de la época.

 

2. Reforzando la identidad nacional: la comunidad homogénea de El columpio, de Rey Spencer

Promediando los años ochenta, y a diferencia de lo que sucedía en los países socialistas europeos, el relato de la nación en Cuba reforzaba el principio de unidad y equidad del socialismo, cuyo tono de defensa, tomando como punto de partida la república neocolonial de la primera mitad del siglo XX, se inclinó sobre el parangón con este periodo, rescatando las voces críticas de grandes intelectuales y escritores de aquella época e instrumentalizándolas por su operatividad en el presente de crisis. En este contexto, la intelectualidad centró el relato oficial en la identidad nacional, para lo cual nuevamente se recurrió, entre otras, a la figura de Fernando Ortiz. Las concepciones del antropólogo, vertidas en Los factores humanos de la cubanidad (1939), fueron retomadas por el entonces presidente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y posteriormente ministro de cultura (1997-2012), Abel Prieto, al referirse a los límites políticos que se debían establecer para definir lo que, en ese punto de la historia, debería llamarse cubanía y no cubanidad. Como una manifestación de autodefensa frente a los peligros que podrían avecinarse en función de los cambios en el orden mundial, Prieto hacía una especie de genealogía del pensamiento al que distinguió como cubanidad y al que vinculó con una «cultura Plattista», fundamento de aquellas «tendencias cómplices de la desnacionalización del país»3 (2001, s/p). Así, en el inicio de su ponencia «Cultura, cubanidad, cubanía», pronunciada en la conferencia «La nación y la emigración», celebrada en La Habana en abril de 1994, declaraba:

En 1949, cuando ya su obra investigativa sobre la formación y el perfil del ser nacional cubano nos había dejado textos fundamentales, Fernando Ortiz llegó a la conclusión de que era necesario, además, «algo inefable» para completar «la cubanidad del nacimiento de la nación, de la convivencia y aun de la cultura». Ese «algo», que nada tiene que ver con caracterizaciones etnográficas, es, justamente, lo que define a la cubanía. (Prieto, 2001, s/p)

Pietro se sirve, de esta manera, de la presencia norteamericana en territorio cubano durante la República y su impronta cultural -la «cultura Plattista»- en el imaginario de algunos sectores sociales para establecer una comparación con el presente y, en consecuencia, erigirlo como el momento histórico preciso para comprometerse con la defensa de la cubanía: [...] una cultura original y vigorosa, y un porvenir digno de esos hombres, de ese pueblo y de esa cultura, construida a sangre y fuego, contra opositores innumerables, contra la geopolítica y los apetitos imperiales, contra los liliputienses externos e internos, contra Goliat. (Prieto, 2001, s/p).

En este orden, además del ataque a las «potencias imperiales», Prieto reunía en su discurso otra característica propia del periodo revolucionario: la revisión de la Colonia y la República como etapas funestas para la Nación, con el objetivo de reafirmar que sus mayores problemas sociales habían sido superados por las políticas revolucionarias. Sin embargo, desde mediados de los años ochenta, ya habían comenzado a emerger voces que asumían algunas problemáticas como no resueltas: tal es el caso del racismo.

El reconocimiento público que Fidel Castro había hecho en 1985 acerca del fracaso de las políticas socialistas para terminar definitivamente con el racismo en el país, a pesar de los logros alcanzados, fue reforzado por la decisión del líder cubano en 1998, en el 5º congreso de la UNEAC, en 2003, en el Congreso de Pedagogía, y en 2004, en el 4a congreso de la Juventud Comunista, cuando expresó su interés por incluir en la agenda política de estado la existencia de preferencias raciales en la esfera laboral (Morales Domínguez, 2007). Esto sucedió debido a la denuncia de muchos intelectuales en relación con las desiguales oportunidades de trabajo para los «negros» en los espacios abiertos a partir de los años noventa.

En este marco, desde las mismas subjetividades «negras» autorreferenciadas, se vinculó el «ser negro» a nociones de explotación y discriminación, conceptos retomados en una lógica de analogía entre el pasado prerrevolucionario y lo que se ha denominado como neorracismo, es decir, la reemergencia del racismo en la década postsoviética, agudizada por uno de los mayores enemigos del régimen socialista: la entrada del dólar.4 Según el historiador Alejandro de la Fuente (2000), encuestas sociales y estudios sociológicos demostraron que, tras la aparente conciencia antirracial y de integración que se había manifestado hasta el momento, se escondía la permanencia de una ideología que concebía al «negro» como perezoso, ineficaz, feo y con tendencia a la delincuencia.

Es en este contexto que la escritora Marta Rojas publica El columpio, de Rey Spencer,5 la primera de la trilogía de novelas concentradas en las experiencias vitales de «negros» y «mulatos».6 Desde un principio, la crítica recibió El columpio focalizándose en el tópico antillano, es decir, con la atención puesta en la transculturación y la diversidad cultural caribeñas. Probablemente, esto se deba al auge de autores como Edouard Glissant, con su poética de la relación, o Antonio Benítez Rojo, con la teoría del caos y su acento en la unidad en la diversidad.

También la prolífica teorización acerca de las migraciones y las diásporas coincidió con la aparición de la novela y permitió una mirada en ese orden. La historia de Christie, madre de Clara Spencer, y su familia, desterradas de Jamaica por vicisitudes climáticas y económicas y emigradas a Cuba en el primer cuarto del siglo xx, sirve para exponer redes de conexiones antillanas que van definiendo identidades y haciendo la historia de la región. La construcción del canal de Panamá bajo el poder de Estados Unidos, el trabajo en los bananales de Costa Rica para la United Fruit, la presencia de compañías norteamericanas a lo largo y ancho del territorio caribeño definiendo políticas sociales e imponiendo historias de desalojos, pérdidas, traslados; separaciones y reencuentros entre los nativos de la región, manos de obra cuasi esclavas, son el telón de fondo de un narración que, en primer plano, será protagonizada por la historia de amor, clandestina en gran parte del relato, entre Clara Spencer y el doctor Arturo Cassamajour.7

Pero, si bien El columpio contiene un texto antillano en cuanto al tratamiento de temas como las haciendas azucareras, la fuerza de la naturaleza, la presencia de las potencias político-económicas en la región y el intercambio cultural producto de las migraciones internas, estas lecturas no vislumbran el motivo principal que reúne dichos tópicos, esto es, su significativa confluencia en trances relativos a la Cuba contemporánea a su publicación, y que impacta en el horizonte de expectativas subyacente a la narración.

De allí que la tesis que sostengo en este artículo es que El columpio, si bien alimenta el discurso nacionalista propio de los años noventa acerca de la identidad nacional, como contrapartida y como respuesta al compromiso de Marta Rojas con la Revolución, desconoce los pronunciamientos oficiales de ese periodo con respecto al racismo y la diversidad cultural, y no logra desprenderse de los patrones ideológicos que conformaron el ideario revolucionario en torno a la idea de «hombre nuevo».

Esto explica que, con esta representación, se ponga en escena el relato legitimador de una comunidad homogénea en su presente y, sobre todo, en su futuro, a través de mecanismos de selección, eliminación, reconstrucción, que responden a la necesidad de reafirmarse en su autodeterminación frente a los peligros que acarrea la caída del bloque socialista. Para ello, la autora se posiciona en un punto de intersección en el que incorpora elementos del pasado y otros actuales, todos referidos al sostenimiento de la idea de unidad nacional irresquebrajable, con lo cual el paso del campo de experiencia al horizonte de expectativas resultaría, en su anhelo, una cierta continuidad no traumática.

2.1. Hacia el ideal del «hombre nuevo» a fines del siglo XX

Marta Rojas escribe El columpio con la República, la Revolución y el inicio del periodo postsoviético como trasfondos histórico-políticos, pero su referente principal, y punto de partida del conflicto novelesco, es la entrada de braceros afroantillanos a Cuba durante la primera mitad del siglo XX. La llegada de trabajadores «negros» desde las islas francesas e inglesas, quienes se radicaron en Cuba una vez terminadas las zafras, provocó en las élites dominantes un sentido negativo de «africanización» de la nación. La práctica religiosa afrocubana fue la más resentida en cuanto se la asoció con actos criminales y delictivos, los cuales evocaban escenas de ritos ancestrales con sacrificios humanos. Todo este imaginario, acicateado, además, por el «miedo al negro», cuyo origen se remonta a la Revolución Haitiana, fue asumido por el pensamiento de las élites como la antítesis del progreso y la modernidad (de la Fuente, 2000).

La elección de este marco histórico como punto de despegue para la novela renueva una acción política reivindicativa en cuanto, como afirma Elzbieta Sklodowska en su necesario libro Espejos y espejismos. Haití en el imaginario cubano (2009), El columpio se incorpora a la lista de textos que, desde las ciencias sociales y las humanidades, tuvieron como meta recuperar del olvido el paso de los antillanos por Cuba a partir de las primeras migraciones del siglo XIX. Con este criterio, Rojas se une, desde lo simbólico, a la política social del Gobierno revolucionario que, ya en 1967, había extendido la protección social a los antiguos braceros como una manera de saldar deudas históricas. Basándose en la premisa de igualdad de oportunidades para los grupos excluidos, la finalidad de estos proyectos fue la de «[...] desmantelar los estigmas y prejuicios y responder al mandato reivindicador reconociendo las valiosas contribuciones de los haitianos a la cultura y la historia de la isla» (Sklodowska, 2009, p.105).

Con este propósito reivindicativo en mente, Rojas se vale del personaje de la jamaiquina Clara Spencer para que, a través de su propio testimonio en relatos escritos con periodicidad, sus nietos conozcan «[...] las vicisitudes de los humildes antillanos de color [que] no solían aparecer escritas en los libros, aunque eran partícipes de la fundación de las naciones» (Rojas, 1996, p.135).

El objetivo último, entonces, con la escenificación de las dinámicas racistas republicanas asentadas en el «miedo al negro» y la búsqueda de «desafricanización » de la isla, es ir prefigurando un posterior y opuesto orden social en cuanto los diferentes soportes materiales8 están siendo recopilados, reescritos, reutilizados por dos personajes -Juliana Rodríguez Cuello y Andrés Rey Spencer-9 cuyo presente de acción y enunciación son La Habana-Feria de Sevilla durante 1992.10 En otras palabras, la puesta en marcha de una novela asentada en un periodo marcado por políticas de exclusión «racial» y, como tal, espacio fundador de la posterior dicotomía República/Revolución, se une a la concepción del racismo en Cuba tal como lo planteaba Pedro Serviat en su libro de 1986, El problema negro en Cuba y su solución definitiva. Esta posición, que podríamos considerar la oficial dentro de las políticas públicas revolucionarias contra la discriminación racial,11 parte de la idea de que las desigualdades sociales en Cuba han dependido, hasta la Revolución, de la pertenencia a una «raza». Al asociarse el racismo a las diferencias sociales y estableciendo, de este modo, el binomio clase/raza como uno de los principales soportes de las políticas excluyentes del capitalismo, se consideró que, logrando una sociedad sin clases, también se pondría fin al racismo. Así, Serviat cierra su texto con una afirmación que clausura la posibilidad de exclusión racial en la isla en la medida en que la Revolución ha dinamitado sus fuentes, es decir, aquellas productoras de diferencias socioeconómicas:

[...] el triunfo del 1ro de Enero [sic] significó históricamente la terminación para siempre de cuatro siglos y medio de dominio colonial y neocolonial, de opresión de las masas trabajadoras y del pueblo todo; [...]. La terminación de todo aquello que permitió la existencia de la discriminación racial. (1986, p.147)

La misma línea ideológica sustenta la voz del narrador de El columpio, Andrés Rey Spencer, quien va mechando su relato con comentarios, casi al margen pero contundentes, en cuanto al quiebre logrado en las políticas de discriminación a partir de 1959. La constante intercalación de tiempos históricos que surge del testimonio de Clara Spencer en sus diarios o cartas no es un juego narrativo de fragmentaciones propias de algún resabio estético posmoderno, sino el instrumento compositivo del que se vale Rojas para incorporar una mirada comparadora entre el relato de los hechos del pasado más lejano y un presente o un pasado inmediato que se quieren referenciar como ejemplares.

De aquí se infiere que, testimoniar la reversión de políticas de exclusión social por motivos «raciales», se constituye en el primero de los ejes significantes de la novela. Vinculado a él, cobra particular importancia el protagonismo de figuras femeninas «negras», que se posicionan en un espacio protagónico de representación en cuanto a su ubicación social, tanto desde el punto de vista cultural como político.

El segundo eje de significación, que no trataré en este artículo pero que Rojas continuará en sus posteriores novelas, Santa Lujuria o papeles de blanco y El harén de Oviedo, lo constituye la confirmación de una identidad cultural mestiza que hará hincapié en el nacionalismo cultural.

Con El columpio, Marta Rojas inicia su proyecto narrativo afirmado en la variable de la mulatez, metáfora de la dualidad fragmentación/síntesis sociopolítica, que, a diferencia de las dos novelas que publicó posteriormente, toma como uno de los protagonistas a un personaje masculino. Hacer de este un «mulato» acomodado socialmente en pleno periodo republicano es altamente significativo porque, a través de su construcción, la novela puede dar cuenta de otras instancias conflictivas que tienen que ver con las tensiones «intrarraciales», y así lograr el objetivo último que es oponerlas a un momento actual presentado sin conflictos.

Al ser Arturo Cassamajour12 un «mulato» formado como médico en la academia francesa, se reproducen en él los mismos parámetros educativos, culturales y sociales por los cuales se ve luchar a las «mulatas» protagonistas de Santa Lujuria y El harén de Oviedo. En el momento histórico en que se sitúa al joven Cassamajour, los dispositivos de «blanqueamiento» y, por lo tanto, de ascenso social, ya no serán las «Gracias al Sacar»13 propias de la Colonia, sino, entre otras cosas, el acceso a los clubes de «mulatos » y a determinados puestos de trabajo. Lo importante, aquí, es que Arturo ya es el sujeto moderno por sí mismo, ciudadano con un posicionamiento social, sin resabios culturales «primitivos», absolutamente vedados para cualquier «mulato» o «negro» que intentara formar parte de una élite. De allí que el médico, en un principio, desee el contacto con Clara, antillana y «negra», pero manteniendo intactos los límites.

El vínculo entre Clara y Arturo está direccionado por la voluntad de este último en la medida en que es él quien tiene el poder de decidir la naturaleza de su relación con la jamaiquina. La autora pone en juego la dicotomía modernidad/ primitivismo como binomio axial de las relaciones y el posicionamiento social, pero sin que su origen sean las tensiones culturales producidas por el choque entre una formación europea y otra afroantillana, sino que la contradicción se establece por la imposibilidad social de Cassamajour de relacionarse afectivamente con una «negra» inmigrante, en función del concepto de familia o de vínculos sociales que el médico comparte con la sociedad de la época. En términos contemporáneos al personaje, este actúa como un «piolo», es decir, como el «mulato» que estudió en París y ocupa un espacio privilegiado en la sociedad santiaguera. Es esta una construcción necesaria en el personaje para, avanzada la novela, demostrar un progreso en su visión social que no será un logro individual sino que irá acompañado e impulsado por el hecho histórico de la Revolución. Qué otro objetivo tiene, si no, la decisión de que Cassamajour, para mantener su espacio en la red de vínculos sociales y posicionamiento profesional, oculte su amor por Clara y deje al hijo de ambos, Robert, solo con su madre.14 Esta circunstancia cobra dos efectos de especial importancia: remarcar el posterior proceso de transformación ideológica operada en y por el mismo Cassamajour y exaltar a Clara Spencer como mujer emancipada y comprometida políticamente.

La actitud primera de Arturo con respecto a Clara y su hijo es significativa porque, más allá de marcar un conflicto narrativo, funciona como contrapartida del «hombre nuevo» en el que aquel se convertirá a partir de los movimientos revolucionarios. Este cambio ético producido en la conciencia de Arturo tendrá, como consecuencia, el abandono de las premisas racistas y clasistas, con lo cual la novela propone un nuevo contexto de «armonía racial» basado en la irrelevancia de las «razas». Durante el primer tiempo de la relación, el vínculo entre Clara y Arturo está guiado por el deseo de contacto de este último con el «otro» en que deviene Clara desde su llegada como inmigrante antillana, pero, como ya dije, manteniendo -Arturo- los límites propios de ese tipo de relaciones.

Con las primeras acciones de los movimientos guerrilleros previos a la Revolución comenzarán a manifestarse cambios en la visión de mundo de Arturo que apuntan a demostrar la positividad del proceso en un hombre cuya etnicidad pasará, más tarde, a acompañar los cambios en la sociedad, a definirse por el mérito revolucionario y el compromiso ideológico. De esta manera, la modernidad del «mulato» se ve incrementada al poder incorporar a su vida un compromiso social acorde con su asunción del proyecto político impuesto desde 1959, en la medida en que el hombre va cambiando junto con su comunidad. Esta internalización de la responsabilidad ideológica, como pilar contra la desigualdad social, es el pretexto narrativo utilizado para exponer, en la novela, desde la reflexión del doctor, una de las bases programáticas de la Revolución. El empobrecimiento creciente de la mayoría de la población, la discriminación de las minorías, entre otros fenómenos considerados desviaciones de la modernidad que podrían ser corregidos a través de la Revolución, serían socavados por los verdaderos sujetos de la historia, que ya no son la burguesía sino las clases populares:

[...] planteaba que podría demostrarse en cualquier parte la influencia negativa de las condiciones de vida deficientes sobre el estado de salud de una población, e insistía que si no se tiene en cuenta la dimensión social del hombre, como importantes cientí ficos planteaban, se reduce considerablemente la eficiencia de su tratamiento médico y rehabilitación [...]. Se comprometió con la lucha revolucionaria y allí encontraron refugio y atención médica algunos combatientes heridos durante la lucha guerrillera en las montañas de la Sierra Maestra [...]. (Rojas, 1996, pp.146-147)

La modificación producida en la conciencia de Arturo trae aparejado el abandono de las premisas socio-clasistas que no le habían permitido unirse a Clara. Es interesante que el punto de inflexión en Arturo se produzca cuando el hijo de ambos, Robert, sea gravemente herido de bala durante una manifestación por los derechos de los trabajadores afroantillanos durante la República. Este acontecimiento reencuentra a sus padres y provoca el reproche de Arturo a Clara por la impronta social que ha inculcado en sus hijos, con lo cual reafirma su identidad de «mulato» republicano acomodado. Pero finalmente, más tarde, y como consecuencia de su proceso interior que le hace abandonar al «hombre viejo» de la sociedad burguesa, rehace el vínculo roto con la jamaiquina y se une a ella definitivamente, con lo cual Rojas mantiene incólume la idea de la indiferenciación social postrevolucionaria.

El hecho de haber construido personajes protagonistas no comprometidos con una identidad religiosa ni con una lucha asentada en específicos cuestionamientos «raciales» durante el periodo revolucionario le permite a Marta Rojas pasar por alto el tema de la conflictiva situación de la cultura de raíz africana durante las primeras décadas de la Revolución. Su novela, publicada en 1993, no podía ignorar que, bajo el dogma de la identidad única revolucionaria, se habían mantenido vivas manifestaciones culturales afrocubanas y pronunciamientos antirracistas. Si de nada de esto se hace mención en la novela es porque se apuntala la idea de la lograda «armonía racial» en la que se habían concentrado los intelectuales revolucionarios15 a pesar de que, debido a la fecha de publicación de El columpio, la red discursiva que hace a sus condiciones de producción es la que la crítica ubica en un segundo periodo, en el que el Gobierno se pronuncia reconociendo la persistencia del racismo en la sociedad cubana.16 Si a esto le añadimos que, en un periodo en que se producía oficialmente la apertura a manifestaciones culturales hasta ese momento consideradas primitivas, la novela, sin embargo, trata con reparos manifestaciones religiosas afroantillanas como el vudú17 o el obeah,18 al presentarlas como existentes solo durante la República, es evidente que el objetivo es anclar dichas prácticas en el pasado. Ello es sintomático de una resistencia a la apertura oficial hacia las culturas de raíces africanas producidas por esos años en la isla.

Es por esto que, en parte, disiento con Sklodowska cuando argumenta que El columpio forma parte de un proyecto cubano científico-social y literario de desmontaje de una identidad cubana uniforme y sin fisuras (2009, p.156). Sin dudas, el integrar como eje protagónico la vida de Arturo Cassamajour, un médico mulato de Santiago de Cuba, y la de Clara Spencer, una «negra» inmigrante jamaiquina, más un número considerable de personajes de otros espacios caribeños asentados en la Cuba de la primera mitad del siglo XX, está hablando de una apertura en torno a la concepción de la cubanidad. No obstante, el personaje sobreviviente de aquella familia, Andrés Rey Spencer, reconstruye la historia que leemos en la que da como terminado un proceso del cual él mismo ha resultado ser una síntesis perfecta del «hombre nuevo» adaptado a la época, con un lavado discurso sobre el mestizaje cultural de la isla y cuyo objetivo es el de recuperar un acervo cultural afrocubano pero solo como producto de la memoria y no como materia viva.19

El segundo efecto estructural derivado de la actitud displicente de Cassamajour con respecto a Clara Spencer es la fuerte imagen femenina que emerge como contrapartida, marcada en tres parámetros fundamentales: la formación intelectual, el espíritu independiente y las actitudes de clase.

A nivel narrativo, estas condiciones se manifiestan imprescindibles para suavizar las marcas de subalternidad emergentes de la condición de inmigrante afroantillana de Clara. Pero, además, Rojas se inscribe en parte de lo que surge como «literatura de mujeres» a principios de los noventa, cuando los grupos de escritoras denominadas «Novísimas» y «Postnovísimas» comienzan a recuperar el espacio perdido durante las décadas anteriores, en las que, según Campuzano, se privilegió «[...] canonizar el discurso dominante, la "narrativa maestra" del periodo, es decir, el discurso del nacionalismo épico marcadamente masculino, jerarquizándolo por encima de cualquier otro tipo de relatos» (2003, p.39). De este modo, las escritoras asumirán temas no tratados o considerados tabú, como la sexualidad, el erotismo, la drogadicción y la religiosidad afrocubana, entre otros. Por el contrario, ya no se preocupan por Cuba como totalidad sino que la mirada se focaliza en el presente, sin análisis históricos.

Marta Rojas, aunque alejada generacionalmente de estas escritoras y por lo tanto fuera de dichos grupos, se ubica en un espacio intermedio en cuanto a que, mientras incorpora aspectos ligados a la revalorización de la subjetividad femenina a partir del disfrute de su propio cuerpo y la asunción de roles e iniciativas asignados tradicionalmente a los hombres -de orden tanto sexual como cultural-, también recupera aquellas características propias del periodo pasado, como el espíritu revolucionario de los personajes femeninos, concebidos activos políticamente.

No es casual que el primer contacto con el doctor Cassamajour se produzca cuando este necesita su ayuda como traductora de las diferentes lenguas de los inmigrantes que llegan con ella a Cayo Duán. Luego, Clara trabajará como maestra de lenguas -inglés, en este caso- de algunos niños cubanos. Esta recurrencia en la actividad de mujeres educadoras, que también se ve en las otras novelas de Rojas, probablemente halle sus fuentes en una reivindicación de la importancia que tuvo la alfabetización para las políticas educativas revolucionarias y el rol que cumplieron las mujeres en ese proceso. Junto a esto, acompaña la ideología de que el saber es el camino para la libertad,20 en tanto la educación juega un importante papel en la formación de las cualidades que tipifican al «hombre nuevo». En este sentido, el Che Guevara argumentaba:

El proceso es doble, por un lado actúa la sociedad con su educación directa e indirecta, por el otro el individuo se somete a un proceso consciente de autoeducación. La directa está vinculada con las instituciones sociales. Se ejerce a través del aparato educativo del Estado en función de la cultura general, técnica e ideológica por medio de organismos tales como el Ministerio de Educación y el aparato de divulgación del Partido. La indirecta es la que lleva a cabo la sociedad a través de sus relaciones cotidianas de convivencia, la que asimilada por las masas en forma de normas, hábitos y costumbres, llega a convertirse en patrón de conducta. (Guevara, 1988, p.16)

Pero, además, Clara, representante de la mujer revolucionaria, carece de vínculos religiosos y educa a sus hijos como seres comprometidos con la realidad social de los más desposeídos y la política de su propio país: Andrés formará parte del movimiento «26 de julio» y Robert deberá exiliarse como consecuencia de su liderazgo en defensa de los derechos de los inmigrantes antillanos.

A pesar de estas características que conforman un personaje representativo de la figura femenina tal como la concibe Rojas, se identifica cierta ambigüedad en su construcción. En primera instancia, y a pesar de la autosuficiencia con que Clara se enfrenta a la vida, fue formada en la matriz educativa inglesa y, como tal, es el ejemplo gráfico del sujeto colonial educado en el paradigma del colonizador que, al mismo tiempo, se ve inducido a aceptar su subordinación a través de la mediación de su imaginario (Wynter en Scott, 2000; Hall, 2001). Ha hecho parte de sus estudios en Londres, por lo cual, a pesar de que la novela se esfuerza, sin grandes resultados, en hacer de ella un sujeto que no ha perdido totalmente la conciencia de sus raíces ancestrales,21 sobresale su condición de «súbdita inglesa». Por una parte, Clara «deleitaba a sus interlocutores con esos minuciosos testimonios trasladados hasta ella por la memoria oral de generación en generación» (p.34), y, por otra, sonreía «obsequiosa, con cierto rictus de sumisión, según se acostumbraba entre los servidores con respecto a un señor» (p.70). En otros términos, mientras se pretende que Clara conforme una suerte de «resguardadora de la memoria» a través de sus relatos orales sobre la historia de sus antepasados, transportados como esclavos desde Jamaica a la costa atlántica de Nicaragua, la complacencia con las jerarquías de clase denuncia una matriz de subalternidad que, curiosamente, no encuentra reacción en el narrador sino, más bien, una exaltación de sus cualidades serviles.

Esta representación de Clara, identificada con un «otro», es lo que hace que la misma resulte, en cierto punto, ambigua. Si bien, de acuerdo con lo indicado, se convierte en el referente de los cambios que la Revolución produjo para aquellos sectores sociales, particularmente los «negros», excluidos durante la República, el espacio de poder que adquiere, sumado al de su saber previo, no alcanzan para desprenderla de su lugar de «otro» ni, como afirma Sklodowska, «[...] hacer significar o circular su propio saber sin mediación de un aliado quien ocupa una posición más ventajosa en el sistema de saber-poder» (2009, p.169). Este es su hijo Andrés, quien, en tanto interlocutor/entrevistador, ha modificado e imaginado algunas partes del testimonio escrito por su madre. A esto se le suma que es, primero, el reconocimiento que le hace su esposo el que le permitirá, después, el ingreso a un espacio social privado hasta ese momento para ella.

También es posible leer aquella aceptación de subordinación como, una vez más, el estado previo al logro de su afirmación por las razones históricas cubanas y, en consecuencia, como la exaltación de Cuba como vanguardista en cuanto a políticas sociales y culturales en la región.

El proceso vivido individualmente por los personajes protagónicos de El columpio se desarrolla a partir de una diferencia fundamental que permite a la novela dar cuenta de dos dinámicas distintas, productos de las políticas revolucionarias: mientras en Arturo la transformación se produce a nivel de su identidad, en Clara el cambio se ve en su reconocimiento social como sujeto sin discriminaciones en torno a su origen o color. Así, se elabora la reivindicación de una política antidiscriminatoria que diferencia a la Cuba postrevolucionaria de la anterior al 1° de enero de 1959.

 

3. Conclusión

En El columpio, los tres grandes periodos de la nación cubana, Colonia, República y Revolución, son atravesados por una gran cantidad y variedad de personajes y situaciones que tienen, en definitiva, la meta de marcar las diferencias sociopolíticashistóricas con respecto al tratamiento del «negro» y el racismo, y representar al sujeto nacional. Pero, al poseer Rojas una visión de la historia forjada por su compromiso con la Revolución y, consecuentemente, pararse en los principios revolucionarios, clausura, como lo había hecho Serviat, todo cuestionamiento a actitudes racistas en el tiempo referencial de los periodos postrevolucionario y postsoviético, con lo cual reproduce la postura propia del relato de la primera etapa en cuanto a que, en una sociedad sin clases, no es posible la existencia del racismo, en disonancia con el actual reconocimiento oficial de su persistencia.

Así, al recuperar, en cierto sentido, el discurso anticolonialista de los años sesenta y setenta, que enfatizaba la ruptura revolucionaria con el sistema capitalista de dominación colonial, el fortalecimiento de la identidad nacional de los pueblos colonizados y la construcción de una sociedad sin antagonismos de clase, el campo de experiencia y el horizonte de expectativas se entrecruzan en la novela para tematizar el pasado y el futuro del tiempo histórico, en resistencia a los valores capitalistas que amenazan a la Cuba inmediatamente posterior a la caída del bloque soviético. No es arbitrario que se decida titular a la primera parte de la novela «De las raíces y el amor», y, a la segunda, «Recurrencias y destino», con lo que se asume a Cuba con una identidad que la aleja de aquel mundo globalizado, porque la identifica con las raíces americanas al tiempo que pretende dar cuenta acabada de la integración sin discriminaciones.

 

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Notas
* Este artículo deriva de la tesis «La representaciòn literaria del negro en la literatura cubana: Eliseo Altunaga y Marta Rojas (1990-2005)», con la que la autora obtuvo el título de Doctora en Literatura en la Université de Montréal (Universidad de Montreal, Canadá).
1 Para más detalle con respecto a la narrativa afrocubana finisecular, ver Valero (2011).
2 Utilizo «discurso social» en el sentido que le da Marc Angenot: «[...] los sistemas genéricos, los repertorios tópicos, las reglas de encadenamiento de enunciados que, en una sociedad dada, organizan lo decible -lo narrable y opinable- y aseguran la división del trabajo discursivo» (2010, p.12).
3 En 1901 Cuba obtuvo la independencia formal por parte de Estados Unidos pero a condición de suscribirse a la «Enmienda Platt», por la cual se le otorgaba a Estados Unidos la base militar de Guantánamo, además de reconocerse el derecho norteamericano de controlar la política exterior del país e intervenir para preservar el orden interno.
4 Para algunos, la desigualdad provocada por la introducción de inversiones extranjeras, el desarrollo de la industria turística y la formación de pequeñas empresas privadas en el área de servicios condujeron a una desigualdad entre quienes accedían como fuerza laboral a esos trabajos y el resto de la población (Fornet, 2002, pp.28-29). Otros ven como consecuencia fundamental en el impacto de la debacle económica el aumento de las tensiones socio-raciales: espacios laborales en contacto con el extranjero, que servían como medio de progreso económico de los cubanos, no eran ocupados por «negros».
5 En adelante, El columpio.
6 La trilogía se completa con Santa Lujuria o papeles de blanco (1998) y El harén de Oviedo (2001).
7 Clara Spencer llega con su familia en la década de los veinte a Cayo Duán, el puerto donde trabaja el doctor Arturo Cassamajour como controlador del estado de salud con el que arriban todos los inmigrantes antillanos en busca de trabajo. Los Spencer deben salir de Jamaica luego de un huracán que les hace perder todo su trabajo en el campo. En el primer encuentro ambos personajes quedan prendados uno del otro, pero las barreras sociales no permiten ningún acercamiento.
8 La novela está construida con base en un conjunto multigenérico: por un lado, el documento vital que constituyen los escritos de Clara Spencer, como su diario personal, las cartas y los relatos y la propia memoria de Andrés, su hijo y narrador, y, por otro, fragmentos de canciones y recortes periodísticos, estadísticas y bancos de datos virtuales.
9 Clara Spencer tuvo tres hijos. Robert nace cuando la relación de Arturo y Clara todavía era clandestina. Ella regresa a Jamaica, Arturo se va a París, luego regresan a Cuba pero, ante la imposibilidad social de una unión oficial, Clara se casa con Simón Rey, con quien tendrá una niña, Anancy, y un niño Andrés. Andrés Rey Spencer, apodado «Jabao», se casa con Juliana Rodríguez Cuello, hija de una familia de ascendencia española. Ambos, desde las Ciencias Sociales ella y la literatura él, son los encargados de reconstruir la historia de los inmigrantes afroantillanos.
10 No son casuales la fecha -1992, aniversario de la llegada de Colón a América- ni el lugar -Sevilla, España- elegidos para presentar una novela que habla de la construcción de identidades caribeñas. En consonancia con la ideología del mestizaje que atraviesa la obra, pero que no desarrollaré en este artículo, Andrés escribe: Te diré que estoy viendo ahora el volumen con su título -El columpio de Rey Spencer- [...] como una más [...] a propósito del Quinto Centenario del controvertido descubrimiento de América (que tanto ayudaron a mestizar los españoles y portugueses, desde luego)» (Rojas, 1996, pp.178-179).
11 En el tercer congreso del Partido Comunista Cubano en febrero de 1986, Fidel Castro admitió «[...] que el racismo y la discriminación tenían "todavía" algún "efecto" en la sociedad cubana, [lo cual] era congruente con el análisis dominante de que estos eran rezagos del pasado» (De la Fuente, p.428).
12 A partir de un detallado seguimiento histórico, Elzbieta Sklodowska diseña la genealogía familiar de Arturo, en la que se mezclan personajes reales y ficticios: Arturo Cassamajour es un personaje ficticio del linaje mestizo de Prudencio. Casamayor/Cassamajour es el representante típico de los grands blancs -plantadores y comerciantes ricos- de Saint-Domingue. Es un hombre que, en palabras de Rojas, «salvó la cabeza de milagro en la vecina Isla [sic]» y, en 1797, desembarcó en «la mayor de las Antillas» junto a «algunos libertos y esclavos especializados en la cultura del café y en otros menesteres agropecuarios» (Sklodowska, 2009, p.104).
13 Durante la Colonia, el blanqueamiento legal se obtenía a través de las «Gracias al Sacar» o, lo que es lo mismo, «papeles de blanco», que proporcionaba la Corona española. Estos certificados tenían como objetivo exculpar la impureza de sangre. Mantenían la premisa de la supremacía blanca, permitiendo a la vez la movilidad social.
14 Robert nace cuando la relación de Arturo y Clara todavía era clandestina.
15 «En los años sesenta, los afrocubanos Eugenio Hernández Espinosa, Rogelio Martínez Furé, Tomás González, Alberto Pedro y Sara Gómez se apropiaron del idealismo del Poder Negro en Estados Unidos para idealizar la política racial. Los afrocubanos intentaron mantenerse con la posición utópica de la Revolución: un nacionalismo homogéneo que politizaba la estética, fusionaba lo político, lo ideológico y lo cultural en un intento de salir del imperialismo, de las tradiciones religiosas y del racismo firmemente establecido» (Howe, 2001, s/p).
16 La segunda etapa se considera desde 1985 hasta el presente, cuando el Gobierno comienza a hablar más abiertamente del racismo en Cuba y a tomar algunas medidas en su contra.
17 El vudú es una práctica religiosa haitiana, que incluye una mezcla de diversas culturas espirituales, principalmente del catolicismo, tradiciones religiosas africanas de grupos de Dahomey y Fon, y de los indios taínos.
18 El obeah es una práctica religiosa de origen ashanti que se practica en las Antillas británicas, especialmente en Jamaica. No posee un complejo sistema de liturgia y rituales organizados. Fue prohibida durante un tiempo en épocas de la Colonia.
19 La reivindicación de la cultura de raíz africana se hace, en la novela, desde la exaltación del nacionalismo cultural de primera mitad del siglo XX. Para mayor detalle en este aspecto, ver Valero (2014).
20 El marqués de Aguas Claras vociferaba en Santa Lujuria: «Leer, leer, lectura, escritura; así de simple es como empieza a corroer ese mal de los libertos ladinos, y luego se expande por donde quiera. Ahí está el peligro» (Rojas, 1998, p.165). Igualmente, las protagonistas de esta novela y de El harén de Oviedo cumplirán, en determinados momentos, el papel de alfabetizadoras.
21 En determinado momento en que Clara, todavía soltera pero ya con el hijo que había concebido con el Dr. Cassamajour, se debate frente a decisiones vitales a tomar, se aleja «[...[ para consultarles a las ánimas del monte, como en Jamaica, qué hacer con mi vida» (p.129), porque, dice, «[...[ el mar y el monte siempre habían contribuido a encender mi alma» (p.128). Sin embargo, la escena finaliza cuando Clara relata que introdujo a su hijo en el río y lo bautizó ella misma, aunque luego el sacerdote católico lo volvería a hacer porque «[...[ había decidido seguir la costumbre del país» (p.128).

 

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