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Lingüística y Literatura

versión impresa ISSN 0120-5587versión On-line ISSN 2422-3174

Linguist.lit.  no.83 Medellìn ene./jun. 2023  Epub 20-Jun-2023

https://doi.org/10.17533/udea.lyl.n83a14 

Estudios literarios

El problema antropológico capital y su relación con la novela del siglo xx. Una perspectiva desde la ensayística de Ernesto Sábato1 *

The Anthropological Capital Problem and Its Relation with the 20th Century Novel. An Approach to Ernesto Sabato's Essays

Wilfer Alexis Yepes Muñoz1 

1Universidad Pontificia Bolivariana (Colombia), email: waymes4@hotmail.com


Resumen

Ernesto Sábato explora la condición humana mediante una crítica a la imagen moderna del mundo con todas sus implicaciones, lo que sugiere un movimiento doble entre la abstracción y la implosión del universo conjetural de las ficciones, manteniendo viva una tensión compleja e insuperable: la necesidad humana, tanto de explicación como de inmersión. El propósito de esta reflexión es justamente ahondar en la condición humana como problema a partir de su obra ensayística y mediante una concepción de la novela contemporánea, en tanto poder que traza infinitas posibilidades sobre lo real.

Palabras clave: Ernesto Sábato; abstracción; pensamiento; existencia humana; novela del siglo xx

Abstract

Ernesto Sábato explores the human condition through a critique of the modern image of the world with all its implications, which suggests a double movement between the abstraction and the implosion of the conjectural universe of fictions, keeping alive a complex and insurmountable tension: necessity human for explanation and immersion. The purpose of this reflection is delving into the human condition as a problem based on his essay work and through a conception of the contemporary novel, as a power that traces infinite possibilities over reality.

Key words: Ernesto Sábato; abstraction; thinking; human existence; 20th century novel

1. Introducción

La apertura de Hombres y engranajes resuena aún, es un grito: «Uno se embarca hacia tierras lejanas, indaga la naturaleza, ansía el conocimiento de los hombres, inventa seres de ficción, busca a Dios. Después se comprende que el fantasma que se perseguía era Uno-Mismo»2 (Sábato, 2006a, p. 11). Se trata de un periplo que se sostiene en la diferencia con el conocimiento y toda construcción de sentido para esta condición humana que no encaja, entre la lejanía y la cercanía.

Ernesto Sábato también hace reminiscencia del abandono de su carrera como científico en uno de sus escritos autobiográficos: «De mi título interior nació mi primer libro, Uno y el Universo, documento de un largo cuestionamiento sobre aquella angustiosa decisión, y también, de la nostálgica despedida del universo purísimo» (Sábato, 2004a, 87). Todo ello redunda en un presupuesto que será fundamental para esta reflexión: «No se debe olvidar la presencia inquietante de la bipolaridad ciencia-literatura en su obra» (Barrera, 1985, p. 39).

Frente a la abstracción del conocimiento científico y la cosificación del hombre por medio de la razón tecnoinstrumental, Sábato propone, en sus ensayos y en sus novelas, una defensa de la literatura como terreno idóneo para consumar la reivindicación de la conciencia humana, que es el sujeto ontológico imprescindible (Sánchez, 2010, p. 23).

La obra de Sábato es un campo de batalla, que vincula el universo abstracto del proyecto moderno con una metáfora de solidez y lejanía visual: «altas torres» (Urbina, 1992) y que, a su vez, comprende el «logocentrismo» del Renacimiento italiano como un «optocentrismo» (Lojo, 1997): un faro se levanta, el universo abstracto y purísimo; nos mira a lo lejos, otea, se remonta sobre el océano tempestuoso de la humanidad concreta. La dualidad simbólica vista/ceguera será una constante no solo en sus tres novelas. Ciertamente, el conocimiento ve, pero ¿cómo nos ve? ¿puede sondear la complejidad de ese fantasma que ya nos resulta lejano? Ante estas cuestiones, responde: «Las altas torres se han derrumbado. Demasiadas esperanzas se han quebrado en el corazón de los hombres» (Sábato, 2011b, p. 141).

Uno y el Universo (1945) y Hombres y engranajes (1951) trazan una diferencia tensiva, el y que se extiende a toda la obra de Sábato: hombres «y» engranajes, uno «y» el universo, entre la inmersión «y» la explicación. En esas nociones no emerge la opción «o», ya que no pueden sustraerse ambas complejidades en una sola. De ahí que, para sondear el problema antropológico capital en su relación con la novela del siglo xx, en tanto apuesta de reivindicación de lo humano, proponemos dos momentos: el primero, «Adentrar el problema en el doble movimiento del pensar», que circunscribe el aporte de Esquirol (2011) en su estudio sobre los filósofos contemporáneos y la técnica con las duplas Uno-Universo, Renacimiento italiano-Renacimiento germánico y ciencia-arte; y el segundo, «La novela del siglo xx como escenario del humano concreto», que reanuda en Sábato dicho problema con el arte y la literatura, especialmente la novela del siglo xx, en contraposición a las manifestaciones de este mismo género en el siglo xix por su afinidad con el concepto de realidad imperante.

2. Adentrar el problema antropológico en el doble movimiento del pensar

La acumulación de abstracciones y aparatos conlleva un olvido. El conocimiento es también paradójico, porque corremos el riesgo de «olvidarnos» de nosotros mismos. Pero «donde crece el peligro, crece también lo salvador» (p. 395), decía Hölderlin (2002); en la acumulación y la abstracción se tensa y reivindica nuestra finitud, toda vez que el pensar no siempre adopta la estructura de la razón centrífuga, adoradora del progreso indefinido. Por ello, se hace necesario dilucidar ese pensar como «doble» movimiento:

Decimos, pues, que el del pensar es un movimiento doble; por lo menos el de la experiencia del pensar en el mundo moderno. Uno es más bien de extensión y otro de tensión. El de extensión suele servirse, de un modo u otro, de la abstracción y tiene una estructura lineal y acumulativa. El de tensión no consiste en avanzar, sino en pasar de la distensión y la falta de tono a la tensión, como en un arco. Lo que llamamos reflexión, crítica, toma de consciencia… son más bien figuras de ese movimiento de tensión (Esquirol, 2011, p. 201).

Al finalizar su análisis en torno a filósofos como José Ortega y Gasset, Martin Heidegger, Jan Patočka, Hannah Arendt, Hans Jonas, Jacques Ellul, Jürgen Habermas y Peter Sloterdijk, Esquirol (2011) dilucida el pensar como un doble movimiento. ¿No es acaso similar la operación que Sábato realizó en su obra? Hay que analizar esta cuestión a partir de la «conciencia de científico» que dio lugar a la «conciencia de hombre»; el «pensamiento mágico» como ritmo que busca lo humano en la oscuridad de la noche, en la palabra narrada; esa condición humana que además es sustraída y reemplazada por el «pensamiento lógico», camino del concepto, de los sistemas de pensamiento. Por eso, no podemos reducir el pensar al «movimiento de extensión», que avanza con el propósito de conquistar un conocimiento cada vez más abstracto, progresivo y alejado del centro. Por tanto, «pensamiento lógico» y «pensamiento mágico» no son más que dos movimientos de ese pensar: uno es centrípeto, que se dirige al centro, a sí mismo, a ese humano oscurecido e inexplicable, y otro centrífugo, que huye del centro para conquistar el mundo. Son dos direcciones inconmensurables, pero inseparables: el pensamiento va y viene, pendula, acumula, tensa, se reconoce dueño y huésped, dentro y fuera, en el límite y superando ese límite.

Si asociamos este «doble movimiento» con el vínculo íntimo entre mythos y logos, nuestra reflexión se movería en esa doble dirección: del mythos al logos, la huida del centro, la ruptura de ese en-el-mundo, que supone lo humano en lo dado, la referencia, la partida. Sin ese mundo no hay centro ni huida; y el movimiento del logos al mythos, el recobramiento, la «profundidad del mito». En ese sentido, aclara Esquirol (2011) que «son movimientos distintos, pero no incompatibles» (p. 201). Por eso se hace tan interesante la obra de Ernesto Sábato. Su crítica es a la negación del pensar mismo que se produce en un movimiento unidireccional: la abstracción, que olvida lo humano, ya que es donde se rompe la compenetración íntima del humano con el mundo. Por ende, el «pensamiento extensivo» se aleja tanto del centro, que se olvida del hombre angustiado, sufriente, que está en el límite, que sueña y recuerda con nostalgia.

La modernidad se mueve progresivamente, es pensamiento extensivo, cuantifica, transforma, devela, desmitifica. Pero «el movimiento de tensión no deja de poner de relieve la finitud que somos; el de extensión, en cambio, se sitúa en el camino del progreso y de una especie de ilimitación» (Esquirol, 2011, p. 201). No nos extrañe que al preguntarnos por lo humano predomine la «extensión» sobre la «tensión». El sujeto moderno sería el enfoque que podemos tener sobre él mediante el «pensamiento extensivo». Por tal razón, ese único movimiento del pensar se dirige a la «abstracción» y hace que nos olvidemos de lo humano. A raíz de ello, Esquirol (2011) hace una enmienda esencial para esta lectura de la obra ensayística de Sábato: «El de la extensión da la amplitud del pensar; el de la tensión, la profundidad» (p. 202).

Sábato interpreta el sentido del pensar en el mundo moderno en términos de abstracción, «y no más que eso». Por eso, el pensamiento pierde entonces la profundidad, la finitud, los sentimientos, las emociones, las tradiciones orales y escritas, el arte en general, la religión, sus dioses y sus demonios, la literatura, ese arte de la palabra que precisa ese doble movimiento del pensar, en tanto constituye ese mismo pensar en movimiento, entre la profundidad del mito y los rascacielos que ha erigido el pensamiento lógico; la angustia de ese sujeto de conocimiento que busca un lugar en esas «máquinas de vivir» y que, paradójicamente, no encuentra: «En nuestras grandes ciudades desapareció ya esa sensación del tiempo cósmico: nuestros altos edificios nos impiden seguir el crecimiento y el decrecimiento de la luna, la marcha de las constelaciones, la salida y la puesta del sol» (Sábato, 2006a, p. 69).

Esas torres de Babel implican la necesidad de suplantar a los dioses, originando entonces el reinado del sujeto, el sujeto triste, sin atributos. Esto equivale a decir que, mientras en el movimiento extensivo y acumulativo del movimiento lógico «perdemos lo humano», en el movimiento «tensivo», de profundidad, lo encontramos nuevamente. Sin embargo, existe una segunda tensión que hace más rica y compleja la experiencia del pensar: la «tensión» entre ambos movimientos (Esquirol, 2011).

Si bien podemos explorar el «pensamiento mágico», «pensamiento tensivo», que remite a la «unidad originaria», la «unidad perseguida» del «pensamiento lógico» está cimentada sobre una base que nos cautiva por su seguridad y fijeza. Nos resistimos a la intemperie de ese movimiento, deseamos que ese movimiento no sea doble, sino único: lo que permanece a través del cambio, la unidad que subyace a la multiplicidad, el inmóvil de Parménides, que se antepone al río de Heráclito. Desde luego, el problema antropológico capital redunda en la segunda tensión, la síntesis que reanuda el doble movimiento. A partir de ello, cabe preguntarse: ¿Qué formas puede adoptar esa tensión? A continuación, una posible respuesta:

La tensión de la reflexión es el movimiento gracias al cual se mantiene la consciencia de la finitud, la memoria, la idea de interrupción… y, también gracias a él, el camino del conocimiento (tecnocientífico, jurídico, histórico, incluso teológico…) no se absolutiza, es decir, se mantiene en sus límites, y en su parcialidad. La tensión puede adoptar la forma de crítica ideológica (Habermas), o de la consciencia de problematicidad (Patočka), o del pensar meditativo (Heidegger) […] (Esquirol, 2011, p. 202).

Las ciencias no pueden reducirse a la dirección extensiva, no pueden sacrificar la profundidad del pensar. Pero tampoco podemos reducir el doble movimiento del pensar a la filosofía; no siempre el pensamiento cosecha filosofías. En esta perspectiva, consideramos que el ensayo y la novela, el drama y la lírica constituyen ese lugar auténtico donde el pensamiento pendula. Ciertamente, la profundidad no es determinada mediante el conocimiento como «agarramiento», es doble movimiento del pensar: despertar y soñar, realidad y ficción, dormir, morir, sufrir; todo ello suscita la conmoción, inquieta, sacude, arranca, es odisea, es guerra. La literatura es, por ello, una forma de la tensión. Ahora bien, ¿cómo concibe y afronta Sábato ese problema capital? No podemos «domar» lo humano, porque también es lo salvaje, el lugar, el centro de ese movimiento.

El universo abstracto, alcanzado parcialmente por el proyecto moderno, no genera una sensación de total seguridad. En realidad, pone de relieve esa tensión. El primer elemento de ese problema antropológico capital lo hallamos en la tercera parte de Hombres y engranajes, titulada «La rebelión del hombre», que comienza con un análisis histórico. La historia moderna se resuelve en una «tensión» entre el Renacimiento italiano y el Renacimiento germánico (Sábato, 1970). El primero involucra los siguientes fenómenos: lo clásico, la lógica, el racionalismo, la limitación, lo finito, lo estático, la claridad, el día, la esencia (Sábato, 2006a). Esta fuerza recorre un periodo aproximado de cuatro siglos, entre los siglos xvi y el xix, época de consolidación del sistema capitalista mediante el proceso de industrialización. El segundo, se caracteriza por su carácter insurreccional y romántico, que se opone a lo clásico; la vida que se opone a la lógica; el irracionalismo que se opone al racionalismo; la ilimitación a la limitación; lo infinito a lo finito; lo dinámico a lo estático; la oscuridad a la claridad; la noche al día; la existencia a la esencia. Por ello, la modernidad constituye una lucha. No es ella toda luz, ni toda lógica, ni todo racionalismo. Esto, en palabras de Sábato (2006a):

La modernidad ha resultado, más bien, como la síntesis dialéctica de esos conceptos, tal como lo muestra un simple examen de la burguesía, esencia de los tiempos modernos: precozmente formada en Italia, pasa a ser luego el elemento decisivo de los pueblos germánicos y anglosajones; imbuida de racionalismo, tiene que desembocar a través de su ilimitación y su dinamismo en el concepto contrario. Como se ve, este elemento de la modernidad recorre alternativamente las dos columnas de las antinomias. Así, como ya se ha dicho, el naturalismo terminó en la máquina, que es su antagónico; el vitalismo, en la abstracción, y el espíritu individualista, en la masificación de nuestro tiempo (pp. 81-82).

Cuanto más nos apoyamos en un movimiento del pensar, con mayor fuerza irrumpe el otro. La modernidad del Renacimiento italiano es prueba de ese pensamiento lógico-extensivo. No podía resolverse en la pureza estática de la esencia y la claridad. Aunque pretenda acabar con el movimiento doble del pensar, la tensión irrumpe en el corazón mismo del hombre: la burguesía es protagonista y antagonista de esa historia de la lucha de fuerzas; ella es también el lugar de esa lucha. Sábato explica ese mecanismo «antagónico» como un elemento también moderno: «Y ese elemento dinámico e irracionalista alentará también en los espíritus germánicos que se levantarán contra la sociedad moderna que los engendró: en los románticos y los existencialistas» (Sábato, 2006a, p. 82).

En este análisis dialéctico, Sábato explica el romanticismo como rebelión contra la ciencia y el capitalismo. No podemos comprender la modernidad como triunfo o aceptación definitiva de la abstracción. Ella también gesta la crisis de ese pensamiento extensivo. El humano se encuentra a la intemperie (Sábato, 1970), está perdido en medio de la acumulación de poder y conocimiento: «El mundo de la máquina aparecía solidarizado con el mundo del dinero, y el ataque contra el maquinismo asumió el carácter de un simultáneo ataque contra el capitalismo» (Sábato, 2006a, p. 86). Es por ello que la modernidad es esa gran paradoja, el lugar de lo clásico y lo romántico, de la lógica y la vida, de la Ilustración y el Romanticismo, de la luz y de la noche. Como muestra de ello, Fausto camina por el filo de esa navaja; ha acumulado conocimientos, ha conquistado el mundo; ahora tiene que entrar, reivindicarse, reintegrarse. Lo más curioso en esta operación es que el hombre encara una fantasmagoría ahora desconocida; tiene que recabar en su memoria, repatriarse:

El romanticismo es una rebelión contra la ciencia y el capitalismo: opone el individuo a la masa, el pasado al futuro, el campo a la ciudad, la naturaleza a la máquina. En su culto del individuo es, pues, un retorno a los ideales del Renacimiento. Pero en su alzamiento contra la ciencia y el capitalismo, se entronca con el espíritu medieval. (Sábato, 2006a, p. 86)

El Romanticismo es, pues, la expresión del movimiento de «tensión», y no se explica por la simple reivindicación de los parajes oscuros e irracionales del arte; es una visión de mundo que constituye también un esfuerzo por comprenderse. No se reduce a sensibilidad; es también la experiencia del pensar:

[…] hay que empezar afirmando que el romanticismo no fue tanto, ni solamente, el nacimiento de una nueva sensibilidad, la atención a nuevas formas de expresión, la aceptación y difusión de una gama de sentimientos distinta de la tradicional, sino también una filosofía, y, por tanto, una estética, un esfuerzo de comprensión teórica y de elaboración conceptual, y que, en muchos casos, de afrontar problemas teóricos nuevos surgieron aquellos fenómenos del gusto que nos hemos habituado a relacionar con la experiencia romántica (D’Angelo, 1999, pp. 13-14).

La aclaración de D’Angelo es fundamental para comprender la insurrección operada a manos del Romanticismo, que es una rebeldía de exploración en el campo de las artes y también una crítica, seducida por el «pensamiento mágico». Según Fussillo (2012), mientras la Revolución Industrial encarna una primera fractura con respecto al mundo medieval, que materializa el sentido pleno de la modernidad incluso en el plano ideológico, y orientada por las fuerzas de la razón y el dinero, el Romanticismo constituye una fisura temporal, que se evidencia en el arte durante la transición entre los siglos xviii y xix:

Estamos ante una revolución que implica sobre todo a la dimensión histórica y geográfica del fenómeno literario, relativizando sus rasgos distintivos, que ya no consisten en la adecuación a una serie de normas recabadas de unas culturas y épocas consideradas como ejemplares (sobre todo la Antigüedad Grecorromana), sino en una mezcla compleja entre creación libre y reflexión crítica (Fusillo, 2012, pp. 51-52).

El Romanticismo «representa la vuelta al yo, la proclamación de los “derechos del corazón”» (Sábato, 2006a, p. 85). Particularmente, el arte romántico se alza contra ese «universo abstracto», que ha olvidado y sacrificado lo concreto, el sueño, la locura, la videncia, el «descenso a los infiernos», ese lugar de agitación, convulsionado, feroz, onírico, nublado, vacilante, inconsistente: «El resultado ya lo conocemos: fue la conquista del universo objetivo, pero al precio de un total sacrificio del yo, de la humillación de los valores verdaderamente humanos» (Sábato, 2006a, p. 92).

El Romanticismo no es un proceso único de oposición. Sábato también trasunta por el marxismo. De hecho, durante los años treinta fue un decidido simpatizante del comunismo. Incluso, Constenla (2011) define al Sábato de esa época como un «joven comunista» y «pintor barullero»: «En ese entonces Ernesto era solo un militante político que escapaba de sus obligaciones como estudiante para hacer grandes denuncias» (, p. 145). El marxismo3 apareció para combatir al capitalismo,4 pero bajo la égida de la ciencia y la técnica mecanizada. Lo interesante es que dicho movimiento no se lanzó contra la máquina, sino contra su uso capitalista:

Sea como fuere, el marxismo apareció y se desenvolvió bajo el signo de la ciencia y de la técnica. Paradójicamente fue, también, un producto del dinero y la razón. Y su levantamiento -y esto es muy significativo- no fue en contra de la máquina, sino contra el uso capitalista de la máquina. Fue un intento de quebrar la temible alianza del dinero y la razón, liberando la razón y proponiéndola al servicio del hombre, humanizándola (Sábato, 2006a, p. 87).

Pese al intento de «quebrar» la alianza entre el dinero y la razón, el marxismo es un movimiento a medio camino. En la segunda parte de Hombres y engranajes se indica que el mayor problema es esa ruptura del universo abstracto con el humano concreto. No se trata únicamente de poner la máquina al servicio de toda la humanidad. En las relaciones de producción el problema de fondo no es la lucha de clases, sino la lucha del humano contra la naturaleza; es allí donde se origina la gran disyuntiva:

Es cierto que la conquista de las fuerzas naturales tiene una grandeza que eleva esa tarea por encima de los burdos deseos utilitarios, y que la conquista de los continentes desconocidos, del mar y del aire, tuvo a menudo la grandeza de las epopeyas. Mas no es menos cierto que grandes y temibles fuerzas se fueron engendrando por debajo de esta arrogante civilización, oscuras fuerzas que no pertenecen a la esencia del capitalismo, sino a la del maquinismo: no la desocupación, la miseria, la taylorización industrial, que son atributos de una sociedad basada en el dinero, sino la mecanización de la vida entera, la taylorización general y profunda de los seres humanos, dominados cada día más por ese engendro infernal que se ha escapado de sus manos y que desde algún tenebroso olimpo planea la destrucción total de la humanidad entre sus tentáculos de acero y matemática (Sábato, 2006a, p. 88).

La síntesis de este proceso dialéctico se efectúa si reconocemos que el problema no obedece solamente a la esencia del capitalismo, sino al maquinismo. No adentramos el problema antropológico bajo la égida de la ciencia y la técnica mecanizada. La operación es radical: del universo al yo, de ese universo movido por máquinas de vivir, ciudades-fábrica, hombres-cosa, abstracciones y más abstracciones, «mecanización de la vida entera», esto es, el universo como una gran maquinaria. El marxismo no escapa a esa mecanización en función del proletariado. Se trata, por tanto, de una crisis de fundamentos: el maquinismo instrumentaliza lo humano. El marxismo no es, en consecuencia, el lugar de esa tensión compleja. También surge el existencialismo como expresión de derrumbe de una civilización tecnolátrica (Sábato, 2006a), movimiento que se ahondará en el siguiente numeral de la reflexión.

En síntesis, el problema antropológico capital tiene en la historia moderna dos movimientos: el movimiento del «Yo» al «Universo», que Sábato identifica con el Renacimiento Italiano y mediante el cual la abstracción absorbe y sacrifica lo humano. Allí la pregunta antropológica tiene al sujeto como un derivado de ese movimiento extensivo. Por otro lado, el movimiento del «Universo» al «Yo», la fisura de la insurrección romántica. Este sería el «descenso a los infiernos»:

La preocupación del ser humano ha estado siempre sometida a un ritmo: del Universo al Yo, del Yo al Universo. Es curioso que siempre haya empezado por interrogar al vasto universo: mucho antes que Sócrates se preguntara sobre el bien y el mal, sobre el destino de nuestra vida y sobre la realidad de la muerte, los filósofos niños de Jonia habían buscado el secreto del Cosmos, la misión del agua y del fuego, el enigma de los astros (Sábato, 2004a, p. 35).

Frente a este planteamiento, es menester recordar la afirmación de Cassirer (1968): la pregunta por el origen del mundo está íntimamente ligada a la pregunta por lo humano. El movimiento primero es la dirección del «yo» al «universo». Sería el paso del mythos al logos. En este punto, prevalece la «pregunta» sobre la «memoria», la «preocupación» sobre la «tradición». El «pensamiento lógico» correspondería, por tanto, a la orientación yo-universo. Si bien están entreveradas, no podemos dar por sentado completamente que una tentativa de la ciencia sea equiparable a la condición irreductible del hombre. Parece que entre hombre y universo hay un elemento doble: «yo» y «universo» son inconmensurables: el microcosmos humano obedece a un plano simbólico que tiene como fondo un «mundo predado», esto es, dado por anticipado; pero esa relación no se reduce a las leyes de la naturaleza que, según la ciencia moderna y las leyes de Newton, tienden a buscar la regularidad. Con el humano concreto sucede lo contrario:

La lógica tradicional y la metafísica tampoco se hallan en mejor posición para comprender y resolver el enigma del hombre; su ley primera y suprema es el principio de contradicción. El pensamiento racional, el pensamiento lógico y metafísico, no puede comprender más que aquellos objetos que se hallan libres de contradicción y que poseen una verdad y naturaleza consistente; pero esta homogeneidad es precisamente la que no encontramos jamás en el hombre. No le está permitido al filósofo construir un hombre artificial: tiene que describir un hombre verdadero. Todas las llamadas definiciones del hombre no pasan de ser especulaciones en el aire mientras no estén fundadas y confirmadas por nuestra experiencia acerca de él. No hay otro camino para conocerle que comprender su vida y su comportamiento. Pero tropezamos en esto con algo que desafía todo intento de inclusión dentro de una fórmula única y simple. La contradicción es el verdadero elemento de la existencia humana (Cassirer, 1968, p. 15).

El problema antropológico capital se mueve en esta dialéctica descrita por Cassirer, y enfatiza en la contradicción como un elemento inherente a la condición humana. La relación que establecemos con el «universo abstracto» no puede ser la misma que realizamos con este «universo concreto». Ciertamente, ese universo abstracto es el punto de partida de esa referencia: ahora el «mundo dado por anticipado» es un mundo unificado por la ciencia. Lo que llamamos mundo está condicionado por un lente: el pensamiento lógico. No obstante, ese lente se presta únicamente para mirar esa «unificación» que Sábato sintetiza en el vocablo «universo» (Sábato, 2006b).

El lente con que miramos lo humano no puede ser únicamente el de la ciencia; con el humano no podemos ser completamente objetivos. En efecto, «lo inconmensurable» no puede sostenerse sin «lo inseparable»: el humano concreto y el mundo concreto son inseparables. No comprendemos lo humano concreto sin el mundo concreto y, por ello, el principio aristotélico de identidad resulta insuficiente:

El espíritu destruye el mundo de los mitos por la acción mecánica de los conceptos, es la despersonalización y la muerte. El espíritu juzga mientras el alma vive. Y es el alma la única potencia del hombre capaz de solucionar los conflictos y antinomias que el espíritu tiende como una red sobre la realidad fluyente. Sólo los símbolos que inventa el alma permiten llegar a la verdad última del hombre, no los secos conceptos de la ciencia. Sólo el alma puede expresar el flujo de lo viviente, lo real no racional (Sábato, 2004b, p. 147).

El universo concreto es simbólico. Su filigrana no son los conceptos y las leyes, sino las experiencias de sentido y los significados que configura a partir de dichas experiencias. El humano es el universo de la «memoria»; de ahí la importancia de los mitos y del arte:

El arte, como el sueño, incursiona en los territorios arcaicos de la raza humana y, por lo tanto, puede ser y está siendo el instrumento para rescatar aquella integridad perdida; aquella de que inseparablemente forman parte la realidad y la fantasía, la ciencia y la magia, la poesía y el pensamiento puro (Sábato, 2004b, p. 156).

El humano tiene también la necesidad de rescatar ese mundo mágico que ha perdido. Es fundamental la contradicción: el humano hace ciencia, sale a gastar y a acumular, pero su verdadera patria no es el universo abstracto. Cuando siente que ha conseguido la satisfacción del conocimiento objetivo, no puede detenerse allí. La pregunta por el hombre no se resuelve en el qué puedo conocer. Por el contrario, es estado de apertura: ¿Puedo conocer-me? ¿Puede conocer-me la ciencia? En ese sentido, el arte deviene en esa restitución del mundo mágico. Por ello, Sábato es un visionario, porque no se asienta en las fisuras ni en las antinomias y sigue su camino en busca de una síntesis.

3. La novela del siglo xx como expresión de lo humano concreto

Sábato considera que los románticos recobraron tempranamente lo humano, pero esa implosión del yo se da cabalmente con Søren Kierkegaard, considerado uno de los precursores más representativos de una corriente que cobrará fuerza durante el siglo xx, especialmente en Francia: «Al adolescente entusiasmo de los técnicos sucedió el temor ante el monstruo mecánico y la intuición de que podía ser fatal para el hombre» (Sábato, 2006a, p. 92).

La concepción defendida por los filósofos de la existencia,5 tanto en su vertiente alemana -Karl Jaspers, Martin Heidegger- como en la francesa -Jean-Paul Sartre, Gabriel Marcel, por citar unos cuantos-, se acopla a esa crisis de la concepción moderna del hombre (Roubiczek, 1968). No encontramos lo humano en ese abocamiento a ultranza hacia los preceptos de la razón instrumental. El humano concreto se mueve entre el ser y el no-ser; tiene su ser abstracto en suspenso. Su condición de libre mantiene en cuestión su ser. No es determinado por la intencionalidad que lo dirige a ese ser macizo que Sartre denomina en-sí: «El ser-en-sí no tiene un dentro que se oponga a un fuera y que sea análogo a un juicio, a una ley, a una conciencia de sí. El en-sí no tiene secreto: es macizo» (Sartre, 2008, p. 37). En El ser y la nada, el filósofo de la libertad analiza exhaustivamente las estructuras del para-sí. A diferencia del en-sí, el para-sí es equiparable a conciencia, intencionalidad, nihilidad de su ser: «El para-sí es el ser que se determina a sí mismo a existir en tanto que no puede coincidir consigo mismo» (Sartre, 2008, p. 135). Lo interesante al retomar el planteamiento de Sartre es que cuando él hace referencia al conocimiento como tipo de relación entre el en-sí y el para-sí, concluye lo siguiente:

Por medio del mundo, el para-sí se hace anunciar a sí mismo como totalidad destotalizada, lo que significa que, por su propio surgimiento, el para-sí es develación del ser como totalidad, en tanto que el para-sí tiene-de-ser su propia totalidad en el modo destotalizado (Sartre, 2008, p. 261).

El conocimiento del mundo nos permite anunciar nuestra propia finitud. Esa curiosidad que acompaña a Sábato en la pregunta por la condición humana tiene su explicación. El humano se convierte en problema cuando conoce, porque conociendo se revela a sí mismo como «el» diferente, como una «totalidad destotalizada». También el en-sí y el para-sí son inconmensurables(inseparables. El problema surge cuando él se desprende de lo conocido: lo conocido y el que conoce comparten una relación de conocimiento como afirmación, pero a su vez, como «negación» de lo humano:

Así, pues, el conocimiento es el mundo; para hablar como Heidegger: el mundo y, fuera de eso, nada. Sólo que este «nada» no es originariamente aquello en que emerge la realidad humana. Este «nada» es la realidad humana misma, como la negación radical por la cual el mundo se revela (Sartre, 2008, p. 261).

El conocimiento es el mundo. Nos queda la nada, esa resistencia a pertenecer al mundo, a lo conocido. El humano es esa nada, esa libertad que permanece en cuestión (Sartre, 2008, p. 599). En este sentido, «conocimiento» y «libertad» se oponen como «inseparables». La existencia no pertenece a ese reino esencial de las leyes y la lógica; no siempre camina en la dirección del mundo, del conocimiento:

La existencia es una conquista. Su modo de ser esencial es «estar en impulso». Su ritmo propio es la crisis. Es un perpetuo movimiento de flujo y reflujo, de fracaso y victoria. Sólo puede irse al reposo por la angustia, el abandono por el desafío, a la creencia por el escándalo. La vida espiritual es una continua tempestad de antinomias, cuyos términos tan pronto se estrellan entre sí como se separan hasta la ruptura. El existente tiene que mantener los contrarios unidos en un esfuerzo de dolorosa tensión, jamás resuelta (Sábato, 2004b, p. 143).

La existencia es para Sábato un hilo tensado entre la miseria y la conquista, entre el conocimiento del mundo y «su» problema. No se encuentra en la zona segura de las leyes y lo perdurable. Ese ser que podríamos igualar a «mundo» está siempre en suspenso. Según Sábato, es solo mediante la literatura, donde se da ese doble movimiento de ficción y realidad, de razón y corazón, de pasiones mezcladas, la forma cómo podemos afrontar dicho problema, que incluso se concretó en un filósofo escritor como Sartre, albañil de altas torres con sus tratados y explorador del abismo de la libertad con sus obras de teatro y sus novelas (Cruickshank, 1968).

En consonancia con lo anterior, y retomando planteamientos del primer numeral, queda en el horizonte el siguiente supuesto: hemos perdido lo humano con tanto conocimiento. Olvidamos que la abstracción es una necesidad humana, pero no la única. Ciertamente, fue fundamental la posición de Esquirol (2011) frente al pensar como doble movimiento. No podemos desistir de esa concretes perturbada, de ese hombre de la calle que se agita, hambriento de profundidad. A pesar de que la lógica del consumo que acarrea esa mentalidad maquinista nos permita acumular, adueñarnos de ese mundo previamente construido e impecablemente ordenado, sentarnos en un sillón a sentir que hemos conquistado el mundo y contemplemos por un instante toda esa gran obra, el humano concreto sigue empecinado en algo que ya no es claro, distinto, axiomático, puro, universal.

Aunque la abstracción pretenda unificar el decurso de la concretes, algo deja pasar. La abstracción también es ajena a lo humano; paradójicamente ajena. Y decimos «paradójicamente ajena», porque Sábato encuentra que el panorama del lenguaje obedece también al binomio abstracto-concreto, que se traduce en un polemos a un nivel ontológico. Aunque previamente, en Hombres y engranajes distingue el conocimiento como abstracción de la concretes humana y de la tensión resultante de este proceso de agarramiento, en Heterodoxia se enfrenta a una división de lenguajes, provocada por el universo abstracto, incluso en el ámbito de la lingüística:

Muchas de las actuales confusiones de la gramática y de la lingüística se deben -en mi opinión- a que no se distingue la existencia de dos lenguajes, más o menos superpuestos: el lenguaje de la vida y el lenguaje de la verdad6 (Sábato, 2011a, p. 44).

Para Sábato, el lenguaje mismo se transforma en problema cuando el humano ya no es en-el-mundo, y tiene que sopesar la inevitable experiencia de lo que vive concretamente con los conceptos del «lenguaje de la ciencia». Estos lenguajes se oponen inicialmente, respondiendo a la lucha entre el «yo» y el «universo»:

Primero el hombre vive en el universo y luego reflexiona sobre su esencia. Y es inevitable que, al ir construyendo, poco a poco, burdamente, el mundo de los conceptos, su ciencia, y su filosofía, se valga de las palabras que tiene a mano, de esas palabras que, como «piedra» y «calor», le han servido para sobrevivir, simplemente para sobrevivir. Y como de algún modo esos imperfectos signos tienen parentesco con los fantasmas del cielo platónico, como en alguna medida la palabra «piedra» sugiere la transparente «piedridad» que desde allá arriba rige su existencia, el hombre resulta capaz de irse elevando hacia el puro mundo de las ideas merced a ese imperfecto conjunto de materializaciones. Pero esta tara antropomórfica no nos debe engañar sobre la esencia de aquel universo platónico que debe, finalmente, ser expresado con un lenguaje de símbolos creados para él y sólo para él. En ese instante el lenguaje de la ciencia se separa para siempre del lenguaje vital (Sábato, 2011a, pp. 44-45).

El humano está/siendo-en-el-mundo, la vida precede a la necesidad de un lenguaje que «unifique lógicamente» esa necesidad de conocimiento, permitiéndonos de este modo mirar la vida desde esa perspectiva. Es significativo que el lenguaje de la ciencia tenga como insumo primordial las palabras que el humano emplea cotidianamente: piedra, árbol, hoja, luna, brasa. Sábato piensa que las abstracciones son creadas por el humano y para el humano; son el resultado «referencialmente» consistente de ese «conjunto imperfecto de materializaciones» de su experiencia en-el-mundo. La abstracción tiene su sustento en el lenguaje vital y no en un universo platónico que se levanta como una vitrina de unidades lógicas y estables, antepuesto al lenguaje vital.

El lenguaje de la ciencia sacrifica lo concreto como concreto para ceñir una eidos, un arquetipo, una imagen inalterable, pero no puede sondear lo que ha perdido. Luego, el lenguaje de la ciencia es un lenguaje desposeído: «Razón por la cual la ciencia ha terminado por buscar su lenguaje propio, totalmente inventado para sus necesidades: una tranquila multitud de símbolos desposeídos de cualquier otro significado que el convenido por sus creadores» (Sábato, 2011a, p. 45).

No siempre la necesidad de conocimiento y de «pensamiento extensivo» -del conocimiento que almacena y sitúa al sujeto como un ser ajeno a la objetividad- se cierra en la inalterable estantería de conceptos y axiomas. El para-sí, si recurrimos a la reflexión fenomenológico-existencial de Sartre, se distingue del en-sí, macizo, pleno y estable, porque es un constante aplazamiento de ese estado de cosas, ubicado en el «es», el «es» abstracto: «El para-sí está obligado a no existir jamás sino en la forma de un en-otra-parte con respecto a sí mismo, a existir como un ser que se afecta perpetuamente de una inconsistencia de ser» (Sartre, 2008, p. 135). La abstracción no aquieta el movimiento mismo de la existencia: el humano, el lenguaje de la vida, son un permanente fluir. Por ello, estamos de acuerdo con Kundera (2007) cuando afirma: «Los tiempos modernos hicieron del hombre, del individuo, de un ego pensante el fundamento de todo. De esta nueva concepción del mundo también resulta la nueva concepción de la obra de arte» (p. 290).

Por su parte, para Sábato la idea es clara: «El lenguaje de la ciencia puede ser lógico porque sus proposiciones se refieren al mundo estático y unívoco de las esencias; y no tienen otro objeto que expresar y comunicar verdades» (Sábato, 2011a, p. 45). El lenguaje de la ciencia es, por tanto, unívoco (Sábato, 2003), ya que pretende encumbrarse sobre la «extensiva» acumulación de verdades, y aunque admite el error -errar es humano, decía Agustín de Hipona- y un dinamismo que obedece a una perspectiva infinita del universo, se eleva como único y auténtico. En cambio, el lenguaje de la vida es equívoco y multívoco (Sábato, 2003), porque es el lenguaje del humano concreto, que «ensaya» a ser:

Muy diferente es el lenguaje que se emplea en el mundo del hombre concreto. En primer término, porque su realidad no es lógica, y luego porque no sólo o ni siquiera se propone comunicar un conocimiento o una verdad: más bien pretende expresar sentimientos y emociones, e intenta actuar sobre el ánimo de sus semejantes, incitándolos a la acción, a la simpatía o al odio. Es, por lo tanto, un lenguaje insinuante, absurdo y contradictorio (Sábato, 2011a, pp. 45-46).

Ese mundo, concebido en la necesidad de un lugar sólido para la urgencia de conocimiento, despliega dos tensiones íntimamente coligadas: yo-universo, lenguaje de la vida y lenguaje de la ciencia; antinomias que, por lo demás, desatan una «inconmensurabilidad» en la relación humano concreto-mundo concreto -porque no existe para Sábato un hombre abstracto y platónico-, como «inconmensurable-separable». Y la modernidad parece ser ese triunfo del lenguaje de la ciencia, que desencadena una crisis de fundamentos: el «inconmensurable-inseparable» es sustituido por el «inconmensurable-separable». Nos referimos particularmente a la distinción primaria humano concreto-en-el-mundo, una referencialidad «inconmensurable-inseparable», que no ha tomado el mundo por el cuello.

Para Sábato el problema antropológico capital tiene en el mito y en el arte -particularmente, la literatura y, en especial, la novela- su principal fuente de expresión. Ahora bien, es preciso preguntar: ¿Cómo se encuentran las letras en un panorama de crisis? ¿Existe una diferencia clara entre la novela del siglo xix y la del siglo xx, por ejemplo? Sábato intitula adrede el primer numeral de esta cuarta parte de Hombres y engranajes «La literatura del yo». Allí, identifica la vocación de la novela con el humano concreto, antes de comenzar su contrastación con la novela del siglo xix:

Dada la reivindicación del individuo, de su experiencia concreta e intransferible, es lógico que los representantes de la revuelta contemporánea hayan recurrido a la literatura para expresarse, ya que sólo en la novela y en el drama puede darse esa realidad viviente. Pero no a esa literatura que se solazaba en la descripción del paisaje externo o de las costumbres burguesas, sino a la literatura de lo único, de lo personal (Sábato, 2006a, p. 97).

La novela es el lugar de ese humano que piensa, que es incapaz, que llora, que se jacta, que busca su lugar en el mundo; ese humano que, en definitiva, no puede ser platónico porque es el lugar mismo de los contrarios, el espacio de la conjetura, el paisaje irregular, sus impulsos bestiales y hasta sus demonios. Sábato considera que la novela del siglo xix se regocijaba en el «paisaje externo» de las costumbres burguesas. De hecho, novelistas como Balzac y Tolstoi «creaban un mundo y mostraban criaturas vivientes desde fuera»; y no solo eso, «daban la impresión de ser Dios mismo» (Sábato, 2006b, p. 97).

El concepto de realidad que subyace a los tiempos modernos desencadena la deshumanización (Berdiaeff, 1946) y responde más bien al pensamiento extensivo. Todo aquello que concierne al mundo externo, que es para Sábato abstracción sin el humano, abstracción de la razón instrumental, significa la reducción de lo humano a mecanismo, un pensar reduccionista:

Que los adoradores de la Abstracción se queden arrodillados ante ella. Mientras llegan sus ángeles de exterminio, en la forma de los aviones atómicos, que sigan arrodillados ante esa divinidad laica, ante ese ente cuyo culto suele calificarse de Amor a la Humanidad, pero que a la larga viene unido al odio más desenfrenado por el hombre con minúscula. ¿Y qué hay sino hombres con minúscula? Dios nos salve de la guillotina o de los campos de concentración de estos adoradores de la Humanidad (Sábato, 2006a, p. 94).

Este horizonte urge la exaltación de la finitud humana, encarnada según Sábato, en autores como Fiodor Dostoievski, Marcel Proust, Virginia Woolf,7 Franz Kafka, James Joyce y William Faulkner, por citar unos cuantos. Estos escritores tienen en común que sus novelas ejercitan el solipsismo y la tendencia a mostrar la realidad desde lo humano en minúscula. Si se mira desde la perspectiva propuesta por Sábato, en la cual afirma que «El paisaje es un estado del alma» (Sábato, 2006a, p. 94), cabe preguntarse: ¿Qué implica este desplazamiento, esa inmersión en las regiones escabrosas y empañadas del yo? He aquí una posible respuesta:

Al sumergirse en el yo, el escritor se encontró con un tiempo que no es el de los relojes ni el de la cronología histórica, sino un tiempo subjetivo, el tiempo del yo viviente, muchas veces, como dijo Virginia Woolf, en «maravilloso desacuerdo» con el tiempo de los relojes. Ya en Dostoievsky empieza a prevalecer, hasta llegar a construir la esencia misma de novelas como Mrs. Dalloway, fieles registros del tiempo anímico, de su fugaz paso por las criaturas humanas. Y ese flujo temporal ha impuesto el monólogo interior y a veces el lenguaje asintáctico e ilógico que domina en buena parte de la literatura contemporánea (Sábato, 2006a, pp. 107-108).

La novela del siglo xx es, en efecto, el lugar de ese pensamiento tensivo. El mundo no se limita a la regularidad de los fenómenos que la razón agrupa y clasifica como si de agarrar se tratara. El humano deshumanizado por la abstracción ha de recobrarse; ha de abandonar su condición de cosa: «La literatura importante es el reverso del mundo cotidiano, pues la creación es en muchos sentidos un acto antagónico similar al sueño, un intento de crear otra realidad, precisamente por el descontento que nos rodea» (Sábato, 1976, p. 30).

A diferencia de ese «tiempo cronológico» donde impera la cantidad y la regularidad del mecanismo, el tiempo humano es un estado del alma, que lo mantiene en suspenso, en movimiento, contradicho, suspendiendo o avanzando, eligiendo y claudicando. En la décima jornada de sus conversaciones con Carlos Catania, Sábato expresa:

Sea como sea, el alma no está en el espacio físico ni obedece al tiempo astronómico. La diferencia entre el tiempo existencial y el tiempo astronómico es tan grande que hasta en cierto modo son inversos: si me empujan, mi cuerpo se mueve hacia adelante, y el presente del empujón determina mi futuro, tal como sucede siempre en el universo de los objetos; en el espíritu es al revés: si me muevo deliberadamente, porque me propongo ir a cierta parte, mi futuro determina mi presente. ¿Ve qué peligroso es aplicar al mundo espiritual el sistema de conceptos adecuado para el mundo material? (Sábato, 2003, p. 92).

En este movimiento, por tanto, no enfrentamos un paisaje regular, iluminado, sino una «atmósfera fantasmal y nocturna»: «La sumersión en lo más profundo del hombre suele dar a las creaciones literarias y artísticas de nuestro tiempo esa atmósfera fantasmal y nocturna que solo se conocía en los sueños» (Sábato, 2006a, p. 108). Acontece que la novela contemporánea ha descendido al universo fantasmal y simbólico del humano concreto.8 De ahí que la misma narrativa de Sábato sea ejemplo de esta inmersión; sus personajes están a oscuras: Juan Pablo Castel en El túnel (1948), Martín del Castillo y Fernando Vidal Olmos en Sobre héroes y tumbas (1961), R. y Ernesto Sabato-personaje en Abaddón, el exterminador (1974). Particularmente, los personajes femeninos como María Iribarne en la primera obra, Alejandra Olmos en la segunda y María de la Soledad en la última serían expresiones de ese universo ominoso y abismal donde acontece el movimiento de tensión, que devora toda orientación lógica, extensiva o explicativa. Y es allí justamente donde, de acuerdo con Sábato, reconquistamos lo humano sin perder de vista ese «afuera» y ese «adentro», esa referencialidad «inconmensurable-inseparable». Allí los personajes masculinos están inmersos-en-el-mundo, caminan a tientas e incluso son devorados y transformados. A veces pueden ver su sombra cuando las débiles luces de la noche les permite esta experiencia única e insustituible; y otras, viven como sombras. Ahora bien, ¿qué humano encontramos en esas situaciones disímiles, en esa soledad metafísica?

Y a este descenso corresponde un nuevo tipo de universalidad, que es el del subsuelo, de esa especie de tierra de nadie en que casi no cuentan los rasgos diferenciales del mundo externo. Cuando bajamos a los problemas básicos del hombre, poco importa que estemos rodeados por las colinas de Florencia o en medio de las vastas llanuras de la pampa (Sábato, 2006a, p. 108).

¿Qué tiene de universalidad esa concretes? ¿Acaso podemos imputársela a todos los humanos? ¿Podemos darnos ese permiso? Cuando enlazamos el doble movimiento del pensar con el problema antropológico capital, enfatizamos en el movimiento de «tensión primera», a saber, la profundidad. La novela contemporánea es ese lugar de la profundidad que buscamos cuando no basta la acumulación de conocimientos del mundo.

A lo largo de esta obra ensayística encontramos varios intentos de definición, conforme a lo que se ha planteado hasta ahora. La primera nos recuerda el romanticismo: «El corazón del hombre es vivo y contradictorio como la vida misma, de la que es su esencia» (Sábato, 2006a, p. 125). La exaltación del yo va de la razón, que encarna en el cogito cartesiano el fundamento mismo de la abstracción, al corazón, respondiendo a una «lógica desafiante»: «Mito, religión y arte son por esencia refractarios a cualquier tentativa racionalizadora, y su «lógica» desafía todas las categorías de la lógica aristotélica o dialéctica» (Sábato, 2001, p. 22). Estos tres elementos tienen como sustrato al humano concreto y obedecen al «rigor psicológico», arraigado en las motivaciones y comportamientos, la compenetración profunda entre pasión y razón (Fusillo, 2012). Según Cassirer (1968), el arte «caracteriza a la naturaleza del hombre que no se halla limitada a una sola manera específica de abordar la realidad, sino que puede escoger su punto de vista y pasar así de un aspecto de las cosas a otro» (p. 147). El arte logra, pues, esa profundidad del corazón. Y si nos remitimos a Camus (2011): «El artista rehace el mundo por su cuenta» (p. 298).

La complejidad de la existencia humana no obedece a la lógica; lo que es absurdo también es real. Esto implica una ampliación en esa concepción de la realidad, en contraposición al realismo burgués del siglo xix (Sábato, 1970). Una realidad compleja incluye al humano concreto, lo que se mueve, lo inconsistente, en contacto permanente con lo inquebrantable, el incomprensible escenario donde «el hombre rebasa constantemente los límites de su cuerpo físico» (Sábato, 2006a, p. 134). Las angustias, que pertenecen a la condición no esencial del hombre se orientan, por tanto, según una lógica de ideas encarnadas, oscurecida por sentimientos y motivaciones:

Pero el hombre rebasa infinita y constantemente los teoremas y los puentes. Casi nada de lo más importante del hombre es apto para la lógica: ni los sueños, ni el arte, ni las emociones, ni los sentimientos, ni el amor, ni el odio, ni la esperanza, ni la angustia (Sábato, 2003, p. 100).

4. Consideraciones finales

De esta aproximación se desprende un presupuesto tangencial, incluso para la comprensión de la narrativa de Sábato: las angustias, que son siempre metafísicas porque rebasan los límites y peligros del cuerpo físico; si pertenecen al humano, si son su condición, están de este lado: de la lógica de la vida, de ideas encarnadas, oscurecidas por sentimientos y motivaciones. Esto indica que sus ideas metafísicas desafían la refulgencia de la metafísica cartesiana.

La novela no profesa indiferencia con las preocupaciones que instigan al humano en cada momento de su vida. No puede ser una metafísica racionalista, de la razón pura, pero tampoco un irracionalismo absoluto. No es tampoco una metafísica que pueda partir de la caverna platónica. Para esta clase de metafísica, el pensamiento fluctúa entre la claridad y la sombra, entre la noche y el día. Es, en definitiva, una metafísica de claroscuros, de momentos de lucidez y momentos de locura: ideas metafísicas que son problemas psicológicos, problemas del alma, de su insobornable vacilación; la soledad metafísica de un hombre concreto en una ciudad concreta; la desesperación metafísica. En este sentido, «la exaltación del yo» es la metáfora de la preocupación metafísica de la novela contemporánea. Como esas ideas encarnadas, ese paisaje irregular de pasiones e impulsos, son la evidencia de un hombre reconciliado con su impureza metafísica, la novela representa su modo más auténtico de expresión.

Mediante el espíritu puro, a través de la metafísica y la filosofía, el hombre intentó explorar el universo platónico, invulnerable a los poderes del tiempo; y quizá haya podido hacerlo, si hay que creer a Platón, por el recuerdo que le queda de su primigenia confraternidad con los dioses. Pero su patria verdadera no es esa sino esta región intermedia y terrena, esta dual y desgarrada región de donde surgen los fantasmas de la ficción novelesca. Los hombres escriben ficciones porque están encarnados, porque son imperfectos. Un dios no escribe novelas (Sábato, 2004b, p. 211).

La novela es, en Sábato, la metafísica de ese ser intermedio, incompleto y dual: ideas encarnadas, filosofía vivida, doble movimiento del pensar. Ahora bien, ¿Cómo sopesar esa soledad y esa preocupación metafísicas frente a esta urgencia de humanización? Aunque la novela contemporánea constituye una exaltación de ese territorio fantasmal de la interioridad, no puede desconocer los territorios donde se mueve el humano concreto: «Ni el individualismo ni el colectivismo son soluciones verdaderamente humanas, pues el primero no ve la sociedad y el segundo no ve al hombre; ambas son abstracciones, y abstracciones esencialmente perniciosas para el ser humano» (Sábato, 2001, p. 165). Sábato trata de curar el «lenguaje de la vida» de esas abstracciones que cosifican: sitúa lo humano en un «entre»: entre la razón y la emoción, entre sus demonios y sus dioses, entre su ser social y el espesor de su interioridad. Este movimiento del pensar sería el lugar de esa síntesis.

Todo lo anterior permite redescubrir la humanidad concreta, no en el animal instrumentificum, que lanza sus máquinas contra la naturaleza y, paradójicamente, contra sí mismo, sino en el «animal simbólico», que propicia esos claroscuros trazados por Sábato para que la síntesis de ese pensamiento mestizo pueda resignificar al humano concreto: «Por lo tanto, en lugar de definir al hombre como un animal racional lo definiremos como un animal simbólico. De este modo, podemos designar su diferencia específica y podemos comprender el nuevo camino abierto al hombre» (Cassirer, 1968, p. 27).

La racionalidad nunca pierde su fuerza y valor, pero está imbuida en el doble movimiento del pensar, es inclinación, corriente de río, oleaje; peregrina entre lo conceptual y lo emotivo, entre esperanzas y recelos, ilusiones y desilusiones. La novela es ese pensamiento tensivo, que tantea el recobramiento de un pensamiento también mágico, esa suerte de poder omnívoro de la narratividad, que acoge toda experiencia y representación del humano como elemento decisivo para trazar infinitas posibilidades.

Referencias bibliográficas

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1. Este artículo deriva de la investigación de Doctorado en Filosofía, presentada en la Universidad Pontificia Bolivariana, que se titula: Lo humano como ficción. El pensamiento mágico de Ernesto Sábato. Está inscrito en la línea de investigación de filosofía, literatura y cultura del grupo de investigación Epimeleia. Fuente de financiación propia.

2. Lo expresó previamente en su obra de transición: «(Uno se embarca hacia tierras lejanas, o busca el conocimiento de hombres, o busca a Dios; después se advierte que el fantasma que se perseguía era Uno mismo). Fuera de mi ruta debe de haber otros entes, otras teorías e hipótesis. El universo del que se habla aquí es mi Universo particular y, por lo tanto, incompleto, contradictorio y perfeccionable […]» (Sábato, 2006b, p. 13).

3. En La cultura en la encrucijada nacional, escribe: «Diré, sin embargo, que estudié a Marx con gran pasión desde el momento en que ingresé al movimiento comunista (1931) y que su aprendizaje no lo hice con la mera lectura de sus textos, sino a través de la misma acción revolucionaria, que es la única forma en que el propio Marx concebiría la asimilación de su doctrina. Alejado del partido a partir de los procesos de Moscú (1935), asqueado de la esclavitud moral, intelectual y física que el stalinismo imponía, consciente del divorcio que provocaba entre la realidad de nuestro país y el régimen soviético, y, en fin, habiendo tomado conciencia de que muy poco quedaba de la teoría marxista en la escolástica que en Rusia se inyectaba hasta con tortura y muerte, terminé por dejar el movimiento por el que había abandonado familia, estudios y seguridad» (Sábato, 1976, pp. 45-46).

4. Es preciso recurrir a la distinción entre capitalismo y maquinismo, porque allí reside el gran dilema del marxismo, según Sábato: «El mismo Lewis Mumford cree en esa posibilidad, y afirma que no debe confundirse capitalismo con maquinismo: en la antigüedad hubo capitalismo sin máquinas y también puede concebirse la existencia de máquinas sin capital; es falso atribuir a la máquina, que es amoral, los pecados del régimen capitalista; como es sofístico atribuir al capitalismo los méritos de la máquina» (Sábato, 2006a, pp. 87-88).

5. Gadamer (2003) propone una distinción entre existencialismo y filosofía de la existencia, fundamental para esta reflexión: «En la discusión filosófica actual se habla de existencialismo como si fuera algo casi evidente y, por otro lado, se entienden cosas bastante diversas bajo este término, aunque no carecen de un denominador común ni tampoco de una coherencia interna. Se piensa en Jean-Paul Sartre, Albert Camus y Gabriel Marcel, se piensa en Martin Heidegger y Karl Jaspers, tal vez también en los teólogos Bultmann y Guardini. En realidad, la palabra “existencialismo” es una acuñación francesa. Fue introducida por Sartre, quien elaboró su filosofía en los años cuarenta, es decir, durante los tiempos en que París se encontraba bajo la ocupación alemana, y la presentó luego en su gran libro El ser y la nada» (p. 15).

6. En estos planteamientos, Sábato no difiere del pensamiento de Cassirer (1968) cuando distingue el lenguaje conceptual del lenguaje emotivo: «porque junto al lenguaje conceptual tenemos un lenguaje emotivo; junto al lenguaje lógico o científico el lenguaje de la imaginación poética. Primariamente el lenguaje no expresa pensamientos o ideas sino sentimientos y emociones. Y una religión dentro de los límites de la pura razón, tal como fue concebida y desarrollada por Kant, no es más que pura abstracción. No nos suministra sino la forma ideal, la sombra de lo que es una vida religiosa genuina y concreta» (p. 27).

7. Sábato profundiza la «literatura subjetiva» del siglo xx, incluso cuando cita un fragmento de una obra de Virginia Woolf, como ejemplo de ese desplazamiento: «Contrastemos esta manera de ver la realidad con la de Virginia Woolf, vista ya desde el puro sujeto: “Había una mancha oscura en el centro de la bahía. Era un barco. Sí, lo comprendió al cabo de un segundo. Pero ¿a quién pertenecería?... La mañana estaba tan hermosa que, excepto cuando se levantaba en algún sitio un soplo de aire, el mar y el cielo parecían estar hechos de una misma trama, como si las velas estuvieran clavadas en lo alto del cielo o las nubes se hubiesen caído en el agua» (Sábato, 1976, p. 71).

8. La tarea de universalizar en la literatura difiere de la tendencia abstraccionista, según Fussillo (2012): «Ello implica, sobre todo, el rechazo de lo accidental y la búsqueda, en cambio, de lo posible y de lo verosímil. Y es que universalizar no significa tipificar, es decir, reducir las personalidades individuales a meros estándares en los que todos podamos reconocernos; significa, por el contrario, captar los rasgos esenciales de un carácter o de un evento, para así darles un sentido totalizador: para hacerlos representativos de toda una clase de individuos» (p. 28).

*Cómo citar: Yepes Muñoz, W. A. (2023). El problema antropológico capital y su relación con la novela del siglo xx. Una perspectiva desde la ensayística de Ernesto Sábato. Lingüística Y Literatura, 44(83), 313-330. https://doi.org/10.17533/udea.lyl.n83a14 (Original work published 13 de marzo de 2023)

Recibido: 27 de Febrero de 2022; Aprobado: 04 de Junio de 2022

*Autor para correspondencia: Wilfer Alexis Yepes Muñoz, email: waymes4@hotmail.com

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