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Iatreia

Print version ISSN 0121-0793

Iatreia vol.15 no.4 Medellín Oct./Dec. 2002

 

ARTÍCULO DE REFLEXIÓN

 

La vida en la tierra. Mermarle al egoísmo y aumentar la cooperación

 

LIFE ON EARTH. TO REDUCE EGOTISM AND INCREASE COOPERATION

 

 

Jorge Ossa Londoño*

 

* DOCTOR, Subgrupo Bioantropología. Grupo de reproducción –Biogénesis, Universidad de Antioquia, Medellín, Colombia.

 

 


ESTE CORTO ENSAYO RECOGE LAS REFLEXIONES DEL AUTOR, estimuladas por algunas lecturas preliminares sobre el tema de la ética ambiental. Se propone el concepto de la vida en la tierra como base fundamental de una ética planetaria y se rescata el egoísmo ontogénico como una función necesaria para la construcción del individuo vivo, y la cooperación como principio organizador necesario. Se sugiere que la capacidad del ser humano para incrementar su sentido de cooperación y para reducir su egoísmo, podría ser la regla de oro para manejar las complejas relaciones con el entorno.

PALABRAS CLAVE

ÉTICA AMBIENTAL, BIOSEMIÓTICA, EGOÍSMO, COOPERACIÓN, EDUCACIÓN


SUMMARY

This short essay collects the thought of the author stimulated by some preliminary readings on the subject of environmental ethics. The concept of life on earth is proposed as the fundamental basis for and ethics of the environment. Egotism as an ontogenetic principle of the construction of the individuality of the living being; and cooperation, as a necessary organizing axis, are recognized in this context and it is proposed that a rule of thumb to manage the very complex relationship whit the environment could lay on the capacity of the human being to increase cooperation and reduce his egotism.


 

 

INTRODUCCIÓN

La ciudadanía terrenal es uno de los elementos fundamentales para la formación del ser humano, según nos lo recuerda Edgar Morin, y ello nos remite, necesariamente, al concepto de una ética ambiental. Se trata de reconocer que, como dice este mismo autor, somos una chispa sideral en una galaxia secundaria; somos absolutamente dependientes de la biosfera. Se justifica, entonces, que reflexionemos sobre la posible existencia de un elemento universal común, a partir del cual podamos nuclear una discusión ética sobre las relaciones del ser humano con su entorno. Con este ensayo quiero dejar constancia de mi entusiasmo incipiente sobre el tema, a la vez que intento una propuesta, seguramente en nada novedosa, pero nacida de mi propia reflexión.

A lo largo de unas lecturas sobre el asunto tuve la sensación de que los primeros pensadores sobre el tema, tales como Santo Tomás de Aquino y el mismo Kant, separaron el género humano de la naturaleza hasta el punto de conferir atributos divinos al hombre y, por consiguiente, alejándose de la posibilidad de llegar directamente al asunto. Esto, desde luego, es compatible con su época histórica, pero de paso, estas reflexiones seguramente abonaron el camino al dualismo cartesiano que ha caracterizado el pensamiento occidental y que aún prevalece en nuestros días. Otros como Bentham y sus seguidores utilitaristas, basaron sus sistemas de pensamiento en algoritmos, de placer y dolor, muy complicados, tanto conceptual como matemáticamente, hasta hacer el cálculo de la decisión ética absolutamente impracticable en la cotidianidad.

Me agradó, en principio la «intención de vivir» de Schwetzer, que parte de la premisa de que «Soy vida que quiere vivir y vivo inmerso en la vida que quiere vivir»; sin embargo, se parece a Bentham en cuanto que para él vida significa placer, mientras que daño y muerte son sinónimos de dolor. Este autor concluye con su doctrina de reverencia por la vida de todos, tanto como de la propia. Igualmente interesante el concepto de valor intrínseco de «la vida misma» de Regan, como fundamento del respeto por la vida en todas sus manifestaciones, y en especial su crítica al «contratismo» de Rawls o sea aquella moral basada en una lista de reglas que los individuos aceptan voluntariamente; según Rawls, con los animales y los niños, que no puedan firmar el contrato, no tenemos obligaciones directas sino sólo indirectas a través de sus dueños o de sus mayores. Pero, en todos estos autores, parece faltar un componente adicional relacionado con la naturaleza del hombre, que es el único ente moral.

Taylor, por otro lado hace una provocadora disquisición para introducir el hombre en la biota, pero desde mi punto de vista, no hace un esfuerzo similar para colocar la mente en un metapunto desde el cual fuera posible definir qué es lo que diferencia la hombre de los demás seres vivos para convertirlo en un sujeto moral. Encuentro pues que muchas de las inferencias de su pensamiento resultan contradictorias y hasta complacientes. Veamos, a modo de ejemplo, el siguiente párrafo de este autor: «La importancia que se da a nuestros derechos está, por lo tanto, concentrada con nuestra membrecía en la comunidad moral. Esto no significa que nuestra naturaleza de personas no dote de un valor inherente mayor en relación con los que no son miembros de esa comunidad. Puesto que todos los organismos vivos tienen un valor en sí mismo, cuyo desarrollo es la meta central de sus vidas (aunque ese valor no sea consiente) la oportunidad de lograr sus objetivos es tan importante para ellos como loes para nosotros el logro de nuestros objetivos autónomamente escogidos. Esta similitud de importancia no se disminuye con el concepto de que nosotros tenemos el derecho a la consecución de nuestras metas, mientras que ellos no lo tienen, puesto que ellos no son el tipo de seres que pueden tener derechos en el sentido primario, como es el caso de las personas».

Finalmente, también tuve la impresión de que los filósofos mencionados no toman en cuenta que la evolución –cambio y selección –no es un proceso congelado, sino que sigue teniendo lugar, aquí y ahora, y por lo tanto sigue abierto el espacio para las catástrofes y las readaptaciones. Este punto no está totalmente ausente de sus planteamientos, pero parece no estar suficientemente explícito o, por lo menos, no se le otorga un papel central en la discusión. Si la naturaleza no tuviera una capacidad restauradora, la discusión moral del asunto tendría un tono muy diferente.

 

LA VIDA EN LA TIERRA

¿Qué será pues lo que nos preocupa, o dicho de otro modo, cuál será el verdadero fundamento de la dimensión moral en nuestra relación con el entorno biósfico? ¿Sería posible construir una moral universal al respecto? ¿Cómo pudiéramos articular nuestra naturaleza egoísta y nuestra disposición cooperadora, con la salud de la biota? ¿No es justamente esta aparente dicotomía lo que a menudo conduce a disquisiciones y discursos «ambientalistas» que sueña con ecosistemas prístinos como la única alternativa al anunciado Apocalipsis?

Permítame proponer que si la vida se genera, de novo, cada día, y si existen otros planetas accesibles para migrar, al estilo nómada, cuando fuere necesario, las consideraciones morales sobre el ambiente tendrían un tenor diferente del actual. Parece, por lo tanto, que nuestra verdadera preocupación es por la vida de la tierra: ¡La tierra un evento muy raro en el cosmos y la vida un evento muy raro en la tierra! A pesar de la búsquela muy intensa, no se ha podido demostrar que estos dos eventos se hayan repetido exitosamente.

La vida y la naturaleza en general –incluyendo la cultura- es un fenómeno complejo (fenómeno quiere decir que solo observamos ¡una pare!), con la capacidad de auto-eco-organizarse así mismo, alrededor de un ambiente biosemiótico. La complejidad se define como el entretejido de sentidos o significados, en una forma tal que, de manera impredecible, los efectos de algunas causas se convierten en causales de nuevo, describiendo senderos que son, a su vez, impredeciblemente modificados por el entorno de significantes y significados. Estos ciclos generativos se repiten en forma fractal entre quark y quark en los átomos, entre macromoléculas en la célula, entre células en un órgano, entre órganos en un individuo, entre individuos en la comunidad y entre comunidades en la biota.

La vida es, por si misma, un fenómeno muy resistente y esta resistencia surge de la capacidad del individuo para reproducirse. La vida es, por lo tanto, egoísta; y aunque este pensamiento parece puramente retórico, esa retórica se convierte en un problema real cuando llegamos a entender que para que una vida egoísta sea exitosa ¡tiene que existir individuos egoístas! Los individuos somos simplemente vectores de vida. El altruismo si verdaderamente existe, es solo una bella excepción en la biología, pro el egoísmo, dentro de un contexto de cooperación, es la regla.

Digamos pues que parece existir una restricción ontológica. Nosotros los humanos compartimos el egoísmo y la cooperación con todos los otros seres vivos; pero a diferencia de ellos tenemos el mayor cerebro y esa es justamente nuestra característica específica. El origen de este cerebro es natural, como naturales son sus productos; incluidas las fantasías y las realidades construidas, que, todas juntas, y en forma inevitable, crea campos y ambientes semióticos influencia, desde y hacia cada individuo, es inevitable. En conclusión, tenemos el potencial para expandir el mundo y reflexionar sobre nuestros actos y sobre nuestras reflexiones; pero esto no nos libera de nuestra necesidad de ser egoístas y cooperadores. Afortunadamente podemos incrementar nuestra capacidad de cooperación y mermarle al egoísmo; pero en ningún caso podemos liberarnos ni de lo uno ni de lo otro.

Mermarle al egoísmo e incrementar nuestra capacidad de cooperar; he aquí una meta posible. Creo que esto es compatible con nuestro perfil sicológico y, por lo tanto, podría ser propuesto como rule of thumb, o regla de oro, para definir nuestra relación cotidiana con el ambiente. De esta manera superamos otras propuestas que más confunden que aclaran nuestro papel como miembros de la cadena de la vida. Esta contradicción dialéctica entre egoísmo y cooperación me ha permitido encontrar un principio de explicación a la hipocresía que suele agazaparse detrás de las normas que se proponen para la vida cotidiana. No tenemos que avergonzarnos de nuestro comportamiento humano; es absurdo, a demás de imposible, ocultar nuestro egoísmo; más aún, tratar de negarlo equivale a reconocer nuestra capacidad para modificarlo.

Con este entendimiento de la vida, cada ecosistema y cada especie son importantes para el mantenimiento de la salud de la compleja biota, o la tierra como decía Aldo Leopoldo. La salud se refleja en la diversidad y esta crea la complejidad que, a su vez, asegura la estabilidad y la belleza. Lo contrario no es bello, no es estable, es simple, monótono, cercano a la entropía y a la muerte.

Insistamos en que la vida es un sistema dinámico; esto es, uno donde pequeñas causas pueden producir grandes efectos y viceversa; pero a demás, los efectos pueden ser diferentes dependiendo de la escala de tiempo; o bien diferentes a causas pueden conducir al mismo efecto, y diferentes efectos pueden ser el producto del mismo factor causal. Por lo tanto, jugar a ser dioses es una tarea mayor (¡aunque muy entretenida!). Volvamos, entonces, a un interrogante mayor: ¿si somos el producto de tortuosos caminos evolutivos, siempre construidos alrededor del sentido «semiótico» con el entorno, qué es lo que, aparentemente, nos impide aceptar nuestro nicho ecológico con todos los grados de libertad y las restricciones que éste nos impone? Aceptar nuestro nicho significa aceptar que las acciones de la especie humana, sin importar que tan bien intencionadas puedan ser, tiene un impacto en el ambiente y solo la racionalidad (como dispositivo correcto) puede prevenir los efectos destructivos (¡si bien el nivel de incertidumbre sigue siendo muy grande!).

No puede esperarse, sin embrago, que el individuo humano, que nace libre de la carga instintiva de los ancestros, sea un «cuidador» (o jardinero o pastor) natural de nuestro edén terrestre; se requiere educación para que, en primer lugar se comprenda y luego si se podría exigir responsabilidad; de otra manera, nadie puede ser moralmente responsable. Con razón señala Morin a la ciudadanía terrenal como uno de los principios fundamentales y olvidados de la educación; solo así podemos liberarnos de mitos y religiones ambientalistas (con restitución/ penitencia, abstinencia, culpa y otros mandatos imposibles de practicar), para poner en su lugar la emoción y la razón como elementos que nos permitan adoptar la idea de que todo está conectado bajo tierra, como lo dice bellamente nuestros americanos primitivos. Así mismo, cada vez que, con la ayuda de la ciencia, comprendamos mejor, adquirimos nuevas responsabilidades; por lo tanto, la discusión moral y ética tiene que ser un compromiso filosófico perenne.

 

BIBLIOGRAFÍA

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