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Iatreia

Print version ISSN 0121-0793

Iatreia vol.25 no.3 Medellín July/Sept. 2012

 

ARTÍCULO DE REFLEXIÓN

 

Hacia una fenomenología de la enfermedad

 

Towards a phenomenology of disease

 

 

Diego Alejandro Estrada*

 

* Politólogo de la Universidad Nacional de Colombia, Medellín, Colombia. Magister en Filosofía y candidato a doctor en Filosofía de la Universidad Pontificia Bolivariana; docente y miembro del grupo de investigación Olistica de la Facultad de Medicina de la Universidad Cooperativa de Colombia, Medellín, Colombia. diego1102@gmail.com

 

 

Recibido: julio 22 de 2011
Aceptado: agosto 30 de 2011

 

 

''...El alma no es otra cosa que la vitalidad del cuerpo...''

Hans Georg Gadamer, El estado oculto de la salud

 

 


RESUMEN

La medicina moderna, al darle un carácter pasivo al cuerpo, lo condenó a la ausencia. Según esto, el hombre está compuesto de una realidad orgánica que deviene cosa, un objeto más de la naturaleza que puede ser controlado. Al igual que todo lo perecedero y lo temporal, el cuerpo es despreciado. Querer prolongar la vida, huirle a la muerte así sea de una forma técnica, es solo la muestra del afán por mantener lo corporal en unos indicadores artificiales de normalidad. Hacer una fenomenología de la enfermedad implica tener presente el asunto del cuerpo. Por medio de ella se constata un asunto que, a los ojos del mundo antiguo, era esencial: los hombres son mortales; por eso es preciso que se cuiden, que se cultiven a sí mismos, que se curen.

PALABRAS CLAVE

Etica Médica, Filosofía Médica, Historia de la Medicina, Medicina Social, Salud Holística


SUMMARY

Modern medicine has given a marginal and passive character to the body and, therefore, has relegated it to absence. In this perspective, human beings are made of an organic reality that becomes a thing, another object of nature that can be controlled. In the same way as everything temporary and perishable, the body is despised. Attempts to prolong life, to escape from death are an indication of the eagerness to maintain the body within artificial indicators of normality. To make a phenomenology of disease involves taking into account the matters of the body. Through phenomenology, it is possible to verify an issue that was essential in the ancient world, namely: that human beings are mortal; consequently, it is necessary that they take care of themselves, that they cultivate themselves, that they look for a true cure

KEY WORDS

Ethics, Medical, History of Medicine, Holistic Health, Philosophy, Medical, Social Medicine


 

 

INTRODUCCIÓN

La de hoy es una época en la que se presencia la muerte del ser desde todos los flancos. La fenomenología, asistida siempre por su ethos descubridor, durante buena parte del siglo XX estuvo alarmando sobre los excesos de la racionalidad instrumental y los peligros que se derivan de una sociedad que rompe de una manera radical con su pasado. La Modernidad, en su afán de progreso, altera los hábitos y con ello modifica la manera como los hombres experimentan el tiempo. Los trabajos de Edmund Husserl, Martin Heidegger y Hans Georg Gadamer –por solo destacar algunos– han llamado la atención sobre las posibles consecuencias de una lógica instrumental que altera la relación inmediata que los hombres tienen con el mundo.

La ciencia, desde el racionalismo moderno, empezó a colonizar vorazmente el mundo. De la mano de ese acceso al universo de las causas y los efectos emerge una sociedad que pretende anticiparse a los acontecimientos: el ingenio técnico es producto de la precisión teórica. Por lo tanto, este tipo de racionalidad asume el mundo como un todo real regido por leyes causales que deben ser descubiertas; leyes que a su vez expresan un problema que hay que solucionar para la mirada técnica. Que esto sea un problema se debe a ese carácter limitante que los efectos del mundo ejercen sobre el hombre. Como decía Bacon, hay que saber los secretos de la naturaleza para ejercer un control sobre la misma.

Una sociedad que pretende conocer los hechos siempre estará en pos de la anticipación a los mismos. El problema que se deriva de esto, sin embargo, es doble. En primer lugar, difícilmente puede pensarse en un progreso que ascienda vertiginosamente. Tal avance que se presupone tácitamente es ilusorio. La emergencia de cada solución técnica siempre evidenciará consecuencias y efectos problemáticos sobre el mundo mismo. Ulrich Beck, sociólogo alemán, ha explicado con mucha suficiencia ese mundo de los efectos expresado en riesgos (1). La sociedad contemporánea, en buena parte está fundada por los daños colaterales de la ciencia. Los efectos de esta, por lo tanto, son un asunto no tenido en cuenta por la racionalidad técnica. Siempre se piensa que ante un problema técnico hay una solución técnica.

En segundo lugar, tal conocimiento de los hechos exige siempre una intromisión de la racionalidad científica en todas las esferas humanas. Desde su universalidad, la ciencia todo lo hace explicable. Este tipo de discurso se muestra bajo una estructura epistemológica en la que existen un sujeto y un objeto. El hombre toma distancia de su entorno, lo conoce y lo interviene.

Uno de los ámbitos en los que la relación con el mundo se hace problemática es la medicina moderna. Esta última se ha proclamado como el único dispositivo válido para enfrentar las enfermedades. Dicho acontecimiento, por supuesto, se enmarca dentro de transformaciones evidentes que se han presentado en el campo científico. Para hacer efectiva la cura es necesario comprender las enfermedades como cosas, objetos, problemas que hay que solucionar en nombre del progreso. El cuerpo, la compleja estructura humana hecha de carne, discursos y símbolos, se convierte en un todo problemático. Cada falla corporal evidencia un problema que debe ser borrado. A medida que se avanza se tiene un conocimiento de cada parcela corporal. Lo paradójico es que acceder a esa realidad implica hallar problemas que exigen ser resueltos. El exceso de conocimientos e información sobre lo corporal ha sumido a los espectadores del mundo-teatro contemporáneo en la incertidumbre y el miedo. Ello afianza cada vez más la imposibilidad de lograr la ''perfección humana''. Mientras el discurso científico se obstina en lograr esa supuesta perfección, las evidencias mismas de la ciencia dejan sumidos a los hombres en la cruda realidad de que la existencia es corporal y falible.

Por ello, tras la incansable cruzada que el discurso médico inicia contra la enfermedad, lo corporal se asume como una limitación, un obstáculo, una molestia. La cultura occidental ha visto en muchos momentos el asunto del cuerpo como un problema, la carne maldita y precaria que pone en evidencia la falibilidad humana y su efímera condición. El discurso científico que ha creado Occidente a partir de la era moderna, en especial la medicina, pretende de alguna manera superar ese carácter limitante de lo corporal.

Complejos procesos como la industrialización y el afianzamiento del capitalismo en los siglos XVIII y XIX se convirtieron en acontecimientos que condicionaron esta comprensión de lo médico. La clínica moderna es, justamente, el lugar donde se reparan los cuerpos dañados. El fin de la medicina, antes que sustentarse en un noble deseo altruista, se dirige hacia la reparación de cuerpos averiados. La búsqueda última sería restablecer las funciones somáticas para efectos de traer a los hombres a su rutina productiva de todos los días. Este argumento requiere, por lo tanto, pensar en consideraciones políticas, económicas y sociales. Antes que ser un fin en sí, la medicina ha pasado a ser un medio hecho para garantizar la salud de la población y maximizar la productividad. Las fuerzas humanas tienen que cultivarse o, mejor, administrarse, gestionarse, conducirse a un determinado fin.

Esta forma de comprender el arte de contrariar la enfermedad resulta ajena para la medicina gestada en el mundo griego del siglo V a. C. Las enfermedades tenían un rasgo que es invisible dentro de la Modernidad. Sobre ese deterioro natural de lo vivo que se pone en evidencia gracias a la enfermedad existía una interpretación singular: el hombre, que no es un animal, pero tampoco un Dios, está condenado al cuidado. Debido a ese carácter mortal (ser un animal-Dios) debe cuidar de sí mismo, curarse.

Un asunto esencial de la cultura griega era justamente la idea de conocerse a sí mismo, cuidarse a sí mismo, estar pendiente de sí, no descuidarse. Como lo ha expresado de una manera cautelosa Michel Foucault, la cultura popular griega logró gestar múltiples técnicas orientadas hacia el asunto del cuidado. En el período helenístico, ''...la preocupación por sí mismo se convirtió en un principio general e incondicional, un imperativo impuesto a todos, todo el tiempo y sin condición de estatus...'' (2) Todo ello se concentra en un imperativo de prudencia que es esencial tener presente: como el hombre no es dios, es preciso que se cuide. Por lo tanto, hay que conocer los propios límites, el propio cuerpo. Cuando los griegos hablaban de la dietética, por ejemplo, no solo se referían al régimen de lo alimenticio. Como explica el profesor Gonzalo Soto, ésta remitía a asuntos como el ''... ejercicio, el sueño, las relaciones sexuales...'': ''Este paso nos traslada del orden de la naturaleza al orden de la cultura como alimento, del orden del mero dormir al orden del dormir soñando, del orden del mero apareamiento sexual al orden de la sexualidad como intersubjetividad. Así, dietética, cuidado, cultura y ética copulan y dan como resultado que el mundo sea la cocina de la cultura y de la ética'' (3).

La medicina antigua, aquella nacida en Cos gracias a Hipócrates, se encontraba atravesada por este imaginario de la cultura. Ello se hace evidente, sobre todo, en su carácter pedagógico. Como plantea Werner Jaeger, la medicina griega era una paideia. Es preciso que el paciente no solo tenga una postura pasiva ante el médico. Este último, debido al carácter activo de su cuerpo, procura que sus pacientes tengan un conocimiento de la naturaleza de sí para efectos, justamente, del cuidado: hay que ser médico de sí mismo. Lo corporal, lo somático, no es algo que deba negarse u ocultarse. El cuerpo está presente todo el tiempo, existe una conciencia del mismo: el hombre tiene que curarse, ese es su fin en tanto mortal. En el mundo moderno, al contrario, la cura se convierte en un medio dirigido hacia un propósito específico: la productividad.

 

UNA CLÍNICA DE LO COTIDIANO

La medicina moderna no ha sido el único lenguaje que ha tenido acceso a las enfermedades. Los hombres siempre han construido múltiples ardides y tretas para enfrentar ese mal que es la enfermedad. Las prácticas rituales de las comunidades humanas, fuertemente arraigadas a una conciencia mítico-religiosa, son parte de ese comportamiento táctico que pretende hallar sentido de cara a ese deterioro corporal propio de todo ser viviente. Ante la evidencia irrefutable que reza: ''todos los seres vivos perseveran en la existencia'', emergen las enfermedades no solo como males que conmueven la naturalidad propia del ''seren- el-mundo'', sino también como la demostración categórica de que los hombres están sometidos a la temporalidad.

Las formas de cuidado ante esas ''adversidades de lo corporal'' se instalaron casi siempre en el plano de la tradición. En muchos lugares, las enfermedades fueron entendidas como seres malignos que podían ser vencidos por un ser ungido con la verdad. Mirko Grmek, historiador francés de origen croata, expone múltiples casos en los cuales hay una fuerte relación entre los discursos religiosos, morales y curativos. En el Egipto faraónico, por ejemplo, se decía que estaban todas las enfermedades de los libros, pero también un grupo de enfermedades inventadas por potencias divinas hostiles. El propósito de estas últimas no solo consistía en ser más dañosas que las enfermedades ya conocidas, sino en mostrarse como una sanción efectiva ante todo acto inmoral (4). Sentirse enfermo, por tanto, era parte del castigo que surgía ante la infracción a un sistema de normas. Solo una catarsis, una suerte de purificación, podía sanar.

La Biblia es abundante en relatos y pasajes que manifiestan la sustancia moral que habita en las enfermedades. Los capítulos 13 y 14 del Levítico dejan ver algunos pasajes en los que la condena moral es determinante: la lepra se relaciona con la impureza, y los leprosos son excluidos y expulsados de las comunidades. Lo que queda claro, en este caso, es que se acude a diferentes esferas narrativas y tradicionales para buscar una cura. Cuando en la Grecia arcaica los sacerdotes apelaban a Asclepio, hijo de Apolo, para enfrentar la enfermedad, se investían con el discurso de la verdad, cubrían su ser con hilos del lenguaje sacro para construir rituales donde la serpiente y el gallo tenían una función simbólica decisiva.

El nacimiento de la racionalidad griega tendrá una especial consecuencia en la generación de un discurso médico formalizado. Un conjunto de verdades paralelas pretenderá desplazar las maneras de la cura que se encuentran vinculadas a discursos religiosos. Con la medicina de Hipócrates se creará un tejido de palabras que procuran comprender, conforme a un discurso racional, la naturaleza de las enfermedades. Ya no se trata de ver en éstas una sanción moral vinculada a la religión: ''...las enfermedades son tratadas como desórdenes corporales a cuyo respecto puede emitirse un discurso comunicable referido a los síntomas, sus causas supuestas, su devenir probable, y a la conducta que deberá observarse para corregir el desorden que tales síntomas indican''(5).

Los desórdenes corporales son una manifestación de la relación que hay entre el hombre y el todo que lo circunda. Por medio del discurso, el médico asume el desequilibrio del cuerpo como una novedad que brota de las inestabilidades exteriores. Las enfermedades, por lo tanto, no se presentan como un asunto aislado del medio en el que circundan los seres vivos: las leyes generales que rigen la naturaleza afectan al ámbito corporal. ''La idea fundamental de las indagaciones presocráticas, el concepto de la physis, no se aplicó ni se desarrolló tan fecundamente en ningún terreno como en la teoría de la naturaleza humana física, que desde entonces había de trazar el derrotero para todas las proyecciones del concepto sobre la naturaleza espiritual del hombre''(6).

Esa ''naturaleza espiritual del hombre'' que menciona Werner Jaeger es difícil de apreciar para una mirada moderna. Lo natural, lo humano y lo espiritual son uno dentro de la cosmovisión griega del mundo. No es una casualidad que se comprenda el alma o el espíritu como el movimiento de la naturaleza. Tal visión se hace comprensible si se asume el alma no como aquello que trasciende al cuerpo, sino como el puro movimiento e impulso de las cosas. La naturaleza es animada, viva. Ella solo puede comprenderse como un movimiento constante en el que las ''cosas'' nacen y mueren. En ese sentido, la enfermedad ya no es un mal ajeno o exterior. La llegada de la anormalidad es solo la fiel muestra de ese flujo permanente en el cual se presentan desviaciones y alteraciones del equilibrio natural. Si bien la enfermedad es una consecuencia lógica de la relación y complementariedad del cuerpo con esa naturaleza en movimiento, ella misma no puede entenderse como algo habitual. Ese flujo de vida que se sale de los cauces normales lentamente va logrando restablecerse para así alcanzar el milagro de la salud.

Como dice Jean Pierre Vernant, ''La physis es considerada una potencia animada y viva porque hace crecer las plantas, desplazarse a los seres vivos y mover los astros por sus órbitas celestes'' (7). Lo propio de la naturaleza es el perpetuo movimiento de las cosas, el crecimiento y deterioro de lo vivo, la regeneración constante de aquello que se muere. La enfermedad es solo un efecto de ese movimiento intrínseco. Una sucesión constante de finales y comienzos caracteriza el devenir de la naturaleza. La confianza que reposaba en el carácter ''médico'' de la physis era perfectamente compatible con la idea que afirma ese particular movimiento de regularidad y desorden (5). El cuerpo se compensa y restablece al buscar nuevamente la rectitud. El médico permanece pasivo. El genio de quien cura reside en la paciencia. La vigilia y la expectación son esenciales para sanar. Sin embargo, a la naturaleza hay que ayudarle, ''darle una mano'', pues siempre hace lo que le conviene.

Por otra parte, el médico de la Grecia antigua no era un ente ajeno al enfermo. El hombre hacía parte del cosmos, conservaba una relación horizontal con la naturaleza y con los otros de la polis (7). La idea de que el sujeto y el objeto son realidades diferenciadas era un asunto extraño a la tradición griega. Las formas de curar propias de la Modernidad están condicionadas por un método, curioso intermediario que fragmenta y divide la ligazón natural-simbólica que existe entre los hombres. En la época moderna, el paciente deja de ser un espejo del médico. Este se muestra como un experto que doblega la enfermedad, alguien que interviene en un objeto y lo transforma.

El ideal de la cura en la antigüedad griega estaba fuertemente centrado en este carácter pedagógico. Como plantea Jaeger haciendo eco de esa cultura médica propia del mundo griego antiguo, hay que hablar en términos inteligibles a los profanos: cuando un médico libre trata a pacientes libres lo hace como si se encontrara en una conferencia científica mostrando cómo se gestan las enfermedades en su origen, ''remontándose a la naturaleza de todos los cuerpos...'' (6). Este ethos médico no era ajeno a las prácticas culturales de la época. Como lo explica Foucault, antes que las propuestas éticas planteadas por Sócrates dedicadas al asunto del cuidado de sí mismo, a la cura sui, existían en la Grecia Arcaica diferentes prácticas concentradas en el asunto del conocimiento y cuidado. Posteriormente, Sócrates construirá un sistema ético que revelará una premisa esencial: conocerse a sí mismo implica tener conciencia de los propios límites. Por ello, hay que cuidarse.

Ante estas características del dominio médico en la antigüedad, habría que señalar por lo menos dos cosas. En primer lugar, la medicina siempre fue una relación inmediata con el sufrimiento; relación inmediata que la medicina en la Modernidad encubre al exigirle al médico una toma de distancia para administrar la vida. Este movimiento evidenciará un dato importante: para vencer ese mal que es la enfermedad, hay que cosificar el cuerpo. Ahora, la relación entre el médico y el paciente dejará de ser horizontal para convertirse en vertical mediante un nuevo juego de verdades y de poderes. Al contrario, en esa ''clínica de la existencia'' propia de la Grecia antigua, existe una co-habitación con el enfermo, con su sufrimiento, una relación atravesada por la sensibilidad: se está con el otro, naturaleza pura, espejo. Como dice Michel Foucault, ''Antes que ser un saber, la clínica era una relación universal de la humanidad consigo misma'' (8). Tratar la enfermedad, verse ante la muerte y lidiar con ella, era una búsqueda, un encontrarse con la nuda vida. Si algo diferencia a los hombres de los dioses, es su perseverancia en vivir. La cura, esa manifestación que solo puede padecerse en el instante, es la manifestación del ''estar ahí'' (Dasein1), ser el puente, el entre, que hay en medio de la vida y la muerte.

Por otra parte, el asunto de las enfermedades manifestado en estos discursos expresa todo un acervo de reflexiones concernientes a cuestiones como la moralidad, la muerte y la naturaleza. ¿Qué otro significado podrían tener las enfermedades si no es hacer evidente la mortalidad, el hecho de que los hombres están arrojados a la muerte? Lo único que les queda a los seres humanos es confesarse como inorgánicos en potencia. Las enfermedades son un signo, un llamado, que el cuerpo manifiesta para aterrizar a los hombres a la mortalidad.

 

MEDICINA Y MODERNIDAD: HACIA UN NUEVO DUALISMO

Los juegos de lenguaje que la medicina moderna construye son unas prácticas que le restan legitimidad al enfermo al privilegiar unas representaciones y omitir otras. Previo al dualismo inaugurado por Descartes según el cual el sujeto es una realidad independiente del objeto, la Medicina renacentista, de la mano de Andrea Vesalio, separará el cuerpo del hombre (10). Por una parte, está la máquina, el complejo estructural y funcional. Por otra parte, está el alma, el pensamiento, el sujeto. El dualismo platónico se expresa aquí de una manera renovada. En términos epistemológicos, a la medicina solo le interesa el cuerpo, la máquina, el conjunto de mecanismos. El sufrimiento y la angustia particular del enfermo no son asumidos por la institución médica. Se pondera un discurso en detrimento de otro.

La incursión de este imaginario tendrá consecuencias importantes. Las vivencias y experiencias del enfermo en nada tendrán que ver con los ''hechos'' objetivos del cuerpo, asuntos de real interés para la mirada científica. El hombre comprendido como el animal simbólico que tiene mundo gracias al lenguaje es un discurso que riñe con esta visión mecanicista. El dualismo hombre-cuerpo es un sistema de interpretación que vela y encubre la relación inmediata que tiene el hombre con el mundo. El cuerpo, desde esta perspectiva, es solo una máquina de huesos y carne (Descartes), cuestión reduccionista que pretenderá anular el carácter simbólico y cultural del hombre al partir de una antropología totalmente residual (10).

La experiencia particular del enfermo es periférica para esta forma moderna de ver. El médico persigue hechos objetivos y concretos. Todo el sistema científico de interpretación que inaugura la medicina moderna verá a la estructura corporal como una cosa fragmentada, un territorio de conocimiento en el que existen parcelas claramente definidas: lo biológico, lo químico, lo fisiológico, lo mental, etc. El hombre y sus deseos, dolencias y emociones serán solo un epifenómeno, un algo que incomoda dentro de esa cacería que la ciencia médica emprende contra las enfermedades. La racionalidad científica que rige el discurso médico será uno de los metarrelatos que se olvidará por completo del hombre. A partir del siglo XIX, con el establecimiento en Europa de los Estados- Nación modernos y el auge de la industrialización, las instituciones de seguridad social serán determinantes en la construcción de un nuevo orden. La clínica ahora es vista como una ''máquina para curar''.

Emerge una política de lo viviente, una gestión de lo vivo. La medicina será un instrumento fundamental de poder para efectos de gestar y forjar cuerpos dóciles en materia de obediencia y fuertes en términos de producción y utilidad. Como dice Michel Foucault, ''La vieja potencia de la muerte, en la cual se simbolizaba el poder soberano, se halla ahora cuidadosamente recubierta por la administración de los cuerpos y la gestión calculadora de la vida'' (11). Este fenómeno será comprendido por el propio Foucault como Biopolítica: lo que interesa en adelante son las lógicas de lo vivo con el fin de administrar y potenciar la fuerza necesaria para una época centrada en la producción.

El todo existencial del paciente, para el discurso médico de la Modernidad, es confinado a enfermeras, sacerdotes y psicólogos. Son estos quienes tienen que verse ante esa ''insoportable levedad del ser'' (Milan Kundera), asunto inefable para la institución médica. Utilizando nuevamente las palabras de Kundera, el peso del discurso médico, positivista sin duda, recaerá sobre algo tan concreto como el cuerpo. Al contrario, la levedad de las palabras, de los símbolos, de las representaciones, se posa sobre el hombre. Esa liviandad frívola e incierta, sin embargo, es bueno tenerla presente de vez en cuando. Ella se hace presente con algo tan concreto como la enfermedad. Justo, en ese preciso instante, la levedad de la existencia pasa a ser algo grave, pesado e insoportable. No es solo una cuestión de miedo: el homo se ve angustiado ante la precariedad de su carne.

Nadie pudo captar de mejor forma esta mutación de las prácticas curativas que León Tolstoi. En La muerte de Iván Ilich, el escritor ruso relata el desdén que el médico manifiesta ante el dolor, la muerte y la existencia. Iván Ilich, al buscar certezas y consuelos ante la infatigable maldad de la enfermedad, se encontraba frente a la lejanía y displicencia de la ciencia encarnada en su médico. Ese dolor ligero que se fue acrecentando y que alteraba profundamente la existencia representó para el doctor algo superfluo y baladí. La angustia que le generaba estar frente a la muerte, el saber que era solo un molesto riñón flotante lo que tanto fatigaba, lo sumergía en la impotencia. La vida misma, el sufrimiento, los gritos desesperados, cuestiones a veces incómodas para la medicina, no eran de verdad un problema. Lo realmente importante era ese riñón, que era lo que estaba fallando, que era lo que no funcionaba bien.

Tolstoi, con esto, captó un síntoma de la época. Desde el Renacimiento, la medicina se formó en lo que es hoy: una herramienta científica para administrar la vida que presta atención solamente al cuerpo, a aquello que es estrictamente biológico en la especie humana. El enfermo, en realidad, no es algo tan importante. Como dice Georges Canguilhem. ''El tratamiento hospitalario de las enfermedades en una estructura social reglamentada contribuyó a desindividualizarlas...'' (5), es decir, a separarlas, comprenderlas como asuntos externos a la dimensión subjetiva del enfermo. El dolor y la angustia de Iván Ilich siempre fueron marginales para los médicos que lo trataron, pues solo el análisis y los lenguajes científicos tenían legitimidad y autoridad. Solamente lo cuantificable, lo palpable y lo medible es realmente digno de ser mirado y estudiado. La clínica moderna, que pretende verse solamente con máquinas averiadas, es el mejor ejemplo de eso. El miedo y el malestar, asuntos que expresan la dimensión humana, son encubiertos por la asepsia, la blancura y la frialdad de un hospital. Lo que de verdad preocupa, en suma, es el rendimiento óptimo de unos engranajes sujetos a esa gran empresa que es la Modernidad.

 

MÉTODO: FENOMENOLOGÍA DE LA ENFERMEDAD

Lo hasta ahora planteado expresa una búsqueda. Se dirige la mirada a la pesadez del sufrimiento, no a la espuma de los días. La enfermedad es una temática que también le preocupa a lo popular, esfera no muy tenida en cuenta por el ágora científica. El ser un asunto de interés general muestra que el dominio curativo no es monopolio exclusivo de un grupo particular. Buscar el bienestar, la tranquilidad que genera estar lejos de la enfermedad, es una cuestión universal, un ''arquetipo''. Estar vivo implica hacer parte del mundo de los sanos y el reino de los enfermos. Los hombres desean vivir en la tranquilidad de la salud, gozar de la espuma de los días, padecer livianamente el mundo.

El interés de este trabajo es el asunto de la enfermedad como experiencia. Si se quiere utilizar una categoría o teoría más amplia, se realiza aquí una ''fenomenología de la enfermedad''. Mirado desde un punto de vista general, este tema resulta pretencioso por tratarse de un asunto tan extenso. Una de las enseñanzas primordiales de la ciencia moderna reside en comenzar desde lo simple para llegar a lo complejo. El mundo es una cosa extensa, una sábana inmensa que debe hacerse comprensible. Sumergirse en la extensión implica un proceso de ordenamiento, clasificación y división. Una mentalidad positivista hablará de la enfermedad, ofrecerá explicaciones lógicas y racionales respaldadas por la universalidad de la ciencia. Dentro de esas zonas, por lo tanto, la existencia y el padecimiento no tienen lugar: este asunto se quedará justamente en el dominio de lo innombrable, de aquello que no merece ver la luz por insensato, peligroso y caótico. Si se aborda el asunto de las enfermedades desde un punto de vista científico, es necesario aislar el cuerpo, verlo como cosa, fragmentarlo, ubicar esas inoportunas dolencias en los órganos, los tejidos, las células, las moléculas.

Este artículo, por tanto, se enmarca dentro de lo que se conoce como la fenomenología. Tal y como es visto este método por Martin Heidegger, hay que ''ir a las cosas mismas'', es decir, hacer accesibles los entes que permanecen encubiertos. La noción fenómeno (fainómenon), que significa mostrarse, lo que es patente, es engañosa. Ese carácter ambivalente se debe a que los fenómenos no siempre se muestran tal y como son. Probablemente solo logran captarse indicios de los fenómenos, signos, apariencias, pero no el fenómeno en sí mismo. El acceso a estos, por consiguiente, requiere desvelar imaginarios, prácticas y valores que no permiten ver ''la cosa misma''. En el caso que convoca este artículo, es claro que lo que no se ve –lo más lejano para la medicina, pero quizás también lo más cercano, dependiendo de donde se mire– es el hombre y la angustia que genera su temporalidad. La medicina se interesa en la enfermedad como hecho biológico universal, como un daño en la estructura, y no tiene en cuenta que el fenómeno mismo, aquello que acontece en la facticidad, en realidad es la angustia humana que se encubre. En este caso, la enfermedad solo será un indicio, un aparecer, de un acontecimiento más amplio: el dolor de un hombre, el confrontarse con la existencia misma.

Hablar de la fenomenología, desde este punto de vista, implica hacer alusión a una cuestión ontológica. La cosa misma, el fenómeno, es el ser de los entes. El gran hallazgo realizado por la fenomenología heideggeriana fue justamente desvelar ''el fenómeno'' por excelencia: la temporalidad humana, cuestión antes velada por la ontología tradicional. Comprender las enfermedades desde esta forma de mirar implica concentrarse en los desvíos, las fugas, los momentos en los que el ser-en-el-mundo cae. Si algo está tratando de aparecer aquí es justamente la idea según la cual el hombre es mortal (no un dios sino un animal que pretende curarse, perseverar en vivir).

Desde la distinción heideggeriana entre fenómeno y apariencia, por lo tanto, se afirma: la enfermedad es un indicio, una señal, un aparecer, del Dasein que se cura. Hans Georg Gadamer en El estado oculto de la salud logró captar esto al precisar cómo ''el dolor nos aísla del vasto mundo exterior de nuestras experiencias y nos encierra en lo que es puramente interior'' (12). Este juego entre exterioridad e interioridad en últimas manifiesta cómo el ser-natural-en-el-mundo se aísla, se recoge, se fuga. La angustia, el dolor, el sufrimiento muchas veces no visto, no tenido en consideración, manifiestan esa potencia humana que se apaga.

El mundo de la vida languidece todo el tiempo, la enfermedad es una señal de ello. Para la ciencia positivista este tipo de acercamiento es inútil y, por ello, algo que hay que despreciar. Como lo decía Descartes en la sexta parte del discurso del método, el propósito del conocimiento implica ''convertirnos en dueños y poseedores de la naturaleza'' (13). De lo contrario, cualquier tipo de saber que no les permita gozar a los hombres de los frutos de la tierra se verá como vacío, diletante y especulativo. El racionalismo moderno dice que para acceder a la realidad es necesario ascender, progresar. Es importante realizar una colonización del mundo, avanzar en el conocimiento de la cosa extensa para así poder disfrutar de todas sus bondades. Solo hay un camino en el proceso de comprensión. Un lenguaje monista se impone. Al contrario, antes que invocar a un discurso de orden ascendente y plagado de problemas, esta reflexión busca enredarse con las palabras y buscar sentido allí donde la ciencia no tiene nada que decir. Frente a las enfermedades no solo hay problemas sino, además, cuestiones. Como dice Martin Heidegger de una manera precisa, las cuestiones son diferentes a los problemas. Estos últimos son dificultades, nudos que hay que desanudar, cosas que hay que resolver, para llegar a algún lugar. Al contrario, las cuestiones no tienen un punto de llegada preestablecido. ''Proponer cuestiones; cuestiones no son ocurrencias; cuestiones tampoco son los ''problemas'' hoy en día al uso, que ''uno'' coge al azar de lo que se oye decir, de lo que se lee, y que adereza con un gesto de profundo ensimismamiento. Cuestiones surgen solo del habérselas con las ''cosas''. Y cosas solo hay aquí cuando se tiene ojos'' (14).

En este caso, entablar un diálogo con la enfermedad, hacerla hablar, implica algo muy distinto a la cacería que la ciencia médica inicia para doblegar este mal. Se buscará con esto acceder al asunto de las enfermedades de otra manera. Hay que dirigir la mirada a la clínica de lo cotidiano. Por eso, el ejemplo para seguir no es propiamente el científico, aquel que pretende ver constancias, regularidades, en el flujo constante del mundo. Solo el poeta logra captar el instante con la intuición estética de la palabra. El pensar las experiencias límites, el dolor y la enfermedad es un asunto propio de lo cotidiano.

 

CONCLUSIONES

La enfermedad es una eventualidad que altera al ser-en-el-mundo. Para decirlo de otra forma, desencauzan, distraen, conmoviendo el bienestar habitual. El cuerpo, normalmente, está entregado al mundo mismo, se disuelve y absorbe en el todo. La corporalidad misma se diluye en el ambiente y el movimiento intrínseco de las cosas. Cuando aparece la enfermedad, la familiaridad y comodidad que se sentían devienen en extrañeza, contrariedad y dolor. En esa cotidianidad ''de término medio'' en la que transcurre la vida, los hombres están arrojados al mundo. Se cae en una suerte de impropiedad. Sin embargo, nada más propio e intransferible que la angustia. El dolor y la enfermedad confrontan al Dasein con su cuerpo, lo enfrentan con esa totalidad insoportable, frágil y perecedera.

Tolstoi pudo ver esto de una manera inmejorable en la novela antes referenciada. En su lecho de muerte, Iván Ilich sentía como si contemplara en primera fila el momento de su muerte. Los médicos insistían: el problema se ubica en el intestino ciego, pero el enfermo, desde su cama, era perfectamente consciente de que ello era algo marginal, que lo verdaderamente importante era su vida que se iba. El moribundo buscaba consuelo en los recuerdos. Apelaba a la memoria para evocar momentos felices y tranquilos. La cotidianidad, antes del mal que lo fatigaba, era placentera. Cuando la enfermedad llegó, no obstante, todo cambió por completo. Ese mundo tan familiar, tan cercano, en el que se sentía como en casa, desapareció. Comenzar a sufrir llevó a Iván Ilich a otro dominio: el de la novedad y la extrañeza. ''Algo se producía en él, terrible, nuevo, y tan importante como nunca lo había sido nada en su vida (15).''

En el trascurrir mundano existe un refugio que siempre se da por sentado, seguridad que se traduce en liviandad, protección y certeza. Por otra parte, se siente la muerte con la experiencia de la pesadez corporal, una coerción, una presión que arrastra el cuerpo a esa decadencia propia de todo ser viviente. Esa doble sensación manifiesta lo inaprehensible del cuerpo y de la vida misma. A menudo el hombre se olvida de su temporalidad, se disuelve en el mundo y en los otros convirtiéndose en una realidad flotante y ligera. Empero, irrumpe el dolor, la enfermedad, y con ello una tracción hacia abajo arrastra confrontando a la existencia con insondables demonios que acosan violentamente la tranquilidad eventual en la que transcurre la vida.

Curarse, en este caso, significa entregarse, perseverar en la vida, como diría Spinoza. El hombre se cree inmortal cuando ignora la muerte. La enfermedad, sin embargo, está ahí como prueba infatigable de la temporalidad y fragilidad de lo vivo. El hombre se cura porque es mortal. Esa es su única salida. Una mentalidad griega lo diría de otra forma: es necesario cuidarse. El hombre no alcanza a ser dios, por eso debe cuidar de sí mismo, ser prudente.

Este asunto, sin embargo, ha sido algo que la tradición moderna de alguna forma ha enterrado. Al convertirse en un asunto sin importancia, el cuerpo se convierte en una molestia externa que hay que hacer funcionar. Mientras que la cultura griega hacía presente al cuerpo permanentemente por medio de múltiples técnicas, la nuestra es una época que esconde las manifestaciones somáticas al considerarlas como un mero malestar que hay que anular. Se ha olvidado, quizás, que el ser del hombre, como lo recordó Heidegger, es tiempo y, por lo tanto, proyección a incontables posibilidades que se truncan con la muerte. La Cura, la solicitud, vendría a ser la manera como los hombres se confrontan con su terrible realidad mortal. El ser del hombre es esa perseverancia en la vida; perseverancia que se oculta gracias al predominio de intereses tan propios de la sociedad contemporánea como la producción y el consumo (actividades dirigidas solo a vivir, no a ''vivir bien'', esto es, construir sentido, cultura, una concepción ético-estética de la existencia).

Nada puede ser más concluyente al respecto. El joven Heidegger fue consciente de ello al plantear que lo propio del ser es el tiempo es la cura. Una bella fábula lo evidencia, disimulando con ello lo terrible que es la muerte:

Una vez llegó Cura a un río y vio terrones de arcilla. Cavilando, cogió un trozo y empezó a modelarlo. Mientras piensa para sí qué había hecho, se acerca Júpiter. Cura le pide que infunda espíritu al modelado trozo de arcilla. Júpiter se lo concede con gusto. Pero al querer Cura poner su nombre a su obra, Júpiter se lo prohibió, diciendo que debía dársele el suyo. Mientras Cura y Júpiter litigaban sobre el nombre, se levantó la Tierra (Tellus) y pidió que se le pusiera a la obra su nombre, puesto que ella era quien había dado para la misma un trozo de su cuerpo. Los litigantes escogieron por juez a Saturno. Y Saturno les dio la siguiente sentencia evidentemente justa: Tú, Júpiter, por haber puesto el espíritu, lo recibirás a su muerte; tú, Tierra, por haber ofrecido el cuerpo, recibirás el cuerpo. Pero por haber sido Cura quien primero dio forma a este ser, que mientras viva lo posea Cura (las cursivas son mías). Y en cuanto al litigio sobre el nombre, que se llame homo, puesto que está hecho de humus (tierra) (9).

La muerte es un rostro de la vida. Toda reflexión sobre la difícil experiencia de la enfermedad siempre se quedará corta, pues en el fondo alberga un asunto inefable como la muerte. La cura es un acto de rebeldía. Ante la despedida impuesta a la que está sometido todo ser viviente, los hombres, por naturaleza, se manifiestan como rebeldes. El movimiento del cuerpo, eso que Aristóteles denominaba como el alma, es quizás la mejor muestra de desobediencia del hombre. Lo propio de la muerte es la quietud. La vida, al contrario, solo es comprensible como una cadena de resistencias condicionadas por el cansancio, el desgaste y la debilidad. La vida es cura: lo cual quiere decir lucha, perseverancia y entrega.

 

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1 La expresión alemana Dasein acuñada por Martin Heidegger remite a la temporalidad del ser humano, al hecho de ser-en-el-tiempo o, como el mismo autor lo dice, “ser para la muerte” (9).

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