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Pedagogía y Saberes

versión impresa ISSN 0121-2494

Pedagogía y Saberes  no.59 Bogotá jul./dic. 2023  Epub 01-Jul-2023

https://doi.org/10.17227/pys.num59-19147 

Conferencias

Elogio y elegía de la escuela alfabetizadora *

Praise and Elegy of the Literacy School

Louvor e elegia da escola de alfabetização

1** Doctor en Pedagogía. Profesor de la Universidad de Barcelona. jlarrosa@ub.edu https://orcid.org/0000-0002-2862-8401


1.

Hace unas semanas estuve en casa de Martí Casares, un viejo amigo de los tiempos de estudiante de Pedagogía, maestro de primaria hasta su jubilación, y me enseñó una especie de altar o de monumento pedagógico-familiar que tiene al final de un pasillo.

Hay allí una foto de su abuela María Josepa haciendo clase de Química en una escuela de Barcelona, allá por el año 1934. Una foto que me recordó otra de Naum Mittelman, abuelo de Daniel Brailovsky, al que hice un pequeño homenaje en una sección de El profesor artesano que se llama “Estilo de profesor”. En ambas hay un profesor señalando algo, es decir, centrando la atención y construyendo un objeto de estudio.

Hay una edición en catalán de los Cuentos de Perrault, de 1909, para uso escolar. Hay una edición en catalán, de 1914, del Manual práctico del método Montessori, con un curioso autógrafo del papa Pío X a la misma María Montessori, de 1911. Hay un silabario catalán, ilustrado, de 1931, para la enseñanza silábica de la lectura.

Hay un epistolario escolar, escrito por su abuelo paterno Ramón Casares, maestro rural en un pueblo de la provincia de Tarragona. El epistolario fue publicado en 1930, censurado en 1937 porque incluía una carta de pésame con algunas referencias religiosas (a lo mejor hoy lo censuraríamos si tuviera algunas referencias que considerásemos sexistas, y es que cada época tiene sus supersticiones y sus inquisiciones), y el abuelo de mi amigo fue depurado tras la victoria franquista y nunca más pudo ser maestro. El epistolario es una serie de modelos de cartas de solicitud de trabajo, de agradecimiento de un favor, de pésame por un fallecimiento o felicitaciones por un nacimiento, cosas así. Un formato muy criticado, porque parece que estandarizaba el lenguaje, pero que visto lo visto a lo mejor no estaría de más enseñar a los chicos a escribir cartas.

Hay también un cuaderno de su bisabuelo Ramón Roca, del año 1874, abierto por una página en la que hay un dictado sobre Viriato, uno de los caudillos que se levantó contra el Imperio romano. Hay una libreta de vacaciones de su abuelo materno, Joan Roca, del año 1908, cuando tenía 10 años, abierto por una página en la que la tarea de latín es copiar veinte sentencias de Cicerón, traducirlas al castellano, indicar los casos y las declinaciones de los sustantivos, y la respectiva conjugación de cada uno de los verbos. Y en la que la tarea de castellano es copiar la arenga de Ataúlfo a sus soldados en la versión de García Fajardo, y analizar morfológicamente cada una de las palabras. Además de copiar un texto que se titula “Afrenta y agravio de Cervantes” y de indicar los verbos irregulares si los hubiere.

Hay una libreta de música de su padre Francesc Casares, de 1937, en plena guerra civil, cuando tenía 9 años, con las letras de dos canciones, un “No passareu” que remite al “no pasarán” de la defensa antifascista del cerco de Madrid, y el himno “Els segadors”.

Hay un cuaderno de verano del mismo Martí, del verano de 1965, cuando él tenía 7 años, con las observaciones meteorológicas del primer día de vacaciones: “tiempo nublado, viento en calma, un poco de llovizna, hace fresco”, y a continuación un relato de lo que había hecho aquella mañana.

Nada especial, podría haber cuadernos parecidos en muchas de sus casas y libros parecidos si hubo profesores en su familia. Yo mismo tengo cuadernos de mi madre, que fue maestra de párvulos (lo que ustedes dirían jardín) y enseñó a leer a centenares de niños en condiciones muy difíciles. Tengo cuadernos de mi padre, de los pocos años que fue a la escuela, justo después de la guerra. Tengo cartas y versos de mi abuelo paterno (mi abuela era analfabeta), porque dice la leyenda que hubo en el pueblo en que vivían un maestro muy bueno, el maestro Amela, y que todos los que pasaron por su escuela tienen muy buena redacción y muy buena caligrafía.

2.

Justo antes de la pandemia estuve con un grupo de profesores en Berlanga de Duero, en el archivo del Centro Internacional de la Cultura Material de la Escuela, la segunda mayor colección europea de materiales escolares, donde pasamos tres días viendo libros y cuadernos antiguos. Yo me dediqué a los libros de gramática, a los prólogos, a esos textos tan curiosos en que el autor les dice a los niños por qué tienen que estudiar esa materia y por qué es tan interesante. Algunos de los prólogos decían cosas tan bellas como que a hablar se aprende de los papás y de la gente, pero a escribir y a leer se aprende en la escuela, y al aprender a leer y a escribir uno aprende también a hablar bien. Uno de ellos, de primer grado, de los años 50, introducía así la lección primera titulada “El lenguaje”:

Niños queridos: Vuestras mamás os han enseñado a hablar, pero este libro os enseñará a hablar bien. ¿Creéis que esto es fácil? -Sí, porque lo que nos ha enseñado mamá no nos ha costado nada. -No os engañéis, lo que ella os ha enseñado no cuesta, pero lo que este libro os enseñará, eso sí cuesta. Porque la lengua se aprende primero por la enseñanza de las madres y después por el estudio de la gramática. Porque la gramática es el arte de hablar y escribir correctamente.

Y un poco más adelante:

Los animales no hablan, los loros no hablan, los gramófonos no hablan. Solo habla el hombre porque sabe lo que dice.

O en la lección segunda titulada “Pensamiento y lenguaje”:

Lo primero que hace falta para hablar bien es pensar bien. El lenguaje es la forma que le damos a lo que pensamos y a lo que sentimos. Y hemos de cuidar ambas cosas.

Los niños no solo aprenden a hablar (para eso no hace falta ir a la escuela), sino que aprenden a hablar sabiendo que hablan y sabiendo cómo hablan. Y para eso la escritura es fundamental, porque solo la escritura y, especialmente, la alfabética, puede hacer de la lengua un objeto del que podamos distanciarnos y al que podamos mirar y admirar. La escuela es fundamental porque solo en la escuela se aprende a hablar, a leer y a escribir bien. Desde luego no me detendré en la diversidad de cosas que puede querer decir ese “bien”, pero, a mi modo de ver, no hay escuela si, en relación con la lengua y el saber de la lengua, no hay una cierta idea regulativa (implícita o explícita) de lo que quiere decir “bien”. Lo que en la escuela se enseña es el uso correcto de la lengua (sea lo que sea que quiere decir “correcto”) o, dicho de otro modo, solo hay escuela cuando el uso de la lengua se mejora y, por tanto, se corrige. Y esa corrección se realiza fundamentalmente en la escritura. Una de las actividades esenciales de un profesor es, sin duda, la de corregir ese tipo particular de textos que son los trabajos de los alumnos. Y si los corrige es porque confía en que puede mejorarlos (no solo los textos sino también, sobre todo, a los alumnos).

Me parece que estos modestos lingüistas que redactaban manuales escolares sabían ya muy bien, quizá porque eran profesores, lo que parecen haber descubierto algunos teóricos contemporáneos de la escritura. David J. Olson, por ejemplo, en El mundo sobre el papel. El impacto de la escritura y la lectura en la estructura del conocimiento invierte la hipótesis tradicional (de Aristóteles a Saussure) que considera la escritura como una transcripción del habla (y del pensamiento) para afirmar que la escritura proporciona un modelo para el habla (y para el pensamiento). Algo que ya sabían los profesores de lengua desde hace casi veinticinco siglos. Parece que un refrán que los profesores romanos decían a los niños parlanchines pero remolones a la lectura y a la escritura era que “los libros hacen los labios”.

En lo que se refiere al habla, Olson comienza diciendo que la escritura “fue responsable de hacer conscientes aspectos de la lengua oral, es decir, de transformar esos aspectos en objetos de reflexión, análisis y diseño” (p. 286); que la escritura “proporciona un conjunto de categorías para pensar el lenguaje” (p. 287); que la escritura “provee una serie de modelos para el léxico, la sintaxis y las propiedades lógicas de lo que decimos, permitiendo así que se vuelvan conscientes” (p. 287); o que “la historia de la escritura es la de la invención de dispositivos que sirven como modelos de lo que se dice” (p. 292).

En lo que se refiere al pensamiento, dice que

la cultura escrita hace que pensemos que los pensamientos mismos son objetos merecedores de contemplación (…) y lo logra, en primer lugar, transformando palabras y proposiciones en objetos de conocimiento y, en segundo lugar, transformando la fuerza de un enunciado -su intencionali dad- en objeto de discurso. (p. 305)

Insiste en que la escritura hace que el pensamiento “común” se vuelva “autoconsciente y deliberado”, o en que el “pensamiento letrado” es la “representación consciente y la manipulación deliberada” de las actividades del pensamiento. Y, en el último párrafo:

La escritura desempeñó un papel crítico en la producción del cambio de un pensamiento acerca de las cosas a un pensamiento acerca de las representaciones de las cosas, es decir, pensamiento del pensamiento. Nuestra moderna concepción del mundo y nuestra moderna concepción de nosotros mismos son, podríamos decir, el producto de la invención de un mundo sobre el papel. (p. 310)

3.

Hace muchos años, preparando un curso sobre la pobreza, me impresionó la página del libro de geografía de Louise Gudger que James Agee encontró en la casa de los aparceros del algodón cuya vida humildísima describe en Elogiemos ahora a los hombres famosos, de 1937, tanto que le dediqué también una sección en El profesor artesano. El libro se titulaba “Con los niños alrededor del mundo” y el prólogo decía lo siguiente:

El mundo es nuestro hogar. También es el hogar de muchísimos otros niños, algunos de los cuales viven en países remotos. Son nuestros hermanos en el mundo… ¿Qué debe tener cualquier parte del mundo para ser un buen lugar para el hombre? ¿Qué necesita cualquier persona para vivir cómodamente? Imaginemos que estamos en pleno campo. Está nevando, y dentro de poco caerá aguanieve y lluvia. Vamos casi desnudos. No tenemos nada que comer y padecemos hambre además de frío. De pronto la Reina de las Hadas desciende flotando y nos ofrece tres deseos. ¿Qué elegiríamos? “Yo deseo comida, porque tengo hambre”, dice Peter. “Yo elijo ropa para no tener frío”, dice John. “Y yo pediré una casa que me cobije del viento, de la nieve y de la lluvia”, dice la pequeña Nell con un escalofrío. Pues bien, todo el mundo necesita comida, ropa y cobijo. La mayoría de los hombres sobre la tierra pasan su vida buscando estas cosas. En nuestros viajes desearemos saber qué comen nuestros hermanos del mundo y de dónde proviene su alimento. Desearemos ver las casas que habitan y cómo están construidas. También desearemos saber qué ropa usan para protegerse del calor y del frío. (p. 14)

4.

Les contaré también de un trabajo que recibí en uno de mis últimos cursos de maestría, antes de jubilarme, de Daniela Hinojosa. El trabajo se titula El oficio de educar en el mundo mapuche y consiste en la glosa de algunas palabras en mapuzungun (la lengua mapuche, literalmente: ‘el habla de la tierra’). Lo que me hizo pensar es una de las palabras que glosa y que está tomada de una anécdota que cuenta Ernesto Wilhelm en un libro de 1030 titulado Vida y costumbres de los indígenas araucanos en la segunda mitad del siglo XIX.

Entre otras cosas, el misionero capuchino autor del libro transcribe las memorias del cacique Pascual Coña que, a los 14 años (cuando se lo contó al misionero tenía ya 80), había sido entregado por su madre a un internado religioso organizado para alfabetizar, educar y civilizar a los indígenas. Ahí, en ese libro, Pascual Coña dice: “enseguida me llevaron a la casa donde se lee y escribe: escuela se llama”. Y Daniela añade:

Mi sorpresa fue cuando al leer el texto en mapuzungun me doy cuenta de que el escrito dice ‘ Fei meu tëkunen tëfachi papeltue---ruka mew, escuela pinerkei ’. Hay dos cosas que me gustan de esta cita. Primero que ni la palabra ‘escuela’ ni la palabra ‘papel’ existen en mapuzungun y Pascual las utiliza en castellano. Y, segundo, el que describa la escuela como ‘papeltue---ruka mew’, es decir, ‘hogar donde se encuentra el papel’. Me detengo a pensar en qué significa comprender la escuela como la casa del papel.

Así fue la escuela desde su invención griega, la casa del papel. Y terminaré esta sección con una referencia a uno de los últimos best sellers del ensayo en español El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo, de Irene Vallejo, un homenaje al libro y a lo que podríamos llamar las profesiones del libro, los editores, los bibliotecarios, los libreros, los traductores, y también los profesores, como el recuerdo emocionado que hace de su profesora de griego en el instituto, una tal Pilar Iranzo, alta, encorvada, nerviosa, nada parecida a los profesores carismáticos, ingeniosos, brillantes y divertidos de las películas americanas.

5.

No he hecho otra cosa, hasta aquí, que un pequeño repaso por algo que dice muy bien Carlos Skliar en un fragmento de su Pedagogía de las diferencias: “todo depende de cómo hagamos resonar esas palabras: ‘leer’, ‘escribir’, ‘enseñar’” (2018, p. 143). Esa resonancia, con sus distintas modalidades, empezó en la antigua Grecia. El Infinito en un junco habla de ello. Pero como esto se titula “Elogio y elegía de la escuela alfabetizadora”, yo quisiera hacer un homenaje a la invención del alfabeto y a la invención de la escuela que podría sonar así:

Ya los fenicios habían difundido por los puertos mediterráneos un sistema de veintidós signos hecho solo de consonantes, pero fueron los griegos los que eliminaron algunas letras inútiles, añadieron cinco vocales, y se dotaron de una serie finita de letras capaz de copiar los infinitos decires de la voz humana.

No fue solo un sistema de comunicación el que apareció en el mundo, ni siquiera la posibilidad casi mágica de fijar las palabras tal y como eran dichas por las bocas de los hombres, sino una forma completamente distinta de relacionarse con el lenguaje. La lengua se alfabetizó, pasó de lo audible a lo visible, se independizó del lugar, del momento y de la voz, los decires de los hombres pudieron dispersarse en el espacio y perdurar en el tiempo, cualquiera podía recitar con su voz palabras ajenas. La musa aprendió a escribir y la filosofía aprendió también a escribir; se pudieron componer historias, poemas, diálogos y argumentos que hubieran sido imposibles sin la letra; y los hombres pudieron acceder a una especie de repertorio común y ampliado de palabras fijadas y a la vez volanderas, mucho más vasto del que hubiera podido caber en la memoria de cada uno.

Había una vez, en Atenas, en la época de Platón, que unos hombres inventaron un extraño artefacto al que llamaron escuela y en el que comenzaron a cultivar una manera inédita de aprender la lengua mediada por la letra.

Isócrates era un mal orador, se dedicaba a escribir discursos para otros (lo que entonces se llamaba logografía) y se le ocurrió un día que podría ganar algún dinero enseñando las artes de la palabra y el pensamiento (lo que después se llamó retórica). Pero tuvo la intuición de que para ello tenía que darle tiempo al decir y al pensar y que eso solo podría hacerse con la mediación de la lectura y la escritura, y llevando a los niños y a los jóvenes a un lugar separado.

La palabra era muy importante en aquella ciudad. Sus habitantes tenían fama de parlanchines y discutidores. No paraban de hablar en el mercado, en los banquetes, en el ágora, en los tribunales y en los distintos consejos que constituían la democracia. Les encantaba también el teatro, ese otro invento griego hecho de palabras conmovedoras tejidas en historias trágicas o cómicas y declamadas por actores de carne y hueso. Las historias de los dioses y de los héroes que habían dicho personajes misteriosos como Hesíodo y Homero ya andaban escritas. Los discursos de los sabios más prestigiosos comenzaban también a escribirse y a circular entre la gente. Crecía la afición a asistir a las conferencias de los sofistas más reputados que visitaban la ciudad y exhibían sus discursos en los salones de los ricos, tan orgullosos estaban los poderosos de recibirlos y agasajarlos; y de fingir que además del poder y del dinero también se preocupaban por apropiarse del prestigio de la sabiduría.

De palabras estaba hecha la vida común, sea la política, la económica, la cultural o la religiosa. Hablar era algo que se hacía en situaciones concretas y para finalidades concretas, para comprar y vender a buen precio en el mercado, brillar en las reuniones sociales, seducir a los ciudadanos en la asamblea, emocionar al público en el teatro, halagar la vanidad de los poderosos o convencer a los jueces en los tribunales. Pero se inventó la escuela y eso introdujo algunos elementos importantes en el cuento.

Había una vez que se suspendieron las urgencias de la lengua, porque en la escuela había tiempo. Se suspendieron también las necesidades y los objetivos a los que servía, porque en la escuela la lengua dejó de ser comunicación y se convirtió en materia de estudio. Se inventaron ejercicios como copiar, dictar, recitar, memorizar, componer, comentar y glosar textos. Se formaron bibliotecas con escritos memorables. Se separó la relación con la lengua de los espacios sociales, políticos, religiosos o culturales que la conformaban y la oprimían. La lengua pudo emanciparse de su uso, aparecer en sí misma y ser susceptible, por tanto, de consideración y de crítica.

Es verdad que los niños y los jóvenes se desesperaban al tener que tratar con discursos largos y difíciles que apenas entendían. Pero los gimnasios se fueron convirtiendo poco a poco en escuelas no muy distintas de las que atravesaron los siglos hasta casi nuestros tiempos, con aulas, salas de lectura, bibliotecas, maestros y alumnos, ejercicios, objetos parecidos a libros y parecidos a cuadernos, correcciones y exámenes, premios y castigos, alabanzas y reprimendas. Se inventaron los libros de texto compuestos por antologías para el dictado, el análisis, la composición, la meditación, la discusión y el ejercicio.

Muchos maestros creyeron, tal vez ingenuamente, que de las escuelas dependía algo así como la excelencia individual y la virtud política, porque su existencia no dependía del nacimiento, de la fortuna o de los dioses, sino que nos aproximábamos a ellas, como dijo Protágoras, “por educación, tal como corresponde a los ciudadanos libres”; a través de una serie de prácticas relacionadas con la palabra que se podían aprender y de las que todo el mundo participaba.

Isócrates no pudo ser orador porque padecía de debilidad en la voz, falta de aplomo y una timidez invencible. Fue profesor de elocuencia durante más de cincuenta años. Escribió sus discursos no para decirlos sino para publicarlos, madurándolos a veces por años. Su conocimiento de la tradición ya era libresco. En su escuela el arte del bien decir era inseparable del de bien leer y el bien escribir. Su enseñanza se basaba en la gramática entendida como el estudio, el comentario y la imitación de los autores clásicos. Enseñaba también la erística o el arte de la discusión, que hacía practicar por medio de diálogos e improvisaciones.

No separaba la retórica del arte del pensamiento, porque filología y filosofía eran para él dos caras de la misma moneda. Uno de sus lemas dice que “la palabra adecuada es el signo más seguro del pensamiento justo”. Consideraba que la adecuación de la palabra y la justeza del pensamiento eran inseparables de su belleza.

Su enseñanza de la retórica estaba impregnada de sentido cívico, de manera que la lengua hecha consciente era el lugar privilegiado para la formación de hombres cabales y de ciudades dignas, es decir, de aquellos cuya dignidad está en su cultura y no en su poder o en su riqueza. Instituyó algo así como una ciudadanía cultural cuando dijo que “nosotros llamamos griegos a quienes tienen en común con nosotros la cultura más que a los que tienen la misma sangre”. Y es muy emocionante saber que hojeaba los expedientes de sus mejores alumnos honrando en ellos a los políticos, poetas, filósofos u oradores que después fueron.

6.

En los últimos tiempos estoy practicando la nostalgia. Por eso voy a contar algunas cosas que aprendí de mis maestros. Y que ellos aprendieron de los suyos. Además, estoy cada vez más convencido de que en el asunto de la relación entre el mundo y la palabra seguimos elaborando los mismos temas de siempre, aunque en condiciones distintas y con palabras distintas. El primer aprendizaje que quiero contarles es el siguiente:

Cuando era un joven estudiante de Pedagogía, asistía como oyente a las clases de Estética de un viejo profesor, filósofo y poeta, que se llamaba José María Valverde. Un profesor, además, que solía venir a recitar poemas en la escuela de adultos donde yo trabajaba. Y aún recuerdo cómo marcaba el ritmo con el pie y cómo leía con el libro abierto en la mano, pero con los ojos cerrados, porque se los sabía de memoria.

Una vez, nos dijo, había preguntado a su hija pequeña, de cinco o seis años, con qué se piensa. La niña lo había mirado con cara de “vaya pregunta más idiota que me estás haciendo, que eso todo el mundo lo sabe”, antes de responderle -seguramente con una sonrisa-, que se piensa, claro, con la boca, con qué se va a pensar. Se piensa con la boca, o con la lengua, buscando las palabras y las frases.

Cuando la niña, al cabo de los años, hubiera aprendido a leer y a escribir, le hubiera contestado que se piensa con el lápiz. Tal vez porque empezaba a comprender lo que hacía su padre cuando estaba inclinado silencioso sobre su cuaderno. Porque es en la escritura donde el pensar o el quedarse pensando se hace con la lengua fuera, separada de nosotros, ya no en la voz sino en la letra. Leyendo y escribiendo de un modo, podríamos decir, pensativo.

La diferencia entre pensar con la boca y pensar con el lápiz es que en la escritura la lengua está exteriorizada. Por eso se puede ver y no solo oír. Por eso se puede analizar, descomponer, criticar. Por eso se puede volver sobre lo que ya se ha leído o ya se ha escrito. Por eso el lenguaje humano puede emanciparse del espacio y del tiempo concreto de la voz y atravesar siglos y continentes. Por eso la invención del alfabeto es la condición de hacer consciente la lengua o, en palabras de Paulo Freire, de no estar solo sumergido en la lengua sino en ser capaces de emerger de ella, de ponerla a distancia, y por tanto de mirarla y admirarla.

Pero siguió contando Valverde que después de que su hija le dijera con qué se piensa (con la boca) le pidió que le dijera cómo se piensa. Y ella levantó la cara, cerró los labios y emitió el sonido mmm con la boca cerrada, ese con el que se representa el instante anterior al habla, hecho seguramente de vacilaciones, extrañezas e incertidumbres.

Concluyó mi profesor diciéndonos que “pensar es justamente la actividad que se prepara y se dispone a abrir la boca”. Porque eso de pensar, sea lo que sea, se hace con la boca cerrada pero ya vibrante y sonora. Pensar es ese mmm. Y podríamos decir que pensar es suspender el movimiento de la mano que escribe, suspender un instante el lápiz en el aire, antes de dejarlo caer sobre la página y ponerse a escribir.

El primer aprendizaje entonces sería el de la relación entre lengua y pensamiento y, en espe cial, la relación entre alfabetización y pensamiento. Un tema que ya abordaron los griegos, Platón por ejemplo, pero que también es fundamental en Paulo Freire. Para él, como ustedes saben, el dominio de la lectura y la escritura no es solo el dominio de una técnica de comunicación, sino, sobre todo, una modificación de la forma de pensar el mundo y nuestras relaciones con el mundo.

El primer aprendizaje sería también que el pensamiento, sea eso lo que sea, se da cuando las palabras todavía están en la punta de la lengua, o en la punta de un lápiz suspendido en el aire. O, dicho de otro modo, que pensar es suspender los automatismos de la lengua, lo que entendemos o decimos automáticamente, lo que comprendemos o decimos sin darnos cuenta, sin pensar. O, todavía de otro modo, que pensar es hacer consciente lo que decimos o lo que nos dicen. Hacer consciente la lengua. Y, por lo tanto, comenzar a tener dificultades con ella.

El que fue mi profesor pasó la vida entera dándole vueltas a eso, a la relación entre alfabetización y pensamiento, a qué significa eso de un pensamiento letrado o alfabetizado, a cuáles son las consecuencias de alfabetizar la mente humana, nuestros modos de hacer consciente el mundo o, como decía Freire, de llevar el mundo a la escritura y, por tanto, a la conciencia.

7.

Todavía hay otra lección de Valverde que recuerdo muy bien. Tiene que ver con la relación entre la voz y la letra, con ese misterio y esa maravilla -propios de la lectura- que es entonar una voz ajena.

La voz, como se sabe, es la marca de la subjetividad en el lenguaje (cada uno habla con su propia voz la lengua de todos). Y la voz es también la marca del lenguaje en el sujeto (la voz de cada uno está configurada por la lengua común). La relación que sugería Valverde era entre leer en voz alta y comprender. Si lo lees bien es que lo comprendes. Nos contaba que, cuando era niño, la prueba más importante para entrar en la universidad era leer un texto sin prepararlo, a primera vista. De ahí la importancia de la lectura en voz alta, la evidencia de que leer no es solo pasar de un código visual a un código fonético, sino que compromete la subjetividad entera.

8.

Les voy a contar ahora de mi segundo maestro. Cuando comencé a estudiar filosofía estaba dejando la Universidad de Barcelona un profesor que se llamaba Emilio Lledó. La pena es que no llegué a asistir a sus cursos. Lo escuché por primera vez en Madrid, a principios de los 90, y fue como una revelación.

Lledó era uno de esos filósofos-filólogos que derivan su pensamiento de algunas palabras venidas de la Grecia clásica. Uno de sus asuntos era la relación entre logos y paideia, entre lenguaje y educación. Somos seres de palabra y no de naturaleza, somos lo que somos por educación y no por destino o nacimiento, somos libres, en definitiva, para lo bueno y para lo malo. Nuestra libertad se deriva justamente de que hablamos. Y se puede uno pasar la vida entera dándole vueltas a eso. Decía Lledó que en la palabra logos está lenguaje, también diálogo y pensamiento, y está sobre todo algo así como el hacer presentes (o el traer a la luz y a la presencia) las cosas del mundo.

Decía también que hablamos de lengua materna o de lengua nativa porque la lengua es donde se nace, como una cuna que acoge y recibe, como una madre primordial. Decía que la educación es el camino que va de la lengua materna a la lengua matriz, esa que cada uno va moldeando y haciendo propia a lo largo de su vida. Decía que ese camino no puede hacerse sin diálogo y sin memoria. Y ahí es donde entraba la lectura, que también solía decir Lledó que los libros no son sino ofrecimientos amplios y generosos para conversaciones libres y sosegadas en las que podemos incorporar a los que están lejos, tanto en el espacio como en el tiempo.

Pero si he traído aquí a don Emilio es porque nos contaba una historia muy bella de su infancia. Y es que durante la guerra, entre bombas y miserias, cuando tendría él entre 8 y 10 años, iba a la escuela pública de un pueblo próximo a Madrid. Ahí había un maestro, don Francisco, que un par de veces por semana hacía que los niños leyesen media página del Quijote. La primera tarea era escribir en el cuaderno las sugerencias de la lectura. Nos decía que aún conserva uno de esos cuadernos, el de 1938, que entonces no entendía el alcance de ese sustantivo maravilloso, “sugerencias”, y que se pasó después media vida tratando de pensar el enorme alcance de que un niño pudiera dejarse sugerir por Cervantes. Después alguno de los chicos leía sus sugerencias y la segunda tarea se enunciaba con un imperativo: hablemos pues un rato de eso. Y añadía que cuando fue estudiante de doctorado en Alemania las tareas que le pedían sus profesores eran exactamente las mismas: le indicaban lecturas, le preguntaban qué le había hecho pensar lo que había leído, se dedicaban a conversar sobre eso.

Es posible que gran parte del trabajo filosófico de Lledó no haya sido otra cosa que tratar de dar cuenta y razón de esa maravilla: lean ustedes, escriban sus sugerencias, hablemos de eso. Una maravilla a la vez simple y misteriosa. Cómo es posible que un personaje inventado en el xvii con los restos de las novelas de caballerías pueda sugerir algo a unos niños de diez años que viven siglos después en medio de una guerra civil. Cómo es posible que puedan además conversar sobre eso. Cómo es posible que haya un maestro de pueblo que crea que la cultura es eso de lo que conversamos y cómo lo conversamos. Que crea también que en una sala de aula y con esos tres imperativos (lean, escriban y conversen) está luchando por la república, por un orden social más digno compuesto por mejores personas que lo son solo porque han aprendido a leer, a escribir y a conversar.

Sin embargo, lo más emocionante es que ahora, ya muy viejo y jubilado, suele decir Lledó que si volviera a nacer volvería a ser profesor. Pero como debe estar horrorizado por cómo están hoy en día tanto la educación como el lenguaje, dice que no sería profesor de universidad sino maestro de escuela, para seguir con los niños del futuro los pasos de don Francisco. Y no solo para enseñar a leer, a escribir y a conversar sino para algo quizá más fundamental, para enseñarles a mirar una naranja. Algo que don Francisco también hacía, era sacar a los niños al campo y ayudarles a ver el mundo que les rodeaba. Dice Lledó que están en estos tiempos tan inmovilizados los chicos y tan aislados en las pantallas que hay que enseñarles a mirar las cosas para poder después enseñarles a hablar, a leer, a escribir y a conversar.

Para mí, la lección es que venir al mundo es venir al lenguaje. Que hay que cuidar tanto el mundo como el lenguaje que enseñamos a los niños. Que la lectura, la escritura y la conversación hacen más grande y más rico el mundo en el que vivimos. Que la pobreza de lenguaje es pobreza de mundo y al revés. Que el compromiso con la lengua y con la alfabetización es también un compromiso con la democracia y con la ciudadanía, con la república en definitiva. Porque la democracia está basada en la confianza de que es el diálogo igualitario entre los ciudadanos el que rige la ciudad y no la ambición o el dinero. Porque la república es ocuparse en común de los asuntos de todos. Algo que sabían los griegos, que también sabía Paulo Freire, y que tal vez no sea del todo idiota recordarlo y seguir pensándolo y trabajando en ello.

9.

Una vez asistí a una conferencia en la que Lledó comenzó leyendo un párrafo de Kant, de la Crítica de la Razón Pura (2005) :

La ligera paloma, que siente la resistencia del aire al volar libremente, podría imaginarse que volaría mucho mejor en un espacio vacío. No se da cuenta de que, con todos sus esfuerzos, no volaría nada, ya que no tendría punto de apoyo donde sostenerse y donde aplicar sus fuerzas. (p. 47)

Hizo después una pausa y, en un quiebro extraordinario, dijo que el aire de la paloma es el lenguaje y que los griegos llamaban logos a una phoné semantiké, a una voz significativa, a una especie de aliento o de vientecillo lleno de sentido que circula entre los hombres (y a veces también entre los mortales y los dioses).

Continuó ya hablando del logos y de la paideia para decir que no hay educación sin lenguaje ni lenguaje que no sea, de una manera o de otra, educativo. No hay pedagogía ni humanidad, podría decirse, sin lenguaje y no hay buena pedagogía ni buena humanidad, por tanto, sin cui dado del lenguaje. De una lengua que es de todos y de cada uno, y que resiste y limita, pero da libertad al mismo tiempo. Qué sensación entonces, visto lo visto, de que es el aire mismo el que se nos va haciendo tóxico y nos está faltando. Cómo vamos a poder volar en esas condiciones aéreas y atmosféricas.

Y cómo no recordar aquí la primera formación de Carlos Skliar, como logopeda, esa palabra que incluye logos y paideia, lenguaje y educación. Y qué pena que la palabra logos se nos haya reducido a comunicación y la palabra paideia a desarrollo de competencias comunicativas. Y hayamos perdido casi del todo la sonoridad griega y filosófica de esas hermosas palabras, tan ricas y tan antiguas como para merecer el trabajo de toda una vida.

10.

El último de mis aprendizajes juveniles se lo debo a Agustín García Calvo, también filósofo y filólogo. No fui su alumno, pero tuve el honor de asistir a sus tertulias en el Café Manuela de Madrid, en Malasaña, a mediados de los 70. Lo resumiré leyendo una inscripción que aseguraba haber encontrado, escrita en griego, en la puerta de un centro libre de estudios que funcionó, durante un tiempo, en la Facultad de Letras de la Universidad de Sevilla.

Las palabras, pues, camaradas, cojámoslas y vayamos descuartizándolas una a una con amor, eso sí, ya que tenemos nombre de ‘amigos de la palabra’; pues ellas no tienen por cierto parte alguna en los males en que penamos día tras día, y luego por las noches nos revolvemos en sueños, sino que son los hombres, malamente hombres, los que, esclavizados a las cosas o al dinero, también como esclavas tienen en uso a las palabras. Pero ellas, con todo, incorruptas y benignas: sí, es cierto que por ellas este orden o cosmos está tejido, engaños variopintos todo él; pero si, analizándolas y soltándolas, las deja uno obrar como libres alguna vez, en sentido inverso van destejiendo sus propios engaños ellas, tal como Penélope por el día apacentaba a los señores con esperanzas, pero a su vez de noche se tornaba hacia lo verdadero.

A mí, esa cita maravillosa me suena a que hay una guerra de palabras. Hay una cita de Handke que dice lo siguiente: “mi partido es el lenguaje: quienes se abren a su moral esos son los míos” (Larrosa, 2019, p. 8 ). Porque hay combates que se hacen con la boca y con la letra, con las palabras y con las ideas. Esos han sido los míos y también de los que hoy me acompañan.

Carlos Skliar y nuestras operaciones sobre la biblioteca pedagógica, en Entre pedagogía y literatura (2005), por ejemplo. Carlos y Daniel y sus operaciones sobre el lenguaje de la pedagogía. Porque el juego sigue siendo leer otras cosas, hablar de otro modo, leer de otro modo, escribir de otro modo, pensar de otro modo.

No sé si hemos llegado al final de ese arco temporal que se abrió en Grecia hace veinticinco siglos con algunas ideas revolucionarias permitidas, justamente, por la invención y la generalización del alfabeto. Esas de que los seres humanos existen en la lengua y a través de la lengua; de que todo puede ser verbalizado y por tanto criticado y reformulado; de que las palabras justas, bellas y verdaderas son el medio mayor que tienen los hombres para adueñarse de su vida, de su mundo y de su destino y hacerse mejores; de que venir al mundo es venir al lenguaje; de que iniciar a los nuevos en una lengua precisa y hermosa es hacerlos capaces de palabrear el mundo, pensarlo, hacerlo consciente y, por tanto, de configurarlo y reconfigurarlo.

Son muchos los que dicen que estamos entrando en una época posalfabética, posletrada, poshumanista. Y tal vez tengan razón. Pero nunca ha sido fácil, y nos toca a nosotros decidir si todavía podemos y queremos ser filólogos, es decir, amigos y amantes del logos, de la palabra y del pensamiento, y de la capacidad de ambos para iluminar el mundo, para hacerle justicia y para transformarlo.

Referencias

Agee, J. y Evans, W. (2008). Elogiemos ahora a los hombres famosos. Planeta. [ Links ]

Kant, I. (2005). Crítica de la razón pura. Taurus. [ Links ]

Larrosa, J. (2019). El profesor artesano. Materiales para conversar sobre el oficio. Laertes. [ Links ]

Olson, D. R. (1994). El mundo sobre el papel. El impacto de la escritura y la lectura en la estructura del conocimiento. Gedisa. [ Links ]

Skliar, C. (2018). Pedagogías de las diferencias. Novedades Educativas. [ Links ]

Vallejo, I. (2020). El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo. Siruela [ Links ]

Para citar este artículo: Larrosa, J. (2023). Elogio y elegía de la escuela alfabetizadora. Pedagogía y Saberes, (59), 130-139. https://doi.org/10.17227/pys.num59-19147

Recibido: 30 de Abril de 2023; Aprobado: 03 de Mayo de 2023

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El texto recoge una conferencia impartida en la Universidad Pedagógica Nacional de Buenos Aires, el 15 de noviembre del 2022, con la compañía en la presentación y el debate de Ana Pereyra, Daniel Brailovsky y Carlos Skliar.

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