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Estudios de Filosofía

Print version ISSN 0121-3628

Estud.filos  no.33 Medellín Jan./June 2006

 

Fecha de recepción: febrero 24 de 2005

Fecha de aceptación: agosto 09 de 2005

 

POÉTICA DE LA OBRA DE JOSÉ MANUEL ARANGO*

 

Por: Emma Lucía Ardila de Gutiérrez

Universidad Eafit

emardila@eafit.edu.co

 

Resumen. Este texto trabaja a partir de la poesía de José Manuel Arango. Dada la formación filosófica del poeta, se buscó en su obra una reflexión con respecto a las preguntas fundamentales al ser humano y que la filosofía ha intentado responder desde la antigüedad: qué idea del hombre, del mundo y de la existencia hay en su poesía, de tal forma que pudiera establecerse un puente entre la filosofía y la literatura; y derivada de esta última, pero igualmente importante, se indagó por la reflexión estética que allí subyace, su concepción del arte, del artista y particularmente de la poesía. Y ambas preguntas tendieron, a su vez, a un fin común: encontrar la posibilidad de verdad que hay en su obra.

Palabras clave. Poética, José Manuel Arango, poesía, literatura.

 

Summary. This paper has as its starting point the poetry of José Manuel Arango. Given the Philosophical education of the poet, there is a search in his Works of a reflection on the fundamental questions regarding the Human Being, questions to which Philosophy has tried to provide an answer since Antiquity; such as, what are the ideas of Man, World, and existence that one can find in his poetry. This is done in order  to build a bridge between Philosophy and Literature. Derived from Literature, and no less important, is an aesthetical reflection that lies there: his concept of Art, Artist, and particualrly Poetry. And both questions tended to a common goal: finding the possibility of truth in his works.

Key Words. José Manuel Arango, Philosophy, Poetry, Art, Artist, Truth.

 

El acercamiento a la obra de José Manuel Arango estuvo motivado por varias razones, que a su vez justifican la escritura de este texto. En primer lugar, la impresión que produce su obra inicialmente, porque en ella no hay aspavientos ni grandilocuencias, sino que por el contrario es una poesía silenciosa, sin fáciles concesiones, breve, con pocos signos de puntuación, de versos cortos, y especialmente sugerente. Y, por otra parte, la intuición de que, dada la formación filosófica del poeta, en ella posiblemente se encontraría una reflexión con respecto a las preguntas fundamentales del ser humano y que la filosofía ha intentado responder desde la antigüedad: qué idea del hombre, del mundo y de la existencia hay en su obra, de tal forma que pudiera establecerse un puente entre la filosofía y la literatura; y derivada de esta última, pero igualmente importante, indagar por la reflexión estética que subyace en su obra, su concepción del arte, del artista y particularmente de la poesía. Y ambas preguntas tendientes a su vez a un fin común: encontrar la posibilidad de verdad que hay en su obra.

Este texto sintetiza los resultados de esta búsqueda en sólo uno de los aspectos arriba mencionados: la postura estética del poeta y los planteamientos que en este sentido subyacen en su obra.

Es necesario anotar que para ello me apoyé tanto en Heidegger como en Gadamer, porque ambos filósofos encontraron en la literatura el medio para resolver estas mismas preguntas. La reflexión filosófica que hace Heidegger en Hölderlin y la esencia de la poesía (1978, 134) y en De Camino al habla (1987) fue importante para la interpretación de la obra de José Manuel Arango porque allí el punto de partida es precisamente la poesía. Es la lectura de los poemas de Trakl, de Stefan George y de Hölderlin, y su interpretación, la que permite la indagación filosófica acerca de temas fundamentales al arte tales como la profunda relación que existe entre poesía y pensamiento, el lenguaje como esencia del hombre, su dimensión dialógica y, finalmente, la posibilidad de encontrar, mediante el nombrar del poeta, la esencia de lo humano allí expresada en una manifestación particular que, sin embargo, gracias al arte, se hace permanente. Dice Heidegger: “Todo pensamiento sensitivo–meditativo es poesía, toda poesía, en cambio, es pensamiento. Ambos se pertenecen mutuamente (...)” (1987, 242).

De manera análoga fueron útiles los planteamientos acerca del arte hechos por Gadamer en Poema y Diálogo (1993), porque concibe la hermenéutica como una tarea de comprensión que precisa del diálogo, un diálogo que es posible establecer con el poema como acercamiento de dos formas de lenguaje y que sólo se logra cuando ambos se vuelven uno común, un pensamiento hecho palabra, en el que el poema tiende hacia el terreno del habla y el lector hace de la palabra del poema entendimiento, producción de sentido: “(...) Un poema —dice Gadamer— no es más que una palabra pensante en el horizonte de lo no dicho” (1993,152).

 En el poema encontramos siempre algo inasible, un sentido que no es posible totalizar ni unificar, y por ello aquí no se trata de repetir sentidos ya establecidos ni de acudir a datos autobiográficos para encontrar respuestas, sino de centrarse en la obra misma de José Manuel Arango y desde allí, desde la resonancia de lo escrito, como bien dice Gadamer, “(...) participar en el íntimo diálogo con el lenguaje, de la misma manera que cuando conversamos” (1993, 153).

El poema hoy opera a partir de fragmentos que constituyen su unidad; utiliza pocas conexiones entre las palabras y pocos signos de puntuación. Es por ello que el silencio ocupa un lugar importante y diciente mediante el cual las palabras, sus sonidos, cobran nueva fuerza. Los poemas de José Manuel Arango responden, en general, a estas características. El texto Poemas Reunidos, de José Manuel Arango, editado por Norma, recoge la casi totalidad de su obra. Faltan algunos poemas posteriormente publicados en revistas y, además, otros de un libro que, al parecer, tenía en preparación.[1]  Poemas Reunidos consta a su vez de cuatro libros: Este lugar de la noche, Signos, Cantiga, Montañas y una recopilación de poemas dispersos titulada Otros poemas. Es a partir de este libro y de la selección de algunos de los poemas contenidos allí, que se hará esta indagación.

Retomando entonces la pregunta enunciada en la introducción acerca de cuál es el pensamiento con respecto al arte en la obra de José Manuel Arango, se abordará ésta desde tres perspectivas que son motivo de reflexión y tema reiterado en su obra: el lenguaje, la interpretación y la poesía.

 

I. El lenguaje

En la poesía de Arango la reflexión acerca del lenguaje ocupa un lugar importante. Este tema lo aborda no sólo pensando al lenguaje como tal, sino en su relación con la obra de arte y específicamente con la poesía y con el quehacer del artista. Los poemas Palabra de hombre, los dos títulos Escritura, Página en blanco, Grammatici certant, Nudo son, entre otros, ejemplos de esta indagación acerca del lenguaje, pero, por razones de espacio, sólo se hablará de algunos de ellos.

Palabra de hombre

 

La palabra

como una moneda

sopesada en la palma.

 

lanzada contra el muro de piedra

 para oír su timbre,

 

mordida

para saber su ley (Arango, 1997, 217).

En este poema, como ya se señaló, el tema central es el lenguaje. El título, Palabra de hombre, remite a una palabra singular, única, diferente de aquellas desgastadas por el uso del habla cotidiana. Por ello, esa “palabra de hombre” es la proferida en el poema, aquella que cobra el peso y la densidad en su nombrar. Sin embargo, en el segundo verso de la primera estrofa, esta palabra es comparada con lo más trivial, lo más común e intercambiable, una moneda. Una moneda no se distingue de las otras, es un mero instrumento de intercambio y como tal, contradice aquello a lo que el título alude. No obstante, esa moneda, esa palabra, recibe aquí un trato diferente: es “sopesada en la palma”, puesta a prueba lanzándola contra el muro, “para oír su timbre” e incluso, mordida “para saber su ley”. Esta palabra–moneda, rescatada del uso y del desgaste diario sufre entonces, mediante el poema, una transformación; la materia prima del arte es “la prosa de la vida”, es la realidad que diariamente circunda al hombre, por ello, para ingresar a la obra, la palabra debe ser sometida a un cuidadoso proceso de selección, debe responder ella misma a dos órdenes distintos, al de la forma y al del sentido. La forma porque tiene que gozar de cualidades fónicas, tener un timbre tal que resuene y sugiera, y el sentido porque a la vez debe poseer peso por sí misma y ser de ley, es decir, ser verdadera, o lo que es lo mismo, contener en sí suficiente cantidad de metal precioso para que sea avalada como auténtica. La palabra debe obedecer, tanto en contenido como en forma, al criterio de verdad que exige el poema para que adquiera la singularidad que el título anuncia. La palabra poética entonces responde cabalmente a la metáfora de la moneda. Está formada de palabras comunes, pero singularizada mediante el proceso de selección llevado a cabo por el poeta, para que de esta forma, sea ella de nuevo regresada a su esencia, lavada de su mero uso convencional y vuelta a su origen, restituida por fin a su esencial nombrar.

Esta metáfora de la moneda es nuevamente utilizada en otro poema suyo:

Escritura.

 

Marcar una moneda

con la uña,

hacerle con la uña una raya

y echarla a rodar por la ciudad

 

Tal vez la ciudad te la devuelva

y quizá traiga dos rasguños,

uno al lado del otro,

hermanos.

 

Agradecido la recibirías

en tu palma (Arango, 1997, 208).

Al leer este poema es necesario establecer la relación existente entre la escritura, anunciada en el título, y la moneda de la que se habla luego sin hacer después ninguna referencia directa con aquélla. Como ya se dijo, una moneda es una convención, una medida de valor significada en un objeto cuya finalidad es ser intercambiable, pasar de mano en mano, indiferenciada, junto con otras tantas iguales y del mismo valor. La escritura, la artística, la literaria, lleva por el contrario la impronta del autor y tiene un valor y un sentido específicos, y además trabaja con palabras, con el lenguaje. El lenguaje, a su vez, es también una suma de signos surgidos de una convención, palabras cada una con un significado determinado que va de boca en boca y cumple con la finalidad de comunicar.

El lenguaje encarnado en la palabra, en cada palabra, podría ser equivalente a una moneda; tan intercambiable, tan convencional, tan útil y con una finalidad tan claramente determinada como aquélla. Sin embargo, cuando dice: “Marcar una moneda / con la uña”, tal acto equivaldría a intervenir, por así decirlo, esa palabra, ese lenguaje que transita indiscriminado con una marca, con un distintivo que la diferencie. El sentido de este poema por tanto es análogo al anterior, pues habla de la transformación que sufre el lenguaje cuando se convierte en obra de arte. El poema está compuesto sólo de palabras, las mismas que el escritor se apropia para señalarlas y echarlas luego a rodar. Lo que resta es sólo azar; una vez publicado un texto, se desconoce el rumbo que ha de tomar; sus incidencias o resonancias, lo que pueda pasar, lo silenciado de su transcurso. Por eso al acto eminentemente gratuito de la escritura, sin utilidad definida, porque en ella el lenguaje pierde su carácter de mero uso, sólo le sigue la esperanza de que “Tal vez la ciudad te la devuelva / y quizá traiga dos rasguños, / uno al lado del otro, hermanos”. Se opera pues una especie de donación, de entrega desinteresada en la que sólo se espera que lo mismo vuelva enriquecido por el eco que otra voz le imprimirá a la palabra así otorgada.

La palabra enunciada en la escritura poética tiene un sentido que supera el meramente denotativo del signo y connota hacia múltiples direcciones; está llena de sugerencias, de significados. Cuando lo así escrito llega a los otros, como acto comunicativo que es, posiblemente pueda producir resonancias, o silencios o nada; el resultado es completamente aleatorio. Por ello, al echar a rodar eso que se ha querido decir, eso que se ha escrito, en realidad lo que se hace es tender una mano en la espera de que resuene, de que sus palabras sean recibidas por alguien que las sepa escuchar, las interprete y a partir de ellas produzca sentidos nuevos. Si del lector se espera que produzca a su vez una marca, una cercanía, una hermandad, ello significa la concepción de un lector activo y no de un mero receptor pasivo; él también tiene una tarea creativa: producir sentidos, interpretar. Hay pues aquí, sumada a la reflexión sobre el lenguaje y la obra de arte, una concepción del lector convocado desde el poema y una reflexión sobre el sentido del quehacer artístico como acto profundamente comunicativo que espera, para que se cumpla su objetivo, saberse de pronto escuchado y que el eco no resuene en el vacío.

Apalabrar es otro poema de José Manuel Arango que aborda también el tema del lenguaje pero desde una perspectiva completamente distinta:

 Apalabrar

 

Pero al niño ciego le dicen ésta es la lluvia

y él la acepta en el dorso de la mano

 

y le dicen éste es el azulejo

y él pasa suavemente las yemas por el cuello

corvo

 

Lluvia, azulejo: nombres

para las perplejidades del niño

ciego (Arango, 1997, 137).

 

El lenguaje es una convención. A las cosas se les dan nombres hasta cierto punto arbitrarios. Cada signo equivale a un sonido, cada palabra es una reunión de signos y de sonidos, cada lengua una suma de palabras y por lo tanto de convenciones que varían acordes con el entorno, con la cultura, con la forma de concebir y de pensar el mundo. Y entre las lenguas se dan encuentros, coincidencias, sintonías, pero también profundas diferencias.

Por otra parte, entender que una palabra no remite directamente sólo a un objeto específico (por cada cosa un signo equivalente) sino que nombra una generalidad de objetos y que, por ejemplo, la lluvia de hoy se nombra con la misma palabra que la de mañana, y que el agua no es sólo la del río sino la de la fuente y la que mana de la llave, y que al nombrar un animal, el perro por ejemplo, no se nombra a uno específico sino a una generalidad, es un proceso al que todo niño se enfrenta cuando de aprender a hablar se trata: comprender que el lenguaje no opera como un signo mecánico sino como una herramienta simbólica del pensamiento.

De ahí la doble extrañeza del niño ciego: debe no sólo comprender lo anterior sino, además, crear en sí una imagen adicional a la que la palabra y la sensación táctil que la acompañan le ofrecen, la de un objeto que aunque toca no puede ver y por lo tanto debe tener para él una forma difícil de precisar. Al proceso metafórico que supone el lenguaje en el que una palabra “dice” un objeto, lo equivale, se aproxima a él, el niño ciego debe sumar una operación adicional: proceder a una doble “metaforización”. Desde el silencio de las imágenes visuales a las que está sometido, debe poder producir representaciones mentales capaces de nombrar el mundo y comprenderlo. Hay allí un doble esfuerzo, un doble proceso imaginativo. El niño ciego ve con las manos, los objetos poseen formas táctiles.

El aprendizaje del lenguaje es un milagro que se cumple en cada ser humano, cuando sucede, el hombre aprehende el mundo y se sitúa en él desde sí mismo y con respecto a los otros. En el niño ciego este milagro es doble, la maravilla es mayor.

El título, Apalabrar, quiere decir no solamente, como puede deducirse del poema, este proceso de aprendizaje que por eso mismo se convierte en un juego con las palabras y por lo tanto en verbo, en puesta en acción de las mismas, sino también un compromiso, un pacto que se establece de palabra con alguien. Hablar supone entrar en un sistema de signos, de convenciones; supone entrar en contacto con el mundo, con los otros. El lenguaje así adquirido es un compromiso, una alianza con lo humano, un signo de pertenencia que en adelante nos ha de constituir y nombrar.

Por otra parte, en el poema, al niño ciego no le están enseñando cualquier palabra, le están mostrando elementos del mundo con los que se simboliza lo más vital e inasible: el agua y un pájaro. Ambos son inaprensibles, palpables y huidizos a un tiempo, tanto como el color del pájaro al que alude su nombre o el innombrable que posee el agua. El asombro entonces no tiene límites. En las manos del ciego las palabras cobran tacto, y ahora los perplejos somos los lectores, olvidados hasta ahora, cegados por todo lo que vemos de esa otra posibilidad que también tiene el lenguaje: ser inaprensible y poético; ser táctil, sensación, pájaro vivo y gota de agua, vuelo y sed saciada.

II. La interpretación

El tema de la interpretación es abordado también por José Manuel Arango. Para él, no sólo un libro, o un poema, son susceptibles de descifrar, también pueden serlo un sueño, la ciudad, y en fin, lo visto y lo vivido por el artista; todo se convierte en signo, incluso el silencio es susceptible de lectura; y cuando tal interpretación se convierte en arte, el lector debe hallar a su vez, en la obra, una totalidad de sentido y descifrarla, tal como lo expresan estos poemas en donde el lector es convocado para que participe activamente:

XLII

Texto                              

1

la ciudad: un desierto dorado

por la luna

      las calles

son las líneas de una mano

abierta

 

en algún lugar alguien lee

un libro extraño como el silencio

 

ese rostro, la llama móvil

que lo multiplica: los ojos

que sostienen en vilo

la plaza desierta

 

2

una mujer en tanto

con el pelo revuelto

y los rasgos quebrados

borrosos de sueño

 

habla: grita

palabras olvidadas

y la boca se le llena de sombra

 

mundos de hielo

crujen

y se derrumban

en el origen de sus terrores

 

3

por la avenida de farolas

las copas de los cauchos

retiemblan

con un temblor de plata

bajo el viento, bajo la luz

blanca

 

el índice entre el libro, ahora

cerrado, no señala

 

4

cerca de la ventana iluminada

un aleteo roza el muro

de piedra

 

la mujer sueña

sueños tranquilos

 

y en el silencio, extraño como un libro

también la ciudad es un texto (Arango, 1997, 104).

Este poema es uno de los más largos en la obra de José Manuel Arango, usualmente compuesta por poemas breves, pues consta de once estrofas con un número irregular de versos. Varios interrogantes surgen luego de un primer acercamiento a Texto: ¿a qué obedece la distribución espacial de la primera estrofa? porque, a diferencia de los demás, el tercer verso se sitúa centrado; ¿qué sentido tienen los cuatro numerales en que se divide el poema? Sabido es que en un poema nada debe ser gratuito y que cada uno de estos elementos debe indicar hacia alguna dirección de sentido, por tanto, estos aspectos no deben pasarse por alto sino, por el contrario, generar preguntas que atiendan a su comprensión. Para llevar a cabo tal indagación se procederá desde las partes hacia el todo, iniciando con la lectura detenida de cada estrofa para luego entroncar tal lectura en una totalidad de sentido.

La primera estrofa ofrece una imagen onírica: la ciudad es “un desierto dorado / por la luna / las calles / son las líneas de una mano abierta”. Estas calles, situadas en todo el centro de la estrofa como atravesándola, de la misma manera en que lo hacen éstas en la ciudad, explicarían la razón de la distribución espacial que aquí se emplea. Además, por otro lado, esta descripción imprime al poema un tono y una atmósfera de misterio que la mano enfatiza porque hace referencia indirecta a la magia, sus líneas son susceptibles de lectura, en ellas es posible vaticinar el futuro.

En medio de la ciudad las calles son las líneas de una mano abierta; no hay pues una comparación, sino que efectivamente éstas son aquellas, por tanto el lector es invitado a descifrar este lugar misterioso que por añadidura es mirado durante la noche, la cual asimismo sugiere la soledad, las calles vacías y sobre todo un sentido que no es evidente pero que está allí para ser leído por quien sepa ver aquello que la ciudad dice en medio del silencio nocturno. Ahora bien, esta especie de animismo, este ser las calles líneas de una mano, habla de cómo los hombres son también a través de las cosas que habitan, de sus lugares y de cómo aquello que creen poseer también los posee.

En la segunda estrofa persiste el halo de misterio, alguien (no se sabe quien) lee “un libro extraño como el silencio”, es una estrofa muy corta pero basta para situar al lector en un escenario completamente distinto, ya el espacio no es abierto sino que sugiere un lugar cerrado donde alguien lee. De todas formas el paralelismo es evidente, porque lo que se lee son también líneas de sentido que además no son comunes sino que exigen el desciframiento, y el hecho de presentar dos lugares y dos situaciones diferentes de forma simultánea crea de inmediato un mientras que el lector identifica; sabe que en la noche mientras la ciudad está desierta hay alguien dedicado a desentrañar una respuesta oculta dentro de un libro.

La tercera y última estrofa de esta primera parte describe la atmósfera que rodea al lector del libro, tan enigmática como aquello que lee y agrega una frase críptica: “los ojos / que sostienen en vilo / la plaza desierta” ¿Qué quiere decir esto? ¿Acaso en el libro aparece la ciudad descrita en la primera estrofa y lo que sucede en ésta se halla determinado por la lectura? Si eso es así, y al parecer lo es, el espacio animado por la mirada está suspendido y el lector se transforma en un demiurgo que crea el mundo a medida que lo lee; lo cual sugiere una manera de concebir la lectura en la que el lector no es un ser pasivo sino, por el contrario, un participante que junto con el artista crea y actualiza maneras de ver, interpretaciones nuevas. Esta concepción está acorde con Gadamer en cuanto al sentido dialógico de la obra de arte en la que cada lectura se convierte en una nueva representación que actualiza sentidos inéditos. Por otra parte, dos movimientos opuestos se dan en estos cuatro versos: en primer lugar, la llama es móvil y multiplica el rostro del lector —imagen muy sugerente que hace pensar en los múltiples lectores que sin embargo cada vez son uno— y en segundo lugar, la mirada está detenida y por tanto la plaza queda “en vilo”. Hay entonces, de nuevo, dos espacios, uno afuera, el del entorno del lector, y otro adentro, el de éste en cuya lectura, sin embargo, aparece la ciudad.

La primera estrofa de la segunda parte presenta otro personaje, una mujer, y otra vez un paralelismo, porque ella esta ahí “en tanto” sucede todo lo anterior. Y aparece la referencia al sueño en la descripción física de esta mujer cuyo sentido se completa en la parte siguiente cuando ésta actúa de forma extraña, semejante a una pitia, como posesa, profiriendo “palabras olvidadas / y la boca se le llena de sombra”. La visión surgida del sueño crea de nuevo una atmósfera de misterio y es, además, terrible; ella está poseída no sólo por las premoniciones sino además por el terror. Lo que ella ve se describe en la tercera y última estrofa de esta parte: “mundos de hielo / crujen / y se derrumban / en el origen de sus terrores”. Esta segunda parte no está aislada de la anterior, sino que ambas se encuentran ligadas por los paralelismos mencionados, sin embargo, ¿tienen alguna relación estos mundos que ve la mujer con la ciudad descrita y con el hombre que lee? 

La tercera parte empieza con la descripción de una avenida “de farolas”, se sitúa por consiguiente en la ciudad; los árboles están bañados por la luz de la luna lo mismo que las calles de la estrofa inicial. Es de nuevo el mismo lugar del comienzo, en la noche y a la intemperie. La estrofa que sigue, también paralela al orden seguido en el inicio, enfoca la mirada en ese alguien que lee, sólo que en este momento el libro está cerrado, ¿cómo conectar pues la hipótesis aventurada anteriormente acerca de la manera como la ciudad cobraba vida en tanto el lector la animaba? En esta última descripción lo único que se mueve en la avenida es el viento, todo parece en suspenso, como si continuara “en vilo” dependiendo de la voluntad creadora del lector y, además las breves descripciones que se hacen unen la primera parte con la tercera; es entonces coherente tal hipótesis y la ciudad está inmóvil porque este hombre ya no señala, su indicar, su lectura, está por ahora detenida. Y, agregado a la anterior, tanto en la primera como en la tercera parte, ese indicar tiene semejanza con las palabras de la mujer, porque en ellas hay también desciframiento. De esta forma, los numerales 1, 2 y 3 estarían relacionados por un mismo asunto, por una misma línea de sentido.

En la cuarta y última parte se describe un movimiento premonitorio: “cerca de la ventana iluminada / un aleteo roza el muro / de piedra”, algo de afuera irrumpe en un espacio interior, pronto se aclara (en la siguiente estrofa) que tal espacio es el lugar donde habita la mujer que sueña, esta vez sueños tranquilos. Esta tranquilidad es por tanto ilusoria, aquello que ella vio anteriormente es verdadero, sus sueños tranquilos de ahora son sólo una pausa, porque un aleteo en la noche, y es de noche puesto que la ventana está iluminada y ella duerme, no produce la misma impresión que en el día; la sugerencia es clara, esta premonición nefasta connota oscuridad, misterio, algo desconocido que se aproxima a un lugar en apariencia tranquilo.

El misterio ronda de principio a fin este poema; la última estrofa lo señala explícitamente y une a la mujer con la ciudad y con el libro; lo que les sucede a los tres acontece a un tiempo y en la noche, y el lector descubre que cada parte tiene un significado, que tales divisiones no son arbitrarias, que las partes 1 y 3 corresponden al espacio habitado por el lector y al que con su lectura crea, y las partes 2 y 4 al que habita la mujer y a los espacios evocados por su sueño. De esta forma el título cobra sentido porque el lector entiende que estos dos movimientos, estos dos espacios, el de la mujer y el del lector, en realidad atañen a un mismo asunto, el desciframiento de un texto, llámese sueño o libro o ciudad, en donde hasta el silencio es susceptible de lectura, de interpretación. Así, todo el poema adquiere unidad, es una totalidad de sentido en donde el lector mismo se convierte en descifrador, al igual que el lector o que la mujer que nombra el poema. Se produce, por tanto, un juego especular: el lector nombrado en el poema crea la ciudad al leer el libro y nosotros como lectores recreamos y actualizamos el sentido del poema. Desde esta perspectiva, es posible afirmar que la postura estética de José Manuel Arango con respecto a la lectura de la obra de arte invoca a un lector activo que dialogue, que interprete y propicie miradas nuevas, es decir, creativo.

Por último, el poema Libro y cuchillo se centra también en la perspectiva del lector y por lo tanto en el de la interpretación; y además en la relación que existe entre la realidad y la ficción:

Libro y cuchillo

 

1

Pensaba en un lenguaje secreto,

inventado para asegurarse contra los desvaríos.

 

De noche, en la vasta sala,

con la luz en el rostro

solía releer un grave libro.

 

La leyenda, no obstante,

lo imagina sobre su caballo,

detenido en un gesto de ira.

 

Era el señor.

 

Aún están sus huellas

en la mesa, en las leyes,

en los pechos de las doncellas,

en el vaso que empañó con su respiración.

 

2.

Señaló con su cuchillo la página

(el cuchillo en el libro cerrado.)

Entonces, frente al espejo,

se pensó decapitado (Arango, 1997, 194).

Con una estructura dual, a lo largo de este poema abundan las aparentes oposiciones; los paralelismos provocadores. Desde el título se enuncia la primera: libro y cuchillo, dos objetos contrarios y distantes el uno del otro, al menos en lo evidente y cuya respectiva mención se da también espaciada en el interior del poema. En segundo lugar, aparece la división en dos partes: la primera, que nos presenta al personaje, a sus acciones, en la intimidad de su casa y las huellas que dejó para la posteridad y la segunda, en la que sólo se menciona un hecho, el momento en el que el libro se señala con el cuchillo y que a su vez abre un nuevo paralelismo: el que se establece entre cuchillo–libro y cuchillo–hombre: “Entonces, frente al espejo / se pensó decapitado”. En tercer lugar, hay dos tiempos en el poema: pasado y presente. Además, en cuarto lugar, hay finalmente dos puntos de vista para mirar al personaje: adentro y afuera; en un inicio es mirado desde adentro, sus pensamientos, sus temores, las acciones ejecutadas en la intimidad, en la soledad, y luego desde afuera, desde la perspectiva de los otros, lo que ven e imaginan de él.

Mirando el poema desde otro ángulo, la lectura opera a la manera de una narración y efectivamente esto se confirma en la tercera estrofa cuando habla de la leyenda, la cual se imagina al personaje montado sobre su caballo; por el momento, entonces, se sabe que este hombre es legendario, que ha sido motivo de posteriores recreaciones, que ha estimulado la imaginación de muchos y que, como leyenda que es, hace parte de la tradición oral y del bagaje cultural de un pueblo. Pero, ¿a cuál pueblo se refiere? Eso, al menos por ahora, no se sabe. El tono general del poema es de misterio; los interrogantes que suscita la lectura son muchos y, además, cuando dice que “pensaba en un lenguaje secreto, / inventado para asegurarse contra los desvaríos.” ¿qué quiere decir?, ¿en realidad su mente operaba con un lenguaje secreto o más bien anhelaba poseer un lenguaje secreto?, ¿a cuáles desvaríos se refiere?, ¿qué teme?

Para resolver todos los interrogantes señalados es necesario revisar qué información suministra este poema especialmente silencioso: en la primera parte se dan algunos datos acerca del personaje, él “Era el señor”. Esta información nos sitúa en otra época, posiblemente se trate de un señor feudal, dueño de la vida y de la libertad de sus siervos; de ahí que sus huellas perduren “en la mesa, en las leyes, / en los pechos de las doncellas (...)”. Cuando, por otra parte, más adelante se hace referencia a la costumbre que “el señor” tenía de “(...) releer un grave libro”, tal costumbre se opone a la manera cómo lo concibe la leyenda y reitera los dos aspectos mencionados anteriormente: por una parte lo que él sólo manifiesta en la intimidad, y por la otra lo que los otros ven en él, el señor, siempre sobre el caballo con un gesto de ira, volcado en la exterioridad de sus actos. Hasta aquí la información con respecto al personaje, que ya de por sí señala su carácter ambiguo, su complejidad y sus conflictos. En cuanto a la forma, cuando en la segunda parte aparece el cuchillo, ambas, la primera y la segunda parte, se integran: “(el cuchillo en el libro cerrado)”. Pareciera pues, si se atiende al sentido que la forma indica, que en este nivel del poema los opuestos mencionados al inicio pueden integrarse. Este verso está entre paréntesis y es curioso cómo, al mismo tiempo, se establecen una serie de paréntesis también en el nivel del contenido porque, en primer lugar, cuando el señor señala el libro con su cuchillo, para no olvidar cuál página está leyendo, tal gesto establece un paréntesis en la lectura, y además en las oposiciones arriba mencionadas, pues libro y cuchillo se unen, dejan de ser dicotómicos y entran en una relación lógica y, en segundo lugar, se concilian en el hombre aspectos aparentemente opuestos porque el mismo hombre que teme al desvarío, a la locura y a la desmesura, el que suele “releer un grave libro”, es también el iracundo, el que abusa de las doncellas, el que impera. Hay un momento de su vida en que, como entre un paréntesis, sus contradicciones se concilian: cuando se mira en el espejo, se encuentra consigo mismo y con sus temores. Pero ¿por qué se piensa decapitado? ¿Qué misterio emana del libro? Algo de todas formas se transpone del libro a él, algo de éste le concierne profundamente al punto de sentir que tal imagen, el cuchillo en el libro, es una especie de copia de la suya en el espejo o de premonición, de signo fatal. Hasta ahora, ya sobre el final del poema, no hay respuesta, al menos no explícita, para estas preguntas.

Sin embargo, cuando tiene lugar la premonición del hombre frente al espejo es posible establecer una conexión entre la parte final y el inicio que nos indique una posible respuesta: en los dos primeros versos está el ansia del hombre por poseer un lenguaje secreto que lo proteja contra los desvaríos, y en este punto ya es claro que no posee tal lenguaje sino que lo desea, porque siente tal temor que, al enfrentarse con el espejo, ve duplicada la imagen del libro en sí mismo, desvaría, actúa como si el libro fuera un fetiche en el que en vano ha buscado ese lenguaje que ansía, ese secreto protector; además, debido a un gesto que lo traiciona, él, violento como es, como lo constatan las huellas que su paso ha dejado, usa un cuchillo para señalar el libro y ya no son las palabras las que operan como signos dicientes, sino los objetos los que le hablan; ve que la brutalidad ha roto, por así decirlo, la armonía secreta del libro, él seguramente también ha producido con sus actos rupturas semejantes y por eso el libro, atravesado por el cuchillo, opera como un espejo que se duplica en el reflejo y en sus temores de adentro, esos que sólo afloran en la soledad, en las horas de desvarío.

En la quinta estrofa el tiempo está en presente, habla de lo que aún pervive del personaje; luego, en la última, es decir, en la correspondiente a la segunda parte del poema, retorna nuevamente al pasado, pareciera querer explicar la muerte de “el señor”: posiblemente la premonición que éste tuvo al mirarse en el espejo se convirtió en certeza. Este poema recuerda un cuento de Julio Cortázar, Continuidad de los parques (1994, 291), cuya estructura es similar. El libro opera como creador de un mundo posible que finalmente se integra a la realidad y la afecta; hay una continuidad sin fisuras entre el cuento que ficciona y la realidad donde se sitúa un lector a leerlo, conectando así ambos mundos y planteando de esta forma una teoría acerca de la lectura. De alguna manera aquí sucede algo similar, la lectura del libro incide en la vida del hombre, es esperanza de resguardo contra su miedo al desvarío y, al mismo tiempo, es fuente de desvarío e incide en su vida real. El solo gesto de poner en el libro un cuchillo indicando una página, opera como un señalamiento de la posible decapitación de su lector. El poder del señor tiene un límite, impera sobre los siervos, dispone a su antojo, pero es impotente frente al libro, éste se le impone y, contrario a lo que buscaba, protegerse del desvarío, le produce desvaríos, temores, presentimientos de muerte y le constata sus límites: la cercanía —más posible que nunca— de la muerte. No se sabe en manos de quien, pero es claro que su propia mano fue la que puso el cuchillo en el libro, son sus propios actos, seguramente, los que lo llevarán a la muerte, de forma directa o indirecta, por propia mano o por ajena.

Nuevamente entonces, dos instancias, realidad y ficción, aparentemente contrarias pero efectivamente unidas, tanto como el exterior y el interior, el pasado y el presente, la vida y la muerte, el libro y el cuchillo, la primera y la segunda parte, la razón y el desvarío, el poder ilimitado y el límite poderoso, formando todas un conjunto de sentido que se cierra en la última oposición que enfrenta el hombre siempre en su vida, la ilusión de inmortalidad y la certeza de la muerte; la misma ilusión que tiene lugar en el mundo de la ficción, la misma que nosotros como lectores experimentamos en un juego que al incluirnos, se hace laberíntico: un hombre y un libro en el poema, aquél afectado por éste y nosotros por la lectura que incide de manera real en nuestras vidas. Por eso ya el lugar donde el señor feudal vivía no tiene importancia, puede ser este o cualquier otro lugar, lo esencial es que allí haya un hombre —el hombre de hoy y de siempre: contradictorio, ambiguo, complejo, lleno de temores— batiéndose de continuo en una exterioridad en la que se muestra valiente, depredador, en apariencia dueño de sí mismo, hasta que, algún día, se enfrenta con la realidad, no esa en la que gastó los días engañándose de continuo, sino la que está presente en el espejo, la de la muerte que camina a paso lento pero seguro.

Teniendo en cuenta la lectura de los poemas anteriormente seleccionados, puede afirmarse con suficiencia la preocupación acerca de la postura estética en la obra de José Manuel Arango y, además, cómo en una obra literaria es posible encontrar una reflexión estética sólida que responda a los interrogantes básicos que ésta plantea, es decir, la pregunta por el arte, por su sentido y el del quehacer artístico, y cómo mediante la interpretación es posible volver analítico el decir poético.

III. La poesía

En la poesía de este autor, hay una clara definición —tanto del poema, como del artista y del arte—, del sentido que tiene su quehacer y del lenguaje con el que se constituye la obra. En un ensayo titulado La bailarina sonámbula (Arango, 1997, 218), inserto en la recopilación de poemas dispersos denominado Otros poemas, hay una reflexión completa de lo que para este poeta era la poesía. Este ensayo se refiere a un texto de José Lezama Lima en el que aparece una bailarina sonámbula y dice: “La poesía debe ser un baile. El ritmo, la música le son consustanciales. Si la prosa corresponde al caminar llano, la poesía corresponde a la danza. Debe pues empinarse, alzarse un tanto del suelo, levantarse sobre la prosa de la vida ordinaria como la bailarina se pone en puntas de pies” (Arango, 1997, 218).

Hay pues, en primer lugar, una referencia clara al aspecto formal del poema, eso de que a la poesía le son consustanciales el ritmo y la música y debe por tanto “(...) levantarse sobre la prosa de la vida ordinaria”. Las palabras no están en un poema de manera arbitraria, obedecen a un orden, a un sentido; su misma distribución ya sugiere, ya es un Decir. El sentido lo otorga la palabra misma, pero no sólo por su significado sino también por su sonido, por la relación que ha de entablar con las otras palabras para que el conjunto sea leve, como la danza, armónico como ella y forme una totalidad mediante la suma de los pasos o de las palabras, que para el caso son aquí lo mismo; una totalidad que propicie ese elevarse, ese empinarse por sobre “la prosa de la vida”, por sobre lo cotidiano, para expresar, mediante el baile, lo esencial de los pasos repetidos cada día por el hombre.

Paso–palabra esencial es la del poema que permite al hombre luego de presenciarlo, verse de una manera distinta; en la danza del poema ha entendido cómo es posible elevarse, ponerse “en puntas de pies” con la misma materia ordinaria que proporciona lo cotidiano.

Pero el poeta no sólo crea con la materia prosaica de la vida, se vale también de otros poetas, de la tradición artística que le antecede, y en los pasos de otros encuentra su propia ruta; en su marchar resuenan los que le antecedieron, los que le proporcionaron materia poética. Historia y actualidad, rescate de la tradición y testimonio del presente, el tiempo en suma, es lo recogido en el poema; un Decir que reúne lo que el hombre ha sido y lo que es. Sin embargo, cuando se habla de la armonía, del ritmo, de la música, no se está afirmando que el poema deba obedecer hoy todavía a una forma rígida en la que la medición de los versos y la rima persistan. En el poema hoy, opera más bien esa “yuxtaposición áspera” de la que habla Gadamer, y que se encuentra en los poemas de José Manuel Arango, es decir, el proceso por el cual palabras aparentemente distantes por su significado son puestas una al lado de otra produciendo un estallido de sentido mediante el extrañamiento que suscitan, y el silencio llena los intersticios dejados adrede por el lenguaje escueto, por lo que no se dijo, y que por eso mismo se vuelve más diciente y que además la escasez de signos de puntuación acentúa. En su obra el verso es libre, las asociaciones entre unas imágenes y otras, entre unas ideas y otras, poseen una apariencia abrupta que en realidad lo que hace es potenciar el sentido del poema. No hay por lo tanto ni rima ni metro, pero sí resonancias fónicas y una cuidadosa selección de las palabras que estructuran el tono y el sentido de su poesía. Volviendo entonces con el texto que nos ocupa, éste dice a continuación:

Pero no es un vuelo. La bailarina no vuela. Es casi como si fuera a volar, a despegarse del suelo, pero el gesto es a medias irónico, no trata de engañar, no sugiere ninguna elevación fingida. Así como el baile nace de la marcha, es como un andar tocado por la música y regulado por el ritmo, así la poesía debiera nacer de la vida común, de sus situaciones y experiencias. La bailarina, excepto por la breve duración de un salto, mantiene los pies en la tierra (Arango, 1997, 218).

En el poema reside la verdad, y la verdad, como decía Gadamer, es la expresión de la propia vivencia del poeta, que al volverse arte deja de ser su experiencia particular y se transforma en la experiencia de todos. El poema no finge, no miente, surge de la vida común que el artista filtra en sí mismo para transformarla en arte. La bailarina no es alguien sobrenatural, capaz de volar, a diferencia de los demás mortales; sus pasos son pasos de hombre corriente, sólo que dotados de ritmo, de uniones insólitas, de breves elevaciones, lo cual, sin embargo, no impide durante la mayoría del tiempo que conserve los pies en la tierra. La poesía no es evasión, ni disfraz de la realidad, es la realidad misma hecha danza, canto, ritmo, paso elevado, palabra sugerente, imagen y sonido. La poesía es un “como si fuera a volar”, es mimesis porque permite que el hombre se vea en ella y se sienta allí representado en lo que le es más esencial. Además, se acerca a lo indecible en su decir, por eso parece como si fuera a volar, pero no vuela, conserva los pies en la tierra, asida a lo humano que representa. Y entonces, también “(...) el gesto es a medias irónico” porque no finge, porque en su intento de elevarse muestra al mismo tiempo la realidad de la finitud del hombre, de sus límites —tan asiduamente señalada en los poemas de José Manuel Arango—, en los cuales la presencia de la muerte es constante, igual que su cercanía a la tierra, ésta no se olvida, cada intento por elevarse la constata, la rememora, la muestra. A continuación el ensayo dice:

Por otra parte están la hora, la oscuridad necesaria, el sueño. Es de noche, naturalmente. Sólo en la noche puede darse el baile de una sonámbula. Tal vez sale a bailar por las calles, aunque no se sabe de nadie que la haya visto. El baile comienza en el sueño y en cierto modo se mantiene dentro de él. Pero en cierto modo es también más que el sueño y se arranca de él. (...) [Lezama] no concebía el poema como fruto de un abandonarse al sueño, como una ganancia en aguas revueltas. Quería la vigilancia, la búsqueda activa. La bailarina sonámbula lleva los ojos abiertos (Arango, 1997, 218).

Nadie ha visto a la bailarina, pero si el poema es como una danza, ¿no es posible entonces deducir quién es la bailarina? Porque si sus pasos son las palabras, la bailarina necesariamente es el poema. Y el lenguaje del poema que es como un baile, es rítmico, musical, sugerente, y por momentos se eleva del suelo. La bailarina es sonámbula, sus pasos los dicta el sueño, pero sueña con los ojos abiertos, está dormida y despierta a un tiempo; el lenguaje, el habla del poema, no olvida la realidad que lo circunda pero a la vez, para constatarla, crea otra realidad, una atmósfera que sólo en apariencia es irreal. Es por eso que la bailarina irrumpe en la noche “(...) naturalmente. Sólo en la noche puede darse el baile de una sonámbula”. ¿Por qué sólo en la noche? Sólo hay un lugar en donde le es posible al lenguaje danzar, y ese lugar es el umbral, el “entre” al que alude Heidegger (1987), en donde mundo y cosas se encuentran, es decir, el poema. De esta forma, la noche, la oscuridad, el sueño, el lugar donde es posible la transición desde un estado en que las cosas se encuentran en su desgaste cotidiano hasta el lugar en donde pueden ser, en donde se han de mostrar en su esencia, son una metáfora del poema. Y siguiendo con Heidegger, es en ese momento cuando irrumpe el silencio, porque la esencia es indecible; es por esto que el baile sólo puede darse “naturalmente” en la noche, en una especie de sueño que no es el de la inconsciencia sino el de la vigilia, un sueño de ojos abiertos, de “búsqueda activa” en donde el “entre”, el umbral en donde lo cotidiano se transforma en esencial, propicia el encuentro del mundo y las cosas y por lo tanto, el hombre se encuentra también a sí mismo y se reconoce. Finalmente el texto dice:

    Y si es verdad que baila en sueños, también lo es que sus movimientos han sido disciplinados por un largo aprendizaje, por una cuidadosa artesanía podríamos decir con una palabra que a Lezama le era grata. Porque la poesía es como un baile sonámbulo, una conjunción de mesura y de sueño (Arango, 1997, 218).

Cuando se piensa a la bailarina como el lenguaje, como “el habla que habla”, que danza en el poema; cuando del poema mismo se parte para entender la esencia de la poesía, para definir el poema, como hace José Manuel Arango en este ensayo, indirectamente se está hablando también de la autonomía de la obra de arte, capaz de decir por sí misma su sentido sin necesidad de recurrir al poeta para su interpretación.

En esta última parte del texto no sólo el poeta se ha sometido a un largo aprendizaje, sino también la bailarina. Cada uno de sus pasos y de sus palabras obedecen a una “cuidadosa artesanía”. Es verdad que quien se sujeta, una y otra vez, a la ardua labor de pulir y repulir un poema es el poeta, él es quien tiene que vérselas con las palabras para construir un todo autónomo y con sentido, es verdad que en la producción del arte interviene necesariamente el artista, y que de manera indirecta, también esto se afirma en el poema. Pero una vez producida la obra, es la obra misma la que se vuelve materia de interpretación y mediante ésta el decir poético puede volverse también analítico. Por eso, cuando José Manuel Arango reflexiona sobre la poesía, habla de ésta como de un ente autónomo cuyo lenguaje es “(...) como un baile sonámbulo, una conjunción de mesura y de sueño”. Es decir, una vigilia en donde la conciencia está presente, y la mesura y el trabajo artesanal, pero no de manera completamente racionalizada y lógica, sino atravesada por el sueño, por la imaginación, por las resonancias sensoriales, la creatividad, y en fin, por una mirada que como en los sueños toma su materia prima de la realidad cotidiana para transformarla en arte.

Para finalizar vale la pena agregar cómo, coherente con su pensamiento, el hombre que habita la obra de José Manuel Arango es un transeúnte, camina con la certeza de su finitud, se asombra, se maravilla, reflexiona, pero no grita ni hace aspavientos, más bien piensa y calla. Y en cada paso afirma la vida, su fuerza vital, la convicción de que todos nosotros, cada hombre en particular, es pasajero. Su tránsito pasajero se confirmó hace poco. Queda sin embargo su obra que de seguro permanecerá porque en ella hay verdad, en ella se expresa lo esencial del hombre con honestidad y arte.

 


* Este artículo parte del trabajo de investigación “Poética de la obra de José Manuel Arango”, para optar al título de Magíster en Filosofía. Universidad de Antioquia.

[1] Posterior a la fecha de este escrito se han publicado dos libros, uno de ellos editado por la Universidad de Antioquia, que recogen la totalidad de su obra.

 

Bibliografía

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