SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
 issue33NIETZSCHE Y BUERO VALLEJO: Lo apolíneo y lo dionisíaco en la tragedia En la ardiente oscuridad author indexsubject indexarticles search
Home Pagealphabetic serial listing  

Services on Demand

Journal

Article

Indicators

Related links

  • On index processCited by Google
  • Have no similar articlesSimilars in SciELO
  • On index processSimilars in Google

Share


Estudios de Filosofía

Print version ISSN 0121-3628

Estud.filos  no.33 Medellín Jan./June 2006

 

Fecha de recepción: agosto 17 de 2005

Fecha de aceptación: enero 12 de 2006

 

LA COLERA DE MEURSAULT

Sobre el problema del reconocimiento en El Extranjero de Camus* 

 

Por: Rubén Darío Maldonado Ortega

Universidad del Norte

rmaldona@uninorte.edu.co

 

Resumen. Se trata de mostrar el itinerario del modo como Albert Camus, echando mano de una analítica de lo absurdo, afronta el problema de la libertad humana en abierta confrontación con la tradición ontológica racionalista, para lo cual se sirve del recurso literario como medio de expresión lúdico–didáctica, en particular del episodio que da cuenta de la cólera de Meursault en la parte final de su novela El Extranjero. En el desarrollo de dicho itinerario se mostrará la línea de correspondencia entre las ideas formuladas en El mito de Sísifo, donde queda exhibida la condición propia del hombre en términos de despliegue del drama de su absurdidad, y el trabajo de verter en imágenes sugestivas esas ideas para su recreación y mejor comprensión al valerse del recurso literario. Así, habrá que rastrear el parentesco entre El mito de Sísifo y El Extranjero en relación con la formulación de una teoría del hombre que desata y fundamenta una teoría de la rebelión, expresada como fidelidad a lo absurdo. Todo esto encaminado a mostrar la concordancia entre el hecho de que las intuiciones filosóficas de Camus fueron expresadas como literatura, con su pensamiento de que el hombre absurdo por excelencia es el creador.

Palabras clave. Absurdo, rebelión, indiferencia, inocencia, libertad, reconocimiento.

 

Summary. Here the itinerary of the way in which Albert Camus, making use of the Analytic of the Absurd, faces the problem of Human Liberty in an open confrontation with the Rationalist Ontological Tradition, for which he uses the Literary Recourse as a ludico–didactical mode of expression, particularly in the episode that tells of Mersault‘s anger at the end of his novel The Stranger. In the development of the said itinerary, the paper will show the correspondences between the ideas that are formulated in The Myth of Sysiphus —where the Condition pertaining to Man is established in terms of a Display of the Drama of his Absurdity, and the work of turning those ideas into suggestive images for his own recreation and his better understanding, due to his recourse to the Literary. Then the closeness between The Stranger and The Myth of Sysiphus will have to be closely studied and in relation to the formulation of a Theory of Man that creates and becomes the base for a Theory of Rebellion, expressed as Fidelity to the Absurd. It all tends to show the concordance between the fact that the Philosophical Intuitions of Camus were expressed in Literary Form, with his thought that the Absurd Man is a Creator par excellence.

Key words. Absurd, Rebellion, Indifference. Innocence, Liberty, Recognizance.

 

En el capítulo IV de la Fenomenología del espíritu, denominado “La verdad de la certeza de sí mismo”, Hegel introduce para el vocabulario filosófico la problemática del reconocimiento al afirmar que la autoconciencia sólo alcanza su satisfacción en otra autoconciencia, y que ella sólo es en cuanto se la reconoce.[1]  Así dio Hegel el primer impulso para superar la encrucijada en que había dejado Descartes a la filosofía, fortalecida en su propósito de obtener para el conocimiento del mundo un fundamento irrefutable, pero debilitada para animar a los hombres al hallazgo de un principio confiable para la conformación de una comunidad de obligaciones recíprocas.

Al presentar la problemática de la libertad humana como una lucha de autoconciencias contrapuestas, consigna Hegel en el mismo texto:

Cada una de ellas está bien cierta de sí misma, pero no de la otra, por lo que su propia certeza de sí no tiene todavía ninguna verdad, pues su verdad solo estaría en que su propio ser para sí se presentase ante ella como objeto independiente o, lo que es lo mismo, en que el objeto se presentase como esta pura certeza de sí mismo. Pero según el concepto del reconocimiento, esto sólo es posible si el otro objeto realiza para él esta pura abstracción del ser para sí, como él para el otro, cada uno en sí mismo, con su propio hacer y, a su vez, con el hacer del otro [...] En cuanto hacer del otro cada cual tiende, pues, a la muerte del otro. Pero en esto se da también el segundo hacer, el hacer por sí mismo, pues aquél entraña el arriesgar la propia vida [...] Solamente arriesgando la propia vida se mantiene la libertad [...].[2] 

Ingresada la problemática del reconocimiento al corpus de la filosofía, el principio rector del modo de hacer y pensar moderno, esto es, la subjetividad, que en Descartes sólo cuadraba para legislar sobre el mundo, es extendida como fundamento hasta la libertad y la historia, al punto de afectar la ampliación al propio lenguaje, que en adelante reservará el término intersubjetividad para designar la nueva realidad.

Es, al menos, el caso de Jean Paul Sartre, quien en una conferencia de 1945 titulada El existencialismo es un humanismo indica que el hombre que se capta por el cogito descubre también a los otros como condición de su existencia. Según Sartre, un hombre celoso, por ejemplo, no puede serlo más que a condición de que los otros lo reconozcan por tal. He aquí lo conceptuado por Sartre:

Para obtener una verdad cualquiera sobre mí, es necesario que pase por otro. El otro es indispensable a mi existencia tanto como el conocimiento que tengo de mí mismo. En estas condiciones, el descubrimiento de mi intimidad me descubre al mismo tiempo el otro, como una libertad colocada frente a mí, que no piensa y que no quiere sino por o contra mí. Así descubrimos en seguida un mundo que llamaremos la intersubjetividad, y en este mundo el hombre decide lo que es y lo que son los otros.[3] 

Esta reflexión de marcado acento hegeliano le permite a Sartre superar el solipsismo cartesiano asegurando un lugar a la solidaridad, la cual toma su fundamento en el reconocimiento de la dignidad del otro. Pero lo que ante todo interesa retener aquí para el propósito de la presente reflexión es la idea del descubrimiento del otro como pugna de libertades contrapuestas, que es, en últimas, lo planteado por Hegel.

 Una didáctica de esta pugna de libertades contrapuestas la constituye la parte final de El Extranjero, novela de 1942, donde su autor, el célebre pensador franco–argelino Albert Camus, quien fuera honrado en 1957 con el premio Nobel de literatura, da cuenta de la cólera de Meursault para ilustrar su pensamiento sobre el absurdo y la rebelión, pensamiento que había expuesto argumentativamente en un ensayo del mismo año, titulado El mito de Sísifo.

Cabe advertir que en ningún momento se sugiere aquí la idea de que se trate, con Camus, de hacer comprensible el pensamiento de Hegel sobre el reconocimiento, sino de afrontar dicha problemática, incorporada por Hegel al vocabulario filosófico, desde la perspectiva de la filosofía de lo absurdo, de Camus. Es bien conocido lo apartado que está Camus de Hegel, y sobre esto no hay que dar mayores indicaciones que lo consignado por el Nobel franco–argelino en su ensayo de 1951, titulado El hombre rebelde. 

Al leer El Extranjero se tiene la impresión de que sus ciento catorce páginas estuvieran al servicio de aquélla donde se registra la réplica de Meursault al capellán, dado que dicha réplica constituye una síntesis de lo expuesto por Camus en El mito de Sísifo. Ya Sartre había señalado en 1943, en su Explicación de ‘El Extranjero’, que en El mito de Sísifo Camus da el comentario exacto de dicha novela. En efecto, en El mito de Sísifo Camus enseña que la primera evidencia de la conciencia despierta es el descubrimiento de que la vida carece de sentido. Dicha evidencia, que al comienzo es una pura corazonada, es elevada luego a noción por la conciencia. Pero antes, está la cotidianidad. Camus nos ilustra sobre esto en El mito de Sísifo:

Suele suceder que los decorados se derrumben. Levantarse, coger el tranvía, cuatro horas de oficina o de fábrica, la comida, el tranvía, cuatro horas de trabajo, la cena, el sueño y lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado con el mismo ritmo es una ruta que se sigue fácilmente durante la mayor parte del tiempo. Pero un día surge ‘el por qué’ y todo comienza con esa lasitud teñida de asombro. ‘Comienza’: esto es importante. La lasitud está al final de los actos de una vida maquinal, pero inicia al mismo tiempo el movimiento de la conciencia.[4] 

No hay que olvidar que en El mito de Sísifo Camus ha definido lo absurdo como el divorcio existente entre el actor y su decorado. Conforme a esta inicial precisión, el decorado de Meursault se derrumba cuando da muerte a un hombre árabe. Su vida maquinal se interrumpe, para dar lugar a la hora de la conciencia. Pero, ¿Qué es y qué implica tener conciencia de lo absurdo de la condición humana?

Lo primero que hay que precisar es que en Camus el absurdo no es una situación excepcional, sino la única situación posible. En Camus no existe un más allá de lo absurdo, porque todo es absurdo. Es la condición humana y no otra cosa lo que es absurdo. Por eso querer ir más allá de lo absurdo constituye la única y verdadera falta humana. De allí que tanto el suicidio como la esperanza, eventos llamados a ahuyentar el absurdo, constituyen para Camus evasiones de la condición humana. La única actitud consecuente con el absurdo es la rebelión, si bien en Camus la rebelión tiene una connotación bien especial.

Cuál sea la connotación que adquiere con Camus la rebelión es cosa que se irá mostrando a lo largo de este trabajo. Por ahora la atención se centrará en el significado de absurdo, para lo cual Camus ha creado en El Extranjero un antihéroe: el señor Meursault.

En su Explicación de ‘El Extranjero’ Sartre nos enseña que quienes supieron inspirarse durante la lectura de El Extranjero pudieron intuir que Meursault no podía ser calificado con las categorías de “bueno”, “malo”, “moral” o “inmoral”, sino tan sólo con la de “absurdo”. En seguida nos ilustra Sartre sobre lo que es un hombre absurdo:

[…] el hombre absurdo, arrojado a este mundo, rebelde, irresponsable, ‘nada tiene que justificar’. Es inocente. Inocente como esos primitivos de que habla Somerset Maugham, antes de la llegada del pastor que les enseña el Bien y el Mal, lo permitido y lo prohibido. Para él todo está permitido, inocente como el príncipe Muichkin, quien ‘vive en un presente perpetuo matizado con sonrisas e indiferencia’. Un inocente en todos los sentidos de la palabra […].[5] 

Ocurre, sin embargo, que este inocente debe morir decapitado, ya que dio muerte a un semejante. ¿Cómo puede ser válido, entonces, lo dicho por Sartre? La respuesta es bien sencilla: Meursault ha sido abocado a cometer un crimen absurdo, es decir, un crimen inocente. De allí que cuando el Presidente del Tribunal le inquirió por el motivo de su acto, Meursault lo hizo expreso con un arrebato de sinceridad: “[…] a causa del sol”.[6]  En la sala de audiencias hubo, por supuesto, risas y ademanes de sanción a su aparente cinismo. Pero el caso es que todo ocurrió a causa del sol, o sea, absurdamente. Además, se trató de un evento corriente, claro está, escenificado dentro del universo de lo absurdo. Dicho universo, con sus categorías propias, su antilógica, su antihéroe y su pesada carga de fatalidad es lo que será expuesto a continuación.

Meursault, un hombre en apariencia convencional, ha recibido un cablegrama en el que se le anuncia escuetamente el fallecimiento de su madre en el asilo de ancianos donde la había internado. El texto del cablegrama dice: ‘Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias’.

El comportamiento de Meursault en el velorio fue nada convencional, y parecía afanado por salir cuanto antes de allí, como si el asunto no le concerniera. Durante la ceremonia fúnebre bebe distraídamente café, ofrece cigarrillos y dormita, eventos que actuarán en su contra durante el proceso que se le seguirá posteriormente a raíz de haberle dado muerte a un hombre árabe. En el vecindario donde vive se le conoce como una persona discreta que no abre la boca para decir nada. Intima con una joven graciosa, María Cardona, antigua dactilógrafa de la oficina donde trabaja, y con ella asiste a una película aparentemente cómica, al siguiente día del sepelio.

Pero este hombre corriente muestra a ratos un comportamiento excepcional que lo llevará a involucrarse en un episodio doméstico con su vecino de alcoba, Raimundo Sintés. En efecto, el señor Meursault encuentra indiferente la oferta de Raimundo de hacerlo su camarada a cambio de suplantarlo en una carta ofensiva con la que desea castigar a una mora amante suya que, según decía, lo había engañado.

[…] me declaró que precisamente quería pedirme un consejo con motivo de este asunto; que yo era un hombre que conocía la vida; que podía ayudarlo y que inmediatamente sería mi camarada. No dije nada y me preguntó otra vez si quería ser su camarada [...] Dije que me era indiferente, y pareció quedar contento [...] Hice la carta. La escribí un poco al azar, pero traté de contentar a Raimundo porque no tenía razón para no dejarlo contento. Luego leí la carta en alta voz. Me escuchó fumando y asintiendo con la cabeza, y me pidió que la releyera. Quedó enteramente contento. Me dijo: ‘Sabía que tú conocías la vida’ Al principio no advertí que me tuteaba. Solo cuando me declaró: ‘Ahora eres un verdadero camarada’, me llamó la atención. Repitió la frase, y dije: ‘Sí’. Me era indiferente ser su camarada y él realmente parecía desearlo.[7] 

Si hemos de creer a Sartre, Meursault es un hombre concreto. Un hombre concreto es un hombre incapaz de experimentar la realidad como unidades abstractas enlazando el material disperso de la experiencia. O como lo exigía Kant: el yo trascendental acompañando todas las representaciones. Meursault experimenta la realidad de otro modo, a saber, como un flujo amorfo de presentes. Por eso, la palabra amar carece para él de sentido, ya que se trata de una unidad abstracta: “[...] para él, no existe el amor, ni tampoco los amores. Sólo cuenta lo presente, lo concreto”.[8] 

Pero, en general, para Meursault, nada tiene sentido; así, cuando el patrón le consulta sobre la posibilidad de irse a trabajar a la capital, dedicado a viajar durante una gran parte del año, arguyendo que “[...] esa es una vida que debe gustarle”,[9]  Meursault responde afirmativamente, pero añade a continuación que en el fondo le es indiferente. Y cuando María Cardona le pregunta si se casaría con ella, él le responde que eso le es indiferente. “Entonces quiso saber si la amaba. Contesté como ya lo había hecho otra vez: que eso no significaba nada”.[10] 

  En la playa donde ocurrirá su crimen absurdo, Meursault, después de obtener de Raimundo el revólver para asegurarse de que no le dispararía al árabe injustificadamente piensa, a propósito de que ahora es él quien tiene el revolver, “[...] que se podía tirar o no tirar y que daba lo mismo”,[11]  advirtiendo en seguida que, “Quedarse allí o partir, lo mismo daba”.[12] 

  Así mismo, cuando el abogado que le asignaron para que lo asistiera le preguntó si había sentido pena el día del sepelio de su madre, aseveró que “Sin duda quería mucho a mamá, pero eso no significaba nada”.[13] 

Estamos, pues, frente a un hombre indiferente, consecuente con su condición hasta el último día, tal como puede constatarse en la reflexión de la víspera de su ejecución: “En ese momento y en el límite de la noche, aullaron las sirenas. Anunciaban partidas hacia un mundo que ahora me era para siempre indiferente”.[14] 

Pero lo que significa un hombre indiferente sólo puede ser extraído del orden significativo que la filosofía de lo absurdo confiere a sus categorías, lo cual ha sido expuesto con toda claridad por Camus en El mito de Sísifo. Allí, en la exposición sobre la libertad absurda, Camus se refiere al mundo en términos de “[…] divina equivalencia que nace de la anarquía”,[15]  asignándole a esta proposición la condición de certeza de la conciencia absurda. Antes de encontrar lo absurdo, el hombre cree que puede dirigir su vida, para lo cual precisa diferenciar entre lo que le importa y lo que no le importa, y así, obra como si fuese libre. “En este momento lo absurdo, a la vez tan evidente y tan difícil de conquistar, entra en la vida de un hombre y encuentra su patria”.[16] 

En esa patria, el hombre que ha despertado a la conciencia de que la condición humana es un absurdo entra con toda su clarividencia y su rebelión. Sin esperanza y sin porvenir acepta su destino como un infatigable esfuerzo por mantener ante sí mismo ese absurdo. Camus ilustra esa conquista con su célebre interpretación de El mito de Sísifo.

 Guiado por su tutor filosófico, Jean Grenier, Camus busca en El mito de Sísifo una iluminación para su radical indagación de lo absurdo. Parafrasea entonces la versión original de El mito de Sísifo, consignada por Homero en Odisea, XI, 593, ofreciendo en cambio de ella, una propia, excesivamente sintética:

Los dioses habían condenado a Sísifo a subir sin cesar una roca hasta la cima de una montaña desde donde la piedra volvía a caer, por su propio peso. Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza.[17] 

Condensa luego tres versiones sobre el motivo que le costó a Sísifo su singular tormento, y advierte que Homero no enseña mayor cosa sobre la rutina de Sísifo en los infiernos, circunstancia que le brinda una ocasión excepcional para ofrecer su interpretación de este singular mito: “No se nos dice nada sobre Sísifo en los infiernos. Los mitos están hechos para que la imaginación los anime”.[18]  Camus imagina, entonces, en los infiernos, a Sísifo dichoso.

Durante su regreso, cuando ya no carga la roca, nada puede impedir que Sísifo se apropie enteramente de su destino, el cual pertenece a los dioses mientras dura su tormento. Comoquiera que el castigo consistía en que Sísifo percibiera con toda claridad que no tenía esperanza, al determinar que la piedra, empujada por su propio peso regrese otra vez a la llanura para ser llevada de nuevo a la cima, los dioses, sin advertirlo, otorgan a Sísifo una pausa, una respiración que se convierte para él en la conciencia plena de su absurda condición.

Camus ve un parentesco entre Sísifo y quienes se consagran día a día a realizar las mismas tareas que impone una vida monótona. Solo que esa vida no es trágica porque no se tiene conciencia del absurdo que en ella impera. Pero Camus va más allá: Sísifo ilustra la condición de toda vida humana; la evidencia primera que nos ofrece la analítica camusiana es que la existencia humana es un absurdo. “[…] Juzgo que la noción de lo absurdo es esencial y puede figurar como la primera de mis verdades […] el único dato es para mí lo absurdo”.[19] 

Al adquirir conciencia de lo absurdo de su condición, Sísifo se apropia de su destino; hay entonces lugar para la alegría. Camus compara a Sísifo con Edipo, quien, a pesar de su desdicha, al experimentar que sigue unido al mundo a través de la mano fresca de la joven que lo conduce, juzga que todo está bien; afirmación desmesurada con la que, al igual que Sísifo, Edipo “Expulsa de este mundo a un dios que había entrado en él con la insatisfacción y la afición a los dolores inútiles”.[20] 

Meursault inicia el proceso de apropiación de su destino con su negativa a mentir, pero sobre todo, a mentirse. Recordemos que en El mito de Sísifo Camus ha consignado: “Se puede sentar como principio que para un hombre que no hace trampas lo que cree verdadero debe regir su acción”.[21]  Y es, justo, lo que acontece con Meursault. Al arribar a “[…] este infierno del presente”[22]  desaprende a esperar, ahuyentando de su conciencia la evidencia abstracta, la cual se revela nula ante el lirismo de las formas y los colores. “El cuerpo, la ternura, la creación, la acción, la nobleza humana volverán entonces a ocupar su lugar en este mundo insensato. El hombre volverá a encontrar en él finalmente el vino de lo absurdo y el pan de la indiferencia con que se nutre su grandeza”.[23] 

De allí que Meursault encuentre indiferente hacerse camarada de Raimundo, y en vista de ello acepta la invitación a compartir en su alcoba morcilla y vino. Raimundo, en cambio, anda a la caza de un buen consejo para sortear el lío doméstico con su amante ocasional, lío que tendía a agrandarse por la intervención del hermano de la mujer, un árabe belicoso con el que acababa de trenzarse a golpes. Queda así exhibido el interés de Raimundo por relacionarse con Meursault. Por el contrario, Meursault carece de motivos para desear la amistad de Raimundo, si bien encuentra interesante lo que dice. Su disposición a atenderlo proviene de una lógica que engarza, no presencias, sino ausencias, y con la que este ‘extraño’ ha comenzado a ponerse en regla:

En ese mismo momento entró el segundo vecino de piso. En el barrio se dice que vive de las mujeres. Sin embargo, cuando se le pregunta acerca de su oficio, es “guardalmacén”. En general es poco querido. Pero me habla a menudo y a veces entra un momento en mi habitación porque yo le escucho. Encuentro interesante lo que dice. Por otra parte, no tengo razón alguna para no hablarle.[24] 

Más adelante, cuando Raimundo le descubre su idea de escribir a su amante “[...] una carta ‘con patadas y al mismo tiempo cosas para hacerla arrepentir’”,[25]  la cual no se sentía capaz de escribir, Meursault consiente bajo la consideración de que no tenía ninguna razón para no dejarlo contento.[26] 

Es, por tanto, la ausencia de motivos para no dejar contento a Raimundo, quien requiere la solidaridad de Meursault, lo que determina el vínculo de ambos. Dado que a Meursault le es indiferente ser el camarada de Raimundo, cuestión de suma importancia para este último, termina imponiéndose a la disponibilidad de Meursault el hecho de no contar con una razón para no dejar contento a su vecino. Doble negación que da lugar a una afirmación con la que Raimundo y Meursault se hacen camaradas.

Algunos días después, y mientras en su alcoba Meursault acariciaba a María, “[...] el ruido de una disputa estalló en la habitación de Raimundo”.[27]  Al tiempo que “la mujer gritaba sin cesar y Raimundo pegaba sin cesar”,[28]  apareció un agente a quien Raimundo atendió con aire dulzón. Al serle solicitado el nombre Raimundo respondió sin quitarse el cigarrillo de la boca, irritando esto al agente, quien le exigió dejar el cigarrillo. Raimundo desobedeció, y le costó una bofetada

[...] espesa y pesada, en plena mejilla [...] Mientras tanto, la muchacha lloraba y repetía: ‘¡Me golpeó! ¡Es un rufián!’. ‘Señor agente’, preguntó entonces Raimundo, ‘¿Permite la ley que se llame rufián a un hombre?’. Pero el agente le ordenó ‘cerrar el pico’. Raimundo se volvió entonces hacia la muchacha y le dijo: ‘Espera, chiquita, ya nos volveremos a encontrar’. El agente le dijo que se callara, que la muchacha debía marcharse y él permanecer en la habitación aguardando que la comisaría lo citara. Agregó que Raimundo debería de sentirse avergonzado de estar borracho al punto de temblar como lo hacía. Entonces Raimundo le explicó: ‘No estoy borracho, señor agente. Estoy aquí, delante de usted, y tiemblo contra mi voluntad’. Cerró la puerta y todos se fueron.[29] 

Al cabo de un rato Raimundo llegó a la habitación de Meursault con el ánimo de auscultar la impresión que el episodio le había dejado. Le interesaba ante todo conocer el registro que Meursault había hecho de la cachetada del agente.

Me preguntó entonces si había esperado que respondiera al bofetón del agente. Contesté que no había esperado nada y que por otra parte no me gustaban los agentes. Raimundo pareció muy contento [...] Me dijo entonces que era necesario que le sirviera de testigo. A mi me era indiferente, pero no sabía que decir. Según Raimundo, bastaba declarar que la muchacha lo había engañado. Acepté servirle como testigo.[30] 

Días después Raimundo le informó a Meursault que Masson, un camarada que ya conocía de él lo invitaba a pasar el domingo en su cabañuela, cerca de Argel, invitación que hubo de extender a María ante el inconveniente de haberse comprometido Meursault a dedicarle ese día a su amiga. En esa conversación Raimundo le advirtió que un grupo de árabes entre los cuales se encontraba el hermano de su antigua amante lo habían seguido todo el día, y le solicitó que le avisara oportunamente si los llegaba a ver cerca de la casa. Dicha solicitud fue acogida por Meursault.

El domingo a Meursault le costó mucho trabajo despertarse, siendo necesario que María lo llamara y lo sacudiera. La víspera había atestiguado en la comisaría que la muchacha había engañado a Raimundo, y como esa afirmación no la verificaron, le significó a este último tan sólo una advertencia. Cuando los tres se disponían a tomar el autobús para ir a la playa se percataron de que, pegados contra el escaparate de una tabaquería había un grupo de árabes que “Nos miraban en silencio, [...] ni más ni menos que si fuéramos piedras o árboles secos”.[31] 

 Ya instalados en la cabaña de Masson, y bajo el parecer de Raimundo de que lo de los árabes era una historia concluida, Masson, María y Meursault gozaron del mar, y de regreso a la cabaña, de un almuerzo con peces frescos y pan y vino, esta vez con Raimundo y la mujer de Masson, quienes habían permanecido en la cabaña. “Todos comimos sin hablar. Masson bebía mucho vino y me servía sin descanso. Cuando llegó el café tenía la cabeza un poco pesada [...]”.[32] 

Después del almuerzo, y bajo la consideración de las mujeres de que se precisaba ‘echar a los hombres’ para poner la cocina en orden, Masson, Meursault y Raimundo resolvieron dar un paseo por la playa. “El sol caía casi a plomo sobre la arena y el resplandor en el mar era insoportable”.[33]  Se dirigieron hacia el agua y caminaron por la orilla del mar, con Meursault amodorrado “[...] con tanto sol sobre la cabeza desnuda”.[34]  Fue entonces que divisaron a lo lejos dos árabes de albornoz que iban en dirección a ellos.

Los árabes avanzaban lentamente y estaban ya mucho más próximos. Nosotros no habíamos cambiado nuestro paso, pero Raimundo dijo: ‘Si hay gresca, tú, Masson, tomas al segundo. Yo me encargo de mi individuo. Tú, Meursault, si llega otro, es para ti’ Dije: ‘Sí’, y Masson metió las manos en los bolsillos.[35] 

Cuando los árabes se detuvieron, Raimundo se abalanzó sobre su rival, quien hizo un ademán de golpearlo con la cabeza, pero ya había sido golpeado por el puño de Raimundo y la cara le sangraba. “Raimundo se volvió hacia mí y dijo: ‘Vas a ver lo que va a cobrar’. Le grité: ‘¡Cuidado! ¡Tiene cuchillo!’ Pero Raimundo tenía ya el brazo abierto y la boca tajeada”.[36] 

Los árabes huyeron, y Masson se encaminó con Raimundo adonde “[...] un médico que pasaba los domingos en la meseta”.[37]  Dos horas después Raimundo tenía un aspecto sombrío bajo el decorado de un brazo vendado y un esparadrapo en el rincón de la boca. Masson quiso hacerlo reír pero no lo consiguió. Raimundo dijo que iría a la playa a tomar aire, y rechazó contrariado que le quisieran acompañar, pero Masson y Meursault se pusieron en marcha y lo alcanzaron, topándose los tres con los árabes en un pequeño manantial en el extremo de la playa. Raimundo echó mano del revólver, y le preguntó a Meursault si ‘tumbaba’ al que lo había herido, pero Meursault le contestó que sería feo, ya que su adversario aún no le hablaba. Raimundo le confió entonces a Meursault su intención de insultar al árabe para provocarlo a contestarle, y así poder tirarle, con lo cual Meursault estuvo de acuerdo. Pero Raimundo comenzó a excitarse antes de llevar a cabo su plan, haciendo cambiar de opinión a Meursault, quien entonces prefirió pedir el revólver para que Raimundo tomara el asunto “[...] de hombre a hombre”,[38]  prometiendo que si algún otro intervenía él lo ‘tumbaría’. “Cuando Raimundo me dio el revólver el sol resbaló encima”.[39]  Los árabes retrocedieron y desaparecieron detrás de una roca. “Raimundo [...] hablo del autobús de regreso”.[40] 

Meursault acompañó a Raimundo hasta la cabañuela, pero sintió pereza en las escaleras para subir y encontrarse con las mujeres, ya que tenía “la cabeza resonante de sol”.[41]  Terminó caminando otra vez hacia la playa.

El sol se oponía al avance de Meursault, que apretaba los dientes, cerraba los puños y se ponía tenso para vencer al sol y a la opaca embriaguez que sobre él se derramaba. Caminó largo tiempo queriendo oír el murmullo del agua para huir del sol, del esfuerzo y de los llantos de mujer, y alcanzar así la sombra y su reposo, pero cuando más cerca estuvo, vio que el individuo de Raimundo había vuelto. Meursault se sorprendió, ya que había llegado hasta allí sin pensarlo. Se encontraba del árabe a “[...] una decena de metros”.[42]  El sol hizo que diera algunos pasos hacia el manantial. Le pareció que el árabe se reía, pero era el efecto de las sombras sobre aquel rostro.

Queriendo librarse del sol, Meursault dio un paso adelante; el árabe sacó entonces el cuchillo y se lo mostró, reflejándose el sol sobre la hoja y encegueciendo a Meursault. Una gota de sudor resbaló sobre la frente y completó la ceguera. “Entonces todo vaciló [...] Todo mi ser se distendió y crispé la mano sobre el revólver. El gatillo cedió, toqué el vientre pulido de la culata y allí, con el ruido seco y ensordecedor, todo comenzó. Comprendí que había destruido el equilibrio del día, el silencio excepcional de una playa en la que había sido feliz. Entonces, tiré aún cuatro veces sobre un cuerpo inerte en el que las balas se hundían sin que se notara. Y era como cuatro breves golpes que daba en la puerta de la desgracia”.[43] 

Al tomar en cuenta en El Extranjero lo concerniente al periodo del juicio, conviene recordar la definición de lo absurdo ofrecida por Camus: El divorcio existente entre el actor y su decorado.[44]  Esta definición, con elementos del teatro, se ajusta muy bien a lo acaecido durante el juicio. En él toman parte quince actores, de los cuales seis de ellos son principales, a saber, el Juez de Instrucción, el Abogado General, el abogado de oficio, el Procurador, los jurados y el Presidente del tribunal; los otros ocho (testigos) son los actores secundarios: el director y el portero del asilo, el viejo Tomás Pérez, Raimundo, Masson, María y Celeste.

Asaltado por el absurdo (por ahora en forma de sentimiento; la noción la adquirirá con su cólera ante el capellán), el papel de Meursault en el juicio es obligarse a comprender,[45]  ya que todavía no asimila su condición de criminal. Se trata de la primera impresión de este actor, en verdad, el principal, pero que aun no reconoce el decorado; se halla todavía, por así decirlo, fuera del juego.

Lo anterior se puede constatar en el modo como Meursault enfrenta el interrogatorio del Juez de Instrucción.

Al principio no le tomé en serio. Me recibió en una habitación cubierta de cortinajes; sobre el escritorio había una sola lámpara que iluminaba el sillón donde me hizo sentar mientras él quedaba en la oscuridad. Había leído una descripción semejante en los libros y todo me pareció un juego. Después de nuestra conversación, por el contrario, le miré y vi un hombre de rasgos finos, ojos azules hundidos, muy alto, con largos bigotes grises y abundantes cabellos casi blancos. Me pareció muy razonable y simpático en resumen, a pesar de algunos tics nerviosos que le estiraban la boca. Cuando salí, hasta iba a tenderle la mano, pero recordé a tiempo que había matado a un hombre.[46] 

El papel de cada uno de los actores de esta pieza de teatro se puede precisar sin mayor dificultad: el juez de instrucción se empecina en saber por qué Meursault disparó contra un cuerpo caído. Por qué esas cuatro balas de más.

Comprendí más o menos que en su opinión no había más que un punto oscuro en mi confesión: era el hecho de haber esperado para tirar el segundo disparo de revólver. El resto estaba muy bien, pero él no comprendía por que había esperado.[47]

El abogado de oficio estaba empeñado en contrarrestar con una propuesta el registro del expediente que hablaba de la insensibilidad de Meursault en el entierro de la madre.

Me preguntó si había sentido pena aquel día. Esta pregunta me sorprendió mucho y me parecía que me habría sentido muy molesto si yo hubiera tenido que formularla [...] respondí que [...] quería mucho a mamá, pero eso no quería decir nada. Todos los seres normales habían deseado más o menos la muerte de aquellos a quienes amaban. Aquí el abogado me interrumpió y parecía muy agitado. Me hizo prometer que no diría tal cosa en la audiencia ni ante el juez instructor.[48] 

Para Meursault era obvio que nada tenía que ver una cosa con la otra, pero el abogado le hizo ver que evidentemente no había tenido relaciones con la justicia.

El papel de los jurados se muestra mejor desde la percepción de Meursault:

[...] vi una fila de rostros delante de mí. Todos me miraban: comprendí que eran los jurados. Pero no puedo decir en qué se diferenciaban unos de otros. Sólo tuve una impresión: estaban delante de una banqueta de tranvía y todos los viajeros anónimos espiaban al recién llegado para notar lo que tenía de ridículo. Sé perfectamente que era una idea tonta, pues allí no buscaban el ridículo sino el crimen. Sin embargo, la diferencia no es grande y, en cualquier caso, es la idea que se me ocurrió.[49] 

El Procurador, a su vez, se consagraría aprobar que se trataba de un crimen premeditado “‘[...] Bajo la deslumbrante claridad de los hechos [...] y en la oscura iluminación que me proporcionará la psicología de esta alma criminal’”;[50]  el Abogado General tenía el papel de reconstruir el hilo de los acontecimientos para mostrar que no se trataba de un acto irreflexivo que pudiera considerarse atenuado por las circunstancias,[51]  sino de “ [...] un drama crapuloso de la más baja especie, agravado por el hecho de tener delante a un monstruo moral.”[52]  El Presidente del Tribunal, según sus propias palabras, “[...] estaba allí para dirigir con imparcialidad la audiencia de un asunto que quería considerar con objetividad. La sentencia dictada por el jurado sería adoptada con espíritu de justicia y, en cualquier caso, haría desalojar la sala al menor incidente.”[53] 

El papel de los actores secundarios, dado que son testigos, estará condicionado por los requerimientos de los actores principales, de conformidad con el papel que estos últimos se han asignado. Así, el Presidente del Tribunal exhibió al Director del asilo como testigo de que Meursault no parecía conmovido en el sepelio de su madre, y de que ésta le reprochaba haberla recluido en el asilo contra su voluntad; y al portero del asilo como testigo de que Meursault no quiso ver a su madre, a más de haber fumado, dormido y tomado café con leche.[54] 

Celeste, citado por el abogado de oficio, declaró que el suceso con el árabe había sido una desgracia, que todo el mundo sabía lo que era una desgracia: algo que dejaba sin defensa a la persona. Repitió de nuevo que se trataba de una desgracia.

Iba a continuar, pero el Presidente le dijo que estaba bien y que se le agradecía. Entonces Celeste quedó un poco perplejo. Pero declaró que quería decir algo más. Se le pidió que fuese breve. Repitió aún que era una desgracia. Y el presidente dijo: ‘Sí, de acuerdo. Pero estamos aquí para juzgar desgracias de este género ...’.[55] 

El Procurador y el Abogado General entresacaron de los sollozos de María el testimonio de que Meursault, al día siguiente de la muerte de su madre, “[...] tomaba baños, comenzaba una unión irregular e iba a reír con una película cómica”.[56]  De nada sirvieron los reclamos de María alegando que el Procurador y el Abogado General la forzaron a decir lo contrario de lo que pensaba. “[...] el ujier, a una señal del Presidente, la llevó y la audiencia prosiguió”.[57] 

Masson declaró que Meursault era un hombre honrado, “[...] ‘y que diría más, era un hombre bueno’”;[58]  Salamano, que Meursault había tratado bien a su perro.

El último testimonio fue el de Raimundo, quien empezó diciendo que Meursault era inocente. “Pero el Presidente declaró que no se le pedían apreciaciones, sino hechos”.[59]  Ante la aseveración de Raimundo de que la presencia de Meursault en la playa se produjo de manera casual, al igual que la carta que había escrito, el Procurador inquirió si era por casualidad que Meursault no había intervenido cuando Raimundo abofeteó a su amante; si por casualidad había servido de testigo en la comisaría, y si por casualidad esas declaraciones eran de pura complacencia. “Para concluir, preguntó a Raimundo cuáles eran sus medios de vida, y como el último respondiera ‘guardalmacén’, El Abogado General declaró a los jurados que el testigo ejercía notoriamente el oficio de proxeneta. Yo era su cómplice y su amigo”.[60] 

La declaración final del Procurador, acusando a Meursault de haber enterrado a su madre con corazón de criminal, tuvo sobre el público un efecto considerable. Meursault comprendió que las cosas no iban bien para él. La audiencia fue levantada, y al regresar a la cárcel, recordó que a esa hora, en que desde hace mucho tiempo solía sentirse contento, lo esperaba siempre un sueño ligero y sin pesadillas; pero fue la celda lo que se encontró. “Como si los caminos familiares trazados en los cielos de verano pudiesen conducir tanto a las cárceles como a los sueños inocentes”.[61] 

Cuando se reanudó la audiencia, el Procurador declaró que el acusado “[...] no tenía nada que hacer en una sociedad cuyas reglas más esenciales desconocía [...] ‘os pido la cabeza de este hombre’, dijo, ‘y os la pido con el corazón tranquilo’ [...]”.[62] 

Bajo la expectativa del abogado de oficio de que Meursault saldría con algunos años de prisión o de trabajos forzados, “[...] la puerta del lugar de los acusados se abrió [...] No miré en dirección a María. No tuve tiempo porque el Presidente me dijo en forma extraña que, en nombre del pueblo francés, se me cortaría la cabeza en una plaza pública”.[63] 

Ya se ha dicho arriba que las ciento catorce páginas de El Extranjero parecieran estar al servicio de aquélla donde se registra la réplica de Meursault al capellán. Y es que, con toda evidencia, la réplica de Meursault es una síntesis de la filosofía de lo absurdo, expuesta en detalle por Camus en El mito de Sísifo.

El clímax de la ascesis absurda conquistada por Meursault asoma con el sentimiento que le embarga tan pronto es proferida la sentencia. Esta le había parecido truculenta, pero sus efectos, en cambio, aparecían bien reales y muy serios. De allí su fastidio por la insistencia del capellán en verle, ya que el tiempo tenía para él un valor excepcional El único asunto de su interés consistía en saber si lo inevitable podía tener salida; si existía alguna posibilidad de librarse del engranaje implacable. “Lo que interesa es la posibilidad de evasión, un salto fuera del rito implacable [...]”.[64] 

 Puede entenderse que sólo hasta ahora Meursault se ocupe de reflexionar, pues antes se había ocupado de vivir. Su condena a muerte le impele a revisar las ideas que se había formado de manera ligera sobre asuntos que desconocía. Por ejemplo, la idea equivocada, concebida a partir de los relatos sobre la Revolución de 1789, de que para ir a la guillotina era necesario trepar por escalones.

En realidad, la máquina estaba colocada en el suelo mismo, en la forma más simple del mundo [...] al mismo nivel del hombre que camina hacia ella. El hombre se reúne con ella tal como camina al encuentro de una persona [...] esto era fastidioso. La subida al cadalso, con el ascenso en pleno cielo, permitía a la imaginación aferrarse. Mientras que aquí la mecánica aplastaba todo: mataban a uno discretamente, con un poco de vergüenza y mucho de precisión.[65] 

Eran dos las cosas sobre las que Meursault reflexionaba todo el tiempo: el alba y la apelación. A este propósito conviene recordar el capital asunto planteado por Camus en El mito de Sísifo: el hombre absurdo quiere saber si es posible vivir sin apelación, y aunque la apelación aquí no es del orden jurídico, cumple el mismo papel que en El Extranjero: mantener en la conciencia que lo contrario del suicida es el condenado a muerte.

Pero también Camus nos enseña que el cuerpo retrocede ante el aniquilamiento, y que adquirimos la costumbre de vivir antes que la de pensar, que es lo que acontece con Meursault en este momento. Sabe que debe morir, pero al oír latir aceleradamente su corazón, no puede imaginar que aquel leve ruido que le acompañaba desde hacía tanto tiempo pudiese cesar nunca. “Nunca he tenido verdadera imaginación. Sin embargo, trataba de reconstruir el segundo determinado en que el latir del corazón no se prolongaría más en mi cabeza. Pero en vano. El alba o la apelación estaban allí. Concluía por decirme que era más razonable no contenerme”.[66] 

Con el propósito de obtener el mayor rendimiento de sus reflexiones, el condenado a muerte tomaba siempre la peor posibilidad: el rechazo de la apelación. Entonces tendría que morir. Frente a esta eventualidad, y asaltado ya por la conciencia absurda, Meursault advertía que morir a los treinta años o a los setenta importaba muy poco, ya que en todo caso era él quien moriría. Nos encontramos otra vez frente a las conclusiones de la filosofía de lo absurdo expuestas por Camus en El mito de Sísifo. Para la conciencia absurda no hay mañana, y esa es la razón de toda libertad profunda. Completamente vuelto hacia la muerte, el hombre absurdo disfruta de una libertad con respecto a las reglas comunes.[67]  “La vuelta a la conciencia, la evasión del sueño cotidiano son los primeros pasos de la libertad absurda”.[68]  Camus lo recrea muy bien en El Extranjero. Tras saber que escogerían el alba para venir por él, Meursault resuelve dormir solo un poco durante el día, y mantenerse vigilante en la noche.

[...] durante todo el transcurso de las noches esperé pacientemente que la luz naciera sobre el vidrio del cielo [...] Después de medianoche esperaba y acechaba. Mis oídos nunca habían percibido tantos ruidos, ni distinguido sonidos tan tenues. Puedo decir, por otra parte, que en cierto modo tuve suerte durante ese período pues jamás oí paso alguno. Mamá decía a menudo que nunca se es completamente desgraciado. Yo le daba razón en la cárcel, cuando el cielo se coloreaba y un nuevo día deslizábase en la celda. Porque también hubiera podido oír pasos y mi corazón habría podido estallar. Aún si el menor roce me arrojaba contra la puerta; aún así, con el oído pegado a la madera, esperaba desesperadamente hasta oír mi propia respiración, espantado de encontrarla ronca y tan parecida al estertor de un perro, al fin de cuentas el corazón no estallaba y había ganado otra vez veinticuatro horas.[69] 

Como toda libertad de acción, esta nueva hora tiene un plazo. No es un cheque abierto sobre la eternidad, pero al abismarse en esta certidumbre, el condenado a muerte se abre a un nuevo principio de liberación.

La divina disponibilidad del condenado a muerte ante el que se abren las puertas de la prisión cierta madrugada, ese increíble desinterés por todo, salvo por la llama pura de la vida, ponen de manifiesto que la muerte y lo absurdo son los principios de la única libertad razonable: la que un corazón humano puede sentir y vivir.[70] 

Pero es también la filosofía de lo absurdo la que enseña que el juego constante consiste en eludir. Ante el rechazo de la apelación, Meursault se concede una segunda hipótesis: lo indultaban. Entonces la fogosidad de la sangre hacía asomar una alegría insensata, que era necesario dominar para no ahuyentar la disponibilidad que había alcanzado la conciencia de lo absurdo frente a la primera hipótesis. Estando en un momento así, entró el capellán.

La presencia del capellán en la celda de Meursault introduce un elemento didáctico de la mayor importancia para la exposición de la filosofía de lo absurdo desde El Extranjero. El patetismo del capellán, su lenguaje doctrinario y el moldeamiento de sus gestos, contrastan con la simpleza de Meursault, o si se quiere, con su lucidez, lo que permite una aproximación a la filosofía de lo absurdo por vía del contraste con una representación harto convencional de la existencia, como lo es la representación católico–cristiana.

En los preliminares de este gran combate entre el capellán y Meursault se anticipa el desencuentro. El capellán no cuenta con la suficiente libertad para validar la presencia de otra libertad colocada frente a él. No puede asimilar que Meursault no crea en Dios, que no sepa lo que es un pecado, que no vea surgir desde la oscuridad el rostro de la divinidad; que no encuentre más importante desear otra vida que nadar muy rápido, o tener una boca mejor hecha. “Me interrumpió y quiso saber cómo veía yo esa otra vida. Entonces le grité: ‘¡Una vida en la que pudiera recordar ésta!’”.[71]   

Esa libertad que calladamente el capellán desestimaba, empieza a reverberar acosada por el tiempo. “Quería aún hablarme de Dios, pero me adelanté hacia él y traté de explicarle por última vez que me quedaba poco tiempo. No quería perderlo con Dios”.[72] 

  Colmado de impotencia, el capellán quiere saber por qué Meursault le llama ‘señor’ y no ‘padre’. La respuesta es apenas obvia: “[...] le contesté que no era mi padre: que él estaba con los otros”.[73]  Colocando la mano sobre el hombro de Meursault, el capellán replicó que eso no era cierto, que él estaba de su lado, pero que no lo notaba porque tenía el corazón ciego. A renglón seguido le espetó un ‘Rogaré por usted’[74]  que desató la cólera de Meursault.

Al dar cuenta de dicha cólera, Camus escoge un “entonces, no sé por qué, algo se rompió dentro de mí”.[75]  Como recurso literario para hacer entrar en escena al actor principal. Meursault, es cierto, no sabe por qué algo se ha roto dentro de él, pero nosotros, lectores de Camus sí lo sabemos. ‘Rogaré por usted’ significa que la libertad del capellán para asumirse culpable, y para alcanzar con el arrepentimiento la vida eterna, pasa por la negación de la libertad del condenado a muerte para sentirse inocente y para no esperar ya nada después de la muerte. ¿Con qué derecho se le negaba al condenado a muerte el derecho a reconciliarse con la vida?

Gritando y mezclando la cólera con el gozo, el condenado a muerte empezó a liberar del fondo de su corazón toda la rebelión que lo colmaba, mientras tomaba al capellán por el cuello de la sotana. Se sentía, ahora sí, seguro de todo, “[...] más seguro que él, seguro de mi vida y de esta muerte que iba a llegar”.[76]  No tener conciencia era el único pecado, y Meursault la tenía ahora. Estaba, pues, colmado de inocencia. “Era como si durante toda la vida hubiese esperado este minuto [...] y esta brevísima alba en que quedaría justificado”.[77] 

En El mito de Sísifo, al abordar la noción del suicidio,[78]  Camus nos dice que vivir un destino es aceptarlo plenamente, y que si ese destino es absurdo, la plenitud consiste en mantener ese absurdo puesto de manifiesto por la conciencia. “Vivir es hacer que viva lo absurdo”.[79]  Meursault lo testimonia al advertir que nada tenía importancia.

Desde lo hondo de mi porvenir, durante toda esta vida absurda que había llevado, subía hacia mí un soplo oscuro a través de los años que aún no habían llegado, y este soplo igualaba a su paso todo lo que me proponían entonces, en los años no más reales que los que estaba viviendo.[80] 

Desde ese reino de lo absurdo que se imponía a la conciencia, todo el mundo era privilegiado y el perro de Salamano valía tanto como su mujer. “¿Qué importaba que Raimundo fuese compañero mío tanto como Celeste, que valía más que él? ¿Qué importaba que María diese hoy su boca a un nuevo Meursault?”.[81] 

Tras serle arrebatado el capellán de las manos, Meursault se arroja sobre el camastro donde alcanzará un sueño reparador. Refrescado por los olores a noche, a tierra y a sal, y con la paz del verano penetrando en su interior como una marea, el condenado a muerte se despierta con las estrellas sobre el rostro. Vuelto sobre su vida, Meursault se adueña de sus días, al igual que Sísifo, quien se apropió de su destino cuando contempló su tormento.

En ese instante sutil en que el hombre vuelve sobre su vida, como Sísifo vuelve hacia su roca, en ese ligero giro, contempla esa serie de actos desvinculados que se convierte en su destino, creado por él, unido bajo la mirada de su memoria y pronto sellado por su muerte.[82] 

Bajo este orden desplegado por la conciencia de lo absurdo, Meursault comprende por qué su madre había jugado a empezar de nuevo y por qué había tenido un ‘novio’ al final de su vida.

Tan cerca de la muerte, mamá debía de sentirse allí liberada y pronta para revivir todo. Nadie, nadie tenía derecho de llorar por ella. Y yo también me sentía pronto a revivir todo. Como si esta tremenda cólera me hubiese purgado del mal, vaciado de esperanza, delante de esta noche cargada de presagios y de estrellas, me abría por primera vez a la tierna indiferencia del mundo. Al encontrarlo tan semejante a mí, tan fraternal, en fin, comprendía que había sido feliz y que lo era todavía. Para que todo sea consumado, para que me sienta menos solo, me quedaba esperar que el día de mi ejecución haya muchos espectadores y que me reciban con gritos de odio.[83] 



* Este artículo hace parte de la investigación Absurdo y rebelión. Una lectura de la contemporaneidad en la obra de Albert Camus financiada por la Oficina de Desarrollo profesoral de la Universidad del Norte, para optar al título de Doctor en Filosofía, culminada en junio de 2005.

[1] Cf. Hegel, W.F.G. Fenomenología del espíritu. Trad. Wenceslao Roces. México, F.C.E., 1978, pp. 112–113.

[2] Ibid., pp. 115–116.

[3] Sartre, Jean Paul. El existencialismo es un humanismo. Trad.Victoria Prati. Bs. Aires, Orbis, 1984, p. 85.

[4] Camus, Albert. El mito de Sísifo. Trad. Luis Echávarri. Madrid, Alianza, 1988, p. 27.

[5] Sartre, Jean Paul. “Explication de L’etranger”, en: Escritos sobre literatura I, Madrid, Alianza, 1985, p. 81.

[6] Camus, Albert. El Extranjero. Trad. Bonifacio del Carril. Bogotá, Alianza, 1988, p. 120.

[7] Ibid., pp. 37–41.

[8] Sartre, Jean Paul. Op. Cit., p. 81.

[9] Camus, Albert. El Extranjero, p.51.

[10] Ibid., p. 52.

[11] Ibid., p. 69.

[12] Ibid.

[13] Ibid., p. 75.

[14] Ibid., p. 142.

[15] Camus, Albert. El mito de Sísifo, p. 71.

[16] Ibid., p. 72.

[17] Ibid., p. 157.

[18] Ibid., p. 159.

[19] Ibid., p. 48.

[20] Ibid., p. 161.

[21] Ibid., p. 19.

[22] Ibid., p. 73.

[23] Ibid.

[24] Camus, Albert, El Extranjero, pp. 35–36.

[25] Ibid., p. 40.

[26] Ibid., p. 41.

[27] Ibid., p. 45.

[28] Ibid., p. 45.

[29] Ibid., p. 46.

[30] Ibid., p. 47.

[31] Ibid., p. 59.

[32] Ibid., p. 63.

[33] Ibid., p. 64.

[34] Ibid., p. 65.

[35] Ibid.

[36] Ibid., p. 66.

[37] Ibid.

[38] Ibid., p. 68.

[39] Ibid.

[40] Ibid., p. 69.

[41] Ibid.

[42] Ibid., p. 70.

[43] Ibid., p. 72.

[44] Camus, Albert. El mito de Sísifo. Op. cit., p. 18.

[45] Recordemos lo que nos dice Camus en El mito de Sísifo: “[…] comprender es […] exigencia de familiaridad” (Op. cit., p. 31).

[46] Camus, Albert. El Extranjero. Op. Cit., p. 74.

[47] Ibid, pp. 79 y 80.

[48] Ibid, p. 75.

[49] Ibid., pp. 96 y 97.

[50] Ibid., p. 115.

[51] Ibid., p. 116.

[52] Ibid., p. 111.

[53] Ibid., p. 100.

[54] Ibid., p. 104.

[55] Ibid., p. 107.

[56] Ibid., p. 109.

[57] Ibid.

[58] Ibid.

[59] Ibid., p. 110.

[60] Ibid., pp. 110–111.

[61] Ibid., p. 113.

[62] Ibid., p. 119.

[63] Ibid., p. 124.

[64] Ibid., p. 127.

[65] Ibid., pp. 130–131.

[66] Ibid., p. 131.

[67] Camus, Albert. El mito de Sísifo. Op. Cit., p. 80.

[68] Ibid.

[69] Camus, Albert. El Extranjero Op. Cit., p. 132.

[70] Camus, Albert. El mito de Sísifo. Op. Cit., p. 81.

[71] Camus, Albert. El Extranjero. Op. Cit., p. 139.

[72] Ibid., p. 139.

[73] Ibid.

[74] Ibid., p. 140.

[75] Ibid.

[76] Ibid.

[77] Ibid..

[78] Camus, Albert. El mito de Sísifo. Op. Cit., p. 74.

[79] Ibid.

[80] Camus, Albert. El Extranjero. Op. Cit., pp. 140–141.

[81] Ibid., p. 141.

[82] Camus, Albert. El mito de Sísifo. Op. Cit., p. 162.

[83] Camus, Albert. El Extranjero. Op. Cit., pp. 142–143.

Creative Commons License All the contents of this journal, except where otherwise noted, is licensed under a Creative Commons Attribution License