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Estudios de Filosofía

Print version ISSN 0121-3628

Estud.filos  no.39 Medellín Jan./June 2009

 

ARTÍCULO ORIGINAL

 

La figura del testigo en la Fenomenología actual*

 

The figure of the Witness in present–day Phaenomenology

 

 

Por: Patricio Andrés Mena Malet

Departamento de Filosofía

Universidad Alberto Hurtado

Santiago, Chile

pamenam@uahurtado.cl

(Fecha de recepción: 8 de abril de 2008, Fecha de aprobación: 13 de febrero de 2009)

 

 


Resumen: El siguiente ensayo busca tematizar los alcances y posibilidades de una fenomenología hermenéutica del testigo en la obra de Paul Ricoeur. Dos objetivos dan cuerpo a este intento: 1) situar el lugar del testigo en el marco de la fenomenología contemporánea, particularmente, de Husserl, Sartre y Lévinas; 2) preguntarse por la condición pasible del testigo, condición que a mí juicio hace de éste un respondiente, inscribiendo la obra ricoeuriana, con todas las cautelas correspondientes, que deben ser muchas, al inicio de lo que puedo llamar el avance de diversos intentos de conducir una fenomenología de la responsividad (Jean–Louis Chrétien, Emmanuel Housset, Claude Romano), siendo cada uno de ellos, en todo caso, tan singular y original que habría que probar si son o no coincidentes. En este sentido, este ensayo es un prolegómeno a otro futuro que tendría por tarea tomar en serio a cada uno de estos fenomenólogos franceses.

Palabras clave: Fenomenología, Paul Ricoeur, Hermenéutica, Condición hospitalaria, Intersubjetividad, Husserl.


Abstract: The following essay searches for a definition of the scopes and possibilities of a Hermeneutical Phenomenology of the Witness in the work of Paul Ricoeur. Two objectives give shape to this first approach. 1) To establish the place of the Witness in the frame of Contemporary Phenomenology, particularly Husserl`s, Sartre`s and Lévinas; 2) To question the Passive Condition of the Witness, condition which, to our judgment makes of him a respondent, inscribing ricoeurian work, with all due cautions, which shall be many, in the beginning of what we could call the advance of many attempts to conduct a Phenomenology of Responsiveness (Jean–Louis Chrétien, Emmanuel Housset, Claude Romano). Each particular attempt case, nonetheless, is so singular and original that a proof would be needed of their coincidences or lack of them. In this sense, this essay is a prolegomenon to a future one which would have as its task seriously considering each of these French Phenomenologists.

Keywords: Phenomenology, Paul Ricoeur, Hermeneutics, Hospitable Status, Inter–subjectivity, Husserl


 

 

 

¿Hay lugar para el tercero en fenomenología?1

¿Es posible encontrar en la fenomenología de Husserl descripciones detalladas del testigo en la teoría trascendental de la experiencia del otro (Fremderfahrung) desarrollada en las Meditaciones cartesianas? ¿Ha sido tomada y descrita la figura del tercero y del testigo en los desarrollos posteriores de la fenomenología? Y en este sentido, ¿qué lugar tiene la fenomenología del testimonio de Ricoeur en el campo fenomenológico abierto por la cuestión del testimonio? Por otra parte, ¿no es preciso vincular el testimonio con la respuesta, y al testigo con el sujeto respondiente? Y, entonces, ¿qué relación es preciso establecer entre testimonio, respuesta y llamado? Todas estas son preguntas que pueden servir para orientar esta primera aproximación, no siendo mí intención sino la de enmarcar y subrayar la relevancia de esta temática para la fenomenología actual, sobre todo para aquella que no ha dejado de preguntarse sobre la condición hospitalaria o pasible del sujeto. En este sentido, este trabajo representa una suerte de prolegómeno que busca perfilar la pregunta por la condición hospitalaria y respondiente del sujeto en diversos trabajos fenomenológicos que, siendo de distinto tono, no dejan de estar en cierta comunidad de pensamiento, sépanlo o no, quiéranlo o no. Me refiero a los importantes desarrollos adelantados por Claude Romano2 y su fenomenología acontecial (événemential), que rompe con la clásica concepción sustancialista del ser humano para hablar mejor del adviniente como aquel capaz de acontecimientos. También sería preciso considerar las importantes reflexiones de Emmanuel Housset3 sobre lo que él mismo ha llamado "la invención de la persona" en cuanto respondiente. Hay en común, entre ambos autores, entre el adviniente y la persona, el reconocimiento de la condición pasible del sujeto ante el acontecimiento. Aunque, mientras para Romano se trata del acontecimiento en plural, con todo el poder singularizante que descubre y trastoca al sujeto en su advenimiento nuevo ante nuevos horizontes de sentido, para Housset el verdadero acontecimiento es el otro ante el cual respondo piadosamente, en una comunidad de sufrientes. Y, ante ambos autores, Jean–Louis Chrétien4 que no deja de interrogar al sujeto como hospitalario ante el llamado que se hace escuchar en la respuesta5.

Brevemente, este es el horizonte de problemáticas que dan qué pensar sobre la condición del testigo en la fenomenología actual. ¿No es el testigo aquel capaz de escuchar el llamado, aquel capaz de acogerlo y pasarlo a una comunidad, también, de testigos? Lo que me he propuesto indagar acá, entonces, son, en cierto modo, algunas de las raíces de la condición hospitalaria del ser humano, tomando como hilo conductor la emergencia de la figura del testigo en el pensamiento de Paul Ricoeur quien, a mí juicio, ha sabido no sólo volverla un tema filosófico, sino darle, además, cuerpo y densidad fenomenológica. Y sin embargo, el autor del Soi–même comme un autre no deja de practicar el método inaugurado por Husserl, es más, sus últimas obras parecen ser, de todas, las más profundamente fenomenológicas. Es así que Ricoeur le da el paso, también, a la figura del testigo, en una época en que esta es más una molestia que algo dado para pensar. Si, por otra parte, retomamos a Ricoeur, no es sino en el marco mismo de la avanzada fenomenológica. Es así que Husserl, Sartre y Lévinas serán primeramente interrogados sobre el lugar que pudiese tener el testigo en sus obras. Finalmente, si se trata de una lectura, principalmente atenta a la obra ricoeuriana, no es, tampoco, una interpretación á la lettre, sino que es un intento por pensar con Ricoeur. Es por ello que este trabajo tiene como objetivo principal leer desde nuestro autor la emergencia del testigo qua respondiente. No se trata de contaminar la filosofía ricoeuriana con los desarrollos de autores como Romano, Housset o Chrétien, que pudiesen haberle parecido tan ajenos a su pensamiento, sino de ver en Ricoeur elementos coherentes que permiten ampliar su tesis del sujeto capaz de recibir y dar testimonio, a la de un sujeto que él mismo es testimonio y respuesta. De todos modos, este ensayo no busca sino levantar el problema antes que resolverlo, sobre todo, si la singularidad de las reflexiones de la nueva avanzada fenomenológica francesa queda aún entre paréntesis, salvo que sea para dar breves y concisas indicaciones.

Ciertamente, la fenomenología de la intersubjetividad de Husserl hace emerger sólo dos figuras trascendentales: el yo y el otro, excluyendo al testigo de la fenomenología de la intersubjetividad desarrollada tanto en las Meditaciones cartesianas como en los escritos tardíos sobre la intersubjetividad editados por Iso Kern. ¿Cuáles son las razones de esta omisión? A nuestro juicio, y siguiendo en esto los clarificadores análisis de László Tengelyi, la confusión habitual que se ofrece entre ser tercero y ser espectador. Si Husserl rechaza toda fenomenología del tercero es en cuanto ve que la perspectiva del tercero –un testigo, una totalidad englobante como una sociedad, una lengua, etc.6– es dependiente de un punto de vista comparativo que no permite entrever la diferencia absoluta entre el yo y el otro. Bajo este respecto, el tercero no es sino concebido como espectador que aporta un punto de vista comparativo externo que no logra profundizar en la relación Yo–Otro, en tanto su punto de vista es, precisamente, una mirada externalizante que no da con la experiencia de la alteridad. Por tanto, si Husserl excluye la figura trascendental del tercero es porque las bases mismas de una fenomenología de la alteridad la excluyen. ¿En qué se asienta una fenomenología de la intersubjetividad? Tengelyi da cuatro razones que a continuación reproducimos: primero, en el hecho de que la experiencia del otro es apresentada, lo que significa que no alcanza a transformarse en presentación: solo queda la vía de la explicitación analógica para dar cuenta del otro como otro yo; segundo, la accesibilidad al otro es indirecta y, en definitiva, inaccesible; tercero, incluso en la fórmula "como si estuviese allí", la que viene a demandar un tipo de descripción tal que asuma la posición del otro como si fuese la mía, no es sino irreal, pues mí aquí–absoluto no me da efectivamente la posibilidad de estar verdaderamente allí; cuarto, una fenomenología de la intersubjetividad no está contaminada con ninguna mediación de lo universal, a saber, la ley moral, el reino de los fines, etc. La alteridad del otro sólo puede ser explicitada como de la experiencia del otro en tanto experiencia de otra conciencia que la de sí mismo. En palabras de Ricoeur, todo el desafío de la fenomenología trascendental de la experiencia del otro consiste en "constituir al otro en mí, constituirlo como otro"7, pero además, el recurso a la intersubjetividad trae consigo una extensión (Erweiterung) de la epokhê, de tal tipo que la vuelva realmente universal8, sin restos.

La fenomenología de la intersubjetividad planteada por Husserl desde 1909 bajo la rúbrica de la empatía o intropatía (Einfühlung), primera figura de la intersubjetividad, excluye toda consideración del tercero, en tanto enmarca esta cuestión en el cuadro de la monadología: ¿cómo puede una mónada abrirse a otra?, ¿es posible, acaso, unificar dos flujos temporales, el mío y el del otro?9 Por otra parte, es en el marco de una egología trascendental, tal como la elaborada desde Ideen 1, hasta la cuarta Meditación cartesiana, aquella que plantea dificultades mayores: ¿es posible reducir al otro a la unidad noemática de sentido? ¿No implica esto su reducción a cosa del mundo? ¿O es que el otro no puede, bajo ningún respecto, ser reducido a una cosa?, ¿cómo puede el ego trascendental constituir al otro sin reducirlo a cosa? El mismo Ricoeur, leyendo las Meditaciones cartesianas, reconoce esto en su texto "Kant et Husserl". Hay, afirma Ricoeur, una diferencia radical entre el modo de advenimiento de la cosa y de la persona, que no es menor:

Es verdad que en Ideen II (IIIa parte) Husserl opone radicalmente la constitución de las personas a la de la naturaleza (cosas y cuerpos animados). Llega incluso, en uno de los apéndices, a oponer a la Erscheinungseinheit – "la unidad de apariciones" – de la cosa, la Einheit absoluter Bekundung – "la unidad de manifestación absoluta" – de la persona: la persona sería mucho más que un despliegue de siluetas, sería un surgimiento absoluto de presencia. Pero esta oposición entre la persona que se "anuncia" y la cosa que "aparece" es una oposición que la descripción impone y que la filosofía de la reducción minimiza: es un trastocamiento total del sentido idealista de la constitución que implica: lo que la persona anuncia es precisamente su existencia absoluta; constituir a la persona, es entonces reparar en qué modos subjetivos se realiza este reconocimiento de alteridad, de existencia del otro10.

Todas estas preguntas liberadas desde la egología trascendental husserliana no hacen ninguna referencia al tercero, sino que apuntan, para hacer justicia a la alteridad del otro, a la constitución propia del ego, volviendo al otro un alter ego. Es la carne (Leib) que aparece como vivida en la relación analógica con el otro, dándose a la evidencia que "el otro me es dado así en su carne (Leib) en tanto que unidad de cuerpo y de vivencias en el momento en que le soy dado en la mía"11. Lo que Husserl busca, en definitiva, es una teoría trascendental de la comunicación de las conciencias separadas donde, sin embargo, el tercero es excluido, en cuanto el punto de partida, en esta relación orientada –asimétricamente en el espacio intersubjetivo – entre el yo y el otro, es siempre el ego. Por el contrario, en Lévinas, a juicio de Ricoeur, el punto de partida será el otro.

Por otra parte, Jean–Paul Sartre consagró, en L'être et le néant, abundantes páginas a la conjuntura entre el yo y el otro donde, a diferencia de Husserl, el tercero tiene un lugar preponderante, precisamente, en una fenomenología que se resiste a volver al otro un constituido para develarlo en la lógica del encuentro. Sin embargo, el modo en que el tercero es situado no es favorecedor para la relación yo–otro, en tanto el tercero viene a abolir dicha conjuntura. A continuación citamos un extenso texto de Sartre para luego comentarlo:

Hasta aquí hemos enfrentado el simple caso en que estoy solo frente al otro también solo. En este caso yo lo miro o él me mira, yo busco trascender su trascendencia o experiencio la mía como trascendida y siento mis posibilidades como muertas–posibilidades. Formamos una pareja y estamos en situación uno con relación al otro. Pero esta situación no tiene existencia objetiva sino para uno o para otro. No hay en efecto reverso (envers) de nuestra relación recíproca. Solamente no hemos considerado, en nuestra descripción, el hecho de que mi relación con el otro aparece sobre el fondo infinito de mi relación y de su relación con todos los otros. Es decir con la cuasi–fliftotalidad de las conciencias. Por este solo hecho mi relación con este otro, que experiencio a su vez como fundamento de mi ser–para–otro, o la relación del otro conmigo a cada instante, y según motivos que intervienen, ser experienciados como objetos para los otros. Es lo que se manifestará claramente en el caso de la aparición de un tercero. Supongamos por ejemplo que el otro me mira. En ese instante, yo me experiencio como enteramente alienado y me asumo como tal. Sobreviene un tercero. Si él me mira, yo los experimento comunitariamente como 'Ellos' (ellos–sujetos) a través de mi alienación. Este 'ellos' tiende, lo sabemos, hacia el se. No cambia nada el hecho de que yo sea mirado, no refuerza – o a penas – mi alienación original. Pero si el tercero mira al otro que me mira, el problema es más complejo. Puedo en efecto captar al tercero no directamente sino mediante el otro que deviene otro–mirado (por el tercero). Así la trascendencia tercera trasciende la trascendencia que me trasciende y, por ello, contribuye a desarmarla. Se constituye aquí un estado metaestable que se descompondrá pronto, sea porque me alíe al tercero para mirar al otro que se transforma entonces en nuestro objeto – y aquí hago la experiencia del nosotros–sujeto del que hablaremos más adelante – sea porque yo mire al tercero y que así trascienda esta tercera trascendencia que trasciende al otro. En este caso, el tercero deviene objeto en mi universo, sus posibilidades son muertas–posibilidades, él no podría liberarme del otro. Sin embargo, él mira al otro que me mira. Se sigue de ello una situación que llamaremos indeterminada y no conclusiva, puesto que soy objeto para el otro, que es objeto para el tercero, que es objeto para mí12.

El lugar del tercero, en esta fenomenología del nosotros, es de abolición en cuanto amenaza el deseo de una fusión de conciencias. Por otra parte, emerge acá la figura del tercero en cuanto espectador, aquella que precisamente se devela en su imposibilidad para acceder al campo de relación entre el yo y el otro. Una fenomenología de la mirada, como la practicada por Sartre, no viene sino a profundizar dicha falta en tanto que se detiene en los momentos conflictuales, alienantes promovidos por el mirar del y al otro. ¿En qué sentido se puede afirmar que esta fenomenología de la mirada, en la que se libera la figura del testigo, no alcanza a develar la figura misma del tercero? Principalmente, en tanto que Sartre no parece escuchar las advertencias de Husserl, para quien el otro no puede nunca ser reducido, en sentido metódico, a una cosa. Pensar que el tercero que mira, por el mero hecho de enfocar al otro que me mira, vuelve al sujeto un objeto, es presuponer que la mirada no abre nada sino que clausura. En este sentido, Sartre no hace justicia a una fenomenología de la mirada al creer que ante ésta solo aparecen objetos, en un sentido muy restringido, esto es, no da cuenta de la verdadera objetualidad de los ob–jetos intencionales, pues si el campo fenomenológico contiene donaciones indubitables, no es menos cierto que también hay presentificaciones que no son donadas absolutamente, conteniendo ausencias. Respetar, en este sentido, la objetualidad misma de los objetos ante la mirada implicaría no olvidar la alteridad propia de cada objeto donado a la conciencia. Esto explicaría, tal vez, que no sea tan fácil reducir al otro mirado a la alienación, no en cuanto no sea posible, sino en tanto que probablemente no sea el primer modo de donarse en la mirada. Por otra parte, no es posible hacer depender el modo mediato de apresentación del otro sólo de la mirada, que fuera del campo de la reducción puede ser identificada con un tipo de objetivación alienante, sin denunciar la ausencia de otro camino aproximativo: el llamado del rostro.

Si algo diferencia a Lévinas de Sartre es la vocación del primero por prestar atención a la expresión antes que a la mirada. Es así que con Lévinas se da inicio a un tipo de análisis fenomenológico que sitúa el campo más allá de la mirada, hacia la explosión del rostro que es Decir, que es expresión. Ante la pregunta qué es el rostro, Lévinas responde:

Llamamos rostro, en efecto, a la manera en que se presenta el otro, al superar la idea del otro en mí. Esta manera no consiste en figurar como tema ante mi mirada, en presentarse como un conjunto de cualidades que se formen una imagen. El rostro del otro destruye en todo momento (y desborda la imagen plástica que me deja) la idea adecuada a mi medida13.

Esto es, el rostro es atematizable, es exceso y sustracción a la vez. Exceso en tanto no se deja colmar, en cuanto desborda mí mirada, la intención objetivante, y se sustrae con ello a la definición, a su propia imagen, a la representación o enmascaramiento.

Por otra parte, si Lévinas concibe la ética como filosofía primera, aquella que devela la "significación en su pre–originariedad"14, es porque del otro surge la interpelación, el llamado que responsabiliza, que obliga. El encuentro con la concretud del rostro desarma la totalidad, la quiebra desde su exceso y sustracción. Al respecto, François–David Sebbah aporta el siguiente análisis:

[…] nada es más concreto que la obligación que viene del rostro del Otro, poniendo en cuestión mi poder, ejemplarmente el poder que tengo de matarlo, el poder de asesinar. El rostro del Otro ordena la prohibición de matar. Nada es menos formal que esta ética que consiste enteramente en el encuentro con la carne del humano en su rostro15.

La relación entre el yo y el otro en la fenomenología levinasiana es, por tanto, irreductible, absoluta en su diferencia y abismada por la obligación que dirige el otro en su rostro, como un llamado que exige respuesta. He aquí que la respuesta no es sino la responsabilidad, la absoluta responsabilidad ante el rostro del otro. A juicio de László Tengelyi, el tercero no disminuye en nada la disimetría originaria entre el yo y el otro en la ética levinasiana, pero en cambio profundiza el umbral agregando la diferencia, también irreductible, entre el otro y el tercero. Este último, en Autrement qu'être ou au–delà de l'essence deviene la figura del otro prójimo y del prójimo del otro:

El tercero [dice Lévinas] es otro que el prójimo, pero también otro prójimo, pero también un prójimo del Otro y no simplemente su semejante. ¿Qué son por tanto el otro y el tercero, uno para el otro? ¿Qué hace uno al otro? ¿Cuál pasa ante el otro? El otro se mantiene en una relación con el tercero – del que no puedo responder enteramente, incluso si respondo – ante toda cuestión – de mi prójimo solo. El otro y el tercero, mis prójimos, contemporáneos uno del otro me alejan del otro y del tercero16.

Lo que introduce el tercero con su entrada es lo que Lévinas llama una "contradicción en el Decir"17; numerosos conflictos que emergen por la pluralidad de los llamados, que no son sino gritos por la justicia como instancia de superación de los conflictos.

La conclusión que saca László Tengelyi de esta obra, y del rol del tercero en la filosofía desplegada acá por Lévinas, es la siguiente:

[…] ha vuelto accesible [Lévinas] a la descripción una región de "múltiples singularidades", que se distinguen sin embargo una de otra según las tres figuras del Yo, del Otro y del Tercero. De tal modo, el descubrimiento de esta estructura ternaria se inscribe, con toda evidencia, en el desarrollo de la teoría trascendental de la experiencia del otro que fue propuesta por primera vez por Husserl. Pues lo que se vuelve claro en esta segunda gran obra de Lévinas es que no hay experiencia del otro sin la co–aparición del tercero. Es porque se puede decir que el tercero juega un rol en la constitución misma de mi relación con el otro. Según Lévinas, el llamado ineluctable del otro tiene por tanto una significación ética, porque no me obliga solamente a responder, sino que me impone igualmente una responsabilidad. El co–llamado del tercero tiene por función inducirme a limitar esta responsabilidad inicialmente ilimitada18.

La figura del tercero en Autreme emerge de este modo para abrir la distancia en la proximidad entre el sí, el yo y el otro. En palabras de Michel Vanni, el tercero "perturba la asimetría de la proximidad"19. Esto quiere decir que, no aboliendo el umbral, abre sin embargo la responsabilidad a la prueba del límite. Cualquier otro, todo otro, parece ser el develamiento de la inscripción del tercero en la ética primera, y con ello el conflicto llama la distancia de la proximidad. El tercero profundizando esta distancia abre, sin embargo, otra proximidad, la de la justicia, aquella que dice que nadie es más prójimo que el otro, y que da qué pensar a la relación diádica entre el yo y el otro. La figura del tercero, en cierta forma, se erige en respuesta a la guerra que funda la condición humana. Lo puesto en cuestión acá parece ser, en definitiva, el responder de las respuestas, el Decir de lo Dicho, en la limitación de la responsabilidad salvaje, tal como la llama László Tengelyi, esto es, aquella sin límites a la escucha del llamado que obliga.

Partiendo de Husserl, pasando por Sartre y Lévinas, ¿es posible restituir un lugar en la fenomenología a la figura del tercero? Ninguno de los esfuerzos fenomenológicos presentados acá devela de modo totalmente prístino la emergencia del tercero, pues si para Husserl éste estaba reducido al sujeto espectador que aporta un punto de vista comparativo y deja sin resolver el enigma de la relación entre el yo y el otro, para Sartre el tercero es portador de una mirada sádica que vuelve al yo y al otro hacia la objetivación alienante. Para Lévinas, en cambio, el tercero, al menos en Autrement, da forma a la proximidad de la justicia, dejando indemne el umbral y la diferencia entre el yo y el otro. En cierta forma, la figura del tercero, si no resuelve, al menos testimonia la dificultad a nivel metódico del desarrollo de una fenomenología de la intersubjetividad que quiera incluir al tercero como constituyente de la conjuntura yo–otro.

 

2. El tercero y el testigo según Ricoeur

¿Cómo ingresa Ricoeur en este intento por dar lugar al tercero? ¿Se puede afirmar que la fenomenología desplegada por Ricoeur restituye los derechos a ser tramado en el hilo de la intersubjetividad a la figura misma del tercero? Y en este sentido, ¿no es el testigo el modo privilegiado de dar lugar al tercero? A nuestro juicio, Ricoeur opera un triple entramamiento de la figura del tercero: 1) en cuanto tercera persona bajo la forma del pronombre reflexivo, sí mismo. Este primer desvío concierne a la vía del análisis filosófico del lenguaje. 2) En cuanto tercera persona en el ámbito de las relaciones intersubjetivas: estima de sí, solicitud, instituciones justas, serán guías para la clarificación del rol del tercero en el campo del anhelo ético y de la emergencia de la persona como sujeto responsivo. 3) En cuanto testigo en vínculo con la memoria y la historia. 4) Como testigo, a nivel fenomenológico, que es lo que me concernirá en el resto de este ensayo, cuya vía de apertura es, entre otras, ontológica. A continuación esbozaré brevemente las líneas directrices de este panorama con el fin de justificar el hecho de que el tercero, desde el nivel gramatical, pasando por la narratividad, hasta alcanzar un estatuto verdaderamente ontológico, llega a tomar la figura del testigo y, con ello, a señalar, a indicar esta ontología buscada, verdadera tierra prometida de la fenomenología ricoeuriana.

Respecto del primer punto, el sí mismo, a nivel gramatical en tanto pronombre reflexivo, se plantea ante las filosofías del cogito, del yo soy, instaurando el desvío o la itinerancia por la alteridad de sí y la alteridad de lo otro. El desvío comienza a partir de esta primera resistencia a pensar la conjuntura yo–otro, precisamente en esos términos. La cuestión no es la del yo frente al otro, ni el abismo infinito entre ambos, así como tampoco la total familiaridad que pudiese ser postulada entre ambas figuras. La emergencia del sí mismo implica, en este sentido, la total implicación de la tercera persona en la constitución del sujeto responsivo ante la alteridad, esto es, la tercera persona no es primeramente el espectador desinteresado, sino el testimonio del propio devenir en la alteridad del sujeto que ya no se comprende a sí desde la posición de existencia y de pensamiento del ego, ni en tanto, tampoco, sujeto plenamente constituyente tal como el ego trascendental; una implicación o concernencia que hace del sujeto tramado en la intriga de las historias en busca de la cohesión de su vida. El sí mismo, entonces, que tampoco es el sujeto humillado según el juicio de Nietzsche, es más bien aquel que se afirma en la iniciativa, no sólo de abrir un nuevo curso del mundo y por tanto de ser origen no originario de los acontecimientos que trastocan el sentido del mundo compartido y del mundo propio, sino también de la respuesta ante el advenir de la alteridad: la voz del otro, de la conciencia o, tal vez, de Dios. La figura del tercero, en este sentido, no se superpone desde afuera al sujeto capaz de decir, de actuar, de narrar y de considerarse responsable de sus acciones, sino que lo constituye en diálogo con el mundo. Por eso, da cuenta de una implicación, aquella que se refiere en el como de sí mismo como otro. Esto implica, por otra parte, restituir el privilegio otorgado por Ricoeur a la función que cumple la narratividad en la identidad personal y, con ello, en los diversos campos relacionantes de apertura y de conflicto, a saber, el de la identidad idem e ipse, que hemos llamado la cuestión de la alteridad de sí, el de la ipseidad y de la alteridad, que corresponde a la alteridad de lo otro. En ambos campos de relación y de apertura la narratividad testimonia la condición responsiva e implicada del sujeto, del sí mismo. Por ejemplo, en el campo abierto de la alteridad de sí, su conflictividad, que a la vez está asentada en la condición responsiva del sujeto, se deja ver en la pasividad propia del sujeto capaz de tramar su vida en un relato o que su vida se vuelva a la evidencia de los múltiples relatos ofrecidos por los otros. La intriga desarrollada en los relatos múltiples atestigua, por una parte, la necesidad de someter a síntesis la heterogeneidad de la vida del sujeto pero, y por ello mismo, da testimonio también de su inconclusión. Tramar el final de esta historia no corresponde sino al orden de la apuesta y de la promesa. De este modo, la identidad ipse, esto es, su ipseidad prometida en la fidelidad a la palabra propia y en la vocación de ésta a ser palabra para el otro, se resuelve cada vez en la emergencia de la trama de la historia; una apertura vuelta al desacuerdo originario es el único testimonio del devenir del sujeto en la alteridad antes que en la fijeza de la sustancialidad del ego cogitans o en el desinterés del ego trascendental. Pero esto, además, implica que el sí mismo puede y debe ser pensado como personaje de la acción tramada. Es por ello que Ricoeur puede afirmar en Soi–même comme un autre lo siguiente:

La persona comprendida como personaje de relato, no es una entidad distinta de sus 'experiencias'. Muy por el contrario: ella comparte el régimen de la identidad dinámica propia de la historia contada. El relato construye la identidad del personaje, que se puede llamar la identidad narrativa, construyendo la de la historia contada. Es la identidad de la historia que hace la identidad del personaje20.

En el segundo caso, el de la alteridad de lo otro, la narratividad abre el espacio a las variaciones imaginativas o a la fuerza creadora de la imaginación con relación a la capacidad de actuar del sujeto. Las narraciones también son refinados laboratorios morales para poner a prueba las diversas apuestas del anhelo ético y sopesar la violencia del conflicto que amenaza el deseo de vivir bien con y para los otros en instituciones justas. La narratividad, en este sentido, da la distancia para la deliberación, y con ello abre nuevos derroteros para la proximidad con el otro. Sin embargo, este plano no solo agrega legibilidad sino también prescripción o regularidad. La narratividad, en su fuerza heurística, permite esperar y desea, asimismo, evaluar y juzgar acciones sensatas que correspondan al anhelo ético y respondan, igualmente, a la solicitud del otro.

Queda aún un punto por destacar: el sí mismo no sólo abre a la relación, y con ello a la implicación y conflicto de la alteridad, sino que también devela aquello que Vincent Descombes llama el "poder de ser sí"21 o la capacidad del sí mismo para erigirse como ser personal y perseverar en el mantenimiento del despliegue de dicho poder. Este esfuerzo por perseverar como sujeto capaz devela el complejo vínculo entre lo propio y lo otro, que a la vez se hace signo de la relacionalidad entre el sí mismo y el otro en las esferas de justicias, en los intercambios y las esferas retributivas pero, sobre todo, hace explícito el hecho de que la relación intersubjetiva no puede dejarse abismar por la diferencia absoluta con el otro, ni tampoco ceder a la tentación de la total familiaridad. En el esfuerzo del "poder de ser sí" del sujeto se atestigua, entonces, la herencia, el vínculo y el lazo entre lo mismo y lo otro, al tiempo que una heterología resiste toda reducción a la tautología. Ricoeur reintegra al otro "al horizonte de la comprensión filosófica"22. El otro –que emerge en esta hermenéutica diacrítica, tal como la llama Richard Kearney, o en el campo de una filosofía de la traducción, al modo en que lo piensa Domenico Jervolino23– no abisma el poder de apropiación del sí mismo y, por tanto, de inscribirse en una historia trazada y heredada, sino que se abre al horizonte de expectativa según el cual el otro es siempre una tarea. El sí mismo en cuanto tercero no es

[…] ni absolutamente trascendente ni absolutamente inmanente: es algo entre los dos. Muestra cómo los otros están íntimamente vinculados a los 'sí' por vínculos que constituyen relaciones éticas a parte enteramente. En el discurso humano, como Ricoeur no deja de repetirlo, alguien dice algo a alguien a propósito de algo. Se trata de un sí que comunica a otro sí; si, ciertamente, no hay simetría perfecta entre los dos [el sí mismo y el otro], tampoco hay sin embargo total disimetría24.

El sí mismo, en cuanto tercero, exalta esta figura media entre la total disimetría y la total simetría, precisamente en un esfuerzo por volver lo ajeno a la esfera de lo propio, sin renunciar a identificar la diferencia que habita lo propio o, más bien, lo apropiable o aquello en pos de su apropiación. Por tanto, el sí mismo no es totalmente propio para sí, es aquello que agrega la figura emergente del tercero en tanto está habitado por una distancia que exige el esfuerzo constante de trascendencia de su propia condición finita, del aquí absoluto husserliano, de la finitud de la perspectiva. Pero, tampoco es tan ajeno para sí si cabe siempre la posibilidad de reencontrarse, desde el éxodo que es su identidad, a sí mismo en el desvío que impone el aprendizaje de los signos, esto es, no es totalmente ajeno a sí porque en el encuentro con el otro él mismo adviene de otro modo, pero dicho advenimiento solo es posible si persevera un quien capaz de responder por el modo en que su espacio de experiencia y su horizonte de expectativa ha sido transformado. Lo propio y lo ajeno de sí son, entonces, figuras de esta identidad navegante e itinerante que es la ipseidad, en tanto liberan el poder excéntrico del sujeto, su ser capaz de llamado, pero sobre todo de escucha al llamado del mundo y de respuesta ante las metamorfosis de sentido advenidas por el arribo de los acontecimientos que trastocan al sujeto. No es un ego plenamente posicionado, pero tampoco pura diferencia incapaz de abrir el campo de comprensión de la alteridad.

Lo que la figura del tercero posibilita en la fenomenología intersubjetiva de Ricoeur es nada menos que la posibilidad de una hermenéutica diacrítica o, como preferimos llamarla, una fenomenología de la hospitalidad. La condición pasiva del sujeto, que al mismo tiempo es la ocurrencia de su iniciativa y, por tanto, de su actividad, es dignificada sólo en tanto se rompe esta conjuntura entre el yo–otro en pos de vínculos recíprocos, relacionantes, fundados en la acogida de la alteridad del mundo y del otro. Pero, donde queda explícito que la acogida no es sino uno de los engranajes de la condición hospitalaria del sí mismo, el otro es la donación de sí a partir del cual, y solo a partir del cual, hay verdadera acogida. Por ello, es mejor hablar de hospitalidad, en cuanto ésta connota tanto el momento pasivo como activo, tanto la condición intencional como inintencional. El sí mismo como otro en cuanto trama la doble relación de alteridad (de sí y del otro) asumiendo, no la posición del tercero como posición externa, sino como inherente aunque diferente, en definitiva, concerniente, permite pensar que una filosofía del testigo y del testimonio se encuadra en el centro de la condición histórica y narrativa del ser humano, así como de una verdadera ética de la vida buena. Una filosofía del testigo exige, entonces, una verdadera ontología de la historicidad humana, más allá de los límites de la epistemología histórica que, por lo demás, es uno de los lugares privilegiados de Ricoeur para abordar directamente este tema.

Como se puede apreciar, la figura del tercero no es la emergencia de una instancia externa y constituyente del ego, sino la atestación del desvío que éste debe hacer por la alteridad de sí y de lo otro. El tercero se disemina, por otra parte, a favor de la implicación en la alteridad y de la donación de sí como respuesta hospitalaria. Claramente, la respuesta está obligada por el llamado en sus diversos modos de donación. Así entonces no hay ni una sola respuesta que no corresponda ya a la condición ontológica e histórica del sujeto, pues cada quien solo responde porque la pregunta, la cuestión o la demanda toca y asesta al sujeto en una situación hermenéutica dada. Pero, ¿de dónde viene el llamado, la demanda, y la exigencia de respuesta? La respuesta de Ricoeur no se deja esperar: del otro. La exigencia de la respuesta es, por tanto, una exigencia de orden ético–moral, en tanto el otro alcanza al sí mismo precisamente para volverlo responsable de sí. El ejemplo paradigmático de Ricoeur, al respecto, es el infante, el sujeto frágil que, siendo, llama y exige cuidado desde su fragilidad; ésta no es solo testimonio de la condición herida del ser humano, sino primeramente llamado a la responsabilidad por el otro hombre.

Mas, insistiendo aún en esta condición responsiva del sujeto hospitalario, es preciso subrayar que la figura del otro en la fenomenología intersubjetiva ricoeuriana –que por lo demás tiene sus bases en el despliegue de las capacidades del sujeto actuante y sufriente, vale decir, de l'homme capable– se desdobla en una dialéctica de tres términos: ipseidad, alteridad y socialidad, o la de los polos "yo", "tú" y "él". El sujeto responsivo y responsable que es el sí mismo deviene, entonces, a partir de esta tríada que testimonia su condición pasiva, ocasión para la actividad de sí. ¿Qué significa esto? Simplemente que el sujeto ricoeuriano no es sino desde su afectación primera ante la alteridad en sus diversas figuras, tal como lo hemos especificado –la alteridad de sí o de la conciencia, la alteridad del cuerpo propio, la alteridad del mundo, y la del otro–; esto explica la condición sufriente del sujeto humano ante aquello que adviene a sí para alterar sus horizontes de sentido y su propio devenir. Pero al mismo tiempo, esta condición pasiva del sujeto sufriente es la ocasión para la iniciativa o el lugar que toma la exigencia de las respuestas del sí mismo. Por todo esto, es claro que la alteridad no es unívoca y que, más bien, Ricoeur la enfrenta a partir de una ambigüedad constitutiva cuyo nudo común es su carácter de advenimiento. Este último permite pensar al sujeto más acá de todo paradigma meramente cognitivo o cartesiano y, por tanto, más allá de todo dualismo cuerpo–alma, yo–mundo, etc., para explorar los múltiples modos de darse la alteridad al sí mismo, y por tanto el carácter relativo entre ipseidad y alteridad, desde el encuentro entre el sujeto y aquello que adviene haciendo devenir al sujeto expuesto al encuentro con lo otro. La pregunta que es preciso plantear en estos momentos es: cuando la alteridad es la del otro (autrui), la de la otra persona, entonces ¿qué figuras le corresponden? Por otra parte, ¿qué puede aportar el polo "él", de la tercera persona, a la descripción de las respuestas del sí mismo ante la alteridad? Finalmente, no es posible confrontar dicho advenimiento del sí mismo ante el otro sin entrar a la consideración del anhelo de la vida buena.

Pero no es posible detenernos en el examen de la dialéctica entre la ipseidad y la alteridad, para atestiguar la emergencia de la figura del tercero o del polo "él", sin dar cuenta de la recurrencia de la "persona", en los análisis ricoeurianos, como concepto resistente y sobreviviente ante otros que no corrieron la misma suerte, vale decir: conciencia, sujeto, yo. Baste la siguiente cita de Ricoeur:

Con relación a la "conciencia", al "sujeto", al "yo", la persona aparece como un concepto sobreviviente y resucitado. ¿Conciencia? ¿Cómo se creería aún en la ilusión de transparencia que se vincula a este término, después de Freud y del psicoanálisis? ¿Sujeto? ¿Cómo se alimentaría aún la noción de fundación última en algún sujeto trascendental, después de la crítica de las ideologías de la escuela de Francfort? ¿El yo? ¿Quién no siente la impotencia del pensamiento para salir del solipsismo teórico, si no parte, como Emmanuel Lévinas, del rostro del otro, eventualmente en una ética sin ontología? Es porque me gusta decir mejor persona que conciencia, sujeto, yo25.

Por otra parte, a juicio de Ricoeur, la persona evoca también, en la línea de Eric Weil, una actitud, es el centro de una "actitud" capaz de movilizar al ser humano en la trama del mundo y del sentido. Pero he aquí que nuestro autor subraya un rasgo esencial para la comprensión del despliegue de la tríada "ipseidad, alteridad, socialidad", y del carácter responsivo del sujeto hospitalario, a saber, que la persona es tal en su condición de estar en crisis o, más radicalmente, de ser crisis. Se subraya, entonces, el carácter adviniente del sujeto a partir del encuentro con la alteridad, en particular, con el otro, precisamente si éste es pensado en su rostro, por tanto, en su atematización, como llamado, como expresión. Lo que agrega la recuperación de la "persona" en este trabajo fenomenológico es, por tanto, la condición esencialmente responsiva del sujeto en cuanto herido ya por el arribo de la alteridad del otro, donde responsividad implica, primeramente, responsabilidad. Por otra parte, es claro que la noción de persona se sustrae a los desarrollos de la fenomenología trascendental, al tiempo que abre la vía para una ética de la condición concreta del sujeto, por una parte, y a una fenomenología del sí mismo como sujeto adviniente o expuesto ante las metamorfosis de sentido, por otra. Ser sujeto en crisis no es sino ser un perpetuo naciente que no termine jamás de entrar en el mundo, o de advenir a sí y al otro en tanto su condición es la de una aperturidad fundamental y relacional con la alteridad. Pero, así como la persona manifiesta el carácter crítico y, por tanto, adviniente del ser humano, también pone el acento en el compromiso, acento que nos dice que la persona, a pesar de estar abierta y expuesta constantemente –esto es, temporalmente– a la alteridad, es capaz de mantenerse a sí en la implicación con lo otro, a partir de cierta fidelidad consigo y con las causas que promueven la existencia en el tiempo. Por ello afirma Ricoeur que "el compromiso no es la virtud del instante […]; es la virtud de la duración"26. Entre crisis y compromiso se abre espacio a un tercer término: la intimidad o interioridad que atestigua "el reconocimiento y el amor de las diferencias que requieren el horizonte de una visión histórica global"27. Este tercer término permite, por otra parte, enfrentar la triple dialéctica de los polos "yo", "tú" y "él".

Pero, si soy consciente de la extrañeza del compromiso, afirma Ricoeur, de la tensión fecunda que siento entre la imperfección de la causa y el carácter definitivo del compromiso, yo amo a mis enemigos, es decir a los adversarios de mi propio compromiso; me esfuerzo en descentrarme en el otro y en hacer el movimiento más difícil de todos, el movimiento de reconocimiento de lo que da un valor superior al otro, a saber lo que es para él su intolerable, su compromiso y su convicción28.

Es una fenomenología de la persona, entonces, aquella que afirma la potencia y la acción, el padecer y el actuar sobre, que hacen del sí mismo un hombre capaz de abrirse, exponerse y responder al otro. Pero, y por ello mismo, esta fenomenología de la persona no escapa al encausamiento ético: lugar privilegiado para poner en acción la tríada de los tres polos, y la emergencia de la figura del tercero.

Es en el estudio séptimo de Soi–même comme un autre que Ricoeur hace confluir las tres personas, yo, tú, él, como tres elementos indisociables del anhelo ético, constituyente no solo de la ipseidad sino primeramente de su relación implicante con la alteridad. Nuestro autor da la clave del vínculo en la misma fórmula del anhelo de la vida buena: "deseo de una vida realizada con y para otros en instituciones justas"29. Tres personas, tres polos, tres determinaciones fundamentales, todas ellas íntimamente entrelazadas. Por un lado, se trata del sí mismo que no puede aspirar a la vida buena sino a partir de la estima de sí. Por otro, es la estima de sí aquella que define a la persona en cuanto responsiva ante la presencia del otro, en las figuras del (segunda persona) y del él (tercera persona). El carácter excéntrico propio de la estima de sí a partir de la intencionalidad de la acción del sujeto, así como de su poder de iniciativa y, por tanto, de transformación del mundo, son índices del carácter relacionante y responsivo de la persona ante el otro. La estima de sí lleva en su centro la expresión de la emergencia de la figura del tercero, como figura reflexiva, si se puede decir de este modo, para el sí mismo. El tercero permite la vuelta a sí de la persona, atestiguándola en su iniciativa e intencionalidad, dando testimonio de su obrar y de las huellas que éste deja en el mundo. Examinemos al respecto el siguiente texto de Ricoeur:

En efecto, que sea de la relación con el otro y con la institución de las que hablaré un poco más adelante, no habría sujeto responsable si aquel no pudiese estimarse a sí mismo en tanto que capaz de actuar intencionalmente, es decir según razones reflexivas, y además capaz de inscribir sus intenciones en el curso de las cosas por iniciativas que entrelazan el orden de las intenciones al de los acontecimientos del mundo. La estima de sí, así concebida, no es una forma refinada de egoísmo o de solipsismo. El término está allí para poner en guardia contra la reducción a un yo centrado en él mismo. En un sentido, el sí al que corresponde la estima – en la expresión estima de sí – es el término reflexivo de todas las personas gramaticales. Incluso la segunda persona, de la que se subrayará más adelante la irrupción, no sería una persona si yo no pudiese sospechar que dirigiéndose a mí ella se sabe capaz de designarse a sí misma como aquella que se dirige a mí y así es capaz de la estima de sí definida por la intencionalidad y por la iniciativa. Sucede lo mismo con la persona concebida como tercera persona – él, ella – que no es solamente la persona de la que hablo, sino la persona susceptible de devenir un modelo narrativo o un modelo moral. Hablo de la tercera persona, como centro de la misma estima de sí, que asume designándome a mí mismo como el autor de mis intenciones y de mis iniciativas en el mundo30.

Pero, si la persona responde y se hace responsable de sí y de su obrar, no es sino por el despliegue de sus capacidades, del "yo puedo" en el sentido otorgado por Merleau–Ponty, que avanza hacia el cumplimiento de la vida, esto es, hacia la felicidad. La estima de sí, fundada en este carácter excéntrico del sujeto hacia el mundo y los otros, es la estima de las capacidades del ser humano para devenir de un modo o de otro, y en todo caso, para inscribir su existencia con sus huellas singulares. Mas, por otra parte, no es preciso olvidar que una fenomenología de las capacidades no puede ser sorda a la vulnerabilidad de éstas y, por tanto, a las impotencias que fragilizan el ser capaz. Por otra parte, la iniciativa y la inserción del ser capaz en la trama del mundo, en tanto sujeto transformador de ésta, da cuenta del modo en que la novedad aportada por la praxis solo es tal si tiene lugar en el tejido de una praxis colectiva. He aquí que la explosión de la subjetividad hacia la persona del tiene lugar desde el momento que el sujeto sólo puede atestiguarse a sí en diálogo y en conflicto con el otro, pero, por lo mismo, a la escucha de su solicitud. Esta relación dialogal funda la estima de sí, solo posible en cuanto hay un "tú" también capaz de amarse a sí y de amarme a mí mismo. La relación dialogal y conflictual con el otro me vuelve un sujeto singular e irremplazable. Sin embargo, el fondo que sostiene dicha dialéctica insustituible entre estima de sí y solicitud es el de la institución o de la tercera persona, sin el cual ninguna relación de amistad podría fructiferar, esto es, si aquella no está alimentada por un "clima de paz y de confianza"31. Precisamente, a partir de la identificación entre tercera persona e institución es preciso distinguir al tercero en cuanto "polo – él" o socialidad, que hace referencia particularmente a la tercera persona. En la medida en que ésta es identificada con la institución, en un sentido amplio, debe ser comprendida como el momento de la "no persona", del anonimato del lenguaje, por ejemplo, o en el plano ético–moral de los predicados éticos, de los valores, las obras, etc. Se trata, entonces, de aquel momento que media las relaciones dialógicas desde una neutralidad que asegura, por una parte, el ser parte de (tradición) y, por otra parte, la distancia crítica necesaria para evaluar la proximidad humana en el plano social, ético y moral.

Por último, el tercero toma la figura del testigo precisamente cuando la relación dialogal y conflictiva deviene la base fundamental entre las tres personas (yo, tú, él). Al mismo tiempo, la emergencia del tercero implica no solo la distancia precisa para el buen desarrollo de las instituciones humanas, sino también el reconocimiento del carácter ontológico de la certeza, la promesa y la respuesta, sin por ello sustraerse a la prueba de la contestación y de la sospecha. Que el tercero pase de ser el sujeto anónimo de la socialidad al testigo, revela la importancia otorgada por Ricoeur no solo al giro lingüístico y pragmático en cruce con la descripción fenomenológica del hombre capaz, sino también a la tierra prometida de la ontología. De este modo, nuestro pensador se sustrae a las perspectivas meramente epistemológicas respecto del testimonio, o a las que han tenido lugar en lo que los estudios del Institut Nicod llaman filosofía del espíritu32, para abrir el campo a la ontología del testimonio.

Como bien nos lo recuerda Claude Romano, el testimonio es de aquellas temáticas de las que hemos aprendido a desconfiar33. Precisamente, su falibilidad, su fragilidad y carácter aproximativo lo han descalificado como "subjetivo". Un testimonio ideal respaldado por una objetividad ideal parece abogar por un testimonio sin testigo. Ciertamente, de aquellas pretensiones nada hay que decir, en tanto no revelan en nada la naturaleza del testigo y de su testimonio, sino tan solo cierta coacción sobre el historiador, por ejemplo, que nos haría confesar simplemente que "no hay buenos testigos", y preguntarnos, por tanto, por el carácter definitorio de un "buen testigo". Más allá de las dificultades que conciernen a la veracidad de las pruebas que pueda aportar un testigo respecto de un hecho tan banal como un accidente automovilístico, es preciso cuestionarse por lo que significa dar testimonio. No solo aportar pruebas, ciertamente, pero ¿entonces qué?

Un testigo no solo da testimonio, esto es, da crédito de los hechos o acontecimientos banales en los que ha estado implicado como agente o paciente, o solo como un espectador, sino que su vida misma, su obra, es ya un testimonio.

No es un azar, afirma Romano, si los dos diálogos donde la figura de Sócrates aparece más central y donde el acento es puesto de manera más vigorosa sobre los vínculos existentes entre la vida y la actividad filosófica, la Apología de Sócrates y el Fedón, comprendan en su primera frase el pronombre autos, "en persona". Es en persona, es decir por la conducta de su vida, que Sócrates testimonia su compromiso en la actividad de filosofar. No testimonio solamente en palabras, sino en actos34.

Con esto, y en la órbita de los análisis ricoeurianos, es preciso destacar que el testigo no solo da fe o prueba de algo, sino que en su testimonio él mismo se expone a la contestación, tal como lo afirmaremos más adelante. El testigo escapa entonces al ideal de objetividad que gobierna la epistemología histórica actual, en tanto su límite no está dado por ningún "objeto" histórico, sino solo por su apertura "en persona" en el decir que aporta o que porta. Las posibles objeciones a las que está expuesto en su decir dan cuenta de que el carácter de lo dicho, de lo relatado, de lo testimoniado, no solo refutan lo que el testigo intenta "probar", sino que también siembran la duda sobre las capacidades propias del testigo, sin las cuales este no podría haber acudido a dar su palabra. El testigo es entonces un sujeto capaz, también fragilizado por sus mismas capacidades. Lo que el testigo testimonia cuando testimonia es también su propia calidad de testigo. De este modo, el testimonio atestigua al "testigo del testigo". Dando la palabra, el testigo busca afirmarse también como sujeto de confianza, o al menos, que cuenta con las capacidades suficientes para dar cuenta de lo afirmado. Se trata de lo que Ricoeur llama un "acoplamiento" entre la aserción de realidad y la autodesignación del testigo35: "es el testigo, afirma nuestro autor, quien primero se declara testigo"36. En este sentido, el testigo no es el tercero desimplicado, sino totalmente concernido por aquello de lo cual da fe, pero también por su propia condición de sujeto respondiente de sí ante el otro y de lo otro ante sí. Hay una implicación tal que en ocasiones el testigo afirma su vida incluso al riesgo de esta. ¿No es acaso lo que hace Sócrates al rehusar la oferta de sus amigos para huir de la cárcel y evitar así la condena que recae sobre él de beber la cicuta, argumentando a favor de una vida coherente con sus convicciones, una vida que respete hasta el final el respeto a la ley, en beneficio del bien común, incluso si su aplicación pueda ser injusta?

El acoplamiento, del que habla Ricoeur, no solo vuelve evidente que el testigo es un respondiente no solo a, sino también por, esto es, la palabra ofrecida no solo se dirige a otro capaz de escuchar o de recibir el testimonio ofrecido, sino que también se ofrenda por algo, y en la confianza de que es posible dicha recepción gracias a instituciones, en el amplio sentido ricoeuriano, que aportan las condiciones para la recepción de las respuestas del testigo. Ser un testigo por, en nombre de, etc., es, por una parte, entonces, reconocer el lugar de los valores, las obras, las creencias, y de este modo dar crédito de la confianza en la neutralidad de las instituciones que median la socialidad. Por otra parte, implica el descentramiento de la vida subjetiva capaz de eclosionar y ser impulsada por algo distinto que ella. También, se afirma en la promesa de la esperanza, esto es, de la espera en el valor que pueda tener el testimonio ofrecido. En otras palabras, el testigo no solo certifica y atestigua su propia existencia capaz de dar crédito de sí y de los hechos o acontecimientos que le conciernen, por ejemplo, sino también autentifica el valor de la alteridad ante la que responde con el testimonio. Finalmente, tal como intentaremos mostrarlo un poco más adelante, el testimonio compromete la existencia del testigo. En palabras de Romano:

[…] descubrimos en el testimonio un vínculo de su polo referencial y de su polo existencial que prohibe reconducirlo a una pura y simple "relación" objetiva sobre los hechos. La implicación en persona del testigo en su atestación va más allá de la verdad de los hechos contados, y de la veracidad de la palabra que enuncia, hasta el ser mismo del testigo, que atestigua algo, pero que, atestiguándolo, atestigua también que él es37.

La posición existencial del testigo y el vínculo con el polo referencial implica, por otra parte, avanzar hacia la dimensión fiduciaria:

La autodesignación se inscribe en un intercambio que instaura una situación dialogal. Es ante alguien que el testigo atestigua la realidad de una escena a la que dijo haber asistido, eventualmente como actor o como víctima, pero, en el momento del testimonio, en posición de tercero respecto de todos los protagonistas de la acción. Esta estructura dialogal del testimonio hace surgir inmediatamente la dimensión fiduciaria: el testigo pide ser creído. No se limita a decir: "Yo estaba allí", agrega: "Créanme". La certificación del testimonio no es completa sino por la respuesta en eco de aquel que recibe el testimonio y lo acepta; el testimonio desde entonces no es solamente certificado, es acreditado38.

La tensión de este vínculo, abierta a la dimensión fiduciaria del testimonio, hace del testigo un sujeto que, para sí mismo, se plantea como una tarea por ser develada en la acogida de la alteridad y en las respuestas que el otro tiene para aportar al testimonio que se le dirige. En este sentido, la posición del testigo, tal como intentaremos mostrar un poco más adelante, siendo singular, está sometida a la prueba de la alteridad, no teniendo el testimonio una altura que no sea aquella que se espera, en la confianza de que su autentificación, que sigue siendo siempre una tarea, tenga sentido. El testigo, en esta filosofía de compromiso existencial que esboza Ricoeur, no es un mero espectador, no es tampoco un anónimo, pero tampoco puede vanagloriarse de su posición como privilegiada, pues su gracia no es la inmovilidad de la certeza objetiva, sino el devenir del sentido al riesgo de su posible no sentido. Pero, por sobre todo, el testigo es un sujeto de comunidad, un respondiente entre apelantes, un respondiente entre respondientes; pero he aquí, que este sujeto capaz de respuesta, solo puede serlo si es capaz de encuentro y de dejarse constituir en su vocación intersubjetiva.

La fuerza del testimonio, afirma Emmanuel Housset, no resulta de una pura afirmación de sí, ella no viene de sí en la medida en que para poder testimoniar es preciso haber recibido una vocación, es necesario haber recibido mandato y procuración. En efecto, mientras que el sujeto dispone de lo que constituye, el testigo no dispone de lo que da a ver, tal como el predicador que no posee la palabra de Dios que testimonia. Es por tanto la voz de las cosas, del prójimo o la de Dios que puede dar fuerza al testimonio, y por este hecho, el testigo no tiene una autoridad sino transitiva en eso que remite más allá de sí mismo. Además, el testigo habla y actúa pero no por sí mismo: no se testimonia más que en una comunidad, y es porque el testigo es la persona en su fin interpersonal. Una vez más, el testigo es aquel que se descubre experiencialmente en la prueba de la alteridad, pues se da él mismo en respuesta en la comunidad. Mientras que para un sujeto el otro hombre es primero un objeto de su mundo entorno, que puede analógicamente ser reconocido como un alter ego, para el testigo el prójimo es también un testigo, y es en calidad de testigos que existimos unos para los otros. Dicho de otro modo, el testigo no es primeramente este ser que es para y por él mismo, y que se pregunta después cómo puede ser para el otro, pues es este ser que desde el comienzo responde para y ante otro hombre de lo que le comunica39.

Si bien Emmanuel Housset se plantea ante la cuestión del testigo exacerbando el carácter pasivo y respondiente de la persona, es posible afirmar una cierta comunidad de pensamiento con Ricoeur, al menos en este párrafo citado. En pocas palabras, la singularidad del testigo viene dada por su capacidad para responder por, para y ante otros. Lo que significa que la "era del testigo", tal como la llama Annette Wieviorka, es también la exaltación de la condición pasible del sujeto, que en su esfuerzo por transmitir una experiencia, debe hacer la experiencia de la comunidad, la experiencia del encuentro en la distancia con el otro, y por último, la experiencia del sentido de dicho hacer experiencia. He aquí, que Ricoeur, que mantendría en reserva dar tal privilegio a la pasividad y a la respuesta, no dudaría sin embargo en describir al testigo como un sujeto pasible que solo deviene tal en la experiencia que hace de la comunidad. Sin embargo, y esta es otra tesis que buscaremos probar acá mismo, un sujeto pasible ante la apelación, la demanda y la obligación a tomar y a ofrecer la palabra, es también un sujeto cuya vocación es la ficción o indagación de lo posible, sin la cual el testimonio no tendría figura. Esto es, el testigo en cuanto respondiente es por ello, primeramente, un refigurador del testimonio o un inventor de su propia respuesta, si acaso el sujeto respondiente adviene de un a posteriori necesario con relación al advenimiento de la respuesta. Pero, por ello mismo, su advenir respondiente solo se refigura en la invención de sí y en la invención de la palabra escuchada. Solo en tal invención se visibiliza la posibilidad de la experiencia compartida que aporta el testimonio del testigo, o al menos, este último no es sino aquel que trae consigo la esperanza de tal reparto y la posibilidad de un compartir experiencial que no se reduce a la certificación de los hechos. El testigo, entonces, irrumpe y quiebra el paradigma de la prueba objetiva porque lo que testimonia no es en verdad jamás un mero hecho. Por ello también, el testigo no aporta una explicación causal de los hechos, sino un esfuerzo comprensivo de aquello que está condenado a no poseer, a no entender al menos si no es en la exposición comunitaria, al riesgo de la contestación.

 


Referencias

 

* El artículo de investigación se encuentra ligado al Área de Fenomenología y Hermenéutica del Departamento de Filosofía de la Universidad Alberto Hurtado, Chile.

1 En este primer parágrafo seguimos los análisis y la estructura del texto de Tengelyi, László. "La figure transcendentale du tiers", in: L'éxpérience retrouvée. Essais philosophiques 1. L'Harmattan, Paris, 2006, pp. 191–204.

2 De las obras de Romano, Claude cabe destacar : L'événement et le monde. PUF, Paris, 1998; L'événement et le temps. PUF, Paris, 1999; Il y a. PUF, Paris, 2003; Le chant de la vie. Gallimard, Paris, 2005; Acontecimiento y mundo. Trad. Patricio Mena y Enoc Muñoz, en: Persona y sociedad, Vol. 21, Nº 1, Abril, 2007.

3 Cfr. Housset, Emmanuel. L'intelligence de la pitié. Cerf, Paris, 2003; La vocation de la personne. PUF, Paris, 2007.

4 Cfr. Jean–Louis Chrétien. La voix nue. Minuit, Paris, 1990; L'arche de la parole. PUF, Paris, 1998; Répondre. Figures de la réponse et de la responsabilité. PUF, Paris, 2007.

5 Con un tono tanto o más teológico que el de Housset y Chrétien, Emmanuel Falque irrumpe en la escena fenomenológica, poniendo también al centro de su reflexión al sujeto que hace la experiencia de la resurrección o del acontecimiento crístico. He aquí que también se puede adivinar la condición hospitalaria del sujeto. Cfr. Falque, Emmanuel. Le passeur de Gethsémani. Cerf, Paris, 2004; Métamorphose de la finitude, ¿Meditaciones cartesianas? Cerf, Paris, 2004; Dieu, la chair, l'autre. PUF, Paris, 2008.

6 Cfr. Tengelyi, Lásló. Op.cit., p. 191.

7 Ricoeur, Paul. "Edmund Husserl. La cinquième Méditation cartésienne", in: À l'école de la phénoménologie. Vrin, Paris, 1986, p.235.

8 Parafraseamos a Dastur, Françoise. "Réduction et intersubjectivité", en: La phénoménologie en questions. Paris, Vrin, 2004, p. 95. La autora remite también a Husserl, Edmund. Philosophie première, t. II. PUF, Paris, 1990, p. 180.

9 Estas preguntas las plantea Depraz, Natalie. Husserl. Armand–Colin, Paris, 1999, p. 61.

10 Ricoeur, Paul. "Kant et Husserl", en: À l'école de la phénoménologie, Op.cit., pp. 307–308.

11 Ibíd., p. 62.

12 Sartre, Jean–Paul. L'être et le néant. Essai d'ontologie phénoménologique. Gallimard, collection 'tel', Paris, 1943, p. 456.

13 Lévinas, Emmanuel. Totalité et infini. M. Nijhoff, La Haya, 1971, p. 21.

14 Sebbah, François–David. "Emmanuel Lévinas", in: Cabestan, Philippe, et. al., (ed.) Introduction à la phénoménologie. Ellipses, Collection "Philo", Paris, 2003, p. 135.

15 Sebbah, François–David. Lévinas. Ambiguïtés de l'altérité. Les Belles lettres, col. "Figures du savoir", Paris, 2003, pp. 39–40.

16 Lévinas, Emmanuel. Autrement qu'être ou au–delà de l'essence. M. Nijhoff, La Haya, 1978, p. 245.

17 Ibíd., p. 246.

18 Tengelyi, Lásló. Op. cit., p. 201.

19 Vanni, Michel. L'impatience des réponses. CNRS–Éditions, collection CNRS–philosophie, Paris, 2004, p. 267.

20 Ricoeur, Paul. Soi–même comme un Autre. Seuil, Paris, 1990, p. 175.

21 Descombes, Vincent. "Le pouvoir d'être soi. Paul Ricoeur. Soi–même comme un autre", in: Critique, Tome 47, nº 529–530, juin–juillet, 1991, pp. 545–576. También, "Une philosophie de la première personne", en: François Azouvi / Myriam Revault D'Allonnes (ed.). Ricoeur. Cahier de l'Herne, Paris, 2004, pp. 219–228.

22 Kearney, Richard. "Entre soi–même et un autre: l'herméneutique diacritique de Ricoeur", in: Azouvi, François / Revault D'Allonnes, Myriam (eds.). Ricoeur. Op.cit., p. 206.

23 Cfr. El magnífico trabajo de Jervolino, Domenico. Ricoeur. Herméneutique et traduction. Ellipses, Paris, 2007.

24 Kearney, Richard. "Entre soi–même et un autre: l'herméneutique diacritique de Ricoeur", Op. cit., p. 213.

25 Ricoeur, Paul. "Meurt le personnalisme, revient la personne", in : Lectures 3. Aux frontières de la philosophie. Seuil, Paris, 1994, p. 198.

26 Ibíd., pp. 200–201.

27 Ibíd., pp. 202–203.

28 Ibíd., p. 202.

29 Ricoeur, Paul. "Approches de la personne", en: Lectures 3, Op.cit., p. 204.

30 Ibíd., p. 205.

31 Fiasse, Gaëlle. L'autre et l'amitié chez Aristote et Paul Ricoeur. Analyses éthiques et ontologiques. Éditions de l'Institut Supérieur de Philosophie Louvain–la–Neuve / Éditions Peeters, Louvain–Paris, 2006, p. 25.

32 Origgi, Gloria. "Peut–on être anti–réductionniste à propos du témoignage?", en: Philosophie, Vol. 88, hiver, 2005, p. 47–57.

33 Romano, Claude. "À l'écoute du témoignage", en: Gaudard, François–Charles / Suárez, Modesta (eds.), Réception et usages des témoignages. Ed. Du Sud, Collection "Champs du Signe", Paris, 2007, p. 21.

34 Ibíd., p. 23.

35 Ricoeur, Paul. La mémoire, l'histoire, l'oubli. Seuil, Paris, 2000, p. 204.

36 Ibíd.

37 Romano, Claude. "À l'écoute du témoignage", Op. cit., p. 24.

38 Ricoeur, Paul. La mémoire, l'histoire, l'oubli, Op.cit., p. 205.

39 Housset, Emmanuel. La vocation de la personne, Op.cit, pp. 470–471.

 

 

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