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Estudios de Filosofía

Print version ISSN 0121-3628

Estud.filos  no.42 Medellín July./Dec. 2010

 

 

Educación y democracia*

Education and Democracy

Por: Luis Eduardo Hoyos

Departamento de Filosofía

Universidad Nacional de Colombia, Sede Bogotá

Bogotá, Colombia

lehoyos@gmail.com

Fecha de recepción: 25 de septiembre de 2010

Fecha de aprobación: 19 de octubre de 2010


Resumen: El artículo propone una defensa conceptual de una concepción liberal y democrática de la educación. Por cuanto la principal función de la educación del individuo consiste en su socialización y la existencia de individuos educados es la garantía mínima de un proceso social creativo y rico, el desarrollo de la democracia está íntimamente ligado al desarrollo de la educación en general y al de la educación ciudadana en particular. Por esa razón el político, en un sistema democrático, debe ser un pedagogo. La reflexión, eminentemente conceptual, termina con la presentación de un ejemplo de la historia política reciente de Colombia.

Palabras clave: Educación, democracia, persona, normatividad, ciudadanía, Álvaro Uribe

Abstract: In the paper it is presented a conceptual defense of a liberal and democratic conception of education. Since the main function of individual’s education consists in his socialization and the existence of educated individuals is the minimal guarantee for a social creative and enriched process, then the development of democracy is internally bounded with the development of education in general and of civic education in particular. Therefore the politician, in a democratic system, should be a pedagogue. The reflection, principally conceptual, ends with the presentation of an example of the recent political history of Colombia.

Key words: Education, democracy, self, normativity, citizenship, Álvaro Uribe


De los animales que conocemos, el ser humano es el único que puede ser educado. A los otros, a los perros, a los gatos, a los delfines, a los caballos, los adiestramos. Y los adiestramos nosotros, los seres humanos. También se sabe del aprendizaje animal entre los animales, y que juega con seguridad un definitivo papel evolutivo. Aunque no puede ser llamado ni educación, ni adiestramiento. No puede ser llamado educación, porque ésta requiere, como mínimo, del andamiaje normativo del lenguaje proposicional; y no puede ser llamado adiestramiento porque éste siempre se infunde para que el adiestrado alcance propó sitos diferentes a los que determina su naturaleza, o a los que son establecidos por sus fines adaptativos, y que son usualmente impuestos por el adiestrador. No consideramos adiestrada a una vaca por dar leche pero sí a un tigre por saltar por entre un círculo de goma, o a un elefante cuando en el circo levanta la pata para –creemos– decir “adió s”. El aprendizaje entre los animales parece basarse en la imitación y el condicionamiento. El juego, por ejemplo, sirve a los felinos para aprender a cazar. Se dice, también, que las aves aprenden a volar y los patos a nadar. Lo hacen por imitación y condicionamiento, y obedeciendo a férreas determinaciones adaptativas.

Con todo, aunque sea cierto que só lo el ser humano puede ser, en estricto sentido, educado,  no lo es menos el que él tenga que ser educado. Así lo vio con razón Kant en su breve tratado de pedagogía: “El ser humano –dice – es la única criatura que tiene que ser educada” (Kant, 1923: 441). Casi todo lo del ser humano le llega y tiene que llegar por educación. Indagar sobre esta necesidad, la de la educación, es una buena manera de averiguar cosas esenciales sobre el hombre; y también, evidentemente, sobre la educación. En otras palabras: tratar de comprender por qué el ser humano no só lo puede sino que tiene que ser educado, nos tendría que decir mucho sobre la esencia del hombre y sobre la esencia de la educación.

La siguiente es una reflexión en cuatro pasos: primero que todo quisiera decir algo sobre lo que considero constituye la esencia y la función de la educación. En segundo lugar quisiera sugerir algo acerca de la función e importancia de la educación ciudadana. En la tercera parte me interesa adelantar la tesis según la cual el modo de educación democrático es el más adecuado a la función y esencia de la educación, tal como propongo que ésta debe ser entendida. Por último, intentaré examinar un ejemplo concreto a la luz de mi reflexión.

Quisiera con esta contribución arriesgar la idea de que en cuanto la principal función de la educación del individuo consiste en su socialización y la existencia de individuos educados es la garantía mínima de un proceso social creativo y rico, la actividad política –que consiste en que la sociedad de los hombres pueda persistir del mejor modo y no destruirse– debe ser en algún sentido una forma de educar. Considero que esta idea se refiere a algo muy fundamental de la convivencia ciudadana. Lo que ocurrió en Colombia durante el último año del gobierno de Álvaro Uribe, después de ocho años de acumulación de poder de parte de un hombre y un grupo de hombres, nos ha llevado a plantearnos preguntas cruciales sobre los fundamentos de la democracia y de la convivencia social. Por eso quisiera ligar mi preocupación sobre la función pedagó gica de la política con una consideración sobre las, en mi opinión, devastadoras consecuencias que trajo consigo el gobierno de Uribe para el desarrollo de una cultura ciudadana políticamente madura y democrática. No me interesa hacer aquí una rendición de cuentas coyuntural y crítica del gobierno de Uribe, sino que quiero servirme de él como ejemplo para dar una base intuitiva a mi análisis, que pretende ser eminentemente conceptual.

1.      De la educación en general

El individuo humano tiene que ser educado porque tiene que poder integrarse a un proceso social complejo y esta integración no se da de forma meramente instintiva o natural, sino que tiene un carácter esencialmente normativo. Es justamente la complejidad del proceso social, así como la de la integración del individuo a ella, la que hace que ésta no pueda darse de una manera, por así decir, automática y natural. La integración de la abeja individual al panal sí que se da de esa forma, así como la del animal de rebaño a su rebaño. Estas son cosas obvias y bien conocidas. No creo que valga la pena insistir en ellas. Lo que, en cambio, no siempre parece tan obvio es el hecho de que sean justamente el carácter complejo del proceso social y el de la integración del individuo a ese proceso, los que explican que dicha integración obedezca a criterios normativos.

  Por medio de la educación, el individuo humano aprende a seguir una norma. Ahora bien, este evento no se presenta las más de las veces de forma pasiva y obediente. Antes bien, por medio de la educación, el individuo aprende no só lo a respetar la norma, sino a aplicarla, o mejor, aprende a respetarla y a obedecerla, aplicándola. Y aplicar una norma significa saber en qué casos ella ha de ser cumplida, y en qué otros casos no, cuándo un caso debe estar cobijado por ella y cuándo no, o cuándo es una excepción. Tal aplicación requiere, por tanto, de una mínima dosis de creatividad y deliberación, y  no puede ser el resultado de un proceso de adaptación conductual sin una al menos básica injerencia consciente. El individuo que ha de seguir la norma en un proceso educativo ha de apropiar conscientemente la norma. De ahí que no sea ajeno al aprendizaje consciente de las normas la formación de un juicio crítico sobre ellas. Este es uno de los rasgos que distingue a la educación del adiestramiento. Otro también muy importante es que el adiestrado no só lo no apropia conscientemente las normas, sino que en lo fundamental sigue ó rdenes de modo irreflexivo y condicionado.

Nos podemos hacer a una buena idea del modo como tiene lugar esta apropiación consciente de las normas observando lo que ocurre cuando un niño adquiere en la escuela competencias básicas, como matemática y lenguaje. El niño va acomodando las diferentes entradas (inputs) en su estructura mental, sirviéndose para ello de un esquema de normas y reglas, de fó rmulas, que le permiten solucionar problemas, proponer estrategias, etc. El seguimiento y aplicación de las reglas del cálculo aritmético permiten al niño resolver los problemas matemáticos que se le ponen y culminar con éxito las operaciones. Para entender el papel esencial del seguimiento y observación de normas en los procesos educativos no es esencial despejar la vieja incó gnita acerca de si lo más conveniente para estabilizar un proceso determinado de aprendizaje es, primero, inducir al educando la norma para ponerlo posteriormente a resolver y solucionar casos, o si es más adecuada a los fines del aprendizaje la vía contraria: llevar al educando a la necesidad de la observación de la norma a través de la confrontación con los casos. Seguramente los procesos de aprendizaje tienen tanto de lo uno como de lo otro y en ellos se deben complementar ambas vías. Todos sabemos de la importancia del uso en el aprendizaje del lenguaje; pero el contacto directo con el uso del lenguaje no puede servir para desconocer el hecho de que la buena explicitación de una norma es usualmente muy útil para dominar un uso corriente.  Lo cierto, en todo caso, y que es relevante para mi argumentación, es que la educación, en uno de sus momentos cruciales, el del aprendizaje del lenguaje,  consiste en un proceso de apropiación consciente de normas, de suerte que ella haga posible su aplicación creativa.

Parte de los problemas del educando surge también de que el lenguaje, como sistema normativo, no le pertenece, ni pertenece a nadie; pero lo que él haga con él, una vez adquiridas las competencias básicas, es un asunto enteramente suyo. El despliegue individual y creativo en el uso del lenguaje no só lo no se opone, sino que supone necesariamente la obediencia al sistema normativo impersonal. Es como si la individualidad y creatividad en el uso del lenguaje se dieran forzosamente a través del contacto muy íntimo con un medio institucional. La individualidad y creatividad en el uso del lenguaje no se podrían dar ni  comprender si el usuario del lenguaje no dispusiera de sus habilidades para su uso dentro de un ámbito institucional. Así como no sería posible ni se podría comprender que un pez nade por fuera del agua; aunque –por supuesto– no sea el agua misma la que brinda la mayor o menor destreza de un pez para nadar.

Lo más crucial de la educación consiste tal vez en lograr que el individuo despliegue sus capacidades de adaptación y creación a través de un medio institucionalizado y normado. Ese medio establece en dos sentidos las condiciones básicas de dicho despliegue: por una parte limita o determina el campo de acción, pero por otra parte la hace posible. Es, en efecto, esencial a un medio normado e institucionalizado el que no todo dentro de él valga. Pero, al mismo tiempo, es esencial al desenvolvimiento creativo y libre de capacidades el que él no sea incondicionado.

Además de ser esenciales para sortear la complejidad de las relaciones humanas, los sistemas normativos e institucionales son indispensables en las transacciones sociales porque brindan a éstas estabilidad y previsibilidad. Nada es más característico de la realidad social (y, visto bien, de cualquier realidad) que su dinamismo. Esto también se puede hacer ver por medio del ejemplo del uso del lenguaje. Las transacciones lingüísticas entre los hombres son complejas, van desde elementales y unívocas transmisiones de información, como cuando le decimos a alguien: “¿Es cierto que quieres ir a Medellín en automó vil desde Bogotá?  Pues mira, me enteré por la televisión que hay unos derrumbes en la carretera a consecuencia de las lluvias. Quizás deberías pensar en tomar un avión”; hasta  expresiones poéticas difíciles de seguir, como, por ejemplo: “Cual hieráticos bardos prisioneros, / los álamos de sangre se han dormido. / Rumian arias de yerba al sol caído, / las greyes de Belén en los oteros” (Vallejo, 1998: 87)[1] O hasta formulaciones filosó ficas del siguiente tenor: “La analítica ontoló gica del ‘ser ahí’ como un poner en libertad el horizonte para una exégesis del sentido del ser en general” (Heidegger, 1977: 25).

Todas estas transacciones lingüísticas tienen diversos grados de complejidad y obedecen a diferentes propó sitos. Aunque el dominio de una lengua brinda lo que algunos llaman “libertad expresiva” (Brandom, 1979: 187-196) o también “libertades lingüísticas” (Hare, 1965: 7), será fácil ponerse de acuerdo en que éstas no pueden ser ni ilimitadas ni incondicionadas. Si lo que un usuario del lenguaje pretende es establecer una transacción lingüística debe suponer como parte de sus competencias el respeto a diferentes normas: requisitos de orden sintáctico, ló gico-sintáctico, semántico y hasta estilístico. A ciertas academias de la lengua (muy particularmente a las de nuestra lengua castellana) se les va ciertamente la mano en la regulación del idioma e imponen unas normas que en ocasiones contradicen de la manera más palmaria las realidades del uso. Eso no parece lo más saludable para la vida de un idioma. Con todo, no es aceptable desconocer por ello que la regulación posee una imprescindible función estabilizadora y cohesionadora. De no ser por la regulación sobrevendrían la atomización e incluso hasta el deterioro de la lengua. Aunque las academias, los diccionarios analíticos y las gramáticas cumplan la importante función de establecer los cánones, la estabilización normativa es algo que no puede darse por fuera del uso y de la dinámica social.

Si ahora aplicamos esta reflexión al tema de las normas sociales y a su función reguladora de conductas y comportamientos de los individuos en la sociedad, podemos apreciar que aquellas garantizan la estabilidad del proceso social y permiten que éste mantenga su carácter dinámico sin por ello desintegrarse. Las normas son estabilizadoras e integradoras y el proceso social es, de suyo, dinámico y complejo. Sin las normas, el carácter dinámico y complejo del proceso social podría llevarlo a su desintegración. Esto es algo que también diferencia a los procesos sociales de los procesos que son só lo naturales.  Estos últimos están sometidos a leyes (naturales) y no están amenazados internamente por la desintegración. Los procesos sociales deben su estabilidad a normas y su dinámica no es pocas veces el resultado de la tensión entre fuerzas desintegradoras y tendencias cohesionadoras. En los procesos naturales  hay y tiene que haber leyes (sean éstas estrictas o estadísticas); en los sociales ha de haber normas y éstas deben ser seguidas. Se trata de dos tipos de necesidad diferente: la necesidad de la ley (genitivus objectivus) y la necesidad de la norma (genitivus subjectivus). Si no fuera por la institución y la norma esta tensión entre fuerzas desintegradoras y tendencias a la cohesión podría perder el equilibrio. El desequilibrio entre poderes desintegradores y principios de cohesión es un riesgo latente en todo proceso social. La educación no es el único pero, en mi opinión, sí el principal factor integrador en una sociedad porque es el recurso institucional que han creado las sociedades para que el desarrollo de los individuos se articule con el del proceso social. Esa articulación se da en dos direcciones: en cuanto un individuo es educado, él se apropia del instrumentario que le brinda la cultura en la que se desenvuelve su vida para procurarse un lugar en ella y afirmarse a sí mismo como algo (un rol) dentro de esa cultura y esa sociedad. Pero, por otra parte, en cuanto un individuo es educado, él se convierte en un interventor del proceso social y en una clave dinamizadora de él. Dicho en otras palabras: en el primer sentido, el individuo debe su identidad y su individuación al recurso institucional que la sociedad y la cultura le han brindado por medio de la educación. En el segundo sentido, la dinámica social debe su vitalidad y buen desarrollo a lo que los individuos educados han podido revertir a su sociedad y su cultura. La educación es una prioridad del desarrollo social moderno porque al fomentarla, se fortalece un recurso institucional que tiene el propó sito de contribuir esencialmente a que el individuo vuelva sobre el proceso social al que tanto le debe para enriquecerlo y mejorarlo. Estas dos direcciones en las que se presenta la articulación del individuo y la sociedad por medio de la educación constituyen un genuino círculo virtuoso.

Además de su carácter esencialmente normativo, el proceso de integración de un individuo a la sociedad es también altamente complejo porque la socialización de los individuos se da en virtud de su individualización, y ésta última, a su vez, a través de su socialización. Éste es para mí uno de los temas fundamentales de la filosofía social.  Voy a servirme de dos ideas, la una propuesta por George Herbert Mead y la otra por Norbert Elias, para ilustrar este punto.

Mead sostiene que la formación de un individuo como un yo (self) o una persona no es posible ni pensable sino a través de un proceso social. La individuación es posible necesariamente a través de la socialización. Aunque su trabajo es eminentemente conceptual y no empírico, Mead procura hacer una descripción de ese proceso. Son esenciales a esa descripción los conceptos de “I” (yo) y de “me” (mi, yo).  Se trata, por supuesto, de expresiones artificiales con las que Mead pretende destacar, por así decir, dos partes (o aspectos) de una persona. La primera designa la parte activa, creativa y, por así decir, contribuyente de una persona. Ese aspecto resulta del intercambio activo de la persona con el mundo social y tiene como su característica básica el hecho de que ésta procura sobresalir en algún aspecto por sobre los demás. No es fácil precisar de dónde surge esta tendencia pero podemos conjeturar que está afincada en valores culturales en los que sobresale lo que usualmente llamamos individualismo. Esos valores han tenido un notable poder de influjo en la cultura moderna occidental. La segunda parte del “self”, el “me”,  se refiere más bien a cierto carácter receptivo de la persona respecto del mundo social. Desde este punto de vista, la persona es más bien un beneficiario que un contribuyente. Mead piensa que en la conformación social de una persona no es posible privilegiar ninguna de estas dos caras de la condición de ser un sujeto. Ambas constituyen dos mitades de una misma esfera (Cfr. Mead, 1992: 173-222).

Muy en consonancia con esta idea, Norbert Elias acuñó un término  en el que se compendia su visión de una formación social de la individualidad. Habló en un texto magistral de 1939 de una “sociedad de los individuos”. Para Elias la oposición individuo–sociedad no es ni real, ni conceptualmente aceptable. Y esto es así debido a que el grado de individuación de una persona no puede ser separado de su proceso de adaptación y de interrelación social. Dicho de una manera radical: só lo porque el hombre vive en sociedad puede diferenciarse de los otros e individualizarse. La experiencia de ser diferente de los otros –sostiene Elias– es inseparable de la experiencia de ser diferente para los otros. Y añade: “Só lo porque los seres humanos viven en la sociedad de otros hombres pueden ellos experimentarse (sich erleben) como individuos distintos respecto de otros seres humanos. Y esa vivencia de sí (Selbsterlebnis) como un ser humano distinto de otros no puede separarse de la conciencia de que también uno es experimentado por los otros seres humanos no solamente como un ser humano como ellos mismos, sino al mismo tiempo como un ser humano que en determinado sentido es diferente de los otros” (Elias, 1987: 261-262; Cfr. Hoyos, 2009: 86 y ss.).

Todo el razonamiento previo puede ser llevado ya a una conclusión parcial: lo principal del ser humano, especialmente la individualización a través de la socialización, se produce gracias a la educación. Una sociedad de individuos educados tiene, por su parte, más posibilidades de ingresar en un proceso de desarrollo productivo, creativo e integrador, que una sociedad en la que prima la falta de educación y la mala educación. Todo lo principal de la realidad institucional de la educación es, a su vez, normativo.

2.      Educación ciudadana

Lo propio de la educación ciudadana consiste en la continua explicitación consciente sobre la función integradora de la normatividad social. Por supuesto que desde una perspectiva democrática y liberal, como la que aquí doy por supuesta, no sería posible dicha explicitación, ni tampoco sería pensable la función integradora de la normatividad, sin la formación del juicio moral autónomo y sin el carácter auto-reflexivo del sistema normativo. Los conceptos de “persona” (self) y de “ciudadano” no son sinónimos, así como tampoco tienen una significación equivalente las nociones de “ser humano” y “persona”. Los seres humanos son tales desde su nacimiento, e incluso desde unos meses antes. No así las personas. Éstas se forman como tales a través de un proceso de intercambio con el medio social, al punto de convertirse en seres humanos a los cuales les corresponden tanto derechos fundamentales como deberes básicos. El ser humano que no es persona, o que aún no ha llegado a serlo, tiene los mismos derechos de las personas, pero no los mismos deberes. Puede incluso no tener ninguno, como es el caso del recién nacido, o del ser humano que sufre radicalmente de discapacidad mental y, en cambio, gozar de todos los derechos como cualquier otro hombre. Lo principal del proceso de llegar a ser persona está en la caracterización muy general que hice en el acápite anterior y que, nuevamente, puede quedar bien capturada mediante el concepto: “individualización a través de la socialización” (Habermas, 1988: 187-241)[2]. Un ciudadano es, adicionalmente, una persona con derechos y deberes que afectan explícitamente su participación en el proceso social. Las sociedades modernas han estipulado que se puede trazar una línea en el desarrollo de un ser humano que marca el momento en que éste empieza a ser un ciudadano: los 18 o los 21 años, según sea el caso. No es que ese ser humano, que ya desde mucho antes de los 18 años ha cumplido con las condiciones de la personalidad, deje por ello de ser una persona, sino que pasa de ser una persona menor a ser una persona mayor de edad, un ciudadano. Es de suyo evidente, como ya he sugerido atrás, que esta línea de argumentación descansa sobre el presupuesto de una concepción liberal y moderna de la educación ciudadana. No obstante, si mi argumentación es aceptable y concluyente, tendría que seguirse de ella una explicitación conceptual de la fortaleza del modelo democrático liberal de la educación cívica. En el acápite 3 de este escrito pretendo presentar puntualmente dicha explicitación.

La educación ciudadana es un crucial elemento no só lo en la integración social, sino también en el dinamismo cultural. Gracias a la educación ciudadana, o cívica, el individuo toma conciencia de sus derechos,  pero también de sus obligaciones, y procura que la relación de su vida con el proceso social esté marcada por un equilibrio entre derechos y obligaciones.

La educación ciudadana no es, ni tiene que ser, educación política; entendida ésta última en el sentido de formación de cuadros y activistas de partido. El ciudadano educado asume dentro de su respectiva ó rbita de acción la obligación de cuidar lo público sin que ello implique compromisos políticos ni creencias políticas concretas sobre el bien común. A ese tipo de acción cívica no política pertenecen, por ejemplo, el cuidado del espacio y los bienes públicos y el pago de impuestos. Aunque para algunos pueda ser obvio, a mi me parece muy importante subrayar el carácter no necesariamente político de la educación ciudadana. Como ya lo he dicho en otra parte (Hoyos, 2008), no creo (políticamente) justificada la idea de que todas las esferas de la vida cultural y social sean políticas. Aquí quisiera ir aún más lejos y sostener que la separación de una sociedad civil y una estructura política es esencial a la democracia y al desarrollo cultural. Por fortuna, al menos en lo que a la democracia se refiere, no estoy aquí solo (Touraine, 2006).

En Colombia (como en muchos otros países de América Latina) los ciudadanos han perdido la confianza en las instituciones debido a la nefasta influencia desintegradora de la corrupción y al carácter poco incluyente que tiene el acceso a las oportunidades. Esto ha hecho que se tornen, por igual, muy urgentes los mecanismos de control de la corrupción, las políticas sociales para el estimulo y acompañamiento de las pequeñas y medianas empresas, la búsqueda de mecanismos que frenen la inconcebible inequidad en el campo, y la educación ciudadana. Es ciertamente muy difícil, si no imposible, que un trabajo de concientización ciudadana sobre obligaciones para con la sociedad y derechos fundamentales individuales traiga consigo algún fruto sin que al mismo tiempo se le muestre al ciudadano eficiencia en el control de la corrupción y aumento en el acceso a las oportunidades para el desarrollo humano. Sin embargo, también es de notar que la inequidad y la corrupción están íntimamente ligadas a la falta de educación ciudadana. Un ejemplo llamativo: las políticas sobre el espacio público en Bogotá durante las alcaldías de Antanas Mockus y Enrique Peñalosa tenían el claro propó sito de mejorar la calidad de vida de todos los ciudadanos y no la de unos pocos. Entiéndase: se trataba de ampliar las oportunidades con el propó sito de que hubiera mayor acceso al espacio público, no de medidas que obligaran al disfrute de éste. Por supuesto que una ampliación tal no se puede hacer sin una reducción del interés privado, pero las políticas sobre espacio público no supusieron ninguna extremada restricción a la libertad individual. Y, con todo, esa idea de socializar y cuidar el espacio público, de hacerlo digno, ha requerido de una campaña paralela de educación cívica más larga e intensa, incluso, que la imaginada por sus ejecutores. Resulta que la política de cuidado y apropiación del espacio público ha sufrido en Bogotá la más incisiva resistencia: de parte de los promotores del vehículo particular, de los gremios de vendedores ambulantes  y de los socios de clubes privados (que nunca han necesitado del espacio público), para só lo mencionar tres de los más declarados enemigos de aquellas políticas. En todos los tres casos se trataba de manifestaciones de una mentalidad egoísta, miope y poco cívica a la que le costaba concebir la ecuación de que lo que es bueno para todos puede serlo también para cada uno.

  Si echamos una mirada a la aparente oposición entre los ideales del llamado “republicanismo” político y los de la concepción “liberal” de la democracia y el orden social, podríamos quizás concluir que la educación en general y la educación ciudadana en particular, tal como he sugerido que deben expresamente ser concebidas, dan una clave para que se tome lo mejor de cada uno de aquellos.

Algo muy característico del ideal político republicano es el concepto de un ciudadano comprometido con la participación activa. Y algo muy propio del liberalismo político es la prevalencia normativa de la libertad individual (negativa) respecto del Estado, de la sociedad y de toda tendencia integradora basada en una idea del bien. Ambas visiones conllevan riesgos si no pueden limitarse mutuamente. Un republicanismo exagerado podría conducirnos a la desmedida invasión de la política en todas las esferas de la vida social y cultural. El republicanismo exagerado podría llevar a la exigencia de que los ciudadanos se conviertan en guardianes políticos de la sociedad. El guardián de la revolución es un resultado aberrado de ese ideal republicano. El liberalismo extremo, por su parte, corre el riesgo de desembocar en una sobrevaloración del individualismo que, a su vez, haría prevalecer el indiferentismo político.

Pienso que la idea de una educación ciudadana, y la de la educación en general, podría contribuir a conjurar esos dos peligros y a disolver esa oposición. El ciudadano educado ha de vivir lo más activa y conscientemente su vida social y esto es lo que lo prepara para la participación política. Tal cosa no supone que viva y tenga que vivir en permanente actividad política. El ciudadano educado tendría que ser sensible a los problemas de su vereda, su barrio, su ciudad, su departamento o provincia y su país, y elegir a sus representantes en conformidad con esa sensibilidad y tras un proceso bien pensado y bien informado. Éste es, por lo demás, el mejor antídoto en contra de la política espectáculo y en contra de la manipulación del voto, males endémicos de nuestras sociedades. Es obvio que un supuesto importante de esta postura es el de la independencia de la sociedad civil respecto del sistema político. No todo en la vida de los hombres es, o tiene que ser político. La esfera de lo social es de mayor extensión que la esfera de lo político. Ésta es para mí una de las claves de la democracia. Bueno, y sí, de la democracia liberal. El sistema político está en ella al servicio de la sociedad civil, pero no al revés.

Es por esto que, aunque el ciudadano educado no tenga porqué ser político, el político (el representante o aspirante a representante de los ciudadanos) sí tiene que ser, en cambio, un ciudadano ejemplar y sus actos de incidencia y significación pública deben ser demostraciones de pedagogía ciudadana. Es ése el sentido en que debe tomarse la advertencia hecha al principio de este escrito: la actividad política debe ser en algún sentido una forma de educar.

3.      Educación y democracia

La tesis es muy simple: puesto que la educación, como la concibo, es el recurso institucional que hace posible la articulación del individuo y la sociedad, y la educación ciudadana es la parte de dicho proceso de integración social por medio de la cual los miembros de una sociedad se cualifican como ponderadores de derechos y obligaciones y dinamizan la sociedad civil, de tal modo que ella no sea el crudo maremágnum de emociones y manipulaciones, entonces el sistema democrático liberal es el más adecuado al ideal de educación aquí presentado, pues la democracia liberal contiene en sí una propuesta normativa para que en la sociedad se dé una proporción directa entre el grado de individuación y el de desarrollo social. A mayor individuación, mayor desarrollo social y viceversa. Con esto no estoy pretendiendo descubrir el agua tibia. Esta es una idea claramente expuesta por la psicología social de Mead, y por la filosofía social y de la educación de John Dewey. Por lo demás, si se lo mira con cuidado, compendia ella uno de los más decisivos ideales de la Ilustración europea. El ideal de autonomía individual, ciertamente, debe ser considerado, por un lado, en relación con la capacidad de seguir activa y conscientemente la norma, de criticarla también, pero, por el otro, con el sistema de valores que confía en los mecanismos institucionales para que esa capacidad se despliegue. La idea de la democracia liberal es la idea de ese sistema de valores.

Se me hace que para que esta argumentación goce de alguna plausibilidad es forzoso sacar a flote la idea de democracia que está en ella presupuesta. Son características definitorias de la concepción de democracia aquí presupuesta el pluralismo (y, por tanto, el respeto a las minorías), la visión dinámica de la sociedad, la no concentración del poder, que implica la alternación, la división de los poderes y la garantía del juego equilibrado de los llamados pesos y contrapesos; pero, sobre todo, la abolición del carácter absoluto del poder y la soberanía. No es democrático creer que se le quita el poder absoluto a un soberano particular para dárselo al pueblo. Es ante todo democrática la abolición del carácter absoluto del poder y de cualquier soberanía, aún de la popular, legitimada en el sufragio. Finalmente, considero indispensables al modo de vida democrático la no sujeción de la sociedad civil respecto del sistema político y del Estado.

4.      Álvaro Uribe, la educación ciudadana y la democracia.

El ex-presidente Álvaro Uribe es, entre otras cosas, conocido por ser un batidor de records políticos sin precedentes en la historia de las últimas décadas en Colombia. Entre esos records se pueden contar el número de consejos comunitarios realizados (lo que implica un igual número de viajes por las más apartadas regiones de la geografía colombiana), el indiscutible esfuerzo para que el Estado recupere el monopolio de la violencia (y los consiguientes resultados) en un país en el que hasta hace pocos años só lo se podía viajar en avión (y eso también con miedo), y los golpes militares a las guerrillas de las Farc. También, si se quiere, se pueden sumar a esa lista de records las cifras sobre confianza inversionista y recuperación macro-econó mica. Por supuesto, y eso no puede ser pasado por alto, el gobierno de Uribe también batió varias marcas importantes en corrupción y tráfico de influencias.

Sin embargo, de todas estas marcas triunfales hay una muy notable, en la que no se insiste demasiado y que a mi modo de ver es de las más preocupantes. Me refiero al atraso en la cultura política y ciudadana que trajo consigo el gobierno de Uribe. Los ejemplos son demasiados. No alcanzaría a mencionarlos todos en esta presentación. Está la campaña de colaboración de la ciudadanía con las autoridades a cambio de dinero, la política de delaciones por recompensas y por anulación de penas (que ha traído beneficios inmediatos en el combate a las guerrillas y al paramilitarismo), y el programa de fomento y estímulo a las carreras de los militares a cambio de resultados positivos contra el crimen (principalmente cuantitativos: números de bajas); política ésta que ha dado lugar a lo que en Colombia se conoce como “falsos positivos”. El gobierno de Uribe Vélez promovió –sin vergüenza y prácticamente sin mirar a los lados– el crimen. Hay, como dije, muchos más ejemplos; ejemplos que muestran que el mensaje pedagó gico del gobierno Uribe promovió el machismo, el revanchismo, la matonería (“si lo veo, le pego en la cara, ¡marica!” – le gritó Uribe a un colaborador que –al parecer– lo había calumniado, y ese mensaje fue difundido por la radio. Trascendió a los medios que en la cumbre de Rio de febrero de 2010, en Cancún, Uribe le dijo a Hugo Chávez entre manoteos: “Sea varón, quédese a responder a las preguntas”). Todos estos son comportamientos que calan muy bien en la cultura popular colombiana, pero que no contribuyen en absoluto a cualificarla ni a enriquecerla, pues son comportamientos esencialmente poco imaginativos que no se proponen  salir del circuito maldito de la violencia social. A todos ellos habría que agregar como muy característico el desdén por la normatividad constitucional. Si existe algún asunto importante que debe ser objeto preferencial de la pedagogía cívica a la que está obligado un gobierno, es éste el de la promoción y esclarecimiento de las normas constitucionales como factor crucial para la cohesión social. El gobierno de Uribe, en cambio, dio muestras de estar dispuesto a modificar (no siempre legalmente) y a amañar la norma constitucional con el objeto de responder a aparentes necesidades histó ricas del momento. Todos los costos de esta disposición a violar la normatividad constitucional están aún por verse, pero uno podría anticipar sin jugar al mago que serán muy altos, pues pocas cosas generan más incertidumbre e inestabilidad en el proceso social que el acomodamiento de las normas a los intereses del momento y a las coyunturas.

Pero de todos los ejemplos de mala pedagogía ciudadana y de des-incentivación del progreso democrático, cultural y político, el peor –desde el punto de vista de sus consecuencias estrictamente políticas, y no tanto morales como en algunos de los casos mencionados–, el peor de esos ejemplos, digo, es el que se dio durante un buen tiempo con la proclamación de la consigna: “El estado de opinión es la fase superior del estado de derecho”.

Según Uribe, el “estado de opinión no es democracia plebiscitaria, pero sí es el equilibrio entre la participación y la representación” (Citado por Posada Carbó , 2009) Para Ernesto Yamhure, conocido columnista partidario del gobierno de Uribe, el estado de opinión es “un equilibrio entre los modelos representativo y plebiscitario que pretende privilegiar el derecho ciudadano de plasmar su opinión a través del voto universal sobre asuntos relevantes que requieran contar con el respaldo de las mayorías” (Yamhure). Obdulio Gaviria, ex-asesor de la Presidencia y quien funge públicamente como uno de los ideó logos del uribismo, defiende que una de las claves de lo que él llama el “estado comunitario” está en los consejos comunales; es decir, en las reuniones semanales que Uribe sostuvo con las comunidades y en las que se enteraba de algunos de sus problemas, repartía públicamente tareas entre ministros y sub-alternos (y los regañaba), y hacía uso de subsidios.

No hay duda de que Uribe encarnó como ningún político colombiano del momento aquello que, según Herbert Braun, diferenció a Gaitán de los políticos de su tiempo.  De acuerdo con Braun, Gaitán –en contraste con sus contemporáneos de la élite política– no hablaba al pueblo, sino que hablaba con el pueblo. Eso es lo que hacía bien Uribe. Conoce como pocos la mentalidad del colombiano, su catolicismo, su aprecio por la hombría y el trabajo físico. Supo conectarse permanentemente con la gente mediante estos consejos comunales y construyó a través de ellos un consenso mayoritario a su favor. La presencia del santo –dicen– hace milagros. Pero los consejos comunales fueron más muestra de paternalismo gubernamental, de política espectáculo y de populismo que de democracia participativa. No niego que en ellos haya habido participación ni que sea buen método de gobierno el de buscar el contacto con la comunidad. Después de todo, es función importantísima del sistema político, y del político, en las democracias, la de servir de intermediario entre el Estado y la sociedad. Pero es más o menos evidente que el principal efecto (y quizás propó sito) de los consejos comunales no fue la participación ciudadana sino la construcción de un símbolo mitoló gico: la investidura presidencial, en un país acostumbrado a la displicencia de sus gobernantes y a la arrogancia de una clase política plutocrática y elitista, se dirige con su lenguaje al hombre de la calle y la vereda, y se hace accesible a ellos. Tal cosa, por supuesto, causó desconcierto y admiración. Quizás para entender el fenó meno Uribe necesitemos por ello más psicoanalistas que politó logos. Colombia tuvo, por fin, padre. Un padre que no es borracho, que no le pega a su mujer (aunque de eso yo no estaría tan seguro) y que trabaja día y noche para sus hijos. Sobre ese emblema estuvo construido el estado de opinión. La enorme influencia de Uribe y de su estilo de gobierno no ha servido, principalmente, para convencer de las bondades de una política, sino para perpetuar la imagen de un pater imprescindibile. Y éste no es el mejor de los mensajes pedagó gicos porque cuando Uribe asumió el poder por vez primera, en 2002, era el momento perfecto para una gran concertación en Colombia, para una concertación social y política contra el crimen (y no só lo el de las Farc), para motivar a la ciudadanía y al sistema político hacia la creación de una sociedad dinámica e institucionalizada.  A Colombia nunca le ha faltado dinamismo, pero sí dispositivos institucionales para encausarlo. Y esa es la oportunidad que no supo aprovechar Uribe por estar convencido de que un régimen presidencialista y un gobierno altamente personalista como el suyo podrían perpetuarse por unas mayorías en torno a un símbolo; en lugar de haberse servido de su influencia y de su capacidad para conectar con la gente con el propó sito de enseñar que la fortaleza real y duradera de un estado descansa en el respeto al derecho y a la norma constitucional sancionada en derecho. Y eso es políticamente muy pernicioso, no propiamente democrático y muy des-institucionalizador.  Pero como si el desperdicio de semejante oportunidad no fuera ya suficiente y algo de suyo gravísimo, la pedagogía ciudadana y política del gobierno de Uribe envió los mensajes que no son, en un país donde se sigue constatando de modo muy preocupante que el crimen sí paga.

Es muy lamentable que para una persona aparentemente bastante inteligente, como Uribe, se haya convertido en “encrucijada del alma” la necesidad de conciliar el carácter provisorio de un gobierno y una persona en el poder, con la perdurabilidad de un proyecto político y con la estabilidad institucional. La Corte Constitucional Colombiana declaró inexequible el proyecto de referendo que permitiría cambiar la Constitución de 1991 para facilitar la re-elección de Álvaro Uribe por segunda vez en las votaciones de 2010. Y el Presidente acató inmediatamente, aunque a regañadientes, la decisión. Es lo único bueno que en materia de educación cívica y política ha hecho Álvaro Uribe. En su discurso de acatamiento del fallo de la Corte dijo que “el estado de opinión debe someterse al estado de derecho”. El daño pudo ser mayor, fatal, de haber sido otro el desenlace de este episodio de nuestra historia política. Pero también hay que decir que, después de varios años de indecisión, de parálisis política por cuenta de este devaneo con el caudillismo, el daño a la cultura democrática ya estuvo de todas maneras hecho. Hay que recoger los platos rotos y botarlos, y lavar bien los que quedaron enteros para seguir usándolos. Da la impresión que el nuevo gobierno, presidido por Juan Manuel Santos para el período constitucional 2010-2014, pese a haberse incubado en el seno mismo del uribismo en el poder (Santos fue Ministro de Defensa de Uribe durante su segundo gobierno), tiene la expresa intención de ser más respetuoso del orden institucional. Todavía es pronto para decir algo medianamente seguro sobre el tema. Y aunque no lo fuera, tampoco es éste el lugar adecuado para referirme a él. He dicho que en esta última sección de este escrito só lo me interesaba presentar un ejemplo para darle cuerpo intuitivo y visible al análisis conceptual que he propuesto.

El desarrollo de la democracia está íntimamente ligado al desarrollo de la educación en general y al de la educación ciudadana en particular. El acceso de los individuos a la educación básica y superior, a una formación técnica adecuada, no só lo es el factor que mejor garantiza la articulación entre el individuo y la sociedad, sino el que hace que el proceso social se nutra de ingredientes activos y creativos. Pues, finalmente, los poderes creativos del ser humano residen en él como individuo. Pero los individuos, con sus poderes creativos y sus capacidades, han de contar con los marcos institucionales que, justamente, permiten desplegar la creatividad. Los poderes y las habilidades humanas, sin marcos institucionales para su despliegue, se pueden comparar al torrente de un río sin cauce. Por eso la inversión social en educación es una inversión que la sociedad hace en sí misma y todo lo que deja de hacer una sociedad para educar a sus miembros es una contribución a su desintegración. La educación ciudadana es, a su vez, un elemento definitivo de y para la democracia, pues la institucionalidad democrática, con sus mecanismos de elección, de participación, de representación y deliberación, con sus sistemas de control mutuo de poderes y de vigilancia y control, de respeto a las minorías, es en lo fundamental el resultado de un complejo proceso de acción colectiva. Y ninguna acción colectiva lleva a un lugar fijo y deseable, promotor del bienestar social, si no es resultado de una articulación entre las acciones individuales, o de grupo, cualificadas (lo que algunos llaman “el interés propio ilustrado”). La educación ciudadana es el método más expedito para cualificar la acción individual, o de grupo, y reconducirla con todo su poder creativo hacia el proceso social.

Referencias

*     Texto presentado en el VI Simposio Internacional de Economía y Filosofía: “Filosofía y crisis mundial”, que tuvo lugar en Medellín del 16 al 19 de febrero de 2010. Agradezco a los participantes del simposio por sus observaciones y críticas, así como también a un dictaminador anónimo de Estudios de Filosofía por sus comentarios.

[1]  El poema completo sigue así: “El anciano pastor, a los postreros / martirios de la luz, estremecido, / en sus pascuales ojos ha cogido / una casta manada de luceros. // Labrado en orfandad baja el instante / con rumores de entierro, al campo orante; / y se otoñan de sombra las esquilas. // Supervive el azul urdido en hierro, / y en él, amortajadas las pupilas, / traza su aullido pastoral un perro” (Vallejo, 1998: 87)

[2] La expresión es de Habermas, y no tiene nada de gratuito que la use en el contexto de su interpretación de Mead.

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