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Estudios de Filosofía

Print version ISSN 0121-3628

Estud.filos  no.48 Medellín july/Dec. 2013

 

ARTÍCULOS DE INVESTIGACIÓN

 

La América indígena según Clarence Finlayson*

 

Indigenous America according to Clarence Finlayson

 

 

Por: Hugo Renato Ochoa Disselkoen

Instituto de Filosofía Pontificia Universidad Católica de Valparaíso Valparaíso, Chile E-mail: rochoa@ucv.cl

 

Fecha de recepción: 30 de abril de 2013 Fecha de aprobación: 20 de mayo de 2013

 


Resumen.

A partir de cuatro artículos publicados en la Revista de la Universidad de Antioquia entre los años 1945-1946 por Clarence Finlayson,1 se indagará el carácter y sentido de la conquista de América en su intención modernizadora. La disputa entre Las Casas y Sepúlveda en Valladolid permite establecer que las diferencias de método que uno y otro defienden no constituyen una deriva hacia formas de reconocimiento de la alteridad, sino que ambas se inscriben en el mismo espíritu colonizador, eje de una modernidad totalizadora. Finlayson, casi quinientos años más tarde, contempla nuevamente a los indígenas americanos bajo patrones semejantes.

Palabras clave: Colonia, conquista, América, Finlayson, Ginés de Sepúlveda, Bartolomé de Las Casas.


Abstract.

Based on four articles written by Clarence Finlayson, and published in Revista Universidad de Antioquia between 1945-1946, the nature and sense of the Conquest of America in its modernizing intention will be explored. The dispute between Las Casas and Sepúlveda in Valladolid allows us clarify that the methodological differences that both defend are not a detour towards ways of recognizing otherness, but that they are within the very colonizer spirit, axis of a totalitarian Modernity. Almost five hundred years later, Finlayson once again contemplates, under similar patterns, the indigenous peoples of the Americas.

Key words: Colony, Conquer, América, Finlayson, Ginés de Sepúlveda, Bartolomé de Las Casas.


 

Clarence Finlayson publica en la Revista de la Universidad de Antioquia, en el año 1945 y comienzos de 1946, cuatro artículos comprendidos bajo el nombre común de Curso de culturas americanas; tales son: No. 71-72, Aparición telúrica de América (junio-julio de 1945); No. 73, El habitante de América (agosto-septiembre de 1945); No. 74, Las culturas indígenas de América (octubre-diciembre de 1945); y No. 75-76, Los mayas (enero-marzo de 1946). El proyecto era más vasto y comprendía originalmente una investigación sobre otras culturas además de los mayas, pero fue interrumpido por viajes y otras preocupaciones.

El primer texto comienza estableciendo el lugar de los mitos, los cuales encerrarían los misterios primitivos del hombre, de modo que, conjugando religión y poesía, se refieren a los destinos primeros o últimos del ser humano, ''se siente bajo su tejido estructural latir el misterio de las cosas prístinas, originales, intocadas, estremecidas aún por el hálito virginal de las primeras fuentes'' (Finlayson, 1945a: 405). En este sentido, y recurriendo al friso del Palacio de los tigres de Chichen Itzá que representa al Dios Hunab-Ku, así como, más adelante, al mito fundacional del imperio Inca, sostiene Finlayson que América emerge en el horizonte de los remotos tiempos a través del agua, como ''reina de la maternidad telúrica'' (Finlayson, 1945a: 406). De allí que, al analizar el vínculo entre América y Europa, se refiere a la Atlántida, mito recogido por Bartolomé de Las Casas, al igual que por López de Gomara; no obstante, parece que el fraile identifica América más bien con una tierra firme que estaría allende la Atlántida. Un tal Conde Carli, en 1778, afirma que los antiguos pueblos de América descenderían de los atlántides; lo mismo sostiene Sarmiento de Gamboa (Finlayson, 1945a: 426).

Sin embargo, para Finlayson, originariamente el ser humano como tal habría aparecido en Asia, y desde allí habría iniciado un largo viaje, un grupo hacia el oeste y otro hacia el este, y a través del estrecho de Bering, como puente intercontinental, se habría asentado en América, migrando desde el norte hacia el sur. De modo que el ''descubrimiento'' de América cierra un ciclo, por cuanto aquí se encuentran las dos direcciones migratorias, en virtud de lo cual la tierra se convierte en un orbe humano.

En el artículo que lleva por título El habitante de América (1945b), se propone establecer las características de éste en virtud de sus manifestaciones artísticas y sus elaboraciones técnicas. A este respecto hace notar que ''los procedimientos técnicos de fabricación evolucionan de un modo muy irregular, diríamos espiral-cíclico, mueren unos y otros superviven en épocas muy posteriores y cuando ya existen en predominio otros usos superiores'' (Finlayson, 1945b: 15); de modo que una lectura lineal y progresiva de la historia, en la que se mide a los pueblos americanos con un patrón europeo, no puede dar cuenta de la situación de los pueblos americanos en el momento de la conquista. En este artículo, si bien Finlayson se hace eco de la tesis de Lewis Morgan (1877), quien afirma que la humanidad evoluciona desde el sometimiento absoluto a la naturaleza hasta llegar a imponerse sobre ella y aplicar sus reglas, lo cual respondería a una tendencia profunda del ser humano, cual es el afán de dominio, no obstante, esas reglas y modos de sometimiento pueden ser, y de hecho lo son, diferentes en las diversas culturas. Así, la ecuación dialéctica hombre-naturaleza entraña una lucha en la que se define la historia humana hasta el momento en que, inventada la escritura, el campo del dominio humano se amplía hacia el hombre mismo en la medida en que esto significa una forma de sometimiento del tiempo. Aunque, por ejemplo, el imperio inca careció propiamente de escritura, sin embargo, su cultura alcanzó hitos perfectamente comparables a las civilizaciones que dieron origen a la cultura europea:

El viajero de las altiplanicies andinas siente un estremecimiento de ancianidad recóndita al contemplar las ruinas de Tiahuanaco. Cuatro mil metros lo elevan sobre el mar. Perdido allá en el más remoto punto cordillerano, donde apenas llega el vago rumor de las demás regiones del continente, se siente solitario, sorprendido, mirando y experimentando las vivencias de un mundo extraño (Finlayson, 1945b: 23-24).

Asimismo, los caminos que atraviesan parajes casi intransitables del imperio inca, y su misma vastedad, ponen en evidencia una organización y un temple que responde coherentemente a ese afán de dominio.

En este sentido, se debe tener presente que la llegada de los españoles a América no pretendía originalmente una conquista (cf. Ramos, 1984: 17 ss.), lo cual, sin embargo, cambia tan pronto se enfrentan a imperios: primero al imperio azteca y luego al imperio inca. No se trata, ahora, de indígenas organizados en clanes o fratrías que meramente se agrupan en torno a algún cacique, pero que dispersos se ocupan meramente de sobrevivir. Los imperios de América tienen una estructura administrativa burocrática y jurídica, castas, formas feudales de distribución del poder, una organización del trabajo, del comercio, impuestos, etc.2 Se trata de imperios con pueblos sometidos a la esclavitud, fronteras resguardadas por ejércitos profesionales, y un sistema de comunicaciones eficiente y expedito. Por ello los españoles encontraron fácilmente aliados entre los vasallos de estos imperios.

Se debe tener presente, además, que para los invasores del ''Nuevo Mundo'', éste aparece como una tierra donde se puede ''comenzar desde un principio de nuevo'',3 pero eso significa que ha ocurrido un cambio en la concepción que el hombre tiene de sí mismo: ya no se concibe como algo inalterado e inalterable, sino como posibilidad de ser (O'Gorman, 1958: 25 ss; cf. De Vitoria, 1923: 75 ss.).

El continente americano emergió de las aguas ante los ojos maravillados de los españoles en un conjunto de formas fantásticas, llenas de misterio, estructuradas distintamente, con una mentalidad y un sentido de la existencia totalmente extraños al mundo europeo (cf. Finlayson, 1945c: 193). En principio, tampoco hicieron ningún esfuerzo por comprender tal diferencia, y quienes posteriormente intentaron hacerlo llegaron, por decirlo así, tarde. Como señala Molina:

Los primeros Europeos que llegaron a aquellos países, pusieron sus miras en otros objetos menos interesantes, cuidando poco o nada de aquellas cosas que suelen llamar la atención de un genio observador al presentarse a una nación desconocida. De ahí que sus relaciones no nos suministran, por la mayor parte, sino ideas vagas y confusas, de las cuales no podemos sacar otra cosa que conjeturas (Molina, 1795: 27).

Se debe tener presente, además, que España venía saliendo de ocho siglos de guerra contra los árabes; asimismo, la contrarreforma los disponía a un cierto fanatismo religioso. ''Este falso absoluto por todos los monumentos religiosos, ritos, costumbres ideas que los indios mantenían vivos'' (Finlayson, 1945c: 194) significó la destrucción de todo ello. Este mismo desprecio hizo que la absorción a la nueva cultura impuesta fuera incompleta, imperfecta y artificial, por cuanto una enculturación de estas características logra sus ''objetivos'', en general de modo muy imperfecto (cf. Wilbert, 1976). Lo cual no habría cambiado fundamentalmente después de la independencia; el mestizo, pero sobre todo, el criollo, se apoderó de las fuentes del poder simbólico —detentadas por los españoles— y se constituyó en una estirpe sobre la base de modos, estilos, lenguaje, vestidura, y color de la piel.

A este respecto, cabe referirse a la disputa de Valladolid, donde debaten Bartolomé de Las Casas con Ginés de Sepúlveda. Según Dussel, Bartolomé de Las Casas sería ''el primer crítico del mito de la modernidad'' (Dussel, 1992, Apéndice 2), en la medida en que éste habría combatido la violencia como método de inducción del indígena en la cultura europea. Pero se debe tener presente que, no obstante, su propósito era el mismo que el de Ginés de Sepúlveda; sólo se trataba de una discusión respecto del método y, además, cabe preguntarse si esta misma discusión no estaba también sostenida por criterios de eficacia. Bartolomé de Las Casas está convencido de la superioridad de la cultura europea y de los beneficios que la inserción en ésta significará para los pueblos del Nuevo Mundo. Sin embargo, para Dussel, Bartolomé de Las Casas habría pretendido la conservación y distinción de la alteridad, por cuanto suponía que, por medio de la persuasión racional, el indígena podría constatar o convencerse de la superioridad de lo que el conquistador, persuasivamente, le ofrecía.

La criatura racional tiene una aptitud natural para que se lleve (...), para que voluntariamente escuche, voluntariamente obedezca y voluntariamente preste su adhesión (...) De manera que de su propio motivo, con voluntad de libre albedrío y con disposición y facultad naturales, escuche todo lo que se le proponga (...) (De Las Casas; citado en Dussel, 1992: 79).

No obstante, como el mismo Dussel señala, Las Casas cree que tal apelación a la razón puede no resultar suficiente, de modo que no excluye el posible uso de la fuerza, ya que ''como ningún infiel, ni, sobre todo, los reyes infieles, querrían someterse voluntariamente al dominio de un pueblo cristiano (...) indudablemente que sería menester llegar a la guerra'' (De Las Casas; citado por Dussel, 1992: 79). Con lo cual se ve claramente que se trata de dominio, de modo que la oferta de persuasión la hace De Las Casas desde una posición de superioridad que se autoasume como tal. Si la ''inmadurez'' del indígena puede ser superada en virtud de un cultivo paciente y sostenido, para ello se requiere, en realidad, de su complicidad, es decir, el respeto y admiración de lo ajeno exige la previa vergüenza de lo propio, y esto entraña una violencia más sutil que la fuerza, de modo que tal conversión supone una inferioridad autoasumida, lo cual no sólo es característico de todos los procesos de colonización, sino condición para ello. A este respecto, Dussel (1973) propone una comprensión ''analéctica'' de la historia, comprensión que carece de un punto focal de interpretación y que denuncia la ilusión abstracta de una totalidad unívoca.

No obstante, Bartolomé de Las Casas está muy lejos de asumir una diferencia propiamente destotalizadora, lo cual se puede ver en su distinción, muy particular, de lo que constituye la ''barbarie''. Establece cuatro tipos de ''bárbaros'', que luego reúne en dos subgrupos: el primero, referido a la ''inferioridad humana'', incluye: a) los que habían perdido la razón por accidente; y b) los que carecían de razón por naturaleza. Y en un segundo subgrupo, el dominico incluye: a) los que no tenían letras ni usaban el mismo idioma que el nuestro; y b) los que no abrazaban la fe cristiana. Éstos últimos, los del segundo subgrupo, si bien eran ''bárbaros'', no lo eran por ''inferioridad'', sino más bien por una ''diferencia cultural''. Estas definiciones se contraponen a Ginés de Sepúlveda, quien, apelando a Aristóteles como autoridad, no alcanza a distinguir esos matices, e incluye a los americanos en un mismo y único grupo, carente, incluso, de cualidades racionales, o más bien, de aquella capacidad deliberativa. Recordemos además que, según Aristóteles, el ''esclavo'', al carecer de aquella capacidad, se convertía ''naturalmente'' en un subyugado del hombre libre, en una relación de subalteridad muy parecida a la que tiene la mujer frente al hombre, o el niño frente a un adulto.

Bartolomé de Las Casas, a diferencia de Ginés de Sepúlveda, creía que los nativos de América no eran ''inferiores'' por naturaleza; de hecho, llega a resaltar en algunos pasajes de su obra la maravillosa cultura a la que éstos habían llegado sin la intervención de los conquistadores, lo que daría cuenta o sería testimonio de lo capaces que eran de aprender y llegar a ser una pueblo civilizado (cf. De Las Casas, 1999: 75, ss). De este modo, los nativos eran para el dominico seres humanos en estado de ''barbarie'', pero una barbarie en términos de ''diferencia cultural''; lo que de algún modo legitimaba la ''evangelización'' o la ''civilización'' por parte de los europeos, ya que los ''pobres indios'', por muy bellas que hayan sido sus culturas, estaban en un evidente ''retraso'' frente a la cultura europea. Sin embargo, por otra parte, se llegó a poner en cuestión la misma apropiación de las tierras indígenas, fundado esto en la doctrina de Tomás de Aquino:

la infidelidad por sí misma no repugna el dominio [de la tierra], pues el dominio proviene del derecho de gentes, que es derecho humano, y la disposición entre fieles e infieles mira al derecho divino, que no destruye el derecho humano (Suma Teológica, 2-2, q. 12, a. 2; 1959: 421).

Así, pues, la misma concepción de ''retraso'' circunscribe todas las culturas conforme a un modelo unidireccional, que pone en evidencia una forma de jerarquizar las culturas de acuerdo a un eje único que las articula y marca su sentido. Desde esta perspectiva, toda ''diferencia'' queda inscrita en una jerarquía que, obviamente tiene una cúspide, de cuya identidad De Las Casas no duda. De este modo, como se puede ver, su oposición a la modernidad la realiza desde la concepción medieval, análoga al intento, por ejemplo, de Francisco de Asís y su pretensión de convertir a los musulmanes. Por otra parte, ciertamente, de hecho, pese a los posibles resultados teóricos de la controversia, la tesis de Sepúlveda será la que oriente la gesta colonizadora:

La ''Conquista'' es un proceso militar, práctico, violento que incluye dialécticamente al Otro como ''lo Mismo''. El Otro, en su distinción, es negado como Otro y es obligado, subsumido, alienado a incorporarse a la Totalidad dominadora como cosa, como instrumento, como oprimido, como ''encomendado'', como ''asalariado'' (en las futuras haciendas), o como africano esclavo (en los ingenios de azúcar u otros productos tropicales) (Dussel, 1992).

La evangelización, que era el primer paso hacia la civilización, según De Las Casas, no encontró curiosamente una resistencia tenaz de parte del pueblo indígena, lo cual puede deberse, como sostiene Finlayson, a que ''el primitivo habitante de América sentía la naturaleza en función religiosa, la respiraba en cada aire de su existencia'' (Finlayson, 1945c: 201). De este modo, transformando algunas deidades indígenas en santos y modulando las viejas creencias hacia las nuevas, pero, sobre todo, apoyándose en la gran religiosidad del indígena, la fe católica logró imponerse. Parece en este sentido que se puede seguir un derrotero de alguna manera análogo al europeo, por cuanto ''las cosmogonías y teogonías de los antiguos habitantes de América no han sido estudiadas como corresponde. Ellas no tienen nada que envidiar a sus similares en las culturas clásicas de Grecia y Roma y a las orientales'' (Finlayson, 1945c: 210). De modo que se podría comparar, en algún sentido, la cristianización de Europa con la de América. En ambos casos ocurre una conversión de valores, del sentido de la vida, del trato con la naturaleza. Asimismo, en ambos casos esto ocurre en un imperio rodeado por pueblos ''bárbaros'' y una religión que traspasa las fronteras con un propósito de universalidad. Ciertamente hay también grandes diferencias, ya que el imperio romano se convierte, por decirlo así, desde dentro, y el azteca y el inca lo hacen producto de una conquista. No obstante, es claro que la misma estructura monolítica y monárquica de ambos grandes imperios americanos, así como también el inmenso respeto y adoración por el monarca, favoreció que, caído éste, los súbditos se volcaran a acatar al nuevo Dios y a su representante en la tierra. Finlayson cita una oración inca:

Oh, piadoso creador, tú que ordenas y dispones que exista un señor: el Inca, has que éste, sus servidores y vasallos permanezcan en paz, que alcancen la victoria sobre sus enemigos y sean siempre vencedores. No abrevies los días del Inca, de sus hijos, y dales la paz, oh, creador (1945c: 211).

La divinidad monárquica del sol y del Inca, su hijo, constituyen una excelente puerta de entrada para la nueva religión y el nuevo señor. Incluso se puede afirmar que la organización originaria de las labores agrícolas incaicas, los ayllu, en los que se trabajaba de manera colectiva, fueron un antecedente que permitió establecer las encomiendas. No obstante, como señala Finlayson:

Es de lamentar que los españoles no hayan tenido en cuenta la energía, la uniformidad, la substancia del modo de trabajo y de vida indígena y hayan arrasado con todo, hayan trastocado de golpe todo un viejo sistema eficaz de economía para lanzar al indio a la explotación de las encomiendas y a un régimen individualista de tipo feudal-capitalista (valga la contraposición) (1945c: 212).

Finlayson no sólo lamenta que esto haya ocurrido, sino que incluso asegura que si el futuro quiere arreglar la cuestión agrícola y social de los indígenas del Perú y del resto de América, las nuevas reformas tendrán que volver sus ojos a aquel pasado remoto que puso en las venas de los habitantes de América sus inconmovibles cimientos telúricos y sus férreas condiciones de obediencia.

El último texto de este Curso de culturas americanas lleva por título Los mayas (1946). Allí sostiene que ''cuando Europa septentrional vivía en rústicas casuchas y se alimentaba de carne cruda, los mayas dedicaban sus ocios al arte y su arquitectura levantaba edificaciones ingentes y maravillosas'' (Finlayson, 1946: 373). Cuando Tácito escribía sobre las tribus de la Germania, cuando los sajones y los anglos desbravaban forestas, los mayas erigían templos de piedra comparables a los más señalados restos de la opulencia oriental. Los mayas fueron uno de los cinco pueblos que crearon una escritura jeroglífica o ideográfica, junto a Egipcios, pascuenses, chinos y sumerios. Los códices mayas conservados asombran por sus conocimientos de astronomía; las revoluciones de Marte y Venus, así como los eclipses, los solsticios y los equinoccios eran calculados con extraordinaria exactitud. El año tenía 365 días, estaba dividido en 18 meses de 20 días cada uno y cinco días dedicados a fiestas. No tenían año bisiesto, pero calculaban que 1508 de sus años equivalían a 1507 años trópicos, con un error de dos milésimas de días, ciertamente insignificante si se tiene en cuenta que los egipcios tenían un error de doce días en 1460 años. Su numeración era vigesimal y conocieron el símbolo cero, antes que en la India, donde apareció por los siglos VI y VII. Se sabe que la civilización maya tuvo dos épocas: una en la región del sur, más cerca de Guatemala y de Honduras, y otra en la región del norte, en donde levantaron las ciudades de Chichen-Itza y de Uxmal. Hablaban diferentes lenguas, agrupados en algo así como ciudades-Estado, pero formaban una confederación.

Según Finlayson (1946), no había un imperio político entre los mayas, tampoco eran guerreros; la paz que dominaba sus corazones los condujo por senderos de cultura. No obstante, cuando entran en contacto con las tribus centrales de los Nahuas dieron origen a la civilización tolteca. La religión maya exigía sacrificios humanos, pero estos eran muy pocos comparados con los que sacrificaron posteriormente los aztecas. El fatalismo, en gran parte influido por su intimidad reverencial con los astros, hacía a los mayas aceptar el suicidio como forma de liberación y aún de felicidad. El fatalismo sería, según Finlayson, algo característico de los pueblos americanos, desde México hasta el Cabo de Hornos, si bien ha sido más intenso en algunos pueblos que en otros. La indiferencia ante la muerte parece digna de quien se sabe inmortal. Los ciclos cósmicos, las generaciones que se suceden sin tregua, los nacimientos y los acaeceres, les hacen contemplar un fondo transcósmico de muerte universal. Así, por ejemplo, lo proclama un poema maya:

Toda la tierra es una tumba y nada se escapa de ella

Nada es tan perfecto que no se derrumbe o desaparezca

Los ríos, las fuentes y las aguas corren

Para nunca volver a sus alegres comienzos

Y el artículo termina con lo que Finlayson llama Epílogo actual:

El paisaje es un campo fértil. En trechos hay pueblitos y caseríos. En uno de ellos se ha reunido la gente comarcana que al parecer celebra una festividad religiosa. Van los indios —estamos en Guatemala— con sus rostros alargados y pétreos, con su resignación, su tristeza. Grupos cantan y bailan desesperadamente, como llevándole el ritmo al destino. Los antiguos Mayas han pervivido en sus rostros, en su sangre, en sus cantos, en sus palabras. Cientos y cientos, miles y miles, se arrodillan, permanecen quietos con sus miradas de súplica y orantes a la Divinidad. Han vertido el torrente místico de sus antiguas culturas religiosas en la nueva religión que han adoptado, aunque amoldándola a su idiosincrasia. Sigue el canto monótono; es un clamor, es un grito arrastrado que recorre la tierra, pegándose del polvo, levantando las esencias vegetales, llevándolo todo en su onda movible (Finlayson, 1946: 378).

Se transparenta en esta mirada de Finlayson una perspectiva que ve al indio como alguien que no ha logrado incorporarse al mundo moderno; su pasividad, incluso su religiosidad, revelaría que se resiste aún al proyecto ilustrado que, de alguna manera, está a la base de las gestas libertarias de América. La raigambre telúrica, como la llama Finlayson, sigue operando en estos pueblos que no lograrían levantar el rostro y contemplar el futuro tal cual fue ya escrito por los conquistadores y que sus descendientes siguen procurando.

Con lo cual podemos volver a las últimas palabras de Finlayson: ese carácter telúrico de sus hábitos, lo pétreo de sus rostros, la impasibilidad de su mirada, la monotonía de sus cantos, todo ello, revelaría un fracaso del proyecto modernizador que, no obstante, Finlayson se resiste a abandonar.

 


* Este trabajo forma parte del proyecto de investigación FONDECYT, 1110432 de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Chile.

1 Clarence Finlayson (1913-1954), filósofo chileno, nacido en Valparaíso, fue profesor de las Universidades Católica de Chile, de Antioquia, Pontificia Bolivariana, de Notre Dame, de Panamá y de Zulia.

2 ''...estas tienen sus reinos y sus reyes, sus policías, sus repúblicas bien regidas y ordenadas, sus casas, sus haciendas, sus hogares; viven debajo de leyes y fueros y ordenanzas; tienen su ejercicio de justicia, por lo qual no son nocivos á nadie, lo que de aquellas no han de afirmar, pues tienen todo el contrario'' (De Las Casas, 1875: 98). ''...no son idiotas, sino que tienen, a su modo, uso de razón. Es evidente que tienen cierto orden en sus cosas: que existen ciudades debidamente regidas, matrimonios bien definidos, magistrados, señores, leyes, empleos y profesiones e industrias, sistemas y modos de permutas y tráficos, y todo ello requiere y supone el uso de la razón'' (De Vitoria, 1923: 51).

3 ''El pasajero de Indias vio allí un medio libre de trabas; no existen clases sociales difíciles de escalar, y que por su larga y respetada tradición le impidan satisfacer su afán de ascenso social'' (Meza, 1989: 21; cf. De Las Casas, 1927: 470).


 

Bibliografía

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