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Estudios de Filosofía

Print version ISSN 0121-3628

Estud.filos  no.58 Medellín July/Dec. 2018

https://doi.org/10.17533/udea.ef.n58a09 

Artículos de reflexión

Sobre la historia del arte que nos merecemos*

On the art history that we deserve

Vicente Jarque Soriano **  

**Departamento de Filosofía, Antropología, Sociología y Estética Facultad de Bellas Artes (Cuenca) Universidad de Castilla-La Mancha Castilla-La Mancha, España E-mail: vicente.jarque@uclm.es ORCID: 0000-0001-5686-4981


Resumen.

El ensayo parte de la necesidad de seguir desarrollando visiones del arte contemporáneo alternativas a la historia oficial, como lo son las que se proponen desde el punto de vista del feminismo o desde las posiciones queer. Toma como ejemplo particularmente brillante y significativo los trabajos de Douglas Crimp sobre Warhol, en los que, enfrentándose al silencio habitual respecto a su homosexualidad, trata de presentar su obra, y especialmente buena parte de su cine, desde una perspectiva gay, mostrando que sin ella resulta bastante menos inteligible. Aunque Crimp sostiene que esas interpretaciones derivan de los llamados “estudios culturales”, en las conclusiones se intenta señalar que esos textos, aunque de alcance relativo, a causa de la concreta delimitación de su declarada militancia, pueden ser entendidos también (al igual que los de otros encuadrados en la queer theory) como legítimas y muy valiosas contribuciones de una nueva historiografía del arte contemporáneo.

Palabras clave: Historia del arte; Queer Theory; Estudios Culturales; Teoría del Cine; Andy Warhol

Abstract.

The essay is based on the need to keep developing alternatives to the official history of contemporary art. These alternatives would be the kind proposed from the point of view of feminism or queer theory. It takes the works of Douglas Crimp on Warhol as an example particularly brilliant and meaningful. In these works, facing the usual silence about his homosexuality, he is presents his work, and especially most of his films, from a gay perspective, showing that without it, it is rather less intelligible. Although Crimp argues that these interpretations are derived from the so-called “cultural studies”, the conclusions are trying to point out that these texts, yet short in scope for the specific delimitation of its declared militancy, can be also understood (as well as those of others within the queer theory) as a legitimate and valuable contributions of a new historiography of contemporary art.

Keywords: Art History; Queer Theory; Cultural Studies; Film Theory; Warhol

I

Seguramente no fue Linda Nochlin la primera en concebir una historiografía del arte, digamos, alternativa a la que venía siendo la historia oficial practicada por la Academia. Como bien sabemos, se habían dado antes tentativas muy radicales al respecto. Baste recordar a Aby Warburg o a Carl Einstein, a quienes hoy en día sigue remitiendo Didi-Huberman (2006) y su apuesta por una posible historia del arte desde la supervivencia y el carácter fantasmagórico de la imagen, frente a la iconografía de Panofksy, por ejemplo. También es cierto que no era lo mismo un Riegl y su concepción de la Kunstwollen que un Wölfflin y su historia de los estilos sin nombres, como bien advirtió Benjamin (1982). Pero el caso de Linda Nochlin es diferente (2001, 2007b). Lo que ella proponía, en parte como resultado de sus trabajos sobre Courbet (2007a), era lo que se ha entendido y desarrollado luego a partir de su famoso texto de 1971 ¿Por qué no ha habido grandes mujeres artistas?, como una visión feminista de la historia del arte. Aquí el problema no era tanto el de construir una posible historiografía antiacadémica, como la que reivindica Didi- Huberman (2006) (si es que eso fuera posible dentro de la Academia), como una historia escrita desde un punto de vista sustentado en la experiencia de un colectivo bien determinado: el de las mujeres conscientes de las lamentables consecuencias de milenios de cultura patriarcal, y que muy poco deben a Warburg (2010).

Bastantes años después, en 1999, pero basándose en experiencias comenzadas a principios de los años setenta, y tras haber abandonado su puesto prominente como editor de la legendaria revista October,1 Douglas Crimp se adentraba en una muy seria reflexión que formaba parte de un “proyecto” sobre la manera de pensar la relación entre arte y cultura, el activismo, los estudios visuales y culturales bajo el signo de Warhol, claramente vinculable a la de Nochlin. Me refiero al ensayo significativamente titulado “El Warhol que merecemos” (Getting the Warhol We Deserve), en donde planteaba la cuestión de legitimidad de los “estudios culturales” para el estudio de la cultura queer. Subrayo el hecho de que Crimp remita a los “estudios culturales” porque, como es notorio, existía una tendencia -tal vez hoy en declive- que pensaba en ellos o mejor, en su derivación en forma de “estudios visuales”2 como el espacio de juego en donde desarrollar una alternativa a la historiografía académica del arte para, por supuesto, asentarla a su vez en la Academia, como ya ha sucedido.3

Pero es que, por otro lado, había y sigue habiendo historiadores competentes que consideraban perfectamente asumible una perspectiva gay dentro de su disciplina,4 de igual modo que Nochlin siempre se mantuvo dentro de los límites de la historiografía, por alternativa que fuese. Tal es el caso, por ejemplo, de Serge Guilbaut, quien en una conversación con Yves Michaud, también en 1999, y a instancias del filósofo, explicaba el asunto de manera nítida, sosteniendo que puede y debe haber una historiografía del arte construida desde puntos de vista diferentes de los habituales; por ejemplo, desde el feminismo, o bien “desde el punto de vista del deseo homosexual” (Gilbaut, 2009, p. 108). Guilbaut era ya consciente de que reconstruir un relato histórico convencionalmente asumido es, entre otras cosas, lo que se llama “revisionismo”, lo cual no siempre tiene el mismo sentido político. Por ejemplo, los neofascistas, herederos de los nazis “vencidos”, tienen también su versión “alternativa” de la historia, en donde los campos de exterminio no tuvieron lugar, o sólo como excrecencias colaterales, pero es obvio que no se refería a eso, sino a algo más sensato.

Es lo que se hace evidente en este “ejemplo”: en el marco de esa esperada nueva historiografía, “el trabajo de Robert Rauschenberg o de Jasper Johns se analizará preguntándose qué quería decir ser gay en los años cincuenta” (Guilbaut 2009, p. 108). Es decir, que frente a la “virilidad” del expresionismo abstracto, “y en el contexto de la Guerra Fría”, aún hubo quienes “pudieron expresar posiciones débiles, que debían disimularse o que, visto el contexto, no tenían el atractivo necesario para hacerse oír” (Guilbaut 2009, p. 108). Es verdad que poco después triunfaron (¿por débiles?), como tampoco que todo el expresionismo abstracto, o parte de él, se puede explicar convincentemente en función de su fuerte virilidad. Robert Motherwell, sin ir más lejos, en algún momento el artista favorito de Greenberg, no se parecía ni mucho ni poco a Jackson Pollock (2002). Y también es verdad que el propio Serge Guilbaut atribuía esas nuevas perspectivas a los efectos de los “estudios culturales”, algo que consideraba “esencial para desmantelar las certezas modernas” (Guilbaut 2009, p. 109), como si la “modernidad” no se caracterizase también por sus grandes y acaso eternas incertidumbres; de manera que al final no queda claro si los “estudios culturales” estaban ahí para reafirmar a la historiografía del arte aunque sobre unas bases nuevas, pero asumibles, o para simplemente sustituirla.

Si uno se las toma en serio, como merecen, estas ideas de Guilbaut podrían plantear importantes problemas metodológicos, pero sólo en apariencia. Porque, si de lo que se trata es de introducir nuevas perspectivas en la historiografía, no tiene por qué haber problema alguno. La cuestión, en todo caso, sería saber qué quedaría de verdad en las anteriores perspectivas. Dicho de otro modo: ¿una historiografía feminista, o queer, o acaso postcolonial, contradice, complementa o anula las otras historiografías? O bien: ¿son o no compatibles, y hasta qué punto? Pero si se pretende que sean los “estudios culturales” o “visuales” los que intervengan de modo “esencial” en el asunto, ¿qué pasa entonces con la historiografía del arte? En realidad, desde el punto de vista de la epistemología (es decir, de la filosofía) no tiene por qué pasar nada que deba ser contemplado en términos demasiado dramáticos. Al contrario: se abrirían -se han abierto, de hecho- nuevos horizontes. Lo que significa nuevos límites a superar. Y esto es lo que quisiera mostrar a continuación.

II

Una buena manera de hacerlo, creo, es a través de una lectura del texto antes mencionado de Douglas Crimp. Cuando lo escribió había adquirido ya un merecido prestigio por otros trabajos suyos. En algunos de ellos defendía con acierto y brillantez las posiciones “postmodernistas” de Robert Longo, Richard Prince, Cindy Sherman, Sherrie Levine, subrayando su orientación hacia la fotografía, el apropiacionismo y lo que llamaba “la redefinición de la especificidad espacial” que indagó a partir de Carl Andre y Richard Serra (Crimp, 2005, pp. 23-57, 73-96). En otros -tal vez los más conocidos, aunque paradójicamente los menos convincentes- dictaminaba en términos tan radicales como algo apresurados el fin de la pintura o la ruina del museo (Crimp, 2008). En efecto, en “The End of Painting” (1981) se limitaba a refutar los argumentos a favor de la pintura de los críticos Barbara Rose (1979) y Richard Henessy (1979), a los que contraponía la obra de artistas como Frank Stella y Daniel Buren. De hecho, es cierto que la “fe en la pintura” de Barbara Rose no parecía quedar demasiado fundamentada a juzgar por su práctica crítica (Crimp, 1981, p. 73). En cuanto a las ideas de Henessy sobre el valor de la “presencia humana” en el cuadro (la huella del pincel, de la mano), así como su ingenua creencia -algo superficialmente historicista- en una continuidad de la pintura “desde Altamira hasta Pollock”, resultaban fácilmente rebatibles para una mente despierta como la de Crimp. Pero no está claro que no pudiera haber encontrado mejores adversarios defensores de la vigencia de la pintura. Ni que fuese Daniel Buren, con sus incontables franjas de color, quien sirviera como contrapunto adecuado (Crimp, 1981, p. 77).

Y lo mismo cabe sugerir con respecto a las que llamaba las “ruinas del museo”: parece que, dicho sea con el debido respeto, la función y la legitimidad del “museo” (¿de qué?) en el presente han sido debatidas desde posiciones algo más complejas que las asumidas por Crimp cuando reduce el problema al absurdo del “museo imaginario” de Malraux, que estaba compuesto de incontables fotografías de obras de arte, incluyendo fotografías propiamente dichas; o acaso al producto de los conmovedores desvaríos de los señores Bouvard y Pécuchet, inventados por Flaubert (Crimp, 2008, pp. 83-89).

En cualquier caso, más interesantes para nuestros propósitos son sus intervenciones como militante comprometido en la lucha contra el sida (Crimp, 1988). O, más aún, su tan evocador texto para la exposición Manhattan, uso mixto, “Acción más allá de los márgenes” (Crimp, 2010, pp. 83-128), en donde despliega un bello discurso sobre el trasfondo de la experiencia del colectivo gay y de otros grupos más o menos marginales en ciertos muelles semiabandonados de Manhattan durante los años setenta, en el cual Gordon Matta-Clark llevó a cabo su fantástico Day’s End (aquella nave en uno de cuyos muros recortó el gran agujero en forma de casi media luna). En este texto, Crimp va hilando, con enorme agilidad, penetrantes comentarios sobre los artistas más relevantes del momento en conexión con los presentes en la muestra, yendo de algún modo “de la anécdota a la teoría crítica, y de ésta nuevamente a la anécdota, así sucesivamente”,5 es decir, trazando su discurso en directa relación con su propia experiencia (bastante envidiable, todo hay que decirlo, por fortuna para él) y confiriendo a sus argumentos la autoridad moral y la impronta de autenticidad requerida cuando de lo que se trata, como es su intención, es de reivindicar una visión del arte alternativa, construida desde el punto de vista, digamos, de la queer theory.6

Es en este marco en el que cabe inscribir su revisión de Warhol. De ello comenzó a ocuparse en el mencionado ensayo sobre “El Warhol que merecemos”. En él, recordemos, abordaba el asunto desde un punto de vista metodológico a partir de la manera en que tanto la gran exposición que se le dedicó en el MoMA, en 1989, como una serie de conferencias que tuvo lugar un año antes parecía dominar el propósito de confrontar la obra de Warhol “como historia del arte” (Crimp, 2005, p. 157). Por su parte, Crimp, siguiendo las sugerencias formuladas por Simon Watney en “The Warhol Effect” (1989), viene a sostener que el contexto más adecuado para interpretar su obra no sería el fundado en “las prerrogativas más estrechas de la historia del arte”, sino el del más amplio territorio de los estudios culturales. En realidad, este problema disciplinar no es el que más nos interesa aquí, en la medida en que, como se ha sugerido, todo depende de cómo se entiendan la historiografía del arte y los estudios culturales. Por otro lado, cuando Crimp remite al intento de Hal Foster de reconciliar en El retorno de lo real (2001), las dos lecturas aparentemente opuestas de Warhol, a las que llamaba “simulacral” y “referencial” (p. 130 ss), en busca de una “tercera vía”, no es difícil caer en la cuenta de que esas lecturas proceden en general de un ámbito inespecífico en el que se integra, por lo demás, el particularmente difuso discurso de la crítica de arte.

De hecho, un breve repaso de algunos de entre los innumerables textos interpretativos de la obra de Warhol podría hacernos desistir de la relevancia de la práctica disciplinar de la que proceden. Tendríamos relativamente fácil ubicar a Robert Hughes entre los “críticos de arte” conservadores (1992); pero gentes como Harold Rosenberg (1983) o Paul Mattick (2003) van claramente más allá; y Thomas Crow, Benjamin H. Buchloh, Rosalind E. Krauss o el propio Hal Foster -así como, por cierto, la española Estrella de Diego- (1999) podrían clasificarse entre los historiadores críticos que giran en torno a los planteamientos posmodernos de la revista October (2001); Arthur C. Danto era filósofo y crítico de arte, y Daniel Herwitz filósofo e historiador del arte;7 por ello, no extraña que alguna recopilación de ensayos, como en Andy Warhol by Andy Warhol se presente a quienes en ella participan como “prominent scholars and writers” en general (2008, p. 17).

A propósito, no deja de resultar curioso el modo en que puntos de partida disciplinarmente antitéticos lleguen a concordar en aspectos decisivos. Por ejemplo, el británico Simon Watney, historiador alternativo desde posiciones queer y activista antisida, al que sabemos que Crimp cita elogiosamente, sostenía que “Warhol en ningún modo puede encajar en el modelo de artista heroico que es el precio que se necesita para formar parte de la tradición del Arte (…) basada en criterios predeterminados que su propia obra está silenciosamente invalidando” (Crimp, 2005, p. 158). No en vano compara la cobertura mediática del ambiguo Liberace8 con la de las subastas públicas de Warhol. Ahora bien, alguien podría pensar que esta exclusión de Warhol del gran relato de la historia del arte coincide paradójicamente con las ideas del filósofo Danto respecto a Warhol como el punto final de la última “narrativa” histórica (la del modernismo), la culminación de su disenfranchisement filosófico y el punto de inflexión a partir del cual se puede hablar de inicio del “fin de la historia del arte” (Danto, 1999, pp. 26 y 66).

III

Pero estas consideraciones cobran su valor si las vemos no como el planteamiento de un problema, sino como una manera de despejar el camino hacia el asunto que aquí nos interesa. Crimp lo formula muy bien a partir de Foster, quien en el texto citado reconocía que, en definitiva, “ambos campos (i.e., el “referencial” y el “simulacral”) dan forma al Warhol que les es necesario, o logran el Warhol que se merecen; sin duda, todos lo hacemos (…) Nada hay más cierto”, añade Crimp (2005, p. 159). Y es aquí donde, remitiendo al teórico queer Richard Meyer, se pregunta si no sería hora de reparar ese extraño “consenso” que parece existir, entre tantas interpretaciones de la obra de Warhol a lo largo de treinta años, conducente a obliterar la cuestión de la sexualidad de Warhol y, por ende, a no reconocer su huella en su trayectoria como artista.

Ahora bien, Richard Meyer se centra en una interpretación inhabitual de Thirteen Most Wanted Men, el célebre mural que fue censurado en el contexto de la Feria Internacional de Nueva York en 1964. Los trece hombres más buscados (por el FBI) eran criminales. El aspecto “subversivo” del asunto lo vincula Meyer al doble sentido de “buscar hombres” (si el buscador era Warhol), a sabiendas de que el año siguiente Warhol filmaría The Thirteen Most Beautiful Boys, en donde el doble sentido parecía reducirse a uno solo.9 No obstante, es difícil demostrar que el arquitecto Philip Johnson, quien le había encargado la obra -que había de ir acompañada de otras de Rauschenberg, Lichtenstein e Indiana-, pensase exactamente en esos términos. Él adujo, no sabemos si con razón, que el mural podía ofender a muchos votantes italianos, dado que la mayor parte de los delincuentes eran mafiosos de origen italiano. En todo caso, el problema no estriba en eso, sino en aceptar la posibilidad de que esta y otras obras de Warhol pudieran ser - legítimamente- interpretadas, para bien o para mal, sin atender demasiado, o incluso nada, a su más o menos oculto componente homoerótico.10 Obviamente, esto no significa que la lectura de Meyer, que Crimp comparte, carezca de acierto. Más bien todo lo contrario. Fundada en una clase de experiencia empática pero auténtica a la que no todos tenemos acceso, no sólo consigue ampliar el sentido de una obra concreta, sino que, además, y es en esta dirección en la que se internaría Crimp, lo hace conectándola con un aspecto de la trayectoria de Warhol, el de sus películas, al que parece que no se le había prestado hasta ese momento toda la atención que podría merecer, y mucho menos desde las posiciones que Crimp defendía.

De hecho, si tomamos en consideración el conjunto de los escritos de Crimp al respecto, podría dar la impresión de que ese Warhol que merecemos, o que se merece el colectivo al que Crimp se remite, tiene que ver sobre todo con el cine. Textos como los que dedicó a Blow Job, a Mario Montez, a Ronald Tavel o a Paul Swan, por ejemplo, se nos aparecen como brillantes y más que convincentes muestras de su proyecto de recuperar un Warhol con una obra claramente determinada por su experiencia como gay. Y no porque hubiese descubierto en ello nada nuevo o insospechado, no es ésa su pretensión, sino por haber puesto en valor algunas de las significativas relaciones existentes entre esa experiencia específica, la cultura contemporánea de Warhol y la de nuestros días.

De hecho, en Blow Job reconoce, más allá de sus valores formales, la orientación de Warhol hacia la concepción del retrato en términos de máscara y desenmascaramiento, de figuración y desfiguración, de identidad construida como diferencia; subraya su saludable negativa a establecer ninguna suerte de jerarquía (por ejemplo, entre un artista y un chico de la calle, eventualmente “prostituto”, o alguien que pasaba por allí), su resistencia a juzgar, a suprimir o a censurar nada (Crimp, 2005, pp. 175-187). A propósito del travestido Mario Montez, encarnación de la “fantasía”, protagonista de Screen Test #2 en donde se le ve sometido a una dolorosa humillación por parte de Ronald Tavel, Crimp moviliza una especie de teoría de la vergüenza como una instancia performativa de dimensiones críticas, y por cierto que sólo a modo de contrapunto del orgullo en general, propio del sujeto burgués, sino también del famoso orgullo gay en particular, cuando es entendido como elemento integrador carente de funcionalidad subversiva (Crimp, 2005, pp. 189-201).

En cuanto a la colaboración de Warhol con Tavel, autor de los guiones de alguna de sus películas y alma del llamado Teatro del Ridículo, Crimp aprovechará -en su libro sobre el cine de Warhol- para rescatar su figura y para argumentar en torno al problema de la autoría, una cuestión respecto a la cual, como es bien sabido, Warhol actuó con una diabólica ambigüedad que no lograrían superar los apropiacionistas, al tiempo que propone una nueva forma de interrelación entre individuos (coming together to stay apart) que, sugiere, no se halla fácilmente fuera de contextos como éste del que hablamos (Crimp, 2012, pp. 46-66). En su texto sobre las relaciones entre Warhol y el bailarín Paul Swan, calificado en 1914 como “The Most Beautiful Man in the World”, y al que Warhol filmó en 1965, convertido ya en vieja gloria, probándose una vestimenta tras otra, entrando a escena y saliendo de ella sin dejar de hacerse visible, Crimp desarrolla interesantes reflexiones sobre el cuerpo en estado de exposición como representación y en la privacidad como mero “hombre”, con un brillante addendum sobre la conexión entre la cultura homosexual, el camp y la cultura popular o el kitsch, en referencia a las famosas ideas de Susan Sontag al respecto (Crimp, 2012, pp. 110-135).

Si Crimp en “Spacious” analiza la manera como se disloca el espacio en alguna de las películas de Warhol, jugando con la (in)diferencia entre exterior e interior, o entre la amplitud del espacio público y el armario, en “Warhol’s Time” defiende la legendaria extensión (junto con la aparente falta de acción) de alguna de sus películas, con Empire a la cabeza (2012, pp. 68-94 y 137-145). De hecho, Crimp describe Empire tratando de mostrar hasta qué punto no es cierto que ahí no suceda nada. En realidad, se trata de la filmación de una especie de metamorfosis en la que, desde el amanecer hasta ocho horas y cinco minutos después, más o menos, el edificio va cambiando de aspecto muy poco a poco y cobrando, si se quiere ver así, diferentes significados. En este marco, aparentemente tedioso, Warhol conseguiría propiciar una nueva y auténtica experiencia del tiempo, tal vez relacionada con la virtud de la paciencia, ya que no con la experiencia de Agustín de Hipona, Bergson o Heidegger y, según Crimp, de otras muchas cosas del mundo que nos rodea. Lástima que no quede mucha gente dispuesta a ver sus películas para luego, por qué no, cambiar de vida. Dicho de otro modo: ¿en qué momento el arte pop -tan popular, por definición- reveló su lado elitista? Respuesta: puede que, en el cine de Warhol, que tal vez no era cine de verdad, sino, por así decir, “(no) arte”.

Al ofrecer esta respuesta, recordamos que fue Siegfried Kracauer, el amigo de Benjamin y de Adorno quien, aun admitiendo los logros del cine inspirado en la “avant-garde”, sostuvo también que “el arte en el cine es reaccionario”, y que los vanguardistas que “inyectan el arte dentro del cine” no cuentan con el hecho de que “la libertad del artista es la limitación del director de cine”. Es decir, que el cine sólo vale como arte en la medida en que es “cine”, y no “arte” en movimiento (Kracauer, 1989, pp. 369, 245). En efecto, son muchos quienes piensan que lo mejor del “cine” de Warhol fueron sus screen tests, esas “pruebas de pantalla” en las que distintos personajes, famosos o no, eran incitados a permanecer durante un tiempo ante la cámara sin hacer nada más que eso. Pero esas breves filmaciones, en las que cada protagonista se retrataba a sí mismo, exponía o construía su identidad gracias a la escrutadora e implacable mirada de la cámara de Warhol, no eran cine propiamente dicho, sino algo muy diferente.

En “Misfitting Together”, Crimp reconoce que The Chelsea Girls le cambió su vida en 1967 (2012, pp. 96-109). Él explica por qué y se entiende bien: recién llegado a Nueva York, junto al Chelsea Hotel, trabajando para el diseñador de modas Charles James (según cuenta, apenas dos semanas aguantó las dosis de anfetaminas que, velis nolis, le suministraba por las mañanas en el café), la película fue su primer encuentro con el cine underground. Ahora bien, el cine de Warhol era como era, mientras que el cine underground no era exactamente lo mismo. Y Crimp, por supuesto, lo sabe. Por lo demás, como indica con humor, la recepción pública de The Chelsea Girls fue bastante curiosa. Buena parte de las críticas positivas tendían a ser, de tan positivas, un tanto ridículas (preposterous). Hubo quienes veían en la gran película una auténtica masterpiece que comparaban, por qué no, con la literatura de Joyce y Burroughs, o con L’Age d’or de Buñuel, y hasta con The Sound of Music, lo que ya es decir, comparando a Warhol con El Bosco, Caravaggio, Dante, Dickens, Victor Hugo y Griffith. El sabio oriental -aunque importante artista- Nam June Paik citaba el film poniéndolo al lado o a la altura del pensamiento de “Jaspars” (sic), “Heideggar” (sic), así como Gabriel Marcel, Ortega y Gasset, “Lucasc” (sic), Toynbee, “Radaklishnan” (sic), Ernst Bloch, Niebuhr, “Puller” (sic), Sartre y Russell (Crimp, 2012, pp. 102-103).

Otros, sin embargo, discreparon de tanto entusiasmo y trataron de poner las cosas en su lugar. De hecho, no es seguro que esta masterpiece haya envejecido del todo bien. Tres horas y media de desordenadas banalidades a cargo de personajes sin interés son algo que hoy en día (aunque tal vez no en 1966) nos resulta demasiado cotidiano. Por otro lado, hoy sabemos que aquella doble pantalla no obedecía del todo a criterios cinematográficos, como habría sido el caso de Abel Gance, ni siquiera conscientemente vanguardistas, como los ingenuos proyectos de Moholy- Nagy (Hobsbawm 1998), todos ellos sin futuro, sino al hecho de que, según declaró luego Gerard Malanga, el asistente de Warhol, la película salió tan larga (aunque no hubiera podido pasar mucho de las siete horas), que se decidió partirla en dos proyecciones simultáneas, de modo que -decía Warhol- “podías mirar una imagen si te aburrías con la otra” (2012, p. 107).11 Y, de paso, como siempre sucedía en sus películas, no había necesidad de montaje. Para qué. Pero sólo de ese modo podía llegar ser un eminente ejemplo de lo que llamaba “our kind of movie”, subtítulo del libro de Crimp (2012) sobre Warhol.

En efecto, lo que tenemos aquí es el dibujo de un proyecto incipiente en cuyo marco quedan relacionados en términos debidamente complejos lo que podríamos llamar valores estéticos -por qué no- con elementos capaces de documentar unas formas de vida bien concretas, como las de aquellos homosexuales neoyorkinos de los años sesenta y setenta, algo sin lo cual estas películas resultan, sin duda, bastante menos inteligibles. Otra cosa es que Warhol fuese ya por entonces una celebrity, y que sus superstars no lo fuesen sino por imaginaciones suyas: de las stars y, sobre todo, de Warhol. O que esas películas conserven auténtico interés para los amantes del cine, que con independencia de sus preferencias sexuales no son exactamente los mismos que los interesados por el arte contemporáneo. De hecho, como antes se ha indicado, no cuadraban del todo con la corriente underground; eso era, más bien, asunto del “moralizante” Paul Morrisey. Pero es que parece que no tiene mucho sentido meterlas en el nicho del cine experimental, ni menos aún asociarlas al llamado cine vérité12 que se postulaba por entonces en Francia, como lejos estaban del neorrealismo italiano, y hasta de Godard. Jonas Mekas, que sabía de qué hablaba, calificó muy acertadamente los filmes de Warhol como ejemplo de un “cine directo”.13 Aunque es verdad que un malevolente podría identificar esa inmediatez de un cine sin montaje, sin guion, eventualmente sin narración o sin otros actores o actrices que gentes o presuntas superestrellas que merodeaban por la Factory, con la ingenuidad o autenticidad del cine amateur, por no decir doméstico -ése que aburre a todo el mundo, salvo a los familiares o amigos implicados-; es claro que no es lo mismo si el autor es el gran artista Warhol o no.

Pero es que el problema que plantea Crimp, y no sin razón, no tiene tanto que ver con el cine como tal en cuanto que “arte”, o con el arte como tal en este caso, en cuanto que “cine”, sino con ciertas formas de experiencia humana cuya expresión cabría reconocer en la obra de ese Warhol que aspira a merecer. Y la verdad es que, si cierto cine de Warhol se entiende mejor en función de los parámetros a los que remite Crimp, todo ello apenas tendría sentido sin una consideración concreta del resto de su obra, sin conexión con ella. Éste es el punto en el que su proyecto se nos aparece todavía incompleto, aunque obviamente más que digno de seguir siendo desarrollado. Al fin y al cabo, cabe suponer que el Warhol que Crimp se merece, y con toda justicia, no tiene por qué limitarse a algunas de esas curiosas películas, en cierto modo fantásticas, fascinantes o geniales, y en cierto modo estúpidas o aburridas, cuyo propio autor decidió retirar de circulación a principios de los setenta, es decir, muy poco tiempo después de haberlas realizado. Aunque, por otro lado, realmente ¿puede pensarse en Warhol en serio, y en conjunto, sin tomar en cuenta el tipo de experiencia a la que alude Crimp? Se diría que no. Pero ¿hemos de creer entonces que la obra de Warhol que merecemos responde sólo -o acaso principalmente- a esa clase de experiencia? Reconozcámoslo: se diría que no. Sólo que eso no cambia el fondo del asunto.

IV

Es difícil extraer conclusiones, ni mucho menos taxativas, a partir de las reflexiones anteriores. En cierto modo, toda conclusión sería precipitada, en la medida en que los problemas suscitados se interpenetran y se dispersan en territorios dispares e inestables. En estos casos, lo mejor suele ser formular las cosas con cautela, pero sin prejuicios. Con cautela cabría decir que, si es que el Warhol que nos merecemos puede ser reconstruido a partir de un examen de sus películas, a la manera de Crimp, también puede sostenerse que a ese Warhol cabría concederle un valor bastante relativo, por no decir que muy limitado. Pero esto, en realidad, no representa ningún problema en la medida en que, como sabemos, hay gente que ha ido más allá en su lectura queer de Warhol, confrontando el conjunto de su obra en esos términos, en textos y congresos al respecto, y de manera bastante convincente.

Pero con alguna cautela habría que actuar también ante la tentación de generalizar tal perspectiva, aplicándola a todo/a artista homosexual. No, desde luego, porque eso sea ilegítimo, sino porque en ocasiones podría resultar algo infecundo, a saber, cuando a la cuestión se le confiere un peso demasiado determinante.14 No es el caso, seguramente, de tantos y tantos de quienes se citan en el ya clásico Art & Queer Culture, de Catherine Lord y Richard Meyer (2013; ver también Meyer, 2003). Como tampoco lo es, probablemente, con respecto a los antes mencionados Johns y Rauschenberg. Ya en 1998 mostraba Jonathan Katz la relevancia que tuvo en sus respectivas trayectorias, y particularmente en no pocas de sus obras, aquella relación homosexual -de amor, sin duda, aunque oficialmente reconocida como mera friendship- que ambos mantuvieron durante unos seis años, hasta 1961 (1988; ver también Small, 2017). Desde luego, siempre cabe decir -como a propósito de Warhol- que ese componente homosexual no basta para comprender su obra. Por supuesto que no. Ni la obra de Rauschenberg ni la de Johns deben ser interpretadas sólo en función de sus amores, fuesen éstos del signo que fuesen. Pensar así equivaldría a caer en un reduccionismo necesariamente empobrecedor. Pero no deja de ser verdad que obviar u ocultar sin más esa dimensión, como Mark Joseph Stern nos recuerda que sigue sucediendo, a propósito de la “narrativa” de una exposición de Johns y Rauschenberg en el MoMA, en 2013, puede conducir, a veces, a lamentables equívocos. Como él mismo escribe: “that’s the real tragedy of ‘Johns and Rauschenberg’: not that it puts gay artists in the closet, but that it keeps viewers in the dark” (Stern, 2013).

Ahora bien, para hacer justicia a estas posiciones sería importante, como antes he sugerido, desprenderse de prejuicios, no sólo a propósito de cuestiones de género, sino de aspectos de método. Y el prejuicio que habría que evitar es el de considerar la historiografía del arte como una disciplina en la que esta clase de cosas no caben. Dicho de otro modo: a pesar de las protestas de Crimp al respecto ¿por qué no considerar sus trabajos, a pesar de que se limiten a un aspecto particular de la obra de Warhol, al igual que los de Richard Meyer o Jonathan Katz, entre tantos otros originados en el mundo de la Queer Theory, como una contribución a la historiografía del arte? Puesto que, para no hacerlo así, habría que pensar en la historiografía del arte como una disciplina académica lastrada por: 1) la atención a “obras maestras” reconocidas, debidas a autores “heroicos”; 2) la atención a valores “estéticos” básicamente “formales” o reductibles a parámetros de “estilo”; 3) la inserción de las obras en una especie de “narrativa” causalista, “lineal”, articulada en función de “influencias” de unos artistas sobre otros, entre otros.

Esta concepción de la historiografía del arte ya no se sostiene. Pero abandonar la historiografía para recurrir a los estudios culturales sólo puede entenderse, como en el fondo insinuaba Serge Guilbaut, si ese recurso lo vemos como una instancia crítica, energética pero acaso fugaz, a partir de la cual volver a la disciplina, la historiografía, con ideas frescas, con la mente más abierta y más rica en experiencia y, por ende, en absoluto excluyente de las buenas ideas anteriormente formuladas y todavía por desarrollar. De hecho, la lección que podemos aprender de propuestas como la de Crimp es que la historia del arte no puede ni debe desvincularse de la historia del ser humano en general. Puesto que los y las artistas son seres humanos, dotados de un cuerpo y, por tanto, de deseos que reaparecen en sus obras, a veces, en términos conflictivos. Sólo que, por lo mismo, el arte no puede ser sólo fragmentariamente interpretado sin conexión con la historia de la humanidad, que no es reductible a un progreso “lineal” más o menos hipostáticamente establecido, aunque sí concebible como una suerte de transcurso incierto, lleno de catástrofes y recaídas, pero también de avances, en persecución de una libertad en cuyo marco es inexcusable contar con experiencias como aquellas de las que nos habla Crimp. De otro modo, difícilmente alcanzaremos la emancipación que todos y todas nos merecemos.

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* El artículo está vinculado a los productos del grupo: Interfaces culturales, arte y nuevos medios. Dirigido por José Ramón Alcalá (MIDECIANT, Facultad de Bellas Artes de Cuenca, Universidad de Castilla-La Mancha).

Cómo citar este artículo: APA: Jarque, V. (2018). Sobre la historia del arte que nos merecemos. Estudios de Filosofía, 58, 197-213.

1La revista October fue fundada por Rosalind Krauss en 1976. Esta fue una plataforma de reflexión sobre el arte contemporáneo desde el pensamiento estructuralista y posmoderno.

2Crimp ha considerado esta posibilidad como un modo de pensar los momentos culturales desde lo que podría llamarse una historia cultural vinculada a una amplia gama de detalles biográficos.

3Una aproximación a los estudios visuales como instancia discursiva sobre la imagen, el campo visual y sus mediatizaciones en lo social, indisciplinar y alterna a la historia académica puede encontrarse en la labor editorial y académica de José Luis Brea y Marchán Fiz en la revista Estudios Visuales del CENDEAC http://estudiosvisuales.net/revista/index.htm. Allí aparecen algunos de los principales exponentes de esta postura teórica como Nestor García Canclini, Mieke Bal, Simon Crichtley o W. J. T. Mitchell.

4Como puede verse en la obra de Richard Bruce Parkinson (2013), o en la apuesta curatorial de Clare Barlow, en su exposición Queer British Art (2017) en la Tate de Londres.

5Cfr. Drew Sawyer (2016): Esta conversación se vinculaba con la publicación de Before Pictures, una rememoración del Nueva York de los setenta. A título significativo, cfr. Disss-Co (A Fragment), texto que forma parte de los recuerdos de aquellos años, en el marco de la exposición Greater New York, MoMA PS1, Long Island, Nueva York, 2015. Crimp conecta aquí sus experiencias con fotografías de Alvin Baltrop.

6La emergencia de la queer theory tiene una amplia influencia de algunas posturas de la teoría crítica, como se aprecia en Raymond Williams, Judith Butler, Lee Edelman, Jack Halberstam, y Eve Kosofsky Sedgwick.

7Como es notorio, Warhol constituye el eje sobre el que ha desarrollado Danto su teoría estética y su visión de la historia del arte en el presente, al menos desde The Philosophical Disenfranchisement of Art (Danto, 1986); de él se ocupó asimismo en “Warhol” (Danto, 1990, pp. 286-93), y en “The Philosopher as Andy Warhol” (Danto, 2001, pp. 61-83); Cfr. además Daniel Herwitz “Andy Warhol without Theory” (1993, pp. 232-68).

8Liberace fue un norteamericano mediático y del espectáculo que murió en 1987 de sida.

9Crimp remite a texto de Richard Meyer “Warhol’s Clones” (1995). Aunque la publicación más relevante al respecto, que también cita Crimp, es de J. Doyle, J. Flatley y J.E. Muñoz (1996).

10El episodio lo narra brevemente Victor Bockris (1991, p. 207).

11Obviamente, siempre cabía la posibilidad de que uno se aburriera con las dos.

12Este estilo documental fue inspirado por la teoría de Dziga Vertov y los films de Robert Flaherty. Una aproximación recomendable se encuentra en: Aufderheide (2007).

13Jonas Mekas, por su parte, no defendía tanto el “cine directo” como “the poetic aspect of cinema” (Crimp 2012, p. 124).

14En términos hiperbólicos y, por tanto, un poco en broma: se sabe que ya Freud habló de un curioso “recuerdo infantil” de Leonardo da Vinci que revelaría su homosexualidad. Pero no parece gran idea ponerse a reivindicar a estas alturas el Leonardo que nos merecemos. O, en el ámbito de la filosofía, por ejemplo, el Wittgenstein que nos merecemos. Aunque en este caso tal vez tendría algún sentido: con independencia de su peculiar actitud ante la vida, no es imposible hallar relaciones entre su extrema sensibilidad, su capacidad para reconocer matices del lenguaje en sus Investigaciones filosóficas o en sus Cuadernos azul y marrón, y una manera de experimentar su homosexualidad (que todavía hay quien se empeña en negar o pasar por alto). Por lo demás, por lo que se refiere a la literatura: ¿hizo bien Walter Benjamin interpretando la obra de Proust sin apenas reparar en su —bien conocida— homosexualidad? ¿O interpretando a Julien Green haciendo caso omiso de su —no reconocida— homosexualidad?

Recibido: 16 de Febrero de 2018; Aprobado: 22 de Marzo de 2018

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