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Análisis Político

versión impresa ISSN 0121-4705

anal.polit. vol.34 no.103 Bogotá sep./dic. 2021  Epub 10-Mayo-2022

https://doi.org/10.15446/anpol.v34n103.102174 

Dossier

Arroz y coca: una modernización desigual y violenta en el Ariari, Colombia, 1950-1990

RICE AND COCA: AN UNEQUAL AND VIOLENT AGRICULTURAL MODERNIZATION, ARIARI, COLOMBIA, 1950-1990

María Clara Torres1 

1Ph. D. en Historia, Stony Brook University. Nueva York Correo electrónico: macalatorresb@gmail.com


RESUMEN

Este artículo analiza la trayectoria histórica de la región del Ariari hacia los cultivos de coca. Estudia el proceso histórico comprendido entre 1950 y 1990, a lo largo del cual una frontera abierta se convirtió en un epicentro agroindustrial rodeado por cultivos ilícitos de coca. El texto muestra cómo una dinámica transnacional como la Revolución Verde confluyó con una economía y una cultura agrícola de frontera, para producir un proceso acelerado de modernización agrícola desigual y violenta. La coca mestiza y colona fue un resultado inesperado de esta transformación social.

Palabras clave: coca; ruralidad; historia; Colombia.

ABSTRACT

This article analyzes the historical trajectory of the Ariari region towards coca cultivation. It studies the historical process between 1950 and 1990, through which an open frontier became an agro-industrial epicenter surrounded by illicit coca crops. The text shows how transnational dynamics like the Green Revolution met with a frontier economy and culture to generate an accelerated process of agricultural modernization. Mestizo and colonist coca was an unexpected result of this social transformation.

Keywords: coca; rurality; history; Colombia.

INTRODUCCIÓN

En enero de 1992, Edgardo Moscardi, representante en Colombia del Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura (IICA), pronunció un discurso ante la Federación Nacional de Arroceros sobre los efectos de la Revolución Verde:

No hay duda de que las tecnologías de la Revolución Verde no son neutrales con respecto al tamaño de las explotaciones. Los grandes propietarios adoptaron estas tecnologías primero, en mayor proporción y se beneficiaron más de ellas. (Estas tecnologías) han exacerbado el proceso de diferenciación social en las zonas rurales. (Fedearroz, 1992a, p. 43)

A principios de la década de 1990, el mencionado funcionario internacional constataba que la Revolución Verde había exacerbado las desigualdades sociales. Reconocía que, en general, la Revolución Verde había logrado aumentar la productividad agrícola para alimentar a una población urbana creciente, pero había fracasado en su intento por reducir la pobreza en el mundo rural.

El presente artículo analiza la trayectoria histórica de la región del Ariari hacia los cultivos de coca. Estudia el proceso histórico comprendido entre 1950 y 1990, mediante el cual una frontera abierta se convirtió en un epicentro agroindustrial rodeado por cultivos ilícitos de coca. El texto muestra cómo una dinámica transnacional como la Revolución Verde confluyó con una economía y una cultura de frontera, para producir un proceso acelerado de modernización agrícola. La coca mestiza y colona fue un resultado inesperado de esta transformación social.

El artículo reconstruye el proceso histórico a través del que la agricultura artesanal de arroz se transformó en extensas plantaciones mecanizadas hacia finales de la década de 1970. Un poco más tarde, durante el decenio de 1980, los capitales del narcotráfico intensificaron el proceso de modernización agrícola. Los colonos se vieron incapaces de invertir grandes capitales para adecuar los cultivos artesanales de arroz a las exigencias del mercado. Perdieron sus tierras y se reubicaron en las márgenes de la frontera agrícola. Adoptaron la coca como estrategia de supervivencia ante la mecanización de la agricultura y la concentración de la propiedad rural. La coca mestiza y colona surgió así en los bordes de una frontera en plena expansión, donde estaban ubicados los bastiones históricos del Partido Comunista y de la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP).

Este texto también explora el papel de la violencia política en el proceso de modernización agrícola. Los colonos, afiliados a los sindicatos agrarios y entusiasmados con la creación del partido político Unión Patriótica (UP), retomaron las demandas de infraestructura y servicios rurales, que no fueron satisfechas por la ola reformista de los años sesenta del siglo XX, impulsada por la política hemisférica de la Alianza para el Progreso. Una vez más, los colonos del Ariari perdieron la lucha política por la reforma agraria durante la guerra sucia de las décadas de 1980 y 1990. Fueron exterminados en su intento de lograr avances democráticos.

Las posibilidades de justicia social para el campo se vieron aún más restringidas con la implementación de agresivas políticas neoliberales durante el decenio de 1990. El texto analiza el impacto del “giro neoliberal” en la expansión de los cultivos de coca. Muestra también cómo la apertura de la economía hundió la industria del arroz —el principal cultivo comercial legal de la región—. Además, la liberalización del comercio dejó a los asalariados rurales sin su principal fuente de empleo, y los empujó selva adentro a cultivar coca.

Si bien el artículo analiza esas transformaciones socioeconómicas, también presta especial atención a las identidades y las ideologías políticas de la región. Las lealtades a los partidos conservador, liberal y comunista estaban profundamente arraigadas en El Ariari, y se remontaban al proceso de colonización de mediados del siglo XX. Las identidades políticas se reprodujeron a lo largo de la frontera y desempeñaron un papel crucial en la conformación de economías y geografías políticas subregionales distintas.

El texto está organizado cronológica y geográficamente. Ofrece una visión detallada de los procesos subregionales distintos, aunque conectados, que se desarrollaron en la cuenca del río Ariari entre 1950 y 1990. Como nota editorial, el texto usa estadísticas que abarcan todo el departamento de Meta, cuando no dispuso de datos específicos para la región del Ariari.

DEL ARROZ A CHUZOS A LA NARCOHACIENDA (1950-1980)

Durante el periodo 1950-1980, la agricultura de subsistencia del Ariari se transformó en una vigorosa agroindustria. La economía basada en el arroz y en el maíz artesanales fue reemplazada por grandes extensiones de arroz mecanizado e irrigado. En la década de 1980, la región del Ariari se convirtió en uno de los epicentros de la industria arro­cera colombiana. Estos avances regionales seguían la tendencia creciente del consumo de arroz en todo el país. Según el geógrafo Philippe Leurquin (1967), este cereal pasó de ser un producto marginal en la dieta de los colombianos, durante la década de 1940, a constituirse en un alimento esencial de la canasta básica, en la de 1960.

A partir del decenio de 1950, los habitantes del interior emigraron al Ariari; especialmente, los pequeños productores y los aparceros provenientes del vecino departamento del Tolima (Incora, 1974). Allí, en el Tolima, los extensos distritos de riego construidos en la década de 1950 impulsaron la modernización de la agricultura hasta el punto de transformar este departamento en el centro de la industria arrocera colombiana en los decenios de 1940 y 1950 (Leurquin, 1967; Lozano, 1959); sin embargo, las exigencias de usar métodos modernos de agricultura amenazaron a los aparceros y a los pequeños agricultores (Leurquin, 1967). Estos factores hicieron que el estrato más bajo de los cultivadores de arroz del Tolima emigrara en los años cincuenta del siglo XX al Ariari, una región más pacífica, con tierras abundantes y más baratas.

En la frontera del Ariari, el cultivo de arroz mecanizado e irrigado exigía unos costos de producción tan elevados que este tipo de agricultura fue una excepción y una rareza hasta la década de 1980. El método de cultivo predominante era aquel conocido como arroz secano manual, o a chuzos (Fedearroz, 1958b). Durante los meses secos, los colonos quemaban los árboles y las malas hierbas. Durante la temporada de lluvias, preparaban la tierra para las actividades de siembra. Esta se hacía a mano, con la ayuda de palos, o chuzos. Cuadrillas de picadores abrían surcos en el suelo y procedían a depositar las semillas en cada hueco. Al final de la temporada de lluvias, los regadores cosechaban el arroz descorchando manualmente las espigas y guardando los granos en latas de grasa animal. Se les pagaba a los trabajadores según el número de latas suministradas; cada una tenía capacidad para almacenar hasta una arroba. Una parte de la cosecha se molía a mano para el consumo familiar, y el excedente se vendía en el molino más cercano, para luego ser transportado a los mercados en Bogotá (Fedearroz, 1958b). Esta forma artesanal de producción de arroz era socialmente relevante, ya que representaba una fuente tanto de nutrientes como de dinero en efectivo para los hogares de los colonos.

La Revista Arroz, principal órgano de difusión de la Federación Nacional de Arroceros (Fedearroz), reprodujo las voces de los agricultores de la década de 1950. Por ejemplo, Miguel Parga Pantoja se trasladó del Tolima al Ariari en 1957 (Fedearroz, 1958a). Era uno de los colonos más exitosos de la región, ya que tenía maquinaria adquirida cultivando arroz en una finca alquilada en el Tolima. A su llegada al Ariari, don Miguel alcanzó el ansiado estatus de propietario, aunque la revista no precisó si tenía un título legal sobre la tierra. “Es difícil encontrar otra zona del país donde gocen de más tranquilidad y seguridad sus habitantes”, se alegraba don Miguel (Fedearroz, 1958a, p. 34). Señaló que los hacendados quedaron en bancarrota después de La Violencia, pero estaban decididos a olvidar las penurias de aquellos años. “Aquí no hubo el vandalaje de otras partes; hubo fue una guerra en que se defendían la vida y los ideales de un pueblo altivo, valeroso”, afirmó (Fedearroz, 1958a, p. 34). Para él, sobraba recordar quiénes habían destruido el ganado y las haciendas. “¡En todo caso no fueron las guerrillas!”, exclamó (Fedearroz, 1958a, p. 34); sin embargo, don Miguel se quejaba amargamente por la falta de capital y de préstamos agrícolas para iniciar una finca productiva. “La instalación en los Llanos es costosa, pues a pesar de que la tierra es barata, hay que hacerlo todo”, aseguraba (Fedearroz, 1958a, p. 35). Los arroceros del Ariari sabían perfectamente la magnitud de la inversión en capital y maquinaria que se necesitaba para que ese cultivo fuera rentable. “No todos como yo, por amor al trabajo y al campo van a hacer fuertes inversiones en estas regiones”, subrayó don Miguel. Recordó que en la inauguración del edificio del Banco de Colombia, los dirigentes Alfonso López y Zuleta Ángel invitaron a personalidades de la industria y del comercio en Villavicencio con el siguiente mensaje: “Que vengan, nos conozcan, nos traten, y se queden con nosotros” (Fedearroz 1958a, p. 35) . Don Miguel sugirió que el anuncio dijera, más bien: “Que vengan a ayudar a hacer patria y a hacer dinero” (Fedearroz, 1958a, p. 35). Don Miguel expresaba así las ambiciones y los retos a los que se enfrentaban los arroceros relativamente “acomodados” a finales de la década de 1950.

En efecto, la falta generalizada de capital y de tecnología ralentizaba la productividad y las ganancias. Quienes se dedicaban a los métodos artesanales eran especialmente vulnerables a las inundaciones, a las enfermedades de las plantas y al agotamiento del suelo (Leurquin, 1967). A mediados del decenio de 1950, la mayoría de los arroceros del departamento de Meta, el 95 %, seguía el método tradicional de arroz secano (Fedearroz, 1956). El tamaño promedio de las parcelas dedicadas al cultivo de arroz era bastante pequeño en Meta: aproximadamente, 6,3 ha (Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), 1961). El departamento también registraba uno de los rendimientos de arroz más bajos del país: 1.398 kg por ha, comparados con los 2.897 kg producidos en Tolima, el epicentro arrocero del país (DANE, 1961). Cuando los rendimientos se desplomaban como consecuencia del agotamiento de los suelos, solo había dos alternativas posibles: la inversión en maquinaria o la migración a nuevas áreas (Leurquin, 1967).

Hacia mediados de la década de 1960, en plena Revolución Verde, el Instituto Nacional de Abastecimiento (INA) dictó una nueva política que sería aplicada en las distintas regiones del país. La entidad decidió comprar solo el arroz que cumpliera con ciertos estándares de calidad (Leurquin 1967). Con ello, presionó a los agricultores para que utilizaran variedades seleccionadas, insumos agroquímicos y maquinaria; todos ellos, importados (Leurquin, 1967). Simultáneamente, Fedearroz introdujo una variedad de semilla desarrollada en Filipinas, que producía plantas de mayor tamaño, más granos, menos follaje y mayor resistencia a las plagas (Fedearroz, 1991b; 1992d). Como respuesta a dichos cambios tecnológicos, la producción de arroz en Colombia se triplicó y se extendió geográficamente durante la década de 1970 (Fedearroz, 1989b; 1991b).

Estas innovaciones se introdujeron tardíamente en la cuenca del río Ariari. A diferencia de otras regiones colombianas, las tecnologías asociadas a la Revolución Verde se empezaron a implementar solo hacia finales de la década de 1970 y durante toda la de 1980. Allí, las transformaciones científicas y los nuevos estándares de calidad también actuaron como poderosos incentivos para los empresarios capitalistas. El arroz mecanizado e irrigado exigía grandes extensiones de tierra y cuantiosas inversiones en capital, asegurando altas tasas de rendimiento para los empresarios agrícolas, a expensas del campesinado.

Las publicaciones de la Revista Arroz permiten entrever esta transición hacia la mecanización de la agricultura. En 1982, el joven ingeniero industrial Luis Ernesto Villalba se trasladó de la ciudad a una finca en el departamento de Meta, que había heredado de su padre (Fedearroz, 1989a). Su progenitor había logrado criarlos modestamente a él y a sus hermanos dedicándose a la producción ganadera; sin embargo, Luis Ernesto consideraba que tenía la educación universitaria necesaria para hacer de la tierra una empresa más rentable. Por ello, decidió invertir en métodos modernos de cultivos de arroz. “Si hubiera empezado a cultivar arroz secano, habría seguido siendo un secanero toda mi vida. En cambio, decidí construir un distrito de riego y utilizar las semillas más tecnificadas”, afirmó Luis Ernesto (Fedearroz, 1989a, p. 22). Como tenía la gran ventaja de poseer un título legal de la tierra, rápidamente obtuvo un préstamo bancario. Compró una retroexcavadora para construir un dique de riego que conectara los campos con el río. En seis meses, Luis Ernesto instaló un canal de 7 millas, el cual podía regar unas 1.000 ha de arroz. No recibió ninguna ayuda del gobierno, pues los trámites para solicitar una línea de crédito oficial eran tan complicados, que habría tardado años en conseguir su aprobación (Fedearroz, 1989a). Así, Luis Ernesto representaba una nueva generación de profesionales, que invirtieron en distritos de riego, maquinaria pesada y semillas mejoradas durante la década de 1980.

En 1990, Fedearroz publicó el primer Censo Nacional del Arroz, el cual reveló la magnitud de la transformación: el arroz secano había desaparecido por completo del departamento de Meta. En ese momento, la superficie cultivada de arroz en el Meta se estimaba en 75.985 ha, de las cuales el 55 % correspondía a arroz mecanizado, y el 45 %, a arroz irrigado (Fedearroz, 1990). El Ministerio de Agricultura de Colombia confirmó el aumento significativo de la producción de arroz en Meta: en 1984, la producción de arroz irrigado alcanzó 164.800 toneladas, y luego se disparó a 230.800 en 1990. El arroz mecanizado siguió la misma tendencia al alza, como se ve en la figura 1.

Fuente: elaboración propia con base en Ministerio de Agricultura 1985, 1990, 1992).

Figura 1 Producción industrial de arroz en el departamento de Meta (1984-1990) 

El cambio en el método de cultivo impactó significativamente la industria arrocera en el departamento de Meta. Primero, el tamaño medio de las parcelas dedicadas al cultivo de arroz se disparó, al pasar de 6 ha en 1960 a 60 ha en 1988 (DANE, 1964; Fedearroz, 1990). Segundo, el tamaño de todas las explotaciones agrícolas aumentó en Meta, con un promedio de 153 ha (Fedearroz, 1990). Estas cifras eran sorprendentemente grandes en comparación con el resto del país, donde el tamaño promedio de las explotaciones era de 48,3 ha (Fedearroz, 1990). Tercero, el área dedicada a la producción mecanizada de arroz en Meta se duplicó: pasó de 25.000 ha en 1984 a 57.500 ha en 1990 (Ministerio de Agricultura, 1992). Finalmente, la introducción de maquinaria y herbicidas aumentó considerablemente los rendimientos. Los índices de productividad del arroz crecieron de 1,4 tm por ha en 1960 a 5,4 en 1988 (DANE,1964; Fedearroz, 1990). En suma, las grandes inversiones y el mayor uso de maquinaria pesada favorecieron la expansión del tamaño de las explotaciones, el crecimiento de las tasas de productividad y mayores ganancias.

Sin embargo, la modernización del sector arrocero no estuvo acompañada por la formalización de la propiedad de la tierra. En 1988, la mayoría de los agricultores que utilizaban métodos modernos no eran propietarios: los arrendatarios representaban el 61 %, mientras que los propietarios solo representaban el 38 % (Fedearroz, 1990). Esto muestra las disparidades socioeconómicas entre los cultivadores de arroz a finales de la década de 1980.

En tan solo una década se produjo una fuerte concentración de la tierra. Para 1984, el coeficiente Gini en el departamento de Meta ascendía a 0,88 (Instituto Geográfico Agustín Codazzi, 2012). En poco menos de 50 años, la región pasó de ser una frontera agrícola abierta, con arreglos de tenencia de la tierra más equitativos que el resto de la Colombia rural, a tener una de las distribuciones de la tierra más desiguales del país.

Estas tendencias regionales siguieron el desarrollo de la industria arrocera del país. En Colombia, los métodos modernos representaban el 94 % de la superficie dedicada al arroz y el 98 % de la producción de arroz (Fedearroz, 1990); sin embargo, había una diferencia esencial entre las tendencias nacionales y las regionales, ya que el arroz secano no había desaparecido en el resto del país, como sí había ocurrido en Meta. Alrededor del 52 % de todos los arroceros colombianos seguían utilizando este método tradicional, aunque ocupaban el escaso 6 % de la superficie cultivada en arroz y representaban solo el 2 % de la producción total de arroz del país (Fedearroz, 1990); por lo tanto, en algunas regiones del país el campesinado había, de alguna manera, logrado resistir la embestida del proceso de industrialización.

Durante toda la década de 1980, Fedearroz promovió activamente la investigación científica en el cultivo del arroz. En asocio con el Instituto Colombiano Agropecuario (ICA) y el Instituto Internacional de Investigaciones sobre el Arroz (IIRI) en Filipinas, la Federación desarrolló variedades regionales diseñadas para las condiciones ambientales de cada zona productora de arroz (Fedearroz, 1991b; 1992d). Por ejemplo, en 1983 crearon las variedades conocidas como Orzyca Llanos-4 y Orzyca Llanos-5, tolerantes a los insectos y enfermedades que asolaban la región del Ariari (Fedearroz, 1991b; 1995c). Con ello, estas instituciones descentralizaron la investigación científica para resolver los problemas de zonas arroceras específicas. Durante toda la década de 1980, las instituciones internacionales, el Estado colombiano y el gremio arrocero tomaron medidas activas para eliminar el arroz de baja calidad, introducir semillas mejoradas, experimentar con fertilizantes y promover la mecanización

En 1990, Colombia tuvo los índices latinoamericanos más altos de productividad del arroz —esto es, 4,7 toneladas/ha—, en comparación con el promedio de América Latina —de 2,3 toneladas/ha— (Fedearroz, 1990). Dentro del país, los departamentos con mayores índices de productividad eran los pertenecientes al cinturón arrocero tradicional: Huila (6,9 toneladas/ha) y Tolima (6,8 toneladas/ha), seguidos por Cundinamarca (6,7 toneladas/ha) y Meta (5,4 toneladas/ha) (Fedearroz, 1990).

Las políticas proteccionistas y la regulación del comercio exterior facilitaron el desarrollo de la industria arrocera colombiana (Leurquin, 1967). Fedearroz evolucionó hasta convertirse en un influyente grupo de presión; principalmente, gracias al apoyo financiero que recibía de las subvenciones públicas y de las contribuciones de sus afiliados. El sector también se benefició de las políticas oficiales para estabilizar los precios del cereal y restringir las importaciones.

En general, toda la agricultura comercial creció significativamente durante la década de 1980 en Meta. En 1988, la producción agrícola en el departamento representaba el 9,4% del total nacional en 1988, un valor similar al que registraba Antioquia en ese momento, como se observa en la tabla 1. En tan solo cuatro décadas, esta antigua frontera agraria se había convertido en un centro de producción agrícola industrial a gran escala.

Tabla 1 Valor de la producción agrícola*, Meta (1983-1988) (en porcentaje) 

*Incluye algodón, arroz irrigado, banano para exportación, cacao, palma africana, ajonjolí, sorgo y soya.

Fuente:Sarmiento y Moreno (1990) con base en datos del Ministerio de Agricultura.

Sin embargo, este “milagro” económico también fue posible gracias a la aparición de los empresarios de la droga. A partir de la década de 1980, los narcotraficantes acumularon vastas extensiones de tierra para el lavado de dinero (Berry, 1995). Abel Zabala (1999), un agudo observador local, constató que los ingresos del narcotráfico fluían hacia el sector rural, para ser invertidos en la agricultura y en la ganadería. Los jefes mafiosos blanqueaban dinero en los sectores del arroz, el maíz y la soya; especialmente, en las tierras más fértiles situadas a orillas del río Ariari. Los pequeños agricultores se veían obligados a vender a un precio exiguo sus tierras, o a abandonarlas (Zabala, 1999). El economista Jesús Bejarano (1988) afirmó que las inversiones de los narcotraficantes transformaron el latifundio ganadero tradicional de Meta. Introdujeron innovaciones tecnológicas a gran escala, como la extensión de la energía eléctrica a las granjas, la instalación de establos tecnificados e importaciones masivas de nuevas razas de ganado (Bejarano, 1988). De esta manera, las sofisticadas narcohaciendas se apoderaron de las tierras más productivas, como lo plasmó una caricatura de un periódico (figura 2).

Figura 2 Narcohacienda 

En 1988, la Misión de Estudios del Sector Agropecuario (MESA, 1990) estimó que entre el 8 % y el 23 % del dinero del narcotráfico que ingresaba a Colombia había sido invertido en tierras agrícolas. El informe indicaba que los narcotraficantes eran propietarios de cerca de un millón de hectáreas de tierra en el país, lo que representaba alrededor del 2,8 % de la superficie total (MESA, 1990). Los economistas Libardo Sarmiento y Carlos Moreno (1990) indicaron que los dineros ilícitos invertidos en los sectores agrícolas se concentraban principalmente en Meta, Casanare, el Magdalena Medio, el Urabá antioqueño y la Costa del Caribe (Sarmiento & Moreno, 1990). El narcotráfico actuaba como catalizador del proceso de modernización agrícola en esas fronteras agrícolas.

Estas transformaciones económicas provocaron una reconfiguración de las fuerzas políticas. En Meta, los jefes del Cartel de Medellín se unieron a oficiales militares, organismos de seguridad, y élites políticas regionales para formar agrupaciones paramilitares (Gómez-Suárez, 2015). Gonzalo Rodríguez Gacha, jefe del Cartel de Medellín, financió y entrenó unidades paramilitares en sus extensas fincas de San Martín, las cuales protegían a los grandes terratenientes de los secuestros y las extorsiones realizados por las FARC-EP (Sobrevivientes del Comité Cívico por los Derechos Humanos del Meta, 1997). A partir de la década de 1980, los paramilitares evolucionaron hacia “una combinación de anticomunismo arraigado con intereses creados en el narcotráfico” (Gómez-Suárez, 2015). Así, en las subregiones del alto y el medio Ariari, la modernización agrícola estuvo lejos de ser impulsada exclusivamente por la innovación científica y la solidez de las instituciones del gremio arrocero: más bien, fue catalizada por los empresarios de la cocaína, mediante el ejercicio brutal de la violencia.

TIERRA Y COCA EN LOS OCHENTA

Una dinámica por completo distinta se desarrollaba en los asentamientos ubicados en los márgenes de la frontera del Ariari. Esta sección se centra en el núcleo poblacional de Medellín del Ariari y en los asentamientos de la subregión del bajo Ariari, ubicados en los alrededores de la serranía de La Macarena. La historia de esos caseríos estuvo profundamente entrelazada con el Partido Comunista y el posterior nacimiento de la guerrilla marxista-leninista de las FARC-EP.

Desde la década de 1950, el Partido Comunista asumió un papel protagónico en la colonización y en el reparto inicial de esas tierras. Junto a los colonos, los cuadros comunistas fundaron Medellín del Ariari en 1959, así como otros asentamientos de los alrededores de la serranía de La Macarena, como Lejanías, en 1958, y Mesetas, en 1962 (Franco, 2010; Sintragrim, 2009). En Medellín del Ariari, los campesinos formaron el Sindicato Agrario del Meta, que pronto se convirtió en la fuente de autoridad local distribuyendo tierras y resolviendo problemas cotidianos entre vecinos (Sintragrim, 2009). En estos caseríos y sus alrededores, el cordón umbilical de los colonos con el Partido Comunista se formó durante el éxodo migratorio, se reafirmó durante las primeras etapas del asentamiento y se mantuvo durante los años posteriores.

Durante el Frente Nacional, los gobiernos diferenciaron el trato hacia los colonos del Ariari según su filiación partidista. En 1964, en el marco de la reforma agraria promovida por la Alianza para el Progreso, el presidente Guillermo León Valencia inauguró un proyecto de desarrollo agrícola en las colonias liberales y conservadoras situadas en el alto y el medio Ariari; sin embargo, ese mismo año lanzó una campaña contrainsurgente, también financiada por Estados Unidos, y conocida como Operación de Seguridad Latinoamericana, en los asentamientos comunistas del bajo Ariari.

Como reacción a esta ofensiva, el 20 de julio de 1964, los núcleos de autodefensas campesinas comunistas que estaban dispersos a lo largo del suroeste de Colombia se reunieron en la Primera Conferencia del Bloque Sur. Allí, proclamaron el Programa Agrario Revolucionario (Alape, 1994; Arenas, 1985). Esta plataforma política anunciaba su rechazo a la Ley de Reforma Agraria de 1961: “En oposición a la deshonesta e insincera reforma agraria de la burguesía, planteamos una reforma agraria revolucionaria que transforme de raíz la actual estructura socioeconómica del campo colombiano” (Arenas, 1985, p. 86). En contraste con la reforma agraria oficial en curso, los revolucionarios adoptaron una retórica antiimperialista radical y se comprometieron a “combatir incesantemente el régimen colombiano pro-yanqui hasta derrocarlo” (Arenas, 1985, p. 87). También prometieron confiscar las tierras concedidas a las empresas norteamericanas y convertir los grandes latifundios a una producción planificada y centralizada. Aparte de dichas propuestas de mano dura, el núcleo del programa comunista abogaba por la propiedad privada de las clases trabajadoras rurales. Pretendía abolir toda forma de trabajo no libre y asignar títulos de propiedad totalmente gratuitos a las personas que cultivaban la tierra; además, prometía suspender las deudas contraídas por el campesinado con usureros, especuladores e instituciones gubernamentales. Se comprometía, igualmente, a entregar maquinarias, herramientas y animales de trabajo. Tenía, también, planes de implementar un programa de vivienda rural y un sistema de caminos que conectara las fincas con los mercados (Arenas, 1985). El Programa Agrario Revolucionario de 1964 sirvió como grito de batalla fundacional para la guerrilla de las FARC-EP, que fueron creadas un par de años después, en la Segunda Conferencia del Bloque Sur (1966), en Uribe, Meta (Alape, 1994; Arenas, 1985). A partir de ese momento, el movimiento insurgente acompañó la lucha de los colonos por la tierra.

Durante las décadas de 1960 y 1970, Medellín del Ariari y los pueblos aledaños a la serranía de La Macarena fueron considerados zona roja. Sus habitantes fueron primero vistos como simpatizantes comunistas, y posteriormente, como colaboradores de las FARC-EP. Este estigma los marginó significativamente de la inversión pública, razón por la cual el Sindicato Agrario del Meta tuvo que suplir la falta de ayuda gubernamental. Ruby Castaño, una líder del sindicato, recordó en una entrevista que

(…) nadie se atrevía a venir a Medellín del Ariari. No había inversión del gobierno. Muchos campesinos murieron por fiebres, paludismo, accidentes de trabajo y mordeduras de serpiente debido a la distancia de los centros de salud y a los ríos intransitables. El abandono estatal y la pobreza prevalecían. (International Peace Observatory (IPO), 2012, p. 4)

En 1970, el sindicato comunista adoptó el nombre de Sindicato de Trabajadores Agrícolas Independientes del Meta (Sintragrim), cuyos miembros se comprometieron a “defender una amplia reforma agraria y los derechos de los campesinos a la tierra” (Sintragrim, 2009, p. 172). Esta retórica se materializó en una miríada de acciones cotidianas. El sindicato organizaba eventos comunitarios entre sus afiliados para recaudar fondos y gastaba los ingresos en el bienestar colectivo: construyendo escuelas primarias y puentes rudimentarios, asignando parcelas agrícolas y otorgando pequeños préstamos (IPO, 2012; Sintragrim, 2009). Estas iniciativas fomentaron lazos de solidaridad duraderos entre los miembros del sindicato, quienes levantaron desde sus cimientos el asentamiento de Medellín del Ariari.

Mientras tanto, los dirigentes del Frente Nacional en Bogotá recompensaban a sus clientelas gastando recursos oficiales exclusivamente en los bastiones liberales y conservadores del Ariari. Por ejemplo, en 1973, el gobierno de Pastrana Borrero pretendió reconciliar a los pueblos rojos y azules construyendo un puente llamado “Puente de la Amistad” sobre el río Ariari (Sintragrim, 2009). Este río había servido durante y después de La Violencia como frontera divisoria entre el asentamiento liberal de El Castillo y la colonia conservadora de Cubarral. Pero como todas estas poblaciones eran relativamente cercanas, los comunistas de Medellín del Ariari se beneficiaron indirectamente del acercamiento entre liberales y conservadores, y utilizaban el puente para transportar sus mercancías, como todos los demás (Sintragrim, 2009). De esta manera, las comunidades de izquierda lograron sortear pragmáticamente la narrativa discriminatoria impulsada desde el ámbito nacional.

La disolución del Frente Nacional permitió un mayor margen de maniobra para las organizaciones no afiliadas a los dos partidos tradicionales. En 1979, el Ministerio de Obras Públicas, finalmente, reconoció el estatus legal de Sintragrim, creado a mediados de los años cincuenta del siglo XX (Sintragrim, 2009). A partir de entonces, la organización pudo expandir su influencia a otros asentamientos ubicados en los alrededores de la serranía de La Macarena, como Uribe, Vistahermosa y Mesetas; además, logró aumentar el número de sus afiliados a 2.500 miembros (Sintragrim, 2009). Para sus líderes, el sindicato constituía “un proceso de resistencia campesina que durante muchos años ofreció una alternativa de vida y acceso a la tierra” (Sintragrim, 2009, p. 172). Estas organizaciones de base jugaron un papel informal —pero decisivo— en la regulación de la vida cotidiana.

Las primeras plantaciones de marihuana aparecieron a mediados de la década de 1970, en Vistahermosa, en las inmediaciones del Parque Nacional de la Serranía de La Macarena, pero desaparecieron hacia finales de la década, cuando los precios se desplomaron bruscamente. Según el economista Óscar Arcila, la creación, en Estados Unidos, de una variedad sin semillas provocó una contracción de la demanda de marihuana colombiana y causó una crisis de sobreproducción. En 1977, los precios bajaron tanto que la marihuana tuvo que ser quemada o arrojada a los ríos (Arcila, 1989). Ese fue el fin de la breve relación de los colonos de La Macarena con la marihuana. El sociólogo Alfredo Molano (1989, pp. 300-301) sostuvo que “(la marihuana) fue un ensayo general, frustrado, pero preparó a la gente para el cultivo de coca que llegó casi inmediatamente”.

Hacia 1978, la coca empezó a reemplazar las plantaciones de marihuana en el Parque Nacional de la Serranía de La Macarena. Los traficantes de esmeraldas aprovecharon su experiencia en el contrabando y en el empleo de la violencia para controlar cada etapa de la lucrativa industria de la cocaína (Molano, 1989). En un lugar conocido como La Libertad, entre El Retorno y Calamar (Guaviare), los comerciantes de esmeraldas establecieron extensos cultivos de coca, protegidos por hombres fuertemente armados. Contrataban la mano de obra local para cultivar las matas, entrenaban a grupos especializados para refinar la cocaína y, finalmente, enviaban la droga por avión a Villavicencio o a Bogotá (Molano, 1989); sin embargo, los colonos pronto descubrieron los secretos del cultivo de la coca. Sus semillas se extendieron hacia el norte, a lo largo de los ríos, desde La Libertad hasta San José del Guaviare, y desde allí, hasta Puerto Rico, en el sur de Meta, y luego, hasta la serranía de La Macarena (Molano, 1989). Así, se abrieron pequeñas parcelas de coca en zonas aisladas dentro del parque protegido.

Un censo realizado en la serranía de La Macarena registró una importante afluencia migratoria de colonos desde finales del decenio de 1970 (Universidad Nacional de Colombia, 1989). Se estima que entre 1982 y 1988, cerca de 2.000 familias llegaron al área protegida ubicada en el bajo Ariari, mientras que el 7 % de la reserva forestal fue convertida en parcelas de coca y de subsistencia (Universidad Nacional de Colombia, 1989). En 1988, cerca de 25.000 personas vivían en la reserva natural; la mayor parte —el 46 %— había nacido en el departamento de Meta, y el resto, en otras zonas del país (Universidad Nacional de Colombia, 1989). En este censo de 1988 se observaron frentes activos de colonización y el surgimiento de varias aldeas como centros de comercio de pasta de coca. Estos minúsculos caseríos florecieron en las riberas de los ríos, ya que a menudo dichos cuerpos de agua eran el único medio de transporte tanto para las personas como para la droga. Así, a lo largo de la década de 1980 surgieron pequeños puestos de avanzada, como Barranco Colorado, sobre el río Ariari; Puerto Toledo, a lo largo del río Güejar; Nueva Colombia, a orillas del río Guayabero, y Jardín de Peñas, a lo largo del río Duda (Universidad Nacional de Colombia, 1989). El rápido crecimiento de esos pueblos del Bajo Ariari iba estrechamente ligado a la modernización agrícola y a la concentración de tierras que se daba, simultáneamente, en las subregiones vecinas del alto y el medio Ariari. Las presiones para realizar costosas inversiones de capital en tecnología agrícola superaron las capacidades de los colonos, que migraron hacia La Macarena, y expandieron así la frontera.

La coca representó una forma de resiliencia para los colonos. Para Molano, “parecía como si todos los sufrimientos, las privaciones y la explotación a los que habían sido sometidos los colonos se hubieran vengado de repente. ¡Y qué venganza!” (Molano, 1989, p. 301). La noticia del cultivo ilegal pronto atrajo a más personas, quienes inundaron la periferia para cultivar y procesar las hojas. Llegó una gran variedad de gente que ofrecía todo tipo de bienes y servicios: vendedores de insumos químicos, comerciantes, prostitutas, vendedores ambulantes y recolectores estacionales de hoja de coca. Todos ellos fueron atraídos a esta reserva natural, ahora transformada en un importante punto de producción y venta de droga para el mercado global. Los negocios legales, incluyendo hoteles, restaurantes y tiendas, florecieron de la mano de la coca (Zabala, 1999).

Inicialmente, las FARC-EP impusieron límites al negocio de la droga en la sierra de La Macarena. Se opusieron a las ambiciones de los narcotraficantes de crear un complejo cocainero con plantaciones de coca a gran escala, laboratorios sofisticados y pistas de aterrizaje clandestinas, como los que se establecieron en Caquetá y Putumayo durante la primera mitad de la década de 1980. En La Macarena, la guerrilla trató de proteger la modesta economía de los colonos. Insistieron en preservar los cultivos de pancoger y mantener la producción de coca a pequeña escala. Según Óscar Arcila (1989, p. 175), “se notificó a los colonos que, por cada hectárea cultivada en coca, debían sembrar otra en yuca, plátano y maíz”; además, “un llamado Jueves Agrario inculcaba que todos debían dedicar ese día de la semana a actividades agrícolas diferentes al cultivo de coca” (Arcila, 1989, p. 175). Con ello, la guerrilla de las FARC-EP buscaban preservar el origen campesino de los nuevos cocaleros. Esta era una tarea sumamente difícil, dado que sus ingresos como organización rebelde dependían cada vez más de los impuestos recaudados de la economía cocalera.

Luis Alberto Morantes, alias Jacobo Arenas, era consciente del reto que suponía la producción capitalista de la droga. El cuadro comunista había desempeñado un papel esencial en la creación de Medellín del Ariari, a finales de la década de 1950, y se había convertido en el ideólogo de la guerrilla a finales de la década de 1980. Jacobo Arenas expresó este reto en una entrevista a la prensa:

Yo soy un revolucionario, no tengo nada qué ver con el capitalismo, peleo contra el capitalismo. Lo que pasa es que como vivo en el capitalismo, lucho en el capitalismo; y como se necesita capital para hacer la revolución, pues, entonces, lo hacemos. Pero cuando triunfe la revolución paramos ahí el proceso y creamos un nuevo modo de producción, una nueva concepción de la vida donde se suprima la explotación de unos hombres por otros. (Semana, 1987)

Pero mientras se daba esta anhelada victoria, el movimiento guerrillero se vio en la tarea de flexibilizar su resistencia ideológica a la mercancía capitalista regulando la vida cotidiana de las comunidades deseosas de participar en el auge cocalero. La ideología fue negociada pragmáticamente, como lo narró Jacobo Arenas un par de años antes de su muerte:

Lo que nosotros hacemos con los cultivadores es decirles: compañeros, no les vamos a prohibir que siembren porque eso es una cosa que se hizo general, y además no somos gobierno para prohibir; cultívenla, pero compren ganado, monten sus fincas, higienicen sus casas, eduquen a sus muchachos, porque de pronto esto de la coca se va a terminar. Y la gente está haciendo exactamente eso, simpatiza con esa orientación y no solamente simpatiza sino que tiene que aceptarla”. (Semana, 1987)

El anhelo de los colonos de aprovechar la bonanza, sumado a las prioridades militares de la propia guerrilla, empujaron a las FARC-EP hacia la economía cocalera. Su decisión de apoyar la producción de narcóticos en 1982, durante la Séptima Conferencia, les permitió expandirse geográficamente y fortalecer sus capacidades militares (Cook, 2011). Como resultado de esta medida, los cultivos de coca brotaron silenciosamente a lo largo y ancho de la Amazonía colombiana.

Pese a ello, Colombia siguió siendo, en su mayor parte, un país procesador de cocaína durante la década de 1980. Se estima que entre el 83 % y el 93 % de la pasta de coca se seguía importando de Perú y Bolivia, como se muestra en la tabla 2.

Tabla 2 Producción de pasta de coca colombiana e importada 

Fuente: elaboración propia con base en Gómez (1988, p. 99).

Cuando fueron expulsados de aquellas subregiones, en plena modernización agrícola, los empobrecidos colonos del Ariari pudieron recurrir a los bolsones de tierra disponibles. Cedieron a la presión porque aún había tierra disponible en esa frontera en expansión; en cambio, el dinero en efectivo era un recurso mucho más escaso y, por tanto, más valioso que la misma tierra. La venta de las “mejoras” y la consiguiente apertura de nuevos frentes de colonización suponían una modesta fuente de dinero en efectivo. Los ingresos procedentes de los cultivos de coca se convirtieron en otra fuente de dinero en efectivo; además, la coca encajaba perfectamente con la historia de los colonos de tumbar monte e instalarse selva adentro. Miles de colonos se llevaron a cuestas sus demandas irresueltas de infraestructura y servicios rurales hacia los confines de la frontera. Las demandas colectivas de infraestructura y servicios rurales básicos expresadas durante el decenio de 1960 resurgieron en la cuenca del río Ariari en el de 1980.

LA UNIÓN PATRIÓTICA Y LOS INTENTOS DE REFORMAS DEMOCRÁTICAS EN EL ARIARI

Durante los años ochenta del siglo XX, los clamores de paz y reforma agraria volvieron a ocupar la atención nacional. En agosto de 1982, el político conservador Belisario Betancur asumió la Presidencia después de hacer una exitosa campaña a favor de un acuerdo de paz con todos los grupos guerrilleros activos en ese momento. Poco después de tomar posesión, Betancur (1982-1986) inició diálogos secretos con el secretariado de las FARC-EP (Alape, 1994; Arenas, 1989; Chernick, 1988; Dudley, 2006 ). Incluso antes de sellar un acuerdo de paz con la guerrilla, y como muestra de buena voluntad, el Estado colombiano hizo una concesión sustancial. El Congreso expidió la Ley 35 de 1982; esta otorgaba una amnistía general que borraba los delitos políticos cometidos hasta la fecha y liberaba de las cárceles a todos los combatientes presos. Las conversaciones de paz concluyeron con éxito el 28 de marzo de 1984, cuando el gobierno de Betancur y las FARC-EP llegaron a un acuerdo en Uribe, Meta, un pequeño y remoto caserío de la serranía de La Macarena (Romero, 2011). Dicha localidad servía como cuartel general de las FARC-EP y tenía el valor simbólico adicional de ser su lugar de nacimiento, a mediados de la década de 1960 (Alape, 1994).

Ahora más numerosa y organizada, la guerrilla volvió a presionar por la redistribución de la tierra. El acuerdo de paz, conocido como los Acuerdos de Uribe, reconoció que el acceso democrático a la tierra sería crucial para poner fin al conflicto armado. “El gobierno tiene una amplia voluntad de impulsar vigorosamente la aplicación de una política de reforma agraria en reconocimiento a que los problemas de la tierra están presentes en los actuales conflictos sociales”, rezaba el acuerdo (citado en Romero, 2011, p. 415). El acuerdo de paz también se comprometió a introducir reformas adicionales en el Congreso para garantizar la seguridad de los líderes de la oposición (Romero, 2011, p. 413-416). A los combatientes de la guerrilla se les concederían garantías para organizarse política y económicamente, aunque no se especificaron los detalles sobre la desmovilización completa de la guerrilla; además, el acuerdo de paz se comprometía a promulgar elecciones populares de gobernadores y alcaldes, que hasta entonces eran nombrados por el gobierno central. De este modo, los Acuerdos de Uribe parecían abrir oportunidades democráticas, luego del excluyente Frente Nacional bipartidista. Ofrecía la oportunidad de llevar a cabo reformas sencillas, pero cruciales, para resolver de una vez por todas el conflicto armado de tres décadas, que hasta entonces asolaba principalmente la periferia del país.

Poco tiempo después de la firma, el acuerdo de paz dio su primer fruto. El 11 de mayo de 1984, la guerrilla de las FARC-EP lanzó su nuevo partido político, llamado Unión Patriótica (UP). La noticia fue anunciada en un acto público masivo de 20.000 personas en el centro de Bogotá (Romero, 2011). Este evento dio visibilidad a los rebeldes, quienes salieron de sus bastiones históricos en la frontera agrícola para militar en la esfera pública. “La UP haría lo que las FARC no pudieron hacer: llevar el mensaje de los rebeldes a un público amplio”, escribió el académico Steven Dudley (2006, p. 56).

Este partido volvió a agitar las banderas del “problema campesino”. Su plataforma de campaña abogaba por una reforma agraria que expropiara los latifundios y los redis­­­tribuyera sin costo alguno entre los campesinos sin tierra (citado en Romero, 2011, p. 418). Su política agraria proponía la construcción de infraestructura vial y la concesión de créditos agrícolas a largo plazo y a bajo interés, así como la introducción de técnicas agrícolas modernizadoras (citado en Romero, 2011, p. 418). Así pues, las reivindicaciones de la UP en materia de reforma agraria se daban dos décadas luego del impulso reformista de la Alianza para el Progreso y del Programa Agrario Revolucionario de las FARC-EP.

A mediados de la década de 1980, las FARC-EP ya habían abandonado su fuerte retórica antiimperialista y su aspiración de colectivizar la agricultura; sin embargo, el Estado colombiano aún debía títulos de propiedad de la tierra y servicios rurales básicos a los colonos de la frontera. Las élites reformistas del Frente Nacional habían incumplido sus promesas de convertir a los colonos de la frontera en prósperos agricultores. Así, en los últimos años de la Guerra Fría, la UP, partido de izquierda, reclamó con vehemencia esas reformas aún pendientes.

En el Ariari, los miembros de las ligas agrarias recibieron con los brazos abiertos a la UP. “El pueblo organizado en el Sindicato de Trabajadores Agrícolas Independientes del Meta y en el Partido Comunista, le apostó incondicionalmente a este proceso, colocándole los mejores cuadros políticos y sindicales a esta batalla de ideas políticas”, dictan las memorias del Sindicato de Trabajadores Agrícola Independiente de Medellín del Ariari (Sintragrim, 2009, p. 173). Los militantes sindicales se movilizaron masivamente para apoyar el nuevo partido: “Se esperaba y se creía que los cambios se iban a dar. Las movilizaciones que se hacían lo demostraban; ríos de gente se movían en los caseríos, inundados de felicidad, entre aplausos y admiración vivía la población”, recuerda uno de ellos (Sintragrim, 2009, p. 173). La UP también atrajo a algunos liberales y progresistas, a los independientes, a los estudiantes y a otras organizaciones comunitarias, a tal punto que el departamento de Meta se convirtió en uno de los bastiones más importantes de la UP en el país (Dudley, 2006 ). En 1986, el partido de izquierda eligió quince escaños municipales y un representante a la cámara en Meta (Asfaddes, 2000). En 1988, la UP ganó 47 concejales y cuatro alcaldes (Asfaddes, 2000). No es de extrañar que dichas alcaldías se obtuvieran en las zonas de colonización comunista donde las FARC-EP tenían una fuerte influencia. Los sindicalistas expresaron su entusiasmo por el éxito electoral de la UP así: “Se creía que mediante la lucha organizada se lograría llegar a los espacios más importantes, como son las administraciones locales, y en verdad ver que el Estado hacía presencia pero con las propuestas e ideas propias de las comunidades” (Sintragrim, 2009, p. 173). Los activistas de las ligas campesinas aspiraban a convertirse, por fin, en gobiernos locales legalmente constituidos, y a controlar los presupuestos municipales para llevar a cabo las reivindicaciones históricamente aplazadas.

Sin embargo, la UP suscitó una feroz oposición por parte de la clase política, los militares y los grandes terratenientes. Al respecto, la directora del sindicato de Medellín del Ariari afirmó, con amarga indignación: “Como culebras venenosas escondidas entre los matorrales buscaban como único objetivo acallar las voces de esperanza”, (Sintragrim, 2009, p. 173). La UP llegó a ser vista como una amenaza para el control regional de los partidos mayoritarios, y como una fuerza que podría renovar la agenda política para incluir temas como la reforma agraria (Dudley, 2006).

El nuevo partido político apenas si estaba empezando a tomar forma cuando estalló la violencia política contra sus militantes. Una de las primeras víctimas fue Pedro Nel Jiménez, antiguo miembro del Partido Comunista y abogado de presos políticos, y quien había sido recientemente elegido congresista de la UP por el departamento de Meta. El 1 de septiembre de 1986, solo un mes después de asumir el cargo, Jiménez fue asesinado a tiros delante de su hija, mientras la recogía de la escuela primaria en Villavicencio (Asfaddes, 2000). “Mientras más visibilidad ganaba la UP, más se intensificaba la violencia”, señaló el académico Andrei Gómez-Suárez (2015, p. 186). La guerra sucia se dirigió no solo a los políticos, sino también, a los militantes de base. Por ejemplo, en 1986, la señora Ruby Castaño, miembro de Sintragrim, exclamó en una entrevista: “¡Al sindicato le mataron la junta directiva hasta tres veces!” (IPO, 2012, p. 4). Explicó que el sindicato tuvo que reemplazar la junta directiva en tres ocasiones, porque todos sus miembros fueron asesinados (IPO, 2012). Un año más tarde, en 1987, Arnulfo Vargas, presidente de Sintragrim y concejal de la UP en el municipio de El Castillo, fue asesinado cuando regresaba del funeral de otros dirigentes sindicales (IPO, 2012; Sintragrim, 2009). Los directivos de Sintragrim fueron físicamente exterminados, y la organización, desmantelada.

La paz con las FARC-EP tuvo una vida corta. En abril de 1987, Braulio Herrera e Iván Márquez, dos líderes guerrilleros amnistiados que se desempeñaban como congresistas de la UP, regresaron a las filas de la insurgencia aduciendo falta de seguridad (Giraldo, 2001). Estas decisiones significaban que el proceso de paz había terminado. Las fuerzas rebeldes estaban de nuevo en guerra con el establecimiento colombiano, pero esta vez contaban con una fuente de financiación rentable: la tributación a la producción de drogas.

Mientras tanto, las organizaciones campesinas de base siguieron atrapadas entre dos fuegos. Por citar solo un ejemplo, en 1987 unos 10.000 campesinos del Meta se reunieron en la Marcha del Iraka para instar al Gobierno nacional a detener la matanza (Sintragrim, 2009); sin embargo, la respuesta a esas apremiantes demandas de derechos humanos fue el asesinato de Jaime Pardo Leal, candidato presidencial de la UP y militante comunista, el 11 de octubre de 1987 (Sintragrim, 2009). Años más tarde, el 3 de junio de 1992, María Mercedes Méndez, alcaldesa de la UP de El Castillo, fue asesinada a tiros, junto con otros miembros del gabinete cuando regresaba de un batallón militar, donde exigió garantías de seguridad (Asfaddes, 2000; CNMH, 2015). Estos asesinatos fueron solo algunos entre cientos de casos. Según las organizaciones de derechos humanos, entre 1986 y 1996, cerca de 485 representantes y simpatizantes de la UP fueron asesinados en el departamento de Meta, mientras que 117 fueron desaparecidos (Sobrevivientes del Comité Cívico por los Derechos Humanos del Meta, 1997). Para Ruby Castaño, líder de Medellín del Ariari, el mensaje de los militares y los paramilitares era claro: “si ustedes permanecen acá o participan en la organización, les pasará lo mismo” (IPO, 2012, p. 5).

En consecuencia, muchos civiles abandonaron sus fincas y buscaron protección en los barrios empobrecidos de Bogotá y Villavicencio. Otros buscaron refugio en zonas rurales más aisladas, pero siguieron siendo acosados por las tropas militares (IPO, 2012). Algunos de ellos, incluso, renunciaron a su identidad política para sobrevivir. Solo los más afortunados encontraron refugio en Europa. Por ejemplo, Josué Giraldo, abogado de derechos humanos y uno de los últimos líderes de la UP, grabó sus memorias desde el exilio en Suiza. Recordaba así su visita en 1989 al casco urbano de Vistahermosa, situado en las inmediaciones de la Serranía de La Macarena:

Todo era desolación: solo se veían perros hambrientos y burros flacos. En casi todas las casas se leía: “se alquila”, “se vende”, “se permuta”. Las casas estaban vacías y sobre las puertas habían clavado maderos para afirmar que aquel pueblo se estaba convirtiendo en un pueblo fantasma. Solo encontré dos cantinas abiertas con un grupo de ancianos jugando billar. No había un solo joven. No había una mujer. No había niños. No había futuro. (Sobrevivientes, 1997, p. 257)

Horrorizado, Josué Giraldo comprobó que los colonos habían sido desplazados una vez más. Se mostró desolado al descubrir que las ligas campesinas de la serranía de La Macarena habían sido diezmadas sin haber siquiera conseguido títulos de propiedad para sus afiliados (Sobrevivientes, 1997). La líder sindicalista campesina Ruby Castaño sintetizó y representó así la dramática experiencia: “Nosotros nos subimos encima de una silla, en la que estábamos más arriba para poder lograr cosas, y ellos le dieron una patada a la silla para derrumbar nuestra propuesta política” (IPO, 2012, p. 4). La lucha política por una reforma agraria perdió relevancia ante los hechos de terror. Las denuncias de violaciones de derechos humanos pasaron a un primer plano, dejando de lado las demandas sociales. El incipiente proyecto político estaba hecho trizas.

Según Josué Giraldo, líder de la UP, los crímenes contra los militantes de su partido fueron ordenados en los cuarteles, y luego, ejecutados por los paramilitares (Sobrevivientes, 1997). Los testimonios disponibles sugieren que la mayoría de estos asesinatos fueron anunciados días antes —incluso, meses antes— de su perpetración; las fuerzas de seguridad del gobierno bien podrían haber evitado estos crímenes si se hubieran decidido a hacerlo. A finales de la década de 1980, el proceso de paz con el mayor grupo guerrillero había fracasado estrepitosamente. Los sectores de ultraderecha más recalcitrantes —es decir, las élites regionales bipartidistas, los narcotraficantes y los oficiales militares— habían conseguido sabotear el acuerdo de paz junto con cualquier posibilidad de democratizar el campo.

En marzo de 1996, Josué Giraldo escribió: “He aceptado salir en cuatro ocasiones en momentos difíciles. Por estas salidas es que aún estoy vivo. Cada vez prolongo un poco más el tiempo en el que me han de matar” (Sobrevivientes, 1997, p. 293). Lamentó verse obligado a abandonar las luchas que más le importaban: “Es enajenarle tu libertad a los verdugos; es endosarle al criminal la condición de un dios que puede decidir sobre tu vida o tu muerte. No lo acepto. Ceder me parece más terrible que la muerte misma” (Sobrevivientes, 1997, p. 307). El 13 de octubre de 1996, seis meses después de escribir estos pensamientos, Josué Giraldo fue asesinado en la puerta de su casa en Villavicencio (Sobrevivientes, 1997).

La guerra sucia contra los militantes de la UP cerró las posibilidades de atenuar los efectos sociales de la modernización agrícola. Mientras tanto, las políticas económicas neoliberales exacerbaron las tensiones rurales, lo cual deterioró las condiciones de vida del campesinado y creó las condiciones para la propagación masiva de la coca ilícita en los años noventa del siglo XX.

EL ARROZ EN EL GIRO NEOLIBERAL (1990-1996)

“Bienvenido al futuro”, pregonaba el eslogan publicitario de la campaña presidencial de César Gaviria. Esta prometía la modernización de la economía y un relevo generacional, representado con la llegada al poder, por primera vez en el país, de un Baby Boomer. La administración de César Gaviria introdujo una agenda de reformas políticas neoliberales que incluían libre comercio, privatización, desregulación y disciplina fiscal; sin embargo, los intentos por ajustar la agricultura nacional al modelo neoliberal amenazaron al sector arrocero, que hasta ese momento había dependido de una política proteccionista.

Las tensiones entre el gremio arrocero y el gobierno no se hicieron esperar. En enero de 1991, Rafael Hernández, director de Fedearroz, envió una carta a María del Rosario Sintes, ministra de Agricultura, y en la cual observaba: “Han transcurrido 150 días desde su posesión como Ministro de Agricultura sin que el panorama arrocero presente signos de recuperación o de estabilidad en la producción” (Fedearroz, 1991a, p. 4). El jefe de la Federación alegó:

Usted, más que nadie, conoce el aporte de los arroceros a la paz social de Colombia, no solo por la participación en el PIB, sino por el empleo que genera y por el número de personas que en una u otra forma dependen de la actividad. (Fedearroz, 1991a, p. 5)

Según Hernández, la ministra había ignorado la propuesta de concertar con el gremio una política clara.

Los editoriales de la Revista Arroz reflejaban los recelos con respecto a las políticas neoliberales. En marzo de 1991, un editorial señalaba:

No podemos confiar la seguridad alimentaria de nuestro pueblo a los vaivenes de los mercados mundiales. En arroz, definitivamente la meta tiene que ser el autoabastecimiento. No podemos olvidarnos de que para todos los colombianos, el arroz es el cereal de mayor presencia en la mesa diaria y que para nuestros compatriotas de menores ingresos es la principal fuente de proteínas y calorías. (Fedearroz, 1991b, p. 5)

En 1991, pues, el gremio arrocero ya advertía las potenciales consecuencias de las importaciones de arroz para la estabilidad económica del sector y la paz social del país.

Mientras tanto, el presidente colombiano se proponía eliminar los programas agrícolas apoyados con fondos públicos, los cuales, en su opinión, distorsionaban el funcionamiento de los mercados. El presidente Gaviria anunció sus planes de desmantelar y privatizar las pocas instituciones de desarrollo agrícola que existían desde la década de 1950 o antes. Estas medidas incluían al Instituto de Mercadeo Agropecuario (Idema), al Instituto de Investigación Científica y a la Caja Agraria, entre otros (Fedearroz, 1991d). Tales decisiones no eran irrelevantes para el agro colombiano: por ejemplo, el Idema había sido creado en 1958 para controlar la inflación y proteger a los agricultores de la caída de los precios. Su importancia radicaba en que ofrecía precios garantizados a los productores de arroz, almacenaba los suministros de granos en instalaciones públicas y se encargaba de los canales de comercialización.

El Idema llegó a regular el sector del arroz fijando precios mínimos y desarrolló una red de infraestructura para el almacenamiento del grano en todo el país. Desde los años cincuenta del siglo XX, el Idema había desempeñado un papel crucial a la hora de garantizar un mercado a los productores de arroz y protegerlos de la caída de los precios; sin embargo, a principios de la década de 1990, el Idema se hallaba en una situación crítica. Perdía credibilidad incluso entre algunos altos funcionarios de Fedearroz. Por ejemplo, en una carta dirigida al Ministerio de Agricultura, el consejo directivo de Fedearroz reprobaba que en 1990 el Idema solo comercializaba el 8 % de la producción nacional de arroz, y el resto quedaba en manos de unas pocas empresas privadas (Fedearroz, 1991a). Aseguraba, además, que “las condiciones en las que el Idema compraba el arroz constituían un ejemplo perjudicial para los demás agentes que intervenían en el mercado” (Fedearroz, 1991a, p. 12).

Un editorial de la Revista Arroz de julio de 1991 profundizó en este argumento sugiriendo que los precios apoyados por el gobierno ya no cubrían los costos de producción, y que los pagos se dividían en múltiples y demorados plazos (Fedearroz, 1991c). La liquidación del Idema planteaba, sin embargo, un interrogante como para preocuparse: ¿quién o qué lo reemplazaría en su papel de árbitro del mercado? Rafael Hernández, director de Fedearroz, afirmó al respecto:

El Estado y los consumidores necesitan de un ente regulador de los precios de los productos del agro, distinto de la mano invisible del Adam Smith. No sólo los precios internacionales pueden darnos esa pauta. Así los ortodoxos digan lo contrario, hay que insistir en la permanencia del Estado como figura reguladora. (Fedearroz, 1992a, p. 17-18)

Así, a principios de los años noventa del siglo XX, el gremio arrocero consideraba que la regulación estatal no podía delegarse exclusivamente en el sector privado, pues el arroz era un elemento indispensable en la canasta básica de alimentos.

Adicionalmente, los agricultores alegaron que la falta de inversión pública obstaculizaba sus posibilidades de competir eficazmente en el mercado mundial. Un editorial publicado en septiembre de 1991 indicaba: “La celeridad en la aplicación del proceso de apertura económica (ha tenido lugar) sin que el Estado ofrezca a cambio una infraestructura mínima de carreteras y puertos para hacer frente a las políticas, esas sí proteccionistas, que ofrecen los países exportadores de arroz en todo el mundo” (Fedearroz, 1991d, p. 5). El texto mencionaba explícitamente la situación de los arroceros del Ariari: “¿Con qué criterio puede el Gobierno acelerar el desmonte de la protección a la agricultura, cuando por falta de verdaderos planes de desarrollo, el 30% de la producción arrocera no puede ingresar al mercado nacional por el cierre de la vía Bogotá-Villavicencio?” (Fedearroz, 1991d, p. 5). En efecto, la única carretera que ascendía desde la llanura tropical del Ariari hasta la capital andina de Bogotá era no pocas veces intransitable, debido a los desprendimientos. El editorial concluía con una clara advertencia: “La paz social que con ahínco todos queremos alcanzar no podrá conseguirse si el Estado no se resuelve a invertir en el campo para insertar el sector primario en la nueva política de internacionalización de la economía” (Fedearroz, 1991d, p. 5). Los arroceros colombianos señalaron así que no estaban preparados para una apertura brusca de la economía.

El descontento afloró una vez más en la Cumbre Nacional de Arroceros celebrada en diciembre de 1991. Allí, los agricultores protestaron contra la reciente reducción de los aranceles de importación de arroz, del 50 % al 20 % (Fedearroz, 1992d; 1992b). Aún más indignante resultaba la decisión oficial de ordenar al moribundo Idema importar 25.000 toneladas de arroz subvencionado desde Estados Unidos y Tailandia (Fedearroz, 1992d). En febrero de 1992, la junta directiva de Fedearroz dirigió una nueva misiva al presidente Gaviria, en la cual afirmaba:

La importación de arroz ha sido el mayor desatino en momentos en que estamos recogiendo la cosecha y estamos a punto de tomar decisiones sobre la siembra de la siguiente cosecha, que es la más importante del año y representa el 70 por ciento del abastecimiento del país. (Fedearroz 1992b, p. 4)

Poco después, el director de la Federación emitió un comunicado en el cual afirmaba que las importaciones eran escandalosas, pues los arroceros colombianos estaban en capacidad de satisfacer las necesidades nacionales. Molesto, denunció que el gobierno había incumplido su promesa de abrir gradualmente el sector agrícola, a fin de que los agricultores nacionales tuvieran tiempo suficiente para adaptarse a las cambiantes políticas económicas. Sugirió que las posibilidades de competir con éxito en el mercado mundial eran mínimas mientras los países industrializados mantuvieran artificialmente los precios bajos. Para él, la reducción de los subsidios gubernamentales, sin la adopción de una medida similar en los países desarrollados, estaba condenada a paralizar la producción de arroz colombiana (Fedearroz, 1992d).

A medida que transcurría la década de 1990, la Apertura se reflejaba en las páginas de la Revista Arroz. En ella aparecían cada vez más frecuentemente artículos analizando la industria arrocera en Asia, en Estados Unidos, en la Comunidad Económica Europea y en los demás países andinos. La revista dedicaba páginas enteras a comparar los subsidios gubernamentales en otros países, las variedades de semillas, los calendarios de cosecha, los rendimientos, las producciones y los niveles de consumo. Aunque el mercado mundial parecía desalentador, la competencia con los países vecinos lucía menos desafiante; o al menos eso pensaban los arroceros durante los primeros años del mandato de Gaviria. Los productores del cereal vieron una oportunidad rentable en la zona de libre comercio del Pacto Andino, creado en enero de 1992. Entre los países firmantes del acuerdo internacional, Colombia era el mayor productor de arroz, con el 50 %, seguida por: Perú, con el 24 %; Venezuela, con el 12 %; Ecuador, con el 10 %, y Bolivia, con el 4 % (Fedearroz, 1991d). A excepción de Colombia, todos los demás países andinos dependían del arroz importado (Fedearroz, 1991d ). La federación confiaba en el hecho de que Colombia era autosuficiente y producía a menor costo; proponía, entonces, orientar los excedentes internos hacia los vecinos (Fedearroz, 1992c). A principios de la década de 1990, el sector arrocero colombiano alcanzó a ilusionarse con la posibilidad de aprovechar su ventaja comparativa y beneficiarse de una zona de libre comercio andina, que garantizaba unos aranceles elevados para los países no miembros.

Sin embargo, las expectativas chocaron con la realidad. Entre 1991 y 1996, las importaciones de arroz aumentaron a un nivel sin precedentes, según se aprecia en la tabla 3. Fedearroz acusó a Ecuador y a Venezuela de infringir continuamente el Pacto Andino. Estos países importaban arroz blanco, también denominado con cáscara, subvencionado de Estados Unidos y Asia, y con el único objetivo de exportarlo libre de impuestos a Colombia (Fedearroz, 1995a). Los representantes de la Federación denunciaron: “Esta actividad de maquila constituye una forma de triangulación de los Estados Unidos a Colombia” (Fedearroz, 1995a, p. 3). Por ello, se dirigieron al recién elegido gobierno: “Le pedimos que exija inmediatamente los certificados de origen del arroz procedente del país vecino hasta que el gobierno ecuatoriano corrija su comportamiento comercial irregular” (Fedearroz, 1995a, p. 3). En septiembre de 1996, un editorial de la Revista Arroz censuró esta práctica de dumping: “Es inaceptable que Ecuador nos inunde de arroz blanco cuando ese país ni siquiera es excedentario en arroz” (Fedearroz, 1996b, p. 2). A mediados de los años noventa del siglo XX, parecía que el Pacto Andino no estaba funcionando bien para los arroceros colombianos, quienes no habían logrado convertirse en los mayores proveedores de la región andina. Los mayores desafíos de la Apertura provenían de las prácticas desleales de los países vecinos miembros del acuerdo de libre comercio.

Tabla 3 Importaciones de arroz a Colombia 1990-1996 (toneladas métricas) 

Fuente: www.fedearroz.com.co/

Las importaciones masivas de arroz subvencionado procedentes de Ecuador, Venezuela e, incluso, Vietnam deprimieron los precios y frenaron la producción (Fedearroz, 1995a). En el periodo 1990-1996, la producción nacional de arroz pasó de dos millones a un millón y medio de tm, según lo cual disminuyó en una cuarta parte (Ministerio de Agricultura, 2000). Entre 1990 y 1996, la superficie sembrada de arroz en todo el país se redujo de 521.000 ha a 379.436 ha, lo que supuso un descenso del 27,1 % (Ministerio de Agricultura, 2000).

Además de lo anterior, la disminución de las hectáreas de arroz dejó a los trabajadores rurales expuestos al desempleo. Fedearroz (1995b) estimó que se perdieron aproximadamente 1.100.000 jornales entre 1992 y 1995 y desaparecieron unos 6.900 puestos de trabajo relacionados directamente con la producción de arroz, junto con 3.440 empleos relacionados indirectamente. Al respecto, el economista especializado en drogas Francisco Thoumi (2009) sugirió que

(La apertura de la economía) aumentó sustancialmente la competencia en el mercado de productos agrícolas. Se produjo una crisis rural en algunas partes del país, lo que generó una mano de obra dispuesta a la producción de coca. De hecho, muchos campesinos emigraron del café hacia el arroz y otras explotaciones agrícolas en zonas despobladas, donde comenzaron a cultivar coca y amapola. (p. 216 (traducción propia))

La imposición errática de medidas de liberalización comercial tuvo graves consecuencias humanas: empobreció aún más a los trabajadores rurales y a los pequeños agricultores.

En el departamento de Meta, la producción de arroz siguió de cerca la tendencia generalizada en todo el país. En 1990, la producción industrial de arroz había alcanzado 462.700 tm en Meta, pero se redujo continuamente, hasta llegar a un punto crítico en 1996, con 324.768 tm, lo cual supuso una caída del 29,8 %, tal cual se aprecia en la figura 3. La superficie sembrada de arroz también disminuyó durante el periodo 1990-1996: pasó de 114.900 ha en 1990 a 79.883 ha en 1996; esto es, un descenso del 30,5 %, como se ve en la figura 4. En el periodo 1995-96, la superficie arrocera alcanzó un mínimo no visto desde 1985, cuando totalizaron unas escasas 70.400 ha (Ministerio de Agricultura 1990); por lo tanto, las políticas neoliberales marcaron un punto de inflexión en la agricultura comercial de Meta, al revertir la tendencia del departamento a convertirse en la despensa agrícola del país, y pavimentó el camino hacia la expansión de los cultivos de coca.

Fuente: elaboración propia con base en Ministerio de Agricultura (2000)

Figura 3 Producción industrial de arroz 1990-1996 

Fuente: elaboración propia con base en Ministerio de Agricultura (2000)

Figura 4 Área plantada en arroz, departamento de Meta, 1990-1996 

En este contexto, Rafael Hernández, director de Fedearroz, pronunció nuevamente otro discurso en la apertura del Congreso Nacional de Arroceros de 1996. En esa ocasión, afirmó que antes de la introducción de las medidas neoliberales el sector arrocero contaba “con los más altos niveles de tecnología del continente, con excelentes calidades y con amplias capacidades agroindustriales para procesar el producto. Pasamos de ser un país exportador de arroz a un país importador de arroz” (Fedearroz, 1996a, p. 5). Hernández señaló que entre 1992 y 1995 los ingresos reales de los agricultores colombianos se redujeron en el 34 %, lo cual significó que su poder adquisitivo disminuyó en un tercio (Fedearroz, 1996a). La crisis afectó no solo al gremio arrocero, sino también, a otros cultivos transitorios, como la soya, el sorgo y el algodón. Como resultado, las inversiones públicas se estancaron y el desempleo rural se disparó. En dicha cumbre, el directivo de la federación interpeló con preguntas espinosas a los altos funcionarios del gobierno presentes en el auditorio: “¿A qué sectores ha beneficiado este modelo económico? ¿En qué medida este cambio de política ha contribuido al desarrollo del campo colombiano? ¿Dónde está el crecimiento de la inversión en infraestructura rural?” (Fedearroz, 1996a, p. 5). En su crítica, declaró: “Nos han engañado y debe haber un responsable. César Gaviria debe responder por esta catástrofe” (Fedearroz, 1996a, p. 5). Para Hernández, el sector agrícola había sido el “mayor perdedor” de las políticas económicas neoliberales. Como resultado, afirmó, la década de 1990 fue “la década perdida de la agricultura colombiana” (Fedearroz, 1996a, p. 6).

El sector agrícola se quejaba, además, de la inseguridad en el campo, la cual disuadía las inversiones y frenaba la producción. En 1995, la Sociedad de Agricultores de Colombia (SAC) envió una carta al presidente Samper, en la que le instaba a hacer frente a la violencia perpetrada por la guerrilla, los paramilitares y los narcotraficantes (Fedearroz, 1995b). La SAC llegó incluso a presionar al presidente para que declarara el estado de sitio, el cual permitía al gobierno suspender las normas constitucionales mientras atendía las amenazas a la seguridad pública (Fedearroz, 1995b). Dado que la industria arrocera requería altos niveles de inversión de capital, sus productores fueron particularmente víctimas de extorsiones, secuestros y asesinatos (Fedearroz, 1995b; 1996a). Pese a ello, la dirigencia del gremio arrocero asumió una posición más democrática que la SAC. El director de Fedearroz recalcó la importancia de buscar una salida negociada. “La paz en nuestros campos debe ser el primer y principal objetivo nacional”, afirmó en 1996 (Fedearroz, 1996a, p. 8). Así las cosas, a mediados de los años noventa del siglo XX, los efectos de las políticas agrarias neoliberales y el recrudecimiento del conflicto armado confluyeron de forma dramática: la producción agrícola bajó, el desempleo rural se disparó y la violencia se intensificó. Estos eran los ingredientes perfectos para la expansión de los cultivos de coca.

LA COCA MESTIZA Y COLONA

Durante el periodo 1981-1996, los cultivos de coca se multiplicaron casi por 20: pasaron de 3.000-4.000 ha en 1981 a 67.200 ha en 1996. Por dramático que parezca este aumento sostenido en el área sembrada en coca, dichas cifras palidecen en comparación con aquellas registradas en los otros países andinos. Entre 1981 y 1993, Perú concentró del 55 %-58 % de la superficie andina ocupada en coca, seguido por Bolivia, con el 25 %, y Colombia, con el 17 %-20 % (figura 5). Durante la mayor parte del periodo comprendido entre 1981 y 1996, las hectáreas de coca en Colombia languidecieron detrás de Perú y Bolivia. Aunque la producción de hoja de coca colombiana estaba directamente conectada con el mercado global de las drogas, sus efectos más notorios se restringieron al ámbito local hasta mediados de la década de 1990.

Fuente: elaboración propia con base en U.S. International Narcotics Control Strategy Report (1996; 1988; 1987).

Figura 5 Cultivos de coca andina (1986-1996) 

En el Ariari, la coca provocó conflictos intergeneracionales. En 2016, entrevistamos a doña Ligia en Canaguaro, una inspección del municipio de Granada. Ella pertenecía a la generación de colonos mestizos que llegaron al Ariari en el decenio de 1960 y consiguieron hacerse a un pedazo de tierra. Pero, a diferencia de muchos, ella logró mantener la finca de 22 ha y resistir a las presiones de venderla barata o abandonarla. Doña Ligia también mantuvo un rechazo rotundo hacia la coca. Para ella, primaban valores como el trabajo arduo y la rectitud —y la coca representaba exactamente lo contrario—. Trató de persuadir a sus hijos de que se alejaran de esa “planta maldita”, como ella la llamaba. “Si nacieron pobres, también pueden morir pobres”, les repetía. El tránsito de colono a cocalero no se ajustaba a las expectativas de la madre, a quien le incomodaba que sus hijos traicionaran las normas de la moral campesina; sin embargo, sus hijos no compartían esta forma de resignación ante la pobreza, y estaban dispuestos a correr el riesgo de involucrarse en esta actividad ilícita.

En la entrevista, María Ligia culpó a las autoridades estatales de la pobreza y de la falta de servicios básicos. “Somos tan de malas que el Estado no ha hecho nada por nosotros”, me dijo. Recordó una visita de Alan Jara, por entonces gobernador de Meta, al pueblo más cercano. En esa ocasión, ella aprovechó para comentarle que, después de cinco décadas, su vereda aún no contaba con servicio eléctrico. Al escucharla, el gobernador se tapó la cara con las manos y exclamó: “¡es una vergüenza, mi amor, que a estas alturas usted esté todavía sin luz!”.

El político garabateó una nota indicándole que con ella podría reclamar la instalación de la electricidad en la vereda. “Con eso me llenó de alegría”, comentó doña Ligia. Una autoridad estatal había reconocido, por fin, sus difíciles condiciones de vida, y ya se podía hacer algo. “Me dio un papel, y ahí lo tengo, que para que con eso reclamáramos para que nos pusieran la luz por cuenta de la gobernación. Y sigue siendo sinvergüenza, porque no puso nada de luz”. Con la nota en mano, María Ligia tocó a las puertas de todos los despachos en Villavicencio, pero nadie le dio respuesta. Al final de la entrevista, la colona, de 85 años, contó que uno de sus hijos le había ofrecido que dejara la finca y se uniera a su familia en el pueblo, donde tendría más comodidades para atenderla durante los últimos años de su vida.

En poco menos de medio siglo, la frontera abierta del Ariari se transformó en un epicentro agroindustrial rodeado por bolsones de coca. Este cultivo ilícito fue el producto inesperado de un proceso de modernización agrícola profundamente desigual. La guerra sucia sofocó cualquier intento de hacer un poco menos inequitativa y caótica esta transformación económica. Durante el periodo 1980-1990, una generación de defensores de derechos humanos y de líderes sociales prorreforma agraria fue aniquilada impunemente. A este respecto, Steven Dudley (2006, p. 224) afirmó: “La muerte de la UP había hecho algo más que destruir un movimiento político: había fracturado la psique de toda una generación”. Los militantes de la UP y los sindicalistas campesinos fueron exterminados en su intento pacífico por lograr una reforma agraria y conquistar democráticamente el poder local. La paz con el establecimiento había fracasado; la guerra revolucionaria, también. En las márgenes de esta frontera agrícola en expansión, solo el trabajo meticuloso y cotidiano de los sindicatos agrarios y de las juntas de acción comunal logró construir una infraestructura rural básica, como caminos de herradura, puentes rudimentarios, escuelas y un frágil acceso a la tierra. Aunque la coca atenuó la pobreza rural, también, paradójicamente, socavó la posibilidad de que las masas de colonos pudieran vivir en paz.

A lo largo de la década de 1990, los cultivos de coca se expandieron mientras el sector agrícola se hundía y entraba en crisis. Los pequeños agricultores no lograron competir con la saturación de alimentos importados, propiciada por la apertura económica. La reducción en la producción de alimentos y el desempleo rural aumentaron la reserva de mano de obra dispuesta a producir hoja y pasta de coca para el mercado global; además, las reformas neoliberales desmantelaron instituciones vitales para el desarrollo rural, como el Instituto Colombiano de Reforma Agraria (Incora) y el Instituto de Mercadeo Agrario (Idema). En 1996, el programa de desarrollo alternativo Plante sustituyó dichas instituciones y condicionó la inversión pública a la erradicación de coca. A partir de entonces, el desarrollo rural en la periferia se supeditó a las políticas antidrogas.

Finalmente, en 1996 se produjo un levantamiento rural masivo en toda la Amazonía colombiana. Más de 200.000 pequeños productores de coca marcharon desde sus tierras hasta las ciudades cercanas para protestar contra las fumigaciones aéreas de las plantaciones de coca patrocinadas por Estados Unidos (Ramírez, 2011). Los bloqueos y las movilizaciones revelaron la existencia de cientos de miles de familias rurales que se ganaban la vida cultivando y procesando la hoja de coca en la periferia (Ramírez, 2011). Las marchas cocaleras de 1996 y su cobertura mediática a escala nacional señalaron a la opinión pública, por primera vez, que el país estaba profundamente envuelto en la industria ilícita de la coca-cocaína. La movilización también reveló una realidad hasta entonces no reconocida: el lugar de Colombia en la cadena andina de la cocaína se había transformado radicalmente (Ramírez, 2011).

A mediados de la década de 1990, Colombia, un país con una historia cocalera relativamente marginal —en comparación con Perú y Bolivia—, se había convertido en el mayor productor andino de esta planta para el comercio internacional de drogas. En regiones como el Ariari, la coca se divorció desde un principio de las tradiciones cocaleras indígenas. Se formó, entonces, una cultura cocalera mestiza y colona, enraizada en medio siglo de historia agraria. Tal como la generación de colonos partijeros que llegaron a la región en la primera mitad del siglo XX, los cocaleros buscaron tierras baratas, dinero en efectivo y tranquilidad. La represión estatal no eliminó la producción de drogas, pero sí fracturó cualquier posibilidad de consolidar un proyecto colectivo democrático. Los colonos se convirtieron en el blanco preferido de la doble guerra contrainsurgente y antidrogas, lo que aplazó indefinidamente la atención a sus justas demandas sociales. La tutela de las FARC-EP sobre las comunidades cocaleras tampoco permitió que estas últimas desarrollaran una voz propia. Todos esos factores impidieron que dichas comunidades se convirtieran en un actor político protagónico en la esfera pública nacional. Pese a ello, sus demandas siguieron latiendo bajo la superficie, a la espera de una apertura democrática. La recuperación de las trayectorias históricas regionales hacia la coca se vuelve, entonces, un imperativo para descriminalizar a los cocaleros. Esto permitiría construir la paz con las comunidades cocaleras y lograr avances democráticos significativos.

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Recibido: 15 de Diciembre de 2021; Aprobado: 25 de Febrero de 2022

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