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Análisis Político

Print version ISSN 0121-4705

anal.polit. vol.35 no.105 Bogotá July/Dec. 2022  Epub Apr 11, 2023

https://doi.org/10.15446/anpol.v35n105.107744 

Dossier

ORDEN Y VIOLENCIA DESPUÉS DE 35 AÑOS: PISTAS PECAUTIANAS PARA LA INVESTIGACIÓN CONTEMPORÁNEA

ORDER AND VIOLENCE AFTER 35 YEARS: PECAUTIAN CLUES FOR CONTEMPORARY RESEARCH

Matthieu de Castelbajac1 

1Profesor asociado de Sociología, facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de los Andes, Bogotá. Colombia. Doctorado en Sociología de la Universidad de París-Saclay (Versailles Saint-Quentin). Correo electrónico: mh.decastelbajac@uniandes.edu.co


RESUMEN

El presente artículo ofrece un manual de usuario para los lectores contemporáneos de Orden y violencia. Reconstruye el argumento del libro a partir de dos tesis sobre la desarticulación de la sociedad y de la política en Colombia. Luego, presenta cuatro implicaciones de este argumento para la investigación contemporánea. Las tres primeras -comparatismo regional, enfoque amplio sobre la democracia y versión fuerte del postulado de la autoorganización de lo social- forman la base del “método Pécaut”. La cuarta aplica este método a algunos aspectos de la relación entre violencia y política -la debilidad estatal, las redes clientelares y la privatización del uso de la fuerza- que las explicaciones clásicas suelen naturalizar.

Palabras clave: democracia; desarticulación; violencia; sociedad civil; deriva de lo político.

ABSTRACT

This article offers a user manual for contemporary readers of Order and violence. It reconstructs the book’s argument based on two theses on the disarticulation of society and politics in Colombia. Subsequently, it presents four implications of this argument for contemporary research. The first three-regional comparatism, a broad approach to democracy, and a strong version of the postulate of social self-organization-form the basis of the “Pécaut method.” The fourth applies this method to some aspects of the relationship between violence and politics-state weakness, clientelistic networks, and the privatization of the use of force-that classical explanations tend to naturalize.

Keywords: democracy; disarticulation; violence; civil society; political drift.

INTRODUCCIÓN

Desde su primera edición, en 1987, Orden y violencia (Pécaut, 2001) se convirtió en un clásico instantáneo, con todas las desventajas que conlleva un reconocimiento intelectual de este tipo. Como bien dice A. Valencia (citado por Pécaut & Valencia, 2017, p. 14), “se trata de un libro ampliamente reconocido y valorado” y, al mismo tiempo, “más citado que leído y más leído que comprendido” (según la pulla famosa de F. Furet a propósito de la obra de Tocqueville).

“Más citado que leído”, ciertamente: a menudo se hace referencia a él como un estudio sobre La Violencia de la década de 1950, cuando dicho fenómeno constituye apenas el objeto de su último capítulo. En otros casos, se lo presenta como una reflexión sobre la relación entre violencia civil y política en Colombia, pese a que este problema represente apenas el punto de partida de un análisis integral del poder, de la economía y del cambio social en un país que sirve de “caso ejemplar” (Pécaut, 2001, p. 41) para pensar la trayectoria histórica de todas las repúblicas suramericanas. Pero también “más leído que comprendido”: el carácter marcadamente sociológico de este análisis, si bien ha sido muy celebrado, tenía pocos chances de hacer mella en un campo de estudios que era -y sigue siendo- fuertemente dominado por la historia y la ciencia política1.

Más allá de las dificultades propias de una obra a la vez monumental y llena de matices, sospecho que es, precisamente, la ambición sociológica de este libro la que ha jugado en contra de su recepción. Pues, ¿qué hacer con un libro que arremete simultáneamente contra el postulado de la singularidad histórica de Colombia y contra las explicaciones habituales de la violencia civil? Dicho de otro modo, ¿cómo leer un libro que pretende, a la vez, bosquejar una sociología comparada de las transformaciones sociopolíticas de la región a partir del caso colombiano, y revelar, detrás de una recurrente preocupación oficial con la violencia, un enigma desapercebido sobre la relación entre sociedad civil y representación política?

El presente artículo ofrece un manual de usuario para los lectores contemporá­neos de Orden y violencia. Se dirige, sobre todo, a quienes quieran sacar ese clásico del estante de la biblioteca para abrirlo sobre la mesa de trabajo. La lectura que se propone aquí mira deliberadamente hacia delante: ¿qué enseñanzas podemos retirar de esta colosal investigación empírico-conceptual para la investigación contemporánea? Sobra decir que muchas otras estrategias de lectura serían posibles. Sería sin duda valioso, por ejemplo, revisitar algunas de las discusiones intelectuales que influenciaron la escritura de este libro: discusiones francesas (en particular, con F. Furet, Cl. Lefort, L. Dumont y M. Gauchet, entre otros) sobre la cuestión de la democracia; y discusiones latinoamericanas (con F. C. Weffort, C. Furtado, E. Cardoso…) sobre el rol del Estado en el pilotaje del desarrollo económico y en la gestión de los conflictos sociales. Pero este tipo de lectura es, más bien, de la competencia de los historiadores de las ideas; en todo caso, excede la mía2.

Para empezar, me atreveré a simplificar el largo y complejo trabajo argumentativo del libro reduciéndolo a dos tesis centrales: una sobre la sociedad, y otra, sobre la política en Colombia. Luego sugeriré que este argumento ofrece múltiples implicaciones heurísticas para la investigación actual. Indicaré cuatro pistas pecautianas que pueden ayudarnos a replantear algunas de las suposiciones que subyacen a los estudios sobre la violencia y la política, a cuestionar algunos de nuestros hábitos metodológicos y, sobre todo, a reubicar la sociedad en el centro de nuestros análisis.

DOS TESIS SOBRE LA SOCIEDAD Y LA POLÍTICA

“¿Es una coincidencia fortuita que la violencia alcance tal notoriedad en un país andino donde la democracia civil restringida ha sobrevivido a innumerables crisis?” (Pécaut, 2001, p. 29). Este es el gran desafío de la sociología política en Colombia: explicar lo que F. Gutiérrez Sanín (2014) ha llamado “la anomalía colombiana”. Dicha anomalía parece radicar en la conjunción de dos características que forman una antinomia en la mayoría de las democracias modernas: unas instituciones democráticas relativamente estables, por un lado, y una proliferación de conflictos armados de larga duración, por otro. A ese respecto, Colombia se presenta como una extraña excepción a una regularidad empírica bien identificada en la literatura (véase, por ejemplo, Cederman et al., 2010): las democracias institucionalmente robustas suelen ser internamente pacíficas, mientras que las democracias institucionalmente débiles (en particular, las democracias incipientes) son más vulnerables al riesgo de guerra civil.

¿Cómo entender, entonces, la coexistencia duradera de la institucionalidad y de la violencia dentro de una misma sociedad? Buena parte de la reputación de Orden y violencia se debe al carácter provocador de la respuesta que su autor le dio a esa pregunta, pues termina mostrando que el caso colombiano, lejos de ser un caso anómalo, es realmente el paradigma de un cierto modelo de democracia. Respuesta brillante, sin duda, y al mismo tiempo no inmediatamente clara. Contrariamente a lo que se acostumbra hoy día en la literatura académica internacional, con sus “I will argue that” puestos de relieve desde el primer párrafo, no se encuentra en ninguna parte del libro un resumen explícito de su argumento central.

En ninguna parte, salvo, quizás, en el mismo título, el cual enuncia de manera perfectamente condensada, aunque alusiva, la posición defendida por D. Pécaut. “Orden y violencia” es, a primera vista, un calco del lema oficial del Estado colombiano: “Libertad y Orden”. Con dos diferencias, mínimas, pero cruciales: en primer lugar, la palabra violencia substituye la de libertad; y en segundo lugar, se invierten los dos elementos del sintagma: la palabra orden recibiendo ahora la prioridad sobre la de libertad/violencia. Esas dos micromodificaciones nos servirán de pistas para reconstruir el argumento central del libro.

Empecemos con la inversión de los dos elementos del lema nacional: D. Pécaut se propone poner de pie una configuración sociopolítica que la ideología dominante ha dejado patas arriba. Desde el siglo XIX, las élites políticas criollas han concebido las sociedades sobre las cuales ejercen su dominación como decididamente incapaces de autoorganización, precisamente, por culpa del tipo de libertad que las caracteriza: originalmente, la “barbarie” de las castas no-blancas liberadas por las Independencias, y más tarde, la “marginalidad” de las masas traídas a las ciudades por el despojo del campo y las promesas del desarrollo (Pécaut, 2001, p. 25). El orden, en esta concepción, debe ser definido e impuesto “desde arriba” (Pécaut, 2001, p. 32), mediante el aparato de Estado, con el fin de regular la espontaneidad caótica de las clases populares.

A esta filosofía política elitista, D. Pécaut opone un mentís sociológico: la sociedad colombiana no es ninguna anarquía; como todas las sociedades, posee un orden sui generis (para decirlo en términos durkheimianos). Durante el periodo que cubre su libro, se trata todavía de un orden social de tipo tradicional; es decir, predominantemente local. La Colombia del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX no es una sociedad de clases, integrada a escala nacional y unificada simbólicamente por el poder estatal; toma, más bien, la forma de un entramado de jerarquías locales que regulan las relaciones entre grupos de estatus. Es esa red descentralizada la que los dos grandes partidos políticos nacionales buscan activar, en tiempos de elecciones y de guerra, para actuar en una escena política bastante reducida.

Así las cosas, son azarosos los programas políticos que niegan la preexistencia del orden social para construir, en vez de eso, un orden nuevo, sea este de inspiración conservadora (orden corporativista y clerical) o liberal (orden capitalista y republicano). La violencia civil, lejos de expresar la desorganización originaria de la sociedad, es la consecuencia no intencional de los esfuerzos por reorganizar esta última desde el centro del poder político. Y así se explica la sustitución de la palabra libertad por la de violencia en el título del libro: la violencia, en Colombia, no es un estado de naturaleza. Mejor dicho, no es la forma espontánea que toma la libertad de cada uno cuando choca con la de los demás, en la ausencia de un orden institucional sabiamente diseñado por un Legislador ilustrado: es, más bien, una externalidad negativa de dicho orden.

En primera aproximación, podríamos decir que el argumento central de Orden y violencia consiste en dos tesis negativas:

  1. La sociedad colombiana no está desorganizada; al contrario, es regulada por un orden social basado en jerarquías locales bastante rígidas.

  2. La violencia civil no viene de la supuesta desorganización de la sociedad; al contrario, es una consecuencia indirecta de las tentativas de reorganización “desde abajo” promovidas por los actores políticos.

Pero falta algo: un concepto clave conecta esas dos tesis, y nos va a permitir reformularlas de manera positiva: el concepto desarticulación. Para evitar todo malentendido, hay que subrayar de inmediato que desarticulación no es sinónimo de desorganización. Como su nombre nos lo indica, la desarticulación hace referencia a dos problemas estrechamente vinculados. En primer lugar, la desarticulación alude a la debilidad interna de las organizaciones que pretenden hablar en nombre de la sociedad civil (los sindicatos obreros, las ligas campesinas, el movimiento gaitanista, el Estado lopista, etc.), lo que las vuelve dependientes de las organizaciones políticas (los partidos Liberal y Conservador): las primeras deben apoyarse en las segundas, tanto para reclutar y movilizar miembros como para actuar en el espacio público. En segundo lugar, la desarticulación se refiere a una situación de no-correspondencia externa entre la estructura de las relaciones sociales y la estructura de las relaciones partidarias: mejor dicho, la segunda estructura no refleja la primera.

Para mayor claridad, hablaré seguidamente de desarticulación interna y externa, según el caso. Pero esta distinción es una mera conveniencia analítica: en la práctica, estos dos aspectos siempre van de la mano. En efecto, es, precisamente, por estar internamente desarticuladas las organizaciones sociales que el espacio en el cual ellas se sitúan (la sociedad) no logra articularse bien con el espacio donde operan los grandes partidos nacionales (el poder político). Para decirlo de otra manera, si los partidos políticos son las únicas organizaciones que pueden permitirse ignorar el resto de la sociedad, es por ser las únicas organizaciones que cuentan con una fuerte articulación interna3.

Así, la raíz del problema es la marcada desigualdad entre las principales organizaciones nacionales; es decir, las organizaciones que pretenden operar más allá de un terreno puramente local. Por un lado, los dos partidos políticos tradicionales aparecen altamente articulados: son capaces de reclutar miembros y de movilizarlos sin ayuda externa; cuentan, para ello, con “un personal intermediario de caciques, gamonales y otros manzanillos” (Pécaut, 2001, p. 73), ubicado en todo el territorio nacional. Por otro -al menos, durante la primera mitad del siglo XX-, tanto la organización estatal como las organizaciones sindicales y gremiales padecieron de una crónica desarticulación interna, de modo que cada una buscaba en la otra “el principio de su propia unidad” (Pécaut, 2001, p. 311), sin jamás encontrarlo.

Ejemplo revelador: el lopismo (primera versión) pensó encontrar una legitimidad para la consolidación del Estado en la unidad imaginaria de un “pueblo” en el seno del cual los intereses de los sindicatos obreros y de las federaciones patronales se alinearían orgánicamente en contra de los intereses del capital extranjero; al mismo tiempo, los primeros sindicatos ataron la formación de un movimiento obrero unificado a la ilusión de un “frente popular” reunido en torno al Estado lopista. Fórmula destinada al fracaso, ya que ninguno de los socios de dicha alianza tenía una capacidad de articulación interna suficiente como para prestársela al otro. De modo que, tras la interrupción de la “Revolución en marcha”, todas esas organizaciones emergentes volvieron al regazo de los partidos tradicionales, únicos articuladores verdaderamente disponibles en el territorio nacional (Pécaut, 2001, pp. 326-327).

Ahora bien, el concepto de desarticulación permite reformular el enigma inicial -la coexistencia de la institucionalidad y de la violencia- para llegar a otra paradoja mucho más problemática: la no-correspondencia externa entre un orden social basado en múltiples jerarquías locales y un espacio político nacional dominado por solo dos partidos. Contrariamente a una interpretación clásica, según la cual cada partido se basaba en una coalición de clase relativamente coherente y estable a escala nacional -con la burguesía comercial y los artesanos del lado liberal, y los terratenientes y el campesinado, del lado conservador- D. Pécaut (2001, pp. 68-71) demuestra que la división partidaria generaliza al resto de la sociedad una oposición interna al campo político. Así, lejos de que las luchas libradas en este campo reflejen los antagonismos entre grupos sociales, son ellas las que terminan por refractarse dentro de cada grupo, gracias a la capilaridad de las redes clientelares de los partidos tradicionales.

Volviendo a las dos tesis que ya hemos esquematizado, podemos ahora especificarlas mejor:

  1. El problema, del lado de la sociedad, no es la desorganización, sino la desarticulación interna. Por un lado, la población de cada localidad está organizada según jerarquías tradicionales relativamente rígidas; pero, por otro, fuera de los partidos políticos no existe ninguna asociación social capaz de construir articulaciones entre localidades. Por esta razón, resulta extremadamente difícil renegociar el orden social, pues cada grupo de estatus, en cada rincón del país, cuenta únicamente con sus fuerzas propias: los trabajadores de tal finca o tal empresa bien saben que no pueden fiarse de la solidaridad de los otros trabajadores del sector para generalizar su lucha al ámbito nacional. Las élites económicas, a su vez, no son mucho más articuladas: aparecen desunidas frente al gobierno, frente al capital extranjero, e incluso, frente a rivalidades intersectoriales (entre productores de café e industriales, por ejemplo).

  2. El problema, del lado de la política, no es, en sí, la competencia partidaria, la cual no es inherentemente violenta; de hecho, se presta con facilidad al “consocionalismo” (Pécaut, 2001, p. 156). El problema es, más bien, la desarticulación externa; es decir, la no-correspondencia entre la escena política y el espacio social. Dicho de otro modo, la lucha de clase, en este momento, no tiene expresión política; pero la lucha política, en cambio, tiene importantes consecuencias sociales. Estas últimas resultan doblemente violentas: por un lado, los conflictos locales entre grupos sociales concretos, privados de la posibilidad de un arbitraje pacífico de alcance nacional por un Estado que asumiera el rol de representante imparcial de todas las partes, solo tienen el medio de la relación de fuerza para solucionarse (en particular, a través de la dialéctica de la huelga y de la represión antisindical); por otro, la oposición entre liberal y conservador se presenta como el único lenguaje legítimo para afianzar coaliciones translocales, de modo que los actores sociales se ven obligados a enarbolar los colores de uno de los dos partidos cada vez que buscan movilizar aliados, con el riesgo implícito de una escalada del conflicto según líneas partidarias -lo que D. Pécaut (2001, pp. 584-586) llama la “deriva de lo político”-.

Democracia “restringida” basada en la desarticulación interna de la sociedad civil y la desarticulación externa de la escena política: este es, en resumen, el argumento central de Orden y violencia. Ahora bien, ¿cómo evaluar la pertinencia de este argumento? ¿A la luz de aquellas discusiones de la década de 1980 en las que originalmente tomó parte este libro? Es una posibilidad, pero, quizás, no la más llamativa para los lectores que hoy día descubren o redescubren este libro. Para ellos, será, quizás, más fructífera una lectura intencionalmente anacrónica, dirigida hacia el presente. A continuación indico cuatro lecciones que podemos sacar de esta lectura para la investigación contemporánea. Las tres primeras son lecciones metodológicas; la última tiene que ver, más bien, con cuestiones substantivas sobre la relación entre violencia civil y política.

EL “MÉTODO PÉCAUT”

No es injuriar a su autor señalar que los análisis de Orden y violencia no se fundamentan en ninguna de las grandes teorías sociales que estaban de moda hace unas décadas (teorías de la modernización, de la dependencia, etc.). Más bien, derivan de una metodología original, que se manifiesta de manera particularmente clara en este libro, aunque sostiene toda la producción intelectual de su autor. Destacaré tres principios que, conjuntamente, forman lo que podríamos llamar “el método Pécaut”. Estos principios son: el comparatismo, y más precisamente, el comparatismo regional; un enfoque amplio sobre la democracia, que va más allá de sus instituciones formales, y finalmente, una perspectiva sociológica fuerte, basada en el postulado de la autoorganización social.

Para un comparatismo regional

Una de las mayores originalidades de Orden y violencia dimana de la decisión de abordar las aparentes peculiaridades de la situación colombiana desde una perspectiva claramente comparada. Así, el “modelo liberal de desarrollo” adoptado por el Estado colombiano es analizado a la luz de problemas estructurales que desafían a todos los Estados latinoamericanos entre 1930 y 1950; el gaitanismo, como variante de una dinámica populista que está presente en toda la región (getulismo, peronismo, arbenzismo, etc.), y la fórmula civilista representada por el Frente Nacional, en negativo de la solución militar adoptada por los otros grandes países del Cono Sur. Ahora bien, este comparatismo regional podría pasar inadvertido (después de todo, ¿qué puede ser más natural que comparar un país con sus vecinos inmediatos?), si no fuera a contracorriente de buena parte de los estudios sobre la violencia y la política en Colombia.

Durante mucho tiempo, la historiografía de La Violencia y del conflicto armado se ufanó de no ser comparativista. Hacía énfasis, más bien, en la singularidad del caso colombiano, dentro de un continente relativamente pacífico4. En los últimos años, sin embargo, los historiadores se han abierto a un cierto comparatismo, en el marco de una discusión crítica sobre la relevancia del modelo europeo de co-construcción del Estado y de la guerra para entender el caso colombiano (véanse, en particular, Patiño, 2013, y González, 2014). Los politólogos (por ejemplo: Arjona, 2016; Richani, 2013; Gutiérrez Sanín & Gustiozzi, 2010), por su parte, tienden a dialogar con la literatura internacional sobre conflictos civiles, lo que los lleva a privilegiar comparaciones externas con casos oriundos de otras partes del mundo (Líbano, Angola, Afganistán, etc.) -salvo, precisamente, de esa parte en la cual se encuentra Colombia, pues ningún otro país del Cono Sur ha sido afectado por conflictos internos de larga duración en el siglo XX (con la excepción parcial del Perú). El resultado es que, entre los Estados europeos de antaño y los Estados fallidos del Sur global, Colombia ha sido principalmente pensada en relación con modelos distantes, como si, geográficamente, el país se encontrase en el continente equivocado -otra manera de preservar la presunción del carácter anómalo de la sociedad colombiana-.

Para recentrar la comparación sobre el Cono Sur, se requiere una buena razón; el argumento central de Orden y violencia ofrece una. La hegemonía de los partidos políticos tradicionales y la marginación de cualquier otro tipo de organización social resultan ser los dos principales rasgos de un modelo de “democracia restringida” que parece característico de toda la región; por lo menos, entre la época de las Independencias y el periodo 1950-1960. A partir de este momento, varios de los países de la región, mediante la instauración de regímenes militares o de gobiernos populistas, intentaron suspender el primero de esos rasgos, de modo que se preserve el otro. Tras el agotamiento de estas fórmulas, aceptaron revitalizar (aunque con mucha moderación) su sociedad civil, para revivir un sistema de partidos políticos. La particularidad de la historia colombiana en el siglo XX, en comparación con la de sus vecinos, ha sido un esfuerzo pertinaz, por parte de sus cuadros políticos, para mantener ambos rasgos (es decir, una sociedad civil desarticulada y una dominación partidaria) a toda costa, y en particular, a costa de la violencia.

Naturalmente, cabría preguntarse si este modelo sigue teniendo relevancia. Publicado a finales de los años ochenta del siglo XX, Orden y violencia podía legítimamente presentar a Colombia como el “caso ejemplar” del modelo de democracia al cual iban, probablemente, a regresar esas sociedades vecinas que estaban saliendo de regímenes militares. Desde entonces, sin embargo, la situación parecería haberse invertido: ¿no serían, más bien, los nuevos modelos de democracia adoptados por sus vecinos, los que nos pueden ayudar a pensar los procesos políticos de rediseño institucional que se han presentado en Colombia (como la Constitución de 1991 o el reciente acuerdo de paz)? Sin embargo, habría que medir qué tan nuevos son dichos modelos. En este punto, los analistas de la región se han mostrado globalmente dubitativos (Drake, 2009; Gargarella, 2014; Munck & Luna, 2022). Para parafrasear a Gargarella (2014), “lo nuevo” fue desde el principio limitado por el hecho de ser conceptualizado dentro de “la vieja matriz constitucional liberal-conservadora”. Los progresos -reales- de la democratización desde finales de la década de 1980 no deben opacar que el mencionado proceso se ha dado dentro de un marco institucional bastante parecido al que describía D. Pécaut en 1987.

Colombia sigue siendo un buen revelador de esas ambigüedades regionales. Ciertamente, el campo político colombiano tiene una fisionomía bastante distinta de la que tenía en 1987. Entre otras novedades, el multipartidismo posibilitado por la Constitución del 91, el acceso de partidos de izquierda al Congreso -y ahora, al gobierno-, o el desplazamiento del viejo clivaje liberal-conservador hacia unas oposiciones cambiantes en torno a figuras individuales (ayer, Uribe; hoy, Petro), manifiestan un claro debilitamiento de los partidos tradicionales. Dicho eso, tales cambios no han abierto la posibilidad de una mejor articulación de la sociedad civil. Así, las protestas sociales de 2019 y 2021 trajeron a plena luz la ausencia de organizaciones capaces de hablar en nombre de los movimientos sociales (Pécaut, 2021). Problemas similares acompañaron las recientes protestas en Chile, Ecuador, Perú y Bolivia (sobre Chile, véanse Somma et al., 2021). En este contexto, los partidos políticos siguen siendo los únicos articuladores verdaderamente disponibles en el ámbito nacional, de modo que fueron, finalmente, ellos los que recogieron el testigo (y los frutos) de esas movilizaciones inconclusas.

Esas breves indicaciones no buscan zanjar la cuestión del porvenir de este último ciclo de protestas; bastan, sin embargo, para apreciar la actualidad del concepto democracia restringida, así como su valor heurístico para pensar las evoluciones de la sociedad colombiana dentro de un comparatismo regional.

Un enfoque amplio sobre la democracia

Una segunda originalidad de Orden y violencia consiste en pensar la democracia colombiana más allá del enfoque convencional en las instituciones oficiales; es decir, estatales (la famosa “institucionalidad”)5. Más bien, su análisis de la vida democrática se extiende a la “sociedad civil” (en el sentido amplio del término). Para ello, se interesa en las organizaciones de todo tipo que pretenden hablar en nombre de la sociedad (sindicatos, partidos, grupos de presión, asociaciones comerciales e industriales, asociaciones de beneficencia, etc.), así como en los movimientos colectivos que demandan una ampliación de la ciudadanía social para incluir los grupos sociales tradicionalmente marginados por el orden institucional. Para darle un apellido, se trata de una perspectiva tocquevilliana6.

Ahora bien, al invocar el nombre de Tocqueville, quiero designar algo más preciso que lo que los lectores de hace 35 años, probablemente, habrían tenido en mente. En este momento, las referencias al autor de La democracia en América sugerían una alternativa crítica al materialismo histórico: contra las leyes de la historia, la contingencia de los acontecimientos; y contra el reduccionismo económico, la preeminencia del hecho democrático. Todo eso está presente, es cierto, en Orden y violencia; pero me parece retrospectivamente secundario al lado de este otro tema: la importancia de las asociaciones civiles y del espíritu asociativista para el análisis de la vida social de un país democrático.

Comparemos, brevemente, el modelo de democracia “restringida”, que deslinda D. Pécaut para Colombia, con la “democracia completa” que describe Tocqueville (2020). Según este último, la democracia estadounidense, más allá de sus instituciones formales (federalismo, presidencialismo, separación de los poderes, etc.), se expresa a través de un poderoso asociativismo. Las numerosas organizaciones que articulan la sociedad civil (asociaciones comerciales, sindicatos, clubs, ligas de temperancia, sociedades científicas, etc.) son el terreno donde se cultiva, a diario y a escala local, el espíritu democrático. En contraste, en el modelo de la democracia “restringida”, pese a tener instituciones formales relativamente similares a las que se encuentran en Estados Unidos, el Estado mira con sospecha el derecho de asociación. Es más: hace todo lo posible para frenar la creación de organizaciones sociales, así como para socavar los movimientos colectivos, en los cuales percibe una amenaza al orden establecido.

Orden y violencia se presenta, a primera vista, como la crónica de dos décadas de legislación antisindical, de marginalización de las asociaciones políticas alternativas (partido comunista, UNIR, etc.), de fragmentación de las asociaciones comerciales e industriales, y de represión -a la vez, legal y armada- de todos los movimientos populares que luchan por una renegociación del orden institucional. Pero también es -quizás, de manera aún más significativa- la crónica de dos décadas de una producción social inagotable de asociaciones y de movimientos, contra viento y marea. Sería, por lo tanto, un error gravísimo concluir que los colombianos, “trasladando a su país la letra de la ley, no pudieron hacer lo mismo con el espíritu que la vivifica”, como lo hizo Tocqueville (2020, p. 237), a propósito de México. El espíritu de la democracia no es menos potente aquí que allí. El problema es, más bien, que las instituciones formales han sido utilizadas para contener el dinamismo de la sociedad civil.

Los análisis de Orden y violencia anticipan, en cuanto a este problema, los desarrollos más recientes de la investigación sociohistórica. Pienso, en particular, en el trabajo de Carlos Forment (2013), que ha señalado la vitalidad de las sociedades civiles mexicana y peruana en el siglo XIX; en el énfasis de Hilda Sabato (2021) en el rol de los movimientos populares en la construcción de las repúblicas latinoamericanas; y más generalmente, en los trabajos que muestran cómo los movimientos sociales latinoamericanos, en varios momentos de la historia, han estado a la vanguardia de las luchas democráticas, precisamente, por el hecho de enfrentarse a órdenes institucionales extremadamente cerrados (Markoff, 1997; 2018; Mische, 2009). Todos estos trabajos rebaten la vieja idea de que faltaría en Latinoamérica el tipo de cultura cívica sin el cual las instituciones formales de la democracia estarían destinadas a fracasar; al contrario, dirigen nuestra atención sobre la responsabilidad de las élites institucionales en el mantenimiento de barreras antidemocráticas.

Una versión fuerte del postulado sociológico

Orden y violencia se abre sobre un contraste intelectual sobrecogedor. Al mismo tiempo que los pioneros de las ciencias sociales, en Europa occidental, descubrían la existencia de capacidades de autorregulación en el seno de la sociedad, los pensadores políticos latinoamericanos se las ingeniaban para demostrar lo contrario: la permanencia de disposiciones supuestamente reacias a cualquier tipo de orden en las poblaciones llama­das a construir sociedades nuevas7. D. Pécaut recurre en este libro a la primera de esas tradiciones intelectuales para rebatir la otra. Su análisis revela una capacidad de regulación social que ha sido sistemáticamente subestimada, así como los límites de una institucionalidad que desconoce esta capacidad.

Que toda colectividad humana esté regulada por un orden social propio no es una tesis original en sí: se trata de uno de los postulados de base de la sociología. Tal tesis no deja, empero, de ser provocadora en el contexto de los estudios sobre la violencia civil en Colombia. Estos, me arriesgaría a generalizar, solo han aceptado una versión débil del postulado sociológico. Si bien reconocen que la sociedad colombiana tiene la capacidad virtual para organizarse, suelen considerar que, en la práctica, una implacable serie de limitantes históricos y estructurales (como la desigualdad, la dependencia económica y la debilidad del Estado) ha puesto coto a dicho potencial. Desde este punto de vista, los estudios de la violencia, incluso los más recientes, parecen compartir con las élites políticas la convicción de que son necesarios grandes cambios políticos para poner en orden una sociedad fundamentalmente desordenada.

Orden y violencia, en cambio, defiende una versión radical del postulado sociológico: guste o no, ya existe -y siempre ha existido- un orden social en Colombia. Eso, claramente, no significa que dicho orden sea justo y harmónico: solo quiere decir que las relaciones interpersonales son reguladas por jerarquías sociales que la gran mayoría de las personas dan por sentado. En los años ochenta del siglo XX, la posición defendida por D. Pécaut podía interpretarse como una crítica de las interpretaciones funcionalistas de La Violencia (en particular, Guzmán et al., 1962; Ocquist, 1976), que reducían esta última a una fase de anomia generalizada. Sin embargo, la idea de que la sociedad colombiana vive en un estado permanente de desorganización ha sobrevivido al declive de tal tipo de interpretaciones. Hoy, se presenta a menudo con los atuendos de la economía institucionalista (véase, por ejemplo, Acemoglu et al., 2013). Desde esta perspectiva, los desequilibrios persistentes de la sociedad civil (inseguridad, desigualdad, mercados ineficientes, etc.) corresponden a una situación de equilibrio interno entre los actores que buscan un control del Estado.

Según el anterior diagnóstico, el mal (la desorganización, los desequilibrios) está en la sociedad, y el remedio (la posibilidad de instaurar un orden o de renegociar equilibrios), en la política. Por lo tanto, una prueba “pecautiana” de nuestros análisis podría ser la siguiente: ¿dónde buscamos el origen y la solución (potencial) de la violencia? Si pensamos que el problema se halla en la sociedad, y la solución, en la política, entonces todavía estamos prisioneros de la vieja matriz liberal-conservadora. Orden y violencia nos invita a salirnos de ese paradigma, para apostarle a la sociedad civil y mantener una dosis mínima de escepticismo frente a la “ilusión de la política” (por retomar una expresión de F. Furet, citado por D. Pécaut, 2001, p. 38).

MÁS ALLÁ DE LA VIOLENCIA: LA DERIVA DE LO POLÍTICO

Orden y violencia pone los principios metodológicos que acabamos de presentar al servicio de un análisis extremadamente original de la relación entre violencia y política. Este análisis se sitúa explícitamente en contraposición de las “explicaciones” causales de la violencia (Pécaut, 2001, pp. 558-562), sin por ello ceder a la tentación del particularismo. Así, no resalta la diversidad de las manifestaciones regionales de la violencia para fustigar cualquier intento de generalización; busca, al contrario, una interpretación global de una época que los propios actores políticos nombraron “La Violencia”. Pero esta búsqueda tampoco desemboca sobre una sociología de la “comprensión”, según una alternativa clásica. En efecto, el carácter “excesivo” e “inquietante” (Pécaut, 2001, p. 558) que reviste la violencia desafía nuestra capacidad de comprensión, incluso de manera intencional (como en el caso de las técnicas utilizadas por las guerrillas y los chulavitas para poner en escena la muerte de sus víctimas).

Más bien, la crítica de D. Pécaut versa sobre el olvido de la dimensión procesual de las variables generalmente invocadas en las explicaciones causales de la violencia. En 1987, esa crítica se dirigía, principalmente, a esos análisis de coyuntura que pretendían deducir los patrones de la violencia a priori, a partir de la configuración de las relaciones de fuerza entre actores del conflicto. Hoy, me parece que esta crítica podría extenderse a las explicaciones “realistas” (en el sentido de Jeperson & Meyer, 2021) de la violencia que proliferan en la literatura politológica. A grandes rasgos, los estudios sobre la violencia han convergido en torno a modelos que combinan tres variables clave: la debilidad del Estado, el arraigo del clientelismo y la privatización del uso de la fuerza. Esas variables naturalizan la existencia de “actores organizados” (actores estatales, políticos y armados) dentro de una estructura de recursos e incentivos, la cual genera problemas de acción colectiva para cada actor.

Sin embargo, la interpretación de La Violencia (con V mayúscula) no se reduce a una explicación de la violencia (con v minúscula). La cuestión no puede limitarse a saber qué estrategia del uso de las armas puede servir, tomando en cuenta cierta estructura de interacción entre el Estado central, los jefes políticos locales y los grupos armados clandestinos. En efecto, en vez de ser dada, dicha estructura se iba transformando rápidamente entre 1930 y 1953. Por ende, en vez de ser unívocamente estratégico, el uso de las armas adquiere un carácter eminentemente político, es decir, inevitablemente ambiguo y sujeto a interpretaciones opuestas. El análisis de la Violencia que propone Orden y violencia combina esas dos dinámicas -de cambio social y de generalización de lo político-, para pensar la violencia civil como un proceso social; es decir, como una construcción histórico-cultural en curso. Veamos brevemente cómo este proceso atraviesa la cuestión del clientelismo, de la debilidad estatal y de la privatización de la violencia.

La “metamorfosis del clientelismo”

Es un lugar común de la literatura politológica sobre Colombia que, mientras el resto de la región tomó la vía del populismo para modernizar su campo político, el clientelismo se mantuvo aquí como la principal solución para lidiar con los problemas de acción colectiva generados por la democracia (movilización de votantes, coalición de intereses, distribución de los recursos públicos, etc.) (véanse, por ejemplo, Robinson, 2005; Martz, 2017). Evidentemente, esa observación no es del todo injustificada. Sin embargo, puede llevarnos a cometer dos errores.

En primer lugar, nos equivocaríamos al pensar en esos dos términos -el clientelismo y el populismo- como formando una especie de antinomia o de dilema estructural. El periodo 1930-1953 nos revela varios fenómenos populistas en Colombia, que se presentan retóricamente como alternativas a los partidos tradicionales, aunque, en la práctica, deban transigir en permanencia con ellos: el gaitanismo es el caso más evidente; pero, además, es por lo menos posible preguntarse si A. López (durante su primer mandato), L. Gómez y G. Rojas Pinilla fueron líderes populistas (Pécaut, 2001, pp. 315-316, 395, 644). Así, en vez de postular una disyuntiva radical entre clientelismo y populismo, habría que preguntarse cómo pudieron coexistir estos dos fenómenos, y por qué -o más bien, en qué circunstancias- el primero resultó más robusto o capaz de readaptación que el segundo -frente, por ejemplo, a la amenaza golpista, pero también, frente a la amenaza de la guerra civil (Pécaut, 2001, p. 546)-.

En segundo lugar, habría que evitar otro error al abordar estas preguntas: suponer que el clientelismo, en Colombia, es un residuo de un modo de dominación premoderno, mientras que el populismo representaría una alternativa quizás igualmente iliberal, pero por lo menos moderna o compatible con una modernización del campo político. Con toda la razón, D. Pécaut (2001, p. 587) advierte contra el riesgo de naturalizar las redes clientelares y de convertir el “clientelismo” en un tipo-ideal ahistórico. En efecto, el tipo de clientelismo que se perfila precisamente en la época que cubre este libro, es marcadamente distinto del que operaba en el siglo XIX; es un clientelismo no menos moderno que el populismo con el cual convive.

Para simplificar, lo que los historiadores del siglo XIX llaman clientelismo corresponde al patronazgo de la antropología social: se caracteriza por relaciones de dependencia personal, enmarcadas dentro de una ideología familiarista. En particular, la relación patrón-cliente es pensada sobre el modelo de la relación padre-hijo, y las relaciones entre patrones son mediadas por alianzas entre grupos de parentesco. En cambio, lo que los politólogos llaman clientelismo designa generalmente un modelo de “patrocinio”, en el cual profesionales de la intermediación ofrecen su apoyo para conectar élites centrales con actores locales, y viceversa (sobre la distinción entre patronazgo y patrocinio, véase Martin, 2009).

Ahora bien, la emergencia del segundo tipo de clientelismo presupone, necesariamente, la destrucción -o por lo menos, la crisis- del primero (para un argumento más general, véase Bearman, 1993). El patronazgo se basa en la dominancia incontestada de las élites locales, en un universo de alianzas entre grupos de parentesco. En este contexto, uno es de familia liberal o conservadora. Las etiquetas políticas sirven para indexar alianzas entre familias. Un sistema de patrocinio, en contraste, aparece cuando dichas alianzas se debilitan y las élites locales empiezan a dirigir sus miradas hacia la capital para afianzar alianzas trans-locales mucho más poderosas. Aunque Orden y violencia no formalice este proceso, ofrece múltiples indicaciones de que la transición entre un modelo basado en el patronazgo y un modelo basado en el patrocinio ocurrió, precisamente, entre 1930 y 1950. Las dos señales más evidentes son, por un lado, el ascenso de los comerciantes de pueblos intermediarios, que reemplazan a los antiguos gamonales como eslabones estratégicos de las cadenas clientelares; por otro, la ideologización de la oposición partidaria (Pécaut, 2001, pp. 586-587; 613).

Este último punto, quizás, no ha sido suficientemente apreciado: la radicalización de la oposición entre liberalismo y conservadurismo durante La Violencia introduce una diferencia cualitativa significativa con respecto al periodo anterior. Las guerras civiles del siglo XIX habían consolidado dos “subculturas, hereditariamente transmitidas” (Pécaut, 2001, p. 68), pero estas deslindaban fronteras relativamente arbitrarias entre redes de patronazgo, sin necesariamente implicar un compromiso ideológico, por parte de los clientes, en las querellas de sus patrones. El reclutamiento forzoso de tropas y el protagonismo casi-exclusivo de las élites fueron dos características esenciales de las guerras decimonónicas (Sánchez, 1990, pp. 21-22). Al contrario, La Violencia de la década de 1950 democratizó, por decirlo así, las posibilidades de protagonismo, gracias a actores que se automovilizaron en torno a líneas partidarias: “pequeños propietarios, jornaleros, arrendatarios, grandes propietarios, pequeña burguesía de los pueblos o de las ciudades medianas, jefes políticos de todos los niveles, algunas veces también miembros de la gran burguesía urbana” (Pécaut, 2001, p. 554).

En breve, detrás de las transformaciones de las redes clientelares se disimulaba un proceso crucial: la deriva de lo político. Así podemos entender cómo el clientelismo pasó “de ser factor de conservación de estructuras sociales a factor de perturbación” (Pécaut, 2001, p. 587). Las viejas redes de patronazgo permitían movilizar clientes según líneas partidarias para ensamblar ejércitos o bloques electorales, y orquestar, de esta manera, acciones decisivas en el campo de batalla o la arena electoral. El sistema del patrocinio, en cambio, al abrir nuevas “posiciones intersticiales” a lo largo de cadenas alargadas, y al transferir mayor autonomía a los intermediarios que buscan ocuparlas (Pécaut, 2001, p. 614), permite también que estos y otros actores locales activen clivajes partidarios para sus propios fines.

¿Debilidad estatal y privatización de la violencia?

Es otro lugar común de casi todos los análisis sobre la violencia civil en Colombia que ella tiene algo que ver con la debilidad del Estado, sea dicha debilidad concebida en términos weberianos (ausencia de un monopolio efectivo de la violencia legítima) o mannianos (ausencia de una infraestructura burocrática que se extienda a todo el territorio) (Acemoglu et al., 2013). Como suele ser el caso de los lugares comunes, el de la debilidad estatal, sin ser del todo falso, esconde una realidad cambiante. En particular, sirve a menudo de pretexto para des-historicizar el proceso de construcción estatal. Sin embargo, debería ser evidente que el Estado colombiano del siglo XXI no puede seguir siendo “débil” de la manera como lo era en los años treinta del siglo XX o, con mayor razón, durante el siglo XIX.

Al contrario, Orden y violencia (especialmente, en los capítulos 2 y 3) muestra cómo el Estado central se consolida a partir del decenio de 1930 adquiriendo una capacidad nada despreciable para intervenir en la gestión de la economía y de los conflictos sociales. La paradoja es que el intervencionismo estatal se enmarca en un “modelo liberal de desarrollo” que tiene, por lo menos, dos implicaciones: la primera es que las intervenciones del Estado toman, principalmente, la forma de un poder de regulación y de concertación; la segunda es que, en cambio, el Estado renuncia a desarrollar una capacidad de articulación propia y, además, ejerce un celoso control sobre las organizaciones civiles que pretenden llenar este vacío. Dicho de otro modo, el Estado se vuelve, por un lado, el interfaz centralizador de las grandes negociaciones entre exportadores y consumidores, industriales y trabajadores, o terratenientes y arrendatarios (Pécaut, 2001, p. 145); pero, por otro, hace todo lo posible para desbaratar la creación de organizaciones sociales o, cuando le es imposible hacer otra cosa, se limita a cooptar a los cuadros de dichas organizaciones, sin integrar estas últimas dentro de un corporativismo de Estado (como en Brasil).

El problema de fondo no es la debilidad del Estado, sin más precisión. El problema es, más bien, que el Estado utilice sus capacidades de intervención para debilitar la sociedad civil. De manera quizás contra-intuitiva, podríamos extender dicho argumento a los grupos armados ilegales de esta época. Sobre este punto, D. Pécaut (2001, p. 630) muestra que ni las guerrillas liberales de La Violencia ni los chulavitas conservadores lograron estructurarse. Fueron organizaciones transitorias, cuyos miembros aspiraban a regresar a la vida civil lo más pronto posible; prisioneras del “localismo”, constituyeron, a lo mejor, “zonas de refugio” para los desplazados de La Violencia, pero no ejércitos con capacidades de proyección trans-local; informales o ilegales, esas organizaciones no lograron obtener el apoyo oficial de las élites centrales, que mantuvieron una posición a lo mejor ambigua frente a ellas (es el famoso “Ni autorizamos, ni desautorizamos” de Carlos Lleras; citado por Pécaut, 2001, p. 632).

La privatización de la violencia, en este contexto, no aparece como una supervivencia o, siquiera, como el triunfo relativo de esos competidores armados que, en un modelo weberiano, el Estado debería eliminar o absorber, para asegurarse una posición de mono­polio. Durante La Violencia, estas organizaciones sociales que son las organizaciones armadas clandestinas resultan no ser mucho más exitosas que las otras organizaciones sociales -sindicatos, grupos de presión, etc.- de esta época. En otras palabras, los dos tipos de organización -armadas y civiles- parecen participar de un mismo fenómeno, que se atiene menos a la debilidad estatal que a una política de debilitación de la sociedad civil, y que puede, incluso, tomar la forma de una política de laissez faire. Así, Laureano Gómez, “incapaz de fundar la buena sociedad, permite que la muerte lleve a cabo su trabajo de disolución” (Pécaut, 2001, p. 597). La gestión indirecta de la violencia es la otra cara del “modelo liberal de desarrollo”.

Finalmente, en el contexto de esa relación entre Estado y sociedad, lo que nos debería llamar la atención no es tanto la usurpación ilegítima, por parte de actores y organizaciones sociales, de la prerrogativa estatal que es el uso de la violencia, como la apropiación, por ese medio, de la única forma de legitimidad realmente disponible a mediados del siglo XX; es decir, la legitimidad política. En tal sentido, La Violencia no es una crisis del monopolio estatal de la violencia; al contrario, es la demostración fehaciente de que la única violencia legítima (o susceptible de ser legitimada) es, en este momento, la que tiene apellido político.

Si bien Orden y violencia se cierra sobre el golpe de Estado de 1953, nos dice algo sobre las evoluciones ulteriores del conflicto armado. Tomando en cuenta todos los aspectos que acabamos de bosquejar -la desarticulación de los actores armados, el laissez faire estatal y la reapropiación de las identidades partidarias-, podríamos concluir que La Violencia nos presenta una imagen invertida de la configuración sociopolítica que se cristalizará algunas décadas después (para retomar un argumento del mismo Pécaut, 2013). A partir de la década de 1980, las FARC-EP y el Ejército de Liberación Nacional (ELN) se transforman en organizaciones armadas muy articuladas; paralelamente, el Estado se dota de nuevas capacidades de intervención, que le permiten involucrarse de manera directa en la guerra (Gutiérrez et al., 2007)8. En cambio, hay una clara despolitización del conflicto. Las guerrillas truecan su identificación inicial con el Partido Liberal para adoptar identidades metapolíticas (en el sentido de que estas últimos no tienen equivalentes en el escenario político nacional); los grupos paramilitares, pese a una afinidad electiva real con ciertos partidos, nunca dieron el paso de oficializarla. En todo caso, “la dinámica de las atrocidades no remite… a una división [partidista] que alimentaría pasiones políticas irreconciliables” (Pécaut, 2013, p. 25).

En breve, la actualidad de Orden y violencia, para los estudiosos del conflicto armado, no se debe a que este último se sitúe en la continuidad directa de La Violencia. Se debe, al contrario, a una interpretación sociológica atenta a las transformaciones simultáneas de la sociedad y del poder político, contra la ilusión de la inmutabilidad de los términos fundamentales del problema.

CONCLUSIÓN

Espero haber mostrado que, contrariamente a lo que parecería indicar su título, Orden y violencia es mucho más que una (enésima) reflexión sobre la coexistencia de la institucionalidad y de la guerra en Colombia. En realidad, el texto invita a repensar este y otros problemas clásicos de la historia y la sociología política colombiana, como los problemas de la movilización social, de la democracia, de la debilidad estatal y del clientelismo -a la luz de una poderosa intuición-. Dicha intuición está revelada en la conclusión del libro: “La sociedad no se deja olvidar en Colombia” (Pécaut, 2001, p. 648). La gran virtud de Orden y violencia se encuentra, precisamente, en la insistencia con la cual su autor defiende este recordatorio sociológico contra todas las formas de amnesia -políticas e intelectuales- que lo acechan.

Las pistas que hemos discutido en el presente texto son todas variaciones de este recordatorio. Por una parte, las bases del “método Pécaut” (comparatismo regional, plano general largo sobre la sociedad civil, postulado de la autorregulación de lo social) apuntan a una revalorización conceptual de la sociedad, contra ciertos sesgos antisociológicos recurrentes de la investigación sobre Colombia (el excepcionalismo, el estatocentrismo y la patologización de lo social). Por otra parte, el mencionado método lleva a un análisis procesual de la relación entre violencia y política, atento a las evoluciones y los usos estratégicos de la capacidad estatal (contra el cliché de un Estado eternamente débil), la modernización de las redes clientelares (contra el cliché del arcaísmo) y la deriva de lo político (contra el cliché del carácter puramente instrumental de la lucha armada).

En la introducción de este artículo, sugeríamos que era, probablemente, la ambición sociológica de Orden y violencia lo que había lastrado su recepción inicial. Al contrario, me parece que esa misma dimensión está hecha para agradarle al lector contemporáneo. Encontramos ecos de cada una de las pistas sugeridas por la lectura de este libro en la investigación contemporánea. Para los que quisieran armonizar esas resonancias dentro de una perspectiva integral, el gran libro de D. Pécaut ofrece un ejemplo consumado de lo que la sociología puede aportar a la comprensión de problemas a la vez provocados y oscurecidos por el olvido de lo social.

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1Sobre este punto, ver, en particular, la reseña de G. Sánchez (1987) y las apreciaciones de A. Camacho y J. Hernández (1990).

2 D. Pécaut y A. Valencia (2017, pp. 115-169) vuelven en detalle sobre estas discusiones.

3D. Pécaut retoma el concepto de desarticulación de A. Touraine (1978). Pero este último hacía énfasis, por un lado, en la desarticulación interna de las clases populares y, por otro, en una desarticulación externa entre el espacio de las clases sociales y el espacio de las relaciones económicas. D. Pécaut se interesa, más bien, en la dependencia política de las organizaciones que pretenden hablar en nombre de la sociedad, y en la no-correspondencia entre el espacio de las relaciones sociales (“lo social” propiamente dicho) y el de las relaciones partidarias (“lo político”).

4Este era el dictamen de G. Sánchez (1987, p. 125) en su reseña de Orden y violencia: “El desarrollo específico, singular, colombiano nos ha hecho relativamente fuertes para la historia y débiles, tal vez demasiado débiles, para la sociología y el análisis comparado”.

5Me parece que, sobre este punto, sigue siendo fundamentalmente válido el diagnóstico de A. Camacho y J. Hernández (1990): “Terreno este fértil para la imaginación desbordada, la especulación fácil, los pronósticos y el olvido de que hay en Colombia, además de un Estado y un gobierno, una sociedad. De hecho, una parte sustancial de los trabajos en esta línea han tenido un efecto perverso en cuanto al apuntalamiento de una ideología estatista y a-social” (p. 10).

6La única referencia explícita a Tocqueville aparece en una discusión sobre el rol del igualitarismo en la doctrina gaitanista (Pécaut, 2001, pp. 420, 437). La posibilidad de una “intertextualidad con la obra de Tocqueville” es brevemente abordada en la discusión entre D. Pécaut y A. Valencia (2017, pp. 163-164).

7Sería, probablemente, más exacto decir que esta oposición era interna al debate intelectual en ambos espacios: no faltaban, en Europa, los pensadores racistas, eugenistas, etc., que denunciaban el fermento de “barbarie” que, según ellos, yacía en las clases populares; y por cierto, encontramos más de un admirador de Comte y de Durkheim en las élites decimonónicas, en toda Latinoamérica. Dicho eso, las grandes ideologías políticas que alimentan el debate público colombiano entre 1920 y 1950 se ubican, claramente, de un solo lado de esta oposición: tanto el liberalismo y el conservatismo, como el gaitanismo y el laureanismo, postulan una “exterioridad de lo social”, bien sea por razones culturales (para los primeros) o biológicas (para los segundos).

8Parafraseando a Gutiérrez et al. (2007, pp. 29-30), La Violencia corresponde a una fase de “conflicto con la sociedad pero sin ejércitos”, mientras que el Conflicto armado, especialmente en su segunda fase, se presenta como un “conflicto sin la sociedad pero con ejércitos”.

Recibido: 26 de Septiembre de 2022; Aprobado: 15 de Noviembre de 2022

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