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Análisis Político

Print version ISSN 0121-4705

anal.polit. vol.35 no.105 Bogotá July/Dec. 2022  Epub Dec 04, 2023

https://doi.org/10.15446/anpol.v35n105.107754 

Testimonio

TRES SOLDADOS DE A PIE CONFIESAN SUS CRÍMENES: REFLEXIONES SOBRE LA ESCENA JUDICIAL TRANSICIONAL

THREE FOOT SOLDIERS CONFESS THEIR CRIMES: REFLECTIONS ON THE TRANSITIONAL JUSTICE SCENE

Iván Orozco Abad1 

Laly Catalina Peralta González2 
http://orcid.org/0000-0001-7220-9629

Gonzalo Sánchez Gómez3 

1Especialista en derecho constitucional y teoría del Estado. Doctor en Ciencia Política. Consultor de la Universidad del Rosario, proyecto de investigación “Audiencias y construcción de verdad y legitimidad de la JEP: ¿un aporte a la reconciliación de los colombianos?”. Correo electrónico: orozcoivan@hotmail.com

2Socióloga. Magíster en Antropología social. Doctora en Humanidades. Profesora asociada, Universidad del Rosario. laly.peralta@urosario.edu.co

3Abogado y filósofo. Magíster en Historia. Doctor en Sociología Política. Consultor de la Universidad del Rosario, proyecto de investigación “Audiencias y construcción de verdad y legitimidad de la JEP: ¿un aporte a la reconciliación de los colombianos?”. Correo electrónico: gsanchez.go@gmail.com


RESUMEN

Este texto es una aproximación a las dificultades propias de asumir responsabilidades judiciales por hechos atroces. Se resaltan a lo largo de sus páginas las complejidades de la credibilidad de lo confesado, no solo frente a los jueces, sino, sobre todo, frente a las víctimas y la sociedad. La confesión es un acto no solo individual, sino también social. Se rige por lo que dice quien confiesa, y por lo que dicen otros: peritos, observadores, analistas.

Palabras clave: testimonios; justicia transicional; memoria; actor perpetrador; víctimas

ABSTRACT

This text is an approach to the difficulties of assuming judicial responsibilities for atrocious acts. Throughout its pages, it highlights the complexities of the credibility of confessions, not only in the eyes of judges but, above all, from the point of view of victims and society. Confession is not only an individual act but also a social one. It is governed by what the confessor says and what others say: experts, observers, and analysts.

Keywords: testimonies; transitional justice; memory; perpetrator; victims

INTRODUCCIÓN

La trama del relato parte de tres experiencias testimoniales emblemáticas sobre el teatro de la memoria en la escena judicial.1 Se trata de experiencias con perfiles distintos, pero convergentes, en el tipo de hechos, en el contexto espacio-temporal que los contiene y en sus intersecciones, o relaciones orgánicas con la política nacional que les sirvió de justificación: la interpretación y la aplicación de la Seguridad Democrática.

Los tres actores de la escena están movidos, de manera inocultable, por cálculos específicos de economía punitiva; exhiben capacidades expresivas y narrativas contrastantes, y confrontan retos muy exigentes, personales e institucionales, que les permiten dar razón del quiebre moral que sufrieron durante la guerra, pero, al mismo tiempo, de su necesidad de explicar y explicarse a sí mismos ese quiebre para atenuar la condena social y la condena judicial y, en últimas, para recuperar su dignidad y su humanidad extraviadas.

Como se sabe, la literatura testimonial que nos han dejado las guerras está habitualmente construida y centrada sobre los relatos de quienes han padecido las atrocidades, las víctimas, individuales o colectivas. La singularidad del entramado presentado aquí consiste en que, a diferencia de otras construcciones narrativas, en estas nos encontramos todos: unos estamos en la escena; otros, tras la escena, y otros, como público: el aparato judicial, los perpetradores, las víctimas, la sociedad y los propios investigadores llamados a pensar de manera distinta las intersubjetividades puestas en acción en dichos escenarios. Y algo más de fondo nos comunican estos relatos: así como se ha hablado del giro político hacia la centralidad de las víctimas, quizás sea conveniente y urgente, en tiempos de una justicia transicional apuntalada sobre la confesión del perpetrador, tematizar también otra centralidad subordinada: la del compareciente juzgado y arrepentido, que también es, a la larga, garantía para una sociedad reconciliada. Ese actor-perpetrador, en tanto voluntario sujeto de la justicia, es el que ocupa el centro de la escena en estas reflexiones.

Tres militares de a pie: el teniente Diego Vargas, el sargento Sandro Pérez y el soldado Medardo Ríos -todos ellos de origen humilde, campesino, y que ingresaron al Ejército para escapar de la pobreza y con la ilusión de mejorar sus condiciones de vida y las de sus familias, así como la de servir a la patria- cuentan cómo extraviaron su camino y terminaron participando en la comisión de falsos positivos.

En estas tres historias se reflejan los distintos lugares jerárquicos y funcionales desde los cuales hablan. El teniente Vargas tiene una panorámica más amplia de las cosas, pero el sargento Pérez, jefe de Inteligencia (S2) del Batallón Santander, es persona clave en los circuitos de información, y el soldado Ríos, un hombre psicológicamente perturbado por su experiencia criminal. Los tres relatos son historias de vida diferentes hasta cuando llegan a Norte de Santander y son asignados al Batallón Santander y a la Brigada Móvil N.º 15; ambas unidades, adscritas a la Brigada 30 y a la 2ª División del Ejército.

Dos de ellos, el teniente Vargas y el soldado Ríos, habían sido condenados por la justicia ordinaria y llevaban varios años cumpliendo sus condenas, antes de que la JEP empezara a operar y de ser admitidos por ella. El sargento Pérez, por su parte, llevaba diez años huyendo de la justicia y, según sus propias palabras, había padecido la persecución de la que era objeto como el peor de los encerramientos. Los tres fueron llevados ante la justicia, entre otros, por hechos que tienen que ver con el caso de “los crímenes de Soacha”: el caso de ejecuciones extrajudiciales acaso más sórdido, más doloroso y más publicitado de la guerra intestina colombiana durante las últimas décadas, en lo que atañe a las Fuerzas Militares (FF. MM.). A los tres los enlaza el atroz asesinato de Fair Leonardo Porras, en cuya ejecución tuvieron roles distintos, pero convergentes. Se enlazan en el caso límite de la maldad en la guerra.

Jurídicamente hablando, las versiones libres de los tres militares homicidas tienen lugar en el marco de la investigación del subcaso Norte de Santander, uno de los seis subcasos regionales en que la Sala de Reconocimiento de Verdad y Responsabilidad (SRVR) dividió la construcción del macrocaso de “homicidios en persona protegida, presentados ilegítimamente como muertes en combate”.

Los tres adelantan sus versiones voluntarias a través de múltiples sesiones que tienen lugar, de forma discreta, en el ejercicio de recaudación de pruebas que adelanta la SRVR, y que debe traducirse en un primer auto de determinación de hechos y conductas y en una audiencia pública de reconocimiento de responsabilidad frente a las víctimas. El proceso debe cerrar su fase investigativa con una resolución de conclusiones proferida por la Sala de Reconocimiento de Verdad, de Responsabilidad y de determinación de los hechos y conductas (SRVR), de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) y una sentencia que profiera la Sección de Reconocimiento del Tribunal Especial.

Las tres versiones libres, con sus respectivas sesiones, siguen un formato similar, definido de antemano por las normas sustantivas y procesales que regulan el funcionamiento de la JEP.

La secuencia común de las versiones en la primera sesión, reguladas por la JEP, es la siguiente:

  1. Identificación de los versionados, acreditación de sus defensores, y presentación de la delegada de la Procuraduría

  2. Observaciones, explicaciones y advertencias que hace la magistrada que dirige la sesión a los versionados en relación con

  1. La naturaleza de la JEP como jurisdicción especial surgida del acuerdo de paz firmado entre el Gobierno colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP).

  2. El carácter voluntario de su sometimiento a dicha justicia.

  3. La aclaración de que los versionados no están obligados a declarar contra sí mismos ni contra sus familiares cercanos.

  4. La advertencia adicional de que lo que digan y los comprometa tendrá valor de confesión.

  5. La advertencia, sobre todo, de que los beneficios que les han sido concedidos por el hecho mismo de haberse sometido a la JEP -y muy en particular, la libertad provisional de la que disfrutan- están condicionados al cumplimiento de una serie de obligaciones, la primera de las cuales es la de aportar verdad plena, exhaustiva y detallada sobre los hechos que se investigan, así como sobre su propia responsabilidad en ellos.

  6. La magistrada les recuerda también a los versionados que si se establece que han faltado a su obligación de decir verdad plena y temprana, perderán los beneficios de los cuales disfrutan, y su caso pasaría a la Unidad de Investigación y Acusación (UIA), para seguir el trámite ordinario previsto por la ley dentro del marco de la misma jurisdicción.

Concluida la fase introductoria del ritual, la magistrada a cargo de la audiencia deja claro el sistema de premios y de castigos que orienta las versiones voluntarias. Si las cosas marchan bien, el proceso debe culminar en una pena alternativa, no privativa, sino apenas restrictiva, de la libertad, reparadora y restaurativa, que será de entre 5 y 8 años para los máximos responsables, y de entre 2 y 5 años, para quienes no hayan tenido una participación determinante en los hechos que se juzgan.

En el interrogatorio subsiguiente, además de los versionados, de la magistrada que dirige las audiencias, de los otros colegas y de los jueces auxiliares que la acompañan, intervienen la representación de la Procuraduría y, según el caso, también el representante de las víctimas.

Las preguntas iniciales apuntan a la trayectoria personal y profesional de los versionados. La magistrada, investida de la dignidad que le otorga su toga negra y con ribetes dorados en las mangas, está sentada detrás de una mesa rectangular, y a igual altura frente a los versionados y a sus defensores.

La magistrada busca precisar las identidades indagando por sus alias, pero, sobre todo, trata de reconstruir las coordenadas espaciotemporales y organizativas dentro de las que tuvo lugar su acción delictiva. Es una labor de filigrana. Precisar los tiempos en que un versionado estuvo bajo el mando de este o de aquel teniente, de este o de aquel capitán, de este o de aquel coronel y, sobre todo, establecer las fechas en que se llevaron a cabo determinados actos anteriores o posteriores al crimen que se investiga es una tarea difícil, pues han pasado 12 o 13 años desde cuando tuvieron lugar los crímenes que se investigan.

Cuando la lista de los delitos por los que el versionado debe responder es muy larga, resulta necesario que la magistratura vuelva a hacer una y otra vez las mismas preguntas, formuladas de distintas maneras y acompañadas cada vez de nuevas exigencias de precisión. Se espera que los detalles exigidos le ayuden al indagado a activar su memoria.

El soldado Ríos y el sargento Pérez están llamados a contribuir a la reconstrucción de muchos hechos criminales y a localizarlos en el espacio y en el tiempo. El teniente Vargas, en cambio, debe encarar un solo hecho: uno de los falsos positivos de Soacha. Se trata del que más indignación ha suscitado: el asesinato de Fair Leonardo Porras, un joven en condición de discapacidad mental que fue engañado con falsas promesas y trasladado de Bogotá a Ocaña para ser asesinado y presentado, de manera ilegítima, como muerto en combate.

Mientras el soldado Ríos lucha contra el caos cronológico de su memoria traumatizada, el sargento Pérez, en cambio, ha elaborado previamente una lista meticulosa que consulta con frecuencia, y que le permite orientarse con facilidad en la secuencia apretada de sus muchos crímenes. El teniente Vargas, por su parte, mira de cuando en cuando su pequeña libreta de apuntes.

En lo que atañe al soldado Medardo Ríos Díaz, aún miembro activo del Ejército, al cual se vinculó para vengar la muerte de su padre cuando tenía tan solo 14 años, su inteligencia confusa está al servicio de su ambivalente identidad moral. Frente a los jueces, acepta ser un obediente asesino de ilegales, pero rechaza a cualquier precio que se lo tenga por un protagonista consciente de los falsos positivos de Soacha. Obedece con automatismo las órdenes de sus superiores para matar a quien estos le señalen como guerrillero, sin ningún esfuerzo por esclarecer si el señalado lo es o no. Relata esos hechos atroces como si se tratara de eventos insignificantes. Su papel es, logísticamente hablando, de suma importancia: lleva a las futuras víctimas al lugar del cadalso. La inteligencia del teniente Vargas es de tipo introspectivo: elabora con sutileza sobre sus estados mentales antes, durante y después de los eventos que culminan con el asesinato de Fair. La del sargento Pérez, en cambio, es una inteligencia práctica: tiene pocas palabras para referirse a sus estados subjetivos, pero las tiene abundantes y precisas para la reconstrucción de los múltiples hechos y las relaciones interpersonales en que se vio involucrado.

CONSIDERACIONES SOBRE LA MORAL, EL INTERÉS Y LA JUSTICIA

Los tres militares cuyas versiones voluntarias frente a la JEP se contrastan aquí siguen, con ligeras variaciones, el guion prescrito por el acuerdo de paz y por las normas que lo elevaron a rango constitucional y legal. Han sufrido todos ellos el impacto psíquico y moral que suele resultar de pasar largos años en prisión o de estar huyendo, y de haber sido condenados a muchos más. Muy seguramente, ven en los beneficios que les otorga la JEP un milagro y una oportunidad de redención. No es de extrañar, por ello, que se orienten calculadamente por el sistema de incentivos positivos y negativos que les dicta el sistema, y que les recuerda una y otra vez la magistrada que tiene a cargo la dirección de las audiencias.

Así las cosas resulta comprensible que quien observa los videos correspondientes, y ve y escucha sus lágrimas y sus frases desgarradas de arrepentimiento y petición de perdón a sus víctimas, tenga la impresión de estar asistiendo a una escena de apariencias, y no a un ejercicio sincero de confesión. Solemos creer -muy kantianamente- que solo hay moralidad en quien obra “por deber” y en contra de sus propias inclinaciones, y con ello, que solo hay sinceridad en quien confiesa pagando visiblemente un alto costo que contraría su interés. ¿Qué credibilidad podemos y debemos conferirle a quien confiesa a sabiendas de que su testimonio puede acarrearle grandes beneficios en materia de impunidad?

Está muy diseminado en nuestra sociedad el prejuicio cristiano -y no exclusivo del protestantismo- que le atribuye la mayor importancia a la pureza de los motivos. Si el espectador del teatro de la justicia cree observar que una confesión voluntaria acompañada del pedido de perdón y de la manifestación del deseo de reparar produce, además, un beneficio en términos de algún bien tenido por altamente valioso, como la vida o la libertad, tenderá a creer que está contaminada, que es impura, y con ello, que es poco sincera y no tiene ningún efecto moral positivo ni poder transformador en quien la realiza.

Hay algo inverosímil en el supuesto de la posibilidad de un discurso moral incontaminado; de hecho, la moralidad y el interés pueden estar alineados. El sujeto moral es también un sujeto social, que actúa, a la vez, por valores y por intereses estratégicos. Hay buenas razones para pensar que la experiencia moral de la confesión del compareciente frente a sus jueces y sus víctimas -además de un espectáculo teatral privado- es una experiencia transformadora, constitutiva de su identidad moral en el largo y doloroso proceso de su reconstrucción.

Confesar es difícil, pero darle credibilidad a lo confesado también puede ser difícil para quien lo escucha.

El hecho de que el teniente Vargas diga, entre lágrimas, al final de su dramático testimonio: “Esto no lo había hablado nunca con nadie” es indicativo de que verdades dichas por primera vez conllevan un ejercicio de desnudamiento frente a la mirada del otro, frente a la autoridad que observa y que juzga. Tanto le pesa al teniente Vargas la confesión ya hecha que exclama, hacia el final del interrogatorio, en un momento en el cual cree que el juez le está pidiendo que repita su doloroso testimonio: “¿Tengo que repetir todo otra vez?”.

Sigue teniendo sentido moral que el reo que quiera escapar del calvario de una larga condena carcelaria a través de su sometimiento a la JEP sea, al mismo tiempo, alguien que esté profundamente arrepentido de sus crímenes y dispuesto con sinceridad a pedir perdón y a reparar a sus víctimas. Tal parece ser el caso del teniente Vargas.

EL TENIENTE VARGAS: UN TEÓRICO DE SU PROPIA CONFESIÓN

De acuerdo con sus declaraciones iniciales ante la JEP, el teniente Vargas nació en Dolores, Tolima, en 1980, es una persona de origen humilde, campesino, que no conoció a su padre, que lleva los apellidos de su madre, y que solamente con la autorización de esta pudo entrar a sus 16 años al Ejército.

Se trata de un hombre que -muy seguramente- a lo largo de 6 años, desde cuando fue condenado por la justicia ordinaria por el asesinato de Fair Leonardo Porras, el joven en condición de discapacidad mental de Soacha, ha regresado mil veces -en su celda y durante noches de desvelo- sobre el recuerdo del crimen en el cual participó, y por el cual ha tenido que comparecer en múltiples ocasiones ante fiscales y jueces. El teniente Vargas es un experto en el análisis de su propia decisión criminal y en la exploración de su culpa. También ayuda a consolidar su experticia que la magistrada que dirige la primera sesión abra la audiencia de versión voluntaria recordándole, según las fórmulas legales correspondientes, la naturaleza del modelo de justicia al que se ha sometido voluntariamente, con sus beneficios penales y sus condiciones de ingreso y de permanencia en el sistema. La togada le recuerda que debe aportar verdad plena, reconocer responsabilidad, pedir perdón y reparar a las víctimas. De todo ese entramado depende que pueda conservar el privilegio de la libertad provisional, así como acceder al premio de una sanción restrictiva de la libertad, de naturaleza restaurativa.

El teniente Vargas sabe que debe explicar lo sucedido por factores heterónomos, sin justificarse, si bien toda explicación de un crimen tiene visos de un comienzo de justificación. Tiene que asumirse a sí mismo como libre y responsable, pero sin hacer desdeñable el contexto en el cual actuó. Sabe que debe ser capaz de establecer un balance adecuado entre delatar a otros y autoincriminarse, y sabe que debe poder alinear de forma convincente -y en lo posible, sincera- su interés en ganarse los beneficios de la JEP y el despliegue de sus propios sentimientos morales. No se trata de una pura astucia jurídica, sino de una tensión real coexistente dentro del mismo sujeto criminal que se somete al poder judicial, en tanto este le promete liberarlo de la cárcel y de la culpa.

Vargas intuye -acaso, como todos nosotros- que el mejor actor suele ser quien se identifica con su personaje. A quien no cree en lo que dice suele notársele. Y lo que es igualmente importante: quien repite muchas veces el mismo guion termina por creérselo. La repetición suele convertir la máscara en rostro.

Después de que el teniente Vargas ha contado sobre su trayectoria personal y profesional hasta el momento en que llegó a ser el comandante del Primer Pelotón de la Compañía Motorizada Plan Meteoro, adscrito a la 2ª División del Ejército, y cuya misión consistía en garantizar la tranquilidad de la carretera que conduce de Cúcuta a Ocaña, empieza, guiado por las preguntas de los magistrados, a caracterizar el contexto donde desempeñaba sus labores.

Se trata de una región de frontera (El Catatumbo), en la ruta de buena parte de los intercambios ilegales con Venezuela y con el Caribe: una región topográficamente muy quebrada y alejada de los grandes centros urbanos, y en la cual hacen presencia activa tres grupos guerrilleros (las FARC-EP, el Ejército de Liberación Nacional [ELN] y el Ejército Popular de Liberación [EPL]), al igual que paramilitares y narcotraficantes.

En una época en que las llamadas “pescas milagrosas” de las FARC-EP eran el terror de las carreteras, el teniente Vargas tenía a su cargo la misión de garantizar, mediante un despliegue enorme de recursos, que en la vía Cúcuta-Ocaña “no pasara nada”. En un clima institucional que él describe como de presión por resultados, el único resultado operacional verdaderamente valioso era el reporte de bajas enemigas en combate, y él y sus hombres, en esa lógica, poco o nada tenían que ofrecer. Sus relaciones con el Batallón Santander eran “malas”. En el batallón los tenían por “gordos” y “perezosos”. Les decían que no servían sino para robar.

La presión de los comandantes de brigada y de división, al igual que la de los comandantes del batallón y de la compañía motorizada sobre el mayor Quijano, y la de este, sobre Vargas, era enorme. Las guerrillas no aparecían en la vía; por tanto, no había manera de mostrar muertos en combate. Las guerrillas, situadas en las partes altas de las montañas y protegidas por campos minados, eran casi imposibles de alcanzar. Es en este contexto específico, muy propio del periodo 2007-2008 en la región, donde, a la sombra de una política institucional informal de privilegio del body count y de normalización de las llamadas “legalizaciones” (término eufemístico utilizado según Vargas en todas las unidades militares por las que pasó en su carrera de oficial) el teniente llegó a verse involucrado -al parecer, por primera y última vez en su vida- en la comisión de un falso positivo:

[…] estaba en el ambiente: resultados […] el mejor resultado era una baja… Uno lo percibía en el ambiente. Pero no se lo decían directamente. Era subliminal.

Solo una baja era tenida como una contribución a ganar la guerra. […]. A uno no le decían haga esto, pero uno suponía de qué se trataba. Lo que más servía en los resultados eran las bajas.

Las ambigüedades del lenguaje utilizado expresaban distintos grados de alejamiento de la legalidad y de su ocultamiento. Una cosa era la orden de “producir resultados”, emitida por un comandante de división, en un contexto institucional en el cual era sabido, por las sonrisas y las felicitaciones que suscitaba, que el superior remoto estaba esperando en realidad que le reportaran bajas, y otra cosa era hablar entre iguales, o con los superiores inmediatos, de “legalizaciones”.

La expresión producir resultados y el vocablo legalizaciones ocultan realidades que pertenecen a dos niveles distintos de ilegalidad. Niveles que se mezclan en los conciliábulos donde se diseñan los planes criminales.

El privilegio de las bajas en combate como política informal de las FF. MM. puede no ser visto como algo en sí mismo moralmente reprochable. En el marco del Derecho Internacional Humanitario (DIH), está permitido que en el desarrollo de un enfrentamiento militar los combatientes se maten los unos a los otros. El término legalizar designa, en cambio, el ocultamiento por medio de engaño que produce la apariencia de algo legal, de una seguidilla de acciones criminales como el secuestro, el homicidio, la desaparición forzada y el encubrimiento. Esta diferencia en el modo y en el grado de inmersión en la ilegalidad -y en la inmoralidad- es importante, porque de ella depende la naturaleza de la responsabilidad que se les imputa a quienes están involucrados en el entramado de los falsos positivos.

[…] a veces con mi mayor uno hablaba… ¡Ay, jueputa! Están dando hartas bajas. Será que -(dirigiéndose a la magistrada) discúlpeme que sea tan crudo- …y uno se reía, ‘qué tal que estén legalizando gente… Jua, Jua, Jua, que embarrada’. Era como el chisme […].

Terminada la parte más general de la entrevista, pudo darse por acopiada, en palabras del versionado, la información requerida sobre la trayectoria personal y profesional del teniente Vargas. Entonces, la magistrada que dirigía la audiencia le dijo: “Vamos entonces a escuchar su versión sobre los hechos, sobre los hechos por los cuales usted fue condenado”.

Advertido por el cambio de tono de la jueza y por la invitación que ella le hizo para que se concentrara en la experiencia particular del crimen cometido, responde: “Yo, yo... antes de empezar yo quiero dejar claro que yo quiero decir la verdad plena… exhaustiva, detallada… quiero contar todo”. El “yo” repetido es, para comenzar, y tanto como sus reiteraciones ulteriores, una manera de asumir y de mostrar que asume la responsabilidad individual por los hechos que va a relatar. Lee en su libreta de apuntes, que revisa de soslayo, para estar seguro de que a su fórmula sacramental de compromiso con aportar verdad no le falta nada. Al fin y al cabo, se está frente a un ritual judicial.

Y con un timbre de voz crecientemente agudo, el cual refleja el agobio y la liberación que siente al revelar un secreto que lo ha atormentado por mucho tiempo -pero también es indicativo de la novedad de las revelaciones-, el teniente Vargas, continúa:

“Tengo un nudo en el alma hace muchos años porque no lo he hablado con nadie”.

Y sumido en un llanto contenido, expresa: “Quiero que ustedes lo sepan. Quiero quitarme ese peso. Quiero antes de eso, decirle a la mamá de Fair, desde el fondo de mi corazón, que me perdone por lo que hice. Porque no lo merecía”.

Y como necesitando exculparse, pese a su voluntad vigilante de asumir su responsabilidad en el delito, permite que se le escape un “Pero yo era muy joven”. Aunque a renglón seguido, se castiga por su fugaz autoindulgencia, señalando con la mano hacia su propio pecho y diciendo: “Y pensé mal, y actué mal, y no me estoy eximiendo de responsabilidad, no y no, porque yo soy responsable”. Y concluye: “Y vengo hoy a aceptar que lo que pasó fue la muerte de un civil desarmado, a causa de este conflicto, que no merecía terminar de esa manera”. El teniente Vargas reconoce su responsabilidad por el homicidio de un civil indefenso, pero alega que tal homicidio -contrario al principio de distinción que funda el DIH- tuvo lugar “a causa de este conflicto”.

La guerra intestina es, para Vargas, algo así como una causa sistémica que lo exonera un tanto de su responsabilidad como individuo, pero es, sobre todo, criterio de conexidad material de la jurisdicción especial. Alegando la conexidad de su accionar criminal con el conflicto armado, Vargas actúa como abogado de su propia causa, como abogado de su inclusión en la JEP.

Vargas hace, de nuevo, una pausa, antes de continuar:

Todo comenzó como le dije, doctora, en 2007. Todo ese año reportaba lo que uno hacía. Me sacrificaba. Subía cerros y bajaba cerros. Me movía. Hacíamos una cosa, otra, pero eso no, como que no servía. Tener un área consolidada era un problema. Venía la presión de mi mayor: Vargas, hermano, hay que hacer algo, tenemos que dar resultados… ¿qué hacemos, hermano?… porque yo me imagino que también a él lo llevaban al desespero.

El hecho de que la orden de su superior inmediato estuviera acompañada de la interpelación a Vargas como “mi hermano” no contribuía a hacer menos imperativa la exigencia. En este contexto, la expresión “mi hermano”, al igual que otras similares, designa una falsa igualdad. Refuerza la autoridad.

Llegado a este punto de su relato confesional, el teniente Vargas reflexiona con detalle y precisión sobre las palabras utilizadas por el mayor Quijano y por él mismo para pedirle a Pérez que les proporcionara la víctima a fin de fabricar un falso positivo:

Obviamente, mi doctora, quiero ser claro. Cuando mi mayor dice eso, “un resultado”, el botó la palabra con un doble sentido. Cuando yo lo dije, también lo dije con un doble sentido. “Sí, Pérez. Ayúdenos a conseguir un resultado.” Lo que yo pensé… No puedo decir lo que pensó mi mayor…

Las frases cortas, disparadas a quemarropa por el mayor Quijano y por el teniente Vargas para pedirle al sargento Pérez que les ayudase a armar el falso positivo, dejan claro que ya Pérez era conocido entre las unidades con presencia en la región como el hombre encargado de intermediar ese tipo de negocio. Su papel nodal en la empresa de fabricar ejecuciones de personas indefensas es un secreto a voces.

Es la primera vez que abordan a Pérez para que los apoye en la planeación y la ejecución de un crimen de esa magnitud, y el abismo moral que hay que franquear es oscuro e incierto. Lo mejor es empezar con cierta cautela. Utilizan expresiones que si bien son suficientemente claras en su contexto de enunciación, son, sin embargo, tan ambiguas como para proporcionarles a los peticionarios una vía semántica de escape, para el caso de que se hayan equivocado sobre el talante del sargento, o de que Pérez, por algún motivo, no confíe en ellos.

Al siguiente día -dice Vargas- yo estaba yendo de allá para acá haciendo registros y me llamó mi mayor: marica, me llamó Pérez. Que ya nos tiene listo un resultado, que nos vale, que nos toca comprar una pistola que vale como 400.000 pesos, y que toca pagar 1.200.000 por todos los gastos.”

Entonces yo le dije: ‘¿verdad, mi mayor?’. Y él dijo sí.

El mayor Quijano debió de sentir que la incredulidad manifiesta en la pregunta de su subalterno implicaba duda, y para atarlo a la empresa criminal que apenas si nacía, retó su hombría: “Se le mide o qué?”. Y la respuesta de Vargas no se hizo esperar: “Sí, mi mayor. Yo estoy pa’ las que sea”.

Pasados 12 o 13 años después de sucedido el breve intercambio de palabras con su superior, observa Vargas, dirigiéndose a la magistrada: “Yo no visualicé lo que iba a ocurrir… fue una respuesta corta, pero con tanto poder, con tanta cosa, con tantas repercusiones”.

En perspectiva, a Vargas lo asombra la desproporción entre la extrema ligereza de palabra con la que se implicó en el crimen y la larga duración y el peso enorme, para él y para otros, de las consecuencias de haber empeñado su palabra a través de un “sí” tan pronto. Su pecado, piensa, estuvo en la falta de conciencia reflexiva y previsiva sobre las graves consecuencias que habrían de derivarse de sus pocas, pero fatales, palabras de compromiso. Y agrega:

Sí. Y eso me duele. Yo debí haber pensado: yo tengo familia que creen que yo soy una persona correcta, porque así lo había demostrado todo el tiempo. Pero y sí… sin pensarlo… sin nada (levanta los hombros significando la facilidad con la que sucedieron las cosas)… No visualicé el daño que iba a causar, el dolor, el dolor en el alma, porque es un dolor en el alma.

Se muestra respetuoso del dolor de sus víctimas. Por lo pronto, no usurpa el dolor de la madre de Fair. A sabiendas de que hay en ese dolor algo absoluto e inconmensurable, se acerca a él a través de compararlo con el dolor que él sentiría si le quitaran la vida a su propio hijo. Dice, con palabras tentativas, pudorosas: “Yo, que ahora tengo hijos considero eso, trato de entender un poquito, porque, no sé, el dolor debe ser supremamente grande”. Y más adelante, para que quede claro que en su insustituible otredad lo sobrecoge el dolor de la mamá de Fair, agrega: “Causé mucho dolor. Yo trato de entender el dolor que le causé a la señora Luz Marina. Pero no lo entiendo. Y le pido que me perdone. Yo, Diego Vargas, no me voy a cansar de decirle: perdón, perdón, perdón”.

Concluido este paréntesis introspectivo, el teniente Vargas regresa a la reconstrucción de su doble diálogo con el mayor Quijano y con el sargento Pérez:

Sí. Bueno mi mayor. Entonces consigamos la gente… él fue a alistar las cosas y yo llamé a Pérez: quiubo, Pérez, hermano, porque yo ya tenía el teléfono de él, porque ya teníamos contacto… oiga, Pérez ¿verdad lo que me dijo mi mayor? Sí, sí, listo. Eso ya está listo. Bueno. Colgué.

Era un lenguaje de subentendidos ya descifrables por su cronicidad.

El teniente prosigue su relato: “Entonces, cuando llegó mi mayor: …viejo Vargas ¿listo?, ¿animado? Sí mi mayor y… mi mayor, ¿no habrá problema? No, eso no pasa nada, fresco, tranquilo”. Para conjurar la inseguridad de Vargas, su superior apela, de nuevo, al recurso infalible de retarlo, de interpelar su hombría: “¿O es que se atortola?”. Y Vargas cae por segunda vez en la trampa múltiple del machismo militar, de la lealtad incondicional para con los superiores y de la solidaridad de cuerpo:

No, mi mayor, yo no me atortolo. Yo soy pa’ las que sea. A mí me ha tocado muy duro […] Yo no pensaba. Yo tenía miedo, pero por yo quedar bien, por no decepcionar a mi comandante que supuestamente me necesitaba, yo no le dije nada, yo le dije sí, sí, vamos. Esa fue mi respuesta.

EL PLAN CRIMINAL

Una vez alcanzado, mediante acuerdos sucesivos, el concierto básico entre Vargas, Quijano y Pérez en torno a la decisión de cometer un falso positivo, empezaron los preparativos del plan criminal, para lo que, además de buscar a los soldados apropiados, se llamó al cabo González, que estaba en Cúcuta haciendo una diligencia, a fin de que regresara inmediatamente a participar en una “operación”.

El teniente Vargas cuenta que él le ofreció al mayor Quijano adelantar la operación con todo su pelotón, y que Quijano le dijo que no, que mientras menos personas estuvieran involucradas mejor sería, que bastaba con reclutar para ese propósito un grupo más pequeño: un equipo de combate integrado por un oficial, un suboficial y tres soldados. El resto del pelotón habría que ponerlo lejos, de guardia. Basado en su experiencia recorriendo de arriba abajo la carretera, Vargas determinó el sitio donde debería realizarse la ejecución, y Quijano lo aprobó.

Vargas interrumpe entonces su relato, y se cerciora reflexivamente, de cara a los jueces, de que el lugar moral desde donde explica su participación en el crimen represente un balance adecuado entre autonomía y heteronomía:

[refiriéndose a las tareas preparatorias que le ordenara el mayor Quijano] Yo accedí voluntariamente ¿por qué? Pues porque no quería decepcionarlo a él, porque no quería faltarle, porque no quería que de pronto dijera: este man es un no sirve pa nada. Pero también porque nos tenían bajo ese yugo, yugo diario de que usted no sirve pa nada, de que ustedes son unos gordos, de que ustedes no hacen sino dormir, de que no utilizan esa vía sino para robar.

Y golpea la palma de una mano con el puño de la otra, de forma reiterada, como solemos hacer cuando imitamos los golpes del martillo sobre la fragua.

Después de preguntar quién va a disparar, y de que el soldado García se ha ofrecido como voluntario, el mayor precisa todo lo que hay que llevar: los avenes, el GPS, el radio, el equipo de asalto y, en general, todo lo que habrá de requerirse para simular un combate con el enemigo.

El mayor Quijano le contó más tarde al teniente Vargas que había hablado con Pérez, y que este le dijo que ya tenía en sus manos el “paquete”, que se trataba de un “bandido”. Llegadas las 11:00 p. m., hora de empezar a actuar, el mayor Quijano acompañó a Vargas y a sus hombres, a pie, hasta un trapiche. Estando allí, Quijano le explicó a Vargas que un par de kilómetros más adelante lo estaba esperando el sargento Pérez, para entregarle la víctima, y se devolvió. Vargas llegó al sitio indicado y se encontró, en medio de la oscuridad total, un carro con las luces apagadas. Pérez se bajó del carro y se saludaron: “Quiubo, mi teniente. Quiubo, viejo Pérez. Aquí está el paquete”, y le entregó a un muchacho esposado, particularmente dócil y silencioso, junto al cual estaba el soldado Ríos. Dice Vargas que no pudo darse cuenta de si había otras personas en el carro, además de Pérez, Ríos y el joven. Recuerda que entonces Pérez le pasó una pistola, y que él, a su vez, se la entregó a González, porque él, Vargas, no era hábil con las pistolas. Los soldados de Vargas recibieron al civil desarmado y lo ubicaron a unos 40 m del punto donde tuvo lugar el encuentro con Pérez. Dice Vargas que en ese momento, acaso aterrado de pensar que debía ejecutar a Fair en ese mismo instante, le preguntó a Pérez: “¿Y ahorita?”, y que este le respondió: “Hágale, hermano… hágalo a la madrugada, y lo reporta”. Movido, seguramente, por el miedo y la inseguridad del aprendiz de asesino, Vargas llamó por última vez al mayor Quijano para referirle cómo estaban las cosas.

Terminadas sus últimas conversaciones con Pérez y con Quijano, el teniente Vargas quedó solo, como dueño de la situación. Ahora es exclusivamente él quien da órdenes a sus subalternos. El relato que hace Vargas del último tramo de la operación-homicidio es muy ilustrativo. Refiriéndose a un Fair esposado e indefenso, recuerda: “[…] No decía nada. Pero como yo tenía esos nervios porque era la primera vez... yo tampoco me atreví a preguntarle porque era como… ¡Pucha! ¡Qué embarrada!… Pero yo no le digo nada (y hace con las manos un gesto de mantenerlo a distancia)”. El hecho de que Vargas diga que el muchacho “no decía nada” muestra que ya entonces le parecieron extraños su silencio y su pasividad, y que, sin embargo, para saber lo menos posible sobre él y bajar con ello el costo moral de asesinarlo, no le preguntó nada y se mantuvo alejado.

Todos los detalles en la parte final del relato de Vargas son desgarradores:

[…] y yo dije: González, hagámosle, quítenle las esposas. El sargento Pérez nos había dado las llaves. Yo dije: García. Lo pusieron adelante. El soldado García no fue capaz de disparar... el muchacho no decía nada… [llegado a ese punto el abogado defensor le ofrece a Vargas un vaso de agua, para que tome un respiro, recupere fuerza y termine su relato]. Entonces llegó el soldado Contreras y dijo: entonces yo lo hago… y ¡plum! Hizo un rafagazo y el muchacho no se murió. Solo pegó un grito. Y dijo Zapata: es que no lo… y disparó Zapata.

El hecho de que, ya parado frente al pelotón que va a asesinarlo, Fair siga sin decir nada le resulta anormal a Vargas, anticipa que, en realidad, la víctima es un joven en condición de discapacidad mental, cuya inocencia e indefensión son absolutas. Esa circunstancia duplica la consciencia de la inhumanidad del crimen y llena a Vargas de horror moral hacia sí mismo.

Y como si lo anterior fuera poco, la defección de García, la intervención desproporcionada de un Contreras que dispara ráfagas, el grito de una víctima que no termina de morirse, y el tiro de gracia de Zapata, configuran una mezcla de inexperiencia y de crueldad extremas.

Vargas dice: “No escuché nada más”. Comienza, entonces, la última parte del engaño. Coge el teléfono -a manera de teléfono celular, se pone un paquete de Kleenex en la oreja- y llama a Quijano y le dice: “Listo, mi mayor” -lo dice frente al juez, entre sollozos-. “Ah! Muy bien!”, es la respuesta de su superior, quien, además, le ordena que reporte al Batallón Santander, al cual se hallaba agregado, que estaba en combate. A partir de ese momento ya hay un registro, un muerto, una baja. Del batallón le dicen, con tono exultante: “¡Ah! Bien, mi hermano. Pendiente al radio, pa’ que mañana haga lo correspondiente”.

Con el brazo extendido, señalando con el dedo índice de su mano derecha hacia el suelo vacío de la sala de audiencias, como si lo estuviera viendo, dice Vargas: “El muchacho quedó ahí. Yo me fui para una esquina. Los otros todos nos hicimos lejos y esperamos a que amaneciera”. El cadáver parece haberse convertido, a la vez, en despojo y en objeto sagrado. Vargas y sus soldados se alejan de él. Prefieren no verlo.

Después de que Vargas y sus hombres hubieron tumbado un poco de monte, explotado una granada y organizado el área para que los agentes del Cuerpo Técnico de Investigación (CTI) que estaban por llegar supusieran que había habido un verdadero combate, llegaron estos con el sargento Pérez, alumbrados por la primera luz del día, acordonaron el área e hicieron el levantamiento del cadáver. Vargas completó los trámites administrativos. Y como correspondía, vinieron las congratulaciones.

En este punto de su testimonio judicial sobre cómo se construyó el falso positivo, el teniente Vargas le agrega -con una conciencia que se manifiesta como extrañeza sobre sí mismo- un nuevo cargo a su rosario de crímenes declarados: el de engañar. Cuando los oficiales y los soldados que se topa por el camino en el batallón le dicen: “Felicitaciones, hermano, usted es un verraco, muy bien por el resultado”, Vargas se siente “raro”.

Muchos años después, frente a los jueces de la JEP, en medio de la catástrofe existencial que gobierna su vida, Vargas quiere salvar, con dos frases exculpatorias, por lo menos un poco de su imagen de hombre decente. Dice entonces: “Yo sabía dentro de mí que yo había matado un inocente… [pero] yo no sabía quién era, yo no sabía de dónde venía”. Asustado de que esa pequeña indulgencia consigo mismo pueda causar una mala impresión, aclara, sin embargo: “No me excuso por eso. Yo respondo por eso. Y por eso estoy poniendo la cara”.

Elevando la teatralidad del momento, llega hasta a preguntarse si no fue el diablo mismo quien lo sedujo: “Al momento de decirle a Pérez: consíganos un resultado, no sé si le dijimos, si estábamos hablando era con quién, con el diablo”.

Al momento de cerrar su relato, las palabras con las que había comenzado se repiten. Es como si el sentido común de la cultura occidental y cristiana de la confesión como lugar de constitución del fuero interno y de la subjetividad más individual y privada, transmitido a través de los siglos, fuera ineludible. Habla una vez más de romper el nudo que le asfixia la garganta, de la necesidad que siente de liberarse del secreto que oculta su alma.

Hoy estoy quitándome un nudo en la garganta, en el pecho, en el alma, de poder desahogarme, de poder pedir perdón, pero un perdón desde el fondo de mi corazón (lo dice en tono de súplica), un perdón desde el fondo de mi alma, porque fallé, porque le fallé a esa señora al hacerle eso a su hijo, a su familia, porque le fallé a mi familia, porque mi familia siempre ha creído en mí.

Y termina su solicitud de perdón conjugando el verbo “ser” en pasado perfecto, como queriendo marcar con ello la distancia entre su yo de cuando cometió el delito y su yo de hoy: un yo purificado por el castigo, arrepentido y renovado. Dice repetidamente: “No fui una buena persona, no fui una buena persona”.

Habiendo realizado la intención anticipada en el preámbulo de su versión, ostensiblemente extenuado y liberado del peso que lo aplasta, pero, sin duda, también deseoso de merecer los beneficios que le ofrece la JEP a quien contribuya a que las víctimas y la sociedad sepan lo que sucedió, dice Vargas: “Esto nunca lo había hablado con nadie”.

Intuyendo la amalgama indiscernible de causas externas e internas, objetivas y subjetivas, que configuran los motivos de su acción, el teniente Vargas termina su relato confesional con las siguientes palabras:

A eso nos llevó la guerra, a eso me llevó este conflicto, a eso me llevó esta presión, a eso me llevó esas ganas de acertar, a cometer el error más grande. Yo digo que el error más grande en mi vida, el error más grande en esta existencia es haber hecho eso.

Las confesiones ante la JEP están llamadas a ser una experiencia a la vez esclarecedora, transformadora y reparadora. Así se explica que el cuestionario utilizado por la jueza que dirige la audiencia analizada le pregunte a Vargas, casi para terminar: “¿Qué debería cambiar para que esto no se repita?”, a lo cual el versionado responde:

Ya no soy militar activo. Nunca más voy a coger un arma. Quiero hacer cátedra por la paz y quiero limpiar el nombre de Faír Leonardo. Y diré que por favor no presionen a los subal­ternos por resultados. Háganlo bien. Muchos de nosotros lo asimilamos mal.

Y así se explica también que, frente a la pregunta postrera sobre qué se imagina que podría hacerse, su última respuesta parezca haber querido fusionar, de forma particularmente ansiosa, suplicante e indiscernible, el interés en obtener una pena alternativa y el arrepentimiento: “Decir verdad, dar cátedra por la paz, reconocer el error que yo cometí. Lo que hice fue cruel. Lo que ustedes me digan estoy dispuesto a hacerlo. Quiero reparar confesando hasta el infinito”.

LAS EMOCIONES EN LA ESCENA JUDICIAL RESTAURATIVA

El sargento Sandro Mauricio Pérez Contreras: un asesino rutinario

Mientras el teniente Vargas llora en público su culpa y su arrepentimiento, aunque no tenga más público que los jueces y los funcionarios de la JEP, el sargento Pérez -quien, además, está siendo observado por sus víctimas- es, en cambio, un hombre de lágrima difícil. Por ello, de entrada, el sargento Pérez no cae bien, no inspira confianza. Su rostro inexpresivo lo hace aparecer como un hombre insensible.

Sin embargo, debe evitarse que el prejuicio de las mejillas secas sea el fundamento de una condena moral demasiado rápida y prejuiciosa por parte de un espectador privado. Para ello es necesario remitirse a su historia de vida y observar con atención sus escasas lágrimas, pero, sobre todo, los gestos y las palabras mediante los cuales su rostro, más bien inexpresivo, dice su sufrimiento moral, su contrición y su arrepentimiento.

Para empezar, importa recordar que Pérez llevaba 10 largos años escondido en Venezuela, escapando de la cárcel, después de que, en el marco del escándalo por los falsos positivos de Soacha, la comisión establecida para depurar las FF. MM. lo destituyó, y después, también, de que lo condenó la justicia ordinaria.

Su carrera militar inició en 1999, en la base militar de Tolemaida, donde se formó en combate de contraguerrillas. Disfrutó de una enorme movilidad territorial, lo que le permitió conocer país. Pasó por el Batallón Sucre, en Chiquinquirá, Boyacá; por el Batallón de Contraguerrilla Guajiros, de La Popa, en Valledupar; como oficial de contraguerrilla, hasta 2004; por el batallón de Granada, Meta; por el Batallón Vargas, y finalmente, en 2006, por el Batallón Santander.

Por él se sabe cómo reportaban los cadáveres de los falsos combates en cadena, a comandante de pelotón, comandante de batallón y comandante de brigada. Es decir, toda la estructura se hallaba comprometida. De alguna manera, todo quedaba documentado, a pesar de los esfuerzos por ocultar. La propia necesidad de justificar dejaba la prueba. En la oficina S2 (Oficina de Inteligencia) se llevan las carpetas de los asesinatos, para demostrar los resultados obtenidos.

Los años de implacable acorralamiento que ha sufrido deben de haber quebrado y moldeado la personalidad del sargento Pérez. Se convirtió en un creyente, lo que repite un patrón muy generalizado en distintas latitudes. Al comienzo de su interrogatorio, cuando la magistrada que dirige la audiencia le pregunta por sus datos y su historia personal, dice: “Soy cristiano”. Cabe pensar de él -como de Vargas, cuando dice que nunca en la vida volverá a empuñar un arma, y de Ríos, cuando dice que es un hombre nuevo- que se trata de alguien a quien la experiencia de la persecución judicial lo ha transformado y lo ha preparado para vivir el ritual autodeprecatorio y purificador de la confesión.

El sargento Pérez dice haber sufrido la persecución de los jueces como la peor de las privaciones. Al igual que el teniente Vargas y el soldado Ríos, es alguien que ve en la justicia alternativa de la JEP una única y gran oportunidad de recuperar su libertad; de hecho, goza ya de libertad provisional, y no quiere perderla. Está dispuesto a hacer todo lo que le exijan los jueces para merecer tan precioso beneficio. A pesar de que sus dotes para el teatro sentimental de la justicia son más limitadas que las del teniente Vargas, también el sargento Pérez va a empezar su testimonio diciendo, con fuerza, que su presencia en la sala se debe a que quiere contar la verdad. Es más: en esta instancia judicial y voluntaria no se requiere demostrar la responsabilidad. El compareciente se presenta dando por probada la responsabilidad, y lo que va a narrar es el cómo de los supuestos combates.

Si bien a Pérez se le corta la voz cuando empieza a hablar, su larga reconstrucción de los múltiples crímenes es más bien monótona. Eso, por supuesto, no le ayuda a ganarse el favor de quienes lo escuchan. Quien mira el video de su confesión debe esperar hasta la mitad de la audiencia para descubrir, a través de su llanto abierto, la humanidad oculta del sargento.

En un momento en que la magistratura le dice que tiene todavía en sus manos una larga lista de casos a los cuales su nombre se halla asociado, y sobre los cuales deberá testimoniar, el sargento Pérez parece vislumbrar el largo camino de autodeprecación y deshonra que le falta por recorrer. Siente -acaso- que las fuerzas le flaquean para emprender la amarga travesía, y rompe en llanto por primera vez. Las historias que cuenta son particularmente crueles. El llanto de Pérez, a diferencia del de Vargas, se percibe como un llanto de asombro frente a la extensión de su propia maldad -y a tener que narrarla-, más que como un llanto de contrición.

Llama mucho la atención que cuando el sargento Pérez empieza a llorar, la magistrada que dirige la diligencia -en parte, porque percibe que los asistentes están can­sados, pero en parte, también, porque se siente incómoda, y para evitar que el llanto del versionado la descentre, de manera que amenace la racionalidad y la solemnidad del ritual- suspende la audiencia y ofrece un descanso de 10 minutos. Y como es bien sabido, una pausa de 10 minutos contribuye a enfriar el clima emocional de una reunión.

A diferencia del teniente Vargas, el sargento Pérez no es un asesino primerizo agobiado por la memoria de un único y reprobable crimen. Por su rol de enlace entre las distintas unidades militares que operan en la zona, incluidas la Central de Inteligencia de Ocaña (CIOCA), la brigada móvil y el batallón motorizado del Plan Meteoro, el sargento Pérez se va convirtiendo en un referente necesario, e impulsado por ello, en un asesino rutinario. Encarna la banalidad del mal, pero ya no al estilo de Vargas, como expresión de la irreflexiva ligereza de palabra con la que podemos encadenarnos a un delito, sino como manifestación de una rutina estructurante de esa modalidad de delitos atroces, propias de una fase de degradación de la guerra en Colombia.

En desarrollo de esta práctica fueron ejecutados guerrilleros desmovilizados o capturados, campesinos inocentes de la región documentados como guerrilleros y, en buena medida, también muchachos desempleados, viciosos e indigentes traídos desde otras regiones del país, e incluso, líderes barriales.

Al final de su carrera criminal, antes de ser trasladado a una unidad militar en otra zona del país y de caer en desgracia, el sargento se hizo un nombre entre los militares de la zona. Ya hacia finales de 2008 abundaban en el Catatumbo los falsos positivos, y se habían vuelto tan habituales y apetecibles que soldados de a pie de unidades contraguerrilla deseosos de obtener permisos y vacaciones buscaban a Pérez para que les ayudara a conseguir víctimas, que deberían ser pagadas, ya no con cargo al rubro de gastos reservados del Ejército y de pago de recompensas, del cual se servían los comandantes de batallón para sus fechorías, sino haciendo vacas; es decir, colectas informales.

La extrema inhumanidad de los crímenes que confiesa el sargento Pérez demuestra su voluntad de decir la verdad -aunque le resulte dolorosa y deshonrosa-, de acuerdo con el sistema de incentivos que ofrece la JEP, pero hace muy difícil, a la vez, que quien lo observa y lo escucha reaccione frente a él de forma empática. Pero también cabe pensar que, como hombre práctico que es, Pérez describe el proceso de su decisión no como un ejercicio de introspección -a la manera de Vargas-, sino como un cercenamiento de su capacidad para actuar de una manera alternativa, por parte de su superior. Pérez, poniéndole límites a su responsabilidad, presenta los costos de denunciar a su superior o de pedir la baja en el Ejército casi como prohibitivos. Daría, entonces, la impresión de que estos soldados y estos oficiales son prisioneros voluntarios o forzosos del crimen, lo que les puede valer como explicación, pero no como justificación, ante la JEP.

El sargento Pérez cuenta que oyó hablar de legalizaciones desde 1999, y deja claro que la práctica era conocida en todas las unidades de contraguerrilla por las que pasó en el curso de su carrera como soldado profesional y -lo que también es importante- señala que entre 2007 y 2008 la presión de sus superiores por producir resultados operacionales que se concretaran en bajas en combate era agobiante, y ello fue un factor decisivo para que entre las unidades militares que operaban en el Catatumbo echara raíces la práctica de fabricar falsos positivos.

Recuerda cómo llegó a ser el director provisional -y más adelante, un simple analista- de la Sección de Inteligencia del Batallón Santander, tras haber trabajado por corto tiempo en la CIOCA. Relata con particular detalle su encuentro con los peligros de la guerra contrainsurgente a lo largo del mes que fue asignado, junto con su pelotón, a la vigilancia de las elecciones presidenciales en Acarí, una zona con fuerte presencia del ELN. Dice Pérez que entonces murieron muchos soldados en campos minados y en enfrentamientos con la guerrilla, y que la moral de los sobrevivientes quedó por el piso, hasta el punto de que muchos pidieron la baja. Cuenta también que él mismo manifestó en ese aciago momento que no quería seguir. Habiendo escuchado que iba a abrirse una investigación disciplinaria por lo sucedido, y tras tener que soportar a comandantes que frente a la tragedia de sus compañeros muertos, en vez de preguntar por ellos, preguntaban si el material de guerra estaba completo, le comunicó a su superior, el coronel Castaño Ruiz, que también él estaba cansado y se quería retirar.

Cuenta Pérez que el coronel Castaño le dijo entonces que se fuera 12 días de permiso y lo pensara mejor, porque estaba a punto de ascender a sargento 2º. Le contó que se iba a crear una central de inteligencia (la CIOCA), y le propuso que fuera parte de ella. Le explicó que entre sus funciones estaría responder oficios a fiscales y policías, y que iba a estar de civil. Y cuando Pérez objetó que él no sabía nada de inteligencia, su superior le respondió que lo iban a capacitar en la 5ª Brigada, en Bucaramanga. Dice Pérez que, en efecto, oficiales de la Regional Inteligencia Militar Ejército (RIME) le dieron una capacitación relámpago de ocho días, en desarrollo de la cual aprendió sobre asuntos como el llamado ciclo de inteligencia, al igual que sobre vigilancia y control.

Así las cosas, tenemos que en muy corto tiempo el sargento Pérez, un soldado profesional con experiencia en el combate, pero desencantado de la vida guerrera, y que nada sabía de inteligencia militar, se convirtió de la noche a la mañana, mediante un curso rápido en Bucaramanga, en el oficial de enlace de la Sección 2ª de Inteligencia (S2) del Batallón Santander con la CIOCA, con la Brigada móvil y con otras unidades militares que operaban en la zona. A estas alturas, la carrera del sargento Pérez dio un giro fatal.

El coronel Sánchez, recién posesionado comandante del Batallón Santander, sufrió un fuerte revés profesional y fue removido de su cargo, poco tiempo después de haberlo empezado a ocupar. Sánchez, según palabras de Pérez, salió de su cargo en diciembre de 2006 porque en el Alto del Pozo, en un enfrentamiento, las FARC-EP le mataron 17 soldados, dejaron a varios heridos y robaron abundante material de intendencia. Entonces, el coronel Sánchez, hombre recto, pero -al menos, en apariencia- militarmente incompetente, fue reemplazado por el coronel Álvaro Diego Tamayo, quien llegó a comandar una unidad que había quedado “bajo la lupa” por su relativa ineficacia. A Tamayo, al igual que a Sánchez, tampoco le importó que Pérez le dijera que no sabía nada de inteligencia. Pero, al contrario de Sánchez, a Tamayo lo único que verdaderamente le interesaba como resultados operacionales era el registro de los enemigos muertos en combate. Con el relevo de Sánchez por Tamayo se impuso la política del conteo de bajas.

En las distintas alocuciones, los altos mandos de división y de brigada les exigían que dieran “resultados”, en el entendido de que lo más importante eran las bajas. Era frecuente escuchar de ellos: “¿Qué pasa, que no hay muertos en combate? Busquen y golpeen al enemigo”. En tal sentido, relata el sargento Pérez que los programas con el general Montoya, comandante del Ejército, no se podían grabar, y que “daban miedo”. Y explica que en esos programas, cuyo registro estaba prohibido, “Montoya exigía bastantes muertos en combate”. Pero reitera que Tamayo, al igual que su antecesor, seguía reportando capturas, pero no bajas.

La magistrada que dirige la audiencia empieza a hacerle a Pérez preguntas directamente relacionadas con su involucramiento personal en los falsos positivos.

Cuenta el sargento que un día cualquiera, entre enero y abril, después de hacer la revisión del armerillo y de haber constatado que había en él muchos elementos no registrados, como radios, armas y uniformes, etc., susceptibles de ser utilizados para hacer legalizaciones, le preguntó al coronel Tamayo: “¿Qué hago con todo esto?”, y su superior le contestó: “Eso déjelo así”, y que si bien a él le pareció extraño, prefirió no pedirle explicaciones a un superior. Eran, en efecto, las armas disponibles para legalizar los falsos combates.

El sargento Pérez cuenta, a pedido de la magistrada, cómo fue su primera participación decidida en un falso positivo. Narra Pérez que la víctima, William Sarabia Jaimes, era un guerrillero de las FARC-EP que, según pudo constatar Pérez, mediante el interrogatorio que le hizo por orden del coronel Tamayo, había participado en el desastre militar del Alto del Pozo, episodio que, según se refirió, dio al traste con la carrera del coronel Sánchez. Agrega Pérez que después de haber interrogado durante dos horas a Saravia, en un lugar denominado “la curva”, le preguntó al capitán Chaparro, quien tenía el control inmediato de la situación, si hacía la captura, a lo cual este respondió que no, que él hablaba con el coronel Tamayo. Dice el versionado que entonces regresó al batallón y habló con el coronel Tamayo, a quien le preguntó: “¿Cómo lo reportamos?”. Y la tajante respuesta fue: “No reporte nada”. Al día siguiente, Sarabia fue reportado como muerto en combate.

Concluida la confesión de su participación inaugural en un falso positivo, la jueza de la Sala de Reconocimiento de Verdad y Responsabilidad (SRVP) le preguntó a Pérez: “¿Pensó en renunciar?”, y Pérez le respondió: “Pedí traslado para el área de operaciones, porque ya sabía de dos hechos, y yo ya estaba comprometido. Había amenazas contra los sapos. Traté de evadir el problema”. La reacción del coronel Tamayo fue, según Pérez, contundente: “De ese cargo no se mueve”. Fue así como Tamayo, quien solo se reunía con Pérez en su oficina del batallón y sin testigos, convirtió a este, a fuerza de involucrarlo en su accionar criminal, en su hombre de confianza y, a la vez, en su rehén.

Los falsos positivos se empezaron a volver normales.

Terminado el relato de cómo, bajo el yugo jerárquico del coronel Tamayo -quien, al parecer, se fue volviendo adicto a la fabricación de falsos positivos-, fue, primero, elevado a la comandancia de la S2, y después, degradado y atado a la cadena de los asesinatos y de las desapariciones mediante amenazas -unas, veladas, y otras, explicitas-, procede el sargento Pérez a narrar, uno por uno, los muchos casos en los que se vio involucrado, hasta llegar al episodio particularmente atroz de los asesinatos de los jóvenes de Soacha.

Si hasta ese momento los falsos positivos se habían reproducido de arriba hacia abajo, impulsados por comandantes locales, estimulados, a su vez, por la presión de sus superiores, al final fueron los soldados mismos de a pie los que hicieron vacas para financiarlos, y demandaron, desde abajo, que el sargento Pérez les ayudara a conseguir víctimas. La diseminación criminal horizontal y vertical ya era incontrolable.

Con todo, vale hacer una aclaración significativa de estas dinámicas. Mientras dentro de las unidades que hacen presencia en lugares donde el Estado tiene control territorial estable y burocratizado, las relaciones internas suelen ser altamente jerarquizadas, en las unidades militares que actúan en zonas de guerra muy disputadas con el enemigo pesan mucho la camaradería y el trabajo en equipo frente a un peligro que amenaza sus vidas por igual. Es así como a la presión que se ejerce de arriba hacia abajo, propia de la jerarquía, se suma en ellas una presión de abajo hacia arriba. Cabe pensar, en tal sentido, que el sargento Pérez se hallaba entre dos fuegos: recibía presiones desde arriba y desde abajo para contribuir a la fabricación de falsos positivos, y terminó siendo, entre los soldados y las unidades que operaban en la zona, “el hombre de los falsos positivos”; una especie de producto socio-institucional de la degradación de la guerra.

EL SOLDADO RÍOS: UN TESTIGO DIFÍCIL

Los tres, Vargas, Pérez y Ríos, fueron educados por el Ejército en un régimen de dureza emocional que desprecia y controla las lágrimas como cosa “de niñas”, “de maricones” y “de cobardes”. A pesar de eso, el teniente Vargas lloró copiosamente a lo largo de su interrogatorio. El sargento Pérez, en cambio, lloró poco y el soldado Ríos no derramó ni una lágrima. Pero también este, como los dos primeros, sufrió emocionalmente por cuenta del dolor que le causó violentar los principios en los que lo formó su familia.

En realidad, cada uno tiene su forma particular de sufrir y de manifestar el sufrimiento que le causa su involucramiento en el crimen sistémico de los falsos positivos. Mientras Vargas es introspectivo y expresivo, Pérez es más bien práctico y reprimido, aunque todavía capaz de que el dolor le arranque unas pocas lágrimas. El soldado Ríos, por su parte, manifiesta su sufrimiento emocional por vía del estrés postraumático que padece, así como de su obstinación en conseguir que la JEP le impute responsabilidad y lo castigue por haber matado personas indefensas -cosa que considera merecida-, pero no por haber matado personas inocentes, como lo eran los jóvenes de Soacha. Ríos, quien tiene que concentrar sus energías en lidiar con su caos cronológico, no tiene tiempo para llorar. Su desorden expositivo es tal que el magistrado Óscar Parra le pide que en adelante se prepare más sistemáticamente para las audiencias.

El soldado Ríos es algo así como un hijo de la “Doctrina de Seguridad Nacional” y de la normalización de la idea según la cual quienes apoyan -de manera real o presunta- la subversión comunista son enemigos que deben ser exterminados.

En el caso de Ríos, no se trata de alguien a quien el hecho de haber experimentado los horrores de la guerra le haya producido una amnesia total, o incapacidad para recordar lo vivido, al estilo de los muchos personajes que se conocen por la literatura y por el cine, como el famoso “desmemoriado de Turín”, que nos legó la Primera Guerra Mundial. Su insistencia en presentarse como alguien dispuesto a matar sin miramientos a quien sus superiores le señalaran como subversivo, pero, ante todo, su obstinación en mostrarse frente a sus jueces como un hombre incapaz de participar con plena conciencia en asesinatos de jóvenes inocentes, del tipo de los que integraron los falsos positivos de Soacha, dejan la impresión de que, a su manera, se trata de un hombre con un alto, aunque muy peculiar, sentido de la moralidad. Bajo las órdenes de sus superiores, mata sin escrúpulos a ilegales indefensos, llámense guerrilleros, paramilitares o miembros de bandas criminales, pero no concibe, por impedimento moral, la posibilidad de matar personas inocentes que están en la legalidad.

Muchas cosas parecen haberse conjugado para hacer particularmente difícil que se lo interrogara: la circunstancia de padecer de estrés postraumático, certificado ante la JEP, se hacía patente en su extrema dificultad para recordar las fechas en que sucedieron los hechos que se le imputan, las secuencias de estos e, incluso, los nombres de las personas que participaron en tales hechos. Además, según su propio relato, se limitaba a obedecer la orden de llevar y traer personas y documentos, sin posibilidad de acceder a una comprensión global de las acciones criminales en las que se hallaba involucrado. Sordo a las orientaciones de la magistratura, se obstina, finalmente, en poder explicar ante la JEP las razones por las cuales considera que la justicia ordinaria no le ofrece garantías, y se salta, para ello, el orden y la secuencia del relato esperados por los jueces. Es un memorioso atípico.

Ríos parecía un sujeto procesal incómodo para los jueces. Estafeta adscrito a la Sección 2ª de Inteligencia del Batallón Santander durante 2007 y 2008 -periodo dentro del que tuvo lugar el mayor número de falsos positivos en la región del Catatumbo, incluidos los de los jóvenes de Soacha-, y tenía a su cargo llevar y traer documentos y comidas, pero, sobre todo, llevar y traer personas detenidas.

En la sesión de la mañana, transcurridas varías horas sin que se hubiera podido desen­redar la maraña de las fechas y la secuencias de los hechos investigados, la magistrada que dirigía la audiencia se veía impaciente. Fue entonces cuando uno de sus auxiliares, queriendo ayudarla en la empresa de controlar mejor el relato del interrogado, procedió a inscribirlo de forma exclusiva en la reconstrucción del recuerdo del acompañamiento de un detenido desde el batallón hasta el sitio de su fatal destino. El magistrado, con tanta firmeza como destreza, le hizo, a alta velocidad, una seguidilla de preguntas que, literalmente, lo acorralaron y le impidieron escaparse de un relato secuencial.

Sucedió entonces que, de repente, el abogado defensor, hasta entonces mudo e incómodo espectador, se acercó a su micrófono para hacer una interpelación. Le dijo al auxiliar judicial acucioso que tenía acorralado a Ríos: “Quiero hacer una salvedad, el magistrado lo está fustigando… es muy reiterativo y por eso el defendido puede incurrir en inconsistencia… hasta donde entiendo esto no es un proceso penal”. El funcionario, sin inmutarse, le respondió que lo que estaba haciendo era tratar de evitar que el versionado se dispersara en su relato.

Cuando la magistratura interrogaba a Ríos sobre los hechos del 12 de enero, en los cuales un presunto guerrillero fue asesinado en condiciones de indefensión preparadas con engaño, Ríos, quien después del asesinato prestó seguridad al CTI durante el levantamiento del cadáver, dijo que “no recordaba haber llevado a nadie”. También entonces su defensor intervino para decir, con muy buen criterio: “Léanle lo que dijo (sobre estos hechos) en la ordinaria para ver si lo recuerda. De pronto así recuerda mejor”.

En cualquier caso, primero la intervención inaugural del abogado mencionada líneas arriba y, después, esta última frase parecieron dejar traslucir su entender del procedimiento dialógico como un dispositivo amable, poco agresivo, fundado en una entrevista antes que en un verdadero interrogatorio, y que debería conducir a una suerte de final feliz para quien se ha sometido a la JEP.

El incidente plantea una reflexión sobre la naturaleza propia de la justicia transicional. Más allá del caso concreto, la idea de que la justicia de la JEP es una justicia a favor del reo tiene su explicación en el hecho de que fue negociada en un acuerdo de paz. En ella, inevitablemente, quedaron incorporadas exigencias de trato hechas por quienes posteriormente habrían de someterse a sus atenuados rigores.

Superado el pequeño, pero revelador, impase inicial, la magistrada a cargo de la diligencia continuó el interrogatorio del soldado Ríos. Dijo tener todavía en sus manos un listado de diez hechos ocurridos entre enero y diciembre de 2008, a los cuales se vinculaba al versionado. Quiso referirse a ellos identificándolos por los nombres de las víctimas y por las fechas. A pesar de las dificultades, Ríos siempre pudo, finalmente, localizar en su esquiva memoria los crímenes por los que se lo llamaba a testimoniar.

Frente a la pregunta sobre si conocía a las víctimas y sobre si había participado en su asesinato, o si sabía los nombres de quienes tuvieron parte en él, sus respuestas fueron en general cortas y precisas. Afirmó entonces, sin dar la impresión de que quería ocultar algo: “No tengo recuerdos de haber participado en nada… creo que me involucraron por estar en una felicitación”, “Yo no conocía a los muertos”, “Le presté seguridad al CTI que hizo el levantamiento de los muertos. Vi los muertos pero no los detallé”, “no me suena doctora…”, “me dijeron que iba a capturar un guerrillero”, “Sabía que lo iban a matar… porque era un guerrillero”. Y frente a la pregunta sobre quién dijo cómo debía ser la mentira compartida para ocultar el crimen, su respuesta inferencial fue: “No recuerdo, pero tuvo que haber sido mi superior fulanito”.

Movido por su extrema impaciencia, sin querer deshonrar su promesa de aportar verdad completa, pero interrumpiendo el orden prefijado de las preguntas sobre los distintos casos, Ríos introdujo varias veces, de forma intempestiva, el tema de su comparecencia frente a la justicia ordinaria. No fue suficiente que la magistrada le dijera, armándose de paciencia, que más adelante tendría tiempo para hablar del asunto, cuando hubieran llegado a los casos de Soacha.

En algún momento, la magistrada principal le preguntó al soldado Ríos por los muertos del 12 de enero de 2008, y Ríos le respondió:

En noviembre de 2008 fui sometido a tortura psicológica… La fiscalía me ofreció cambio de identidad y plata, me mostró un maletín lleno de dinero, me ofreció también que me sacaba fuera del país… me interrogaron durante 4 horas en el CTI del barrio Solano… me dijeron que yo solo cumplía órdenes. Yo les decía que yo no cumplía de esas órdenes. Querían que hablara del Coronel Tamayo… me dijeron que mis comandantes ordenaron matarme…

La jueza intentó, en vano, regresar a los hechos del 12 de enero.

Y él, sin escucharla, prosiguió su relato: “Yo le hice una demanda a la fiscal por intento de soborno... me tuvieron después en un cuarto en Cúcuta…”.

Las respuestas de Ríos en relación con el caso de Carlos Andrés Valencia -uno de los jóvenes asesinados dentro del marco de los falsos positivos de Soacha- se orientan, ante todo, a demostrar que él no tuvo ninguna culpa en esos hechos, que su rango y sus funciones como estafeta pudieron haber inducido a que lo utilizaran sin darse cuenta, pues él, educado en el seno de una familia con altos principios, no mataba civiles inocentes para robar.

En el relato de su participación en algunos de los hechos que se le endilgan, como el asesinato de un campesino de la región del Catatumbo, y que le fue presentado por su superior como un guerrillero, al igual que en el de los paras que, situados a la salida del pueblo, extorsionaban a los contrabandistas de gasolina de Ábrego, Ríos dejó claro que siempre estuvo dispuesto a disparar, y que lo hizo sin previo aviso, por cuanto estaba convencido de que a quienes estaban fuera de la ley había que matarlos. Reconoce, sin usar esa expresión, haber sido un criminal de guerra que obedeció órdenes sin preguntarse por su legitimidad, y que no respetó el principio de distinción entre combatientes y no combatientes. Pidió perdón, arrepentido, y dice que hoy es un hombre nuevo, “temeroso de Dios”.

Ríos entendía que la población civil del Catatumbo era integrada por guerrilleros y paramilitares, y que, mediando una orden de su superior, estaba bien asesinarlos sin fórmula de juicio. Se autorrepresentó, en lógica contrainsurgente, como una irreflexiva e implacable máquina de matar, pero sintió asco moral frente a los falsos positivos de Soacha. Y si quiere escapar de las manos de la fiscalía ordinaria y someterse a la JEP cuando la fiscal de derechos humanos de Ocaña trata de involucrarlo en un falso positivo judicial, no es únicamente porque quiere ganarse los beneficios de la justicia especial, sino también, porque, a su extraña manera, quiere limpiar su nombre.

Paradójicamente, el soldado Ríos, no obstante estar certificado como patológicamente olvidadizo, es de por sí un testigo difícil, pero fiable. Con frecuencia no recuerda fechas ni nombres, y confunde secuencias; pero su posición moral es, sin embargo, coherente. Hace inferencias lógicas razonables. Entiende la importancia causal de la presión por resultados que viene de arriba, al igual que la estigmatización de la población, como factores explicativos de los falsos positivos. Conoce, y no elude su responsabilidad como criminal de guerra, que ha sido educado en la obediencia ciega a sus superiores y en la no distinción entre combatientes y no combatientes, y que se convirtió en un instrumento inconsciente para la fabricación de falsos positivos. Busca, como casi todos los que se someten a la JEP, ganarse los beneficios que ofrece el sistema de la justicia especial, pero no a cualquier precio. Ríos sigue a pie juntillas el libreto de la JEP: reconoce la verdad y pide perdón por sus malas acciones, pero no está dispuesto a aceptar los cargos que le imputa la justicia ordinaria por su participación en los falsos positivos de Soacha. Tiene claro que su mejor defensa en ese y en otros casos es demostrar que su condición de simple estafeta de la Sección 2 de Inteligencia del Batallón Santander explica por qué sabe poco sobre los planes y los complejos conciertos criminales que diseñaron sus superiores -oficiales y suboficiales- para simular bajas en combate. Es consistente en mostrarse con frecuencia como engañado, pero no para escapar de sus responsabilidades penales, sino para que estas queden bien delimitadas. Asesina por ideología, pero odia los motivos que considera bajos. Se considera a sí mismo un hombre “honrado”.

Llegados al final de este ejercicio, podemos concluir que -como es muy frecuente- ni Vargas, ni Pérez ni Ríos quieren verse a sí mismos, ni ser vistos por otros, como monstruos, aunque sean confesos asesinos. Quieren mostrar su humanidad. Y que dicho imperativo es en todos ellos más fuerte que su propósito de actuar de conformidad con las exigencias de la JEP para evitar el riesgo de perder los beneficios que ella les ofrece. El sargento Pérez, al igual que el teniente Vargas, quiere reconocer su responsabilidad en los falsos positivos salvando en parte la cara desde un lugar intermedio -una zona gris- entre el rol del victimario y el de la víctima. Pero, mucho más que Vargas, Pérez busca autorrepresentarse como un engranaje, como un dispositivo fungible en la maquinaria criminal de los falsos positivos. Y lo hace -como lo exige el derecho penal- mostrando las restricciones de su autonomía para actuar de forma distinta. Pérez reconoce con firmeza su participación en los crímenes, pero es cobarde, a diferencia de Vargas, para afirmar su intención criminal. Ríos, por su parte, afirma claramente -a pesar de su confusión- su humanidad diciendo, con entera convicción, que si bien cometió crímenes contra el principio de distinción entre combatientes y no combatientes que funda el DIH, los cometió movido por la creencia equivocada de que era lícito matar personas indefensas, pero culpables de ser guerrilleros y comunistas. Su propia conclusión es que él era y sigue siendo un hombre honrado.

No obstante, cabe advertir al lector que en estas primeras audiencias hacen presencia directa los representantes de las víctimas, pero no las víctimas mismas, que están en sala alterna y no son visibles, de manera similar a su presencia en Justicia y Paz. Los protagonistas de la escena son los perpetradores, aunque en su relación especular siempre estén también las víctimas.

UN BREVE EXCURSO SOBRE EL LLANTO2

El público general que observa las confesiones de quienes comparecen ante la justicia transicional -independientemente de si se trata de superiores o de subordinados en una jerarquía, de militares de derecha o de guerrilleros de izquierda- tiene el llanto por un indicador de la hondura y la sinceridad del arrepentimiento. Aunque el significado y la carga moral y emocional de los testimonios ante la Comisión de la Verdad (CEV) y ante la JEP son -sin duda- parcialmente distintos, en ambos escenarios el gran público espera que los comparecientes lloren sus culpas y su arrepentimiento. El debate en torno al llanto de quienes se confiesan como secuestradores podría, por ello, dar luces sobre lo que sucede con quienes se confiesan como perpetradores de falsos positivos.

En junio de 2021, al momento de escribir estas notas, tuvo lugar un encuentro en el Teatro Libre de Bogotá, entre los algunos de los máximos responsables de la política de secuestros perpetrada por las FARC-EP durante tres décadas, y algunas de sus víctimas. Dicho encuentro, bajo la batuta ceremonial del padre Francisco De Roux, presidente de la CEV, y propiciado por esta para favorecer la reconciliación, puso el asunto del llanto como criterio de reconocimiento de la contrición y del arrepentimiento a la orden del día.

En desarrollo del evento, las víctimas, alternando con sus victimarios en el uso de la palabra, contaron frente a las cámaras, entre lágrimas y sollozos, las desgarradoras historias de sus secuestros, abundando en detalles sobre sus padecimientos. Y sus victimarios hicieron lo propio reconociendo la inhumanidad de sus acciones, aceptando su responsabilidad y pidiendo perdón. Hacia el final del evento tomó la palabra Ingrid Betancourt, quien, habiendo sido secuestrada mientras hacía campaña presidencial, debió padecer largos años de cautiverio y de maltratos en la selva.

La señora Betancourt, de improviso, interpeló a sus secuestradores. Les dijo que estaba decepcionada del encuentro. Dijo que las víctimas invitadas se habían reunido el día anterior, asustadas de no saber cómo se iban a sentir y de qué iba a suceder cuando se encontraran frente a frente con sus verdugos, y que, durante ese encuentro preparatorio habían abierto sus corazones y habían llorado y se habían consolado juntas, aún sin conocerse. Sus victimarios, en cambio, si bien habían reconocido sus delitos y pedido perdón de palabra, lo habían hecho sin derramar una sola lágrima. Y les dijo que esa falta de lágrimas era indicativa de que hablaban desde la cabeza, y no desde el corazón; desde la ideología, y no desde los sentimientos, y que si bien les reconocía que habían tenido el coraje de dejar las armas y de haber empezado a recorrer el camino de su redención, estaban todavía muy lejos de poderse reconciliar con sus víctimas, en la cercanía del llanto compartido.

Las palabras de la señora Betancourt sorprendieron a todos los asistentes al evento: a los presenciales y a los virtuales. Los miembros del antiguo Secretariado de las FARC-EP allí presentes se vieron en dificultades para responder. El impecable discurso que pronunció Rodrigo Londoño, alias Timochenko, pareció de pronto un panfleto, a pesar de que estuvo cargado de expresiones finamente moduladas en lo que atañe al reconocimiento de lo irreparable del daño causado y de la sincera humildad con la cual solicitó el perdón de sus víctimas.

Peor aún le fue a Carlos Antonio Lozada. A este último, la señora Betancourt le reprochó que estaba todavía a la defensiva, que no había sido capaz de poner a un lado durante el encuentro el escudo protector del guerrero para dirigirse a sus víctimas con un lenguaje menos racional y menos frío, a lo cual Lozada respondió, sin meditarlo y con cierta brusquedad, que él era un hombre sincero en la expresión de sus sentimientos, y que no iba a fingir un llanto bajo la presión de las circunstancias.

Al día siguiente del controvertido desencuentro, Ingrid -como la llama el público general- dio una entrevista en el programa Los Danieles, en el cual, refiriéndose a la reacción de Lozada, dijo que la había decepcionado mucho su respuesta, y que el antiguo dirigente guerrillero había desaprovechado el día anterior la oportunidad para llorar con sus víctimas y reconciliarse con ellas. Pero, además, le expresó a la JEP que, dada la extrema gravedad de los delitos perpetrados, dicha jurisdicción les debería imponer a los líderes de la extinta guerrilla la sanción máxima prevista por la ley. Dejó claro que no hay lugar para una reconciliación por la vía rápida. Sobra decir que la opinión pública se solidarizó con Ingrid Betancourt. El evento fue, sin duda, una derrota política para las FARC-EP.

Reflexionando sobre lo sucedido, cabe decir que el encuentro entre Ingrid y sus verdugos puso de manifiesto, para comenzar, que las realidades que habitan las víctimas y sus victimarios son muy distintas, que las experiencias de haber sufrido y de haber hecho sufrir dejan marcas distintas en la personalidad, y que si bien cabe decir de ambos tipos de experiencia que son traumáticas, uno es el trauma del que padece, y otro, el de quien hace padecer. Y por supuesto, también puso de relieve que son distintos los caminos de duelo que suelen transitar el uno y el otro.

Y puso en evidencia lo más obvio; a saber, que las personas que integramos la audiencia en el teatro de las confesiones públicas tendemos a identificamos con las víctimas antes que con los perpetradores.

Y lo que es fundamental para el entendimiento de los encuentros entre víctimas y victimarios, tanto en la CEV como en la JEP, reveló que el abismo emocional entre perpetradores y víctimas de delitos que encarnan tanto daño y sufrimiento como el secuestro es aún mayor si quienes comparecen son los líderes políticos y comandantes militares de un ejército rebelde jerarquizado; es decir, personas altamente ideologizadas, encargadas de diseñar y de ordenar desde arriba la puesta en funcionamiento de las estrategias, y que nunca, o casi nunca, tuvieron la ocasión de manipular directamente los cuerpos de sus víctimas, ni de interactuar con ellas en el infierno de sus cárceles en la selva. Es apenas natural, por ello, que el lenguaje que expresa la culpa y el arrepentimiento de los comandantes sea más racional y abstracto, y menos emocional, que el de quienes han sido martirizados por ellos a control remoto.

Así las cosas, podemos decir que el discurso de Ingrid Betancourt, además de destapar obviedades como las descritas líneas antes, puso a sus verdugos, como ella los llama, frente al imperativo moral -acaso, imposible de cumplir- de abandonar el escudo protector del arrepentimiento racional, y de dar en sus vidas un giro emocional cuyo más certero indicador público es el llanto3.

Las palabras de Ingrid dejan flotando en el aire la pregunta sobre si el giro emocional que ella demanda de sus captores, y que muchos en el público han aplaudido, es la clave para que tenga lugar la transformación de quienes se autorrepresentan como rebeldes equivocados en pecadores arrepentidos. Y en consecuencia, si es la apostasía o la conversión ideológica un corolario necesario de que dicha transformación ha tenido lugar. > A pesar de lo problemáticas que resultan las exigencias de Ingrid para el futuro de los lideres de las FARC-EP y del partido Comunes, cabe decir que hasta allí, en la intervención de Ingrid todo estuvo bien. Ingrid, al igual que muchas víctimas que piensan y sienten como ella, está en su derecho a no hacerles las cosas demasiado fáciles en materia de reconciliación a sus victimarios. Ingrid y quienes se hacen eco de sus palabras, tienen derecho a querer que sus verdugos sufran en serio por lo que les hicieron.

Pero, por otro lado, cabe decir que a Ingrid no la asiste la razón cuando descalifica la incomodidad de Carlos Antonio Lozada, hoy líder político y senador de la República, para llorar en público y en cumplimiento de una exigencia repentina. No tiene razón Ingrid cuando deja en el aire -alimentando un prejuicio inveterado- la impresión de que la ausencia de lágrimas en el rostro de Lozada mientras pide perdón es un mal indicio sobre su persona.

En ese sentido, hay que tener presente que quienes en el curso de rituales voluntarios de purificación mediante el arrepentimiento no lloran, deben saber que difícilmente pueden transmitir la impresión de que están contritos y de que merecen, por ello, el perdón de la sociedad. Les pasa como a aquel personaje deEl extranjero, de Albert Camus, que fue condenado a muerte por no haber llorado y por no haber mostrado en el entierro de su madre las reacciones apropiadas, según las convenciones sociales vigentes. Su reacción, en apariencia indolente y fría frente a la muerte de su madre, fue tenida judicialmente por un indicio de que era una mala persona, y fue decisiva para que lo condenaran a muerte. Aun a sabiendas de que las lágrimas de cocodrilo sí existen, el hecho de que quienes confiesan voluntariamente ante la CEV o ante la JEP no lloren, o que lo hagan tan solo con un llanto seco, esporádico y estertóreo -como el que es propio de una sociedad machista que les prohíbe llorar a los hombres-, parece constituir, para muchos, un indicio de falta de arrepentimiento y de maldad, tan grave como no llorar en el entierro de la propia madre.

Ahora bien, la CEV y la JEP son instituciones complementarias, pero reguladas por regímenes emocionales -normativos- distintos. Si bien ambas buscan verdad en un horizonte de justicia y reconciliación, la primera debe estar -por lo menos, en principio- más abierta a que irrumpan en ella testimonios puramente expresivos. La CEV es, por diseño, un buen escenario para la catarsis. En la JEP, en cambio, los testimonios deben ser calibrados en relación con los hechos y las responsabilidades que deben ser probados y con los tipos penales a los cuales deben adecuarse. Ello exige mucho cálculo y frialdad. En la JEP un exceso de emocionalidad por parte de los victimarios, de las víctimas o de los jueces puede resultar profundamente desestabilizador y alejarla de su propósito de hacer justicia.

Así las cosas, cabe preguntarse: ¿trasladar el debate que abre Ingrid Betancourt en la CEV al escenario de la JEP implica una transposición indebida?¿Podemos decir de la JEP, al igual que de la justicia penal ordinaria, que la imparcialidad y la objetividad de sus jueces dependen -idealmente- de que ellos actúen de manera racional y fría, y de que no permitan que la escena judicial se convierta en un podio para la erupción y la proliferación de emociones por parte de los versionados, y ni siquiera de las víctimas? ¿Deben los jueces exigirles a unos y a otras -como partes procesales- que controlen sus emociones? O por el contrario, ¿implican la orientación restaurativa de la JEP y el carácter dialógico de su procedimiento principal que ella se estructure como un escenario en el cual resulta adecuado que los jueces sean comparativamente más empáticos con unos victimarios y unas víctimas que están autorizados a ser más expresivos -y llorones- que lo que es corriente en la justicia ordinaria? Y suponiendo, como parece, que lo segundo sea lo correcto, ¿cuánta emotividad por parte de los victimarios confesos y de sus víctimas es permisible en un escenario como la JEP, sin que ello resulte en una desestabilización de la labor judicial?

Son preguntas abiertas para un escenario en el cual hay mucho espacio, todavía, tanto para la acumulación de experiencia como para la innovación.

REFERENCIAS

Foucault, M. (2014). Obrar mal, decir la verdad: La función de la confesión en la justicia. Siglo XXI Editores. [ Links ]

JEP Colombia (Director). (2022a, enero 19). Caso 03, Subcaso Catatumbo || Versión voluntaria Diego Aldair Vargas-08/03/2019 [Video]. YouTube. https://www.youtube.com/watch?v=-uXDv3p_GdELinks ]

JEP Colombia (Director). (2022b, enero 19). Caso 03, Subcaso Catatumbo || Versión voluntaria Medardo Ríos Díaz-27/02/2019. [Video]. YouTube. https://www.youtube.com/watch?v=XZdEHPhh3ykLinks ]

JEP Colombia (Director). (2022c, enero 19). Caso 03, Subcaso Catatumbo || Versión voluntaria Medardo Ríos Díaz-27/02/2019. [Video]. YouTube. https://www.youtube.com/watch?v=XZdEHPhh3ykLinks ]

JEP Colombia (Director). (2022d, enero 20). Caso 03, Subcaso Catatumbo || Versión voluntaria Sandro Mauricio Pérez Contreras-15/07/2019. [Video]. YouTube. https://www.youtube.com/watch?v=N_I9SmTAIhILinks ]

JEP Colombia (Director). (2022e, abril 4). Caso 03 | Sandro Mauricio Pérez Contreras | Subcaso Caribe | Versión. [Video]. YouTube. https://www.youtube.com/watch?v=s_bN3mdQizQLinks ]

1 Las citas textuales que se referencian a lo largo del texto fueron tomadas de los siguientes videos: Teniente Diego Vargas (JEP Colombia, 2022a). Soldado Medardo Ríos (JEP Colombia, 2022b, 2022c). Sargento Sandro Pérez (JEP Colombia, 2022d, 2022e).

2Sobre la teoría de las motivaciones morales consultar: Williams, B. (2015). Vergüenza y necesidad: Recuperación de algunos conceptos morales de la Grecia antigua. Antonio Machado Libros; Williams, B., & Moore, A. (2006). Ethics and the limits of philosophy. Routledge; Honneth, A. (1997). La lucha por el reconocimiento. Crítica. Nussbaum, M. C. (2018). La ira y el perdón: Resentimiento, generosidad, justicia. Fondo de Cultura Económica. Sobre está discusión para el caso colombiano revisar: Garzón Vallejo, I. (2022). ¿Cuándo va a ser el momento en que puedan llorar con nosotros? Ingrid Betancourt y los dilemas de la centralidad de las víctimas en el Acuerdo de Paz. En Realidades y expectativas sobre el acuerdo con las FARC-EP y la paz territorial en Colombia (pp. 111-127). Tirant lo Blanch.

3Es sabido que Ingrid Betancourt se ha dedicado, después de su liberación, a estudiar teología. Cabe pensar, por ello, que está familiarizada —y así lo demuestran sus brillantes y conmovedoras intervenciones como víctima directa y como representante de las víctimas ante la JEP y ante la CEV— con la larga historia de lo que hoy conocemos como el sacramento de la confesión católica, al igual que con sus orígenes en el primitivo ritual cristiano de la penitencia. A efectos de nuestro análisis, es de sumo interés recordar, brevemente, de la mano de M. Foucault, en su clase del 29 de abril de 1981, en la Universidad de Lovaina, que dicho ritual cristiano de la penitencia, similar a los rituales de súplica de la Antigua Grecia, nació hacia el siglo II d. C., como un aexomologesis; vale decir, como un ejercicio de reconocimiento de los graves pecados cometidos, pero que no implicaba todavía una “confesión de boca”, y que no adquirió carácter sacramental hasta el siglo XII. Quien era declarado “penitente” por el sacerdote o por el obispo debía hacer un teatro de “manifestaciones extraordinarias” sometido a un régimen emocional que implicaba —entre otras expresiones— cubrirse de cenizas, arrodillarse, llorar y suplicar perdón, para purificarse y poder acceder a la reconciliación con la Iglesia. Dice Foucault que las explicaciones que por entonces se ofrecían para entender la racionalidad del ritual eran médicas o jurídicas, así que el penitente, como el enfermo, le mostraba sus llagas al médico, para que este lo curara, o como el reo, le contaba con crudeza los pecados al juez, para que este lo tratara con benevolencia. Recuerda nuestro autor que fue Pedro Lombardo quien en el siglo XII incluyó por primera vez el de la penitencia como uno de los siete sacramentos, y que dicha sacramentalización estuvo acompañada de un proceso de juridización y oralización de esta. Fue solo a partir de entonces cuando la “confesión de boca” se volvió un elemento céntrico del ritual penitencial. Y como verbalizar pecados cometidos implica revelar secretos guardados, quien confiesa tiene que decir “lo que tiene en el corazón y en su consciencia, y lo que recuerda […]”, y debe, así mismo —como en las versiones más libres de Justicia y Paz— empezar por hablar en asociación libre, teniendo un “desenvolvimiento espontáneo”, para someterse luego a un cuestionario riguroso, etc. Según Raimundo de Peñafort, la confesión debe ser, entre otras muchas cosas, “acusatoria”, de forma que el penitente diga con claridad de qué es culpable, y debe ser “amarga”, así que debe estar acompañada de muchas lágrimas. Hacia el final de una de sus lecciones sobre el tema, Foucault nos recuerda, en relación con la “actitud” que debe tener quien se confiesa, que Alamo de Lilly dice en su Liber paenitentialisdice que: […] hay que comprender el interior por el exterior, el rostro es una suerte de animi signaculum. Cuando el rostro se inclina hacia abajo y está empapado de llanto es señal de una buena contrición interior; si la mirada es directa y en el rostro no hay muestras de tristeza, es que la contrición es menos intensa. (Foucault, 2014, p. 206)

Recibido: 14 de Septiembre de 2022; Aprobado: 24 de Octubre de 2022

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